Nota del Transcriptor:
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PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
El sabor de la venganza.
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PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
EL SABOR DE LA VENGANZA
SEGUNDA EDICIÓN
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID
Hablemos un poco.
Goethe.
Estas historias violentas de sangre—dice nuestro amigo Leguía—me las contó Aviraneta en San Leonardo, un pueblo de la provincia de Soria, adonde don Eugenio iba a veranear los últimos años de su vida. Yo solía ir a ver a Aviraneta con frecuencia cuando estaba en Madrid y vivía en la calle del Barco. Aviraneta era ya viejo en este tiempo: andaba cerca de los ochenta años; y yo, aunque más joven que él, sentía que también para mí había pasado la época de la acción y del entusiasmo. Los dos, solitarios y olvidados, recordábamos nuestros tiempos, que nos parecían mejores que aquellos en que vivíamos.
Josefina, la mujer de don Eugenio, una francesa de Toulouse, con la que se había casado, ya viejo, me decía que no dejara de visitar a su marido.
—El pobre se aburre y a usted le quiere como a un hijo—me indicaba la francesa.
—Yo voy a verle siempre que puedo.
—¡Está tan abandonado!—añadía ella.
En la época de la guerra francoprusiana, Josefina me escribió que don Eugenio estaba en San[10] Leonardo, un poco delicado de salud, y que se quedaba allí hasta reponerse.
Fuí a verle a don Eugenio al pueblo y lo encontré ya bien.
Pensaba volver en seguida a Madrid; pero me sorprendió una gran borrasca de frío y nieve y tuve que quedarme allí unos días hasta que pasara.
San Leonardo es un pueblo entre pinares, al lado de un cerro coronado por las ruinas de un castillo. Don Eugenio vivía en casa del nieto de un guerrillero del Cura Merino, a quien llamaban el tío Chaparro.
El tío Chaparro era dueño de grandes rebaños y tenía una hermosa casa de piedra con una cocina ancha, que cogía casi la mitad del piso bajo.
El hijo del guerrillero miraba a don Eugenio como a un héroe, y más que como a un héroe, como a un sabio: le escuchaba religiosamente, mandaba que todo el mundo le obedeciese y le ponía un gran sillón de cuero al lado de la lumbre. De noche, en la cocina, solía haber gran reunión de cabreros y de zagales que, por sus indumentarias toscas, sus túnicas como dalmáticas y sus capotes de lana cruda con capucha, me parecían pastores de nacimiento. Aviraneta y yo solíamos tener largas charlas al lado del fuego, en las que recordábamos sucesos políticos, y nuestras conversaciones las escuchaban con gran curiosidad los pastores.
Aviraneta se entretenía escribiendo una relación de sus aventuras de guerrillero de la guerra de la Independencia, las que pensaba cándidamen[11]te ofrecer como ejemplo a los franceses, para que viesen la manera de rechazar la invasión alemana.
Yo, entonces, estaba leyendo por primera vez la Biblia, en la traducción de Cipriano de Valera, y hacía comentarios acerca de sus máximas y de sus reflexiones, y, a pesar de que soy un espíritu muy poco bíblico, me entretenía la lectura, aunque muchas veces me repugnaba.
Un día le dije a don Eugenio:
—No me ha contado usted nunca con detalles su vida en la Cárcel de Corte el año 1834.
—¿Qué voy a contar de allí? Era la mía una vida monótona y siempre igual. En la cárcel los días se parecen demasiado uno a otro. Se vive recordando lo que ha pasado y pensando en lo que se va a hacer al salir de la prisión.
—Cuénteme usted con detalles todo cuanto recuerde de la cárcel y de su vida en ella.
—No creo que sea muy interesante, pero te lo contaré.
Los datos que me dió Aviraneta de su estancia en la Cárcel de Corte no fueron ni muy nuevos ni de gran interés.
Si los menciono aquí es porque la Cárcel de Corte sirve de marco a las historias sangrientas que siguen después.
Y ahora una advertencia:
Como los chicos cuando terminan un castillo de arena le adornan con unas banderolas vistosas para que tengan más apariencia, así he hecho yo poniendo después de acabada mi obra frases lite[12]rarias de escritores célebres al frente de los capítulos.
Así he pretendido dar a éstos cierto aire de pompa y de solemnidad que, naturalmente, no tienen; porque yo nunca he sido ni pomposo ni solemne. De esta manera, al que no le guste el texto se puede entretener con las banderolas.
Sobre mi cabeza, ¡escuchad! Escuchad los gritos prolongados y frenéticos de aquellos cuyo cuerpo y cuya alma son igualmente cautivos.
Lord Byron: La lamentación del Taso.
Denunciado por Francisco Civat y preso por el inspector Luna—comenzó diciendo Aviraneta—ingresé el 24 de julio de 1834 en la Cárcel de Corte.
Martínez de la Rosa, que me tenía por un hombre peligroso, tomó precauciones para impedir que me escapara. A mi ingreso en la cárcel fueron destituídos el alcaide, un llavero y otros carceleros considerados como liberales y que pertenecían a la Milicia Urbana, y reemplazados por ex voluntarios realistas. El poeta granadino no era torpe, y comprendió que nada mejor para guardar a un conspirador liberal que unos carceleros absolutistas.
A poco de entrar en la cárcel se comenzó mi proceso en el juzgado del teniente corregidor don Pedro Balsera.
Martínez de la Rosa eligió para juez de la causa a un tal Regio, absolutista exaltado, y le previno que estaba entendiendo en un proceso de alta traición; y de fiscal nombró a don Laureano de Jado, antiguo afrancesado del tiempo del rey José, después protegido de Calomarde y, por último, amigo de Rosita la pastelera.
Don Laureano era un lechugino muy peripuesto. Se hallaba indignado contra mí porque entre los papeles que me cogió la policía había dos circulares, en una de las cuales decía que el Estatuto Real estaba formado por una amalgama de afrancesados, anilleros y desertores del carlismo, y en la otra recomendaba la prisión y el destierro en bloque del gran Consistorio de abates renegados formado por Hermosilla, Lista, Miñano y sus amigos, que se entendían con Luis Felipe para impedir toda tentativa liberal en España.
A don Laureano, que había formado parte de la Comisión Militar de Madrid en tiempo del terror de Calomarde y Chaperón, le parecía mucha severidad la nuestra con la Junta de abates afrancesados, que siempre, vanagloriándose de su cultura, tenían que influír a favor de la rutina y del absolutismo.
Para escribano de la causa eligieron a don Juan José García, ex sargento realista, que pasados unos años figuró como secretario de la Junta facciosa de Morella.
Así, un liberal como yo, preso por un Gobierno[17] liberal, estaba vigilado por furibundos absolutistas.
Al entrar en la cárcel se dijo que yo me había comido la lista de los comprometidos en la Isabelina, cosa absurda, porque una lista de dos mil nombres no se la come uno por buen estómago que tenga. Me batí con el juez y con el fiscal y les mareé con declaraciones contradictorias. Hice como el calamar, que enturbia el agua para escaparse.
Tan pronto aparecía la Isabelina como una sociedad secreta, de la que formaban parte la infanta Luisa Carlota, el infante don Francisco, Palafox y el conde de Parcent, como era un proyecto que no había pasado de utopía acariciada en mi imaginación.
Entre otras cosas le dije al juez que tenía guardados documentos importantísimos, y que si moría en la cárcel estos documentos se publicarían inmediatamente en París después de mi muerte.
La amenaza dió grandes resultados.
El juez me decía:
—Pruebe usted sus asertos, presente usted esos documentos.
—No presentaré documento alguno si no me dejan libre.
—¿Qué miedo puede usted tener?
—Miedo de que me quiten los documentos para poderme aplastar impunemente.
Le dije también al juez, en confianza, que el infante don Francisco y su mujer pretendían la expulsión de María Cristina y de sus hijas para quedarse ellos con la Regencia de España. Que[18] después pensaban elevar al trono al infante don Francisco, y que se habían acuñado monedas con esta leyenda: «Francisco I, rey por la gracia de Dios y de la Constitución».
—¿Estos proyectos no se los habrán contado a usted los mismos infantes?—me dijo el juez con sorna.
—Sí.
—¿Es que ha hablado usted con ellos?
—Sí, señor.
—¡Bah!
—¡No lo crea usted! El ex ministro don Javier de Burgos y el inspector de policía Luna me encontraron en la antecámara de Palacio la primera vez que fuí a ver a los infantes, llamado por ellos. Pregúnteles usted a Burgos y a Luna: lo podrá usted comprobar.
El juez no sabía a qué carta quedarse. Yo le daba mezcladas la mentira y la verdad, y él no sabía separarlas. Indignado el hombre, en uno de sus escritos me llamó malvado y miserable, y dijo públicamente que yo acusaba al infante don Francisco y a Palafox.
Estas declaraciones mías, que se conocieron en Palacio, me valieron el odio de la infanta Luisa Carlota y de su marido, y luego la amistad de María Cristina, porque llegaron las dos hermanas a odiarse de tal modo, que los amigos de una eran sólo por esto enemigos de la otra.
El general Palafox se debió ver en un apuro; afirmó que no tenía relación alguna con la Isabelina y que no me conocía a mí, aunque por otra parte me creía persona de honor e incapaz de una[19] impostura. Dijo que el plan revolucionario mío era una fantasía, y aseguró que el capitán Civat era un agente carlista que me había engañado a mí, sin decir que el primer engañado había sido él.
El mismo día Palafox envió a su sobrino a casa de mi hermana con el encargo de decirla que él pondría en juego sus altas influencias para sacarme lo más pronto posible de la cárcel.
A Palafox se le ordenó que quedara arrestado en un cuartel, y luego, con la benevolencia que se tiene siempre con los poderosos, se le dejó detenido en su propia casa, en comunicación con su familia y sus amigos.
Después, cuando se supo que yo no acusaba a nadie, sino que afirmaba que el único conspirador de la Isabelina era yo, y que, por lo tanto, no había conspiración, los que tenían miedo de aparecer complicados se tranquilizaron. El conde de las Navas, en las Cortes, interpeló al Gobierno por la prisión de Palafox; y Martínez de la Rosa contestó dando a entender que lo sabía todo.
Al mismo tiempo que yo fueron presos varios otros individuos que formaban parte de la Isabelina: Nogueras, Beraza, Calvo de Rozas, Olavarría, Romero Alpuente, Espronceda, García Villalta. Todos ellos ingresaron en la Cárcel de Corte. En provincias se hicieron también muchas prisiones.
A las dos o tres semanas no quedábamos allí mas que Beraza, Romero Alpuente y yo. Beraza no sé cómo se las arregló para salir pronto.
Espronceda y García Villalta, a pesar de su fachenda byroniana, cantaron la palinodia de una[20] manera humilde, y se les sacó de la prisión y se les llevó desterrados a Badajoz.
Me quedé con el compañero peor, Romero Alpuente, viejo decrépito y sin ánimo.
Romero Alpuente se quejaba de la Soledad, de la tristeza, de la falta de aseo y de los parásitos de la cárcel; después, cuando invadió el cólera la prisión, el pobre hombre se pasaba la vida en la cama escribiendo memoriales a la Reina.
Desgracia al hombre solo.
El Eclesiastés.
Poco a poco todos los complicados en aquella causa, por entonces célebre, quedaron libres. Yo solo permanecí en la cárcel vigilado estrechamente durante meses y meses, hasta que pude escapar, gracias a un pronunciamiento.
Nadie fué castigado en serio, y el denunciador de la Isabelina, don Francisco Civat, fué agraciado poco después por el ministerio, contra el dictamen del ministro, Moscoso de Altamira, con el empleo de vista de la aduana de Barcelona. Lo disfrutó poco tiempo, porque en el primer movimiento revolucionario que hubo allí tuvo que esconderse y fugarse a Francia, en donde tomó partido por Don Carlos.
Después de muchas declaraciones mías, el fiscal don Laureano de Jado declaró inocentes a todos los procesados, y consideró que el único culpable [22] era yo. Mientras el proceso duró, la preocupación por lo que tenía que decir y que contestar me tuvo en tensión el espíritu; luego pasé una temporada aburrido y desesperado.
Se comenzó a olvidar mi causa. De tarde en tarde se hablaba de mí en los periódicos. Don Fermín Caballero, que no era de mi cuerda, y que tenía cierta rabia por los que nos sentíamos capaces de jugarnos la vida en una conspiración como la fraguada en julio, dijo que la Isabelina era una sociedad formada por calaveras y gente del trueno, que no tenía más misión que la de alborotar.
Cuando me nombraba a mí en el Eco del Comercio me llamaba el atolondrado Aviraneta. ¡Atolondrado! Claro es, porque yo había expuesto el pellejo y él no lo había expuesto nunca.
Hay demócratas—y al decir esto don Eugenio sonreía con cierto desprecio—, que creen que el mundo puede hacer desaparecer con el tiempo a los héroes y a los aventureros.
Esta idea me parece una idea falsa y ridícula. Siempre habrá un desequilibrio entre la realidad y la utopía que permita una aventura al que tenga fondo de aventurero.
¿Además, es apetecible que desaparezca todo lo que sea esfuerzo, improvisación y energía? No veo por qué el ideal de la vida haya de ser llegar a una existencia mecanizada y ordenada como una oficina de comercio. No creo que se pueda alcanzar esto. ¿Cuándo se han hecho cosas admirables sin esfuerzo y sin heroísmo? ¿Se harán alguna vez? Yo creo que nunca.
Por más que quieran cerrar, alambrar el recinto social, siempre habrá boquetes libres para escaparse; por más que los Gobiernos decreten que los hombres deben ser unos buenos cerdos tranquilos cuyo ideal sea el pesar muchas arrobas, siempre habrá jabalíes entre ellos.
Por esta época del cólera, el partido cristino tuvo el primer quebranto, al hacerse público que la Reina se había enredado con Muñoz y que había tenido un hijo. Todo Madrid debía estar comentando con fruición el caso, y la noticia llegó hasta la cárcel.
Se habló de las citas, en la Granja de Quitapesares, entre María Cristina y el guardia de Corps; se habló de la tía Eusebia, del estanquero de Tarancón, de la niña Gertrudis Magna Victoria, que, según los chuscos, podía poner con el tiempo en su escudo los lirios de los Borbones al lado de las cajetillas de tabaco de los Muñoces.
Se contó que estando de caza en el Pardo María Cristina con la Corte, la Reina le dijo a Muñoz, al ver saltar una pieza: «Para ti, Muñoz»; y que él contestó: «No; para ti, Cristina».
Se contó también que se había reunido el Gabinete con el objeto de discutir la cuestión de los amores de la Reina, y se habló en broma de lo que habían aconsejado los unos y los otros. Se decía que los más conspicuos del partido moderado estaban de acuerdo en aconsejar moderación a aquella italiana, ardiente y fogosa.
Martínez de la Rosa decía que Zarco del Valle, como militar galante, era el más a propósito para llevar a buen término, y de una manera delicada,[24] esta gestión de índole moderada; Toreno aseguraba que Garelly era el más insinuante y jesuítico, y Garelly objetaba que el más indicado de todos era el duque de Rivas, puesto que podía dar a la observación un aire de poesía y de lirismo.
Allí están los alegres y los tristes; allí hay hombres muriendo; allí hay hombres nacidos, hay hombres orando; al lado de un tabique de ladrillo hay hombres maldiciendo, y, en torno de todos ellos, está la noche inmensa y vacía.
Carlyle: Sartor Resartus.
La Cárcel de Corte de Madrid estaba formada, en parte, por ese edificio de la plaza de Santa Cruz, que luego ha sido Ministerio de Ultramar, y, en parte, por otro, anejo a él, que fué en tiempo pasado hospedería de los Padres del Salvador.
La Cárcel de Corte, con sus dos cuerpos, formaba un paralelogramo largo y estrecho. Los lados cortos los componían: uno, la fachada de la plaza de Santa Cruz, en donde había entonces una fuente, la fuente de Orfeo, y el otro, varias casuchas que daban a la calle de la Concepción Jerónima. Por los lados largos pasaban, casi paralelas, la calle del Salvador y la de Santo Tomás.
Una parte estaba dedicada a cárcel de mujeres, y muchas de éstas tenían sus hijos pequeños con ellas. Era muy difícil darse cuenta clara de la topografía de la cárcel, porque todo el edificio se hallaba dividido con tabiques, que formaban rincones y pasillos, y en aquellos recovecos se desorientaba uno en seguida.
En la cárcel había mucha más gente que la que buenamente cabía en ella; faltaba luz y ventilación, y, sobre todo en el verano, no se podía respirar por el mal olor. Cuando entraban los magistrados de la Audiencia solían quemar incienso y plantas aromáticas.
Los pobres lo pasaban horriblemente; muchos no tenían ropas ni mantas, y dormían en pleno invierno sobre el suelo, de piedra. Los alcaides solían arrendar los distintos servicios a pequeños industriales, que explotaban a los presos de una manera miserable.
El día de Jueves Santo se asomaban los presos a las rejas que daban a la plaza de Santa Cruz, y pedían limosna a los transeúntes, gimoteando y haciendo sonar sus cadenas.
El domingo y los días de fiesta los ladrones se exhibían en los patios de la cárcel y se daban tono. Había cantos, guitarreo y a veces riñas, en las cuales salían a relucir navajas y estoques.
Los empleados de la cárcel eran: un alcaide, un capellán, tres porteros, seis demandaderos, una demandadera, un llavero, un escribiente, un enfermero, un cocinero, un mayordomo, un médico y un cirujano. Los cuartos costaban: los de primera, siete reales al día; los de segunda, cuatro, y[27] los de tercera, dos. La sección de políticos era más limpia y más cuidada que el resto. Yo tenía un cuarto bastante regular, con una mesa, una cama y una butaca. A los pies de la cama ponía cuatro cacharritos llenos de agua para que no subieran las chinches, porque a estos huéspedes no había manera de exterminarlos.
Al principio no quisieron dejarme tener libros, ni papel, ni tinta; pero luego, sí.
En los primeros días de cárcel, el alcaide me vigilaba de una manera molesta; no me permitía hablar con nadie sin estar él delante. Me trataba con gran consideración y me decía que no hacía mas que cumplir con su deber.
Don Paco, el alcaide, era uno de los mayores bribones de España: robaba a los presos y los explotaba de una manera inicua. Eso sí, lo hacía todo con una gran finura: no se le oía jamás un insulto o una palabra soez.
Don Paco había sido lego en un convento y tambor de una partida realista.
Era el tal don Paco, por entonces, hombre de unos cuarenta años, muy alto, muy encorvado, muy flaco, un verdadero espectro. Tenía la nariz aguileña, los dientes muy blancos, los ojos negrísimos, de extraña expresión; la piel obscura, y el pelo, como decían los autores románticos, del color del ala del cuervo. Iba siempre muy pulcro, muy bien afeitado, y tenía la costumbre de restregarse las manos haciendo un ruido como de huesos.
Su vigilancia sonriente me llegó a exasperar.
Al principio, iracundo por verme tan vigilado,[28] para encontrarme solo comencé a no salir de mi calabozo.
Con aquella vida sedentaria y la humedad del cuarto se me exacerbaron los dolores reumáticos y tuve que guardar cama. El médico me visitó, y dijo que era indispensable para mí el hacer ejercicio, pues si no mi enfermedad se agravaría. Esta prescripción facultativa me obligó a salir al patio con frecuencia, y a dar vueltas y más vueltas, y a conocer a los detenidos.
La mayoría de los presos políticos de la Cárcel de Corte eran furibundos realistas; había también algunos liberales, sospechosos de haber tomado parte en la matanza de frailes. Los realistas eran casi todos de fuera de Madrid: curas, frailes, abogados, guerrilleros de la Mancha llevados a la corte para declarar en procesos de conspiración.
La sección de políticos rebosaba, y su personal era el más extraño y heterogéneo: había allí, desde carbonarios hasta absolutistas rabiosos; desde apóstoles hasta asesinos.
Por ser los carlistas presos gente de más fuste que los liberales, y por tener la protección decidida del alcaide y de los principales celadores, los absolutistas disfrutaban en la Cárcel de Corte de preeminencias y de ventajas que no disfrutábamos los demás.
El abogado carlista Selva, y algunos frailes amigos suyos, llevaban allí la voz cantante y dirigían y mandaban no sólo en el patio de los políticos, sino también en el de los detenidos por delitos comunes. En éstos se verificó una división parecida a la de los políticos, y hubo un grupo liberal[29] y otro carlista, con sus pasiones, sus odios, su intolerancia y su fanatismo. Unos cuantos carlistas valencianos, capitaneados por un arriero, llamado el Roch, y por un esterero de Crevillente, apodado el Tate, entraron por instigación de los frailes y de Selva en el segundo patio, con el asentimiento del alcaide don Paco, y se dedicaron a hacer prosélitos.
Mis dos ayudantes en la cárcel eran Román, el hijo del librero de viejo de la calle de la Paz, y Gasparito, un zapatero remendón, hombre de muy buen sentido.
Además de estos dos tenía como compañeros y correligionarios al Mingo y al señor Bruno, que eran albañiles; al Mulato, que era albeitar, y al Sanguijuelero, que tenía esta profesión unida a la de sangrador y la de herbolario. Todos estos habían sido detenidos durante la matanza de frailes por excitaciones al pueblo.
Entre los carlistas presos, la mayoría eran campesinos, y tenían, en general, buen aspecto.
Había gran diferencia entre los carlistas, casi todos del campo, y los revolucionarios madrileños. Eran mejores tipos aquéllos, más fuertes, más nobles, más enteros; daban una impresión de mayor energía.
—Hoy lo mejor del pueblo es carlista—pensaba yo—; pero dentro de cincuenta años no pasará lo mismo.
Había también gran diferencia entre los presos políticos y los ladrones. Sólo a primera vista, por su aspecto, podían distinguirse los unos de los otros; los políticos tenían un aire más recogido,[30] más ensimismado; los otros alardeaban de la fanfarronería y del cinismo que caracterizan a los criminales de profesión. Como estábamos los liberales en minoría, yo pensé que me convendría frecuentar el patio de los presos de delitos comunes para hacer prosélitos.
Un día encontré en la cárcel al célebre ladrón Candelas, a quien conocía y había tenido como agente de la Isabelina. Reconocimos ambos que estábamos metidos en un callejón sin salida. Candelas abrigaba la esperanza de escaparse. Me propuso un plan de fuga, pero no tenía condiciones para llevarlo a la práctica.
El alcaide, que vió que charlábamos Candelas y yo, no sospechó que pudiéramos conocernos de antemano; Candelas me indicó que me dirigiera a Francisco Villena (Paco el Sastre), por ser éste amigo suyo y hombre de recursos; y, efectivamente, me vi con él y conseguí que él intrigara en el patio de presos de delitos comunes para impedir que los absolutistas se hicieran dueños de la cárcel.
Poco después Candelas fué trasladado a otra prisión.
Feliz el que nunca ha visto más río que el de su patria, y duerme, anciano, a la sombra do pequeñuelo jugaba.
Alberto Lista: Entre las cimas del Alpe.
Entre los clérigos y frailes que estaban en la cárcel había un cura de pueblo, viejo, sordo, de sotana raída, que se llamaba don Anselmo Adelantado. Yo, al principio de conocerle, desconfié de él; se me acercaba, me saludaba y me mareaba a preguntas.
Yo pensé: éste es un espía, un echadizo. Y, naturalmente, con esa idea le daba informes falsos.
Luego empecé a sospechar que el padre Anselmo era un simple, un pobre de espíritu; sus compañeros y correligionarios presos le daban siempre de lado.
Cuando intimé más con él me convencí de que el padre Anselmo era un hombre de esos de espíritu angelical que pasan por la vida sin enterarse de las miserias de la Humanidad.
El padre Anselmo era un hombre sin ninguna malicia, y, a pesar de esto, se creía muy malicioso. Tomaba al pie de la letra todo lo que le decían.
Era de un pueblo próximo a Molina de Aragón.
Su historia se podría contar en pocas palabras. Le habían hecho cura, le habían nombrado párroco de un pueblo y había estado allí cuarenta años viviendo, primero con una hermana y luego con una sobrina. Al comenzar la guerra, los carlistas le habían hablado de que era indispensable que él les favoreciese y se pusiera de su lado; y como él estaba convencido de que los liberales tenían pacto con el demonio y de que la Reina Cristina era una masona, había ofrecido su concurso. Luego le habían denunciado y le habían traído a Madrid, a la Cárcel de Corte.
El padre Adelantado era un hombre de más de sesenta años, con una cara tosca y terrosa; la boca grande, las cejas, como pinceles blancos, caídas sobre los ojos, y las manos cuadradas y fuertes. Tenía una manera de hablar un poco ruda, entre castellana y aragonesa. Usaba en la cárcel una sotanilla raída, de color de ala de mosca, y un bonete.
Tenía una sotana nueva y un manteo, que guardaba en su maleta, que le parecían a él el colmo del lujo.
Las observaciones del padre Anselmo me regocijaban lo indecible.
Una vez había dos mujeronas de la vida airada en el locutorio esperando a alguno.
—¡Pobres muchachas!—dijo el padre Ansel[33]mo—; habrán venido a ver a sus padres o quizá a sus novios.
—Sí, seguramente.
Yo, cuando le oía alguna de estas cosas, hacía un gesto para no echarme a reír, y él se reía también, porque decía que, aunque cura, era muy malicioso.
Al padre Anselmo le gustaba fumar y yo le daba cigarros; pero él no quería.
—Un cigarrito, bien; pero nada más. Ya sería vicio.
Un día, después de muchas vacilaciones, me dijo:
—Don Eugenio.
—¿Qué?
—Me han dicho una cosa muy grave.
—¿Qué le han dicho a usted?
—Que usted es liberal.
—¡Ah!; ¿pero no lo sabía usted?
—No. ¡Así que usted es liberal! ¡Ave María Purísima! ¡Y yo que le creía a usted una buena persona!
—Y lo soy.
—Pero, bueno, dígame usted la verdad. ¿Usted ha hecho pacto con el Demonio?
—No, no; puede usted creerme, padre Anselmo: no he hecho pacto con él.
—¡Ah, vamos! Así que usted sigue siendo cristiano.
—Sí, sí.
—Porque hay otros, ¿sabe usted?, que van a las logias masónicas, y allí creo que hacen horrores. ¡Ave María Purísima!
El padre Anselmo me entretenía con su conversación, cándida e inocente.
Muchas veces me hablaba del campo, de lo que estarían haciendo por aquellos días en su pueblo. Su charla tenía un sabor de aldea que me encantaba. No hay sitio, ciertamente, en donde los recuerdos del campo tengan más valor, ni más encanto, que en la cárcel; así que yo le oía al cura viejo entretenidísimo.
Tienen dos madres, las dos madrastras: la ignorancia y la miseria.
Víctor Hugo: Los Miserables.
La Cárcel de Corte tenía tres patios, que servían para que pasearan los presos. El primero se hallaba dentro del edificio actual, y tenía alrededor oficinas y cuartos para nosotros los políticos; el segundo estaba entre los dos cuerpos del edificio, el que queda y el derribado, que daba a la calle de la Concepción Jerónima.
A los lados de éste se levantaban unos pabellones abovedados, horriblemente sucios y siniestros. A uno de ellos lo llamaban la Grillera. Allí solían estar encerrados los ladrones, y, en una especie de jaula, se metían todas las noches a los muchachos jóvenes y a los niños, jaula que se llamaba la Gallinería. De este patio central se pasaba a otro, pequeño y profundo, que daba hacia la[36] calle de la Concepción Jerónima, y que había sido el antiguo cementerio de los Padres del Salvador. Cortando el edificio había un callejón estrecho, el callejón del Verdugo, por el cual entraba el ejecutor de la Justicia cuando tenía que acompañar a algún reo a la horca.
Hacia la Concepción Jerónima había calabozos irregulares, obscuros, que se destinaban a los grandes criminales y asesinos, y más atrás, una pequeña capilla para los condenados a muerte, en la cual se les tenía tres días.
Los presos del segundo patio vivían horriblemente: a muchos no les llegaba el rancho; si tenían algún dinero podían recurrir a una cantina, donde estaba todo carísimo; si no, se quedaban sin comer. Un preso murió de hambre en un calabozo. Aquel calabozo se le llamó el del Olvido.
Era el tercer calabozo célebre de la cárcel; había otros dos que tenían nombre: el de La Sed y el del Dragón.
Cuando yo visité el segundo patio, en el calabozo del Olvido había un idiota vagabundo a quien tenían que traspasar al hospital. Este idiota chillaba y cantaba y hacía reír a los presos, que le consideraban como un hombre feliz.
Los criminales audaces conseguían allí lo que querían: comían bien, bebían, tenían armas y hacían que les visitasen las mujeres del otro departamento.
Paco el Sastre, a quien, como digo, Candelas me había recomendado, me hizo conocer a dos raterillos a quienes exigió que me obedecieran como a su jefe. Uno de éstos era el Gacetilla, un chico[37] que llamaban así porque sabía todo cuanto ocurría dentro y fuera de la cárcel, y el otro, el Mambrú, un gimnasta que andaba con las manos y daba saltos mortales.
Por estos muchachos pude comunicarme libremente con mis amigos de fuera. Uno de los procedimientos que tenían era cantar. Un preso cantaba una copla, en la que decía disimuladamente lo que quería, y al día siguiente se ponía un ciego con la guitarra en la Concepción Jerónima, y en la canción que entonaba venía la respuesta.
Con Paco el Sastre comencé a organizar una campaña contra el alcaide y los carceleros carlistas. Los presos del segundo patio se dividieron también en liberales y carlistas; pero aquí las fuerzas estaban equilibradas.
Entre aquellos bandidos y estafadores, la influencia de un lugarteniente de Candelas, como Paco el Sastre, era decisiva. Yo les ayudé lo que pude a los que se vinieron al campo liberal.
Con motivo de la división entre carlistas y liberales se producían riñas constantes; un día hubo en el segundo patio una gran pelea entre un bandido que llamaban el Raspa, que había sido procesado a raíz de la matanza de frailes, y un guerrillero carlista, el Ausell.
Se desafiaron: el Raspa le tiró una navajada y le cortó la cara, mientras el otro le dió una cuchillada en el pecho que le dejó medio muerto.
Yo hice un padrón de los presos liberales, de los carlistas y de los indefinidos, y como prefacio al padrón, un ligero estudio acerca de la psicología de los tipos desde el punto de vista del mayor[38] o menor valor que podían tener para una conspiración.
Aviraneta me confesó que en su tiempo pensó hacer, más o menos en broma, el manual del perfecto conspirador.
En el patio de la cárcel hay escrito con carbón: «Aquí el bueno se hace malo, y el malo se hace peor».
Carcelera.
Yo no soy precisamente un sentimental, ni un poeta de delicadezas ni de ternuras, y, sin embargo, la perspectiva del segundo patio, la primera vez que entré en él, me hizo un efecto terrible. Era un cuadrado con paredes altas y lleno de gente.
Aquel patio tenía algo de plazuela, de casa de juego, de manicomio, de foro, de plaza de toros y de hospital.
Todas las aglomeraciones de hombres solos son, indudablemente, malsanas, repugnantes; huelen a sentina, ya sean cárceles, cuarteles, seminarios o conventos; pero la cárcel es la cloaca máxima.
Allí se reúne la basura humana, los detritos de[40] la sociedad. Lo que no está podrido se pudre pronto, y la infección envenena el ambiente con sus miasmas.
La cárcel es como la imagen negativa de la vida moral. Allí la bajeza, la fealdad, la maldad, el odio, todo lo más horrendamente humano, se muestra a lo vivo.
Es un pantano en una fermentación constante que exhala vapores fétidos bastantes para envenenar toda la atmósfera.
La cárcel es la universidad de lo perverso. La Naturaleza se divierte, a veces, en formar monstruos con lo físico o con lo moral. Los monstruos físicos vagan por el mundo; los monstruos morales tienden a reunirse en la cárcel. Aquí se completan, se complican, se hacen más perfectos en su monstruosidad.
En la Cárcel de Corte, por entonces, había de todo: políticos, homicidas, lechuguinos, jovencitos elegantes y bien puestos, viejos barbudos y enfermos, locos desnudos que lanzaban horribles lamentos, reñidores desesperados que pasaban la vida entre gritos y blasfemias.
Allí el robo, el asesinato, la estafa, la locura, el cinismo, la enfermedad, la miseria, la matonería, la sodomía se daban la mano y bailaban una terrible danza macabra.
Esta fermentación de la cárcel, que acaba con los sentimientos nobles del hombre, no sólo no acaba, sino que deja el egoísmo, el instinto de vivir más ágil que nunca. Nada se parece tanto a un gallinero, a una casa de fieras, a una selva virgen, a un bosque de bestias feroces, como una cárcel.[41] El preso vive allí como un piel roja, siempre en acecho, dispuesto a destrozar al prójimo por la fuerza, por la malicia o por el engaño.
Lo característico de la cárcel es esto: que no hay piedad. El valiente allí muere o vence, el tímido sucumbe; para el desdichado sin energía son todas las miserias, todos los horrores, todas las groseras mixtificaciones.
El fuerte manda y gallea; el cobarde adula y se envilece. Allí no hay que hacerse ilusiones. Hay que dejar toda esperanza; no hay mas que miradas de odio, de rabia, de desesperación o de desprecio. El que teme caer, sabe que si cae todos pasarán por encima de su cabeza; por eso hay que pisar fuerte y no resbalar. En una cárcel no se puede ser mas que un santo, un miserable o un misántropo. Vivir en una cárcel es hacerse para siempre enemigo del hombre.
Al principio, al entrar en el segundo patio se creía notar que todos los encerrados allí tenían una gran alegría: se cantaba, se jugaba, se vociferaba; pronto se podía ver que la alegría era ficticia y que por debajo de ella latía una sorda irritación.
Otra cosa se notaba, y es que no había nadie independiente; allí ninguno podía apartarse de la acción común. Ya el lenguaje era especial para la cárcel, mezcla de germanía y de caló. Jorge Borrow, el escritor inglés, me explicó varias veces cómo la germanía y el caló no son lo mismo, pues la germanía es una lengua figurada, como el argot francés, y, en cambio, el caló es un idioma.
Además de la comunidad de lengua, había en la cárcel la comunidad de la acción. Cuando se[42] comía había que repartirse por cuadrillas; al hacerse la limpieza del patio, unos la hacían; otros, no; al jugar, unos tenían categoría para jugar; otros no podían ser mas que espectadores, y otros ni eso; para dormir existían también sus categorías. Había una disciplina cuya dirección se subastaba a cada paso, y se daba al más audaz y al más valiente. Cuando entré por primera vez en el segundo patio, me acompañaban Román y el padre Anselmo. A éste le dirigieron las más innobles chacotas:
—Oiga usted, pae cura. Me tiene usted que dar el modelo de esa sotanilla.
—La sotana es vieja—replicó el padre Anselmo—; pero los que no somos ricos no podemos llevarlas mejores.
—Bien dicho—afirmé yo.
—Oiga usté, pae cura—le preguntó otro de los presos—,¿cuántos hijos tiene usté en el pueblo?
—Yo no tengo hijos, porque soy cura—contestó él—; pero a todos mis feligreses los considero como si fuesen hijos míos.
El pobre hombre contestó varias veces con prontitud y con gracia, y llegó a hacerse respetar.
Hallóse allí Calamorra
sobre si no mata siete,
bravo de contaduría,
de relaciones valiente.
Quevedo: Romances.
Los matones del segundo patio eran Paco el Sastre, el Fortuna, el Mandita y el Manchado, que compartían el poder con dos falsificadores llamados los Pinturas, y con un caballero de industria, el señor Pérez de Bustamante. Paco el Sastre, amigo y cómplice de Candelas, se había escapado varias veces de distintas cárceles, lo que le daba gran prestigio.
El Fortuna, guapo de casa de juego, fanfarrón y atrevido, estaba preso por una muerte. El Mandita era ladrón, un tipo fino, de nariz larga, ojos claros e inteligentes, labios muy delgados, cara afilada, bigote ralo y mano de hierro.
El Mandita rompía las nueces con los dedos.
El Manchado era hombre de cara dura y color[44] terroso, pómulos salientes, mandíbula grande y fuerte, los ojos torcidos, la boca recta como una cortadura. El Manchado parecía un calmuco y tenía una agresividad feroz. Durante la matanza de frailes se había exhibido, lleno de sangre, en la taberna de Balseiro, y había intentado vender ornamentos de iglesia. Estaba herido desde entonces y llevaba una venda sucia en la frente.
El Fortuna le temía al Manchado. El Fortuna había llegado a matón por inteligencia, por comprender la cobardía de los demás; el Manchado, no; éste no discurría; se sentía bruto naturalmente, sin complicaciones ni razonamientos.
Los Pinturas, padre e hijo, tenían mucha influencia. Los Pinturas eran falsificadores. El padre, un viejo calvo, apacible y burlón, tenía un aire de hombre frío y lleno de inteligencia, los ojos agudos y perspicaces, la frente ancha y desguarnecida, la boca muy cerrada, de labios finos.
El Pinturas joven parecía una araña, alto, delgado, sonriente, con cara de polichinela y voz de lo mismo. Era muy burlón y satirizaba con mucha gracia a todo el mundo. Tenía siempre a su disposición papel y pluma, y servía de memorialista a los presos. Les escribía cartas con la letra que quisieran. En un par de minutos de estudiar una letra, la adoptaba como si fuera suya y seguía escribiendo con ella. Al Pinturas joven le gustaba leer mucho; fabricaba juguetes con alambres y cartón, que conseguía vender en las calles, y cuando no tenía nada que hacer hacía juegos de manos.
Por lo que se decía, había falsificado escrituras,[45] contratos, testamentos, y seguía trabajando en la cárcel.
Respecto al señor Pérez de Bustamante, era un caballero de industria, charlatán, mentiroso, que quería hacerse pasar por aristócrata.
Este hombre había vivido durante los primeros meses de la guerra haciendo suscripciones para viudas de oficiales muertos en la campaña, y cuando explotó el lado liberal pasó a cultivar el campo carlista. Pérez de Bustamante era hombre osado y decidido.
Otro tipo curioso era Doña Paquita, el cinedo de la cárcel, joven ambiguo que hacía ademanes de mujer. Este muchacho tenía la nariz respingona, con las ventanas muy abiertas, la barba azul, del afeitado, y la manera de hablar afeminada.
Algunos de los presos habían conseguido cierta independencia y hacerse respetar del grupo que cobraba el barato.
Uno de ellos era un topista, que llamaban Mangas, afiliado al grupo liberal. El Mangas tenía una cara de galgo, la nariz larga, la boca como recogida, los ojos pequeños y claros y el pelo rubio. Vestía bien, era gallego, aunque él decía que no. Se le había encontrado con unos cálices, después de la matanza de Julio, en una taberna de una vieja a quien llamaban la tía Matafrailes.
Entre los presos de delitos comunes que se decían carlistas había gente bárbara y maleante, como entre los que se consideraban liberales.
Uno de los carlistas de quien todos se reían era un labriego, el Paleto, que había robado una mula. El Paleto tenía la cara parada y estúpida, la cabe[46]za grande y la voz chillona. Solía servir de blanco a las bromas de todos.
Otro carlista que se distinguía por su aire hipócrita era el Seminarista, que había sido estudiante de cura y tenía la especialidad de hacer digresiones místicas, en las que barajaba muchos latines. A este truhán le habían encontrado varias veces desvalijando los cepillos de las iglesias con una ballena untada de liga.
Al poco tiempo de entrar en el segundo patio, el alcaide se dió cuenta de que yo iba allí para hacer propaganda entre los presos contra los carlistas y contra él; entonces me prohibió el paso.
Yo tenía mis medios de comunicación asegurados.
Mi duelo con el alcaide acabó con la victoria mía; pues conseguí al año que él se quedara preso y yo saliera libre.
En la niebla y en la bruma, en la nieve profunda, en el bosque inculto, en la noche de invierno oigo el aullido hambriento del lobo y el grito sombrío de la lechuza.
Goethe: Lied del bohemio.
Al día siguiente en que don Eugenio nos contó su vida en la Cárcel de Corte, comenzó a caer una gran nevada. Habían acudido a la cocina del tío Chaparro más gente que la noche anterior, y los pastores y cabreros fantaseaban acerca de las consecuencias de la nevada y de la aparición de los lobos en la garganta de Covaleda y en los montes del Urbión.
Habían visto sus huellas en la nieve; habían dejado leña en las chozas, y quesos y cecina sobre[50] las ramas altas de los pinos para que no los cogieran los lobos.
Aviraneta y yo estábamos al lado del fuego, sentados en dos grandes sillones; él llevaba puesto un abrigo grueso y tenía sobre la espalda un mantón de su mujer. Escuchábamos la conversación de los pastores, oíamos el ladrido de los perros y, a veces, el chirrido de la lechuza.
De pronto, Aviraneta me dijo en voz baja:
—Relacionándola con aquella época de la Cárcel de Corte de que te hablaba ayer noche, recuerdo una historia bastante siniestra en la que figuró un tal Castelo y el policía Chico. Ya te la habré contado, ¿verdad?
—No.
—¿No te la he contado?
—No.
—Pues es raro.
—Cuéntela usted, don Eugenio—dijo el tío Chaparro, terciando en la conversación—; mandaré traer un poco de café con aguardiente, echaremos más leña al fuego y dejaré a los muchachos aquí a que le oigan a usted, porque mañana es domingo y se pueden levantar un poco más tarde que de costumbre.
Aviraneta hizo una señal de asentimiento. Se puso una cafetera grande en las brasas y se trajo una botella de licor.
Por la pequeña ventana de la cocina se veía el campo nevado, y los grandes copos de nieve que caían lenta y blandamente, como espesos plumones blancos.
Aviraneta, que estaba empotrado en su sillón y[51] mirando con sus ojos, de un azul brillante, el fuego, se recogió un momento, tomó una gran taza de café muy caliente que le sirvieron, contempló a su auditorio sonriendo y comenzó su relación así:
El despertar que sigue a una primera noche de prisión es una cosa horrible.
Silvio Pellico: Mis prisiones.
Los lectores de folletines y de novelas por entregas, en los cuales hay con frecuencia odios sostenidos y venganzas a largo plazo, como en el Conde de Monte Cristo, suelen discutir si estos sentimientos son o no lógicos y verdaderos. Afirman unos, que la venganza es un instinto natural del hombre, que perdura y no se borra jamás; y dicen otros, que todo se olvida, hasta las mayores ofensas, con el transcurso de los años.
Yo siempre me he inclinado a pensar que la mayoría de la gente llega a perder el recuerdo de los agravios con el tiempo y que no se vengan mas que rara vez.
El caso que les voy a contar demuestra un rencor profundo y sostenido, terminado en una cruel venganza.
Como decía la otra noche, a los quince o veinte días de estar en la cárcel tuve que guardar cama una temporada, porque se me exacerbaron los dolores reumáticos.
Después se me permitió andar por la cárcel y entrar en el segundo patio, en donde se hallaban los presos de delitos comunes.
Hacía dos meses que estaba en la cárcel cuando conocí a un nuevo preso, de aspecto extraño.
Acababa de entrar. Era un muchacho joven, sombrío, moreno, de ojos negros, cabello largo, a la moda de la época, y aire reconcentrado y fuerte. Pasó por el primer patio vigilado por dos alguaciles. Subieron los tres a una oficina donde se tomaba la filiación a los detenidos.
En la mesa había un empleado escribiendo, un hombre con el pelo rizado y la mano llena de anillos.
Los alguaciles le hablaron en voz baja y le entregaron unos papeles, que el escribiente leyó con gran indiferencia.
—Ahora viene don Paco—dijo uno de los alguaciles.
Don Paco era el alcaide. Efectivamente, llegó, tomó los papeles que había traído el alguacil y los leyó con atención.
El alcaide interrogó al preso con una voz amable y una dulce sonrisa que, para el que sabía cómo las gastaba aquel hombre, no eran nada tranquilizadoras.
—Soy inocente—dijo el joven con aire dramático—. No tengo más dinero que el que he ganado con mi trabajo.
El alcaide sonrió, porque consideraba como algo lógico y natural que todo preso suyo y aun toda persona que tuviese que ver con él fuera un perfecto granuja.
—Si ha guardado usted el dinero en alguna parte yo no pretendo que me lo diga usted. Aquí sabemos también ser caballeros.
—Afirmo que soy inocente—replicó el joven.
El alcaide explicó a su nuevo huésped el precio de los cuartos que se alquilaban en la cárcel y las diferencias que había entre las distintas clases.
—Venga usted, caballero—le dijo después—; permita usted que le acompañe. Puede usted tranquilizarse.
—No necesito tranquilizarme. Estoy tranquilo.
—Quiero decir—repuso el alcaide—que aquí nadie le quiere mal. Le voy a llevar a su cuarto.
El joven preso siguió al alcaide hasta el fin de un corredor; un carcelero descorrió el cerrojo de una puerta maciza, al lado de la cual se veían dos mozos con un cabo de vara de aire siniestro.
Recorrieron otro corredor, salieron al segundo patio, y el alcaide mandó abrir la puerta de un cuchitril obscuro, bajo de techo y con un banco de madera.
—Aquí tiene usted su cuarto. Puede usted pedir a su casa unas mantas para dormir. Si quiere usted le pueden traer una cama, una mesa y una silla.
—Está bien—dijo el joven; y se sentó en el banco con un aire entre resuelto y desesperado.
Los carceleros cerraron llaves y cerrojos, y el joven se quedó allí dentro.
Por ser muy propio de enfermos no durar mucho en un estado, tomando por remedio las mudanzas.
Séneca: De la tranquilidad del ánimo.
Al día siguiente, en compañía del padre Anselmo fuí al segundo patio para ver qué hacía el nuevo detenido, que me había llamado la atención. Su tipo y la expresión de su rostro me indujeron a creer en su inocencia.
Nos acercamos a él a hablarle. El muchacho estaba asqueado de encontrarse entre aquella canalla; pero no tenía miedo, porque a uno de los raterillos que había querido robarle le había pegado un puntapié, lo que hizo que los demás le miraran con cierto respeto.
Este muchacho era de Lerma, y se llamaba Miguel Rocaforte. Sus padres tenían una buena hacienda; yo recordaba haberlos conocido y haber estado en su casa con el Empecinado.
Miguel estudió en el Seminario tres años; luego perdió la vocación; quiso ser militar y su padre le envió a Madrid a casa de un primo suyo, dueño de un almacén de sal de la calle de la Misericordia.
Miguel llevaba cuatro años en la corte.
Estaba en la cárcel porque le acusaban de haber robado cinco mil duros a un señor en un gabinete de lectura de la Carrera de San Jerónimo, cosa que era falsa, completamente falsa, según afirmó.
Le dije que me explicara el caso con detalles para darme cuenta del motivo por el cual podía haber provenido el error.
—Yo suelo ir muchos domingos a la librería que tiene don Casimiro Monnier en la Carrera de San Jerónimo—me dijo—. Estoy estudiando francés e inglés con un profesor de idiomas que se llama Brandon, y éste me ha indicado que para perfeccionarme en la traducción lea periódicos. La otra tarde, acompañado de mi principal, estuve en el gabinete de lectura leyendo periódicos, y, de pronto, uno de los abonados se lamentó de que le habían quitado la cartera del gabán. Yo me marché a mi casa, y ayer, por la mañana, al ir al almacén donde trabajo, me prendieron y me trajeron aquí, a la cárcel.
El caso me pareció bastante extraño. Le pedí detalles aclaratorios al joven; pero éste no esclarecía los hechos ni protestaba, y parecía dispuesto a aceptar su suerte con un estoico fatalismo.
Días después, en una larga conversación con Miguel, le interrogué de nuevo. ¿No tenía enemi[59]gos? ¿Alguna mujer o algún hombre que le quisiera mal? El joven se envolvía en obscuridades; estaba envenenado con las ideas de la época, que por entonces comenzaban a llamarse románticas.
A los cinco o seis días apareció en el locutorio de la cárcel el inglés profesor de idiomas amigo de Miguel. Habló conmigo: me dijo que el muchacho era un exaltado de ideas absurdas, pero absolutamente incapaz de robar a nadie. Sin embargo, en la conducta observada por el joven Rocaforte encontraba él algo misterioso.
El profesor Brandon había presenciado la escena en la librería.
—¿Qué pasó?—le pregunté yo—. Porque él no me lo ha contado con detalles.
—Pues sucedió lo siguiente—dijo Brandon—: un capitán, llamado Sánchez Castelo, estaba aquel día en el gabinete de lectura de Monnier, y al salir a la calle notó que le faltaba la cartera del gabán. El dueño del gabinete, para demostrar que ninguno de sus abonados era capaz de sustraer nada a nadie, invitó a éstos a que se dejaran registrar; todos aceptaron la proposición, más o menos a regañadientes; pero Miguel se negó con violencia a este registro; y poniéndose la mano en el pecho, como para impedir que nadie pudiera intentar reconocer el bolsillo interior de su americana, dijo que a él no le tocaba nadie, y que sólo delante del juez se dejaría registrar.
—¡Ah! ¿Pasó eso? De aquí que hubiesen tomado cuerpo las sospechas de la policía.
—Claro.
—A pesar de esto, ¿usted le cree a Miguel inocente?—le pregunté a Brandon.
—Sí, sí. Completamente inocente.
—¿Y por qué cree usted que se negara con tanta violencia al registro? ¿Por baladronada? ¿Por tomar una actitud?
—¡Qué sé yo! Quizá Miguel llevaba algo en el bolsillo que no quería que viese su principal, algún papel político. El principal es un absolutista...
—No me parece que sea eso.
—¿Por qué?
—Yo he hablado con Miguel y no tiene preocupaciones políticas.
—Sin embargo...
—¿Usted le conoce al principal?
—No.
—Pues entérese usted de si está casado y si tiene mujer guapa.
—¿Usted cree que esa sea la clave?
—Sí.
—Es posible; yo le tengo a Miguel por hombre serio.
—¿Y eso qué importa?
Me chocó que el principal de Miguel, y pariente, no fuera ni una vez a visitar al preso. Esto me hizo pensar que entre tío y sobrino no debía reinar la mejor armonía.
En vano más de una vez
se sigue al crimen la huella,
por no preguntar al juez
quién es ella.
Bretón de los Herreros: ¿Quién es ella?
A los dos o tres días se presentó de nuevo en la Cárcel de Corte el inglés Brandon. Había hablado con un paisano de Miguel, León Zapata, dependiente de una ferretería, y éste le había insinuado que Miguel tenía amores con la mujer de su principal. Brandon me dijo que la causa de haberse negado a dejarse registrar Miguel podía ser, como yo creía, el que llevara, cuando estaba en el gabinete de lectura, cartas que hubieran podido poner a su principal sobre la pista.
—¿Quién es ese Zapata?—le pregunté a Brandon.
—Es un petulante, un majadero—me contestó el inglés—. Un joven que se cree el centro del mundo.
Una semana después de esta visita se me pre[62]sentó el inspector Luna. Luna se había encargado del asunto de Miguel, y quería que yo le orientara. Me pidió que olvidara la parte que él había tomado en mi prisión.
—Ya sé que no ha hecho usted mas que cumplir las órdenes que le han dado—le dije.
—¿Así que no me guarda usted rencor?
—De ninguna manera.
—Luna y yo hablamos largamente del asunto de Miguel Rocaforte, y él me dió más detalles de lo ocurrido.
—Hace un par de semanas, próximamente—dijo—, el capitán de reemplazo don Mauricio Sánchez Castelo se presentó al inspector de policía del distrito del Centro, don Carlos de San Sernín, y le dijo: «Ayer, mi amigo el teniente Macías de Aragón, antes de tomar la diligencia para el Norte, me dejó cinco mil duros para que se los guardase hasta la vuelta de su viaje. Cogí la cartera con los billetes, la metí en el bolsillo del gabán y me fuí a la librería de Monnier. Allí, sin darme cuenta, me quité el gabán, porque hacía calor, y lo puse en el respaldo de una butaca. Al salir del gabinete de lectura me volví a poner el gabán, y al llevarme la mano al bolsillo del pecho noté que me faltaba la cartera». Castelo contó al jefe de policía que había vuelto inmediatamente al gabinete de lectura; que le había explicado al dueño lo ocurrido; que éste invitó a sus abonados a que se dejaran registrar, y que un joven se opuso con palabras y ademanes violentos.
—¿Quiénes estaban en la librería?—le pregunté al inspector Luna.
—Estaban un capitán de Caballería retirado, don Francisco García Chico, que ha pertenecido a la policía.
—Lo conozco. Era de la Isabelina. De ese no se puede sospechar.
—Estaba también un joven catalán desconocido, el profesor de inglés Brandon, un comisionista francés, Miguel Rocaforte y su principal. San Sernín tomó informes de todos. El librero, Monnier, dió buenos informes de Chico y de Brandon. Al joven catalán no le conocía; al comisionista francés, tampoco, y a Rocaforte y a su principal los tenía por personas honradas. Unos días después se ha sabido que el muchacho catalán es un joven rico y de buena conducta. Así que, por ahora, no hay mas que dos posibles ladrones: el comisionista francés, que no se sabe dónde anda, y Miguel Rocaforte, que indujo a sospechar porque se opuso terminantemente a que se le registrara.
—Pero, según su lógica, el comisionista francés debía de estar libre de sospechas porque se dejó registrar.
—Sí, pero pudo esconder la cartera.
—¿Y de Rocaforte, qué se sabe? ¿Qué antecedentes hay de él?
—Dicen que han dado malos informes de ese muchacho, que es republicano y carbonario.
—¡Bah! ¡Qué estupidez!
Luna sonrió.
—Para usted, que es revolucionario, eso es poca cosa; para mí, que soy jefe de policía, no.
—Usted se ríe de eso.
—Hombre, no. Del inglés Brandon, amigo suyo, se dice que es sansimoniano.
—Otra tontería.
—¿Qué opinión tiene usted de este asunto, Aviraneta? Me interesa saberlo. Castelo es amigo mío y le debo algunos favores.
—Me parece—le dije yo—, que Rocaforte no tiene facha de ladrón. Es más, aseguraría que no es ladrón.
—¿Y por qué no se ha dejado registrar?
—No lo sé; pero me figuro que hay por debajo alguna cuestión de mujeres. Miguel estaba con su principal; el principal tiene una mujer guapa; Miguel, quizá la ha escrito; ella, quizá le ha contestado, y él podía no querer que los papeles que llevaba los viera su principal.
—Es una suposición...
—Lógica.
—Cierto. Es muy posible que sea esto. Me enteraré. ¿Y, entonces, usted supone más bien que el comisionista francés...?
—Mire usted, yo conozco a Castelo y a Macías. Los he tratado en Tampico y los he visto en compañía de Paula Mancha y de otros tramposos y jugadores de garito que abundaban en el ejército que desembarcó en las costas de Méjico con el general Barradas. Uno y otro me parecen capaces de toda clase de artimañas, y yo, tanto como la posibilidad de un robo, aceptaría la tesis de que haya habido entre los dos compadres una combinación inventada con algún fin que no conocemos.
Luna se calló.
—Me pone usted en un mar de confusiones—dijo[65] después—. Verdaderamente es un poco extraño que un hombre a quien le han entregado cinco mil duros para que los guarde, en vez de ir a su casa y meterlos en un cajón, los lleve en el bolsillo del abrigo a un gabinete de lectura, se dedique a leer periódicos y deje el gabán con el dinero dentro sobre una butaca. ¡Cinco mil duros! Vale la pena de tener cuidado con ellos, y en estos tiempos.
—Todo eso es muy raro, amigo Luna.
—Cierto; pero esto de que el joven Rocaforte se haya opuesto a dejarse registrar de una manera tan violenta también es raro.
—Bueno, vamos por partes. ¿Usted le conoce a Miguel?
—Sí.
—¿Qué cree usted, que es un hombre inteligente o un tonto?
—Me inclino a creer que es un hombre inteligente.
—¿Usted supone que un hombre inteligente hace lo que se cree que hizo Miguel en la librería?
—No sé a qué se refiere usted.
—Suponga usted que una persona inteligente robe a otro en las condiciones en que se piensa que Miguel robó a Castelo. Lo lógico es que el ladrón oculte la cartera en un sitio que no sea fácil de encontrar a primera vista, lo ponga en una carpeta o en un libro, o si lo guarda él mismo lo meta en el sombrero o en la faja...; pero no en el bolsillo del pecho, donde todo el mundo lleva el dinero; Miguel se opone a que le registren los bolsillos y, sobre todo, el bolsillo del pecho. Para[66] mí, cada vez que pienso en ello, lo veo más claro; Miguel es absolutamente inocente de ese robo.
—Yo también por instinto lo creo así; pero hay que comprobarlo.
—¿Qué va usted a hacer?
—El hermano de Macías me ha dicho que le va a visitar a García Chico y a pedirle que tome cartas en el asunto. Chico estaba en la librería cuando el supuesto robo; conoce a Castelo y debe tener idea de lo que ha podido ocurrir.
—Sí—dije yo—, ese García Chico es un terrible sabueso. Para la Isabelina nos hizo unos informes admirables de precisión. Si hay algún misterio él lo aclarará, porque creo que conoce a Castelo y a Macías.
Pocos días después se presentó Luna en la Cárcel de Corte, me llamó al locutorio y me dijo:
—¿Sabe usted que se aclaró el misterio?
—¿Qué misterio?
—El del joven Rocaforte.
—¿Había un misterio?
—Sí, tenía usted razón: no había tal robo. Ha sido una trampa de Castelo, que se ha jugado el dinero de Macías perdiéndolo y, para sincerarse, inventó la historia del robo del gabinete de lectura.
—¿Y quién ha descubierto el enredo?
—Lo ha descubierto Chico, a quien parece que van a hacer jefe de la ronda de Seguridad.
El inspector Luna, con el hermano de Macías, fué a casa de don Francisco Chico y le contó el asunto con todos los detalles.
—Ya veré si averiguo lo que hay en el fondo de[67] esa cuestión—les dijo Chico—; vengan ustedes dentro de tres o cuatro días.
A la salida de casa de Chico dió la casualidad de que Macías y Luna se encontraron con Mauricio Castelo. Castelo oyó, con visible malhumor, la noticia de que habían consultado el asunto con Chico, y de pronto dijo al inspector Luna que toda la gente que formaba parte de la policía era una canalla, en connivencia con los ladrones, y que llevaba parte en los robos que se consumaban en Madrid. Luna, que era hombre prudente, no replicó a Castelo. Al parecer, tenía motivos para no reñir con él; pues el inspector le debía algún dinero al militar y no había podido pagárselo.
Tres días después Luna fué a casa de García Chico. Chico, al verle, sonrió con una sonrisa de tigre.
—¿Ha averiguado usted algo?—le preguntó Luna.
—Lo he averiguado todo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Ha ocurrido que el tal robo ha sido, sencillamente, una simulación.
—¿Macías no le ha entregado ese dinero a Castelo?
—Sí, se lo ha entregado; pero ese dinero, Castelo lo ha perdido jugando, y parte se lo ha dado a su querida Paca Dávalos.
—¿Pero esto está comprobado?
—Perfectamente comprobado.
¡Cosa extraña el hombre, y más extraña aún la mujer! ¡Qué torbellino en su cabeza! ¡Qué abismo profundo y peligroso en su corazón!
Byron: Don Juan.
Chico le dijo a Luna que había sospechado inmediatamente algún gatuperio. Conocía a fondo a Castelo y sabía que era jugador y hombre de pocos escrúpulos.
Chico hizo una investigación en las principales casas de juego, y, al poco tiempo, averiguó lo ocurrido. Castelo había jugado muy fuerte en un círculo de la Carrera de San Jerónimo que se titulaba el Círculo Universal. Castelo solía frecuentar esta timba, jugando siempre poco, cuatro o cinco duros a lo más, porque tenía la paga empeñada y no contaba mas que con escasos recursos.
Días antes del supuesto robo, Castelo se presentó en el círculo con la cartera llena de billetes, puso la banca y perdió una gran cantidad. Tres[70] noches seguidas hizo lo mismo, siempre con mala suerte.
Chico se las arregló para enterarse de quiénes jugaban en el círculo las noches en que Castelo puso la banca, y averiguó que estaban, entre otros, el comandante Las Heras, el teniente Zamora y el capitán Soto. Fué a ver a estos militares y ellos le dieron toda clase de informes.
En la primera noche, Castelo perdió dos mil pesetas; en la segunda, tres mil, y en la tercera, diez mil. Había muchos puntos esta última noche en el círculo. Castelo, que bebía mientras jugaba, al perder las últimas pesetas comenzó a decir, a voz en grito, que le habían hecho trampa y que le tenían que devolver su dinero. En su desesperación acusó al teniente Zamora y al capitán Soto de haberle engañado, y sacó una pistola del bolsillo para amenazarles; pero el comandante Las Heras le arrancó la pistola de la mano y le obligó a salir a la calle.
Su campaña en la timba, donde dejó el resto del dinero, fué más lamentable aún.
Castelo había ido al garito en compañía del capitán Escalante, para que éste vigilara las jugadas; había hablado con dos ganchos de la chirlata, que le aseguraron que todo se hacía allí con la mayor corrección.
La timba estaba en la calle de la Fresa, y era conocida, entre los puntos, con el nombre de la tertulia de la Sorda o de la Garduña.
Esta tertulia se hallaba establecida en el piso principal de una casa pequeña, con un zaguán angosto y sucio, maloliente y tan lleno de basura, so[71]bre todo líquida, que ni con zancos podía atravesarse. De este zaguán subía una escalera de trabuco, y, en el primer rellano, dos hombres de guardia, embozados en la capa, escondían, bajo ella, sendos garrotes.
Se cruzaba un vestíbulo estrecho, con una mesa, en donde solía estar sentado el conserje; luego, un pasillo con un colgador lleno de capas, mantas y bufandas, y se desembocaba en una sala irregular y mugrienta, tapizada de papel amarillo, con dos mesas de juego, con su tapete verde, separadas por una mampara, y en el techo, unas lámparas de aceite. Un vaho de humo de tabaco y de aguardiente solía haber allí de continuo.
Castelo puso la banca de cinco mil pesetas. Había, al poco rato, mucho dinero en la mesa. A pesar de que la mayoría de los puntos eran tahúres y de que intentaban levantar muertos y hacer mil trampas, Castelo ganaba con una suerte loca, e iba resarciéndose de las pérdidas del círculo de la Carrera de San Jerónimo. Tenía el banquero un montón de billetes, de monedas de oro y de plata delante, cuando entraron varios hombres capitaneados por un escapado de presidio a quien llamaban Seisdedos, y por un matón apodado el Largo. Aquellos hombres venían embozados hasta los ojos, y uno de ellos, con la cara tiznada. Seisdedos sacó un trabuco debajo del embozo de la capa, y los demás desenvainaron el bastón de estoque. Seisdedos, dando con el trabuco sobre la mesa, gritó con voz terrible.
—¡Copo! Que nadie toque este dinero si no quiere verse muerto.
El capitán Escalante sacó una pistola del bolsillo y disparó contra Seisdedos. Alguien pegó un garrotazo a la lámpara, y la habitación quedó a obscuras. Se tiraron las sillas, forcejearon los puntos para apoderarse del dinero que estaba encima de la mesa, se armó un terrible zafarrancho de gritos, palos y tiros, y cuando entró el comisario de policía gritando: «Abran en nombre de la Reina», y pasó a la sala a restablecer el orden, Castelo vió que había perdido todo su dinero.
Cuanto más menospreciado es un hombre, menos freno tiene su lengua.
Séneca: De la constancia del sabio.
¿Usted tiene inconveniente en declarar ante testigos lo que me ha dicho?—preguntó Luna a Chico.
—Ninguno; y Las Heras, Zamora y Soto confirmarán mis palabras.
—¿Querría usted ir pasado mañana a las doce a la Comisaría, donde estoy de guardia?
—Sí, señor.
—¿Vendrían esos señores?
—Seguramente.
—Pues yo le citaré a Castelo y liquidaremos esa cuestión.
El día señalado llegaron Chico, Macías, Las Heras, Zamora y Soto al despacho del inspector de policía; y Luna les invitó a pasar a un cuarto[74] próximo. Poco después apareció Castelo. Luna le saludó amablemente y le hizo sentarse en un sillón frente a su mesa.
—A ver cuándo me paga usted ese dinero—dijo Castelo de malhumor.
—Le pagaré a usted en seguida que pueda, como ya le he dicho.
—Bueno, pero que no sea muy tarde. ¿Y del robo, qué hay?
—He estudiado el caso—dijo Luna—, y creo que lo mejor sería echar tierra al asunto.
—Hombre, ¿y por qué?
—Voy convenciéndome, cada vez más, de que ese joven a quien hemos llevado a la cárcel es completamente inocente.
—¿Usted sabe que ese joven es inocente?—replicó Castelo con cierto sarcasmo.
—Y usted también.
—¿Y entonces quién es el culpable?
—Es que es muy posible que en este caso no haya culpable—repuso Luna.
—¿Qué me quiere usted decir con eso?—exclamó Castelo—. ¿Es que puede haber robo sin que haya ladrón?
—No; pero cuando no hay robo, no hay ladrón.
—Yo sabía que los policías estaban de acuerdo con los ladrones—replicó Castelo con furor—; pero nunca había llegado a oír cosa tan peregrina como ésta.
—¿Así que usted sigue afirmando que nosotros tenemos complicidad con los ladrones?
—Sí; lo afirmo y lo afirmaré siempre.
—Puesto que usted lo toma de ese modo—dijo Luna—, le voy a demostrar que está usted completamente equivocado. He estudiado el asunto, y estoy convencido de que el robo de los cinco mil duros en la librería de Monnier es una superchería inventada por usted. Ese dinero no se lo han robado a usted del gabán, como usted ha afirmado; ese dinero se lo ha jugado usted en un círculo de la Carrera de San Jerónimo y en un garito de la calle de la Fresa. Parte de él se lo ha entregado usted a una mujer.
—Bonita novela ha inventado usted.
—No es novela; es la realidad.
—Eso habría que probarlo.
—Se lo probaré a usted cuando guste.
—Vengan las pruebas.
—Que conste, Castelo, que yo he venido en son de paz.
—Basta de palabras. Las pruebas, las pruebas.
—Está bien.
Luna se levantó, se acercó al cuarto próximo y dijo:
—Tengan la bondad de pasar, señores.
Entraron en el despacho Chico, Macías, Las Heras, Zamora y Soto. Castelo, al verlos, quedó anonadado, se puso lívido, y comenzó a agitarse en la silla y a morderse los labios.
—Estoy descubierto—murmuró.
—Veo que la presencia de estos señores basta para confundirle a usted—le dijo Luna.
—No me queda más recurso que pegarme un tiro—exclamó Castelo, con acento dramático.
—¡Bueno, tú, nada de farsas!—le dijo Chico[76] con dureza—. Aquí nadie quiere que te pegues un tiro. Reconoce la deuda, haz que a ese muchacho que han preso por tu culpa le dejen libre, paga a Macías, poco a poco, y no se te pide más.
Castelo bajó el tono y, de una manera un tanto servil, pidió a Luna que olvidara si le había dicho algo ofensivo. Luego, por consejo de Chico, quedaron todos de acuerdo en que Castelo escribiera un documento confesando que no había sido robado, y que la cantidad prestada por Macías la había perdido en el juego.
—Ahora extiende varios pagarés a nombre del hermano de Macías, que los irás pagando cuando puedas.
Terminado el asunto, Chico echó mano del documento firmado por Castelo y se lo metió en el bolsillo.
—Alguno lo tiene que guardar; lo guardaré yo.
Castelo se mordió los labios. Chico, sin decir más, saludó, y se fué.
Castelo entonces se lamentó amargamente y de una manera sentimental de que amigos suyos, como Las Heras y Macías, hubieran hecho con él lo que habían hecho. Discutieron entre ellos y se marcharon todos del despacho del inspector Luna. Antes de salir, Castelo dió a éste las gracias y le dijo:
—No se ocupe usted de mi deuda.
—Hombre, no; yo haré lo posible por pagarle a usted.
El mismo día, Luna escribió al juez diciéndole que el capitán Castelo había sufrido una equivocación y que no había sido robado.
A pesar de estar reconocida la inocencia de Miguel Rocaforte, éste tardó bastante en salir de su encierro.
Un día se oyó la frase clásica empleada en la cárcel para poner en libertad a los presos: «¡Miguel Rocaforte, con lo que tenga!» Miguel salió a la calle. Uno que era amigo de Macías, el robado, contó a éste lo ocurrido cuando volvió a Madrid. Castelo se vió con Macías y le explicó lo que había pasado, pintándolo a su modo. Macías, también jugador, tuvo por entonces una racha de buena suerte y, sintiéndose generoso, perdonó la deuda a Castelo y rompió delante de él los pagarés firmados por éste.
¿Qué importa que ella sea rica, que tenga muchos litereros, que traiga costosas arracadas, que ande en ancha y costosa silla? Pues, con todo esto, es un animal imprudente, y si no se le arrima mucha ciencia y mucha erudición es una fiera que no sabe enfrenar sus deseos.
Séneca: De la constancia del sabio.
Por entonces, y sabiendo que existía gran odio entre Castelo y Chico, le pregunté varias veces a Luna qué es lo que había podido ocurrir entre los dos.
Luna me explicó la razón del odio, haciendo comentarios a los hechos, con su manera de hablar bonachona y su filosofía tranquila y un poco cínica.
Por lo que me contó, Chico y Castelo habían tenido durante la infancia y la juventud gran amistad. Fueron juntos a la escuela en el pueblo de la Mancha, donde vivieron, y casi se consideraban[80] como hermanos. Después, los azares de la política les llevaron a los dos a servir en el mismo regimiento de Caballería, al uno de capitán y al otro de teniente. La intimidad más estrecha había reinado entonces entre ellos.
Los dos, en tiempo de la segunda época constitucional, se abrazaron al liberalismo y soñaron con ser héroes populares. Impurificados, luego aceptados en el Ejército, estaban de reemplazo en 1833. ¡Quién les había de decir en su juventud que, andando el tiempo, el uno iba a acabar en un miserable tahur, y el otro, en un jefe de policía odiado y despreciado por la plebe!
—Es cosa triste—dijo don Eugenio—, cuando se piensa en los asesinos y en los grandes canallas, despreciados y odiados por todo el mundo, el considerar que sus madres creyeron que, con el tiempo, sus hijos serían los mejores, los más buenos, y darían ejemplos de honradez y de virtud.
Afortunadamente, no se puede predecir lo que será la vida. Si no, ¡qué terror sería el de la madre, cuando acaricia a su niño pequeño, verlo después en su imaginación robando, o asesinando, o subiendo al patíbulo!
El odio entre Chico y Castelo vino de una rivalidad amorosa. Los dos conocieron al mismo tiempo a Paca Dávalos, la mujer del coronel Luján, que tuvo por entonces una tertulia de las más celebradas en Madrid.
Paca era una mujer llena de encanto, esbelta, graciosa, con unos ojos claros muy expresivos. Chico y Castelo hicieron la corte a Paquita, por[81]que se decía que la mujer del coronel no era una virtud intratable.
Castelo llegó pronto al corazón de la Dávalos. Era éste jacarandoso, petulante, hablador, mentiroso; tenía una bonita voz y cantaba romanzas al piano. Pasaba por hombre de gran valor, que había tenido aventuras extraordinarias; pero los que le conocían a fondo sabían que era muy cobarde.
Chico, en cambio, seco, duro, violento, de pocas palabras, fué desdeñado y vió pronto el éxito de su rival. El hombre se enfureció por dentro y juró no olvidar lo ocurrido.
Yo conocía bastante a Paca Dávalos. Antes de mi ingreso en la cárcel intrigaba con los amigos de María Cristina y Muñoz. Le había visto varias veces en casa de Celia y en compañía de una italiana, Anita, que fué la amante de Castelo.
Esta italiana, que quería hacerse pasar por una descendiente de sangre real y que tenía todos los vicios imaginables, había hecho de Castelo, que ya era borracho y jugador, un perfecto crapuloso.
Paca Dávalos y Anita eran amigas de Teresa Valcárcel, la mediadora en los amores de la Reina con Muñoz, y solían reunirse en casa de Domingo Ronchi con Nicolasito Franco, el amante de Teresa; el clérigo Marcos Aniano, paisano de Muñoz; el marqués de Herrera y el escribiente del Consulado, Miguel López de Acevedo.
Por entonces, Paca era una rubia elegantísima, con un cuerpo de muchacha soltera y mucha gracia en la conversación.
Paca Dávalos, que llegó a entrar en Palacio y a[82] tener confianza con la Reina, intervino en el traslado desde Segovia a París del primer hijo de Cristina y de su amante, y fué a Francia en compañía del presbítero Caborreluz.
Todos los que tomaron parte en aquellas intrigas amorosas de Palacio progresaron con rapidez. Ronchi llegó a marqués y a propietario; Teresa Valcárcel se hizo rica; el joven Franco ascendió de capitán a teniente coronel. El favor real bañó, como agua lustral, a los amigos de Muñoz; pero no llegó a Paca, que, inquieta y descontenta, quiso tomar la parte del león, con lo que se hizo antipática y acabó por cerrarse la entrada en Palacio.
El abismo, llama al abismo.
Salmos, de David.
Luna me dió más tarde informes de la vida íntima de Paca.
Paca Dávalos era de la aristocracia. Su padre, un hombre gastador, estúpido, de los que pierden las preocupaciones y el decoro de la clase a que pertenecen, y no adquieren nada en cambio, encontró su casa medio arruinada y la acabó de arruinar.
Se jactaba de ser descendiente del marqués de Pescara, el vencedor de Pavía, don Fernando de Ávalos; pero éste, descendiente de un vencedor, no pasó nunca de ser un pobre derrotado. La madre de Paca fué una mujer perturbada y siempre enferma.
Paca era a los diez y seis años una belleza extraordinaria: tenía unos ojos claros, melancólicos, que arrebataban, y un cuerpo provocativo, excitante. Había en ella un contraste entre sus ojos[84] dulces, humanos, unos ojos para inspirar madrigales como el de Gutierre de Cetina, y su cuerpo, de felino, ágil como el de una pantera. Muy coqueta, muy poco cuidada por sus padres, había tenido novios desde los catorce años y le había gustado uncir a todos los hombres a su carro.
Entre los novios, un capitán, Luján, un tanto bruto, violentó a la muchacha; luego se casó con ella, y a los cinco o seis meses de matrimonio, Paca tuvo una niña.
Marido y mujer anduvieron de guarnición en guarnición, hasta que se establecieron en Madrid. Luján era un hombre violento, avaro, de malhumor, de genio desigual, cominero y desagradable. A cada paso armaba un escándalo a su mujer; muchas veces, con razón, por las coqueterías de ella; otras, sin más motivo que su malhumor.
La Paca aguantaba esta vida por su hija, por la que tenía un entusiasmo ciego. La niña, Estrella, prometía ser una gran belleza. Era, además de bonita, muy amable, muy dócil; tenía mucho gusto por la música y una voz angelical. Paca la adoraba, y su amor por la niña era el único freno, la única defensa de la honestidad de su vida.
Pensando en ella se prometía a sí misma ser buena para no dejarla un estigma difícil de borrar; pero, a pesar de sus propósitos, no los cumplía siempre. Ante los hombres que la galanteaban se olvidaba de todo, y lo mismo le pasaba con las gasas, las sedas, los teatros y las diversiones. Paca hacía gastos excesivos y, para ocultarlos a su marido, engañaba, trampeaba, mentía, y, al último, generalmente se descubrían sus enredos.
Luján, siempre malhumorado y caprichoso, en el momento en que su mujer parecía volver a una vida recogida y casera, pensó que Paca iba a dar un ejemplo deplorable a Estrella, que ya tenía doce años, y para sustraerla a esta influencia, sin decir nada a la madre, llevó a la niña a un colegio de monjas de Toledo.
Paca, desesperada, averiguó dónde estaba la niña, y hasta preparó un rapto; pero una de las monjas del colegio, pariente del coronel Luján, impidió que la niña saliera de la casa.
La Dávalos no pudo resistir esta separación; se desesperó, suplicó a su marido que trajera a su hija; él la dijo que no. Paca sintió desde entonces la impresión del que se hunde en el abismo.
Pocos días después abandonó a su marido y se fué a vivir con Castelo.
Luján juró que se vengaría; pero no hizo nada. La Paca y Castelo pusieron casa y tuvieron una época de entusiasmo y de amor, en la cual creyeron regenerarse y volver a la vida ordenada y honesta; pero pronto se cansaron de ella.
Castelo comenzó a jugar y a beber, y ella hizo lo mismo. Naturalmente, la casa iba de este modo de mal en peor, y concluyeron por cerrarla e irse a una de huéspedes. Cuando tenían un buen momento vivían bien; pero cuando llegaba la mala, los dos se echaban en cara su respectiva miseria.
—¿Por qué te he seguido?—exclamaba ella.
—Eso me pregunto yo—decía él—. ¿Para qué me has seguido? Para hundirme para siempre.
La Paca se separó de Castelo, tuvo otros aman[86]tes y volvió a reconciliarse con él. En la segunda separación llegaron a pegarse.
La Paca, entonces, recurrió a sus amistades cortesanas; pero al ver que la Reina y sus amigas la cerraban la puerta de Palacio, se indignó y comenzó a manifestarse republicana. Cuando bebía y se exaltaba decía que había que ahorcar a la familia real y a toda la aristocracia.
En uno de esos momentos de miseria, la Paca conoció a una corredora de alhajas y Celestina, a la que llamaban la Sorda y la Garduña. Esta mujer era dueña de un burdel de la calle de Barcelona y del garito de la calle de la Fresa. La Garduña vivía con un usurero, el Silverio. La Garduña era una mujer gruesa, empaquetada, vestida con colores chillones, de cara dura, abultada, y con unas bolsas moradas debajo de los ojos. Esta Garduña era muy inteligente en sus negocios y se iba enriqueciendo con gran rapidez.
El Silverio, su amante, un tipo raído y siniestro, con una nube en un ojo y un aire de suspicacia, era un hombre muy religioso, de varios oficios y ninguno honrado: cantinero, prestamista, ropavejero y dueño de garitos.
La Garduña se entendía muy bien con él.
La Garduña acabó por prostituír a la Dávalos; explotaba su pasión desenfrenada por el juego, y le hacía pagar las deudas llevándola a las casas de citas.
Castelo seguía también su marcha hacia el abismo; todavía podía pasar por joven, aunque mirándole de cerca se notaban los ultrajes del tiempo en su rostro; su pelo rubio iba blanqueando con[87] hebras de plata, y su labio colgante parecía hacerse más flácido. Tenía, entre otras, la condición de la intriga, y sabía disimular su crápula y darle un aire sentimental. Este chulo sensible era muy hábil. Sin haber estado en ninguna batalla, lucía una buena hoja de servicios. Era cobarde, y daba la impresión de valiente, fanfarrón, insultador, procaz y de una audacia extraordinaria.
Su fantasía le hacía darse aires de héroe, y convencía a la gente de que los sueños de su imaginación eran algo real.
Castelo tenía una vanidad alucinada: la hija sin padre de los desvanes del mundo, que dice Gracián, dominaba por completo su espíritu; criticaba con acritud a todos los políticos y, sobre todo, a los generales, que le parecían de una ineptitud tan completa, que afirmaba que el uno no sabía leer, que el otro era incapaz de hacer maniobrar a cincuenta hombres, etc. Se manifestaba también, a consecuencia de su vanidad y de su cobardía, muy rencoroso.
Castelo y Paca Dávalos, después de muchas riñas y separaciones, llegaron a un acuerdo y se asociaron con la Garduña para establecer varias timbas en Madrid.
Uno de los socios era doña Anita, la italiana, que había sido querida de Castelo y que acabó casándose con un francés y poniendo una tienda de antigüedades.
El negocio de las timbas era tan lucrativo, que, a base de la que existía en la calle de la Fresa, se instalaron otras casas de juego en distintos sitios de Madrid.
A la Paca y a Castelo los tenían los socios como elemento decorativo. La Paca Dávalos, a pesar de ser empresaria, era una jugadora empedernida. Las emociones del juego borraban sus recuerdos. Cuando estaba triste y pensaba en su hija, la idea le producía tal dolor, que se emborrachaba hasta quedar como muerta.
Se cree, en general, a los hombres más peligrosos de lo que son.
Goethe: Las afinidades electivas.
Pasaron años y más años—dijo Aviraneta—. Yo me había resignado a no llegar a nada, y me contentaba con ser un espectador y un comentador de los sucesos políticos. Casi todos los meses, María Cristina me llamaba a su palacio y me consultaba sobre sus asuntos particulares.
La Reina estuvo siempre muy celosa de Muñoz, y más que las cuestiones políticas le preocupaban las aventuras de su marido. La italiana quería sujetar al antiguo guardia de Corps, a quien había elevado al tálamo real, y muchas de sus actitudes, que parecían maniobras obscuras, no dependían mas que de los celos. La misma marcha a Francia, cuando dejó a España entregada al general Espartero, no fué a causa de un despecho político, sino de los celos que sentía al saber que su marido frecuentaba la casa de una bailarina.
La Reina llegó a las más absurdas precauciones, y, para que su marido no saliera, le preparó en la plaza de Palacio una azotea con persianas verdes para que paseara sin que le vieran. La gente llamaba en chunga a la azotea: la jaula de Muñoz.
Muñoz era hombre guapo, tenía ocho o diez años menos que Cristina, y ella sentía por él esa pasión un poco exclusiva de las mujeres ardientes y machuchas.
Ya en 1834, antes de entrar yo en la cárcel, un periódico titulado La Crónica dió esta noticia: «Ayer se presentó Su Majestad la Reina Gobernadora en un char avant, cuyos caballos dirigía uno de sus criados. En el asiento del respaldo iba el capitán de guardias duque de Alagón».
La Reina se indignó de tal manera, al ver que le llamaban criado a Muñoz, que no paró hasta que Martínez de la Rosa y el jefe de policía, Latre, suprimieron el periódico y desterraron a su editor, Jiménez, y al director, Iznardi.
Los celos le duraron a la Reina Cristina hasta la vejez, y más tarde le entró el ansia de hacerse con una fortuna de cualquier manera y por cualquier medio. Entonces fué cuando se alió con Salamanca; y comenzó sus combinaciones financieras y sus negocios, y acabó de desacreditarse.
Yo había intimado con la Reina Madre en París, cuando vivía en su palacio de la calle de Courcelles, y le había intentado convencer de que un Gobierno fuerte y liberal era la salvación de España.
En Madrid, María Cristina me llamaba al palacio de la calle de las Rejas, me preguntaba mi[91] opinión acerca de las cuestiones políticas, y quería que yo le dijera lo que se murmuraba en la calle sobre los amores de su hija y sobre los milagros de sor Patrocinio.
María Cristina había perdido influencia en su hija Isabel, que, como se sabe, vivió entregada a una serie de favoritos, serie que comenzó por Serrano, el General Bonito.
María Cristina no tenía ninguna simpatía por su yerno, y le despreciaba por su debilidad y por dejarse embaucar por la monja milagrera.
María Cristina sabía que yo vivía pobremente, y me decía:
—Aviraneta, han sido muy ingratos para ti. Si necesitas dinero, vete a verle a Pepe Salamanca, de mi parte. Yo le escribiré.
—Señora—le contestaba yo—, tengo lo bastante para vivir.
María Cristina me envió de regalo cuadros y estatuas, y alhajas para mi mujer. A pesar de esto, yo no la quería. Aquella ansia de hacer dinero a todo trance, de considerar a España como una finca, me molestaba. Esto debía haberlo aprendido de su amigo Luis Felipe.
Nunca pasé de ahí, de tener amistad con la Reina Madre; pero como todo se sabe en Madrid, y se sabía que yo frecuentaba su palacio, se creyó que era uno de sus consejeros políticos, lo que no era cierto.
Si hubiese querido hubiese podido aprovechar esta amistad, pero ya era viejo y estaba desengañado.
Además, la Reina Madre y González Bravo, y[92] después Sartorius, pretendían mermar, y hasta abolir, la Constitución, cosa que para mí no podía ser simpática, porque era la negación de toda mi vida política. A los sesenta años ya uno no se vende, o se ha vendido ya, o ha tomado la honradez por costumbre.
No me quedaba, como he dicho, mas que la curiosidad de enterarme y de saber lo que pasaba.
Cuando el general Lersundi fué presidente y Egaña ministro de la Gobernación, estuvo éste en mi casa a decirme que de parte de la Reina, del general y de la suya, venía a verme para que pidiese un cargo.
—Yo ya no quiero ser nada—le dije.
Durante estos años intermedios entre la guerra civil y la revolución del 54 oí hablar mucho de Chico en todas partes, sobre todo cuando comenzaron las prisiones y las deportaciones; pero no le llegué a encontrar ni una vez. Chico se hizo célebre como jefe de policía de Madrid. Era un hombre muy odiado por el pueblo. Todo el mundo contaba horrores de él, y se le consideraba como un esbirro capaz de los mayores atropellos y violencias.
Yo no recordaba bien a Chico; me lo pintaban como un tagarote de taberna, ordinario y bestial, y yo tenía de él la idea de un tipo casi elegante, fino, con unos ojos muy vivos e inteligentes, la nariz un poco aplastada, los labios delgados, el color pálido y el cuerpo esbelto.
Chico, al menos en el tiempo que yo le conocí, leía bastante, le gustaba mucho la pintura y ha[93]blaba con gracia, con un acento un poco andaluzado.
Cosa extraña. La casualidad y la mala voluntad de un ministro hizo que yo apareciera unido a Chico en un asunto en que no teníamos nada de común.
En 1847 me prendieron a mí y le prendieron a Chico, y nos deportaron, a mí a Alicante y a él a Almería. Cualquiera hubiera dicho que había relación entre nosotros dos; pero no había ninguna.
Yo había recibido carta de un amigo y secretario de María Cristina, desde París, pidiéndome noticias de Madrid, y yo le contesté burlándome de los puritanos que entonces ocupaban el Poder, y la carta la interceptó el Gobierno.
Respecto a Chico, tenía, en abril de 1847, una letra de veinticinco mil francos del duque de Riansares, aceptada por el ministro de la Gobernación, Benavides, para cobrar. Por entonces hubo una algarada de unos cuantos jóvenes que vitorearon a la Libertad y a la Reina, al paso de Isabel II, en coche, por la Puerta del Sol, la calle Mayor y la plaza de Oriente. El ministro pensó: «Vamos a prender a Chico y a Aviraneta; a Aviraneta le castigamos por sus correspondencias, y a Chico no le pago la letra hasta que tenga dinero, y, de paso, se da la impresión a la gente de que ha habido un complot». ¿Qué complot iba a haber para vitorear a la Reina? Era ridículo; pero la gente lo cree todo.
Naturalmente, nos levantaron el destierro en seguida, pero la idea de que había algo de común entre Chico y yo quedó flotando en el aire.
También oí hablar, repetidas veces, de Mauricio Castelo, cuyo nombre aparecía entre los progresistas radicales con la aureola de un político austero.
¡Qué se va a hacer! Este será siempre uno de los escollos de la democracia: el que el pueblo no se pueda enterar bien de las condiciones de sus servidores. A una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre.
El año 1851 fué nombrado jefe político de Madrid mi amigo el general Lersundi. Yo visitaba mucho su casa, adonde iba de tertulia un día a la semana. Fuí a felicitarle por su nombramiento, hablamos y me preguntó:
—¿Conoce usted personalmente a Chico, el jefe de policía?
—Le conozco desde que era capitán de Caballería retirado; pero hace más de veinte años que no le he visto.
—¿Qué opinión tiene usted de él?
—Opinión personal, ninguna. Estuvo afiliado a la sociedad Isabelina que yo fundé. Era, por entonces, un hombre enérgico y atrevido.
—¿Y desde esa época no le ha vuelto usted a ver?
—Nunca. Siempre estoy oyendo hablar de él y no me lo he encontrado jamás. Yo hago una vida especial. No salgo de noche, no voy al teatro.
—¿Sabe usted que le vamos a prender a Chico?
—Pues, ¿por qué?
—Tiene una fama pésima. Se afirma que está en relación con los ladrones y que lleva su parte en lo que se roba en Madrid. Se sabe que ha cometido mil atropellos.
—Respecto a los atropellos—dije yo—, no cabe duda que deben ser verdad; pero tanta culpa como él la tienen los jefes del Gobierno, que le han dado órdenes o que le han consentido; respecto a que esté en connivencia con los ladrones, no lo creo.
—Pues parece que es cierto. Es indudable que Chico tiene palacios, criados, una galería de cuadros magnífica; que sostiene mujeres...
—¿Y hay pruebas contra él?
—Sí, hay pruebas.
—Me parece extraño que un hombre listo haya dejado un rastro comprobable de sus fechorías.
—Pues no cabe duda. En este momento se está haciendo un expediente documentado contra Chico.
—¿Y quién lo hace?
—Una persona respetable: el coronel Castelo.
—¿Don Mauricio Castelo?
—El mismo. ¿Le conoce usted?
—Sí.
No dije más. Solía encontrar de cuando en cuando en la plaza del Progreso, tomando el sol, al inspector Luna, que paseaba con su nietecillo. Luna estaba retirado y vivía en una casa de la calle de Barrio Nuevo. Un día, al encontrarle, le conté lo que me había dicho el general Lersundi.
—Ya lo sé—me contestó él.
—Sin duda, Castelo hace este expediente llevado por el odio contra Chico, que le descubrió la artimaña del supuesto robo hecho a Macías.
—No, no sólo es por eso—replicó Luna—. Chico hizo una canallada a Castelo.
—¿Pues?
—No sé si le conté a usted que Chico guardó la confesión de Castelo.
—Sí me lo contó usted.
—Chico—siguió diciendo Luna—guardó aquel documento con la idea de utilizarlo, en cualquier ocasión, contra Castelo. Dos o tres años después del supuesto robo, y en el tiempo en que acababa de ser nombrado Chico jefe de la policía, se encontró en un baile de máscaras del Circo con Paca Dávalos. Ella estaba todavía en el apogeo de su belleza. Paca quiso darle broma y divertirse a costa del terrible jefe de policía, de quien sabía algunos secretos amorosos por Castelo. Chico la conoció, la llevó al ambigú y la convidó a cenar. Ella aceptó el convite y coqueteó con Chico; pero al salir del baile le dijo que no tomara en serio sus coqueterías, porque estaba enamorada de otro hombre. Chico, enfurecido, le replicó que si no le acompañaba a su casa aquella noche, al día siguiente le llevaría a Castelo a la cárcel y le desacreditaría, porque tenía un documento que le comprometía.
—¿Y ella qué hizo?
—Ella fué a su casa.
—¡Demonio!
—Sí, y Castelo lo supo, porque esas cosas se saben siempre. Al principio, Castelo no hizo nada en contra de Chico. Había reñido muchas veces con la Paca, que hacía una vida relajada, y, ciertamente, no estaban legitimados los celos. Además, la posición de Chico como jefe de policía era muy fuerte, y no era fácil el medirse con él. Cuan[97]do la reputación de Chico comenzó no sólo a decaer, sino a hacerse siniestra, Castelo, como si en un momento sintiera revivir los agravios inferidos por su antiguo camarada, se puso a la cabeza de los enemigos del jefe de la Ronda.
—Se comprende que una cosa así no es para olvidarla, y menos pensando que el autor de la ofensa es un amigo de la infancia—le dije yo.
—Castelo siente hoy un odio profundo contra Chico. El recuerdo de la antigua amistad que tuvo con él hace su rencor más violento y más venenoso.
—Me explico que un hombre frenético, como Castelo, haya hecho muy mala sangre pensando en Chico.
—El odio de Castelo se lo ha comunicado a la Dávalos, y los dos han empleado todos los medios para hundir a Chico; han seducido a los agentes de la Ronda Secreta y a una porción de ladrones que conocen por intermedio de los «ganchos» de las casas de juego de la Garduña y del Silverio, y toda esa gente maleante ha declarado contra Chico, contando parte de verdad y parte de mentira. El partido progresista le ayuda a Castelo en su campaña.
—¿Y será verdad que Chico se entendía con los ladrones?
—¡Hombre, don Eugenio!—dijo Luna con una sonrisa cínica—. Todos los policías se entienden más o menos con los ladrones; pero no son los robos los que pueden dar más dinero a un hombre que tenga el cargo de Chico. ¡Figúrese usted! Hay líos en la Corte, hay grandes negocios, hay[98] jugadas de Bolsa, hay Salamanca; se puede salvar a un político de una campaña de difamación; se puede salvar la fama de una señora comprometida, hacer desaparecer favoritos, como un Mirall o un Pollo Real. Todo eso da.
—¿Y usted qué va a hacer si le llaman, amigo Luna?
—¿A mí? ¿Quién me va a llamar? Nadie me conoce. Soy una sombra, vivo en mi rincón obscuramente, con mi hija y mis nietos, y no tengo personalidad mas que para ellos.
—¿Y si le llamaran, a pesar de eso?
—No diría nada ni en pro ni en contra, don Eugenio.
—¿Nada?
—Nada. Cualquiera se pone a defender a Chico a estas alturas.
Le dejé al inspector Luna con su nietecillo, y le hablé unos días después al general Lersundi y le conté lo que sabía de Castelo y de su hostilidad contra Chico.
—El proceso se ha de ver pronto—me dijo el general—. Allí se aclarará la cuestión.
Días después, Lersundi fué nombrado ministro de la Guerra, y le sustituyó en el Gobierno Civil don Melchor Ordóñez.
Este dispuso la prisión de Chico, que estuvo nueve meses en el Saladero, hasta que vino el sobreseimiento de la causa por falta de pruebas.
Castelo declaró varias veces en el proceso, y dijo a todos los que quisieron oírle que no pararía hasta verle a Chico colgando de la horca.
A las acusaciones de Castelo contestó Chico[99] con una información detallada de la vida de su enemigo. Lo pintó como un intrigante, como soldado traidor y jugador de ventaja, que explotaba alternativamente los garitos y las mujeres.
La lucha entre los dos fué ruda y sin tregua. Ambos echaron mano de todos los expedientes imaginables.
Chico tenía la opinión adversa y se agitaba en el vacío; los resortes de que podía echar mano estaban gastados; en cambio, Castelo encontraba apoyo en todo el mundo político y periodístico.
—Por entonces—siguió diciendo Aviraneta—, alguna que otra vez solía ver en la calle a Castelo, que ascendió, por sus intrigas y manejos obscuros, a brigadier. Castelo andaba acompañado de un hombre de buen aspecto que me dijeron era un viejo asistente suyo. Castelo y yo nos saludábamos al vernos, y yo le tenía por un hombre que estaba en buenas relaciones conmigo.
¿Cuál de vuestros sistemas filosóficos es otra cosa que el teorema de un sueño, un puro cociente, confidencialmente obtenido donde el divisor y el dividendo son desconocidos?
Carlyle: Sartor Resartus.
En tal estado de cosas llegó la revolución de julio de 1854. Yo, la verdad, y confieso que era un error de perspectiva, no creía en ella. Es un achaque de los viejos desconfiar del presente. ¿A quién no le ocurre esto? A mí me pasó como a todo el mundo. Cuando en junio de aquel año mi amigo Leguía, aquí presente, me indicó que iba a estallar un movimiento revolucionario, yo le dije: «¡Bah! No pasará nada».
El movimiento llegó, los generales se sublevaron en Vicálvaro, y los días que la revolución an[102]duvo suelta por las calles, yo me dediqué a curiosear. Presencié el saqueo del palacio de María Cristina y el de la casa de Salamanca a los gritos de «¡Muera Sartorius! ¡Mueran los polacos! ¡Muera la Piojosa!» Yo tenía más miedo en casa que en la calle. Había gente que sabía que yo era amigo de María Cristina y, por tanto, sospechoso para el pueblo, que en aquella época tenía un odio profundo por esta reina, a quien hacía veinte años consideraba como un ídolo.
Yo vivía en la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Comadre, ya al comenzar los Barrios Bajos.
El día 22 de julio supe, por la lavandera de casa, que los amigos del célebre torero Pucheta, dictador de aquellos andurriales, habían señalado mi casa y mi persona a las iras del pópulo como cristino. Indagué y pude comprobar que, efectivamente, me encontraba en la lista de sospechosos. Los Barrios Bajos formaban entonces una pequeña república autónoma bajo las órdenes del señor Muñoz (alias Pucheta). Así teníamos un Muñoz arriba (el marido de Cristina), y otro Muñoz abajo (Pucheta). La revolución del 54 era un conflicto entre dos Muñoces.
Tuve que tomar mis medidas y pensé en buscar un asilo seguro. Mi mujer se refugió en casa de un médico joven de la vecindad que nos visitaba. Este médico vivía con su madre, y por entonces hacía oposiciones a una cátedra de San Carlos.
Entre mi mujer y yo sacamos de noche de nuestra habitación los papeles, los cuadros regala[103]dos por María Cristina y algunos muebles, y los llevamos a la casa del médico; luego cerramos la puerta con llave.
Yo fuí a visitar a algunos amigos y conocidos para ver si me daban albergue por unos días, y obtuve una absoluta negativa.
En los momentos de peligro la mayoría se siente inclinada a pensar sólo en sus intereses y a no preocuparse de los amigos ni de los allegados.
Había por aquellos días un miedo terrible, y los que me conocían a mí creían que yo no era sólo un cristino, sino que debía estar complicado en todas las intrigas de los polacos. Se decía que María Cristina estaba encerrada en un convento.
Al fin tuve que ir a casa de la lavandera que me había avisado que estaba perseguido, y allí encontré un rincón seguro para pasar unos días. La señora Isidra, la lavandera, vivía en una guardilla de la calle de la Espada, y su hijo era un cabecilla revolucionario de los Barrios Bajos: Manolo, el papelista. La señora Isidra tenía muy poco sitio y muchos nietos, y en su casa se estaba con gran incomodidad.
Manolo, el papelista, me contó cómo habían peleado él y sus amigos en la Cuesta de Santo Domingo con los cazadores, y luego en la calle de Jacometrezo. Manolo estaba muy satisfecho por haber tomado parte en estas jornadas.
Me solía traer papeles que se publicaban en la calle y números de El Murciélago, de La Mentira y de El Miliciano.
Seguía yo la marcha de la revolución por los periódicos y por las conversaciones.
A pesar de que el movimiento parecía completamente liberal, no lo era del todo. Había entre los impulsores de aquellas jornadas revolucionarias progresistas, demócratas, republicanos, militares de la Unión Liberal, moderados y hasta carlistas. Este origen mixto hacía que el movimiento tuviera un carácter turbio y su dirección fuera confusa y mal definida.
Cuando creí que la violencia revolucionaria había ya pasado salí de la guardilla de la lavandera para visitar a algunos amigos que estaban, como yo, considerados como sospechosos, para ver qué es lo que habían hecho y tomar una orientación.
Sabía que se cacheaba y se identificaba a la gente en la calle.
Me acerqué al centro entre la gente huyendo de los barullos: fuí por la Concepción Jerónima, calle de Atocha y plaza de Santa Ana a la calle del Prado, a ver al dueño de una casa de la calle del Lobo, donde había vivido. En la desembocadura de esta calle con la del Prado había una barricada defendida por toreros, casi todos de la cuadrilla de Cúchares.
Intenté entrar por la calle de la Visitación, pero estaba también cortada.
Volví a la plaza de Santa Ana y seguí por la calle del Príncipe.
Iba por la calle de Sevilla a la de Alcalá cuando me encontré detenido en la esquina por una barricada alta formada por carros, muebles, tablones y adoquines. Estaba la barricada vigilada por un grupo de paisanos armados, entre los que abun[105]daban tipos de torero con traje corto y calañés y mozos de café de los cafés próximos.
El volverme de repente hubiera parecido sospechoso; me reuní al grupo de los paisanos, repartí unos cuantos cigarros puros, y a un hombre andrajoso, con un morrión en la cabeza greñuda, que estaba sentado sobre unas piedras con un gran trabuco, le pregunté:
—Oiga usted, compadre, ¿quién manda esta barricada?
—Un brigadier que vive en esa casa—y me señaló una de la calle de Sevilla, esquina a la de Alcalá.
—¿Cómo se llama ese brigadier?
—No sé. ¡Eh, tú, Charpa! ¿Cómo se llama ese brigadier que viene aquí vestido de uniforme?
—No ze—dijo el aludido, que tenía aire de picador—; quizá lo zepa Currito o el Lebrijano.
—Ese brigadier se llama don Mauricio Castelo—dijo Currito, que era un chulo con aire de monosabio.
—¡Hombre! ¡Castelo! Lo conozco. Es muy amigo mío. Voy a verle.
¿Por qué ultraje comenzar; por qué ultraje terminar?
Eurípides: Electra.
Vacilé; pero como había dicho delante de aquellos hombres que conocía a Castelo, entré en la casa que me indicaron. Se me ocurrió que quizá Castelo podría protegerme y darme un salvoconducto para salir de Madrid.
Subí la escalera de la casa hasta el piso principal.
—¿Vive aquí don Mauricio Castelo?
—Sí, señor. Por lo menos, aquí está.
Era aquello un círculo de recreo, una casa de juego. Estaba la puerta abierta y entraban y salían hombres que hablaban a gritos y fumaban grandes puros.
Vacilé de nuevo pensando si no sería una imprudencia el seguir adelante; pero me decidí.
Avancé, cruzando una sala con dos mesas de[108] billar y otras de mármol, hasta una sala de lectura con un armario, en el que se veían varios libros.
Castelo estaba rodeado de un grupo de hombres armados con escopetas y trabucos, gente la mayoría desharrapada, con zamarra y calañés, entreverada con algunos elegantes de levita de color, corbatín y pantalones de trabilla.
Varios de aquellos hombres, a pesar del calor sofocante de los días de julio, llevaban capa.
La mayoría eran tipos de matones, de esos que se ven en las escaleras de las chirlatas embozados en la pañosa y con un garrote en la mano.
Estaba yo en la puerta del salón de lectura cuando entró el torero Pucheta con un periodista, pequeño y pálido, picado de viruelas y con anteojos, y un revendedor del Teatro Real a quien llamaban el Mosca.
Los tres se acercaron a Castelo y hablaron con él largo tiempo.
Pucheta empleaba las grandes frases de la época: la democracia, la soberanía nacional; el periodista se mostraba acre y lleno de odio contra todos.
Cuando acabaron su conferencia, toda la gente se marchó con Pucheta.
Castelo quedó solo, y entonces me acerqué a él y le saludé:
—Siéntese usted—me dijo amablemente—. Yo voy a comer. ¿Quiere usted comer conmigo?
—Muchas gracias. He comido ya.
Castelo abrió una mampara del saloncito, llamó a voces, vino su asistente y le dijo:
—Tráeme la comida.
Contemplé a Castelo. Había envejecido muchísimo desde que yo le había conocido. Tenía un aire de intranquilidad y al mismo tiempo de estupor. Estaba encorvado. Vestía pantalones de militar, chaqueta de paisano y gorra de cuartel. Fumaba sin ganas; más bien mascaba un cigarro puro.
Me chocó hallarle tan decaído. Creí adivinar en él un sentimiento de descontento al verse entre Pucheta y su mesnada y le pregunté:
—¿Quién era esta gente? ¿Qué es lo que quiere?
—Estos son los jefes de la revolución al menudeo—contestó con disgusto—. Alguno que otro es un cándido. Los demás son gandules y asesinos que debían estar en presidio.
—Sí, por su aspecto no parecen muy de fiar.
—Todos, o la mayoría de estos revolucionarios de pega, son tahures, jugadores de oficio; los otros, revendedores de alhajas, y algunos, toreros.
—¿Y el periodista?
—Ese es el mayor canalla de todos. ¡Si yo tuviera poder!
—Ese torero que toma aires de director de las turbas es el célebre Pucheta, ¿verdad?
—Sí; es un tiranuelo de los Barrios Bajos.
—Y ¿cómo se ha mezclado usted con esa gente, amigo Castelo?
Yo le hice esta pregunta como si le considerara más en mi campo que en el de los amigos de Pucheta.
—¿Qué quiere usted?—me dijo él revelando su inquietud—; me han comprometido; me han nombrado jefe de esta barricada, lo que consideran un[110] puesto de honor y de peligro. Hoy han venido a invitarme a que presida una gran comida que van a dar en un colmado de esta calle para celebrar el triunfo de la Revolución.
—¿Y usted va a ir?
—Sí; si no parecería sospechoso. La cosa no está sosegada todavía, sino sólo aplazada.
—¿Pues qué se quiere?
—Cada uno quiere una cosa diferente: unos, a Espartero; otros, a O'Donnell; hay quien piensa en la República.
—¡Bah! Todavía falta mucho para eso.
—Todos quieren prender y juzgar a María Cristina.
—¿Y dónde está María Cristina?
—Está en Palacio.
Castelo salió del cuarto, y vino, poco después, con una botella de ron y un vaso; tiró el cigarro al suelo, lo pisó y comenzó a beber el licor como si fuera agua.
Yo le contemplé. Debía de estar completamente alcoholizado; parecía de esos hombres que viven en una irritación constante interrumpida por momentos de depresión.
Entró el viejo asistente con la comida y puso sobre una mesa el mantel y los platos.
—¿Dónde está la señorita? ¿Por qué no viene?—le preguntó Castelo.
—¿Quiere usted que la llame?
—Sí; que venga en seguida, que la estoy esperando.
Yo estaba buscando una fórmula para marcharme cuando entró Paca Dávalos en el saloncito[111] vestida con una bata de color de rosa. De lejos todavía hacía efecto; pero de cerca era una vieja decrépita. Estaba torcida para un lado, iba pintada y empolvada. Tenía los ojos tiernos y los párpados rojos y sin pestañas; en su cara, a través de la capa de polvos de arroz, se veían manchas rojas como erisipelatosas. A cada momento guiñaba los ojos y tenía unos tics nerviosos que le hacían estremecer todo el rostro. Al hablar torcía la boca a un lado.
Era todavía felina; sus ojos soñadores habían perdido su brillo y su encanto, pero le quedaba algo del tigre viejo y derrengado que bosteza dentro de la jaula.
Me levanté para saludarla. Ella no me reconoció. Se sentó; tomó en la mano el vaso lleno de ron que tenía Castelo delante y bebió unos cuantos sorbos.
Le temblaba la mano como a un perlático.
De pronto me miró fijamente y me dijo:
—Yo le conozco a usted.
—Yo también a usted.
—¿De dónde?
—De casa de Celia.
—¡Ah! Es verdad.
Hablamos de la gente que iba a aquella casa; de Ronchi, de Nicolasito Franco, de Fidalgo y de sus hermanas, del padre Mansilla.
La Dávalos se confundía con sus recuerdos; había perdido la memoria. Tenía, de pronto, unas gesticulaciones bruscas. Aquella contracción de la cara de la Dávalos hacia un lado, me chocaba. Daba la impresión de algo grave y, a veces, tenía[112] yo la evidencia de que aquella mujer era una perturbada, una loca.
—¿Usted es todavía amigo de Cristina?—me preguntó tartamudeando.
—Sí.
—Pues lo va usted a pasar mal.
—¡Qué le vamos a hacer!
—¿Y cómo puede usted ser amigo suyo?
—Yo, por agradecimiento. ¡Qué quiere usted! Le debo la vida.
La Dávalos se exaltó al hablar de María Cristina, y empezó a decir de ella porquerías y suciedades, llamándola constantemente zorra, piojosa y la señora de Muñoz. La Paca usaba los juramentos y las blasfemias de los tahures y matones con quien trataba y convivía.
—¿Le hizo a usted alguna mala pasada la Reina?—le pregunté yo.
—¡Si me hizo! Ya lo creo. Fuí su amiga; pero hoy daría mi vida por devolverle el mal que me ha hecho y arrastrarla al fango donde debía estar. La odio, la odio.
—¿Tanto...?
—Quisiera verla en un estercolero, sobre una estera podrida y devorada por los gusanos.
La Paca dejó pronto su aire reconcentrado y vengativo y recitó estos versos, que habían salido del campo carlista:
[113] —¡Muñoces!—exclamó luego la Paca—. Cualquiera sabe de quién son los hijos de esa zorrona..., cochina.
Castelo intervino en la conversación y habló de lo que se decía en la calle: de que la Reina Madre había tomado parte en todas las contratas y en todos los negocios sucios de España y de Ultramar para hacer la fortuna de los Muñoz.
¡Qué moralidad se había despertado en un tahur como Castelo!
—Pero eso es lo de menos—añadió; y contó ciertos asesinatos misteriosos que había ordenado Cristina y hecho ejecutar por Chico y su gente, y de varios envenenamientos realizados por aquella nueva Lucrecia Borgia. Castelo citaba nombres, fechas, circunstancias.
Lo daba todo esto como indiscutible. Yo me eché a temblar. Cuanto más odio hubiese por María Cristina, más peligrosa era mi situación. La verdad es que luego he oído hablar en serio de envenenamientos hechos por gentes de Palacio, entre ellos el de la segunda mujer del infante don Francisco.
—Pero, ¿usted cree que todo eso es verdad?—le pregunté a Castelo.
---¡Si es! Es el Evangelio.
—¡Demonio!
—Sí, sí, es usted cristino—dijo Castelo—; lo va usted a pasar mal. Ahora va de veras; no debía usted salir a la calle, le pueden dar algún disgusto.
—Por eso venía a verle a usted, que tiene influencia—le dije.
—¿Qué quiere usted que yo haga?
—Mi casa está cerca de la plaza del Progreso; y aquello es un ir y venir de gente que se han constituído en amos, hacen lo que les da la gana y han formado una lista de sospechosos.
—¿Dónde vive usted?
—En la calle de San Pedro Mártir.
—¿Hacia dónde está eso?
—Hacia Lavapiés.
—¡Toma, yo le creía a usted rico! De poco le ha servido su amistad con Cristina.
—Tengo mi sueldo de intendente, y de él vivo.
—Bueno, yo le diré a los patriotas de Barrios Bajos, y sobre todo a Pucheta, que no se metan con usted. Ahora, váyase usted, váyase cuanto antes. Aquí no hace usted mas que comprometerme.
Castelo, a medida que iba ingiriendo alcohol, iba saliendo de su abatimiento sombrío y excitándose cada vez más.
Me levanté, tomé mi sombrero y, haciendo de tripas corazón, saludé lo más amablemente que pude a Paca Dávalos y a Castelo. Había dado un paso en falso.
Al salir del cuarto de lectura a la sala de billar, Castelo gritó de pronto:
—¡Oiga usted, oiga usted, señor cristino! Tengo entendido que en la tertulia del general Lersundi se ha hablado mal de mí. ¿Usted debe saber quién fué, porque usted iba a esa tertulia?
—Yo, no; yo no he oído hablar de usted.
—¿Usted no le conoce a Macías?
—A un Macías le conocí en Méjico; pero desde entonces no le he vuelto a ver.
—Y a Luna, al inspector de policía Luna, ¿le conoce usted?
—A ese le conocí porque fué el que me prendió hace veinte años y me llevó a la Cárcel de Corte; pero luego no he tenido noticias de él, ni sé si vive.
—Pues sí vive, y yo lo he de encontrar para ajustar unas cuentas antiguas. ¿Y a Chico, no le conoce usted tampoco?
—No, no le conozco. Cuando él comenzó a intervenir en la política, yo me había retirado.
—¡Si este buen señor debe ser más viejo que Matusalén!—dijo la Dávalos.
—Pues yo me he de vengar—exclamó Castelo—; tengo que averiguar quién le dió malos informes de mí a Lersundi y después a Ordóñez. Algún amigo de Chico ha sido. Bueno; a Chico yo le tengo que ahorcar con estas manos, sí, con estas manos; y a Luna, si lo encuentro, lo moleré a garrotazos.
—Bueno, Mauricio, cálmate—dijo Paca.
—No me quiero calmar: Sí, a Chico se le harán pagar sus crímenes, y será pronto..., muy pronto..., quizá antes de veinticuatro horas.
A esto añadió Castelo gritos y blasfemias, accionando con violencia y dando puñetazos en la mesa.
—Bueno. ¡Adiós!—dije yo.
—¡Adiós!
—Celebraré que no le rompan a usted un hueso—exclamó Paca Dávalos, con su risa dolorosa, de enferma.
Castelo se echó a reír como un insensato, y debió tener algún propósito agresivo contra mí, porque intentó levantarse y seguirme; pero el asistente le detuvo. Yo bajé corriendo las escaleras y salí a la calle.
La enemistad de una sola chinche menuda que se arrastre por nuestra cama es más de temer que la cólera de cien elefantes.
Heine: Atta Troll.
Tomé por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol, a mezclarme a los grupos de revoltosos y de vagos que andaban por allá.
—Aviraneta—me dije a mí mismo—, has hecho una tontería en visitar a Castelo. Has llamado la atención sobre ti. No tienes un rincón donde poner tus huesos en seguridad y estás en peligro de que te rompan uno, como decía Paca Dávalos hace un momento.
Y me froté las manos, como si estuviera muy satisfecho con mi suerte.
Aquella tarde, el centro de Madrid estaba en perpetua ebullición. No me decidí a ir a mi barrio, porque temía que me conocieran, y me fuí a un café de la calle Ancha. Me hice bastante amigo[118] del mozo, le conté una historia falsa y me recomendó una casa de huéspedes de la calle de Silva.
Fuí a ella: la patrona tenía mal semblante, y a las pocas palabras que cambié con ella comprendí que estaba recelosa y dispuesta a avisar a la policía.
Hacía una noche de calor sofocante. Me metí en el cuarto que me alquilaron y no pude dormir. Había chinches en la alcoba. Una procesión de estos insectos salía de un ángulo del techo e iba avanzando, y cuando llegaban encima de mi cama se dejaban caer uno a uno con una precisión matemática.
—Por la mañana, al alba, me levanté y me vestí. Mi instinto me hacía creer que no estaba muy seguro en aquella casa.
Me asomé al balcón y me senté en una silla. A eso de las cuatro vi que mi patrona salía a la calle, y poco después volvía con un hombre.
—Maniobra sospechosa—me dije.
Abrí la puerta de mi cuarto y avancé por el pasillo de la casa, todavía obscuro. La patrona y el hombre hablaban de mí. Habían dejado la puerta abierta.
Inmediatamente me puse el sombrero y bajé las escaleras con rapidez, con las botas en la mano. En el portal me las puse; salí a la calle, entré por el callejón del Perro y me metí en un portal abierto e iluminado de la calle de la Justa. Era un burdel. Había una vieja harapienta, con un aire de lechuza, y dos muchachas feas, vestidas con colores chillones. Una de ellas tenía una cara ancha,[119] brutal, una cara de rodaballo, con unos ojos saltones y la nariz chata. Las dos estaban muy pintadas.
La vieja conoció, por mi actitud, que venía huyendo, y no se le ocurrió explotarme. Me senté en un banco y charlamos. La vieja me habló del Destino con un fatalismo tan estoico que me asombró.
—Cada cual su sino—decía a cada paso.
Convidé a las mujeres a tomar café con leche, y después de estar unas tres o cuatro horas allí, por la calle de la Flor salí a la de San Bernardo.
Subí a la plazuela de Santo Domingo, y en un café que hacía esquina, cerca de una barricada, entré y encargué un almuerzo.
—Tardará un poco—me dijo el mozo—; todavía es temprano, y con estos jaleos no viene nadie.
—Bueno; no tengo prisa. Traiga usted unas aceitunas, y esperaré.
Compré La Iberia y unas hojas del Boletín extraordinario del ejército constitucional, que se vendían en las calles, y estuve haciendo como que leía, pensando en dónde podría ocultarme, o si sería mejor salir inmediatamente de Madrid.
Llegó el almuerzo y comí bien, pensando que quizá la cena se haría esperar.
—Tiene uno buen apetito—me dije—. Eso demuestra que interiormente todavía uno está sereno.
Tomé café y varias copas de coñac y le di al mozo una buena propina, suponiendo que podría necesitarle.
Cuando se ha oído decir que tal persona o tal otra es un hombre malo, se cree leer la maldad en su fisonomía, y entonces la ficción se añade a la experiencia para realizar una sensación cuando el interés y la pasión se mezclan. Helvetius cuenta que una dama, contemplando la luna con un telescopio, veía la sombra de dos amantes; un cura que quiso comprobar el hecho le replicó diciendo: No, señora, no; esas sombras son las dos torres de una catedral.
Kant: Antropología.
Estaba dispuesto a salir del café, porque no tenía pretexto para seguir en él, cuando los mozos se asomaron a la puerta y volvieron diciendo:
—Hay gran alboroto en la calle Ancha. La gente viene hacia aquí gritando.
—¿Qué pasará?
El amo del café mandó cerrar inmediatamente la puerta y las ventanas.
—¿Usted quiere salir ahora?—me preguntó a mí.
—Esperaré a que pase el tumulto.
—Tiene usted razón. Con estos alborotos constantes no se sale ganando nada.
Con el cierre de la puerta y de las ventanas el café había quedado casi a obscuras.
—¿Quiere usted subir al billar?—me dijo el mozo que me había servido—; desde allí puede usted ver muy bien lo que pasa.
Subí por una escalera de caracol a la sala de billar y me asomé a un balconcillo del piso entresuelo. Venía de la calle Ancha una masa de gente harapienta, zarrapastrosa, formada principalmente por mujeres y chicos, que vociferaban y daban alternativamente vivas y mueras. Algunos hombres armados con fusiles, pistolas y garrotes se veían entre la multitud.
Después vimos un tipo mal encarado, con bigote y patillas, vestido con andrajos, con una faja encarnada en la cintura y un sombrero catite en la cabeza, que llevaba, como un estandarte, un retrato grande en un palo.
—¿Quién es?—nos preguntamos todos—. ¿De quién es esa imagen?
Nadie lo sabía.
Luego, como un paso de Semana Santa, sentado en un colchón y sostenido en unas parihuelas apareció en la plaza de Santo Domingo un hombre flaco, amarillo, ictérico, como una momia, ya viejo, con patillas grises.
Iba medio desnudo, cubierto con una camisa blanca y un pañuelo en el cuello, un gorro de co[123]lor en la cabeza y en la mano un abanico, con el que se abanicaba tranquilamente. Su expresión era fosca, amarga y casi burlona.
A no ser por los dicterios que le dirigían las turbas, se le hubiera podido tomar, por su actitud tranquila y displicente, por un reyezuelo de una tribu que se paseaba en andas entre sus vasallos.
—¿Quién es este hombre?—preguntamos varios.
Los gritos, ya distintos, que se oyeron a poco, de «¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!», nos hicieron comprender que el hombre que llevaban en las parihuelas, como un paso de Semana Santa, era el célebre jefe de policía de Madrid. Al lado suyo iba una mujer, que dijeron era la de Chico, y detrás, el portero de su casa, a quien llevaban a empujones.
Este era un ex policía apellidado Dendal y apodado el Cano, a quien se había dirigido la gente para prender a Chico, y que había intentado salvar al jefe.
Se le consideraba como uno de los sabuesos y de los confidentes de Chico.
—¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!—volvió a vociferar la multitud.
—¿Adónde lo llevan?—preguntó un mozo del café a uno de la calle.
—A la plaza de la Cebada, a quitarle la vida.
—Lo tiene muy merecido.
El amo del café hizo un gesto de molestia; pero no dijo nada.
El pueblo, con ese sentimiento simplista de las multitudes, creía, sin duda, que bastaba con qui[124]tar de en medio a Chico para que todos los atropellos desaparecieran.
Días antes habían matado las turbas a otro policía apodado el Pocito.
Yo estaba inquieto; pero haciéndome el hombre tranquilo e indiferente, me senté en una silla en el balcón, encendí un cigarro y me puse a fumar.
La comitiva esperó unos minutos en la plaza de Santo Domingo, sin saber qué dirección tomar, hasta que debió venir la orden de seguir por la Costanilla de los Ángeles.
Noté, con sorpresa, que los que capitaneaban a los amotinados eran casi todos los que se encontraban el día anterior en compañía de Castelo. Estaban Pucheta, el Mosca y el periodista, pequeño y pálido, picado de viruelas y con anteojos. De su grupo partían más rabiosos los gritos de «¡Muera Chico!»
Pero no sólo estaban ellos. Castelo y la Paca Dávalos se hallaban agazapados en la esquina de la calle de Tudescos contemplando el paso de la multitud. Yo los veía de cerca. Se habían disfrazado; él llevaba pantalón corto y calañés; ella, un mantón obscuro.
¡Qué expresión de ansiedad, de odio, de triunfo había en sus miradas! ¡Qué momento de pasión estaban viviendo ambos!
Veían correr en su imaginación la sangre del hombre que les había ofendido e inundar el suelo y el aire y convertirse en una aurora boreal. Quizá creían también que esta venganza les había de bastar para ser felices.
Durante un momento creí que Chico veía a sus[125] enemigos desde lo alto de las andas; pero si los vió apartó de ellos la vista con indiferencia y siguió abanicándose con su aire frío y desdeñoso.
Daba Chico la impresión de un hombre que había llegado a un tal desprecio por la vida, que la muerte se le presentaba como un accidente de poca importancia.
—¡Canalla! ¡Granuja!—decía la gente.
—Mira cómo mira—añadía una comadre.
—Tiene cara de pocos amigos.
—Cara de Judas.
—Dios nos libre de un hombre así.
—¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!
—Eres un valiente—dije yo en mi imaginación dirigiéndome a él—; podrás tener tú la culpa, y el pueblo la razón; pero mi simpatía va hacia el hombre templado que marcha al suplicio con la sonrisa en los labios más que a la turba aulladora y cobarde.
Pasó la procesión y la multitud se derramó por la Costanilla de los Ángeles y por la Cuesta de Santo Domingo. Castelo y la Paca Dávalos, agarrándose del brazo, se alejaron por la calle de Tudescos. Parecían dos viejos; él, raído y encorvado; ella, torcida, con una manera de andar de paralítica.
Les miraba alejarse y me parecían los supervivientes de un naufragio; más aún: me parecían los restos del barco que las olas echan sobre la playa.
Casi encontraba mejor acabar la vida como Chico, llevado en unas parihuelas sobre el odio popular, que perderse así, encorvados y renqueando, por la sombra de una callejuela.
Se sufre más cuando se sufre solo y se deja tras de sí los dichosos.
Shakespeare: El Rey Lear.
Cuando se despejó la plaza, bajé del billar al café y salí a la calle. Los alrededores habían quedado desiertos. La comitiva de Chico barrió los lugares adyacentes, llevando a todo el mundo tras ella.
Se me ocurrió entrar en casa de Istúriz, que vivía allí cerca, en la Cuesta de Santo Domingo. Tardaron mucho en abrirme la puerta. El hombre estaba trastornado, temiendo que le asaltasen la casa. Había presenciado en los días anteriores la lucha de los sublevados y la tropa, en la misma calle, y aquel día, el paso de Chico entre la multitud.
Le expliqué la situación en que me encontraba, sin poder volver a casa, y a esta circunstancia le di un carácter cómico.
—¿Y qué va usted a hacer?—me preguntó Istúriz.
—Estoy dispuesto a sufrir la muerte con paciencia. Ya he vivido bastante.
—Pero esto es un error. Esos hombres no tienen memoria.
—¡Qué quiere usted! Todos los pueblos son desagradecidos.
—Pero, ¿qué aspiran? ¿Qué desean?
—Siempre hay algo más que aspirar y que desear.
—Es la anarquía que se nos echa encima. Nosotros tenemos la culpa, Aviraneta—exclamó—. ¡Oh, si ahora empezara a vivir!
—Yo no me arrepiento de nada—le dije—. Creo que he hecho lo que debía hacer.
—No hay justicia, Aviraneta, no hay justicia—murmuró él.
—Naturalmente. En la política no puede haber justicia. En la política, como en la vida, no hay mas que fuerza y éxito—repliqué yo con dureza—. Se manda y se hace lo que se quiere; no se manda, y ¡buenas noches!
Saludé a Istúriz fríamente. Y me marché a la calle pensando que el hombre no me había ofrecido su casa para que descansara en ella un momento.
Como tenía ya todos mis posibles recursos agotados fuí a la iglesia de San Ginés y me senté en un banco, dispuesto aunque fuera a pasarme allí el día entero.
Estuve al lado de un matrimonio joven con un niño, que hablaban y sonreían y no tenían más[129] preocupación que la de ir por la tarde a casa de una pariente suya. Oí dos o tres misas y me quedé solo.
¡Cuán distinto hubiera sido mi destino si en vez de decidirme a defender con tesón las ideas liberales hubiera ingresado en la juventud entre los moderados o entre los absolutistas!
—Ahora hubiera sido general, ministro o arzobispo de Toledo. Su Excelencia Aviraneta, monseñor Aviraneta, no hubiera estado mal.
Pensaba mil cosas para entretenerme y pasar el rato.
A las primeras horas de la tarde el sacristán se me acercó, mirándome con recelo, y me dijo que iba a cerrar la iglesia. Tenía entonces yo la impresión que debe experimentar el animal acosado y perseguido. Ya no era el hombre joven que puede discurrir con precisión y seguridad y a quien se le ocurren ideas y proyectos rápidamente; tenía ya sesenta años y mi inteligencia funcionaba con más pesadez que en mis tiempos juveniles de conspirador. No encontraba en mí mismo mas que pobres recursos, y muchas veces el miedo me turbaba y me inspiraba soluciones desesperadas, como la de presentarme al Gobierno revolucionario para que hiciera de mí lo que quisiera.
Salí de la iglesia a la plazoleta que hay en la parte de atrás de San Ginés, y estuve vacilando en tomar por la calle de Coloreros, o por la de Bordadores.
—¡Pensar que el ir por una o por otra puede influír en mi destino!—me dije.
Estaba así vacilando cuando recordé que en la[130] calle de Coloreros había una taberna y tienda de comestibles de un asturiano conocido mío.
—Voy a ir a allí.
Al salir por la callejuela me encontré con un estudiante de Medicina que visitaba al médico vecino de mi casa. Este muchacho era ayudante de un doctor afamado. Nos saludamos.
—¿Ha comido usted ya?—le pregunté.
—No.
—¿Quiere usted que comamos aquí en un figón de un asturiano que yo conozco?
—Vamos.
El asturiano me recibió bien y nos llevó al estudiante y a mí a un cuarto muy limpio y bien arreglado. Mientras comíamos le conté al estudiante la situación en que me encontraba; le pregunté dónde vivía él, y me dijo que en una casa de huéspedes de la Carrera de San Francisco que tenía como pupilos algunos seminaristas que, por entonces, estaban de vacaciones.
—Ahora mi patrona no tiene más huéspedes que yo.
—Cree usted que me tomaría a mí?—le pregunté.
—Sí, hombre, ya lo creo.
—Yo necesitaría pasar diez o doce días escondido hasta que la efervescencia revolucionaria vaya decreciendo.
—Pues yo le llevaré a usted a esa casa; pero ahora mismo, no, porque tengo que ir al Hospital General.
—Bueno, entonces yo le esperaré a usted aquí mismo.
Volvió el estudiante a eso de las siete. Me dijo que habían fusilado a Chico y al Cano en la plaza de la Cebada, delante de la Fuentecilla. Chico había muerto con un valor extraordinario. Al parecer, en Madrid no se hablaba de otra cosa. Mucha gente protestaba de que Pucheta ordenara ejecuciones, como pudiera haberlo hecho Calomarde.
—¿Qué quiere usted hacer ahora?—me preguntó el estudiante—. ¿Prefiere usted ir a mi casa por donde hay mucha gente, o quiere usted que salgamos por la Cuesta de la Vega y, dando la vuelta por la ronda, subamos por las Vistillas a la Carrera de San Francisco?
—Me parece mejor ir por dentro del pueblo. Salir y entrar será peligroso.
—Yo creo que es preferible marchar por donde haya mucha gente. En las calles solitarias es donde es más fácil que una ronda le detenga a uno.
—Bueno; pues vamos por la Plaza Mayor.
Salimos de la taberna y entramos en la plaza por la calle del Siete de Julio. Había por todas partes grandes grupos de gente armada que iba y venía por en medio. Entonces no había jardinillos, ni fuentes, como ahora. Temía yo que alguien me conociera, pero pude cruzar la plaza sin obstáculo.
Vacilamos el estudiante y yo en tomar por la calle de Toledo o bajar por la escalerilla de piedra a la calle de Cuchilleros. Debíamos haber tomado por la de Toledo, siguiendo siempre el principio que era mejor marchar entre la gente que por sitios extraviados; pero me pareció que hacia la calle de Cuchilleros no había nadie y comenzamos a bajar por la escalera.
Ibamos por la calle de Cuchilleros cuando tres paisanos nos dieron el alto:
—¡Alto!
—¿Qué pasa?—pregunté yo.
—¿Quiénes son ustedes?
—Yo soy un médico—dije—, y este joven es mi ayudante.
—Bueno, vengan ustedes con nosotros.
Nos hicieron subir de nuevo la escalera de piedra y nos llevaron a la taberna que había en el ángulo de la plaza, que se llamaba el Púlpito.
Convidé yo a aquellos hombres a unas copas y nos hicimos amigos.
Iban a dejarnos libres cuando apareció el revendedor del Teatro Real, el Mosca, a quien el día anterior había visto en compañía de Castelo, y por la mañana en la calle Atocha. El Mosca, además de revendedor, era dueño de una barbería de la calle de las Fuentes. Yo le conocía algo y sabía que había estado en el campo carlista.
—Este es Aviraneta—gritó el Mosca al verme—, un amigo de María Cristina. Hay que llevarle a la Junta.
Se reunieron con el Mosca algunos granujas y desocupados, comparsas de todos los alborotos populares, y nos llevaron al Ayuntamiento.
Era de ver dormir algunos envainados, sin quitarse nada de lo que traían de día; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima.
Quevedo: El Buscón.
Entramos en la casa de la Panadería y nos condujeron, al estudiante y a mí, ante un grupo de personas constituídas en tribunal. Era una junta revolucionaria. Nos interrogaron, e inmediatamente el estudiante fué puesto en libertad. Yo dije mi nombre, y no oculté mis amistades ni mi historia política.
Aquella Junta estaba formada por personas sensatas, y el presidente dijo que no había el menor motivo para mi detención.
—Puede usted retirarse—me indicó el presidente.
—¡Muchas gracias!
El Mosca salió detrás de mí y gritó:
—Hay que detener a este hombre. Es un cris[134]tino, un confidente de Sartorius, un consejero de la Piojosa.
—¡Señores!—clamé yo con todas mis fuerzas dirigiéndome al público—. El hombre que quiere detenerme es un carlista, un miserable que ha estado en la facción. Me odia, porque yo soy liberal, liberal de siempre. Yo fuí ayudante del Empecinado; yo hice el Convenio de Vergara, en que se dominó para siempre el carlismo. ¿Me vais a entregar a mí al capricho de un esbirro de la reacción?
Al mismo tiempo, el Mosca gritaba que yo era un traidor, amigo de Sartorius, de Salamanca y de Chico.
El público se dividió; yo iba ganando terreno cuando un desconocido propuso que nos llevaran, al Mosca y a mí, a la Casa de Correos, donde estaba reunida la Junta Suprema Revolucionaria.
En medio de un grupo de desharrapados llegamos a la Puerta del Sol y entramos en el Principal. Pronto vi que se tenía bien distinto procedimiento con el Mosca que conmigo, pues a él se le dejó en libertad en seguida. Llevado delante de la Junta, la ira que me devoraba me hizo pronunciar un discurso violento, en el cual dije que aquella revolución era una farsa, que estaba dirigida por moderados y hasta por carlistas, y que así podía darse el caso de que a un hombre como yo, que había peleado por la libertad con el general Empecinado y había sufrido persecuciones como liberal, se le quisiera encarcelar por la denuncia de un miserable que había peleado en las filas de Don Carlos.
—No sólo es el Mosca el que le denuncia a usted como amigo y cómplice de María Cristina—dijo uno de la Junta—; hay otros que afirman lo mismo.
—¿Quiénes son esos otros?—grité yo—. Que vengan, que muestren su cara.
—¿Niega usted su amistad con María Cristina?
—Niego la complicidad.
—Retírese usted—dijo el presidente.
Me tomaron por su cuenta dos andrajosos, me ataron en el patio en una cuerda de presos y nos llevaron al Saladero, rodeados por bayonetas.
—¡Son de la camarilla de la Piojosa!—decía la gente al vernos por la calle.
—Son los amigos de Sartorius.
—¡Mueran! ¡Mueran!—Y nos insultaban y nos tiraban piedras. Llegamos al Saladero.
Me metieron en un calabozo húmedo y obscuro, y estuve allí encerrado cerca de un mes. La vida para mí, en aquellos días, fué horrible. Dormía en el suelo, comía el rancho de la cárcel, y no podía hablar con nadie, mas que con algunos desdichados como yo que, pasajeramente, me hicieron compañía.
¡Qué miseria! ¡Qué pobreza! ¡Qué gente harapienta! Y, en medio de esta miseria, ¡qué modo de adaptarse y de vivir allí como en su propia casa! Había industriales que seguían dirigiendo su industria desde la cárcel; falsificadores que preparaban sus falsificaciones; un editor de periódico carlista que corregía sus pruebas.
La mayoría de los presos eran ladrones; pero había también conspiradores y revolucionarios.[136] Entre ellos, conocí dos que me dijeron que se habían hecho prender a propósito, para ponerse de acuerdo con un preso que estaba en el Saladero.
Estos eran republicanos, y tenían preparado el complot de matar al general Espartero, a su entrada en Madrid, a tiros, desde una casa de la Carrera de San Jerónimo, que tenía salida por la calle del Pozo, y proclamar la República.
Yo conocía la casa, porque en ella habíamos tenido, en 1822, una venta carbonaria. Encontré el proyecto bien tramado en su primera parte; pero su segunda parte me pareció absurda. Les intenté convencer a los republicanos de que la República que ellos pudieran proclamar no duraría mas que horas. Se persuadieron y abandonaron el proyecto.
Cuando me sacaron de aquel calabozo me pusieron en comunicación, y mi mujer vino a verme; empezó a llorar al encontrarme en tal lastimoso estado. Me hallaba flaco, enfermo, sin poder tenerme en pie, con los ojos inflamados, lleno de parásitos, con la ropa interior sucia y casi podrida.
Empezó el juez a tomarnos declaración a las personas presas durante el período revolucionario, y la mayoría no teníamos la menor culpa ni la menor relación con los hechos que se nos imputaban. Habíamos sido casi todos enviados al Saladero por sospechas, por capricho de los sublevados; algunos eran, indudablemente, víctimas de venganzas particulares.
Le indiqué a mi mujer que fuera a casa de[137] Istúriz y de otros amigos, y que se enterara de la situación en que había quedado la política.
Don Evaristo San Miguel fué nombrado por entonces ministro de la Guerra. Después de su nombramiento había tres núcleos revolucionarios importantes y rivales que trataban de anularse los unos a los otros.
Estos eran: la Junta de Salvación, Armamento y Defensa, con San Miguel de presidente, lazo de unión entre el Palacio y los revolucionarios de Madrid; el Cuartel General de O'Donnell, que obraba por cuenta propia, y la Junta de Espartero, que radicaba en Zaragoza.
En cada grupo de estos había un sinfín de escisiones, y los mismos revolucionarios de Madrid no obedecían siempre a la Junta de Salvación.
Ya enterado de quiénes eran los personajes más influyentes, escribí una carta al general Espartero y otra a don Joaquín Francisco Pacheco, que no me contestaron.
Mandé también un documento a don Evaristo San Miguel exponiéndole los hechos, y una esquela recordándole nuestra antigua amistad y nuestra fraternidad como masones, y San Miguel, inmediatamente que recibió mi esquela, mandó ponerme en libertad.
Tú, Señora,
dame agora
la tu gracia toda ora
que te sirva todavía.
Arcipreste de Hita: Libro de Buen Amor.
Tras de la cárcel fuí a San Sebastián con mi mujer; alquilé una casa en el barrio de San Martín y pasé allí cuatro años viviendo obscuramente, ocupado en leer libros y periódicos, escribir mis recuerdos y hacer una colección de insectos de conchas y de caracoles. El Gobierno me había dado el retiro, y mi sueldo era pequeño.
Tenía dos o tres casas en San Sebastián adonde iba de tertulia: la de Goñi, la de Alzate y la de Errazu, que eran parientes míos, y solía pasar largos ratos en la imprenta de Baroja. Aquí se reunían con frecuencia el general don Nazario Eguía, el manco; el intendente Arizaga, que influyó en el Convenio de Vergara; el general Van-[140]Halen, Antonio Flores, el autor de Ayer, hoy y mañana, y otros.
Solíamos tener grandes discusiones, y varias veces me dijo el general Eguía:
—Aviraneta: ¡con qué gusto le hubiera fusilado a usted si le llego a coger en tiempo de la guerra!
Yo solía acompañarle al viejo general a tomar el coche de Tolosa hasta la fonda del Parador Real.
Unos años después, sintiendo de nuevo la nostalgia de la vida agitada de la Corte, volví a Madrid y me instalé con Josefina en un piso de la calle del Barco. Josefina tenía algunas amigas y pertenecía a una Junta de Caridad.
Un día, a una señora amiga de mi mujer le oí hablar de Paca Dávalos.
—La he conocido—dije yo—. ¿Qué le pasa?
—Es toda una novela.
La señora contó la historia con detalles.
Desde hacía algún tiempo, la Dávalos estaba enferma en el hospital de San Juan de Dios, en una sala, triste y obscura, que daba a la calle de Atocha, mal iluminada por unas rejas cubiertas de tela metálica.
Daba horror el ver a la pobre mujer: se hallaba cubierta de úlceras y de costras, sin pelo y con los ojos inflamados. Su enfermedad, la embriaguez y los últimos años de miseria habían hecho de aquella belleza espléndida un monstruo. Era algo horrible; pero más horrible que su aspecto, según la señora que la había visto, era su estado moral. Gritaba, cantaba coplas indecentes.
La mujer más tirada, la rabanera más desver[141]gonzada, no hablaba como hablaba ella: tenía el prurito de lo escandaloso y de lo lúbrico.
La castigaron varias veces a pasar días enteros en la guardilla a pan y agua, castigo brutal, no muy propio para enfermas desdichadas; pero el castigo no le hizo mella, y al volver a la sala insultaba al médico y a las monjas, y gritaba indecencias a todo el mundo.
Un día se presentó en el hospital una hermana de la Caridad, sor María de la Consolación. Era una mujer pálida, en el esplendor de la belleza. La hermana se acercó a la cama de la Dávalos, se arrodilló delante de ella y abrazó y besó a la enferma.
Esta se incorporó en la cama, contempló a la monja, dió un grito terrible, desgarrador, y se desmayó.
La monja era la hija de Paca, a la que hacía veinte años que no había visto, y era su vivo retrato; la misma corrección en el rostro, los mismos ojos profundos, humanos, la misma expresión de pureza y de dulzura.
Al recobrar el sentido la enferma creyó que la visita de su hija había sido un sueño; pero no, allá estaba Estrella, ahora sor María, que la acariciaba y la besaba como en otro tiempo.
El contraste era violento: la enferma, un montón de carne sin forma humana, llagada, horrible; su hija, una belleza pálida, serena, con un aire de fuerza y de dulzura.
En los días siguientes Paca Dávalos comenzó a llorar, y cuando venía su hija a verla le besaba la mano y le decía:
—Perdóname, he sido mala madre.
—No, no, no has sido mala madre para mí, y yo siempre te he querido.
Ella escondía la cabeza entre las sábanas y lloraba con la mano de su hija apretada en la suya.
El capellán del hospital le dijo a la Paca que su hija había querido sacrificarse y dejar el mundo para redimir los pecados de la madre.
Fué un nuevo motivo de dolor para la enferma. Llorando suplicó a su hija que no se sacrificara por ella, que volviera al mundo, que fuera feliz; ella no merecía el sacrificio de un ángel; ella tenía muy merecidos el abandono, la deshonra, la enfermedad y la muerte en un hospital hediondo. Estrella la tranquilizaba y la decía que la vida de hermana de la Caridad era la que más le ilusionaba.
La madre lloraba acongojada, y cuanto más lloraba, estaba más triste y más resignada a morir. La Dávalos pidió perdón a todos y quiso que, al menos, una vez su hija le cantase una canción que solía cantar en la infancia. Sor María le preguntó al capellán del hospital si podía satisfacer este deseo de su madre.
—Sí, sí, ¿por qué no?
Estrella cantó, y parece que fué un espectáculo extraordinario en aquella sala triste, maloliente, iluminada por la luz turbia de los cristales verdosos de las ventanas enrejadas, ver a las mujeres enfermas con las entrañas carcomidas y quemadas que se incorporaban anhelantes en la cama y oían llorando la canción que cantaba la monja, que se elevaba sobre las miserias del mundo.
Unas horas después, Paca Dávalos moría dulcemente.
¡Atrás! El negro demonio me persigue.
Shakespeare: El Rey Lear.
A la señora que me contó el final de la Dávalos le pregunté:
—¿Y no fué a verla alguna vez el brigadier Castelo?
—No; ya hacía tiempo que se habían separado.
Un año después volvía de casa de Istúriz, una tarde de invierno, por la calle del Arenal, al anochecer, cuando me encontré con el Mosca, el revendedor.
Se me acercó, sin conocerme, a ofrecerme una localidad para el Real, y al fijarse en mí quedó inmutado.
—¿Le ha sorprendido a usted el verme?—le dije.
—Sí.
—¿Qué, pensaba usted que los que usted enviaba al Saladero ya no salían de allí?
—No; ya sabía que había usted salido de allí hace tiempo.
—¿Todavía sigue usted actuando de revolucionario?—le pregunté con sorna.
El se calló.
—Diga usted, ¿por qué tenía usted tanto interés en prenderme en la Plaza Mayor? ¿Era, de verdad, el odio del carlista al que había trabajado, como yo, en el Convenio de Vergara?
—Yo no soy carlista. Si estuve en la facción fué por compromiso.
—Entonces, ¿por qué tanto ahinco en prenderme?
—Nos había recomendado la prisión de usted el brigadier Castelo.
—¿Y por qué?
—¿No se incomodará usted si le digo la verdad?
—No.
—Decía que usted era un enemigo del pueblo, un confidente de la policía.
—¡Canalla! Quería desprenderse de los que sabíamos que era un ladrón. El fué el que instigó al populacho para que mataran a Chico, no porque Chico hubiese cometido atropellos, sino porque era testigo de uno de sus robos. ¿Y qué ha hecho ese tunante de Castelo?
—Acaba de suicidarse en una guardilla de Barrios Bajos.
—¿Qué me dice usted?
—Lo que oye. Desde la muerte de Chico le vino la mala suerte. Le expulsaron del Ejército, y[145] el partido progresista le abandonó; ya no le servía de instrumento. Castelo comenzó a andar por las tabernas y a servir de hazmerreír a la gente. Decía que él había hecho la Revolución y que había acabado con Chico. Luego creo que alguno de los hombres de la ronda de Chico le amenazó y le asustó.
Poco después a Castelo se le metió en la cabeza que Chico vivía aún, que le perseguía y le acechaba en las esquinas. Cuando tenía esta alucinación echaba a correr hasta que se caía de cansancio.
Una noche, sin duda, la alucinación fué tan espantosa que se ahorcó con un trozo de cuerda en el montante de una puerta. Su asistente y yo hemos sido los únicos que hemos acompañado su cadáver a la fosa común.
—¡Qué final!—exclamé yo; y seguí andando en dirección de mi casa.
Quien mal anda, mal acaba.
Proverbio.
Habíamos quedado todos los oyentes de la cocina esperando que Aviraneta dijera algo más; pero se calló pensativo.
—Quien mal anda, mal acaba—exclamó el tío Chaparro, y luego, dirigiéndose a sus hijos y a los cabreros que estaban alrededor de la lumbre, añadió—: Bueno, muchachos, vamos a dormir, y demos gracias a Dios por vivir honradamente en nuestra pobreza y no en compañía de locos y de alimañas.
Don Eugenio sonrió, mirando el fuego.
Por la ventana se veía caer la nieve copiosamente, y el campo brillaba triste y espectral a la luz de la luna. Aullaban los perros a lo lejos, con un ladrido triste y agorero, con una rabia persistente e irritada, como si previeran algún peligro próximo.
Nos levantamos de al lado de la lumbre, y Aviraneta y yo subimos las escaleras hasta el primer piso precedidos por una criada, que nos iluminaba con un farol.
Entré yo en mi cuarto, encendí la palmatoria, que dejé en la mesilla de noche, me metí en la cama y seguí leyendo la Biblia. Estaba en el Eclesiastés, y me detuve a reflexionar sobre este versículo: «El que hiciere el hoyo caerá en él, y el que aportillare el vallado le morderá la serpiente».
París, noviembre, 1920.
... y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo.
Vélez de Guevara: El Diablo Cojuelo.
Otro día en que no estaba el tío Chaparro, a quien la relación anterior había impresionado de una manera profunda y desagradable, Aviraneta contó la historia del joven Miguel Rocaforte, su compañero de cárcel.
Una vez, los dos granujas de la Gallinería, el Gacetilla y el Mambrú, que Candelas había recomendado a don Eugenio, y a quienes éste utilizaba como criados y como instrumentos de espionaje contra el alcaide, entraron en el cuarto de Miguel y le robaron un cuaderno en que el joven escribía el Diario de su vida, y se lo dieron a Aviraneta. Don Eugenio lo leyó rápidamente y, después de enterarse de lo que le interesaba, mandó a los raterillos que volvieran a dejar el cuaderno en el cuarto del preso. Miguel no notó el escamoteo.
Esta historia que me contó don Eugenio está hecha sobre los datos autobiográficos que escribió Miguel, y sobre indicios, no del todo claros ni completamente seguros, que he variado un tanto para dar a la relación cierta unidad.
Confesaré a usted que el edificio que ocupo en un barrio lejano es de los más antiguos de Madrid, y que su aspecto sombrío, sus balcones de gran vuelo, la enorme ala del tejado y toda su exterioridad están anunciando a los transeúntes su fecha de tres siglos.
Mesonero Romanos: Escenas Matritenses.
Hay casas que por su aspecto dan una impresión siniestra e inclinan a pensar que son propicias para crímenes, intrigas y misterios. Son casas sombrías, obscuras, colocadas en callejones angostos, llenas de pasillos y de encrucijadas, de cuartos irregulares y de guardillones abandonados. Son casas para servir de base a folletines, a melodramas y a comedias de capa y espada.
La casa de los Capellanes de las Descalzas Reales de Madrid, Misericordia, 2, aunque por dentro[154] era folletinesca, melodramática y de capa y espada, por fuera era una casona grande, ancha y de buen aspecto. Estaba contigua a la iglesia y hacía esquina a dos calles: a la de la Misericordia, calle muy corta, puesto que no tenía mas que un número por un lado, y ninguno por el otro, y a la de Capellanes, que bajaba desde la calle de Preciados a la plaza de Celenque.
El barrio de las Descalzas era entonces, y es todavía, un islote tranquilo y desierto, en medio de la animación de unas vías tan frecuentadas como la del Arenal y la de Preciados.
En aquel tiempo, en la plaza de las Descalzas, enfrente del Monte de Piedad primitivo, había una fuente con una estatua de Venus, la antigua Mariblanca, trasladada a allá desde la Puerta del Sol, donde estuvo muchos años.
El convento de las Descalzas Reales había sido el palacio del Emperador Carlos V en el Campo de San Martín y abarcaba una gran extensión de terreno.
El Monte de Piedad primitivo era un accesorio del palacio, luego convertido en convento; antiguamente comunicaban los dos edificios por medio de un arco que pasaba por encima de la calle de la Misericordia.
El Monte de Piedad tenía una portada de gusto plateresco, semejante a la de las Descalzas, severa, de buen gusto, y a un lado, otra construída en pleno siglo xviii, de lo más exagerada y barroca en el estilo churrigueresco.
La plaza de las Descalzas era entonces más bonita que ahora, pues no tenía los edificios de ladri[155]llo blancos y rojos del Monte de Piedad que recuerdan los trajes de baño. Estaba también más animada. En la fuente de la Mariblanca había siempre aguadores tomando agua o sentados en sus cubas, y en el resto de la plaza se estacionaban un sinnúmero de carros, y los carreteros formaban sus corrillos al aire libre.
No se veía mucha gente por esta plazuela irregular y triste; sólo algunos desventurados, que marchaban a empeñar algo y que buscaban para su comisión las horas del anochecer, y los domingos y los días de fiesta, los vecinos del barrio, que iban a misa.
La casa de los Capellanes, antigua propiedad de las monjas, era una casa vieja; pero no tenía aire decrépito; su vejez era una vejez fuerte y sana; estaba pintada de ocre, con grandes desconchaduras, y tenía un piso bajo con rejas; el principal, con cinco balcones anchos espaciosos, y el segundo, con balconcillos; sobre el tejado, saliente, se destacaban guardillas con sus ventanas de cristales verdosos y chimeneas antiguas de ladrillo, medio derruídas, y otras modernas, de hierro, que echaban tenues columnas de humo en el aire, siempre claro, de Madrid.
Por las rejas de la calle de la Misericordia y de la de Capellanes se veían sacos y bolas de sal, menos en una de una encuadernación, donde se divisaban montones de papel y una prensa de madera; en el piso primero, a través de los cristales, aparecían unas cortinas rojas desteñidas, y en el segundo, visillos amarillentos.
Hacia 1823, esta casa fué vendida por el Estado,[156] y en 1835 era dueño de ella don Tomás Manso, que vivía en el primer piso y tenía el bajo dedicado a almacenes de sal.
Desde entonces, entre la gente, el nombre de la casa de los Capellanes se iba sustituyendo por el de Casa de la Sal.
Le habían quedado a este edificio varias servidumbres, de cuando era anejo a la iglesia, y por su escalera pasaban el capellán y el sacristán de las Descalzas para sus habitaciones respectivas, y dos frailes franciscanos, confesores de las monjas clarisas del convento inmediato. Esta casa tenía una puerta grande de dos hojas, con clavos pequeños, y un postigo en una de ellas. El zaguán, empedrado con losas, era espacioso, y del centro del techo colgaba un farol; a un lado, próximo a la calle, había un puesto de zapatero remendón, y en el fondo, una covacha de madera pintada de amarillo. A mano izquierda de la covacha comenzaba una escalera vieja y apolillada, y a mano derecha había una mampara de cristales con una puerta, por la que se pasaba a un patio con arcos. Este patio tenía en una esquina una puerta que daba a los almacenes, y en la otra, un pasillo obscuro que conducía a otro patio pequeño, con un arbolito enclenque. El patio grande estaba enlosado, y tenía en una de sus paredes una parra, que regaba con un bote el encuadernador, que vivía en uno de los cuartuchos interiores del piso bajo. Esta parra daba al patio cierto aire aldeano. Toda la planta baja estaba formada por sótanos, crujías y almacenes negros y abandonados, con las paredes salitrosas. Uno de estos almacenes, en el que no[157] entraba nadie, tenía una fuentecilla rota que representaba una cabeza de Medusa. La Gorgona, de piedra, estaba borrosa, a fuerza de golpes.
En los cuartos interiores, a los que se llegaba por una escalera obscura, vivían gentes raras: un medio mendigo, que andaba por las iglesias; una señora y su hija, venidas a menos, que cosían para fuera, y una vieja pequeña, arrugada y negra, que cuidaba de las sillas de las Descalzas.
Yo soy misántropo y odio el género humano. En lo que te concierne, siento que no seas un perro; quizá podría amarte algún poco.
Shakespeare: Timón de Atena.
El que entraba en el viejo caserón de los Capellanes y subía desde el portal a las guardillas, he aquí lo que iba viendo:
El primer encuentro, naturalmente, era el del portero y zapatero remendón Francisco Cuervo, un antiguo soldado del ejército de la Fe, del año 23, donde se había reunido la flor y nata de los bandidos y criminales de todas las Españas.
Francisco Cuervo, alias Paco, don Paco, Paquito, don Paquito, Cuervo, el Cuervo y el Chepa, porque tenía la espalda de jorobado, era hombre de unos cuarenta y cinco años, de aire frío y siniestro.
El Cuervo manifestaba cierta mala sangre y cierto ingenio. Era un misántropo. Tenía réplicas in[160]cisivas y ocurrentes. Una vez uno de los carreteros que llevaban la sal a la casa le contaba con un gran lujo de detalles sus infortunios conyugales. El Cuervo, después de oírle burlonamente, le dijo:
—¿Sabe usted lo que le digo?
—¿Qué?
—Que vale más que eso le haya pasado a usted que no a otro.
—¿Por qué?
—Porque otro no hubiera tenido su paciencia.
Y el Cuervo dió una puntada al zapato que estaba componiendo. Al Cuervo le gustaba mortificar a la gente. Cuando fué cabo de voluntarios realistas se distinguió por su maldad más que por su valor. A su mujer, de aspecto débil y enfermizo, la dominaba y martirizaba con saña.
El Cuervo tenía un perro tan malo como él. Era un perrillo viejo, sarnoso, que mordía a los chicos y gruñía a todo el mundo. El zapatero le había puesto por nombre Rodil, para expresar su desprecio por el general que había perseguido a don Carlos.
El remendón azuzaba a Rodil, que perseguía a los gatos. El perro era menos cruel que el amo: cuando cogía una rata la mataba; en cambio, el Cuervo, cuando cogía una rata la rociaba con petróleo y la pegaba fuego, riendo a carcajadas. El zapatero no faltaba a ninguna corrida de toros ni a ninguna ejecución.
El Chepa tenía una gran admiración y un gran respeto por el amo de la casa, don Tomás Manso, que había sido su jefe entre los voluntarios realistas.
El Cuervo se manifestaba como hombre de gran inteligencia y de astucia, sobre todo para lo que fuera intriga y maldad. Debía tener algún temor que le inquietaba, porque siempre andaba mirando, desde el portal, a derecha y a izquierda de la calle, y no salía nunca solo. Si salía solo, esperaba al anochecer y marchaba embozado en la capa.
En el entresuelo de la casa vivía un dependiente antiguo apellidado Gómez. Narciso Gómez era un hombre insignificante, gordito, tirando a rubio, casado con una mujer muy chismosa y muy coqueta que se llamaba Juana. Juanita era una mujer pálida, blanca, con los ojos claros y un aire de avispa.
Juanita tocaba la guitarra y cantaba. Solía tener grandes éxitos con la canción del Triste Chactas, que acababa con el estribillo de «Sin mi Atala no puedo vivir».
Juanita solía visitar una casa de huéspedes que había en la vecindad, y estaba enredada con uno que vivía allí de pupilo, un tal Luis, empleado en un Banco. Este Luis era un hombre guapo, de unos treinta años, muy satisfecho de su barba, de sus manos y de sus uñas. Fuera de sus cuentas, de los cuidados de su barba, de sus manos y de sus uñas, era un pobre imbécil.
Juanita le engañaba a Gómez, a su marido, con don Luis; pero si hubiera estado casada con éste, le hubiese engañado con Gómez.
Se decía por las malas lenguas de la calle de la Misericordia, 2, que Juanita había tenido algo que ver con don Tomás, el amo de la casa.
—Es falso—decían los que negaban este rumor—. Ella es capaz de eso y de mucho más; pero él, no.
Juanita unía a su descoco una mala intención señalada y mordía cuanto podía y como podía en la fama de las mujeres de la vecindad.
En el primer piso de la casa vivía el dueño, don Tomás. Este hombre tenía ya cerca de sesenta años y estaba casado con una mujer joven y bonita. Don Tomás era hombre alto, delgado, pálido, afeitado cuidadosamente, con el pelo cano, siempre vestido de negro.
Su perfil era de medalla antigua; tenía una cara de esas que parecen de plata, una cara reconcentrada y grave. Don Tomás era gran trabajador, gran madrugador, muy ordenado y meticuloso. Prestaba dinero a rédito de una manera un tanto usuraria; pero era capaz de hacer un favor y de dar dinero sin interés. Había favorecido en repetidas ocasiones a la familia suya del pueblo; pero estaba convencido de que había hecho mal, porque no había obtenido más que olvidadizos y desagradecidos.
Don Tomás creía firmemente en la maldad humana. De ahí que fuera un absolutista fiero. Para él el hombre debía estar siempre sujeto y atado como un perro de presa para que no mordiese.
Solía vérsele a don Tomás, de día, recorriendo el almacén, y por las noches, armado de una linterna, en compañía del Cuervo, registrando la casa. La habitación donde vivía don Tomás representaba muy bien el carácter de su dueño. Era una casa lóbrega, obscura, en que constantemente estaban[163] cerrados los cuartos; tenía una sala de respeto de color rojo, con una sillería de damasco, con todas las sillas pegadas a las paredes, y en el techo, una araña de cristal. El comedor era triste, recibía la luz por la cocina, y las alcobas, sin luz y sin ventilación, estaban llenas de armarios, de cómodas y de baúles, de estampas de santos y de algún Niño Jesús metido en un fanal, con falditas y una bola de plata en la mano.
De unas habitaciones a otras se pasaba subiendo o bajando varios escalones.
El despacho de don Tomás era un cuarto grande con una ventana al patio de vidrios pequeños y emplomados y un papel amarillo desteñido. Tenía un armario alacena hecho en el hueco de la gruesa pared, con unas cortinillas verdes sobre los cristales, un buró de caoba, sillas también de caoba y una caja de caudales de hierro. Sobre la mesa, y en la pared, había un crucifijo de marfil y una estampa con la imagen del infante don Carlos.
El suelo del despacho era de baldosas rojas y solía estar cubierto por una estera amarilla en invierno. En un ángulo, sobre un estante, había varios libros de comercio, de pasta verde, con las cantoneras de cobre. En este despacho, triste y frío, don Tomás trabajaba invierno y verano, vestido siempre de negro y con un gorro también negro. Don Tomás no tenía nunca fuego en la casa.
Don Tomás guardaba el dinero en unos capachos pequeños, donde ponía los duros, las pesetas y los cuartos, y tenía una gran cartera para los billetes de Banco.
Desde la puerta mampara del corredor se le veía escribiendo con una pluma de ave, con una letra española de finos gavilanes, dedicándose a estas fórmulas tan queridas por los españoles: «Mi querido amigo y dueño: Su majestad el Rey, que Dios guarde, etc., etc.»
Don Tomás no salía casi nunca de día. Al anochecer se vestía con cierta elegancia, se ponía camisa y cuello limpio, la capa, el sombrero de copa alta, el bastón, y se marchaba a la calle, siempre muy serio y grave.
Al volver a casa encendía una vela y volvía a su despacho, donde solía estar escribiendo.
Don Tomás trataba de convencer a todos que el mundo había degenerado de tal manera que nada era digno de interés.
En el piso segundo, en la parte que daba a la calle, tenía una casa de huéspedes una señora gruesa, doña Leonarda, casada con un francés. Era una casa de huéspedes de gente acomodada, en donde se comía bien. El pupilo más antiguo era un tal don Jacinto, un viejo currutaco, agente de negocios, que iba a todos los teatros y fiestas y visitaba a don Tomás. En esta casa vivía también don Luis, el amante de la Juanita.
Un poco más arriba que la casa de doña Leonarda, la escalera se bifurcaba y había un arco que daba a la habitación de los frailes. Después, más arriba, volvía a bifurcarse la escalera, y por otro arco se pasaba al cuarto del capellán de las Descalzas. Estos dos arcos constituían la servidumbre de la casa.
Unas escaleras más arriba había un cuarto grande y largo, con tres ventanas, que abarcaba una de las paredes del patio.
Este sotabanco se hallaba hecho primitivamente sobre el tejado y estaba sin baldosas y sin cielo raso. Había allí relojes parados, cajas cerradas, sacos y, en un estante, una porción de instrumentos de platero.
El padre de don Tomás había tenido este oficio, y el mismo don Tomás lo había practicado en su juventud.
Por la parte de atrás el sotabanco tenía una puerta pequeña, con un montante que daba a una escalera estrecha.
Por esta escalera se llegaba a una azotea abandonada, con unos palos podridos y unos trozos de cuerdas de esparto.
Más arriba, y al otro lado del sotabanco, estaban las guardillas, en donde dos dependientes de don Tomás, Burguillos y el Morenito, tenían sus viviendas.
Burguillos, ex sargento realista, había establecido sobre el tejado una azotea de tablas, con un barandado de madera, y puesto luego unas cajas con plantas en su terraza, que cuidaba y consideraba como los jardines colgantes de Nínive.
Vigilante de esta terraza era el gato Manolo, que cazaba golondrinas y vencejos, y era tan listo como su amo.
Desde la azotea de Burguillos, hecha de contrabando, pues las monjas de la vecindad, de saber que había allí un observatorio, no lo hubieran permitido, se abarcaba el jardín de las Clarisas, que[166] tenía un estanque, y se veía pasear a las profesas y trabajar al jardinero.
Burguillos era manchego, hombre de cara dura y juanetuda, bigote entre cano, orejas como aventadores, frente pequeña y estrecha y color cetrino. Burguillos, flor de pedantería castellana, hablaba siempre ex cathedra, con esa perfección que a algunos encanta y que, en general, no consiste mas que en el uso de lugares comunes. La frase, el refrán, el como dice el otro, estaban siempre en sus labios. Burguillos se creía la ciencia infusa, sabía hacer de todo; pero de todo mal, por lo que sus enemigos le motejaban de chapucero. Hablaba por sentencias y era extraordinariamente dogmático. Este manchego tenía una hija muy guapa, la Pepa, una mujer con ideas de manola, tan redicha como su padre, de quien, al parecer, había heredado su manera de hablar recortada y sabihonda. La Pepa era costurera y aficionada a toda clase de desplantes.
La Pepa, moza vistosa, morena, tenía unos ojos negros, grandes, brillantes, de estos ojos que parecen reflejar mejor el mundo exterior que la vida del espíritu.
Burguillos albergaba un huésped, un empleado del Monte de Piedad, don Plácido del Moral. Don Plácido, hombre de unos cincuenta años, seco, espartoso, vivía muy humildemente.
Don Plácido era soltero, económico y avaro. Decía a todo el mundo alguna frase amable; cerraba su guardillita, como decía él, y no permitía que nadie entrara en ella.
Era hombre bastante ilustrado, de buena me[167]moria, que sabía latín. Le hacía copias de documentos al capellán mayor de las Descalzas. Compraba la ropa y los sombreros en el Rastro, y leía las Odas de Horacio, en latín, en un viejo ejemplar grasiento.
Don Plácido había sido un gran aventurero: había estado en América y tomado parte en la guerra de la Independencia y en las luchas de los años constitucionales. Su falta de imaginación extraña le hacía contar con tan poco encanto lo visto por él que, al oírle, su vida de militar no parecía mas que una serie de fechas de salida de un pueblo y entrada en otro. La guerra para él era una cosa burocrática y aburrida.
El otro empleado de la casa, el Morenito, era un hombre muy callado; tenía la cara amarilla, los ojos pequeños, brillantes, como granos de café tostado, el bigote negro y el traje negro. Daba la impresión de una urraca.
De los frailes franciscanos que vivían en la casa y eran confesores de las monjas, el más constante era el padre Cecilio, un fraile grueso, abultado, poco inteligente y, por eso quizá, predicador favorito de las monjas.
Le solía acompañar un lego, el hermano Félix, un hombre grueso, grasiento, como derrengado, con una manera de andar de pato, unos ademanes afeminados y una voz atiplada. El hermano Félix había estado largo tiempo rasurado; pero después de la matanza de frailes se dejaba la barba, negra y cerrada. Este hermano Félix era un tipo repulsivo e inquietante.
El capellán mayor, don Bernardo, tenía una[168] cara de aldeano castellano, dura y ceñuda; pero era buen hombre. No trataba apenas con nadie, no miraba de frente y estaba dedicado a estudios históricos.
Cuando alguno lo visitaba le veía escribiendo en una mesa pequeña, rodeado de manuscritos y de libros viejos, en un pequeño despacho con estantes llenos de tomos en pergamino. Por entonces estaba componiendo la historia de algunas comunidades religiosas.
Don Bernardo era gran latinista e historiador concienzudo, con lo cual no ganaba favores ni amistades.
—Antes que nada, la verdad—solía decir rudamente y mascullando las palabras.
Con este espíritu verídico no quería meterse en cuestiones de moral y de dogma, comprendiendo que podía venirse abajo su fe.
Don Bernardo decía misa en las Descalzas, pero por cualquier motivo se quedaba en casa y no iba a la iglesia. Siempre inclinado a la transigencia en cuestiones de moral, contrastaba con el padre Cecilio, que era intransigente y fanático. Don Bernardo encontraba precedente para todo; así que él y el fraile franciscano de la vecindad no se tenían la menor simpatía.
Había quien aseguraba que el padre Cecilio odiaba profundamente a don Bernardo, y que don Bernardo despreciaba en general a los frailes, y sobre todo a los de la vecindad.
La casa de los Capellanes, antes como un pólipo unido a la iglesia y al convento, tenía su vida propia.
Se dice que cada casa es un mundo. Aquella lo era. Había sus preocupaciones, sus enredos amorosos y sus misterios. La Pepa de Burguillos, la Juanita y las muchachas de casa de don Tomás y de la casa de huéspedes daban pábulo a la murmuración.
Se hablaba de que don Tomás guardaba secretos; se decía que debajo de uno de los almacenes de sal, del que tenía en la pared una fuente de alabastro con una cabeza de Medusa, había una cueva con grandes subterráneos, y que estos subterráneos comunicaban por galerías con el convento de las Descalzas y con el Palacio Real.
Burguillos, que a veces trabajaba de albañil, aseguraba haber recorrido parte de estos subterráneos.
Como moluscos agarrados a una roca vivía aquella parte de humanidad en el viejo caserón.
Era por dentro una casa siniestra esta casa del barrio de las Descalzas, Misericordia, 2; una casa buena para crímenes, para duendes, para toda clase de intrigas y de misterios.
Y también pronto, en son triste,
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
Espronceda: El reo de muerte.
A principio de 1831, don Tomás Manso puso en su casa, como dependiente, a un sobrino suyo en segundo o tercer grado, llegado de Lerma, llamado Miguel Rocaforte. Miguel, cuando vino a Madrid, era un joven cándido, violento, lleno de ilusiones.
Entró a trabajar en el despacho de la calle de la Misericordia, a las órdenes de Narciso Gómez, el casado con doña Juanita; y como su tío no quería que Miguel fuera a una casa de huéspedes, ni tampoco llevarlo a vivir con él, porque era celoso, hizo que a su sobrino le pusieran la cama en el sotabanco grande y largo, en donde había relojes descompuestos y herramientas de platero.
Miguel trabajaba con don Narciso en el piso[172] bajo, en un rincón estrecho y húmedo, con una ventana con rejas que daba al patio. Este despacho tenía una puerta al pasillo, largo y obscuro, que comunicaba con almacenes, en donde se veían montones de sal y bolas también de sal, algunas tan grandes, que parecían las bombas de los parques de Artillería.
El ambiente de aquel piso bajo era muy húmedo, parte porque no tenía ventilación, y parte por la eflorescencia de la sal.
Los primeros meses de estar allí Miguel, los pasó aburrido y desesperado, haciendo proyectos para marcharse a otra parte; luego, cuando conoció al encuadernador, que vivía y tenía un pequeño taller en el piso bajo y que le prestaba libros, se dedicó a leer; después se acomodó a su vida de empleado, le tomó gusto a su sotabanco, en donde estaba solo e independiente, salió a la calle y tuvo amigos y fué al teatro.
Cuando Miguel entró en casa de don Tomás tenía diez y nueve años. Era un joven romántico y alocado, que en su pueblo había comenzado a hacer calaveradas, a leer versos y a escribirlos.
El y un rival suyo en aventuras, León Zapata, habían escandalizado el pueblo, haciendo de fantasmas por las calles de Lerma y cantando el Trágala delante de la casa de los absolutistas.
Según Aviraneta, Miguel no podía servir para una vida tranquila y ordenada. Don Eugenio le encontraba temperamento de guerrillero. Con el Empecinado o con Mina, decía, hubiera llegado pronto a capitán o a coronel. Era hombre mejor para manejar un sable que para trabajar con la[173] pluma. Impulsivo, valiente, atrevido, imprevisor y con una vanidad absurda, era un tipo de estos, añadía Aviraneta, que tienen una mentalidad de militares, de tenores de ópera, tipos para quienes la vida es una sucesión de arias. Colocarse en una situación interesante, y a poder ser dramática, y defender luego su papel de una manera briosa, constituía la más grande preocupación de Miguel. Miguel, como la mayoría de los hombres impulsivos que razonan ligeramente, iba a la acción con una fuerza y una energía sorprendentes.
—Yo—decía Aviraneta—quise dar a aquel muchacho preocupaciones políticas y hacerle en la cárcel un auxiliar mío; pero Miguel era incapaz de someterse a nada.
Miguel, los primeros meses de estar en Madrid, no tenía más amigo que Gómez, el empleado, y Gómez le desesperaba. Este era un hombrecito insignificante y sonriente, contento con su suerte, a pesar de que todo el mundo decía que su mujer le engañaba. De noche, a la luz de una lamparilla de aceite, Miguel leía en su sotabanco poesías románticas y novelas lacrimosas.
Un día, poco después de llegar a Madrid, supo por el portero de la casa, el Cuervo, y por Burguillos, que iban a ejecutar a un librero liberal en la plaza de la Cebada.
Los dos compadres le invitaron a acompañarles a presenciar la ejecución, y al mediodía, después de trabajar en el almacén y de dejar el zapatero remendón a su mujer al cuidado del puesto y de la portería, marcharon los tres, cruzando calles, a salir a la de Toledo, y llegaron a la plaza de la[174] Cebada, que entonces se hallaba despejada y libre de todo edificio.
Los soldados rodeaban el patíbulo y formaban el cuadro. Una multitud de desharrapados se apiñaban para presenciar el suplicio, y los dragones hacían caracolear los caballos y los llevaban para atrás, a meterlos entre las filas de los curiosos. Tocaban las campanas a muerto en todas las iglesias próximas: en San Isidro, en San Millán, en la Almudena, en el Sacramento y en la capilla del Obispo; y los hermanos de la Paz y Caridad, vestidos con sayones negros, recorrían las calles por parejas; unos, haciendo sonar la campanilla, y otros, mostrando una caja de hoja de lata y diciendo con voz triste y monótona: «Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar». Miguel y sus dos compañeros se detuvieron en medio de la multitud.
Miguel oyó decir que la mujer del librero Miyar había ido el día anterior a Aranjuez a pedir gracia al Rey. La pobre mujer esperó a Fernando VII; pero Fernando no salió porque llovía; quizá no salió por temor a verse obligado a perdonar; cosa que debía ser desagradable para un hombre bajo y rencoroso como él.
A las doce y media, próximamente, comenzó a aparecer la comitiva en la plaza de la Cebada. Un hermano de la Paz y Caridad, llevando una gran cruz, precedía el cortejo. Detrás marchaban dos filas de encapuchados, con cirios amarillos en la mano, cantando una letanía; luego, un piquete de alguaciles a caballo.
Inmediatamente después, montado en un burro,[175] venía el librero Miyar, entre dos curas. Vestía una hopa blanca y larga; estaba tan blanco como la hopa y tenía las manos amoratadas, casi negras, por la presión de la cuerda, que le martirizaba. Entre las manos agarrotadas llevaba una estampa de Cristo.
Al ver la horca, el reo volvió la cabeza con horror y miró hacia el público con los ojos dilatados por el espanto; pero los curas le obligaron a seguir, poniéndole un crucifijo delante.
El Cuervo, entonces, dirigiéndose al reo, exclamó:
—¿Qué, creías que te iban a dar dulces?
Burguillos celebró la frase.
Miguel, indignado, hizo un gesto de disgusto y de molestia y se separó bruscamente de sus compañeros. Este gesto lo notaron un joven y un viejo, que se acercaron a él en seguida.
—¿Es usted amigo de ese jorobado?—le preguntó el viejo.
—No; vive en la casa donde yo trabajo, pero no tengo nada que ver con él, ni comparto sus sentimientos.
El joven y el viejo le estrecharon efusivamente la mano. Miguel no quiso presenciar la ejecución. El joven y el viejo se unieron a Miguel y subieron calle de Toledo arriba. El joven era alto, flaco, con melenas, y vestía gabán y sombrero de copa; el viejo, más bajo, llevaba sombrero ancho y capa.
Al pasar por un café de la calle Imperial, el joven les invitó a entrar a Miguel y al viejo; pero éste dijo que no, y les llevó a una taberna próxima. Era la taberna del hermano de Balseiro, la[176]drón que tuvo luego gran fama y que estuvo complicado en el proceso de Candelas.
El joven y el viejo, al encontrarse dentro de la taberna, hablaron con violencia y desfogaron su furor.
El Rey, según el joven, era un miserable, un malvado, un hombre vil, sin corazón, sin conciencia, dominado por una camarilla de lacayos y por los frailes.
El viejo habló de la miserable farsa que suponía el condenar a un hombre a muerte y ponerle una estampa de Cristo en las manos; como si no fueran ellos, los que se decían representantes de Cristo, los que le condenaban. Miguel les oyó con gusto, porque aquellos hombres tenían sus ideas; luego se despidió de ellos para llegar a tiempo al almacén.
Al entrar en la casa oyó contar al Cuervo la ejecución de Miyar, con todos sus detalles, riendo, como si se tratara de una de las cosas más divertidas y chuscas que se pudiera contemplar.
Cuando Miguel habló de esta cuestión vió que todos los de la casa, comenzando por don Tomás y siguiendo por el padre Cecilio, aseguraban que el librero Miyar estaba bien castigado, porque era un hereje y había que hacer un escarmiento con ellos.
Había poca misericordia en aquella casa de la calle de la Misericordia, 2.
Miguel Rocaforte tuvo que disimular sus ideas, con gran desesperación suya. Sabía que don Tomás era carlista, pero no lo creía tan fanático; luego averiguó que había sido administrador del[177] duque del Infantado, y que era por entonces uno de los hombres de más influencia del partido apostólico.
Unos años después contaba Miguel en su Diario, cuando la matanza de frailes, vió al joven y al viejo a quienes había encontrado en la plaza de la Cebada en la ejecución de Miyar aplaudiendo a las turbas en la calle de Toledo, mientras quemaban los muebles sacados de San Isidro y llevaban en un carro los cadáveres de los frailes.
Al principio de llegar a Madrid, Miguel se mezcló en las algaradas callejeras y habló de política con entusiasmo; luego el amor borró estas preocupaciones y le absorbió por completo.
Miguel cometió la torpeza, de que luego se arrepintió, de tomar como confidente de sus amores a su paisano León Zapata y de presentarle a éste a don Plácido, el huésped de Burguillos.
Non olvides la dueña, dicho te lo e desuso.
Muger, molyno e huerta syempre quieren el uso.
Arcipreste de Hita: Libro de Buen Amor.
A los tres meses de vivir allí, Miguel era un elemento importante de la casa. Las muchachas de don Tomás, doña Juanita, la Pepa de Burguillos, le buscaban y le hablaban. Se hizo amigo de don Plácido y fué con éste a visitar al cura don Bernardo y a oír sus sabias disertaciones históricas.
Iba Miguel con frecuencia a la casa de Burguillos y charlaba allí con la Pepa. Los desplantes chulescos de ésta no llegaron a entusiasmar al joven Miguel. Por otra parte, don Plácido le dió malos informes de la hija del manchego.
Don Plácido tenía poca simpatía por las mujeres, en general, y menos por la hija de su patrón, a la que acusaba de egoísta, de interesada y de coqueta.
Gómez, el empleado, le llevó también a Miguel algunos días a su casa. Narciso Gómez no le tenía simpatía a Rocaforte; pensaba que el patrón favorecería al joven por ser su sobrino. Mientras don Tomás no hizo la menor distinción por Miguel, Gómez tampoco la hizo; pero cuando vió que el muchacho entraba en la casa del principal, se apresuró a llevarle a la suya.
Juanita, la mujer de Gómez, coqueteó con Miguel y le dió broma por las conversaciones que tenía con la Pepa Burguillos. A su vez, la Pepa le dijo a Miguel que ya sabía que iba a casa de Gómez y que charlaba con la Juanita.
—Esa no dice a nadie que no—acabó diciendo la chulona de la guardilla—; cuando se le va un cortejo, toma otro. Pobre marido.
Miguel, que se vió solicitado por las dos mujeres, se dió tono y no se decidió por ninguna de las dos.
Don Tomás, al saberlo, comenzó a tener alguna confianza con Miguel y a convidarle a comer los domingos por la noche.
No era un anfitrión muy amable don Tomás. Hablaba poco. Leía la Gaceta o algún periódico moderado y hacía comentarios sobre la marcha política de España, siempre desde un punto de vista terriblemente absolutista y ultramontano. Miguel tenía que ocultar sus ideas y estaba obligado a rezar el rosario al despedirse para irse a dormir.
A veces, en la conversación, haciéndose el cándido, intentaba dar una opinión liberal; pero don Tomás le hacía callar con desdén, como si no[181] mereciera la idea expuesta el ser examinada en serio.
Cuando iba de tertulia el padre Cecilio, éste definía desde lo alto de su sapiencia, y sus opiniones eran dogmas. Lo había dicho el padre Cecilio, no se podía volver sobre el asunto. Miguel tenía que violentarse y morderse los labios para no protestar de las opiniones del fraile. Más que la opinión en sí le molestaba el tono sin réplica con que la emitía el padre franciscano.
La mujer de don Tomás, Soledad, era una mujer joven, bonita, con una cara de virgen resignada y triste. Soledad tenía el óvalo de la cara muy alargado, los ojos grandes, obscuros, la expresión melancólica y el color pálido; se tocaba con sencillez, sin coquetería, y vestía siempre de negro.
La madre de Soledad, mujer enferma, medio paralítica, vivía encerrada en su cuarto, cuidada por su hija. Soledad se había casado con don Tomás, a pesar de que le doblaba la edad, pensando en su madre enferma, porque madre e hija antes de casarse ésta vivían en una pobreza rayana en la miseria.
Don Tomás creyó que había hecho bastante con librar de la miseria a Soledad y a su madre, y no se ocupaba gran cosa de su mujer. Suponía que Soledad debía ser su ama de llaves, y que este cargo le tenía que bastar para estar satisfecha y contenta.
Miguel, al principio, no se ocupó de Soledad, ni Soledad de Miguel; pero llegó un día en que empezaron a observarse el uno al otro, y él fué viendo que, a pesar de su aire encogido y triste, ella[182] era una mujer bonita, y Soledad notó que Miguel era un guapo mozo que le miraba a hurtadillas siempre que podía.
La confianza entre Soledad y Miguel se fué estableciendo muy lentamente, y de repente brotó entre ellos el amor como una llama.
Quizá Miguel tenía ideas falsas acerca de las mujeres, y decía muchas veces insensateces y locuras; pero Soledad sabía, sin duda, desprender toda la broza literaria de la conversación de Miguel y no ver en sus palabras mas que el entusiasmo que se transparentaba en ellas, como en su actitud y en su expresión.
Por otra parte, Soledad tenía horror por el adulterio y por el escándalo; pensaba a todas horas en el infierno; pero Miguel le inspiraba confianza.
Durante el día Miguel solía ver algunas veces a Soledad asomada a los cristales desde las rejas de su despacho, y llegó un tiempo en que sabía las horas exactas en que ella se asomaba.
Un domingo, por la mañana, Miguel escribió una carta de amor y se la mostró a Soledad desde la ventana del sotabanco. Ella hizo desde dentro un signo de asentimiento. Miguel metió la carta en un libro, lo ató con un bramante y fué bajándolo hasta que ella pudo coger el libro. Al día siguiente Soledad contestaba, y una correspondencia apasionada se cruzaba entre los dos.
Miguel inventó una porción de procedimientos ingeniosos para que no se descubriese la correspondencia, y durante algún tiempo nadie se enteró.
Sin duda alguna, Miguel vió en la iniciación de aquellos amores un triunfo personal, un triunfo de soberbia contra la estupidez satisfecha de don Tomás y el dogmatismo categórico y cerril del padre Cecilio; Miguel pensó más en su vanidad satisfecha que en la mujer que por él se comprometía; después fué perdiendo la satisfacción de su orgullo y se encontró preocupado con la situación en que se hallaba y con la que había dejado a la mujer que quería.
En aquel momento se olvidó de su actitud literaria, romántica, y comenzó a adquirir una idea de responsabilidad.
Entonces se le ocurrió el proyecto de ponerse a estudiar francés e inglés, e irse al extranjero con Soledad.
A otro quizá la reflexión le hubiera echado atrás; pero Miguel tenía alma de conquistador, de guerrillero y más bien amaba el peligro que lo rehuía.
Soledad había vivido en un ambiente completamente hostil; cuidaba de su madre, hacía los quehaceres de la casa y estaba espiada por todos los vecinos y vecinas, comenzando por la Pepa y la Juanita. Si alguna vez se quejaba de que su vida era triste y aburrida, los pocos contertulios que visitaban a don Tomás caían sobre ella, y la decían, entre ironías y sarcasmos, que la vida ideal para una mujer consistía en estar unida a una persona respetable y religiosa. Todo lo demás no valía nada, eran únicamente tonterías y romanticismos de la época. En este todo lo demás entraba lo único agradable que puede tener la vida.
Soledad llevaba una existencia triste, cuidaba de su madre, hacía los quehaceres y apenas salía de casa. No había estado nunca en el teatro ni leído mas que libros de religión. No tenía amigas; los días de fiesta iba a la iglesia de las Descalzas, y después daba una vuelta para hacer algunas compras.
Miguel, en su exaltación romántica, convenció pronto a Soledad que la vida no era esta triste rutina; que el amor resplandece en la existencia como la Vía láctea en las noches estrelladas, y que cuando el corazón ha hablado se puede y se debe saltar por encima de las preocupaciones sociales.
Ella se dejó convencer rápidamente; él seguía escribiéndola cartas, que ella leía y que contestaba robando horas al sueño. Miguel y Soledad tuvieron un domingo una cita, y luego varias. El solía esperarla en el claustro de las Descalzas, y en una de las ventanas dejaba escrito con lápiz el sitio de la cita donde debían reunirse.
A pesar de todas sus precauciones, los amores trascendieron. La Pepa, la Juanita y el Cuervo habían formado, alrededor de ellos, una red de espionaje.
Don Tomás se manifestaba impasible, sin la menor sospecha, de una ecuanimidad extraordinaria. Soledad sentía un gran terror, que iba aumentando por momentos al encontrarse frente a su marido, y este terror se lo comunicó a su amante.
Su esposo era hombre de una frialdad terrible y de unas pasiones reconcentradas, le decía a[185] Miguel. Ella le había visto algunas veces, aunque no muchas, perder su aire tranquilo y convertirse en una fiera.
La posibilidad de que su marido, enterado ya de cuanto ocurría, se manifestara tan impasible, redoblaba su terror. Soledad temía que su marido lo supiera todo y estuviera preparando una venganza terrible.
—Que caiga la venganza sobre mí, que soy la más culpable—decía ella.
Miguel quería creer que don Tomás era un pobre hombre que no se enteraba de nada, ni era violento. Sin embargo, iba sabiendo que su patrón había tenido negocios peligrosos de contrabando, que se había manifestado como un guerrillero audaz, y que en sus tentativas de conspiración con los absolutistas había sido tan atrevido como enérgico.
Don Tomás guardaba secretos de sus correligionarios; la cueva de su casa, según se decía, estaba llena de cajas con papeles y documentos. El era el único que sabía lo que había dentro. Si alguno conocía parte de sus secretos, era el portero, el Cuervo, su hombre de confianza.
Muchos le tenían a este antiguo soldado del ejército de la Fe por cómplice de su amo. ¿Cómplice de qué? No se sabía; pero la idea de que entre los dos habían hecho algún desmán, se imponía al verlos. El Cuervo estaba entregado a su amo en cuerpo y alma.
Soledad, al pasar por el portal, temía la mirada de aquel zapatero siniestro.
Don Tomás solía ir con frecuencia a la librería[186] de Monnier, con Miguel, a leer periódicos realistas franceses, cuyas noticias le interesaban.
Cuando la cuestión del supuesto robo de Castelo, y cuando Miguel no quiso dejarse registrar y fué llevado a la cárcel, don Tomás, a pesar de su impasibilidad, quedó sorprendido. La energía de su dependiente le admiró, y comprendió que era un hombre de fibra. Miguel llevaba en el bolsillo las cartas de Soledad y su Diario.
Rocaforte, al ingresar en la Cárcel, pensó que el peligro en que se encontraba Soledad estaba conjurado; y se prometió no decir nada, aunque tuviera que permanecer allí largo tiempo.
Don Tomás examinó la conducta de su dependiente y llegó a ver en claro la causa por la cual no había querido dejarse registrar.
Le faltaba la prueba, y supuso que, tarde o temprano, la encontraría.
En el tiempo en que Miguel estuvo preso, Soledad sufrió grandemente; su madre murió, y ella fué poniéndose cada vez más pálida y más triste.
Don Tomás decidió enviarla a Sigüenza, a casa de unos parientes.
Los malvados son como las moscas, que recorren el cuerpo del hombre y no se detienen mas que sobre sus llagas.
La Bruyere: Los caracteres.
En el tiempo en que Miguel estuvo preso en la Cárcel de Corte se recibieron varios anónimos en casa de don Tomás. Uno de ellos era de Juanita, la mujer de Gómez; los otros, de León Zapata, el paisano de Miguel. La Juanita tenía gran odio por Soledad.
Zapata quería mortificar a don Tomás y de paso estorbar el éxito de Miguel. Don Plácido le sirvió de apuntador y le dió datos de la gente de la casa.
El anónimo de Juanita, que iba dirigido a don Tomás, decía así:
«Con gran sentimiento de mi parte, tengo que participarle a usted que su mujer le engaña con[188] Miguel Rocaforte, el que está ahora en la cárcel. Pregunte usted en la calle de Peregrinos, 4, donde Soledad y Miguel se han visto, y le darán noticias.
Un amigo.»
Los anónimos de Zapata se sucedieron durante largo tiempo y tenían otro carácter. Fueron varios.
El primero decía así:
«En esa santa casa antigua de Capellanes hay una mujer que adorna la frente de su marido. Es Juanita, la señora de Gómez. El señor Gómez no puede ya con su cabeza. Cada año un asta más.
¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2!
El duende.»
Al día siguiente llegó otro anónimo:
«El joven Miguel Rocaforte se jacta en todas partes de haberle puesto los cuernos a su principal. Estaba escrito: Manso has sido, manso eres y manso serás.
¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2!
El duende.»
Al cabo de poco tiempo vino otro papel:
«En esa santa casa, hoy de la Sal, hay un Cuervo que debía graznar, ya hace tiempo, en el patio[189] de un presidio. Ese Cuervo, mal zapatero, es un bandido, miserable y estafador, que engaña a todo el mundo, empezando por su amo. ¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2!
El duende.»
A los pocos días se recibió otro anónimo:
«En esa cristiana casa hay una Pepita que tiene dos cortejos a la vez: uno para los días de fiesta, y otro para los días de labor. Ahora la visita el cerdo del padre Cecilio. ¿Qué hace mientrastanto Burguillos? Burguillos calla y otorga. ¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2!
El duende.»
Por último, se recibió esta letanía, que decía así:
«Letanía para recitar en la casa de la Sal.
De la mansedumbre de don Tomás Manso,
De la gracia del Cuervo,
De las visitas de los padres franciscanos,
De los chismes de las monjas Clarisas,
Líbranos, Señor;
Del ceño de don Bernardo,
Del vientre del padre Cecilio,
Del contravientre del hermano Félix,
De la charla de don Plácido,
Líbranos, Señor;
De los ardores de la Pepita,
De los malhumores de Juanita,[190]
De los cuernos del buen Gómez,
De los flatos de Burguillos,
Líbranos, Señor;
Líbranos, Señor, de tanto bellaco, de tanto cornudo, de tanta pécora como habita esa casa, Misericordia, 2. ¡Misericordia, Señor!
El duende.»
Don Tomás leyó con una terrible indignación estos anónimos. El primero comprendió que partía de alguna de las mujeres de la casa, de la Pepa, o de la Juanita; los otros, pensaba que debían ser de algún amigo de Miguel; pero no podía suponer de quién.
Que no quedara contenta
ni lograda mi esperanza
si no vieras la venganza
en donde viste la afrenta.
Guillén de Castro: Las mocedades del Cid.
El Cuervo había tenido siempre gran antipatía por Miguel. Sin duda, la juventud y la fuerza del joven excitaban su envidia.
El Cuervo había asegurado en la casa que Miguel no saldría de la cárcel; cuando le vió que volvía sintió por él un gran odio.
Don Tomás recibió a Miguel con marcada frialdad e hizo que el Cuervo registrara el cuarto y las ropas del joven. Este había dejado las cartas de Soledad y su Diario en manos de Aviraneta, en un paquete atado.
El Cuervo no encontró nada. Don Tomás pareció contentarse; pero el Cuervo insinuó a su amo y, al último, le dijo claramente que no por eso era menos cierto que Soledad se entendía con Miguel.
—¿Lo sabes tú?
—Lo sé todo.
—¿Te lo han dicho?
—Lo he visto.
—¿Qué has visto?
—He visto que se escribían cartas y luego se hablaban y se daban citas.
—¿Dónde se encontraban?
—Generalmente en el claustro de las Descalzas. Al principio, Miguel escribía con lápiz, en una de las ventanas, el lugar de la cita; luego iba ella y borraba lo escrito; después era un pobre que está a la puerta de esta iglesia el que se encargaba de su correspondencia.
—¿Lo viste tú?
—Sí.
—¿Qué viste más?
—Vi también que uno de aquellos días, al salir de la iglesia de las Descalzas, pasó por aquí doña Soledad como si fuera a hacer compras, miró a derecha e izquierda y entró en la calle de Peregrinos, donde la esperaba Miguel.
Don Tomás sintió que le sofocaba el ansia de vengarse; no le tenía gran cariño a su mujer, pero consideraba que al querer a Miguel ofendía en su dignidad al hombre que le había sacado de la miseria.
—Está bien—dijo don Tomás.
Para don Tomás la traición de Soledad y de Miguel era una prueba más de la maldad humana, del espíritu envilecido y encanallado de los hombres.
Ante el Cuervo, el amo consideraba que debía[193] tener una actitud indiferente, como si hasta él no pudieran llegar las miserias humanas. Los siguientes días, a pesar de su impasibilidad, don Tomás se estremecía ante la mirada brillante e irónica del jorobado.
Miguel había vuelto a su trabajo y se manifestaba tranquilo y contento; su tío le hablaba poco; Gómez le miraba sonriente; Burguillos le contemplaba con atención, y el Cuervo le dirigía una mirada larga y rencorosa.
Una vez don Tomás y el Cuervo tuvieron una nocturna conferencia. Al día siguiente, por la tarde, era domingo y no había nadie en casa. Amo y criado entraron en el almacén de la fuente con la cabeza de Medusa, y estuvieron allí largo rato.
El almacén era bajo de techo, tenía rejas al patio y en el suelo grandes losas. Entre ellas había dos con hendiduras, como saeteras, que se podían levantar. Las levantó el Cuervo con una palanca y apareció un agujero grande y obscuro. Metió el Cuervo una linterna encendida, colgada de una cuerda, y se vió una oquedad hecha en tierra arenosa, en parte revestida por una bóveda de ladrillo, con arcos medio derrumbados.
Don Tomás y el Cuervo bajaron al subterráneo por una escalera larga, y lo reconocieron. Tenía una profundidad de ocho a diez metros. Estaba completamente cerrado, y no había comunicación alguna con el exterior; la única boca de galería que parecía haber existido en otro tiempo estaba cerrada por una gran piedra de molino. En el centro de esta piedra había un agujero. El Cuervo metió un hierro por él, sospechando si ten[194]dría una salida, y sacó trozos de carbón y de huesos.
Después de reconocer el subterráneo y ver que no tenía ninguna comunicación, volvieron amo y criado al almacén e hicieron entre los dos varias y extrañas maniobras. Sirviéndose de la palanca, llevó el Cuervo las dos piedras grandes que cerraban el boquete del suelo a un rincón, y sobre el agujero que quedaba, de un metro en cuadro, puso una esterilla ligera, que lo ocultaba perfectamente, sujeta en los bordes por unas bolas de sal. Delante del boquete colocó una mesa.
El Cuervo tenía imaginación para el mal. Excitaba constantemente a su amo. Don Tomás vacilaba; tan pronto consideraba la venganza como lógica y justa, como la tenía por excesivamente severa.
El Cuervo, que era el espíritu maligno que se cernía sobre el alma de don Tomás, le excitaba, le ponía a la vista la petulancia y la fanfarronería de Miguel.
Madruga y mata primero.
Calderón: El monstruo de la fortuna.
Después de muchas conferencias con el Cuervo, don Tomás se decidió. Un día le dijo a Miguel:
—Tengo que enviar una persona con una comisión importante para Zaragoza, y de paso para Sigüenza. ¿Quieres ir tú?
—Con mucho gusto.
—Te advierto que es una comisión para los carlistas.
—No me importa.
—Bueno; pues pide un pasaporte y un billete para la diligencia.
Miguel se entusiasmó con la idea de ver pronto a Soledad, y no se le ocurrió la menor sospecha.
Dos días después le avisó a su tío y le dijo:
—Ya tengo todo en regla.
—Tienes que hacer el viaje con el máximo de prudencia. Es conveniente que digas a todo el mundo que te marchas hoy, y no te vayas hasta mañana. Ven esta noche a casa, a las doce; no subas a la habitación, para que no oigan los pasos. Te daré la llave, entras y pasas al almacén de la fuente, donde yo te esperaré.
—Está bien.
—También quiero que te confieses para salir de Madrid y hacer este viaje, que puede estar lleno de peligros.
—Bueno.
Miguel no hizo gran caso de este consejo. Por la noche estuvo en el Café Nuevo, y, poco antes de dar las doce, se acercó a la casa de la calle de la Misericordia. Miguel iba muy embozado en la capa; hacía una noche negra de invierno. El joven empujó el postigo de la puerta, que se abrió sin ruido, y lo volvió a cerrar, pasó el zaguán, abrió la puerta de la mampara de cristales, que comunicaba con el patio, y luego, la del almacén de la fuentecilla.
—¡Adelante!—dijo don Tomás, con voz temblona.
Miguel no había estado nunca en este almacén, en el cual se decía que don Tomás guardaba sus secretos. Vió en un rincón una caja de caudales y sobre una mesa un velón.
—¿Te ha visto alguno entrar en la casa?—preguntó don Tomás.
—Nadie. La noche está muy negra y muy fría.
—¿Estás preparado?
—Sí.
—¿Ya te confesaste?
—Sí.
—Bueno.
Don Tomás, dando una larga vuelta, se acercó a la mesa, de manera que la luz no le diera en el rostro. Así no podía verse el aire siniestro y alterado de su fisonomía.
—Dale esta carta a Soledad cuando llegues a Sigüenza—dijo—, y lleva este paquete a Zaragoza. En el papel está la dirección.
Miguel avanzó despacio hacia la mesa.
Don Tomás le contempló con una mirada anhelante.
—¿Por qué me mira así?—se preguntó Miguel.
—Si se salva—pensó, a su vez, don Tomás—, Dios lo habrá querido.
Miguel dió varios pasos y se aproximó a la mesa. De pronto se oyó que la esterilla se hundía, arrastrando las bolas de sal que la sujetaban, y el joven desapareció.
En el momento mismo, el Cuervo saltó por entre dos filas de sacos, y apareció en medio del almacén.
Don Tomás se asomó al agujero y oyó un gemido ahogado de dolor.
El Cuervo, armado de la palanca, arrastró con brío, una tras otra, las dos grandes losas y cerró el boquete del suelo.
—Ya no se oye nada—dijo, temblando, don Tomás.
—Habrá muerto con el golpe—repuso el Cuervo.
Don Tomás se dejó caer sobre una silla con el[198] aire de un hombre extenuado. El Cuervo comenzó a hacer una gran pirámide de bolas de sal sobre las losas que ocultaban el agujero por donde se había cometido el crimen.
Acabada la obra, los cómplices se miraron uno a otro. En el Cuervo había una expresión de crueldad y de satisfacción. En don Tomás, una mezcla de horror y de espanto. Los dos salieron del almacén al patio, y luego, al portal. El Cuervo entró en su covacha y don Tomás subió las escaleras hasta su cuarto.
Quince días después volvió Soledad a Madrid, sin haber mejorado de su mal. No se atrevía a hacer ninguna pregunta. Su marido, indiferente e impasible, nada le dijo. Así vivieron marido y mujer meses y meses. Nadie tuvo la menor sospecha en la casa. El Cuervo siguió trabajando en su portal.
Dos años después, un día en que Soledad rezaba en la iglesia de las Descalzas, le dió un desmayo y cayó al suelo. La llevaron a casa y llamaron al médico, y después a don Bernardo, el capellán. Don Bernardo pasó largo tiempo con la enferma, que a cada instante decía en voz baja: «¡Miguel! ¡Miguel!» Unas horas después, Soledad había muerto.
Don Tomás se retiró a Lerma y vendió la Casa de la Sal. Esta pasó a diversas manos, hasta que el último dueño decidió tirarla y alinear la calle de Capellanes.
El sueño de la razón produce monstruos.
Goya: Caprichos.
Don Tomás y el Cuervo se retiraron a Lerma y vivieron algunos años juntos. El Cuervo no era capaz de permanecer tranquilo y sin mezclarse en los asuntos públicos y privados, y durante la guerra civil denunció a la partida del Cura Merino algunos ciudadanos liberales, que fueron fusilados. Poco después, unos parientes de éstos cogieron al Cuervo en el campo y lo apalearon de tal manera que murió a consecuencia de la paliza.
Don Tomás, al verse sin su criado, sintió más bien tranquilidad que pena; la mirada irónica y dura del Cuervo le recordaba la cueva del almacén de la calle de la Misericordia.
Al verse solo fué para el una tregua, pero una tregua que duró poco tiempo, porque sus terrores volvieron de nuevo.
Don Tomás se hallaba entregado a la religión; constantemente estaba en la iglesia rezando y confesándose.
Había por entonces en el pueblo una casa pequeña y ruinosa que casi siempre estaba cerrada. Sólo al anochecer solía abrirse para el paso de algunas personas. Si se entraba en el estrecho zaguán y se subía al único piso, se encontraba primero una sala pintada de negro, con un ventanillo enrejado que daba a la calle. En medio de la sala había un féretro, cubierto de paño negro, con cuatro cirios apagados. Este cuarto se comunicaba por una puerta estrecha con una capilla obscura y sin luz. La capilla tenía en medio un altar, con un Nazareno coronado de espinas y lleno de sangre, y alrededor, unos armarios de sacristía, y encima de los armarios, varias calaveras y varias disciplinas. En la pared había un marco con un papel, en donde se leía una lista de nombres.
Esta casa pequeña con su cuarto fúnebre y su capilla constituía la Escuela de Cristo. Formaban parte de ella varias personas religiosas cuyos nombres constaban en el cuadro de la pared. De noche entraban allí diez o doce hombres a hacer penitencia, y después de rezar delante del féretro, cubierto de paño negro, iban pasando uno detrás de otro a la capilla, y allí se cubrían con una capucha.
Cuando estaban todos reunidos y en círculo delante del altar, se apagaban las luces y se ponía en el suelo un gran farol de hoja de lata, sin cristales, que tenía unos agujeros por los cuales pasaban tenues raros de luz. Entonces uno se destacaba, se[201] desnudaba y se colocaba en medio del círculo de los encapuchados; luego tomaba una calavera en la mano izquierda y las disciplinas en la derecha, y comenzaba a azotarse, mientras el siniestro coro rezaba en voz alta.
Don Tomás pertenecía a la Escuela de Cristo, se disciplinaba, usaba cilicios, y en su casa rezaba tirado en el suelo cuan largo era y dando grandes alaridos. Aquel último gemido de Miguel al caer al subterráneo lo oía en su cerebro a cada paso; el suspiro del viento, el toque de una campana, el chirriar de una lechuza, el ruido de una ventana movida por una ráfaga del cierzo, todo rumor de la tierra o del aire le recordaba la queja postrera del joven muerto por él.
Muchas veces hubiera preferido perder la razón definitivamente, que no vivir de una manera tan miserable y triste.
Ya oigo la voz del terror que se levanta en mi corazón.
Esquilo: Las Coéforas.
Poco después de la guerra civil se habló en Lerma de que en la Plaza aparecían fantasmas a media noche. Algunos los habían visto claramente. Los serenos, por más que vigilaban, no podían dar con ellos. No se sabía si eran duendes, espectros o almas en pena; pero se aseguraba que uno de estos fantasmas tenía una mano de plomo y otra de estopa, y que gozaba del poder de avisar la próxima muerte al que había de morir.
Al parecer, algunos serenos no sentían gran interés en encontrarse con aquellos seres misteriosos, porque cuando les decían que andaban por un lado, iban por el opuesto; otros más decididos y valientes llevaban una pistola y un garrote, y afirmaban que no se les escaparían los fantasmas sin un estacazo o sin un tiro.
Don Tomás había oído hablar de estas apariciones, considerándolas como chiquilladas, sin darles más importancia. Una noche en que el viejo, después de rezar sus oraciones, se dirigía a la cama, oyó en la calle pasos quedos. Desde hacía algún tiempo, don Tomás tenía un oído de enfermo. Escuchó las pisadas de lejos y abrió un ventanillo de su alcoba. Vió una cosa blanca que se acercaba por la acera de enfrente. Era el fantasma.
Don Tomás, maravillado y confundido, quedó en el ventanillo, y, trastornado, preguntó:
—¿Quién eres? ¿Qué deseas?
Entonces el fantasma, con voz sepulcral, dijo:
—¡Asesino! Yo soy el alma de Miguel Rocaforte, condenada por tu culpa.
Don Tomás se retiró de la ventana temblando y se tiró en el suelo a rezar. Al día siguiente lo encontraron desmayado, moribundo; lo llevaron a la cama y ya no volvió a levantarse.
Unos días después, los serenos cogieron a uno de los fantasmas, que resultó un sargento de milicianos nacionales que tenía amores con la mujer de un tendero de la plaza.
El otro fantasma, a quien no lograron coger, se supo que era León Zapata, el compañero de Miguel Rocaforte.
Madrid, diciembre, 1920.
No se gana nada violentando a la sensibilidad en sus inclinaciones; es preciso engañarla y, como dice Swift, divertir la ballena con una barrica para salvar el barco.
Kant: Antropología.
En la época de la matanza de frailes, cuando fueron ingresando en la Cárcel de Corte una porción de gente cogida en las calles de Madrid, llevaron a ella a un muchacho joven, guapo, recién venido de un pueblo de la Alcarria, Andrés Lafuente.
Este alcarreño vino con Román, el hijo del librero de la calle de la Paz, y con un zapatero joven llamado Gaspar, a quien todos conocían por Gasparito y de quien te hablé antes.
A aquel muchacho alcarreño se le consideraba como un mozo ingenuo e inocente, y se le compadecía por haber caído en el infierno de la cárcel.
El poeta Espronceda, en los pocos días que es[208]tuvo en la cárcel, le llamaba Adán, y probablemente pensando en él ideó el personaje de su poema el Diablo mundo, que debía publicar unos años más tarde; Andrés (alias Adán) era un muchacho fuerte, guapo, muy lúcido y muy inocente. Gasparito el zapatero se constituyó en uno de sus defensores.
Gasparito el remendón era liberal, pequeño, rubio, muy leído, amigo del hijo del librero de viejo de la calle de la Paz, y se mostraba como hombre de buena fe y de buenas intenciones.
Yo tomé bajo mi protección a Gasparito y quise proteger también a Adán, aunque veía que a un muchacho, sin experiencia como aquél, metido en el segundo patio, entre ladrones, la corrupción de la cárcel le había de contagiar rápidamente. El padre Anselmo creyó también que con sus sermones apartaría al mozo del mal camino; pero Adán se reía de él.
¿Es posible—dijo Andrenio—, que jamás nos hemos de ver libres de monstruos ni de fieras, que toda la vida ha de ser arma?
Gracián: El Criticón.
Los presos del segundo patio se dividían para comer en cuadrillas, que llevaban el nombre del que las dirigía. Adán fué a parar a la cuadrilla del Fortuna. El Fortuna era un matón de casa de juego que tenía gran influencia.
El Fortuna era un hombre fuerte, atrevido, moreno, de bigote, con un lunar en la mejilla, tipo desvergonzado y cínico. Cobraba el barato en la cárcel; pero no era un valiente de verdad. Era de los que allí, en el segundo patio, se decía que madrugaban. No afrontaba con calma, sereno y tranquilo, las situaciones difíciles; sino que las capeaba. Eso sí, tenía indudablemente el hábito de la audacia.
Al Fortuna le habían preso por matar a traición[210] a un hombre. Afiliado en la cárcel al grupo de los absolutistas, era de nuestros enemigos más acérrimos. Sin duda, el encontrar nuestra gente menos terne, menos enérgica, que los absolutistas, le había dado una gran hostilidad contra ella.
A mí me tenía mucho odio; una vez, en el segundo patio, se echó encima de mí; pero yo le di con toda mi fuerza un puñetazo en un costado que lo dejé sin aliento.
El Fortuna era hombre petulante y cínico, que dejaba una estela de vicio allí por donde pasaba. Hacía alarde de sus instintos crapulosos; vestía chaquetilla con caireles de colores, gran reloj de plata, con la cadena llena de dijes, y calañés en la cabeza. El Fortuna buscaba la amistad de los muchachos jóvenes, les brindaba su protección; según algunos, les conseguía tener comunicaciones con la sección de mujeres; según otros, había algo peor en sus maniobras. De la misma cuadrilla era Cadedis, un gascón aventurero, que estaba procesado por robo, y un caballero de industria. El gascón aseguraba a todas horas que España era un país sin civilización y sin cultura. A pesar de su cultura, el francés era muy supersticioso. Creía en la quiromancia, en la magia y en que las brujas hacían ovillos con las lanas de los colchones de una cama de tal modo, que si no se les atajaba en su obra le ahogaban al que dormía en ella. Afirmaba también que en el barrio de Saint-Esprit, de Bayona, se vendían diablos metidos en una caña, que llamaban familiares, con los que se hacían prodigios. El había tenido uno de éstos. Un gitano, ladrón de caballos, le engañaba a Cadedis y le[211] sacaba el dinero. El gitano era saludador y, según decía, tenía la rueda de Santa Catalina en el cielo de la boca, y una cruz debajo de la lengua.
El otro personaje era un caballero de industria de quien ya te he hablado, el señor Pérez de Bustamante.
Este señor se hacía llamar conde de Otero, marqués de la Vega, etc. Gastaba unas tarjetas llenas de títulos y condecoraciones.
Tenía, según decía, grandes amistades con los oficiales de las secretarías, con aristócratas y ministros; todo lo facilitaba, y ofrecía empleos con la condición precisa de que se le anticipara algunas cantidades para recompensar los servicios de sus favorecedores.
Contaba que había viajado por toda Europa y América.
A mí me dijo que me había conocido en Méjico y en Madrid, en la fonda del Caballo Blanco, de la calle del Caballero de Gracia, donde yo no había estado nunca. La cuadrilla del Fortuna, formada por él, el gascón y el caballero de industria, se había completado con Adán. El Fortuna adulaba al señor Pérez de Bustamante, y éste protegía al Fortuna; el matón y el caballero de industria se entendían perfectamente.
El Pinturas joven y otros solían acercarse a esta cuadrilla, que manejaba dinero y convidaba a café y a aguardiente.
Ninguno de los que formaban esta cuadrilla se había afiliado a los liberales. No querían, sin duda, comprometerse mientras no llegaran a ver claro las ventajas que aquello les podía reportar.
¡La unción! ¡Favor! ¡Me han herido!
Espronceda: El Diablo mundo.
Gasparito, el zapatero, había querido preservar de la corrupción del ambiente a su amigo Andrés, a quien nosotros, y en toda la cárcel, llamábamos Adán.
Quiso enseñarle a leer y escribir; pero el Fortuna, unido con Pérez de Bustamante, Doña Paquita y Cadedis, estaban empeñados en estorbar los proyectos de Gasparito.
Durante algún tiempo se entabló una lucha de influencias para captar la simpatía de Adán.
Gasparito le dejaba libros y periódicos, le daba algún dinero, hacía que Andrés viniera a verme; por su parte, el Fortuna le daba cigarros, le enseñaba a jugar a las cartas, a hacer pillerías y a tirar la navaja.
El matón le decía al muchacho:
«Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco, te basta».
El Pinturas le explicaba procedimientos de falsificación, y Pérez de Bustamante, las intrigas y enredos donde se había metido.
A pesar de las ilusiones de Gasparito, yo veía claramente que el Fortuna y su grupo ganaban la partida. Adán tomaba un aire hipócrita delante de mí; pero, por lo que me dijeron los del segundo patio, el muchacho andaba con el Fortuna, con Doña Paquita y con algunas mujeres del otro departamento, jugaba a las cartas, fumaba, se había tatuado los brazos y comenzaba a matonear.
El día de Carnaval de 1835, el Fortuna y los de su cuadrilla tuvieron una comida espléndida, con pollos, un cochinillo asado y vino de Valdepeñas.
Habían metido mucho aguardiente de contrabando y convidaron a todos los amigos.
La gente se emborrachó, y se pidió al alcaide permiso para disfrazarse.
Entramos Gasparito, Román, el padre Anselmo y yo en el segundo patio a presenciar la fiesta. Se reunió con nosotros el Pinturas joven y dimos una vuelta por la Gallinería y llegamos hasta el último patio.
En esto, disfrazados de mujer, vimos a Doña Paquita, que venía en medio de Adán y del Fortuna, agarrado a los dos del brazo. Habían bebido de más y gritaban como locos.
El Fortuna abrazaba a Adán, y se puso a hacer ademanes obscenos.
Gasparito volvió la cabeza con un ademán de disgusto y nos alejamos del grupo que formaban[215] los tres borrachos; pero el Fortuna quiso mostrar más su conquista y se presentó de nuevo frente a nosotros con Adán y con Doña Paquita.
—¿Vienes, hermoso?—le dijo a Gasparito con una risa cínica y un contoneo repugnante—. ¿Cuál de las tres te gusta más?
Gasparito, incomodado, viendo que el guapo se le echaba encima, le dió un empujón y lo tiró rodando al suelo.
Yo vi que se nos venía la tormenta encima, y, agarrándole a Gaspar por el brazo, le empujé hacia la salida del patio; pero había mucha gente y Gaspar no quería salir rápidamente, quizá para que no se creyera que tenía miedo.
El Fortuna había desaparecido. Ya estábamos a la salida del patio cuando el matón se presentó con una navaja, oculta en la manga, y se lanzó sobre Gasparito como un toro; Gasparito tuvo tiempo de escapar a la acometida dando un salto rápido para atrás. Román, el hijo del librero, agarró al matón del borde de la chaqueta, y Gasparito, con gran valor, le arrancó la navaja de las manos.
El Fortuna, loco, enfurecido, le mordió en el brazo izquierdo. Entonces, Gasparito, en un momento de terrible furia, empuñó la navaja con toda su fuerza y dió tal navajada al matón en el vientre, que el Fortuna dió un grito de becerro que matan, y cayó al suelo. Yo vi brillar la hoja de la navaja como un relámpago y desaparecer en el vientre del matón. Le salían las entrañas por la herida y se iba desangrando rápidamente.
—¡Socorro! ¡Socorro!—gritó—. Me ha matado.
A los gritos vinieron el alcaide y los cabos[216] de vara, prendieron a Gasparito y llevaron al matón a la enfermería, el cual falleció poco después, asistido por el padre Anselmo.
—¡A quién se le ocurre matar a la Fortuna!—dijo el Pinturas con indiferencia.
Gaspar pasó unos días en el calabozo y tuvo un proceso. Yo declaré a su favor; Pérez de Bustamente, en contra, y el tribunal le condenó al zapatero a una pena ínfima.
Años después le vi en su tienda y le pregunté:
—¿Se acuerda usted de la Cárcel de Corte?
—No, don Eugenio; ¿y usted?
Me dijo que muy pocas veces había pensado en aquel bruto a quien había matado, y, al parecer, recordaba el suceso sin remordimiento.
Adán, al salir de la cárcel, se hizo un criminal completo, y debió acabar su vida en presidio.
Itzea, diciembre, 1920.
Todo esto es salud, y otro tanto ingenio.
Quevedo: El Buscón.
Durante mucho tiempo, no pudimos luchar con los presos carlistas. En el cuarto del abogado Selva, el mejor de todos de la Cárcel de Corte, se reunían cuatro o cinco frailes, dos o tres curas y otros tantos guerrilleros, y en esta Junta apostólica se tomaban acuerdos que don Paco, el alcaide, seguía al pie de la letra.
La Junta de Selva se erigió en soberana de la cárcel: ella decidía lo que se había de hacer; quién debía estar castigado; quién, no; quién debía ser tratado con benevolencia, y quién con severidad.
—Yo, por entonces, tenía asegurada la comunicación con los de fuera, y mis amigos de la Isabelina me mandaban cartas y papeles y me indicaban el giro que iban tomando los asuntos políticos.
A pesar de que yo me quejaba constantemente de la situación en que nos encontrábamos los liberales en la cárcel, los amigos no hacían nada por nosotros. Entonces, desesperado, se me ocurrió[220] enviar un escrito al Gobierno, afirmando a rajatabla que en la Cárcel de Corte se fraguaba una conspiración carlista.
El Gobierno no desconfió de mi denuncia, y envió en concepto de preso a un coronel, don Andrés Robledo, con la misión de observar lo que pasaba y de ver si era cierta mi denuncia.
Yo mismo no creía gran cosa en que allí se conspirase; pero cuando Robledo comenzó sus investigaciones, vi que mi hipótesis era una realidad, y que en la Cárcel de Corte se estaba tramando una de las muchas intrigas carlistas que por entonces tuvieron Madrid por centro.
El coronel Robledo me contaba sus descubrimientos; yo le daba datos acerca de los presos carlistas, y entre los dos redactábamos los partes al Gobierno.
Tan graves hallaron el ministro y el jefe de policía el contenido de estos partes, que enviaron a la cárcel a dos comisarios de policía, uno de ellos Luna, auxiliados por sesenta miñones aragoneses y varios celadores.
Luna conferenció conmigo y con Robledo, y dispusimos prender a don Paco el alcaide y a sus dependientes, al abogado Selva, al escribano de mi causa, García, y enviarlos a la cárcel de la Villa.
Se comenzó a instruír un voluminoso proceso acerca de esta causa, y se le encargó de él a mi amigo el juez don Modesto Cortázar, a quien conocía desde Aranda del año 20.
Los cargos de alcaide, de llavero y de carceleros se proveyeron en personas de antecedentes[221] liberales, y desde entonces pudimos estar los constitucionales a nuestras anchas.
El fiscal que nombraron para esta causa fué don Laureano de Jado, enemigo mío, que meses después decía a todo el que le quería oír:
—Estoy admirado del genio fecundo y de la travesura de Aviraneta. El ha conseguido embrollar su proceso de tal manera, que ha sido preciso a los Tribunales poner en libertad como inocentes a todos sus cómplices, y, para complemento de su maquiavelismo, ha fraguado este proceso de la conspiración de la Cárcel de Corte, que es la concepción más revolucionaria que ha podido imaginar el cerebro de un hombre para vengarse de los que él consideraba enemigos, y hasta del juez Regio y del escribano de la causa. Este proceso está vestido con tales declaraciones y pruebas, que me veo obligado a pedir contra los presuntos reos, cuando menos, un presidio. Pues bien: si como fiscal estoy en la obligación de obrar de esta manera, como particular me hallo cada vez más convencido y casi seguro de que todo el proceso no es mas que un solemnísimo embrollo fraguado por la fecunda imaginación de Aviraneta.
Con razón o sin ella, conseguimos vernos libres de la dictadura de los carlistas.
Yo quise influír en Cortázar para que dejara libre al padre Anselmo; pero el cura estaba pendiente de la causa y no se le podía libertar.
Como la vida en la cárcel para nosotros se hizo más llevadera, yo comencé a recibir visitas de los antiguos afiliados a la Isabelina, que podían hablarme con completa libertad. La opinión de la[222] gente reaccionó a mi favor, y todo el mundo decía que era un absurdo que permaneciera preso por una conspiración que no había existido nunca. Yo me hacía la víctima y esperaba el desquite.
Unos días después supe que en un movimiento revolucionario que estalló por entonces en Barcelona y que costó la vida al general Bassa, habían destituído del cargo, que le dieron meses antes, a mi denunciador Civat.
Poco después, Martínez de la Rosa salía del Gobierno. Yo me consideraba vengado, pero me faltaba conseguir mi libertad.
Yo pienso, pues, que vale más ser impetuoso que circunspecto, porque la fortuna es mujer, y para subyugarla es mejor batirla y atropellarla, porque se deja más bien vencer por los audaces que por los que obran fríamente.
Maquiavelo: El Príncipe.
Lo que tengo que contar ahora no es ninguna novedad para ti—me dijo Aviraneta—, porque pertenece en parte a la historia del tiempo.
Una mañana de agosto se presentaron en la Cárcel de Corte el capitán Ríos, ayo de los hijos del conde de Parcent, con otro oficial de la Milicia Urbana, de paisano. El alcaide me dejaba gran libertad y me permitió hablar con ellos largamente.
Los dos oficiales venían nada menos que a pedirme un Plan de sublevación, hecho a base de la Milicia Urbana.
—Señores—les dije yo—, no creo, claro es,[224] que ustedes hayan venido aquí a tenderme un lazo, ni mucho menos; pero ustedes pueden muy bien engañarse respecto al espíritu del pueblo y de la Milicia, y yo, antes de idear un plan y de ser responsable de él, quisiera cerciorarme de lo que ustedes dicen.
Ríos me contestó que traerían una carta de tres comandantes de la Milicia Urbana corroborando lo que decían ellos, y que vendría al día siguiente un agente de Bolsa amigo mío llamado Robles. Vino Ríos con la carta y con Robles, y hablamos.
Robles me dijo que reinaba, efectivamente, gran descontento en el pueblo liberal; que las noticias de la guerra eran malas; que se acusaba al Gobierno de inactivo; que la Corte en la Granja se dedicaba a divertirse, y que todo el mundo decía que tenía que venir un cambio en la política. Era una época en la que había entusiasmo y fe en las nuevas ideas, entusiasmo y fe que luego han ido decayendo.
Ríos añadió que estaba todo preparado para un pronunciamiento de la Milicia; que el pueblo secundaría el movimiento, y que Andrés Borrego había visitado al general Quesada, y que éste daba su palabra de que la Guardia Real no atacaría a los sublevados.
—¿Cómo puede asegurar esto Quesada?—pregunté yo—. El está de reemplazo.
—Sí; pero tiene de su parte toda la oficialidad de la Guardia Real.
—¿Han pactado algo Borrego y Quesada?
—No.
—¿Está usted seguro?
—Sí.
Luego se supo que Borrego había conferenciado con Quesada y con dos jefes de la Guardia Real, el general Soria y el conde de Cleonart. En esta conferencia, que yo no conocía, se había pactado que la Milicia Urbana haría una manifestación. Borrego y Olózaga escribirían una petición a la Reina, firmada por los cuatro jefes de la Milicia Urbana, y, presentada la petición, la Milicia dejaría las armas.
Si yo hubiera sabido que Quesada estaba en el ajo, no entro en la combinación.
Quesada era un militar ordenancista, bárbaro e incomprensivo. Era muy valiente y de costumbres rudas, arrebatado, ajeno a todo miramiento; decía que no sabía mas que mandar y obedecer, declaración que basta para juzgar cualquiera. Muy duro en el mando, muy destemplado en el lenguaje, a pesar de creerse muy fijo en sus ideas, era completamente voluble.
Muchas veces dijo, refiriéndose a los liberales: «He de ser peor que Atila con esa canalla».
Un hombre como Quesada, que tenía por norma el no razonar, no podía ser hombre de ideas; así se le vió figurar en una época con los absolutistas, después hacerse masón, sentirse medio liberal y, al mismo tiempo, enemigo de la Constitución. Para él todas estas volubilidades e inconsecuencias se velaban con la disciplina.
Sólo a Borrego, a Espronceda y a González Brabo, gente que quería medrar sin esfuerzo, se les pudo ocurrir apoyarse en un hombre como Quesada.
Quesada en esta época, 1835, estaba de cuartel en Madrid. Le habían separado de la Capitanía General en enero, lo que consideraba como una ofensa a su persona.
Si, como digo, hubiese tenido conocimiento de la participación de Quesada en el asunto, hubiese llevado éste de otra manera muy diferente.
Hablamos Robles y Ríos, y quedamos de acuerdo en que el objeto de la sublevación sería:
1.º Apoderarse de Madrid.
2.º Nombrar una Junta Revolucionaria.
3.º Ponerse en relación con los sublevados de Zaragoza.
De acuerdo en esto, les dije que al día siguiente les daría mi plan. Fué el siguiente:
PLAN DEL PRONUNCIAMIENTO
(Orden general para la Milicia.)
Pasado mañana, 15 de agosto, hay función de toros, y da el piquete de la Plaza la Milicia. Este piquete, en vez de disolverse al llegar a la Puerta del Sol, hará que sus tambores toquen generala, esparciéndose por la población. Los individuos de la Milicia, avisados, se irán reuniendo en la Plaza Mayor; se ocuparán las casas y se harán barricadas en las avenidas de los arcos. También se ocupará el telégrafo para impedir se avise al Gobierno. Una compañía se posesionará de la Puerta de Hierro e impedirá el paso al Sitio (La Granja),[227] Hecho esto, se pondrá inmediatamente en libertad a Aviraneta, que dirá lo demás que debe ejecutarse.
AVISO A LOS ISABELINOS
Se avisará a las centurias de la Isabelina para que asistan el día 15 de agosto, día de la Asunción, a la corrida de toros. A la salida rodearán al piquete de la Guardia Urbana y provocarán todo el escándalo posible. Se alarmará al vecindario.
AVISO A LOS DIPUTADOS
Inmediatamente se avisará a los diputados liberales para que vayan a la Plaza Mayor y formen una Junta de Gobierno.
DISPOSICIONES INMEDIATAS
Si las tropas del Gobierno no se oponen, la Milicia se apoderará lo más rápidamente posible de la casa de Oñate, en la calle Mayor, de la Imprenta Real y del Principal.
Se fueron los militares y yo me quedé en la cárcel. Aquellos días estuve leyendo el Diablo Cojuelo, de Vélez de Guevara, que me prestó un preso, y pensando en la idea original del autor.
La tarde y la noche del 15 de agosto las pasé en una gran angustia. Al anochecer me pareció oír desde mi cuarto gritos y ruido de tambores; luego cesó todo rumor y volvió el silencio. Cuando a las diez de la noche vi que no venía nadie a buscar[228]me, creí que el pronunciamiento habría fracasado. Yo pensaba—y en estas cosas se equivoca uno siempre—que podía fracasar el movimiento; lo que no se me ocurría es que, después de hecho con éxito, mis amigos no vinieran en seguida a sacarme de la cárcel. Sin embargo, así fué. Un pelotón de milicianos, pertenecientes a la Isabelina, quisieron venir; pero los centinelas no les dejaron pasar. Otros me dijeron que no habían ido a la cárcel por no molestarme. ¡Por no molestar a un preso retardar su libertad! ¡y retardarla creyéndolo necesario! ¡Qué absurdo!
Al día siguiente, domingo, a las nueve de la mañana, vinieron a buscarme a la Cárcel de Corte.
Una vez que no se entendían en una disputa de la Academia, dijo M. de Mairan: «Caballeros: ¡si no habláramos más de cuatro a la vez!»
Chamfort: Caracteres y anécdotas.
El pronunciamiento se había hecho y estaba ya vencido. Al terminar la corrida del día de la Asunción, dos compañías de milicianos volvían formados por la calle de Alcalá, con la música al frente, tocando himnos patrióticos. El Himno de Riego producía entre la muchedumbre tempestades de aplausos. La gente daba vivas y mueras, a cada momento más estrepitosos. Al llegar a la Puerta del Sol la algazara subió de pronto; comenzaron a oírse gritos de «¡Viva la libertad!», «¡Mueran los carlistas!», «¡Viva la Soberanía Nacional!». Al acercarse a la Plaza Mayor la Milicia había perdido las filas y se había mezclado con los paisanos.
De pronto sonaron unos cuantos tiros, se oyeron toques estridentes de corneta, y se inició el pánico en la ciudad. Se cerraron las puertas y ventanas de las casas, y los tambores comenzaron a tocar generala por las calles desiertas de Madrid, en distintos puntos de la capital. Se les había avisado a los milicianos que estuviesen preparados para el toque de generala, y se les vió que cruzaban presurosos las calles y corrían a reunirse a sus respectivos batallones, en los puntos que se les tenía señalados para caso de alarma. Luego, los batallones fueron a la Plaza Mayor y formaron a lo largo de sus cuatro frentes.
Se ocupó la casa de la Panadería y la de Oñate, en la calle Mayor, y se empezaron a hacer zanjas en los arcos. Se trajeron de los almacenes del Ayuntamiento maderos y carros y se cerraron las distintas calles que rodean a la plaza.
El segundo batallón de milicianos no entró en la Plaza Mayor, sino que quedó en la del Rey, con su comandante don Rodrigo Aranda, probablemente más inclinado a obedecer al Gobierno que a hacer causa común con los sublevados.
De noche se le avisó y se le envió hacia Puerta de Moros para que observara lo que pasaba con la tropa en el cuartel de San Francisco.
A las nueve de la noche se presentaron en la Plaza Mayor don Fermín Caballero, Chacón, el conde de las Navas, don Joaquín María López, Gaminde, Calvo de Rozas, y otros muchos, a proponer que se formara inmediatamente una Junta de Gobierno; pero Borrego, Espronceda, González Brabo, Ventura de la Vega, Olózaga y otros[231] jóvenes dijeron que había que esperar la llegada del general Quesada; que éste era el director del movimiento y que él tenía que dar las órdenes.
Los liberales, en vez de obrar inmediatamente, se dejaron convencer.
A la misma hora Quesada había sido llamado por el secretario del Ministerio de lo Interior, don Mariano Zea, al Principal. Estaban allí el corregidor marqués de Pontejos y el capitán general conde de Ezpeleta. Se decía, sin duda, que Quesada tenía participación en el movimiento de los milicianos.
Zea y Ezpeleta, que estaban desprevenidos y no contaban en aquel momento con fuerzas, le dijeron a Quesada que debía ir a la Plaza Mayor a verse con los sublevados y a preguntarles qué es lo que deseaban y cuál era la causa de su movimiento.
Fueron Quesada, Pontejos y el concejal Roca a la Plaza Mayor, donde les esperaban Olózaga y Borrego. Quesada se quejó de que en el Arco de Platerías hubiese atravesados carros y maderos. Borrego le dijo que se quitarían. Subieron a una habitación alta del Ayuntamiento y se celebró una reunión. Quesada y Pontejos esperaron el resultado en un cuarto próximo.
En la reunión estaban los jefes de la Milicia: el duque de Abrantes, Gálvez, Castaño y José María Sanz; otros oficiales, como el capitán Ríos, el capitán Nocedal y muchos paisanos: Chacón, Espronceda, Gaminde y los diputados liberales.
Entonces Borrego dijo que el general Quesada conocía el origen del movimiento; que no preten[232]día ser mas que una manifestación de la Milicia Urbana; que después de dirigir una petición a la Reina se disolvería.
Los liberales quedaron extrañados. ¿Entonces, para qué nos han llamado?, se preguntaban. Chacón y el conde de las Navas insistieron en la formación de una Junta. Espronceda y Borrego replicaron que era desvirtuar el movimiento y que se había dado palabra al general de no ir más allá.
Se discutió entre unos y otros, y se apeló a los jefes de la Milicia, y éstos, en su mayoría, afirmaron que los milicianos no querían mas que hacer la petición a la Reina y disolverse.
Como no había unanimidad se dijo que convenía llamar a todos los jefes y oficiales de la Milicia Urbana y consultarles. En general, todos fueron partidarios de la exposición, seguida de la disolución inmediata.
Ante esto, los partidarios de la Junta cedieron, y Olózaga y Borrego entraron en un salón e hicieron como que redactaban un escrito, que ya tenían redactado. Después fueron a ver al general Quesada y le entregaron la exposición para que la llevara al ministro.
Pasaba el tiempo, y los milicianos en la plaza iban perdiendo el entusiasmo al ver que no se tomaban determinaciones rápidas. Algunos isabelinos empezaron a reforzar las barricadas de los arcos; pero el comandante Sanz y Borrego, con un grupo de oficiales, mandaron que se quitaran los obstáculos, pues se había prometido a Quesada dejar las puertas francas.
Con la exposición de los milicianos en el bolsillo entró en la sala Quesada, donde se discutió.
Borrego explicó lo ocurrido; dijo cómo se había escrito una exposición a la Reina; que una copia se había dado a Quesada para que la mostrara al Gobierno, y que los jefes de la Milicia querían ir a la Granja a entregarla a la Regente.
Quesada habló. Dijo las vulgaridades de cajón.
Que desaprobaba los tumultos de la fuerza armada contra el Gobierno constituído; que la Milicia Urbana no debía salirse del campo de la ley; que aquel acontecimiento favorecía a los partidarios de Don Carlos, y que él llevaría la exposición al Ministerio.
Con esto se retiró.
Chacón replicó que había ido engañado a la reunión, pues le habían avisado que se quería formar una Junta de Gobierno; que, puesto que se trataba de otra cosa, se retiraba, no sin advertir que la exposición tendría la eficacia de los paños calientes y del agua de cerrajas. Por otra parte, él no podía creer que el general Quesada fuera siempre tan atento con los Gobiernos constituídos, pues todo el mundo recordaba que el general, ahora tan respetuoso con lo establecido, había sido un faccioso y un rebelde en los años 22 y 23, en los cuales había mandado el Ejército de la Fe, que era una gavilla de asesinos.
Borrego y Espronceda no supieron qué decir, y Chacón y los suyos se marcharon. Su marcha fué un desencanto para los exaltados.
A media noche comenzaron en la plaza las dis[234]cusiones y las riñas. Estaban encendidos los faroles y se habían hecho algunas hogueras. Hubo grandes peleas entre exaltados y pacíficos; los exaltados eran de Madrid, y a los pacíficos los llamaban de Guadalajara. Los exaltados decían que era una vergüenza haber servido de comparsas a Espronceda y a Borrego, con los cuales Quesada estaba jugando; los pacíficos respondían que no se habían comprometido mas que a aquello. Los exaltados insultaban a los pacíficos, y añadían que deshonrarían la Milicia si soltaban las armas. Entre conversaciones y discursos se bebió mucho y la exaltación volvió a los ánimos.
Mientras los milicianos discutían y reñían con furia en la Plaza Mayor, el Gobierno, representado por el capitán general de Madrid, el superintendente de policía, el secretario Zea, el alcalde, Pontejos, y el concejal Roca, discutieron la exposición de la Milicia llevada al Principal por el general Quesada y Olózaga.
Zea dijo que el Gobierno no podía resolver acerca de la mayoría de las peticiones sin las Cortes. Que en la exposición había que borrar estos puntos, para resolver los cuales no tenía atribuciones el Ministerio.
Volvió Quesada a la plaza a las cuatro, y Borrego redactó una nueva exposición, suprimiendo todos los puntos importantes de la anterior, y Quesada se encargó de llevarla al Ministerio. Al salir dijo que quitaran las barricadas, porque era inútil y peligroso dejarlas.
Salió Quesada de la plaza para el Ministerio, y tras él, una comisión de seis oficiales milicianos, [235] con el duque de Abrantes a la cabeza, que iban a pedir al Gobierno que les diera pasaporte para llegar hasta la Reina y entregarle a aquella exposición tan venida a menos.
Estando los jefes en el Ministerio llegó una proclama, impresa en la Imprenta Real, con este título: «La Milicia Urbana de Madrid, al pueblo y benemérita guarnición».
Quesada les reconvino a los jefes urbanos por la proclama, y éstos protestaron de que no habían sido ellos los inspiradores de este papel. Pensaban que serían los amigos de don Fermín Caballero y de Chacón los que habían impreso aquello. Zea, entonces, haciéndose el enérgico, dijo que de ninguna manera podía dar los pasaportes a los que miraba como rebeldes, y el capitán general le dió la razón.
Zea supo en aquel momento que tenía la guarnición de Madrid segura, y por esto se sintió valiente.
Los oficiales, ya asustados, dijeron a Quesada que volviera a la plaza, y que entre todos convencerían a los urbanos para que se retiraran sin más exigencias.
Fueron de nuevo a la plaza Quesada, acompañado del coronel de la plana mayor de la Guardia Real, don Cayetano Urbina, y del teniente de caballería Pezuela.
En la habitación donde se habían celebrado las anteriores conferencias entraron los jefes, los soldados urbanos y los amigos de Espronceda y Borrego.
Quesada les recriminó por la proclama dirigida [236] al pueblo, y Espronceda y Borrego dijeron que ellos no la habían escrito.
—Es la expresión de los sentimientos de la mayoría de la Milicia Urbana—saltó diciendo uno del público.
—No es cierto.
—Sí, sí; lo es. ¡Bravo!
Quesada, que iba incomodándose, dijo que era necesario que los sublevados quitasen las barricadas, pues si no, él se pondría a la cabeza de la Guardia Real y les dejaría sepultados bajo las ruinas de la plaza.
Quesada puso su cara de pocos amigos para decir esto. Borrego y Espronceda, agarrándose a la última tabla de salvación, afirmaron que se quitarían los obstáculos si la tropa se retiraba a sus cuarteles y se cumplía lo pedido en la exposición.
El general dió por terminada la conferencia y comenzó a bajar las escaleras refunfuñando, diciendo que iba a hacer una de las suyas.
Quesada apareció en los soportales de la plaza rodeado de los dos oficiales de la Guardia Real, de uniforme, y seguido de Espronceda, Borrego, Ventura de la Vega, Luis González Brabo, y otros.
Al ver que había obstáculos en el callejón del Infierno gritó a uno de los comandantes:
—¿No habíamos quedado en que desaparecerían las barricadas y que los milicianos se retirarían a sus casas?
—Mi general—contestó el comandante Sanz—, parte de los milicianos se opone a retirarse.
—Se les desarma—dijo Quesada.
En esto algunos isabelinos se acercaron al gru[237]po del general y sus amigos y comenzaron a increparles.
—¡Fuera los traidores!—gritó uno.
—¡Viva la Constitución de 1812!
—¡Viva la Niña!
—Quesada levantó el bastón en el aire con intención de descargarlo sobre la cabeza de los milicianos, que gritaban. La rabia de éstos se volvió contra él:
—¡Muera Quesada!
—¡Muera!
—¡Abajo los absolutistas!
—¡Abajo!
Los milicianos fueron a coger sus armas; y todo el grupo de Quesada y sus amigos lo hubiese pasado mal si los milicianos de Guadalajara no hubieran formado en los arcos para defenderles. Quesada, con los suyos, se dirigió corriendo hacia el Arco de Platerías, y saltando por una barricada salió a la calle Mayor. Con él salieron los dos oficiales y Espronceda, Borrego y los paisanos.
Quesada iba echando espuma por la boca, de rabia, e inmediatamente se presentó al Gobierno a ofrecerse para atacar inmediatamente a los sublevados.
A las seis de la mañana las tropas del Gobierno, dirigidas por Latre, Ezpeleta y Quesada, salían de los cuarteles y ocupaban la plaza de Oriente y la de los Consejos, y poco después, la calle de Santiago y la del Sacramento, hasta la plaza del Conde de Barajas. A esta hora los sublevados pensarían en mí.
Sólo a las temeridades
las sentencia la fortuna;
pues con juicio desigual
hace que el nombre les den:
de hazaña, si salen bien,
y de locura, si mal.
Bances Candamo: Por su rey y por su dama.
Estaba la partida perdida cuando los sublevados pensaron en mí.
A eso de las nueve, un grupo de milicianos armados se presentaron en la plaza de Santa Cruz delante de la Cárcel de Corte; entraron aquí, llamaron al alcaide y le exigieron que me dejara en libertad. El alcaide, naturalmente, se opuso; pero, ante la amenaza de soltar a todos los presos, cedió.
Yo estaba preparado y el padre Anselmo también.
—Aprovéchese usted—le dije—y salga usted conmigo.
—Pero, ¿cómo?
—Nada, nada, coja usted sus bártulos y sígame usted.
El alcaide se quiso oponer; pero hice que nos rodearan a los dos los milicianos y salimos a la plaza de Santa Cruz, y después, a la Plaza Mayor.
El pobre cura, al ver tanta gente armada, estaba asombrado. Con su maleta en la mano no sabía qué hacer.
Al entrar en la Plaza Mayor le vi a Bartolillo, el chico de la librería de la calle de la Paz, que andaba curioseando por allá. Le llamé:
—¡Bartolo!
—¿Qué?
—¿Quieres acompañarle a este cura?
—Sí.
—Pues vete con él a la calle de Segovia; bajando a mano derecha, y en una casa grande, entre la plaza de la Cruz Verde y la calle de la Ventanilla, que tiene en el piso bajo una panadería, entráis, subís al piso cuarto y preguntáis por doña Nacimiento. La dices a esa señora que el cura va de parte de don Eugenio y que me esperará allí.
—Muy bien.
El cura quería llevarse la maleta.
—Deje usted la maleta aquí, yo se la mandaré dentro de un momento.
Se fueron el padre Anselmo y Bartolillo; guardé yo la maleta en una taberna próxima a la Escalera de Piedra y me dediqué a examinar tranquilamente la situación.
La partida estaba perdida.
Hablé con los jefes de la Milicia Urbana, y cada [241] uno opinaba de manera diferente. Le envié un recado a Palafox por si éste se atrevía a ponerse a la cabeza del movimiento; pero a Palafox no le convenía aparecer, y se eclipsó.
Entonces hablé con el capitán Miláns del Bosch, hombre enérgico, para ver si él era capaz de erigirse en jefe del movimiento y asumir su responsabilidad.
Le dije que parte de la Guardia Real se vendría con nosotros; que yo me comprometía a verle a Urbina, y que le convencería o me fusilaría. Luego supe que el oficial que le acompañaba a Quesada no era el Urbina que conocía yo, sino otro; le dije también que el coronel don Antonio Martín, hermano del Empecinado, sublevaría su regimiento de caballería.
—¿Cómo vamos a sostenernos en esta plaza?—me dijo Miláns—. ¿Dónde están los víveres?
—Salgamos de aquí—le dije yo—. Cinco mil hombres y un regimiento de caballería es mucho.
—Sí, si hubiera disciplina; pero no la hay. Estos hombres están desmoralizados.
—Entonces la partida está perdida. Démosla como terminada.
Yo subí sobre un banco de la plaza y expliqué que no había mas que una alternativa: o salir inmediatamente y atacar a las tropas en la Puerta del Sol y seguir adelante, o abandonar la empresa.
—¡Vamos! ¡Vamos!—gritaron los exaltados.
Pero ya era imposible, y nadie dió el paso adelante.
Los cañones de la tropa comenzaron a acercarse a los arcos.
Yo volví al banco y grité:
—¡Señores! Esto está acabado. Yo no tengo la culpa. A mí me han llamado tarde. Ahora cada cual que se vaya a su casa.
Al anochecer, los milicianos, en masa, dejaban sus fusiles y se marchaban.
Los ex voluntarios realistas de los Barrios Bajos, al ver la derrota de los milicianos, atacaron a los fugitivos a tiros y a palos, y no sé si llegaron a matar a alguno. Sobre todo, las viejas se mostraron más terribles, y esperaban a los liberales con la navaja en la mano. A una de estas furias, que cosió a cuchilladas a un miliciano que pretendía entrar en su casa, la prendieron, la juzgaron y la llevaron, pocos días después, al patíbulo.
Así, el despecho de Quesada, la ambición de Espronceda y de Borrego, los planes míos, concluyeron en que se ejecutara a una pobre vieja, fanática, que creía seguramente que era una obra meritoria el matar a un liberal.
Que aquesto es el Castañar
que más estimo, señor,
que cuanta hacienda y honor
los reyes me pueden dar.
Rojas: García del Castañar.
Al anochecer del día 16, cuando vi la Plaza Mayor desierta, entré en la taberna próxima a la Escalerilla; saqué la maleta del padre Anselmo, y me puse el manteo y la teja nueva. Metí mi sombrero en la maleta, y bajé por la escalera a la calle de Cuchilleros. Llegué hasta Puerta Cerrada y encontré allí una patrulla de voluntarios realistas.
—¿Se puede ir hacia la Plaza Mayor?—les pregunté.
—No; no vaya usted por allí, padre.
—Entonces tendré que volverme a casa.
Seguí hasta la calle de Segovia. En la escalera de casa de doña Nacimiento me quité el manteo y me encontré con don Anselmo.
Pasamos el cura y yo seis días en aquella casa, sin salir una vez siquiera, esperando el giro de los acontecimientos.
Supimos que al volver el Gobierno de la Granja, el presidente, el conde de Toreno, ofreció doscientas onzas de oro y un empleo a quien descubriera mi paradero, y la policía hizo los mayores esfuerzos para cogerme.
El padre Anselmo y yo preparamos un plan de fuga. El padre Anselmo tenía un sobrino y ahijado que vivía en Alcalá. Unos días después, el 24 de agosto, era la feria de este pueblo.
Saldríamos de Madrid en calesa hasta las Ventas del Espíritu Santo; aquí esperaríamos una galera y entraríamos en Alcalá, confundidos con carreteros y arrieros que fuesen a la feria, e iríamos a parar a casa del ahijado del cura.
Doña Nacimiento conocía a un calesero y le llamó. El calesero era liberal y se prestó a lo que le propusimos.
El chico del calesero se vestiría de muchacha; el padre Anselmo, con traje de aldeano, y yo sería el calesero. Iríamos hasta las Ventas del Espíritu Santo, esperaríamos allí, donde dejaríamos la calesa, y marcharíamos en un carro camino de Alcalá, como si fuéramos a la gran feria que se celebraba en la ciudad del Henares el día 24. Así lo hicimos, y todo nos resultó bien.
El ahijado de don Anselmo, a quien le habíamos anunciado nuestra llegada, nos esperó y nos llevó a una finca que tenía a una legua del pueblo.
Era una propiedad no muy grande, pero muy bien cuidada. Juan, el sobrino y ahijado del padre[245] Anselmo, era un hombre joven, fuerte, labrador, cazador y muy activo. La mujer, la Ambrosia, era una mujer rozagante, que había echado al mundo nueve hijos y pensaba seguir echando más.
Juan, con su escopeta y sus perros, marchando de caza al amanecer, acostándose al hacerse de noche y contento con su suerte, me recordaba a García del Castañar.
El matrimonio nos recibió muy amablemente al cura y a mí.
Viví yo en aquella casa una semana, y, pasada ésta, me despedí del padre Anselmo y de sus sobrinos y me fuí a Zaragoza.
Aquí publiqué un folletito sobre el Estatuto Real, en la imprenta de Ramón León, y esperé hasta que Mendizábal me llamó y me dió un encargo para Barcelona; pero esto—terminó diciendo Aviraneta—es otro capítulo de mi vida.
Todo es hecho del polvo, y todo se tornará en el mismo polvo.
El Eclesiastés.
Por la época de la guerra de Cuba—dice Leguía—, solía ir yo a Madrid a un hotel de la calle del Arenal, y visitaba las librerías de viejo próximas. Me detenía con frecuencia a charlar con un librero de viejo que tenía su tienda en una rinconada que había en la calle de Capellanes, al acercarse a la calle de Preciados.
Le había encargado a este librero, como a otros, que me guardase lo que encontrara de papeles históricos y de estampas españoles del siglo xix.
El librero era un viejo, muy viejo, y me proporcionaba lo que le pedía.
Cuando subía desde la calle del Arenal por la de Capellanes solía echar una mirada por una ventana enrejada que daba al horno de una panadería, y recordaba la historia de don Tomás Manso y de su sobrino. Unos años más tarde de la guerra de Cuba, el librero de la rinconada me dijo que tiraban la casa grande de los Capellanes y que él iba a traspasar su tiendecilla.
Cuatro o cinco meses después vi la casa de la calle de la Misericordia derribada y la alineación de la calle de Capellanes hecha.
El librero me dijo que al derribar la casa, en un sótano, debajo de un almacén que tenía en la pared una fuentecilla con una cabeza de Medusa, se encontró un esqueleto de un hombre y unos huesecillos de feto.
Los anticlericales de la vecindad supusieron que estos serían de alguna monja del convento vecino; respecto al esqueleto del hombre no se pudo saber de quién era.
El día en que el librero me contaba esto entró un trapero, un tuerto desharrapado de cara alegre, barbas enmarañadas y la nariz roja, con un gran lío de papeles.
—No los quiero—dijo el librero—; te los puedes llevar, Tuerto, yo ya me retiro.
—A ver que trae usted ahí—le indiqué yo.
—Lo daré muy barato—me dijo el trapero, dejando el paquete en una silla y quitándole una lía hecha con bramantes viejos y balduques.
Había un tomo del Palacio de los Crímenes, de Ayguals de Izco; la Historia de la revolución del 54, por Ribot y Fontseré; dos folletos de Aviraneta, varios Ecos del Comercio, amarillos, y la proclama de los nacionales en agosto de 1835.
Ni el librero ni el trapero habían oído hablar nunca de Chico, ni de Aviraneta, y mucho menos del pronunciamiento de los Urbanos.
A mí, que había visto durante tanto tiempo carteles pintados con la muerte de Chico, del Cura Merino y de los hermanos Marina, que un[251] hombre mostraba con un puntero en las plazas, me chocaba que todo esto hubiera desaparecido tan completamente del recuerdo de las gentes.
Y, sin embargo, así era.
—Todo esto que traes aquí—dijo el librero—no vale nada. Cosas pasadas, sin importancia.
—Nosotros también somos viejos—repuso el trapero y se nos ha pasado el tiempo.
—Todo pasa, amigo trapero—le dije yo—. La hoja del árbol cae, la hoja de rosa se marchita, la hoja de papel se arruga y la comen los lepismas. El lepisma devora el papel; la carcoma y la polilla devoran la madera; las penas nos devoran a nosotros hasta que entregan su presa a los gusanos.
—Todo no es mas que miseria—dijo el librero.
—¿Saben ustedes cómo arreglo yo eso?—preguntó el trapero.
—¿Cómo lo arregla usted?
—Pues echándome un quince siempre que puedo.
—La otra manera de arreglarlo es la filosofía.
—Mi filosofía es el vino. ¿Hace alguna de estas cosas, caballero? Me da usted lo que usted quiera por ellas.
Le di tres pesetas por los dos folletos y por la proclama.
—¡Bueno, señores!—dijo el hombre volviendo a atar los libros—. Me voy a dedicar... a la filosofía.
—Es usted un compadre alegre y jovial—le dije yo.
—Naturalmente. Ahora me voy yo a la taberna del Vaqueiro del callejón de Preciados, y me tomo[252] una tajada de bacalao y un quince, y me río yo de los peces de colores.
—¡Hombre, eso está mal!—le dije yo.
—¿Por qué?—preguntó el hombre extrañado.
—Yo me figuro que el bacalao es un pez, y comérselo y reírse luego de él, no me parece bien.
—¡Vamos! Usted es un guasón. Pues sí, me tomo un quince o dos quinces, y le hago un corte de mangas al mundo entero.
—Hasta que el vino te haga un corte de mangas a ti, Tuerto, y te lleve al Este—dijo el librero.
—¡Bah!
—Ten cuidado con esa nariz, se va pareciendo al Vesubio en ignición.
—Te veo... Vesubio.
—¿Tiene usted hijos, trapero?—le pregunté yo.
—Se tienen ellos...; yo, no... Yo los he traído al mundo...; ellos se agarran como pueden... ¡Salud, señores!
El trapero echó su paquete al hombro, y yo volví al hotel pasando por delante del solar de la casa de los Capellanes y pensando que todo está hecho de polvo y que todo se tornará en el mismo polvo.
Madrid, marzo, 1921.
FIN DE EL SABOR DE LA VENGANZA