*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 47092 *** Nota del Transcriptor: Se ha respetado la ortografÃa y la acentuación del original. Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas. Letras itálicas son denotadas con _lÃneas_. Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal. HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑA desde el advenimiento de Felipe III al Trono HASTA LA MUERTE DE CARLOS II [Ilustración: Cánovas del Castillo] EL RETRATO DE CÃNOVAS POR MADRAZO Deseando avalorar la presente reimpresión, publicamos el retrato, verdaderamente magistral, de Cánovas, que empezó á dibujar el eminente pintor don Federico de Madrazo; pues aun no siendo, como no es, sino un ligero esbozo, hecho á dos tintas, resulta, sin disputa, el mejor, más parecido y más completo de todos los del autor, por reproducir y contener, no sólo sus más genuinos rasgos fisionómicos, sino la expresión completa de su espÃritu y de su carácter. El original, de tamaño natural, lo posee y conserva como preciada reliquia el único hermano sobreviviente de Cánovas, y, con el tiempo, pasará, en calidad de donativo, al Museo Moderno. HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑA desde el advenimiento de Felipe III al Trono HASTA LA MUERTE DE CARLOS II POR EL EXCMO. SEÑOR D. ANTONIO CÃNOVAS DEL CASTILLO Director de la Real Academia de la Historia, individuo de número de la Española, de la de Bellas Artes de San Fernando, de la de Ciencias Morales y PolÃticas, etc., etc., etc. CABALLERO DE LA INSIGNE ORDEN DEL TOISÓN DE ORO SEGUNDA EDICIÓN, CON PRÓLOGO DEL EXCMO. SEÑOR D. JUAN PÉREZ DE GUZMÃN Y GALLO de la Real Academia de la Historia, CABALLERO GRAN CRUZ DEL MÉRITO MILITAR [Ilustración] MADRID LIBRERÃA GUTENBERG DE JOSÉ RUIZ, EDITOR Plaza de Santa Ana, 13 1910 Madrid.--Imprenta de Fortanet, Libertad, 29.--Teléf.º 991. _Al Excmo. é Ilmo. Señor_ _D. SerafÃn Estébanez Calderón_, Caballero Gran Cruz de la Real Orden Americana de Isabel la Católica, Comendador de la Real y distinguida de Carlos III, Académico de número de la Real Academia de la Historia, condecorado con la cruz de San Fernando de primera clase y otras varias de distinción, Ministro togado del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, Senador del Reino, etc. _Dedicar á Ud. la primera obra de alguna importancia que lleve mi nombre es en mà obligación de tal naturaleza, que, con desconocerla, darÃa sobrada ocasión á la censura de los buenos. No parece que cumpla dedicándole la presente, porque es tal que más consigue con eso autorizarse que declarar mi agradecimiento. Pero todo se remediará con que usted ponga á cuenta de lo pequeño de la obra lo grande de la voluntad mÃa; de ella por encarecimiento basta decir que es tanta cuanta me cumple para que se iguale con mi obligación. Débole á Ud. los principios, que será deberle los fines; débole cariño de padre más bien que no de deudo; débole el tal cual acierto que haya en mi estilo, si lo hay, ó si no harta lección y enseñanza para que lo hubiese, pues sólo ha de achacarse á mi torpeza la falta. Y singularmente he de confesar por de Ud. el amor á las cosas de España que en mà hay, fruto de sus palabras y ejemplos, y que, después de haber llenado mi fantasÃa de ilusiones dulcÃsimas durante los primeros años, aguardo que me acompañe y aliente por todos los de mi vida. Tales cosas no exigen menor paga que eterno agradecimiento, y bien puede servir en muestra del mÃo el que haya aguardado para decirlo tan pública ocasión como esta, porque los tramposos y escatimadores de beneficios antes los reconocen en tiempo y lugar donde puedan ser lisonja que dañe y lastime que no donde puedan ser cimiento de irrevocables deberes. Acepte, pues, la ofrenda esta, aunque tan humilde, y apúntela en la cuenta de la gratitud, que es cuenta que nunca se cierra en el concepto de su afectuoso sobrino_ Antonio Cánovas del Castillo [Ilustración] EL PRIMER LIBRO HISTÓRICO DEL Excmo. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo I Cábeme el honor, que ha de constituir lÃnea de relieve en las obscuras efemérides de mi vida, de ser el primero, que, lisonjeado por el bondadoso encargo de sus más amantes deudos, logra poner su pluma al frente del primer libro que, después de su muerte, se reimprime de la inmensa y exquisita labor histórica de aquel insigne publicista, hombre de Estado y altÃsima y universal inteligencia, que llenó, con los frutos sazonados de ésta y con los actos ejecutivos de su polÃtica y poder, más de la mitad del siglo antecedente en España, y que dejó ilustrado con lauros inmortales á la admiración de la posteridad el encumbrado nombre de D. ANTONIO CÃNOVAS DEL CASTILLO. Reconozco la inferioridad de medios en que me hallo, para acometer una empresa como esta, y que á algunos parecerá superflua, tratándose del hombre insigne de que se trata. Pero aquel de sus deudos más próximos, que sin atreverme á apellidar el más predilecto entre los suyos y que hasta en el nombre con él más se identifica, obedeciendo á altas consideraciones que el amor á su memoria le ha sugerido, y queriendo rendir este tributo de su afecto inextinguible, de su respeto reverente y de su admiración más entusiasta al que, sin dejar á los suyos más timbres nobiliarios que su apellido glorioso, después de haber sido por tanto tiempo el restaurador del Trono y de la dinastÃa, la columna de la Regencia en la casi orfandad de la Corona, el árbitro de los destinos de la Nación, el encumbrador de tantos otros y el objeto preclaro de la admiración de todo el mundo, el _Excmo. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo y Vallejo_, que une á los tÃtulos de su elevada cuna y familia, el honor de los laureles del arte, me hizo la honra de acudir á mi amistad á comunicarme sus pensamientos y á invitarme á la asociación de su obra; y yo, que sin ser tampoco de los agraciados con los favores de la fortuna en los tiempos que tantos los alcanzaron, y que bajo todas las vicisitudes de mi laboriosa carrera profesé incondicionalmente la misma admiración, los mismos afectos hacia aquel hombre que en todas mis producciones polÃticas apellidé sin duelo _monstruo de la naturaleza_, y puse en la misma elevada jerarquÃa en los destinos de España, que en sus respectivos paÃses alcanzaron Cavour en Italia, Thiers en Francia, Deak en HungrÃa, Bismarsk en Prusia y Disraeli en Inglaterra, no vacilé en aprovechar disposición tan ingenua para arrojar todavÃa mi última corona sobre la tierra que envuelve la sombra, acaso por muchos de sus más favorecidos ya olvidada, de aquel hombre que simboliza con su hermosa representación toda su época en España y fuera de ella, y que ocupará en la Historia de la Patria el lugar sublime de todos los que en el campo de la acción contribuyeron á sus grandezas y á su gloria. El Sr. Cánovas del Castillo y Vallejo, el editor espléndido y el impulsor de esta obra en honor del que llevó hasta el nombre, que de él recibió en la pila del bautismo, y á quien, más que en los puestos de su abandonada carrera polÃtica, le impulsó hacia las gustosas inclinaciones del arte y del trabajo, que hoy constituyen su mayor satisfacción y su orgullo, me decÃa:--«Mi tÃo no vinculó la propiedad de ninguna de sus obras literarias á la parca fortuna que disfrutaba. Todas son del público dominio y cualquiera editor lÃcitamente puede reproducir las que quiera, atendiendo á su legÃtima especulación, no al honor y al nombre del que las produjo. _La Historia de la decadencia de España desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II_, fué el primer libro histórico serio que salió de su pluma y entregó á la publicación, cuando el hervor de la sangre juvenil encendÃa las ideas que después templaron el curso de la vida, la colosal profundidad de sus estudios posteriores y la experiencia personal en los arcanos de los oficios del Estado y de las imposiciones de la vida pública; y aunque ninguna, como ésta, entre sus obras, rebosa aquella frescura de imaginación y de ideas, aquel vigor de concepción y de crÃtica, aquel desenfado y libertad de expresión con que la _Historia de la decadencia_ está escrita, cuando operada en el yunque de los sucesos y de los estudios la gran evolución de su espÃritu, que le condujo á sus puestos eminentes y á sus más grandes producciones literarias, entregó á éstas toda la honrada sinceridad de su alma, ansió recoger é inutilizar los ejemplares de aquella obra ingenua de su juventud, y corregir en parte ó tachar por capÃtulos enteros el pristino ejemplar que él conservaba. Aun no pareciéndole esto bastante, después de rectificarse á sà propio en aquel _Bosquejo histórico de la casa de Austria_, que escribió como un avance á la obra fundamental que tenÃa proyectada sobre todo el brillante perÃodo de los dos siglos que sobre el trono que ocuparon con gloria inmarcesible los Reyes Católicos D. Fernando de Aragón y Doña Isabel de Castilla tuvieron asiento los Reyes de la dinastÃa austriaca; en todos sus trabajos especiales, y más que en ningún otro, en el que tituló _Estudios del reinado de Felipe IV_, puso total empeño en desautorizar muchas de las ideas, conceptos y juicios vertidos en la _Historia de la decadencia_, la cual tal vez hubiera quedado enteramente anulada en el largo catálogo de su vasta labor intelectual, si Dios le hubiera concedido vida para llevar á cabo la que tenÃa dispuesta y preparada con un lujo de documentación y una profusión bibliográfica, que ni antes ningún otro escritor, ni en lo porvenir probablemente ningún otro artÃfice de nuestra Historia nacional, logrará reunir y organizar, al modo que él la habÃa reunido y organizado en su ya desgraciadamente deshecha Biblioteca. Después de estos avisos del propio autor, una reproducción de la _Historia de la decadencia_ hecha por cualquier editor especulador, sin una nota, sin un prólogo, sin algo que encierre el pensamiento correctivo y la voluntad resuelta que aquel tenÃa en la profunda rectificación que aquella obra merecÃa y reclamaba, no podrá ser impedida por nuestra parte y no será, para los que la adquieran y lean, la posesión del juicio histórico de D. ANTONIO CÃNOVAS DEL CASTILLO sobre una época, á la que, por haber sido la más gloriosa y la más crÃtica de nuestra Historia, él consagró la preferencia de sus estudios en toda la intensidad de que eran capaces sus grandes disposiciones naturales: y los conceptos que de su lectura se formen y los testimonios que de sus textos puedan deducirse, no encarnarán ciertamente ni su pensamiento verdadero, ni su completa veracidad. Ante este temor y esta perspectiva, yo, que tanto le amé en vida y tanto le venero en su recuerdo, quiero adelantarme, quiero reproducir la obra en toda su integridad, como se halla en el ejemplar que él tenÃa para sà y yo conservo, y quiero que usted me ayude á llevar á la conciencia del lector lo que, en definitiva, su propio autor pensaba de ella, y la preparación que tenÃa hecha para rectificarla de una manera fundamental.» No era posible renunciar á honor tan distinguido, aun reconociéndome sin fuerzas adecuadas á la magnitud de lo que se me proponÃa, tratándose, como se trataba, de una labor literaria de quien tan alto tenÃa colocado su nombre en el mundo, como historiador y como hombre de Estado. Pero si era demasiado para mis fuerzas atreverme á lanzar sobre ella juicios, que solo he de fundamentar en declaraciones testimoniales de su mismo autor, en cambio la _Historia de la decadencia_ que para sus más celosos deudos se prestaba á estos respetabilÃsimos temores, tiene un lado de adquirido y legÃtimo aplauso en su mera tentativa en el tiempo en que se escribió, y este será el punto preferente de las lÃneas que aquà escribo, después de dejar consignado el tributo de mi reconocimiento á los que han querido distinguirme con esta honorÃfica preferencia. II Cuando en el primer tercio del siglo último apareció póstuma la _Historia de la dominación de los árabes en España_ de nuestro laborioso D. Juan Antonio Conde, un escritor italiano, que á par de Botta, La Farina y Balbo, precedió á Cantú, dió simultáneamente á las prensas de Milán y Nápoles una _Storia generale della Storia_, el Sr. GABRIELE ROSA, en la que á sà mismo felicitábase, escribiendo con ocasión de la publicación de aquella obra española: «_La storia sembra rivivere in Spagna col secolo XIX. Era molto tempo che non ci accadeva incontrare un scrittore grave di storia in quella terra, che gareggiò coll'Italia pel primato storico dal 1500 al 1600_»[1]. Indudablemente la _Historia_ de Conde, aunque los estudios orientales posteriores hallen en ella muchas deficiencias y muchos errores, que no invalidan, sin embargo, el mérito de su gallarda tentativa, merecÃa justamente el aplauso y la exhortación que á la par argüÃa la juiciosa crÃtica del imparcial escritor italiano. Los historiadores de España que abrieron al campo cientÃfico de esta parte de la literatura un horizonte tan amplio como el que en la penÃnsula hermana magnificaban los florentinos Nicolás Maquiavello y Francisco Guicciardini y el Obispo de Nocera, Paulo Jovio, con nuestro Gonzalo Fernández de Oviedo, con nuestro Juan Ginés de Sepúlveda, con nuestros Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales, Jerónimo de Zurita y Esteban de Garibay, y el más insigne de todos Juan de Mariana, cualesquiera que fuesen las obras aisladas y peregrinas que de vez en cuando produjera originalmente nuestra Minerva castellana más adelante, desde la muerte de Felipe II, habÃan sufrido tan gran eclipse, que al cabo de dos siglos bien podÃa arrancar de la pluma del Sr. Gabriele Rosa la frase que queda estampada arriba la aparición de un libro de tendencias tan especiales, como no se habÃa intentado todavÃa otro en Europa, en medio de los estudios preparatorios con que la erudición por un lado, la teorÃa histórica por otro y la asociación de todas las ciencias auxiliares, en definitiva, venÃan en todo este espacio de tiempo fertilizando el campo común del conocimiento de los hechos humanos, asà generales, como particulares. [1] GABR. ROSA: _Storia generale della Storia_ (seconda edizione). Milano, Napoli, impr. Bernardoni, 1873, pág. 412. Desde el comienzo del siglo XVII España pareció disgregarse de todo el gran movimiento. Ampliando los términos de la crónica y la razón teológica, ya por aquel tiempo Grocio, en Holanda, señalaba un progreso considerable hacia la humanidad en las tradiciones históricas y en las ciencias sociales con su nueva organización dada al derecho común de gentes; Hobbes, en Inglaterra, en virtud de sus principios filosóficos y confesionales, afirmaba el espÃritu de independencia en la crÃtica histórica; Strada, en Italia, generalizaba al interés de toda Europa los movimientos insurgentes de Holanda y los PaÃses Bajos, y Bollando aportaba hasta los hechos menudos á la gran razón de los hechos generales; mientras en nuestra PenÃnsula, después que Cabrera de Córdoba cerró el gran reinado de Felipe II y fray Prudencio de Sandoval hizo la sÃntesis del Emperador-Rey Carlos V, los que se erigieron en narradores de los sucesos del reinado de Felipe III y Felipe IV[2], ya dejáronse inocular en el deletéreo virus de las pasiones polÃticas, interiores y rivales, que derrocan y han derrocado siempre la unidad moral en que descansa el poder de los más grandes imperios y empequeñece el espÃritu con que el caballero Gabriel Rosa, representó á los españoles compartiendo de 1500 á 1600 el magisterio de la Historia por todo el continente, enflaqueciendo á par la potencia universal de la nación, y haciéndola tocar los últimos términos de su decadencia al poner Carlos II con el de su vida fin al siglo XVII. [2] GIL GONZÃLEZ DÃVILA: _Historia de Felipe III_.--MARQUÉS VIRGILIO MALVEZZI: _Historia de Philippe III desde el año 1612 hasta su muerte_.--BERNABÉ DE VIVANCO: _Historia del rey de España D. Felipe III desde el año 1578 hasta el de 1626_.--GONZALO CÉSPEDES Y MENESES: _Historia de Felipe IV, rey de las Españas_.--BERNABÉ Y FRANCISCO VIVANCO Ó MATÃAS DE NOVOA: _Historia de Felipe IV_. En vano al ocurrir el cambio de dinastÃa, Ferreras, Belando y San Felipe quisieron reanimar la llama, que encendida desde lejanos siglos, todavÃa en la esfera de la historia, como arte, hicieron resplandecer por un momento Melo y SolÃs: sus obras no revelaron las extinguidas llamaradas del antiguo genio español; y aunque la vena fecunda de la erudición, por una parte, comenzó á formar sus grandes colecciones documentarias, y aunque la creación de las Academias aplicó, por otra, su poderosa palanca al estÃmulo de los estudios preferidos, para hacer esculpir en la conciencia de los pueblos que la _Historia_, como la Biblia, es el libro sagrado de las naciones; y aunque unos con la sanidad de su crÃtica, como Feijoo, y otros con el incansable afán en la exploración de las prÃxtinas fuentes, como Florez y Risco, emprendieron un trabajo eficacÃsimo de restauración, á que se asoció el Conde de Campomanes, disponiendo y preparando la moción fecunda para una inmediata y enérgica iniciativa, hasta que las influencias obstructoras que nos venÃan del lado allá de los Pirineos no empezaron á ser combatidas para extirpar las obsesiones de nuestros hombres de estudio, contrarrestándolas con los vientos de otros cuadrantes, no se alcanzó intentar siquiera los primeros ensayos que volvieran á ponernos en la corriente del movimiento general. Esto ocurrió cuando la expulsión de nuestros jesuÃtas del territorio nacional empujó aquellas falanges de hombres sabios y virtuosos hacia las diversas comarcas de Italia, donde al respirar un nuevo ambiente, surgieron nombres como el del Abate Juan Andrés, que, desde Mantua, se halló capaz de hacerse narrador y censor de toda literatura[3], y como el del Abate Juan Francisco Masdeu, que, proscrito en Roma (1781), se atrevió á reseñar una _Historia crÃtica de España_, dándole una forma distinta de la adoptada por sus antecesores y manifestando en ella las miras extensas y filosóficas que á la sazón en Inglaterra habÃan colocado tan alto los nombres de David Hume, Guillermo Robertson y Eduardo Gibbon. Dado el espÃritu restaurador nacional que en España se habÃa despertado desde el advenimiento de Carlos III al Trono, y que heredaron con todo su entusiasmo su sucesor el vilipendiado Carlos IV y todos sus ministros, no menos patriotas é ilustrados que los del anterior reinado, indudablemente la Historia crÃtica nacional se habrÃa brillantemente inaugurado en nuestra nación desde el último tercio del siglo XVIII, si la, para nuestros destinos é intereses, siempre fatÃdica Francia no hubiera venido á oprimir de nuevo el espÃritu nacional, primero con su revolución odiosa y después con su odioso Napoleón. [3] _Dell'origine, progressi é stato attuale d'ogni letteratura._ (Parma, 1782.) La influencia de las nuevas ideas sugeridas por la revolución é inmediatamente después por las napoleónicas contuvieron en toda Europa el curso que los estudios históricos habÃan tomado en todo el siglo XVIII; mas cuando á su vez sobrevino la reacción general contra Napoleón, atizada en la misma Francia por el Vizconde de Chateaubriand y José de Maistre, en Alemania por madama Staël y Federico Schlegel, en Italia por Hugo Fóscolo y Carlos Botta, á los que casi continuamente siguieron en Francia misma AgustÃn Thierry, Adolfo Thiers y Pedro Francisco Guizot desde 1823, en Inglaterra Tomás Carlyle, Tomás Macauly y Enrique Brougham, Jorge Niebürg en Dinamarca, Francisco Carlos de Savigny y Carlos Ritter, precursores Ranke, Schlosser y Mommsem en Alemania, Fétis en Bélgica y Washington Irving en la América del Norte, España que parecÃa anhelar su asociación á aquel movimiento, sólo aportó á él el nombre del ilustre Conde de Toreno, porque los escritores más insignes que se afanaban por destacarse de la masa calenturienta que de las luchas de la independencia se transportó en cuerpo y alma á las aún más apasionadas y candentes de las civiles y polÃticas, eternos y serviles enamorados de la erudición extranjera y hasta de la crÃtica interesada de los extranjeros sobre nuestra propia Historia, diéronse tristemente con el gran Lista á traducir á Segur, con el abate Muriel á Coxe, con Alcalá Galiano á Dunham, y en vez de Historias Nacionales, se lanzaron al estudio de las gentes multitud de obras extrañas que el más vulgar sentido serio de la religión de la patria debió rechazar abiertamente, para no abrir en la desorientada conciencia, hasta de la juventud de las aulas, las brechas ominosas de los errores generales, que todavÃa se hace tan difÃcil esclarecer y extirpar. Al aparecer, todavÃa en 1844, el primero de los ocho volúmenes de que consta la _Historia de España desde los tiempos primitivos hasta la mayorÃa de la Reina Doña Isabel II, redactada y anotada con arreglo á la que escribió en inglés el Doctor_ DUNHAM _por_ D. ANTONIO ALCALà GALIANO, asà en el prospecto como en la portada del libro, se ofreció la adición de una _Reseña de los Historiadores españoles de más nota, por_ D. JUAN DONOSO CORTÉS, que fué después Marqués de Valdegamas, y un _Discurso sobre la Historia de nuestra nación, por_ D. FRANCISCO MARTÃNEZ DE LA ROSA. Ni aquel aparato de bibliografÃa histórica nacional tan constantemente prometido, ni aquel discurso sintético de la Historia de la Nación, aparecieron nunca, á pesar de la respetabilidad incuestionable de los dos nombres con que la promesa se autorizaba. Verdad es, que tanto Donoso Cortés como MartÃnez de la Rosa, á haberse propuesto realizar lo que ofrecieron, tal vez no lo hubieran cumplido como al honor de nuestra Historia correspondÃa, pues ni la _BibliografÃa histórica de España_ en aquel tiempo, y ni aun ahora mismo, estaba suficientemente preparada para emprender tal obra, ni MartÃnez de la Rosa se hallaba en posesión de los vastos conocimientos necesarios para lanzarse á lo que á él le tocaba. En 1847 se demostró esto, pues al tomar posesión el 28 de Mayo de dicho año, de la silla que ocupó en la Real Academia de la Historia, en el discurso que leyó titulado _Bosquejo histórico de la polÃtica de España en tiempo de la dinastÃa austriaca_, á pesar de la vulgaridad de su crÃtica y de la total carencia de elevación en sus conceptos y de profundidad en la investigación, todas sus fuentes de inspiración fueron por él tomadas, pidiendo una colaboración repugnante á la erudición de los extraños, á Mignet y á Ranke, á Watson y Coxe, á Robertson y Dunham, lo que probaba la carencia de estudios propios de que adolecÃa y la insuficiencia de sus medios para intentar siquiera lo que habÃa prometido tres años antes al traducir á Dunham Alcalá Galiano. Con todo, ya por aquel tiempo, otra ola de influencia más fecunda habÃa batido los términos de España, ya imitando iniciativas plausibles de otros paÃses, ya coincidiendo con ellas y de propia inspiración. Desde el final del siglo XVII, Nicolás Antonio habÃa demostrado la utilidad de los inventarios bibliográficos de la Minerva nacional, á que se habÃan añadido en el XVIII los de la Biblioteca rabÃnica y los de la Biblioteca arábiga. Se habÃan formado al mismo tiempo colecciones valiosas de crónicas de la Edad Media, de Tratados y de Concilios; y aunque fué casi nulo el influjo de los que en la Historia, desde Herder (_Ideen über die Philosophie und Geschichte der Menscheit; Idea de la filosofÃa de la historia de la humanidad_), hasta Vico en su _Scienza nuova_ y Bunsen en su _Gott in der Geschichte_: (_Dios en la Historia_), quisieron buscar mejor la filosofÃa de los hechos que la demostración de la verdad de los hechos mismos, pues Tapia que intentó una _Historia de la Civilización de España_[4], y MartÃnez de la Rosa, que trató de renovar su _Bosquejo histórico de la polÃtica de España_ (Madrid, 1857), fracasaron en sus ensayos baladÃes; sin embargo, la reacción de las reivindicaciones históricas se impuso hasta sobre los que todavÃa aleteaban traduciendo al castellano cualquier libro que sobre España apareciera en la producción histórica de otros paÃses, y haciendo, tal vez en nuestra PenÃnsula, la primera prueba de la originalidad, en 1836, el jefe del _Archivo de la Corona de Aragón_, D. Próspero de Bofarull y de Mascaró, al dar á las prensas de la Ciudad Condal _Los Condes de Barcelona vindicados y cronologÃa y genealogÃa de los Reyes de España_, dotó su libro de tal copia de documentos concordados ó inéditos, que no pudo menos de llamar la atención de los sabios dentro y fuera de nuestro paÃs. [4] _Historia de la civilización de España desde la invasión de los árabes hasta la época presente._ (Madrid, 1840). Esta apelación á la restauración documental, á la vez prosperaba ó se emprendÃa ya por todas partes. Inglaterra, á la que toda economÃa cientÃfica debe tantos impulsos originales, habÃa comenzado á publicar la vasta serie de su _Calendar of State Pappiers_. En 1835 empezó á aparecer en ParÃs, é impresa en su Imprenta Real, la hermosa _Collection des documents inédites sur l'histoire de France_. En TurÃn, en 1836, se fundó la _Comissione Reale di Storia_, y el mismo año, en Florencia, se inauguró por Giuseppe Molini la publicación de los _Documenti di Storia italiana, copiati sugli originali è per le più autografi esistenti á Parigi_, y en 1839 Eugenio Alberi dió á la estampa, en Florencia también, la primera serie de las _Relazioni degli Ambassiatori venete al Senato_, que alcanzó hasta 1855, á la que siguieron de 1856 á 1858 las de Nicoló Barazzi é Guglielmo Berchet, y de 1858 á 1860 las de Dominico Caruti _sulla corte di Spagna_. Entre tanto, el _Archivio Storico Italiano_, bajo la dirección de Francesco Palermo, editaba, en 1846, las _Narrazioni é documenti sulla storia del Regno di Napoli del anno 1522 al 1667_, y en 1857 aparecÃa en Milán la _Racolta di cronisti é documenti storici lombardi inéditi_, obras todas interesantes para los historiadores españoles. Pero donde este movimiento tan útil para nuestros estudios históricos tomó más cuerpo fué en el seno de la _Société de l'Histoire de Belgique_, desde 1841. Rompió en dicho año la marcha el archivero general de dicho paÃs Mr. Louis Gachard, con su _Lettre á Messieurs les Questeurs de la Chambre de Representants sur le projet d'une collection de documents concernants, les anciennes assemblées nationales de la Belgique_. De este meritorio objeto se encumbró á todas las particularidades salientes de la Historia moderna de su paÃs, es decir, durante el tiempo que prosperó bajo la dominación española. Vino en 1843 á desenvolver en Simancas una documentación tan varia y tan extensa que espanta, y en 1847 ya daba fe de la fecundidad de sus trabajos, publicando en Bruselas la _Correspondance de Guillaume le Taciturne, Prince d'Orange_; y en 1848 la _Correspondance de Philippe II sur les affaires des Pays Bas_; y en 1850 la _Correspondance du Duc d'Alba sur le invasion du Comte Louis de Nassau en Frise en 1568, et les batailles de Heyligerlie et de Gemmingen_; y en 1853 la _Correspondance d'Alexandre Farnese, Prince de Parma, avec Philippe II dans les années 1578 á 1581_; y en 1855 las _Relations des ambassadeurs venitiens sur Charles Quint et Philippe II_; y en 1859 la _Correspondance de Charles Quint et d'Adrien VI_; y en 1867 la _Correspondance de Marguerite d'Autriche, duchesse de Parma, avec Philippe II_, etc., etc. Se ha dicho que para iniciar tan vastos trabajos vino á España á visitar y explorar el _Archivo Histórico de Simancas_, en 1843, y hay necesidad de apuntar aquà qué papel este Archivo comenzó á desempeñar también en este movimiento que produjo el estÃmulo más activo en el de España desde la muerte del rey Fernando VII. à nuestra Real Academia de la Historia pertenecen los primeros trabajos para recabar, como recabó de los poderes públicos, desde 1833 las exenciones que se le concedieron y con que comenzó su tenaz labor en pro de la resurrección de los estudios históricos patrios. Y ¡cosa notable! los primeros en aprovecharse de ella fueron los más distinguidos institutos de nuestro ejército, en los que se encendió la emulación más viva para explorar las grandezas de su historia respectiva. La primera Comisión militar que en 1843, en Simancas, se entregó á los estudios históricos de su cuerpo fué la de Ingenieros, y estuvo formada por D. José Aparicio y D. Luis Pascual GarcÃa; en 1844 fué en persona el conde de Cleonard, D. SerafÃn MarÃa de Soto, á instruirse por sà y á sacar los elementos constitutivos de su _Historia orgánica de las armas de InfanterÃa y CaballerÃa_. En 1845 se presentó á los mismos fines, en Simancas, otra Comisión del Cuerpo de ArtillerÃa, compuesta de D. Mario de la Sala, D. Rafael Biedma y D. Ramón López de Arce. Siguió á ésta, en 1846, la de InfanterÃa, de que formaban parte D. SerafÃn Estébanez Calderón y D. José Ferrer de Couto, teniendo por secretario de la misma al archivero del Ministerio de la Guerra D. Manuel Juan Diana. Por último, en 1850, trabajó allà con la misma fe la Comisión del arma de CaballerÃa, presidida por el brigadier don Manuel Arizcun con D. Manuel RodrÃguez Labrador y D. Antonio López Gijón, y en 1854 funcionó otra de Administración militar de que fué jefe D. Antonio de Silva BellagÃn. Ya la reputación de las riquezas históricas y documentarias de Simancas servÃan de poderoso acicate dentro y fuera de España para traer á las puertas de la antigua fortaleza castellana un número considerable de exploradores estudiosos. Entre los primeros que allà obtuvieron licencia para practicar sus estudios, se contaban D. Luis López Ballesteros y D. Pascual Gayangos, que trabajaron en sus salas en 1844; D. Miguel Salvá y D. Antonio Ferrer del RÃo, que allà estuvieron gran parte del año 1845; D. Pedro José Pidal, primer marqués de Pidal, en 1847, y otros hombres ilustres del renacimiento histórico que vinieron después. De fuera de España llegaron prÃncipes como el duque de Aumale, y otros extranjeros distinguidÃsimos, entre los que se hicieron notar más el brasileño barón Adolfo de Varnhagen; el director del Real Archivo de Bolonia, Sr. Carlos Malagola; el ministro prusiano, barón Minutoli; el de Bélgica, conde Vanderstraten; Leva, profesor de Historia de la Universidad de Padua; el holandés Gustavo Bergenroth; el inglés, Mr. Samuel Rawson Gardiner; el presidente de la Comisión Real de la Historia de Bélgica, barón Kervyn de Lettenhave; el director de los Archivos de Varsovia, Adolfo Pawniski; el profesor del de Palermo, Isidoro Carnés; el de la Universidad de Burdeos, Mr. Combes, y una multitud de otros literatos distinguidos, de los que al cabo ha resultado la falange numerosa de entusiastas hispanistas que llenan el mundo con sus obras sobre hechos particulares de la Historia de España, singularmente durante el reinado de la dinastÃa austriaca. Por nuestra parte, en 1840, D. Miguel Salvá y el Marqués de Miraflores, fundaron la _Colección de documentos inéditos para la Historia de España_, y en 1847 en Cataluña, otro Bofarull, hijo del primero, D. Manuel de Bofarull y Sartorio, fundó también la _Colección de documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón_, cuyas publicaciones fueron recibidas como verdaderas palancas para la promoción activa de los trabajos vindicatorios de nuestra Historia Nacional. Mas entre tanto, al mediar el siglo XIX en que apareció el libro histórico del entonces joven publicista D. Antonio Cánovas del Castillo, ¿cual era el estado verdadero de nuestra Minerva histórica? III Al proponerse en el año de 1854 el gerente de la Sociedad editora de la _Biblioteca Universal_, D. Ãngel Fernández de los RÃos, publicar una _Historia general de España_, á fin de vulgarizar su conocimiento, no halló otra más adecuada al fin que perseguÃa, que la del P. Juan de Mariana. Mas no alcanzando esta más que hasta la muerte del rey D. Fernando de Aragón, llamado el Católico, á los principios del siglo XVI, para completarla hasta nuestros dÃas, vióse en la necesidad de unir á aquélla la continuación que dejó escrita el P. Fr. José Manuel de Miñana, fraile trinitario valenciano, que vivió de 1671 á 1730, la cual solo abarcaba los reinados de aquella centuria, hasta el comienzo del reinado de Felipe III[5], confiando el resto del reinado de la dinastÃa austriaca al entonces joven batallador polÃtico, D. Antonio Cánovas del Castillo, que acababa de dejar la dirección de un periódico de partido que se tituló _La Patria_, órgano de aquellos moderados, avanzados y disidentes, á quienes se dió el apellido de los _puritanos_ y que á la sazón se hallaban comprometidos en la trama revolucionaria que estalló en Julio de aquel mismo año; asà como la del reinado de los Borbones de la Casa de Francia, á este mismo escritor y á su amigo y condiscÃpulo Don JoaquÃn Maldonado Macanaz. Otra obra histórica existÃa desde 1817, que basada en la reproducción también de la siempre clásica del P. Juan de Mariana, habÃa sido proseguida, ilustrada y añadida con notas crÃticas y tablas cronológicas que alcanzaban hasta la muerte del Carlos III, y que llevaba en su portada el tÃtulo de _Historia general de España, compuesta, enmendada y añadida por el P._ JUAN DE MARIANA, _de la CompañÃa de Jesús: ilustrada con notas históricas y crÃticas y nuevas tablas cronológicas desde los tiempos más antiguos hasta la muerte del Sr. Rey D. Carlos III, por el_ DR. D. JOSÉ SABAU Y BLANCO, Canónigo de San Isidro (Madrid, 1817.--Imprenta de D. Lorenzo Núñez). Pero ni al editor, ni á sus colaboradores pareció esta bien, sobre todo, porque en las notas bibliográficas que Sabau puso al final de cada uno de los perÃodos en que la dividió, desgraciadamente, resaltaba que toda, ó casi toda su erudición histórica se fundaba en el concurso de la erudición ó consulta de libros extranjeros. Limitándonos á los tres reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II, que son los que constituÃan el perÃodo austriaco de que se encargó Cánovas del Castillo, los textos y autoridades de que Sabau se habÃa servido para formar sus _Tablas cronológicas_ fueron, Gabriel Chapuis, Camboers, Greinstons, Leonard, La Neuvil y Leclere para el primero; St Creux, La Cled, Burnet, Montglat, Ramsay y Vertot para el segundo, y Riencourt, Brandt, Basnarg, Jenquières, Lamberti y Abrigny para el último, y como la mayor parte de estos autores eran, ó desconocidos, ó poco popularizados en España, entre el corto número de los eruditos de entonces, cupo la sospecha de que la obra total que Sabau daba por original y consecutiva de la de Mariana, no era otra cosa sino una mera traducción francesa disfrazada. [5] Publicada por vez primera en una edición de la de Mariana en el Haya, el año 1733, en latÃn y la traducción castellana por D. Vicente Romero en otra de Lyon, de Francia, en 1737. Otra edición de la última se hizo en Madrid en 1804. En realidad, el nuevo movimiento documental ó de archivo al empezar el año de 1854 era todavÃa bastante incipiente para que sus frutos pudieran derramar una nueva luz sobre los escritores españoles; y aunque D. Modesto Lafuente habÃa tenido la plausible arrogancia de intentar desde 1850 una nueva _Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros dÃas_, la empresa que acometió, y en diez y siete años llevó á termino con impertérrita perseverancia, buena intención y no escaso estudio, estaba muy á sus principios para que dejara de ofrecer interés y oportunidad la que la casa editorial de la _Biblioteca Universal_ habÃa empezado á dar á luz y para la que habÃa querido contar como colaborador con uno de los jóvenes, que en pocos años, desde que residÃa en Madrid, habÃa universalmente conquistado una reputación de docto y brillante escritor, temprano anuncio de lo que en el desarrollo de su vida, siempre activa, habÃa de llegar á ser en el palenque de la inteligencia y en las supremas posiciones de la polÃtica. TenÃa D. Antonio Cánovas del Castillo veintiséis años de edad cuando publicó como continuación de las obras de Mariana y Miñana, su _Historia de la decadencia de España, desde el advenimiento de Felipe III al trono, hasta la muerte de Carlos II_. Nacido y educado en Málaga, en 8 de Febrero de 1828, de diez y seis, en el de 1844, vino á Madrid, huérfano de padre, á la continuación de sus estudios bajo los auspicios de su próximo pariente, el escritor distinguidÃsimo D. SerafÃn Estébanez Calderón. No tomó de éste ninguna de sus aficiones, aunque las encarnó todas, porque en tan temprana edad ya constituÃan todas ellas la ambiciosa inclinación de su espÃritu. Estudió en las Academias de San Isidro con Castelar, con Martos, con otros que también llegaron á ser hombres insignes, y entre todos sostuvo siempre la noble emulación de la superioridad en todas sus facultades. De diez y nueve años se inició en los ensayos de la publicidad de sus precoces producciones literarias en periódicos literarios, afamados, como el _Semanario Pintoresco Español_ y _El Conservador_, que tenÃa por únicos redactores á D. JoaquÃn Francisco Pacheco, D. Antonio de los RÃos y Rosas, D. Nicomedes Pastor DÃaz y D. Francisco de Cárdenas. Y cuando en 1849, teniendo Cánovas veintiún años, fundó Pacheco con el mismo RÃos y Rosas, con D. Antonio Benavides y D. FermÃn Gonzalo Morón, el periódico polÃtico _La Patria_, dirigido á hacer la campaña de la fracción de los llamados _puritanos_ hacia la revolución de 1854, juntos entraron á colaborar en él como sus más jóvenes redactores D. Eulogio Florentino Sanz y D. Antonio Cánovas del Castillo. ¡Quién se habÃa de figurar que un año después, al cumplir este último veintidós de edad, habÃa de ser designado por aquellos publicistas tan esclarecidos para sustituir á Pacheco, nada menos que en la dirección polÃtica de aquella publicación! El trabajo periodÃstico desgasta aceleradamente las facultades é impide la ampliación de los estudios profundos, pues no sólo el tiempo material que en él se emplea no deja vacancia para nada, sino que á la vez enajena el espÃritu, cautivándole en una de las pasiones más vehementes que ciegan el corazón del hombre: la pasión polÃtica; mas si _La Patria_ fué para el joven Cánovas del Castillo escuela absorbente de esta pasión que le habÃa de acompañar ya toda la vida, la vida reducida á dos únicos años que aquel periódico disfrutó bajo su dirección, hasta 1852, no coartó la inclinación poderosa del novel periodista á la instrucción y al estudio. Acaso en él, el periodismo fué un acicate á su sistematización, porque desde que se empeñó en sus luchas, refrenando sus preferencias primeras á la poesÃa, al teatro, á las obras de imaginación, le empujó al palenque de la historia, la maestra suprema de la vida, en la cual los entendimientos polÃticos se adelgazan y avaloran, abriéndoles el horizonte del mundo de la realidad y de la experiencia en que toda la vida han de girar. Término crÃtico del paso de unas inclinaciones á otras, luego que _La Patria_ dejó de publicarse en 1852, fué su expedición á las montañas aragonesas, so pretexto de la visita á un amigo de la infancia, y su concepción allà de su primera obra seria literaria _La campana de Huesca_, en la que, dejando á la imaginación correr por el campo romántico de la novela de entonces, comenzó á sentir el freno poderoso de la Historia. En esta obra se desplegaron instintivamente ya en él, cada una de las tres grandes facultades en que durante todo el curso de su vida habÃa de dar empleo á la continua ebullición de su inteligencia calenturienta: la amena literatura, la austera historia, la batalladora polÃtica. Las tres pasiones á la vez le inundaban ya el alma, desde las discusiones académicas de las aulas de San Isidro, desde las conversaciones románticas de los amigos jóvenes del _Café de la Esmeralda_, desde las ardientes lides de su primer ensayo del periodismo, desde el cual tan temprano empezó á ocupar puesto en las maquinaciones secretas de los hombres de partido que tan pronto se agitaban en las intrigas de corte ó en las conjuras de club, como se preparaban para la acción del Gobierno y las iniciativas de la legislación. ¿Qué era, pues, en este punto, á los veintiséis años de edad Cánovas del Castillo? ¿Un literato? ¿Un periodista? ¿Un hombre polÃtico? Nada definida é individualmente, y todo en conjunto. Era periodista apasionado, que se ponÃa á escribir una historia con las ideas de partido de que se hallaba ya llena su alma; un historiador de episodios de antiguos tiempos, que con la imaginación exaltada trataba de convertir en novela; un joven de acción, que en las reuniones de sus antiguos maestros del periodismo tomaba parte en sus planes, se brindaba á secundarlos y apoyarlos, y caminaba con ellos hacia una revolución, como se camina en compañÃa de buenos amigos á los deleites de una romerÃa. En esta edad y en esta situación de mente y de espÃritu emprendió en las vÃsperas de la revolución de 1854 el joven Cánovas del Castillo la _Historia de la decadencia de España, desde el advenimiento de Felipe III al trono, hasta la muerte de Carlos II_. Con solo echar una ojeada á las _Cuatro palabras_ que encabezan la obra de entonces del autor, se profundizan bien cuáles eran, en realidad y substancia, sus intenciones bajo el aspecto general y ulterior de su trabajo.--«Hemos querido, dice, llenar en algo un vacÃo que se nota en nuestra Historia, y es la descripción de nuestra decadencia, no menos notable, no menos grande ni menos digna de estudio que la romana. Que no lo hemos conseguido ya lo sabemos; pero puestos á la obra, debÃamos hacer de nuestra parte todo lo posible por conseguirlo. Nuestra decadencia no sólo no está narrada hasta ahora sino que está ignorada, obscurecida, envuelta en falsedades y calumnias de extranjeros y nacionales; de aquéllos, como autores; de éstos, como imitadores ó copistas. Sabau y Blanco hizo no más que recoger noticias de libros extranjeros sin crÃtica, sin examen, con notoria precipitación é injusticia y con manifiestos y continuos errores. à este han seguido después los más de los escritores nacionales. Los que mejor explican nuestra decadencia son los dos extranjeros: Ranke y Weiss; pero ni uno ni otro quisieron hacer historias sino más bien disertaciones, y además, aunque ambos imparcialÃsimos, no son, al cabo, españoles, y su crÃtica no puede siempre ser aceptada. Algo de esto puede decirse también de nuestro buen amigo D. Adolfo de Castro, que ha escrito sobre la decadencia de España, sin pretender hacer una Historia. De todo esto nace el grande amor con que miramos la primera parte de nuestra tarea y al extendernos más en ella de lo que, al parecer, exigÃa la buena proporción del libro. Y al propio tiempo hemos procurado beber siempre en fuentes originales y españolas; para ello no hemos perdonado medio en el poco espacio de que hemos podido disponer. Los juicios, buenos ó malos, son nuestros siempre; los hechos los hemos tomado donde hemos podido hallarlos. No nos hemos fiado casi nunca de las versiones extranjeras, porque, ante todo, hemos querido hacer un libro español y para España, que era lo que hacÃa falta.»--Como se ve, la suprema aspiración del joven Cánovas del Castillo, al escribir la _Historia de la decadencia_, se concretaba: «primero, á llenar un vacÃo que, desde el siglo XVII, como antes se ha apuntado, existÃa en España; segundo, á rectificar los errores en que habÃan incurrido los que antes, nacionales ó extranjeros, se habÃan propuesto la misma empresa, _no recibiendo para ello más inspiración que la de las fuentes originales y españolas_; tercero, á hacer un libro enteramente español y para España.» Ahora bien, ¿cumplió el joven Cánovas todo lo que se prometió? ¿Pudo cumplirlo? IV Al avance de los años y al avance de su encumbrada carrera, el libro de la primera edad, _Historia de la decadencia de España_, en vez de caer en absoluto olvido, como caen siempre los primeros defectuosos ensayos de toda labor humana, trató de despertarlo la emulación polÃtica, cuando el joven estudioso y apasionado de 1854 habÃa alcanzado con su constante esfuerzo la plenitud de sus facultades todas, la absoluta posesión de sà mismo en sus ideas y en su conducta, la lenta y acabada instrucción que sólo se alcanza en virtud de una labor continua y de una reflexión intensa y el magisterio supremo con que la experiencia perfecciona y hace más reverberantes las llamaradas del genio. El mismo autor de la _Historia de la decadencia_, dilatados los horizontes de su crÃtica con la vasta extensión de sus estudios, y después de haber intentado esclarecer algunos puntos particulares de aquel mismo perÃodo de tiempo á que él habÃa aplicado las primeras atenciones de su inteligencia, se reconcentró en sà mismo, y catorce años después de la publicación de aquella obra, con motivo de la aparición de un _Diccionario de Administración y Derecho_, que comenzaron á dar á luz en 1868 los laboriosos jurisconsultos D. Estanislao Suárez Inclán y D. Francisco Barca, con el tÃtulo de AUSTRIA _(Casa de)_, facilitóles para su inserción un breve _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_, que, aun no siendo más que el segundo avance para la labor de más dilatado aliento que se reservaba para tiempos para él más sosegados y en que pensó siempre con un amor infinito, no sólo presentaba un cuadro casi completo y todo nuevo de aquellos dos siglos del reinado de aquella dinastÃa que engrandeció el nombre y el poder de España, como jamás este antiguo imperio se habÃa hecho pesar en el mundo, y como probablemente nunca más podrá hacerse sentir, sino que siendo en conjunto y en detalle una completa rectificación de cuanto hasta entonces se habÃa escrito sobre tan memorable época de la supremacÃa española, asà por escritores extranjeros como nacionales, implicaba una rectificación aún más precisa de sà mismo, corrigiendo fundamentalmente todos los errores de hechos, de conceptos y de crÃticas en que, á causa de su juventud é inexperiencia, de las pasiones polÃticas de que en 1854 estaban apoderadas de su alma y de la falta de la documentación copiosa, que hasta muchos años después, su constancia no logró reunir y consultar, la _Historia de la decadencia_ habÃa abundado, y que señalados por él mismo poco después, eran rebuscados por los adversarios que la altura de las posiciones que alcanzó le produjeron, á fin de recriminarle con el enconado rencor, que es la musa perpetuamente inspiradora de la bacanal de la polÃtica. Aunque las leales rectificaciones del _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_, publicado en 1868, debieran haber bastado para ser admitidas en buena cuenta por los hombres de reflexión y de estudio, como, en efecto, lo fueron, todavÃa la rectitud del señor Cánovas del Castillo le estrechó á insistir en la fe plena de su sinceración, y cuando en 1888, haciendo otro avance sobre sus propósitos definitivos que la muerte atajó, dió á la estampa en la _Colección de Autores Castellanos_ sus dos volúmenes de _Estudios del reinado de Felipe IV_, se apresuró á decir más abiertamente á sus lectores:--«Va para veinte años que en un _Diccionario general de PolÃtica y Administración_, de que sólo se publicaron pocas entregas, di á luz un extenso artÃculo, que se encuadernó y distribuyó luego por separado, con el tÃtulo de _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_. Corto fué el número de ejemplares de esta obra; pero no tanto el de las personas que han deseado poseerlas después. Alabada de otra parte con exceso por un académico francés, y habiéndose comenzado á traducir y publicar espontáneamente por un escritor de la propia nación, hube al fin de pensar que no era acaso indigna de mayor publicidad que le habÃa dado y de más esmerada atención que le presté hasta entonces. Puse, pues, cuanto pude en juego para que no continuase en Francia su publicación del modo que estaba, ofreciendo corregirla y acrecentarla primero que se tradujera y diera allà del todo á la imprenta, mientras que á los amigos que, por afición ó curiosidad me la pedÃan, les anunciaba una próxima y mejor edición. Este propósito no se ha cumplido todavÃa; pero espero en Dios que antes de mucho se ha de cumplir. No cabe intentar un resumen exacto y substancioso de tan larga é importante Historia, como la de la Casa de Austria en España, _sin estudios preparatorios de mucha extensión_ que dejen detrás de sà más ó menos completas monografÃas de sucesos particulares, y eso me ha acontecido á mà precisamente con el _Bosquejo histórico_. Tuvo como base aquella obra una continuación mÃa de la _Historia_ del P. Mariana, _comenzada á escribir, por cierto, cuando no tenÃa concluÃdos mis estudios de leyes_, é impresa con el _ambicioso_ tÃtulo de _Historia de la decadencia de España_: obra _incompletÃsima, por fuerza, y salpicada de graves errores_, nacidos de no haber ejecutado por mi cuenta investigaciones directas y formales, _sujetándome á lo impreso ya por otros_ en cuanto á la exposición de los hechos. Pero como á estos corresponden los juicios, naturalmente, _resultan también plagadas dichas páginas de injusticias, que, no por ser comunes y andar todavÃa acreditadas, han empeñado menos mi conciencia en desvirtuarlas después_, tanto y más, que son argumentos y razones, _por medio de testimonios fehacientes, y en virtud de un examen mucho más atento y profundo de cosas y personas_. Logré, sin embargo, la buena dicha de que, _puestos aparte mis errores parciales é involuntarios_, el concepto que en conjunto formé de la Historia de España durante los siglos XVI y XVII, ofrece el mismo que todavÃa abrigo, después de recoger harto mayor copia de datos, de muchÃsimo más trabajo empleado en depurar la verdad, _y de la superior experiencia que por necesidad han tenido que darme los años y mi carrera misma, tan larga ya y accidentada_. Mas aquel casual acierto _no bastó, ni podÃa bastar á mi probidad de historiador_, ya que comencé tan temprano un oficio, que me han permitido largo tiempo ejercitar bien poco las circunstancias. Natural era, pues, que en el _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_ aprovechase la ocasión, _que esperaba y apetecÃa, para descargar mi conciencia, rectificando casi por completo los errores é injusticias_ esenciales que mi _Historia de la decadencia_ encerraba. Quedaron, sin embargo, en pie algunos trozos de la mencionada obra, que pasaron á formar parte del _Bosquejo_, por hallarse libres de _las manchas que querÃa borrar_, sirviéndole, como acabo de decir, á mi nuevo trabajo de fecundamiento.» à mayor abundamiento, el ejemplar de la _Historia de la decadencia_ que el autor conservaba en su biblioteca desde que la dió á luz, y que en la actualidad la custodia como una reliquia su sobrino, el nuevo editor de esta obra, está lleno de anotaciones marginales, de correcciones de mayor ó menor importancia, y, sobre todo, tiene páginas enteras, pero muchas páginas, cruzadas de lápiz de arriba abajo, como tachadas Ãntegramente y á perpetuidad. Se ha preguntado antes, y hay que contestar, á pesar de las explÃcitas manifestaciones del autor, á estas preguntas: ¿Cumplió el joven Cánovas al escribir y publicar en 1854 la _Historia de la decadencia_ todo lo que se prometió en las cuatro palabras que le sirvieron de _Introducción_? ¿Hubiera podido cumplirlo? En los párrafos que se han citado de la Introducción á los _Estudios del reinado de Felipe IV_, el mismo autor de la _Historia de la decadencia_ con la mayor ingenuidad confiesa que cuando la escribÃa en 1854, antes de acabar su carrera de las leyes, los estudios de la Historia estaban entre nosotros tan descuidados, que ni existÃan originales y documentadas _monografÃas_ completas de sucesos particulares, ni mucho menos colecciones de _documentos_ copiados de las fuentes originarias entre nosotros de toda buena investigación. Él mismo no habÃa practicado esas investigaciones directas y formales, que no se improvisan y que exigen que para hacerlas útiles y fértiles se las consagre mucho tiempo, mucha paciencia y mucha atención. Creyendo, como en el prólogo decÃa, haberse inspirado en libros que al parecer se habÃan ilustrado con buenos datos de los archivos nacionales, halló después que sus autores, en su mayor parte extranjeros, fundábanse en otros archivos para ellos, al parecer, _nacionales_, que no eran los de nuestra nación, y cuando más tarde tuvo ocasión de compulsar algunos de estos documentos citados como procedentes principalmente de Simancas, en Simancas adquirió, al par que el desengaño, la plena conciencia de la frecuencia de la falsificación, ó cuando menos de encontrarlos truncados, de manera, que al parecer testificaban lo contrario de lo que en realidad debÃan testificar. ¿Cómo con tales instrumentos habÃa de poder cumplir lo que se habÃa propuesto y deseaba más; esto es, _hacer un libro español y para España_, que era, según su opinión, y opinión muy acertada, lo que hacÃa falta? De defecto tan substancial, no podÃa menos de emanar otro no menos enorme, el de la falsedad de los juicios principalmente sobre los hechos particulares y sobre los personajes salientes de la acción directiva que se reflejaba en los sucesos. Cánovas, aun transcurridos más de treinta años, desde que apareció la _Historia de la decadencia_, hasta que se dieron á luz sus _Estudios del reinado de Felipe IV_, recababa el honor de no haberse equivocado, á pesar de tamañas deficiencias, en la crÃtica general del perÃodo de tiempo que en 1854 bosquejó, y cuyas tesis le sirvieron posteriormente de fundamento para su _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_ y aun para sus últimos _Estudios_ sobre Felipe IV. Esto no sólo revela su gran intuición inicial como futuro historiador, sino que, á decir verdad, esto es lo que valorará siempre la _Historia de la decadencia_ aun sobre las mismas condenaciones de su autor. Aunque su primera obra histórica estuviera únicamente reducida á la hermosa _Introducción_ de que va precedida y al _EpÃlogo_ que la cierra, resultarÃa siempre un trabajo del mayor interés para nuestra Historia. El espÃritu esencialmente nacional que él querÃa que de su obra efluyese, efluye de sus juicios, en efecto, con toda la intensidad que impuso andando los años, sobre otros actos propios, cuando los sucesos accidentados de nuestras convulsiones polÃticas encarnaron en él el papel del gran restaurador de la MonarquÃa y de la DinastÃa, el clausurador del largo litigio de nuestras reformas jurÃdicas, polÃticas y sociales y el conciliador potente de todos los intereses rivales por tanto tiempo en lucha y produciendo á la integridad, á la economÃa y al progreso del paÃs tan hondos males. Su obra, además, tuvo otra importancia: la de despertar entre los hombres de inteligencia el dormido amor de las cosas propias posponiéndolas á las extranjeras, y la de haber iniciado los estudios de regeneración y vindicación de la Historia nacional tan maltrecha desde el fin del siglo XVI, y en cuya restauración habÃan fracasado hombres tan insignes como el Conde de Campomanes en el siglo XVIII y Tapia, Alcalá Galiano, Donoso Cortés y MartÃnez de la Rosa en el XIX. Indudablemente ayudó á la acción de Cánovas á este respecto el estÃmulo que en España promovió el ejemplo de los extranjeros que de lejanas tierras vinieron á la consulta de nuestros archivos históricos, principalmente los italianos y belgas. Resuelto á profundizar la época más gloriosa que en la Historia ha alcanzado la MonarquÃa y el poder de España, su primer movimiento fué la acaparación de libros que constituyesen á la vez la Biblioteca especial del historiador y del hombre de Estado é inmediatamente la inspección personal de los Archivos Nacionales, públicos y privados, la revisión de los tesoros diplomáticos y la selección de las series que habÃan de contribuir al esclarecimiento general de los sucesos de España durante los siglos XVI y XVII, con la razón polÃtica que los motivaron, con la discusión jurÃdica que los debatió, y con los instrumentos armados que siempre resuelven los conflictos de la toga y del gabinete. No existe ya esa Biblioteca, cuyo conjunto solo, formaba la mayor aureola de un grande hombre de Estado y de Gobierno, y cuya dispersión constituye un crimen de lesa nación para los que, pudiendo, no la han evitado[6]. Más contrayéndonos á la obra inicial de los trabajos históricos de Cánovas, no podrá nunca dejarse de tener en cuenta qué edad tenÃa el autor cuando la escribió, en qué ambiente de pasiones polÃticas se influÃa ya su espÃritu, como precoz colaborador de la revolución de 1854, que estalló poco después de la aparición de su obra, qué elementos de ilustración documental aún le ofrecÃa el atrasado movimiento en que en el curso de los estudios históricos en Europa, después de la reacción contra Napoleón, España aun se encontraba al mediar aquel siglo y la casi total falta de las monografÃas particulares que tanto ayudan á los trabajos de Ãndole general. Cánovas, como también dejó anunciado en sus _cuatro palabras_ preliminares, no quiso al recibir el encargo que desempeñó, someterse á una simple continuación cronológica de Mariana y Miñana. Su _Historia de la decadencia_, escrita con mayor libertad, constituyó una verdadera monografÃa, y singularizándose también en esto, invitaba á seguir su ejemplo al corto número de los que sentÃan inclinación á los estudios históricos, que en aquel tiempo solo se aprovechaban casi totalmente en el sentido anecdótico para nutrir las creaciones románticas de nuestro teatro renacido con Zorrilla, con Hartzenbuch, con GarcÃa Gutiérrez y de la novela principiante con Espronceda, con Eguilaz, con Navarro Villoslada y con Fernández y González. Todos estos puntos de vista bajo los cuales hay que juzgar la primera de las obras históricas de Cánovas, la dan, en medio de sus defectos, una importancia considerable, sobre todo, si se tiene presente que, con la única excepción del Duque de San Miguel, que en 1844 ensayó una _Historia de Felipe II_ y del primer Marqués de Pidal que en 1862 publicó la _Historia de las alteraciones de Aragón_, durante este mismo reinado, de la escuela histórica que con su _Historia de la decadencia de España_, fundó Cánovas á los veintiséis años de edad, en 1854, salieron después los Rosell, los Janer, los Galindo de Vera, los Manriques, los Barrantes, los Balaguer, los Llorente, los Fernández Guerra, los Fabié, los Fernández Duro, los Rada y Delgado, los Muñoz y Rivero y otros á quienes se deben muchos trabajos serios de renovación. [6] La aleve muerte de Cánovas del Castillo en Santa Agueda no impidió que tuviera hecho testamento. Los que le trataban con intimidad hablaban de sus propósitos para que se perpetuara; pero, al morir, su Biblioteca como sus demás colecciones artÃsticas y suntuarias y sus bienes todos entraron en el haz común de los derechos de sus herederos legales. Desearon algunos de éstos que la Biblioteca se salvara Ãntegra, mediante su adquisición, por alguno de los Centros del Estado y principalmente por el Congreso de los Diputados, pues, como decimos, la Biblioteca de Cánovas en todas sus partes era la Biblioteca de un hombre de Estado. Interesáronse en que esta adquisición se llevase á cabo los jefes de todos los partidos y fracciones: Castelar, Sagasta, Pidal, Azcárraga, Silvela, Salmerón, Pi y Margall, Nocedal y Azcárate; pero era Presidente del Congreso el Sr. Romero Robledo, que se opuso terminantemente á la adquisición, pretextando que Cánovas no tenÃa más que libros incompletos ó de regalo, y el voto de Romero Robledo valió más por su posición accidental que el de los otros. Sobre la importancia de la _Biblioteca de Cánovas_, el autor de este trabajo publicó en _La España Moderna_, del 1.º de Octubre de 1907, un artÃculo que se titulaba _Cánovas del Castillo juzgado por sus libros_ (páginas 60 á 92). En él fué triste á su patriotismo declarar lo siguiente:--«Ni uno solo de estos 30.000 volúmenes fué adquirido sin que ocupase un lugar de eficacia en la inmensa variedad de asuntos que fueron objeto preciso de las meditaciones de aquella mente excepcionalmente constituÃda en la opulencia y universalidad de sus aptitudes. No es menester que estos asuntos se determinen parcialmente y se clasifiquen. Aun revueltos en tumultuosa confusión éstos treinta mil cuerpos de libros, su más ligero examen denuncia su respectiva individualidad dentro de una labor intelectual que á la vez comprendÃa todos los problemas de la nacionalidad española, con los antecedentes de su historia y las previsiones del porvenir, y todos los problemas que la ciencia, la polÃtica, el derecho y la evolución continua y acelerada de toda la sociedad humana contemporánea sin cesar pone sobre el tapete y somete á la resolución de los grandes pensadores y de los grandes estadistas» (pág. 63). «Por encima de toda otra condición de las que presumÃa ó que le caracterizaba en la generalidad de sus aptitudes, descuella en la Biblioteca de Cánovas, la del gran estadista: de tal manera que en nuestra historia no ha existido otra con que compararla que la que en el siglo XVII formó el Conde Duque de Olivares, con cuya grandeza de concepción y de miras, Cánovas del Castillo tuvo muchos puntos de semejanza» (página 67). «El palenque de la historia parecÃa la tribuna principal de Cánovas del Castillo. Y, en efecto, ¿cuál puede tener mayor importancia para un verdadero estadista? El camino que incesantemente trilla esta ciencia basta para imponer de las evoluciones y de las reformas del derecho, sobre todo en nuestro tiempo, en que las imposiciones de la vida internacional, en la creciente y estrecha oleada de las relaciones de los pueblos entre sà crea las inevitables exigencias de la equiparación legal entre todas las gentes, ejerciendo una influencia también ineludible en las legislaciones locales de todos los Estados. Pero en los pueblos de larga existencia histórica, la ciencia principal del hombre de Estado la constituye el más perfecto conocimiento de la historia de la nación que ha de regir, y en la cual, por encima de todos esos cosmopolitismos, la unidad invariable de todas las condiciones éticas y etnográficas, la perpetua imperturbabilidad de las vecindades con que ha de convivir, las tendencias no menos invariables á influirse mutuamente, ya en el sentido de la atracción, ya en el de la hostilidad más ó menos encubierta, establece una multitud de hechos que, aunque en sus caracteres exteriores ó circunstanciales puedan cambiar, en el fondo responden siempre á la unidad fundamental de estas tendencias» (pág. 72). «Nadie, como Cánovas, llegó á reunir tantas piezas marcadas de nuestra bibliografÃa histórica, de esas que han escapado á nuestras grandes Bibliotecas públicas, unas por ser rarÃsimas en extremo, otras por no haber llegado jamás á los umbrales de nuestra nación peninsular, por haber sido publicadas ya en lejanos y para siempre perdidos dominios españoles, ya por haber sido fruto de literaturas extranjeras y escritas en impugnación de derechos é intereses de España, y que, en suma, no arribaron á ella jamás. De estos peregrinos papeles, folletos y libros, la Biblioteca de Cánovas logró reunir un número extraordinario, cuya importancia se necesita poseer una gran cultura histórica y polÃtica para saber avalorar bien. No era que Cánovas se propusiera en su admirable colección histórica llegar á reunir, por reunir, todo lo que dijera á la historia general de la patria, ni al capricho de atesorar aquella catalogación que solo á fuerza de constancia puede llegar á perfeccionar un establecimiento perpetuo del Estado, como la Real Academia de la Historia ó la Biblioteca Nacional. En la adquisición de todos estos verdaderos tesoros de la BibliografÃa histórica de España, predominaba en Cánovas, como en todo su inclinación á las materias de Estado, porque en aquellos libros, folletos y papeles, publicados en Roma, en ParÃs, en Viena, en Amsterdam, en Colonia, en Milán, en TurÃn, en Nápoles y Venecia, en Bruselas y Amberes, estaban representados cuantos hechos formaban el conjunto de nuestra historia en el tiempo en que España, en el supremo grado de la supremacÃa polÃtica de Europa, fué el árbitro de los destinos del mundo; y aunque él pensaba, como en varias de sus obras no se cansó de repetir, que nunca más se producirÃan circunstancias semejantes á las que confluyeron en los Estados de nuestra PenÃnsula al declinar el siglo XV y durante los dos siguientes, los hombres que con sus armas, su gobierno y su polÃtica mantuvieron aquel emporio de grandeza por tan dilatado espacio de tiempo, esos hombres siempre permanecen vivos en el espÃritu de nuestra raza, y aunque hubieran caÃdo fatigados por sus propios esfuerzos y acosados por la conflagración universal contra ellos, en la postración y decadencia que desgraciadamente todavÃa nos debilita, _el estadista siempre debe contar con aquellas condiciones propias y con aquellas rivalidades agenas_, porque el deber de los que gobiernan, aun en perÃodos del mayor enervamiento, es procurar la recuperación de fuerzas y es conducir siempre á sus pueblos, como Moisés por el desierto, á las siempre esperadas tierras de promisión» (pág. 75 y 76). «Toda la polÃtica que ha producido nuestros desmembramientos territoriales, toda la polÃtica que nos ha conducido á la presente decadencia de que no nos podemos emancipar, toda la polÃtica que nos ata las manos para todo intento de resurrección, era la polÃtica que se estudiaba admirablemente en los preciosos conjuntos de los libros propios y extraños que Cánovas llegó á reunir en su biblioteca... Estos grupos son los que imponÃan su carácter á la biblioteca del Sr. Cánovas del Castillo, _que una vez deshecha y esparcida, probablemente ningún otro logrará reunir otra vez_».--PÉREZ DE GUZMÃN: _Cánovas del Castillo juzgado por sus libros._--_España Moderna_: 1.º Octubre 1907.--Págs. 60 á 92. V No puede tratarse de la primera obra histórica de Cánovas del Castillo, cuando tenÃa veintiséis años de edad, era estudiante de Derecho, esgrimÃa como periodista la pluma en _La Patria_, y entraba en las conjuraciones polÃticas que tenÃan por impulsores civiles á D. JoaquÃn Francisco Pacheco y militares al general don Leopoldo O Donnell, conde de Lucena, sin comparar su _Historia de la decadencia de España_ con las obras que escribÃa, ó murió teniendo en proyecto, después de haber pasado largos años entre los libros de superior Minerva, en los Archivos, donde encontró las fuentes originales del desarrollo y verdad de los sucesos, y en su mayor parte, vÃrgenes de nuestra Historia, y en los altos puestos gubernativos del Estado, en la serena labor de las Academias, en las disputadas discusiones del Parlamento y, por último, en las supremas responsabilidades de la dirección y gobierno de la MonarquÃa. Todas las audacias del corazón y la mente virgen de la juventud, se templan con la batalla de los años, con las reflexiones del estudio, con la penetración profunda y práctica en los misterios de la alta polÃtica de gabinete y con el trato lleno de las exigencias de la moderación más insistente en las relaciones de la polÃtica exterior. En 1854, á pesar de todas sus disposiciones naturales, verdaderamente excepcionales, Cánovas del Castillo, abordando la Historia, no era más que un literato precoz y un brillante periodista: de historiador, no tenÃa sino una intuición suprema, la intuición del genio. Pero renuncie á escribir de Historia el que carezca de esta intuición lenta y segura del perfecto hombre de Estado. Cánovas, á pesar de la intuición suprema de su juventud y de su genio, no fué un historiador perfecto, con todas sus prendas personales y toda la vasta instrucción recibida, hasta que se hizo y fué ese hombre completo de Estado. Esta, sin excepciones, es una ley de la Naturaleza, tan inviolable como son todas las leyes naturales. Cuando la Historia estaba en su cuna, aun sin pretender convertir su observación en precepto, Polibio la consagró, siendo él mismo ejemplo de ella[7]. El habÃa sido capitán y hombre de Estado de la liga aquea; él habÃa viajado por Italia, por Ãfrica, por España y por las Galias, y en Roma estuvo en Ãntima relación con los personajes más insignes de su tiempo. En estas expediciones para conocer mundo, estuvo en posición de poder confrontar las condiciones de muchos y diversos pueblos, penetrar el fondo de la polÃtica de cada uno y engalanarse con todo el esplendente ropaje de la cultura griega y romana. El se halló en medio de las ardientes luchas de los dos partidos polÃticos que se agitaban en Grecia, el democrático, que fomentado por Filipo y por Alejandro, y después por sus sucesores en Macedonia, alzóse con las masas populares, y el aristocrático que, después de la guerra de Pirro, imploraba socorros á Roma. Mas si en la Historia y su estudio fué en donde encontró las enseñanzas para poder cumplir los deberes de las posiciones que ocupó, hasta que en el manejo personal de los negocios de la polÃtica perfeccionó su genio, y osó tomar la pluma de historiador, con que ya le fué fácil adivinar que el porvenir inexorablemente era para Roma, donde en medio de las contiendas que destrozaban su patria, se desenvolvÃa poderosamente el concepto, el deseo y el poder para alcanzar aquel dominio universal, que al cabo logró absorber en el poder romano todos los poderes parciales que entre sà mismos se destruÃan. En la _Historia de la decadencia_, de Cánovas, no habÃa más que crÃtica, porque no era más que una obra literaria, admirable como prodigio de precocidad; pero ninguna _visión_ polÃtica. _La visión polÃtica del porvenir_, con el ejemplo y la enseñanza de la Historia pasada, comenzó á dibujarla en el _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_; la amplió aún más en sus _Estudios del reinado de Felipe IV_, donde el hombre de Estado-historiador traspira por todas las lÃneas de la obra; asciende algunos grados más en el prólogo que, cuando murió, tenÃa preparado para la edición ya prevenida de las _Memorias militares de D. Jaime Miguel de Guzmán Dávalos SpÃnola, marqués de la Mina_, sobre las guerras de Cerdeña, Sicilia y LombardÃa, durante los treinta y seis años primeros del siglo XVIII, y hubiera llegado á toda la intensidad de las _Historias romanas_ del gran historiador y hombre de Estado Polibio Megalitano, si, como estaba en su pensamiento y como tenÃa dispuesto con acopio de material que en España ningún otro escritor anterior habÃa logrado reunir tan vasto y tan ordenado, constituyendo su propia biblioteca, de no haberle sido interrumpida la existencia por el más abominable de los crÃmenes, se hubiese emancipado de la carga y el trabajo asiduo del Gobierno, descargándolo en el más instruÃdo de sus discÃpulos, se hubiera aislado entre sus libros, sus documentos y la energÃa de su voluntad, y hubiera dado triunfal cima á aquélla _Historia general del reinado de la Casa de Austria en España_, desde los casamientos de los hijos augustos de los Reyes Católicos D. Fernando de Aragón y Doña Isabel de Castilla hasta la muerte de Carlos II, cuya empeñada labor él la veÃa como el término más puro de los triunfos y de la gloria de su vida. Para que su publicación fuese inmediata, ya bajo su dirección, habÃa hecho fundar aquella empresa del _Progreso Editorial_, que en espléndidas monografÃas hábilmente distribuÃdas únicamente entre individuos de número de la Real Academia de la Historia, comenzó á dar á luz la _Historia General de España_, enteramente rectificada y nutrida de la ilustración de los documentos inéditos de nuestros Archivos nacionales, y en que tan brillante parte tomaron Menéndez y Pelayo, que se reservó describir las fuentes de la Historia y la introducción del cristianismo en España; Vilanova y Rada y Delgado, que estudiaban las revoluciones geológicas que han formado el suelo de la penÃnsula ibérica; Coello, que emprendió su descripción geográfica; Fernández y González, que habÃa de remontarse á la noción de los primeros pobladores históricos; Fernández Guerra é Hinojosa, á cuyo cargo quedó la Historia de España desde la invasión de los pueblos germánicos hasta la ruina de la monarquÃa visigótica; Codera, Riaño y Saavedra, que habÃan de abarcar toda la dominación árabe; Madrazo, que tomó para sà los principios de la reconquista; Colmeiro, que se limitó á los reinados de los Reyes de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, desde el de Alfonso VI hasta Alfonso XI de Castilla; Fabié y Catalina GarcÃa, que proseguÃan con los de D. Pedro I hasta el fin del siglo XV; Fita, que se encargó de la historia de los judÃos; Oliver, de la de los Reyes Católicos D. Fernando y Doña Isabel; Pujol, que eligió la de Felipe V de Borbón; Danvila, la de Carlos III, y Gómez de Arteche, la de Carlos IV y Fernando VII. En este reparto fué en el que Cánovas guardó para sà la _Historia de la Casa de Austria en España_, que habÃa de ser el resumen de todos los estudios de su vida, y lo que es más, _el programa de la resurrección del porvenir_, con la que su mente, nutrida de la fe de la patria, sin cesar soñaba. [7]: En su _Historia universal durante la República Romana_, Polibio escribÃa:--«[Greek: môdemian etoimoteran einai tois anthrôpois diorthôsin, tês tôn progenêmenôn prazeôn epistêmês.--alêthinôtatên men einai paideian kai gymnasian pros tas politikas prazeis, tên ek pês istorias mathêsin].»--lo que en castellano quiere decir que ninguna investigación resulta más conveniente á los hombres que la que conduce á la ciencia de los hechos pasados, y que para educar para los oficios de la polÃtica, ninguna disciplina, ningún ejercicio es más eficaz que el estudio de la Historia.--Véase en RUY BAMBA la _Introducción_ á la traducción de la _Historia_ de POLIBIO MEGALITANO. VI Este progreso en la conciencia histórica del autor de la _Historia de la decadencia_, es uno de los fenómenos más dignos de estudio en la vida literaria y polÃtica de Cánovas del Castillo. Para poder formar su contraste en la sana balanza de la buena crÃtica, parece que providencialmente confluye la división de la época respectiva en que escribió cada una de las tres más importantes obras históricas que nos ha dejado: _La Historia de la decadencia_, el _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_ y los _Estudios del reinado de Felipe IV_. La primera es de su precoz juventud, de 1854, cuando no tenÃa veintiséis años, no habÃa acabado su carrera del Derecho y era periodista batallador en las columnas de _La Patria_. El segundo, se publicó en 1869: es decir, á los cuarenta y un años de su edad, cuando ya habÃa desempeñado cargos diplomáticos en Roma y superiores administrativos en el Ministerio de la Gobernación, llevaba largo embate en las contiendas del Parlamento, habÃa sido ministro de la Corona, ocupaba sitiales en las Reales Academias, y habÃa practicado estudios históricos de personal investigación en los Archivos públicos, como el _Asalto y saco de los españoles en Roma_[8], _El barcho ó parque de PavÃa_; la _Batalla de Rocroy_[9], _Las relaciones de España y Roma en el siglo_ XVI[10] en trabajos de _Revistas_, y en discursos académicos _La dominación española en Italia_[11], la _Invasión de los moros africanos en nuestra PenÃnsula_[12] y otros semejantes. Por último, _Los estudios del reinado de Felipe IV_ aparecieron en 1888, á los sesenta años de su edad, á los trece de haber hecho la restauración de la MonarquÃa y de la DinastÃa en España, de ser el supremo director de la polÃtica española dentro y fuera de la nación, y de hallarse en el apogeo de su poder, de su saber y de su experiencia. En las tres obras históricas de 1854, de 1868 y de 1888, de necesidad se imponen, siendo unos mismos los grandes actores de los sucesos que relatan, la repetición del juicio, no sobre los hechos, sino sobre los personajes sobre quienes caÃa la responsabilidad del tiempo, del éxito y de la Historia. Nudo de toda la polÃtica de España durante el siglo de la decadencia, por toda la extensión del XVII mas que ningunos otros personajes, son evidentemente el rey Felipe IV y su gran ministro ó privado el Conde-Duque de Olivares, D. Gaspar de Guzmán. Ante estas dos figuras sólo desempeñan un papel secundario, las que las precedieron en el Trono ó en el Gobierno, Felipe III y el duque de Lerma, D. Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, y las que le siguieron en análoga posición, la Reina Doña Mariana de Austria con el P. Neïdthard y D. Fernando de Valenzuela, primer marqués de Villasierra; Carlos II y D. Juan José de Austria, y sobre el fárrago de sus ministros circunstanciales, sus dos mujeres, á quienes sobre él y su Gobierno se atribuye una influencia determinante: Doña MarÃa Luisa de Orleans y Doña MarÃa Ana de Neoburg. Pues bien: ni el Felipe IV de la _Historia de la decadencia_ es el Felipe IV del _Bosquejo histórico_, ni el Felipe IV de ésta y aquella obra el Felipe IV de los _Estudios históricos_. TodavÃa esta diferencia de apreciación, de juicio y de concepto se nota más en estas tres obras, cuando se trata del Conde-Duque de Olivares. De haberse escrito para las monografÃas de la _Historia general de España_, la que el Sr. Cánovas del Castillo se reservó, hubiera aún pronunciado el juicio definitivo sobre aquel Rey y aquel ministro, tan injusta é innoblemente vilipendiado durante tres siglos, habiendo sido este con su monarca, los únicos espÃritus verdaderamente españoles que trabajaron cuanto pudieron por devolver á España su esplendor empañado y por conservar su prestigio, su supremacÃa y su poder: juicio definitivo que está aún por pronunciar, y que, muerto Cánovas del Castillo, la vista angustiada no alcanza á ver el espÃritu suficientemente independiente é ilustrado que lo pueda consagrar. [8] _Del asalto y saco de Roma por los españoles._--(_La América_: 1858). [9] _Del principio y fin que tuvo la supremacÃa militar de los españoles en Europa, con algunas particularidades de la batalla de Rocroy._--(_Revista de España_: tomo I.--1868). [10] _a_) Del principio de las diferencias entre Paulo IV y Felipe II y de las consultas y determinaciones que con ocasión de ellas hubo en España. _b_) De la reorganización y tratos del Papa Paulo IV con los franceses y motivos que alegó ó tuvo para indisponerse al propio tiempo con los españoles. _c_) De la guerra y paces entre Felipe II y el Papa con la conclusión del Pontificado de Paulo IV, los principios de PÃo IV y las últimas consecuencias de todos los sucesos referidos.--(_Revista de España_: tomos II y III: 1868). [11] _De la dominación de los españoles en Italia._--Discurso de recepción en la Real Academia de la Historia, 20 mayo 1860. [12] _De las invasiones de los moros africanos en España._--Discurso en la Real Academia de la Historia, en la recepción de D. Emilio Lafuente Alcántara: 25 de enero de 1863. Como Cánovas del Castillo fué siempre, desde su primera juventud, un hombre de buena fe, ni en esto, ni en otros extremos que más adelante él mismo condenó en sà mismo, siendo obra suya, no puede culpársele más que de haber extremado en la _Historia de la decadencia_, tal vez la nota adversa bajo la presión que en su espÃritu juvenil ejercÃan las ideas con que se aprontaba á colaborar ciegamente en una próxima revolución. Pero considerando atentamente los medios de que disponÃa para formar y escribir en su _Historia_ los juicios que emitió, no puede menos de tenerse en cuenta, lo que antes se dijo, cuál era en general, el estado de los estudios históricos en España, cuando él la escribió. Las investigaciones reivindicatorias de los Archivos empezaban á practicarse. Y todos los libros de que podÃamos disponer, ó constituÃan el inmenso bagaje con que la literatura francesa, hostil á la Casa de Austria, habÃa sustituÃdo hacÃa dos siglos nuestra literatura histórica, ó eran libros españoles solamente en el nombre, porque, ó estaban servilmente traducidos del francés ó en libros franceses habÃan tomado su inspiración, su espÃritu y sus doctrinas, ó eran libros totalmente extranjeros. No habÃa otras fuentes á que acudir, y aunque Cánovas se propuso hacer un libro español y para España, este deseo no podÃa realizarse más que en las nobles ambiciones de una aspiración, entonces sin realizar. La exploración avanzaba siempre, y cuando los Archivos italianos nos dieron á conocer las riquezas atesoradas en los de la CancillerÃa véneta, con las informaciones de los embajadores de la República durante los siglos XVI y XVII, á su explotación acudieron instantáneamente todos los hombres estudiosos de Europa, creyendo haber encontrado el más opulento filón de noticias y de verdad. Cánovas fué uno de los más ansiosos de fomentar el prestigio de estas novedades, y las figuras de los reinados de Felipe III y de Felipe IV, que retrató en su _Bosquejo histórico_ de 1868, fueron tomadas con su caracterÃstico calor de entendimiento, de las _Relaciones_ de los Valaressos, de los Gritti, de los Corder, de los Justiniani, etc., que aunque servÃan en España, eran como los gobiernos todos de la SeñorÃa, más amigos de Francia que de nuestra Nación. También más tarde hubo que rectificar esto; y asÃ, en los _Estudios históricos_, las figuras mencionadas ya son las que se acercan más á su realidad. Es verdad, que ya Cánovas no se inspiraba, como en 1854, en los libros traducidos del francés, ni como en 1868, en las _Relaciones_ interesadas de los embajadores vénetos. Su biblioteca se habÃa nutrido de una documentación sacada de los originales, principalmente en Simancas, de la que los 15 volúmenes que tengo ante los ojos, son un tesoro de revelaciones inéditas, con las cuales hay bastante para escribir una _Historia_ nueva de lo que hasta aquà las literaturas extranjeras, y, principalmente la francesa, nos han dado tan adulterado. Su biblioteca se habÃa nutrido también de toda ó de la mayor parte de la bibliografÃa polemÃstica del tiempo mismo en que se efectuaron los sucesos polÃticos y militares de aquellos reinados, que entran en el cÃrculo de la decadencia, y el conocimiento profundo de estas controversias en sus fondos originales, eran para él un nuevo manantial de revelaciones que, hasta ahora nos habÃan sido completamente desconocidas. Esta es la única literatura extranjera que el historiador español, vindicador del honor de su patria, debe consultar, y consultándola Cánovas en sus últimos trabajos que dejó, pudo rectificarse noblemente á sà mismo, porque con estas rectificaciones, no sólo hacÃa honor á la verdad, sino á la gloria de su patria y á la justificación de los ilustres caracteres que más la sirvieron y con más buena fe en aquel tiempo. Ya en 1883, al escribir otro de sus más hermosos libros, _El Solitario y su tiempo_, con toda franqueza decÃa: «Triste, pero honrado papel--permÃtaseme decirlo--, me ha tocado á mà en lo referente á la Historia de España, que durante algunos años he cultivado con cierto empeño. NacÃ, y he vivido entre españoles, justamente soberbios de su grandeza antigua, pero poco curiosos por inquirir y analizar los motivos que la originaron y las causas por qué decayó tan brevemente; convencidos de que tal decaimiento es excepción y natural estado de su grandeza, sin sospechar siquiera que á esta tierra, ó á sus habitantes en general, se debe la inferioridad en que nos hallamos ahora respecto á los demás pueblos numerosos y de lÃmites extensos; seguros, por último, de que _ciertos Reyes y ciertos ministros, algunas instituciones y algunas leyes, eclesiásticas y profanas, son las causas únicas del doloroso cambio de fortuna que experimenta España_. Del poco tiempo que mi agitada vida me ha consentido dedicar á los libros, he consagrado ya bastante á desvanecer tales errores, y no sin éxito, pues las más de aquellas ideas mÃas, que un dÃa se tuvieron por paradojas, comienzan á hacerse vulgares, siendo patrimonio común de todos, ó la mayor parte de mis puntos de vista sobre la Historia de la Nación, que como tal no existe, sino desde que en Carlos V se unieron con Castilla Aragón y Navarra.»--«Confiésolo sin rebozo y hasta por deber riguroso de conciencia: _el motivo que me ha impulsado á hacer de los estudios sobre la Casa de Austria en España, la mayor ocupación literaria de mi vida posterior, consiste en el remordimiento que quedó en mà de haber copiado con ligereza, y creÃdo sin bastante examen, muchas de las calumnias históricas que pesan sobre los gobernantes españoles de la época, juzgándome más obligado que otros á inquirir y buscar la verdad, con el fin_ DE DESMENTIRME _siempre que lo mereciera, cual he desmentido ya frecuentemente y pienso también desmentir cada dÃa más á mis poco escrupulosos antecesores_»[13]. [13] _Problemas contemporáneos_: tomo I.--_Introducción._ En contraposición con lo que la _Historia de la decadencia_ y de 1854 y aun el _Bosquejo histórico_ de 1868 bajo la fe de los embajadores vénetos, dijeron sobre el Conde-Duque de Olivares, véase como Cánovas del Castillo le dibuja, en su monografÃa de su _Separación de Portugal_ inclusa en los _Estudios históricos_ de 1888.--«Era, dice, el Conde-Duque de Olivares hombre de sanas intenciones, desinteresado, sagaz, atento á los negocios, con corazón bastante grande para vencer las dificultades ó afrontar sin miedo los mayores peligros.» Del Rey Felipe IV veamos, á seguida, estos otros juicios: «La antigua leyenda que le supone exclusivamente entregado á toros y cañas, comedias y galanteos, tiene que recibir un golpe final y decisivo. Fué, en realidad, Felipe IV muy aficionado á divertirse en la primera mitad de su reinado, cuando todo le sonreÃa á primera vista y no habÃa sonado la hora suprema de los infortunios aún; pero nunca pensó en eso tan solo, como _la falsa historia_ ha contado. à los vencedores de Nordlingen y aun en FuenterrabÃa, érales, después de todo, lÃcito sentir alegrÃas y frecuentar todavÃa diversiones. Por lo demás, preciso será que los más incrédulos se convenzan también, si no quieren negar el testimonio patente de documentos innumerables, ya en Simancas existentes, ya detentados en ParÃs, de que ningún Monarca moderno, ni casi ningún Ministro parlamentario, ha intervenido tanto _de su puño_ en los expedientes, consultas y negociaciones como _el calumniado_ Felipe IV. No fué, no, por andar en comedias, toros y cañas exclusivamente por lo que se separó Portugal de España: esto resulta ya evidente. Muchos, muchÃsimos otros motivos, y más graves, hubo para aquella nacional desgracia y las demás que la acompañaron.» Si la publicación de la _Historia de la decadencia_, con todos sus defectos, tuvo el alto mérito de abrir horizonte nuevo de investigaciones y de ideas nacionales á la generación contemporánea de su autor que se consagró á los estudios históricos, las últimas obras de Cánovas y sus últimos conceptos vertidos en ella, pronto lograron fructuosos proselitismos. ¡Cuánto se ha disparatado sobre las causas de nuestra decadencia en el siglo XVII! Pero el magisterio histórico de Cánovas ha hecho á los nuevos crÃticos dirigir la mirada hacia otras causas más fundamentales que las interiores en que la influencia de fuera ha hecho por más de dos siglos envenenar nuestro espÃritu naturalmente pesimista y envidioso cuando tratamos de nosotros mismos. No existÃa ya Cánovas del Castillo, cuando el más correcto pensador de sus discÃpulos, D. Francisco Silvela, fué recibido el dÃa 1.º de Diciembre de 1901 como individuo de número de la Real Academia de la Historia. Su discurso de recepción tenÃa por tema los _Matrimonios de España y Francia en 1615_. Este discurso fué toda una reacción, la reacción á que Cánovas tendÃa con su larga y concienzuda labor. La rivalidad de Francia contra España, su penetración cautelosa en nuestra nación por medio de sus matrimonios polÃticos y su caracterÃstica desenvoltura en las intrigas de gabinete y en las alianzas con que siempre ha obtenido todas las ventajas que ha querido conseguir, forman el nudo Ãntimo de toda la polÃtica de nuestra decadencia. Silvela lo decÃa: «su propósito mediante los matrimonios reales de 1615, fué minar el poder de España para despojarle de él é investirse ella de todo lo que hiciera perder á nuestra Nación, y fué el trabajo tenaz de todo el siglo XVII, hasta que al comenzar el XVIII se apoderó del Trono, nos trajo su sangre á él, nos convirtió en casi una provincia francesa y nos obligó á firmar aquel _Pacto de familia_ que extremó para siempre nuestro ruina». VII à pesar de los defectos que el mismo Cánovas del Castillo, hombre ya de Estado y con una instrucción histórica y polÃtica que en España no ha tenido quien le iguale, y acaso fuera de España, más que Thiers en Francia, denunció en sus libros de la edad provecta, todavÃa la _Historia de la decadencia_ sigue siendo libro único en el tema que desenvuelve en la literatura histórica de nuestra patria. El _Bosquejo histórico de la Casa de Austria_ no es más que un resumen, pero no una historia, y en Lafuente la parte que comprende los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II, adolece enteramente de los propios defectos que la primera obra histórica de Cánovas. Aventaja ésta última también á la de Lafuente en la forma literaria, que revela toda la frescura, toda la espontaneidad y toda la viveza de que el espÃritu de Cánovas del Castillo estuvo dotado siempre, pero que, á semejanza de la planta espléndida que se viste de pomposas flores ó de sazonados frutos, mas cuya primera flor ó cuya primera poma aventaja á todas las demás en robustez, belleza, dulzura y lozanÃa, la _Historia de la decadencia_ como primera flor de aquel ingenio, seduce con el vigor y frescura de que hace y puede hacer gallardo alarde. Se ha indicado repetidas veces en este proemio y crÃtica de tal obra, que en su espÃritu fué influÃda por las pasiones polÃticas en cuya atmósfera entonces se sazonaba la actividad vertiginosa del entendimiento y de la acción de su autor. El tiempo empaña la trasparencia de las alusiones multiplicadas que, principalmente, al emitir ciertos juicios sobre las desdichadas reinas Doña Mariana de Austria y Doña MarÃa Ana de Neoburg, madre y segunda esposa respectivamente del Rey Carlos II, se dirigieron entonces á las combatidas autoridades augustas de las Reinas Doña MarÃa Cristina de Borbón y Doña Isabel II. Hay que congratularse de que esas alusiones ya solo pueden apercibirse por un corto número de entendimientos muy cultos asà en la historia del último siglo del reinado de los Austrias en España, como en la historia Ãntima de aquel perÃodo demasiado revuelto de nuestras revoluciones contemporáneas. Nadie como el mismo Cánovas se lamentó después de aquellas dobles injusticias. Ni Doña Mariana de Austria, durante su gobierno en la minoridad de Carlos II, fué la que nos dejaron descrita los villanos partidarios de D. Juan de Austria, ni Doña MarÃa Ana de Neoburg, la que dejaron á su gusto retratada para la posteridad, primero los partidarios del cambio de dinastÃa, y después los escritores franceses que se tomaron la interesada molestia de sustituirnos en la redacción de nuestra propia historia. Pero si estas figuras augustas de aquel siglo tan vilipendiadas fueron por los que siempre han conspirado contra el honor y la grandeza de nuestra patria, sosteniendo el espÃritu de división ambiciosa que nos ha arruinado, que nos arruina, que obstruye toda tentativa de resurrección nacional, no menos injustamente infamadas quedaron las de los tiempos cercanos en cuya desopinión y amarguras todos hemos tenido parte. Cánovas, hombre de rectitud extrema, cuando se vió en sus altas posiciones de pie derecho delante del espejo de la historia, no tomó la pluma para desdecirse, como lo habÃa hecho en sus juicios históricos sobre Felipe IV y el gran Conde-Duque de Olivares; pero con actos de su poder volvió noblemente por el honor de aquellas damas. La estatua á la Reina MarÃa Cristina que se levantó en bronce en uno de los parajes más públicos de Madrid, dirá á la posteridad que las vejaciones que en vida se cometieron contra su nombre, fueron actos inicuos de la falta de honradez de los partidos polÃticos exaltados. Por fortuna, repetimos, las alusiones vivas que para los lectores de la _Historia de la decadencia_ en 1854 estaban claras y fomentaban las iras de la revolución que estalló en Julio del mismo año, son ya charadas y enigmas que el común de las gentes no alcanza á descifrar. Para reasumir: La _Historia de la decadencia de España desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II_, sigue siendo todavÃa, desde la época en que se escribió, la única monografÃa histórica que de aquel perÃodo de tiempo posee nuestra literatura. La inspiró un alto sentimiento de ideas nacionales, y fué el modelo á que en lo sucesivo se ajustaron todos los que, comprendiendo que la _Historia general_ no puede escribirse mientras cada una de sus particularidades, de sus personajes y de sus grandes sucesos no haya sido estudiado bajo la ilustración del mayor número posible de documentos, posteriormente se dedicaron á una labor que ha hecho insignes los nombres de Rosell, Janer, Fernández Duro, RodrÃguez Villa, Muro, MartÃn Arrúe, general Fuentes y otros. No son los españoles tan dados á los estudios históricos como los extranjeros, y da pena confesar que el número de _hispanistas_ extraños que sin cesar enriquecen la Minerva histórica española en todas las lenguas cultas que se hablan en los dos mundos, sobrepuja de una manera desproporcionada al de los que en España consagran sus talentos á esta parte principal de la cultura de la nación. Uno de los últimos libros históricos sobre España, que este mismo año ha aparecido en las prensas de Copenhague, ha sido el titulado _Filip II af Spanien_ del sabio escritor danés CARL BRATLI. Este libro va enriquecido con una extensa bibliografÃa de autores de todas las lenguas que han escrito sobre Felipe II en los tiempos modernos. ¡Ciento sesenta y nueve nombres de autores extranjeros están comprendidos en esta bibliografÃa! ¡Los nuestros son solos treinta y cinco!: Barado, Baquero Sáenz, Boronat y Barrachina, Cánovas del Castillo, el jesuÃta P. Cappa, Castro (D. Adolfo de), Cedillo (conde de), el jesuÃta P. Coloma, Danvila Burguero (Alfonso), Danvila Collado (Manuel), Estébanez Calderón, Fernández Duro, Fernández Montaña, general Fuentes, Gayangos, Gómez (ValentÃn), González (D. Tomás), Hinojosa (D. Ricardo), Janer, Lafuente (D. Modesto), Lafuente (D. Vicente), Manrique, general MartÃn Arrúe, el agustino P. Mateos, Menéndez y Pelayo, el agustino P. Montes, Muro, Ortà y Lara, Picatoste, Pidal (marqués de), RodrÃguez Villa, Rosell, Sánchez (el presbÃtero D. Miguel) y San Miguel (duque de). Entre los extranjeros se hacen inolvidables: Baumgarten (Munich), Baumstark (Lieja), Bergenroth (Londres), Böhmer (BerlÃn), Boglietti (Florencia), Bongi (Lucca), Borget (Bruselas), Bozzo (Palermo), Büdinger (Viena), Cabié (Albi), Campori (Módena), Capefigue (ParÃs), Coxe W. (Londres), Croze (ParÃs), Cunninghame Graham (Londres), Diedo (Milán), Döllinger (Regensburg), Donais (Toulouse), Dumesnil (ParÃs), Du Prat (marqués de) (ParÃs), Erslew (Copenhague), Esser (Copenhague), Fea (TurÃn), Forneron (ParÃs), Froude (BerlÃn), Fruin (Gravenhage), Gachard (Bruselas), Gams (Rogensburg), Gayarré (Nueva York), Gossard (Bruselas), Grahl (Leipzig), Greppi (conde de) (TurÃn), Groen van Prinsterer (Utrecht), Häbler (BerlÃn), Havemann (Gottinga), Helfferich (BerlÃn), Herre (Leipzig), Hume (MartÃn) (Londres), Jurien de la Gravière (ParÃs), Juste (Bruselas), Kervyn de Lettenhove (Brujas), Kretzschmar (Leipzig), La Ferrière (ParÃs), Lassalle (Montanbau), Lea (Filadelfia), Marcks (Estrasburgs), Mariéjol (ParÃs), Maurenbrecher (BerlÃn), Mignet (ParÃs), Montplainchamp (Amsterdam), Morel Fatio (ParÃs), Motley (Londres), conde de Moüy (ParÃs), Namèche (Lovaina), Nores (Florencia), Oliveira Martins (Lisboa), Pellegrini (Lucca), Philippson (BerlÃn), Prescott (Londres), Rachfahl (Munich), Ranke (BerlÃn), Raumer (Leipzig), Reiffenberg (Bruselas), Reynier (ParÃs), Romain (ParÃs), Rousselot (ParÃs), Sarrazin (Arras), Schäfer (Gütersloh), Schepeler (Leipzig), Schmidt (BerlÃn), Stirling-Maxwel (Londres), Stübel (Viena), Teulet (ParÃs), Thomsen (Copenhague), Tilton (Friburgo), Turba (Viena), barón de Viel-Castel (ParÃs), Varnkönig (Stuttgart), Weiss (Pecis) y Wilkens (Gütersloh). Como se ve, no van aquà citados todos los autores extranjeros de la bibliografÃa de Felipe II publicada por Bratli; ¿pero los enumerados no bastan para dar idea de lo que sobre España y de un solo reinado se escribe del otro lado de nuestras fronteras de tierra y mar? Hay que convenir en que, si toda esta bibliografÃa espléndida y numerosa es el resultado del movimiento que hacia la investigación de las documentaciones originales, principalmente en los archivos de Estado, se inició desde el impulso que en toda Europa produjo la reacción contra la literatura revolucionaria y bonapartista de Francia durante el breve reinado de la casa de Orleans en este paÃs, en lo que á España toca, fué á Cánovas, desde tan juvenil edad, al que correspondió tomar sobre sà la representación nacional de todo este movimiento. La _Historia de la decadencia_, en realidad, fué su ensayo; pero ella le sirvió á él mismo de acicate para sus posteriores exploraciones propias, á la vez que de palanca para la escuela de prosélitos que de aquà surgió. Nuestras siempre desoladoras divisiones y contiendas polÃticas han sido la causa eficiente para que este movimiento regenerador se haya entibiado; pero como cada dÃa se siente más la necesidad de reanudarlo por nuestra misma gloria y por nuestro propio estÃmulo, la semilla que se arrojó á la tierra hace cerca de sesenta años, algún dÃa ha de convertirse en espigas de recompensa. Esa esperanza nos alienta á todos los que amamos la patria por la patria; y cuando el vergel preparado se cubra de flores, todos habrán de reconocer que el primero que hendió con su reja la tierra esterilizada por la inercia de dos siglos fué el ilustre autor de la _Historia de la decadencia de España_ en 1854. JUAN PÉREZ DE GUZMÃN Y GALLO. HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑA [Ilustración] CUATRO PALABRAS à LOS LECTORES CREEMOS que un libro de esta clase necesita siempre de ciertas explicaciones, y por eso nos determinamos á escribir estas lÃneas. De otra suerte, nos expondrÃamos á que, sobre las censuras que merezca verdaderamente, recayesen otras infundadas. No faltará quien pregunte por qué hemos hecho dos obras separadas en lugar de una sola, continuación de Mariana y Miñana[14]. Es muy sencillo. Nosotros opinamos que la continuación de una obra debe á ella semejarse; que no es continuación de una obra otra distinta en el método, en el estilo, en el espÃritu. No queremos con esto ofender á nadie: decimos sólo la opinión que nos ha traÃdo á proceder de diverso modo que otras personas, alguna muy estimable. Porque habiendo de escribir de otra suerte que Mariana y Miñana, verdadero continuador éste de aquél, hemos aceptado la dificultad tal como se nos presentaba, y hémosla resuelto haciendo un libro diferente en el nombre y la forma como en todo lo demás tenÃa que serlo. [14] Cuando la empresa editorial que llevó el nombre de _Biblioteca Universal_ publicó en 1854 la _Historia General de España_, del P. JUAN DE MARIANA, ofreció en la portada del libro que esta Historia serÃa continuada hasta el año 1851. El P. MARIANA no llegó en su obra sino hasta la muerte del Rey Católico Fernando V en los primeros años del siglo XVI. Continuó su labor el P. FRAY JOSÉ DE MIÑANA: éste alcanzó en la suya desde el reinado de Carlos I de Austria hasta la muerte de Felipe II, y este trabajo fué una verdadera continuación del anterior. Mas el autor de la _Historia de la decadencia de España_, aunque tomando el hilo de su narración donde MIÑANA dejó la suya, alteró el método, el estilo y el espÃritu de sus dos predecesores, y á justificar esto es á lo que se encamina esta advertencia preliminar á los lectores.--J. P. de G. Otros habrá que extrañen el que no hayamos puesto más atención en lo moderno que en lo antiguo, en la época de los Borbones[15] que en la época de los prÃncipes austriacos. También hemos tenido para esto razones propias. En primer lugar, hemos querido llenar en algo un vacÃo que se nota en nuestra Historia, y es la descripción de nuestra decadencia, no menos notable, no menos grande ni menos digna de estudio que la romana. Que no lo hemos conseguido ya lo sabemos; pero puestos á la obra, debÃamos hacer de nuestra parte todo lo posible por conseguirlo. Nuestra decadencia no sólo no está narrada hasta ahora sino que está ignorada, obscurecida, envuelta en falsedades y calumnias de extranjeros y nacionales; de aquéllos, como autores; de éstos, como imitadores ó copistas. Sabau y Blanco hizo no más que recoger noticias de libros extranjeros sin crÃtica, sin examen, con notoria precipitación é injusticia y con manifiestos y continuos errores. à este han seguido después los más de los escritores nacionales. Los que mejor explican nuestra decadencia son dos extranjeros: Ranke y Weiss; pero ni uno ni otro quisieron hacer historias sino más bien disertaciones, y además, aunque ambos imparcialÃsimos, no son, al cabo, españoles, y su crÃtica no puede siempre ser aceptada. Algo de esto puede decirse también de nuestro buen amigo D. Adolfo de Castro, que ha escrito sobre la decadencia de España, sin pretender hacer una Historia. De todo esto nace el grande amor con que miramos la primera parte de nuestra tarea y el extendernos más en ella de lo que, al parecer, exigÃa la buena proporción del libro. Y al propio tiempo para no ser tan largos en la época de los Borbones, hemos tenido en cuenta que si la Historia próxima ó contemporánea es siempre espinosa y casi pudiera decirse imposible, señálase esto más á medida que se hace más detallada y minuciosa, porque se tropieza con mayor número de personas y de simpatÃas ó antipatÃas particulares. «Trabajo es--decÃa Quevedo--escribir de los modernos: todos los hombres cometen errores; pocos, después de haber incurrido en ellos, los quieren oir; conviene adularlos ó callar. El discurrir de sus acciones es un querer enseñar más con el propio ejemplo que con el de los otros.» [15] El autor de la _Historia de la decadencia de España_ era también el que habÃa de escribir la del cambio dinástico de la Casa de Austria por la de Borbón; pero cuando terminó la primera el torrente de la vida polÃtica en que ya se habÃa iniciado enteramente, le absorbió en medio de los acontecimientos que sucedieron á la revolución de julio de 1854; por esta razón, y para no aplazar la publicación comenzada, se encargó de escribir para esta obra el perÃodo de la Casa de Borbón, desde Felipe V hasta Isabel II. D. JOAQUÃN MALDONADO MACANAZ.--J. P. de G. Por último, hemos procurado beber siempre en fuentes originales y españolas; para ello no hemos perdonado medio en el poco espacio de que hemos podido disponer. Los juicios, buenos ó malos, son nuestros siempre; los hechos los hemos tomado donde hemos podido hallarlos. No nos hemos fiado casi nunca de las versiones extranjeras, porque, ante todo, hemos querido hacer un libro español y para España, que era lo que hacÃa falta. [Ilustración] [Ilustración] INTRODUCCIÓN VAMOS á anudar la historia de nuestra nación en el punto mismo en que comienza su decadencia. Mariana, que tomó su relación desde los tiempos más remotos, pudo recoger en sus principios á la MonarquÃa, y seguirla por los gloriosos caminos que la trajeron á la grandeza que alcanzó en el reinado de los Reyes Católicos. No fué menor asunto el de Miñana, que relató los hechos de Carlos V y los consejos y empresas de Felipe II. Aquà llegó el astro de España á su apogeo. Nosotros hemos de contar ahora cómo de tanta grandeza vinimos á humillación tan grande; cómo de tan alto poderÃo, á tamaña impotencia, y de sucesos tan prósperos, á tan inauditas desgracias como lloraron ojos españoles en los dÃas de Carlos II. Tarea ingrata y penosa, donde el amor patrio contiene ó corta los vuelos de la fantasÃa; donde la razón se ofende y la fe se quebranta, y el corazón se lastima. Con harto placer trocarÃamos nuestra tarea por las que llevaron á cabo Mariana y Miñana; pero quiso Dios que asà como es inferior nuestro juicio y estilo al de aquellos historiadores, asà fuesen menores los hombres y los sucesos que habÃan de ocupar nuestra pluma. Al acabar el siglo XVI, sentÃa la nación cierto cansancio disculpable en lo grande de las obras que habÃa ejecutado, y de las empresas que durante el anterior habÃa acometido. Pero era cansancio, no decadencia aún lo que sentÃa. Si Dios hubiera concedido á Felipe II sucesores tan grandes como eran los estados y los empeños de la MonarquÃa, hubiérase conservado como estaba, y reparando y mejorando su constitución lentamente con la facilidad de los tiempos, el desengaño de los sucesos adversos y la enseñanza de los prósperos, quizá la hubieran alcanzado nuestros ojos dominadora aún, y grande y temida. Ello es que era ya uno el territorio de la PenÃnsula después de tantos siglos de división y desconcierto entre las diversas provincias. El turco, nuestro mortal enemigo, estaba vencido y humillado. Aún la infanterÃa de España no habÃa cejado jamás en los campos de batalla. ProseguÃanse las conquistas en Ãfrica, y en América y Asia se adquirÃan cada dÃa nuevos dominios y nuevas minas ó mercancÃas preciosas con que reparar, á poco que se acertase en los remedios, la penuria del erario y la pobreza de los pueblos. TodavÃa en los consejos del mundo era la primera voz y más sabia la de España. TodavÃa nuestros historiadores eran los más doctos y más elegantes, y nuestros poetas y novelistas, y arquitectos y pintores daban aún asombro á los presentes, esperando á que llegase el tiempo de infundirlo en los venideros. Ciertamente, la MonarquÃa tenÃa ya dentro de sà los gérmenes de corrupción que más tarde habÃan de destruirla, y cierto es también que Felipe II habÃa cometido no pocas faltas en su reinado. Mas ha de tenerse en cuenta que aquellos gérmenes de corrupción no habÃan sido antes sino principios de vida y engrandecimiento que eran naturales en la MonarquÃa, y que lo mismo se advertÃan en ella cuando comenzaron á reinar los Reyes Católicos que á la muerte de Felipe II. De tales flaquezas se hallan en todos los imperios del mundo, y viven y crecen, sin embargo, mientras hay manos hábiles que acudan á su mantenimiento. Y no ha de olvidarse tampoco que si faltas cometió Felipe II, faltas quizá mayores cometieron Fernando el Católico y el emperador Carlos V, sin que se diga por eso que en su tiempo decayese España. Pero el vulgo no acierta á comprender de qué manera las mismas causas que produjeron engrandecimiento, pueden producir decadencia; de qué manera las ideas y las instituciones y los hechos que fueron buenos para crear, pueden servir también para destruir, trocados los hombres y las ocasiones. Entonces se fijan los ojos en errores accidentales y faltas más ó menos grandes, pero comunes y reparables al cabo, para explicar la ruina de las naciones, como si con aquéllas y con éstas no hubiesen coincidido las antiguas prosperidades, ó se encontrase gobierno antiguo ó nuevo que no haya caÃdo en tamaños desvarÃos por glorioso y feliz que lo muestre el éxito de sus empresas. Por eso ha habido quien achaque á Felipe II nuestra decadencia, cuando más bien reforzó los resortes y acrecentó las fuentes del poderÃo de España. No sean parte sus faltas como hombre para negarle las prendas de Rey, que por desgracia no aparecen reñidas como debieran estas cosas en el sombrÃo campo de la historia. Y lÃbrenos Dios de disculpar las faltas ni de creerlas menores porque las cometan los reyes, antes las tendremos siempre por más grandes. Pero hay afectación ó ignorancia en las modernas escuelas, que, dadas á explicar faltas ó crÃmenes polÃticos y á inquirir las razones filosóficas con que se cometieron, cierran los ojos de espanto, y otra cosa no ven ni examinan en los de Felipe II que no sea su ejecución. En verdad que nosotros hemos sentido el llanto en los ojos al leer, pasados tres siglos, la relación del tormento de Diego de Heredia, el noble campeón de los fueros aragoneses; mas no hemos probado mayor dureza en el alma al repasar con la memoria el triste fin de los _Girondinos_ en Francia; y es que las grandes ideas, haciéndose absolutas y exclusivas dentro del limitado entendimiento del hombre, traen consigo la intolerancia, la cual engendra el crimen en todos los tiempos, y es digna siempre de igual dolor y censura. Tales escritores se hallan, sin embargo, que, ó bien legitiman ó bien disculpan los cadalsos innumerables levantados en 1793, al paso que no hay anatema que no fulminen contra las crueldades de la represión religiosa y polÃtica del siglo XVI. Representante fué de ésta y encarnación de sus ideas y sentimientos Felipe II. Y cierto que si se mira lo que hizo aquel Monarca, por odioso que parezca á las veces, todavÃa no puede tomarse por mejor ni más preferible lo que hicieron los filósofos revolucionarios del siglo XVIII, ni siquiera lo que á los mismos intentos religiosos y polÃticos que él, ejecutó en Inglaterra la sanguinaria y deshonesta Isabel y en Francia el déspota y disoluto Luis XIV. Absurdo parecerá á algunos; pero no vacilamos en sostener que Felipe II, asà por la austeridad inflexible que empleaba consigo propio á la par que con los demás, como por el sacrificio continuo del sentimiento á la idea, de la pasión al deber, que se advierte en toda su vida, tiene más semejanza que con estos prÃncipes, con el primer Bruto que condenó á muerte á sus hijos, y con aquel otro famoso que hirió en César á su padre. Porque en Felipe, como en los héroes romanos, el pensamiento y la creencia eran todo; nada los sentimientos y pasiones dulces del alma; y tal era la causa de sus rigores. No se han contentado, sin embargo, con encarecer su crueldad sus enemigos, y ha habido aún quien de ineptitud le censure. Niegan el sol y contradicen la evidencia los que ponen en duda la profunda comprensión y sagacidad y prudencia del que llamaron los extranjeros _demonio del mediodÃa_. Afortunado en unas empresas, infeliz en otras, como todos los reyes de la tierra, ambicioso como sus antecesores y como todos los que sienten en sà poder para adquirir y gozar aún más de lo que tienen y gozan, fanático en materias religiosas como lo fué su padre y su abuelo y lo fueron sus nietos, no desconoció, sin embargo, los flacos de la MonarquÃa, ni despreció su cansancio cuando llegó á advertirlo, que son las cosas porque más se le censura. Y de aquel hombre, que sabÃa cambiar de conducta y modificar sus instintos á medida de la conveniencia como ningún otro, puede creerse fundadamente que, á reinar en lugar de Felipe III, no habrÃa acometido empresas grandes, ni habrÃa suscitado guerras, ni habrÃa hecho más que dar reposo al Estado y recoger sus esparcidas fuerzas. No sólo la paz de Vervins, donde cedió sin ser vencido, lo persuade; sino que la cesión que hizo de los estados de Flandes en favor de su hija, casada con el prÃncipe Alberto, erigiéndoles bajo su protección en estados independientes, lo pone en entera evidencia. Aplicó á la Hacienda, á la Marina, al Ejército toda la atención que más tarde han puesto en ello las demás naciones, comprendiendo que en esto se cifra el poder del Estado. Y no fué culpa suya el que su Marina no se enseñorease de los mares, asegurándonos el comercio del mundo y la explotación de las minas de América; ni lo fué tanto como se supone el que la Hacienda no quedase en próspera situación, dado que no la alcanzó mejor en tiempo de sus antecesores. Aún el fanatismo religioso no le impidió á Felipe cumplir con sus obligaciones de prÃncipe, acudiendo en armas á Roma, cuando fué necesario, y manteniendo, si humilde y respetuoso en las palabras, duro é inflexible en las obras, los derechos de su potestad. Y ello es que si su hijo y sus nietos hubieran estudiado en paz y en guerra sus lecciones, jamás Rocroy hubiera sido tumba de nuestras banderas; jamás los protocolos de Nimega habrÃan afrentado á nuestra diplomacia; jamás los embajadores de Luis XIV habrÃan ido en corte extranjera delante de los de España. La providencia dispuso otra cosa, y el cansancio de la nación se convirtió en lenta y total ruina. Supieron los sucesores de Felipe II lo que él habÃa hecho en sus tiempos, y no lo que hubiera hecho en tales ocasiones como ellos se encontraron. No alcanzó su sagacidad á descifrar las miras polÃticas del rey prudente, y en lugar de imitar sus obras y seguir sus pensamientos, como acaso pretendÃan, dieron al traste con todos sus pensamientos y con todas sus obras. Entonces, los gérmenes de destrucción, contenidos ó modificados por Fernando el Católico, por Carlos V y por Felipe II, comenzaron á desenvolverse libremente en el seno de la MonarquÃa, y emponzoñaron sus venas, y secaron su pensamiento, y aniquilaron sus fuerzas. Y es indudable que si los Reyes Católicos hubieran tenido los sucesores que tuvo Felipe II, habrÃa durado un siglo menos la prosperidad de España, y no habrÃa sido jamás lo que llegó á ser en la tierra. Mas tiempo es de que hablemos de los gérmenes de corrupción que desde los principios trajese en sà la MonarquÃa, puesto que su desenvolvimiento lento y progresivo es precisamente la decadencia que nos toca relatar. Ya que no pretendamos decirlo todo y explicar una por una las causas que pudieran influir en los males de España durante aquella aciaga época, ayudando á quitar de sus brazos la fuerza y el acierto de sus pensamientos y empresas, trataremos de las principales, de las más poderosas, de las que en sà pueden comprender y encerrar á las otras. Los más de nuestros historiadores han hablado de la exageración del principio religioso en España con escaso juicio. Hija legÃtima era de nuestra patria semejante exageración, si ya no es que digamos que fué su madre. Ni podÃa ser de otra suerte. Una nación que peleó ochocientos años contra hombres que profesaban distinta creencia, que llevaba la cruz en todas sus banderas y miraba á la religión hermanada con todas sus glorias; cuyo grito de guerra era un grito religioso; cuyos soldados estaban hechos á ganar indulgencias en las batallas; á obtener absolución de sus culpas muriendo en el campo; á sentir en su ayuda espadas de santos; cuyos obispos y sacerdotes eran guerreros; cuyos prÃncipes y princesas solÃan ser monjes, tenÃa necesariamente que colocar sobre todos los intereses el interés de la cristiandad, y anteponer la idea mÃstica á toda idea polÃtica ó literaria. Y esa nación misma, acostumbrada á defender su fe con las armas y á imponer con la fuerza á los vencidos; acostumbrada á mirar en los infieles á su Dios enemigos eternos, cuya muerte era no sólo lÃcita, sino loable, y cuya vida era afrenta suya cuando no pecado, tenÃa que ser intolerante hasta el extremo de constituir la Inquisición, y hasta el punto de entrometerse en todas las guerras religiosas del mundo. à la verdad, tanto ha podido decirse que los reyes de España eran esclavos del fanatismo de sus súbditos, como que éstos lo fuesen de la piedad exagerada de sus monarcas, que es la opinión vulgar. Y ahora cúlpese cuanto se quiera aquel fanatismo religioso por el cual hubo España, y sin el cual no la habrÃa; cúlpese el fanatismo que guió á los guerreros cristianos desde la cueva de Covadonga y el monte Pano hasta las puertas de la Alhambra; cúlpese á nuestra nación por lo que era, por lo que debÃa ser, por lo que el tiempo y los sucesos mandaban que fuese. Bien sabemos que en pocas naciones se habÃa hablado y escrito con tanta libertad y dureza sobre los desórdenes de la Iglesia como en España en el siglo XVI. Famosas son, entre otras, las obras del arcipreste de Hita, de Juan de Padilla y de Bartolomé de Torres Naharro, á quienes no empescieron los hábitos sacerdotales para fulminar tremendos cargos contra los clérigos y contra la misma corte de Roma. Mas nunca estas censuras llegaron á lo sagrado del dogma y de la creencia, y en el reinado de los Reyes Católicos y de sus sucesores, bien pudo decirse que era España la nación donde más sólidos fundamentos tuviesen las prácticas y las doctrinas de la Iglesia. Ni faltaron quejas y clamores contra la Inquisición y aun contra las guerras religiosas; pero tales protestas fueron á perderse en la opinión nacional severa y compacta, que se alimentaba con recuerdos de victorias y venganzas contra los infieles, y con propósitos y esperanzas de alcanzarlas nuevas. Harto se dió á conocer esta saña contra los judÃos que, ricos y opulentos, vivÃan de muchos siglos antes confundidos con los cristianos, desempeñando importantes empleos en los palacios de los reyes, y ejercitando el comercio con tanta fortuna, que eran, como en casi todas las naciones de aquella época, los que poseÃan las principales riquezas. El odio contra la nación que habÃa llevado al suplicio al Redentor del mundo, fué profundo y general en el pueblo desde los principios de la MonarquÃa, y la historia de los siglos medios muestra que eran tan perseguidos y maltratados por el vulgo como los mismos musulmanes. En el fuero de los muzárabes que dió el conquistador á los de Toledo, tratando de las multas que habÃan de pagar los ladrones y homicidas, se exceptúan en ellas los que no hubiesen cometido sino «furto ó muerte de judÃo ó moro». Y el fuero de Sepúlveda, uno de los más humanos, tasa en sólo cien maravedÃs el homicidio de judÃo. Pocos años después las calles de Toledo se ensangrentaron con la muerte de centenares de aquellos infelices, que el populacho desenfrenado inmoló sin motivo alguno, y desde entonces hasta su expulsión apenas pudo la autoridad de los monarcas refrenar los crueles intentos de sus vasallos contra la raza aborrecida. Ni era en ellos el odio de sólo el vulgo; pues los grandes de Castilla, puestos en armas en 1460 contra Enrique IV, propusieron como una de las condiciones para dejarlas el «que echase de su servicio y estados á los judÃos». Otro tanto que en Castilla acontecÃa en Aragón y en los demás reinos de España, y los Reyes Católicos, no bien tomada Granada, acabaron con el poder de los musulmanes, dieron allà mismo un edicto expulsándolos del reino, cumpliendo evidentemente con el deseo de los grandes y de los pueblos, pero dando fatal precedente á la expulsión que más tarde se verificó en los moriscos. No muchos años después de aquel decreto terrible nació la reforma, y las doctrinas de Lutero y de Calvino, contrarias á las antiguas prácticas de la Iglesia, no pudieron menos de ser tan aborrecidas y menospreciadas en España como el islamismo y el judaÃsmo. Hubo no pocos hombres de mérito, asà eclesiásticos como seculares, que se inficionaron con las doctrinas de la herejÃa, tales como el doctor Egidio y el doctor Constantino, el famoso AgustÃn de Cazalla y Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, y otros que han dejado muchas obras esparcidas por paÃses extraños y no poca memoria de sus desdichas. Pero hombres tan grandes y más nos habÃan dado los judÃos, y no por eso se excusó su persecución ni pudo decirse que la nación transigiese con ellos. Verdad es que se llegó á temer tanto de los muy doctos, que solÃa decirse en España por encarecer á alguno: «está en peligro de ser luterano». Mas no es menos cierto, sin duda, que el mayor número de los sabios y doctores, y sobre todo la gente común, apegada como siempre á las antiguas cosas, siguieron ciegamente la doctrina católica. Cobró entonces más fuerza que nunca la preocupación antigua de _limpieza de sangre_, ó sea la pretensión, general en las familias españolas, de probar que ninguna de ellas se habÃa mezclado por matrimonio ó de otra manera con gente infiel y herética. No se tardó en llamar _cara de hereje_ al feo y desalmado; _hereje_, al mal intencionado y cruel; _hereje_, en fin, á todo el que merecÃa por cualquier modo aborrecimiento ó menosprecio. Y las demostraciones particulares correspondÃan muy bien, en tanto, á aquellas otras de la opinión común ó nacional. Un doctor llamado Alonso DÃaz vino desde Roma á Ratisbona, donde se hallaba cierto hermano suyo, celosÃsimo partidario de Lutero, pretendiendo apartarle de la predicación de tales doctrinas, y no pudiendo conseguirlo de otra suerte, le mató con sus manos. Y más adelante hubo un caballero en Valladolid que obtuvo por merced del Santo Oficio que le dejasen cortar la leña y prender fuego en la hoguera donde habÃan de arder dos hijas suyas, doncellas ambas y hermosas, condenadas por heréticas. Tales sucesos traen al ánimo la exacta idea de lo que se pensaba en España de los reformadores. Y al llegar á este punto conviene que hagamos resaltar cierta circunstancia tan notable como poco observada; y es que la ciencia española de aquella época, lejos de defender la libertad del entendimiento y de protestar contra la intolerancia y la exageración del principio religioso, las ayudó en su obra. Es la filosofÃa madre y generadora de toda la ciencia, y á cultivarla con mucha aplicación y esmero se consagraron los españoles desde muy temprano. Pedro, _el español_, fué el asombro de Italia á mediados del siglo XIII, y mereció ser cantado del Dante. Raimundo Lull ó Lullio llenó con su nombre los primeros años del siglo XIV, y dejó escritas una multitud de obras de todo género, que fueron y son todavÃa estimadÃsimas de los sabios. Matemático profundo, propendÃa al empirismo y á la observación y experiencia, dejando sometido á reglas casi geométricas y mecánicas el arte de pensar; y si las ciencias siguieran el camino que él las trazó en sus obras, fueran harto mayores y más rápidos sus primeros pasos. Pero su doctrina se perdió en el caos de doctrinas dogmáticas que ocupaban las escasas escuelas de entonces. Juan Luis Vives vino después de Lullio á sostener ya la necesidad del método empÃrico, y uno y otro antes que el inglés _Bacon_ conocieron la imperfección de la filosofÃa escolástica, y trataron de remediarla mejorando los estudios. Mas no era tiempo aún de lograr semejante fruto. En vano Vives, en el tratado _De corruptione artium et scientiarum_ y en el _De tradendis disciplinis_ esforzó sus argumentos para convencer á los sabios de su tiempo de los errores de la dialéctica. En vano quiso sustituir á ella su método de pensar, vicioso al cabo, pero más á propósito para ir desenvolviendo las ciencias y la razón en su cuna. No alcanzó otra cosa sino la gloria, mucho tiempo desconocida, de haber mostrado antes que algún otro á la Europa el camino que vino á seguirse en adelante. Por lo pronto, el escolasticismo y aristotelismo continuaron reinando en las escuelas, y, sobre todo, en las de España produjeron copiosos frutos. Durante el siglo XVI florecieron entre estos escolásticos Francisco Vitoria, catedrático de Salamanca, que escribió un tratado sobre la potestad eclesiástica y otro sobre la potestad civil, de donde Grocio tomó no pocas de sus doctrinas; Domingo Yáñez, catedrático también de aquella Universidad sapientÃsima, y el famoso Domingo de Soto, autor del tratado _De justitia et jure_, aún hoy tenido en mucho por los jurisconsultos, y de otros varios libros sobremanera apreciados por sus contemporáneos dentro y fuera del reino. De los aristotélicos fué el más grande Juan Ginés de Sepúlveda, traductor y anotador de las obras del maestro, hombre de inflexible lógica y de vasta erudición y doctrina. Negar el talento y la ciencia en tales escritores serÃa injusticia ó locura, y la historia de la civilización humana habrá de reparar al cabo el olvido en que les tiene, señalándoles alto puesto á todos ellos. Pero la Ãndole particular de una y otra filosofÃa produjo las extrañas resultas que arriba indicamos. Perdidos los escolásticos en el laberinto sin salida de su dialéctica, y aplicándola á asuntos de suyo tan sutiles como los teológicos, llegaron á formar una _logomaquia_ perpetua en las escuelas, impidiendo que dedicasen sus esfuerzos al estudio de las grandes verdades morales y polÃticas. Achaque fué éste, que sintieron todas las escuelas del mundo por aquel tiempo; pero como en ninguna de ellas hallase el escolasticismo tanto cultivo y entusiasmo como en España, ni en otra alguna parte se viese tan protegido y apoyado por el clero, aconteció que aquà primero, allá después, se fueran disipando sus tinieblas, y entre nosotros se hiciesen cada vez más densas é impenetrables. No era más favorable la filosofÃa griega que lo fuera de por sà el escolasticismo al principio de libertad y á la generación de las ideas modernas. Formóse una amalgama extraña de la Providencia cristiana con el fatalismo griego, de la moral de Jesús con la de Epicteto y los demás estoicos, de las verdades del Calvario con las del Pórtico y la Academia. Entonces, á impulso de las mismas ideas que precedieron y protegieron acaso las tiranÃas de Filipo y de Tiberio y la esclavitud romana y griega, se fueron desenvolviendo en lo Ãntimo del catolicismo español, que de tan puro y severo se preciaba, principios esencialmente paganos é hijos de la civilización idólatra. Halláronse en solemne contradicción y lucha la idea cristiana en su pureza y la idea pagana en su más franca y terminante expresión, cuando disputaron en Valladolid sobre el tratamiento que habÃa de darse á los indios conquistados, el doctor Sepúlveda de una parte, y de otra el virtuoso obispo de Chiapa, fray Bartolomé de las Casas. Aprobó el primero cuantas crueldades se cometÃan con aquellos desdichados «por la rudeza de sus ingenios, decÃa, que son de su natura gente servil y bárbara y por ende obligada á servir á los de ingenio más elegante, como son los españoles.» Doctrina enteramente aristotélica y sacada palabra por palabra del libro III de la _PolÃtica_. Contestóle el padre Las Casas con la sencilla doctrina de los cristianos de que Dios hizo hermanos á todos los hombres; ¡idea de fecundidad inmensa, conquista la más alta que hayan hecho las ciencias morales en el mundo! Pero fué en vano; la FilosofÃa tenÃa de su parte el interés particular y el egoÃsmo, y la Iglesia, encerrada en el Estado y confundida con él en deseos y conveniencias, no hizo lo que pudiera por sacar triunfante la doctrina purÃsima de Las Casas. AsÃ, Sepúlveda y su filosofÃa pagana triunfaron, y los indios continuaron siendo tan maltratados como al principio por los conquistadores. Viéronse al propio tiempo predicadores y dogmatizantes invocando los principios estoicos de Epicteto y proponiendo sus lecciones por modelo á los cristianos. La idea de la servidumbre, tan opuesta al cristianismo, se fortificó asà entre nosotros, y con ella, como hermana y compañera, tuvo entrada en todos los ánimos la justificación de la tiranÃa, cobrando más fuerza el instinto de opresión al flaco y al vencido. Y lejos de recibir la nación de la filosofÃa doctrinas de progreso y sentimientos de humanidad, no recogió otra cosa que la resignación de los estoicos, cierto espÃritu de pequeñez, de nimiedad, de sofisterÃa, producto de la lógica ergotizante, y mayor suma de intolerancia, si cabe, que la que daba de sà el catolicismo. Asà fué también como llegaron tiempos en que Nicolás Antonio pudo contar en España hasta doscientos catorce autores que tratasen filosóficamente de la _Summa_ de Santo Tomás, y ciento cincuenta que hubiesen hecho libros de enseñanza ó de texto para las escuelas, encerrando en ellos las más altas materias de la filosofÃa, sin que entre tantos se encontrara uno solo que haya influÃdo después en las ciencias, ni que lograse entonces contener la decadencia que á tan tristes extremos iba llegando. Sólo la exageración del principio religioso y esta filosofÃa ergotizante tan bien anudada con ella, trajeron males capaces de trastornar cualquier grandeza de monarquÃa: primero, la emigración de muchos miles de moros y judÃos y luteranos, expulsos ó perseguidos del Santo Oficio; luego, la ruina, el envilecimiento y la destrucción de tantas familias como vinieron á los _autos de fe_; además la parálisis de las ciencias y su muerte lenta, pero completa, mientras por todas las naciones de Europa, al calor de las disputas y de la libertad de pensamiento y de controversia, nacÃan ideas fecundas, asomaban descubrimientos útiles y desarrollábase lozana y gloriosamente el progreso humano; por último, que fué lo más fatal, la transformación del carácter en la nación. Era España joven, vigorosa, libre en el pensamiento, y en el obrar, franca, entusiasta, alegre, aunque grave, dada á seguir los vuelos de la fantasÃa y á obedecer á las inspiraciones de la voluntad, aunque piadosa y prudente. Vino sobre ella una vejez temprana, contemplativa y descontentadiza; vino una timidez penosa en el pensamiento y en las determinaciones; vino un Ãntimo recelo de todas las cosas, que inclinaba á las personas á desconfiar hasta de sà propias; vino la indiferencia terrenal de quien no funda ilusiones sino sobre los bienes del otro mundo; vino cierta melancolÃa antipática á las otras naciones, y enemiga de adelantos; vino cierto espÃritu de obediencia pasiva y de resignación fatalista á cuanto parecÃa disposición del cielo que encadenó aquella voluntad poderosa, que antes todo estorbo lo hallaba leve y toda resistencia desproporcionada á sus fuerzas. Quedaron relegadas á lo más hondo de los pechos para ser transmitidas secretamente de padres á hijos aquellas antiguas y nobles cualidades del carácter de España; en las obras, en las palabras fueron desapareciendo primero en el mayor número, luego en el menor, por último en el limitado guarismo de almas excepcionales y privilegiadas que Dios suele conceder á las naciones, hasta borrarse del todo. Fué muy bien secundada la represión religiosa por la represión polÃtica, y asà pudo decirse que apenas quedaba un español á la muerte de Carlos II. Ni en el reinado de los Reyes Católicos ni en los del Emperador y de Felipe II se sintió, sin embargo, tal decadencia de carácter. Y aunque á la verdad, las persecuciones del Santo Oficio pesaron sobre casi todos los hombres ilustres, perseguidos ó no, hubo, de todas suertes, en tiempo de este último prÃncipe, médicos y matemáticos que levantasen las ciencias; escritores satÃricos que criticasen, hasta con licencia, las costumbres del Clero y de los poderosos; jurisconsultos que profesasen ideas muy libres y muy altas; canonistas que defendiesen con enérgica franqueza los derechos del Estado; pensadores, en fin, que fuera de España eran oÃdos con asombro en las cátedras de la orgullosa Sorbona y en las Universidades de Italia y Alemania. Andrés Laguna, Hurtado de Mendoza, Arias Montano, Melchor Cano, Garcilaso, fray Luis de León y Herrera, escribieron en aquella era, y es harto conocido tal siglo por el siglo de oro de nuestras letras, para que no pareciera ocioso el citar otros nombres. Pero la Inquisición siguió adelante, y poco á poco fué enroscándose, á manera de serpiente, en torno del pensamiento español, hasta que, debajo del imperio de los sucesores de Felipe II, estrechó su anillo tanto que lo ahogó en él y le dió muerte. Y cada vez fué creciendo el empeño en mantener guerras religiosas, y las medidas de intolerancia y de persecución fueron en aumento de tal modo, que pudieran causar, por sà solas, la total ruina. Los monarcas estuvieron ciegos, sobre este punto, como los pueblos: ni los unos ni los otros conocieron el precipicio adonde aquel funesto tribunal podÃa conducir á la MonarquÃa. Los Reyes Católicos habÃan dejado que ardiesen los tesoros de la ciencia árabe que se hallaron en la Alhambra; habÃan expulsado á los judÃos, que tan buenos servicios prestaran á la nación, sobre todo en la guerra de Granada; habÃan permitido los bautismos forzosos de Cisneros, las hogueras de Lucero y el enjuiciamiento del buen arzobispo Hernando de Talavera, confesor de la Reina misma. Carlos V autorizó las mayores persecuciones contra sus continuos y amigos, tildados por el Santo Oficio. Felipe II dejó luego que se persiguiese á fray Luis de León y al grande arzobispo de Toledo fray Bartolomé Carranza, y que se atreviese la Inquisición hasta á la vida particular de los grandes y de los prÃncipes; dejó también que alimentasen las santas hogueras millares de sus vasallos, y dijo, tratándose de los de Flandes, aquella frase famosa: «Más quiero no tenerlos, que tenerlos herejes». Tiempos habÃan de venir forzosamente en que ni el Rey mismo estuviese seguro, como lo probó Carlos II en su persona y en que un millón de pobladores inteligentes y laboriosos, la flor de nuestras provincias meridionales y occidentales, tuviesen que abandonar nuestro suelo, llevándose consigo los restos de nuestra riqueza agrÃcola, industrial y comercial, y abriendo en el corazón de la MonarquÃa tan honda llaga, que apenas han podido cauterizarla dos siglos. No menos funesto que el fanatismo religioso fué, para la MonarquÃa española, el provincialismo, que es la falta de unidad civil y de unidad polÃtica. La separación y discordancia de las diversas provincias de España, se advierte en la Historia desde los primeros tiempos. Quizá la tierra misma se prestó á ello, dando á cada localidad opuesto clima y distintas producciones y poniendo entre ellas lÃmites y fronteras naturales; quizá ayudó eficazmente al establecimiento de colonias de diversas naciones. La dominación romana impuso algo de unidad en la PenÃnsula, pero la invasión de las diversas naciones septentrionales, que ocuparon diversas provincias, volvió á separar las partes mal unidas y á dar á cada provincia distintas tradiciones y leyes. No bien establecida la unidad por los godos en el reinado de Sisebuto, se perdió en D. Rodrigo la MonarquÃa, y los moros, que ocuparon la mayor parte, no tardaron en repartirse en muy distintas soberanÃas, al propio tiempo que los cristianos, que huyendo de las desdichas del Guadalete se refugiaron en las montañas, tomaban allà distintos jefes, lejos los unos de los otros, sin poder comunicarse ni entenderse en la empresa común. Y muchas dinastÃas y muchas leyes y muchas historias se formaron antes que el valor y la fortuna pusiesen todos aquellos estados en manos de los Reyes Católicos, menos la parte de Portugal, constituyéndose la MonarquÃa española. Pero, al entrar en ella, cada pueblo se conservó como era: con sus mismos usos, con su propio carácter, con sus leyes, con sus tradiciones diferentes y contrarias. Ni siquiera era igual la condición de todos los Estados: los habÃa de condición más y menos noble, más y menos privilegiados; éstos, libres, y aquéllos, casi esclavos; como que la unión habÃa ido ejecutándose por muy diversos motivos, viniendo unos pueblos voluntariamente, como pretenden los vascongados, y otros por medio de matrimonios, como Castilla y León de una parte, y, de otra, Aragón y Cataluña; tales como Valencia y Granada, que estaban pobladas de moros todavÃa, por fuerza de armas; tales, mitad por derecho, mitad por fuerza, como Navarra. Y no era esto sólo sino que, dentro de una misma provincia, cada población tenÃa un fuero y cada clase una ley. España presentaba, de esta suerte, un caos de derechos y de obligaciones, de costumbres, de privilegios y de exenciones, más fácil de concebir, que de analizar y poner en orden. Era imposible saber con cuántos hombres y con cuánto dinero pudiese contar la MonarquÃa; imposible enumerar sus fuerzas ni sus flaquezas; ni siquiera, en algunas ocasiones, dónde estaban sus verdaderas ventajas ni sus peligros y pérdidas. Para colmo de confusión, tuvo esta MonarquÃa, desde sus principios y antes de fundarse, muchas posesiones y colonias extranjeras. Trajo consigo el reino de Aragón á Sicilia y Cerdeña; descubriéronse los dilatados imperios del Nuevo Mundo; Gonzalo de Córdoba puso á Nápoles debajo de nuestras banderas; el casamiento de Felipe el Hermoso con Doña Juana la Loca, nos dió los PaÃses Bajos; al cardenal Cisneros debimos algunas posesiones en Ãfrica, y Carlos V redujo á su obediencia el Milanesado. Al contemplar en los mapas tantos y tan diversos paÃses, se asombra el ánimo y no hay más que exclamaciones lÃricas en los labios para celebrar la grandeza de España; pero, á poco que la razón cobra su imperio, se trueca en pena el primer contento. La situación de la verdadera MonarquÃa, de lo que era la verdadera nación, repartida en tantos intereses y en tantos pensamientos, no podÃa ser más peligrosa. Y la inmensa balumba de posesiones y territorios que pesaban sobre aquella desconcertada máquina, debÃa hacer temer desde el principio que, no acudiendo muy eficazmente al remedio, viniesen las catástrofes que acontecieron al cabo. à la verdad, la falta de unidad en las diversas partes de la PenÃnsula, que era lo primero que debÃa mirarse, parecÃa cosa de muy difÃcil remedio y muy lento. No podÃan alterarse en un año aquellas costumbres tan antiguas y tan diversas, aquellas leyes tan respetadas y tan contrarias. Pero era preciso emprender la obra con resolución y constancia si habÃa de llegarse alguna vez á buen término. Dos caminos se ofrecÃan. Era el uno igualar á todas las provincias en derechos polÃticos, transportar lo bueno y ventajoso de estas á las otras, y quitar de todas ellas los gravámenes inútiles y las cosas dañosas al común. De este modo hubieran podido formarse más tarde unas Cortes generales en España, en las cuales los brazos de Aragón y Castilla, Navarra y AndalucÃa y Cataluña hubieran entrado con igualdad de derechos y de influencia; y no hay duda de que aquel gran Congreso, representando la libertad general del paÃs, habrÃa acabado por establecer naturalmente y sin esfuerzo la unidad apetecida. Ninguna provincia perdÃa nada con que las demás se igualasen á ella en libertad; ninguna habrÃa podido fundar agravios en que lo mejor y lo substancial de sus instituciones se comunicase á las otras. Harto más difÃcil habrÃa sido el reunir en un solo Congreso á los brazos de todas las provincias y el ir suprimiendo las malas instituciones y remediando los errores añejos. Pero la fuerza del bien general y de la libertad de todos, tenÃa que ser, por fuerza, tan grande, que poco á poco habrÃa desaparecido toda resistencia injusta y no fundada en razón ó conveniencia. La libertad de todos, representada en estas Cortes generales de la MonarquÃa, habrÃa uniformado los nombres que tanta influencia suelen tener en las cosas; habrÃa creado un lenguaje polÃtico común, y antes de mucho la legislación civil y criminal y los intereses y las aspiraciones de todos hubieran venido juntándose y fundiéndose y creándose una nación sola de tantas naciones diferentes. TenÃamos, para favorecer esta empresa, la unidad religiosa que nos costaba tanto, y no habrÃa sido difÃcil contar con el apoyo de la nobleza más ilustrada, de una parte, y, de otra menos disconforme en su composición y más semejante aquà y allá en derechos y en intereses, que no las municipalidades y los pueblos. Asà también el régimen representativo, por el cual hemos trabajado tanto después y con tan poca fortuna, se habrÃa encontrado por sà mismo constituÃdo en España. à ninguna nación le hubiera sido más fácil que á la nuestra su ejercicio en aquella sazón, y acaso la Inglaterra misma, con su _Carta magna_, hubiera tenido que imitar algo en nosotros, en lugar de tanto como nosotros imitamos en ella. HabÃa aquà ya costumbres públicas, pueblos enseñados á entender en sus intereses y grandes que no sabÃan ceder al trono en sus empeños; habÃa leyes como aquella segunda del _Libro de las leyes_, que decÃa: «Doncas faciendo derecho el Rey debe haber nomne de Rey; et faciendo torto, pierde nomne de Rey. Onde los antigos dicen tal proverbio: Rey seras si fecieres derecho é si non fecieres derecho, non seras Rey»; y aquella otra del octavo Concilio Toledano: «é si alguno dellos for cruel contra sus poblos, por braveza ó por cobdicia ó por avaricia, sea escomungado»; habÃa fueros como el de Sobrarbe, donde se establecÃa «que Rey ninguno no oviese poder nunquas de facer cort sin conseyllo de los ricos hombres naturales del Reyno, et ni con otro Rey ó Reina guerra et paz ni tregoa»; habÃa antecedentes de resistencia, como aquellos de Epila y Olmedo. Y porque tales leyes y tal principio de resistencia no engendrasen, por salvar la libertad, la anarquÃa, tenÃamos un grande y general amor á la institución del trono, nunca puesta en duda, nunca y en ninguna parte combatida hasta entonces, y tenÃamos leyes que, asà como las que arriba citamos, amonestaban á los malos reyes ordenasen al pueblo completa y total obediencia á los buenos. Ahà están las _Partidas_, declarando que los reyes que no fuesen tiranos y no «tornasen el SennorÃo que era derecho en torticero», son «vicarios de Dios cada uno en su regno puestos sobre las gentes para mantenerlas en justicia.» Sentados estaban los cimientos del régimen representativo, sin que se echase alguno de menos: la libertad y el orden, la resistencia y la obediencia, antÃtesis de difÃcil resolución en una sola tesis general y fecunda, pero indispensable para que tal régimen subsista. Bien conocemos que era mucho pedir en los reyes de entonces el que acometiesen con sinceridad y energÃa tal empresa. Pero si los reyes no querÃan procurar la unidad de la MonarquÃa á costa de extender las libertades y de cercenar su poderÃo, todavÃa contaban con otros medios para traer á punto la unidad deseada. Fuera de las sendas de la libertad habÃa otro camino por donde llegar á ella, harto contrario, aunque no de más fácil logro; y era nivelar todos los derechos, no á medida del más alto, sino á medida del más bajo; era quitarles á todos la libertad polÃtica y las exenciones civiles, y dejarlos por igual sujetos á la voluntad del soberano. Asà fué como la Francia llegó al punto de unidad que siglos hace alcanza. Necesitábase para ello emplear dentro del reino las fuerzas que se emplearon fuera, y dedicar al logro de tan grande empresa toda la atención polÃtica y todo el poder de la corona. No habÃa que transigir con uno solo de los privilegios, porque con eso desaparecÃa la autoridad y la fuerza de la nivelación, al propio tiempo que se interrumpÃa la unidad misma. Un dÃa y otro, un año y otro empleados en esta tarea, y la ayuda de la Inquisición y las sangrÃas que ocasionaban á las provincias las Américas y las guerras extranjeras, habrÃan acabado por hacer posible semejante empresa, que con ser mala en sus fines y en sus principios, que con ser injusta, habrÃa proporcionado algún beneficio á la MonarquÃa, trayéndole la unidad: mas con lo que se hizo, ni se ganó la unidad ni se excusaron tamaños males. Hubo represión, hubo tiranÃa, hubo atentados contra la libertad antigua de los ciudadanos y de los pueblos, mas no se logró por eso la unidad. Hallaron los monarcas que, lo mismo en Aragón que en Castilla, cabezas de la MonarquÃa, los grandes y los plebeyos estaban divididos desde muy antiguo en enemistades y emulaciones. Miraban de reojo los grandes la libertad que alcanzaban las ciudades, y los ciudadanos llevaban muy á mal las exenciones y el poder de la nobleza, mayores en Aragón que en Castilla, pero en ambas partes muy grandes. Comenzaron los monarcas á excitar y aumentar aquella rivalidad, fundada en los diversos intereses de las dos clases. Primero se concedieron fueros y cartas pueblas, no con otro ánimo que con el de libertar á los pueblos de la tiranÃa de los grandes; después se fué aumentando el poder del brazo popular en las Cortes, hasta el punto de equilibrarse con su poder el poder del brazo noble. Acostumbráronse por tal manera los pueblos á hallar protección en el trono y á considerar como adversarios á los grandes y ricos-hombres; y éstos, despreciando la enemistad de los pueblos, redoblaron sus abusos y acrecentaron su soberbia. Declaráronse los pueblos por uno de los bandos, y los grandes por otro en las discordias que hubo en Castilla durante el siglo XV: los primeros se inclinaron á Doña Juana _la Beltraneja_, y los segundos, á los Reyes Católicos; aquéllos tomaron la parte de Felipe _el Hermoso_ contra su suegro D. Fernando, y estotros sostuvieron á Don Fernando á todo trance. La muerte impensada de Felipe dió al fin la victoria al suegro, y algunos grandes de los más soberbios é independientes, de los que por sus padres y por sà propios habÃan hecho temblar al trono en tantas ocasiones, hubieron de emigrar á Flandes, y desde allà asistieron despechados al júbilo de sus contrarios, que, como todos los que vencen, no sabÃan disfrutar de la victoria sin abusar de ella. Vino Carlos de Austria á reinar, y aunque los grandes vinieron con él y se agruparon en torno suyo, no lograron reparar sus pérdidas, ni pudieron considerar la vuelta como victoria, porque el poder que nace de la fuerza y de la ocasión sin fundamento racional muy evidente, si una vez se pierde, no se recobra jamás: asà ha de decirse que entonces cayó la nobleza castellana. Pero no tardaron en llegar los dÃas de Villalar, y, peleando con todo su poder contra los pueblos, tomó de su afrenta desdichada venganza. En vano el noble Hurtado de Mendoza formuló la unión indispensable de nobles y plebeyos en aquella sentencia enérgica que conservan sus manuscritos: «El clamor de la injuria del pueblo despierta é incita á la venganza el ánimo de los nobles.» Ya era tarde, y el poder real, apoyado por los grandes, acabó en Castilla con las franquicias populares, lo mismo que á aquéllos los habÃan humillado antes con el favor del pueblo. Buen pago dió la corona á los grandes por tamaño servicio. Caliente estaba aún la sangre de Villalar cuando en 1539 los echó Carlos V de las Cortes de Toledo, porque se negaban á contribuir con pechos y tributos á los gastos del Estado, alegando la exención de que disfrutaban, resto injusto de la libertad antigua, y el pueblo más que nunca debió tomar aquella humillación á propio desagravio. Una cosa harto distinta habÃa sucedido en Inglaterra. El rey Enrique I tuvo ya que modificar muchas leyes de Guillermo el Conquistador, hostigado por los nobles y los plebeyos coaligados. Fuése perfeccionando sin sentir tal alianza durante los reinados de Enrique II y Ricardo _corazón de león_, por manera que cuando Juan _sin tierra_ abusó de las prerrogativas reales, pudo formarse contra él aquella confederación general que le obligó á firmar en Runymede la _Carta de bosques_ y la _Carta magna_, principios y aún hoy dÃa fundamentos de la Constitución inglesa. Como en Castilla no se pudo llegar á tal concierto, se perdieron las libertades. Mirándose aquà absolutos, puesto que no quedaba más que una vana apariencia de libertad en las Cortes, los monarcas quisieron serlo en todo y en todas partes; pero no supieron llevarlo á cabo. Cayeron los privilegios del reino de Valencia casi al mismo tiempo que los de Castilla, vencidas las facciones y bandos que allà se levantaron con nombre de _germanÃas_. Y aunque las de Aragón, mal vistas y amenazadas ya por Isabel la Católica, subsistieron más tiempo, vinieron á morir, en fin, á manos de Felipe II, legÃtimo sucesor y continuador de la polÃtica de aquella Reina, notándose en su perdición las mismas causas que se vieron en Castilla, y, principalmente, el propio desconcierto y división que allà hubo entre los grandes y los pueblos. Fomentó muy especialmente la antigua discordia Felipe II antes de dar el golpe que meditaba á los fueros aragoneses. PretendÃan todavÃa los señores la _absoluta_, que asà se llamaba el derecho de bien, y _maltratar_ á los vasallos, y ejercitábanlo de hecho con harta dureza. Insurreccionáronse por este motivo contra el duque de Villahermosa sus vasallos los ribagorzanos, y el Rey les hizo dar todo género de ayuda, excitando más que aplacando los excesos que de una y otra parte se cometÃan. Lo propio aconteció con otros, y hasta llegó á proteger el Rey á algunos vasallos que, cansados de la tiranÃa del señor, se alzaron en armas y le dieron muerte. Asà se vió que, cuando llegada la ocasión acudieron los grandes á las armas, apenas encontraron gente que viniese á servir debajo de sus banderas, y los que vinieron depositaban muy poca confianza en ellos. Las Universidades ó Municipios que regÃan las principales ciudades y villas grandes á manera de señorÃo, tuvieron más fe en las seguridades que daba el Rey que no en los reparos de la nobleza, que con harta razón no creÃa en ellas. Sólo Zaragoza se puso en armas, y ella sola y los nobles llevaron el castigo. Contra éstos no escasearon los suplicios, claros y manifiestos unos, encubiertos otros, é ignorados hasta nuestros dÃas, en que se han abierto de repente los archivos que guardaban aquellos dolorosos misterios. No tuvieron mejor suerte que los aragoneses, ni en verdad la merecÃan, los moriscos ó cristianos nuevos que poblaban algunas provincias. No disfrutaban éstos de derechos polÃticos; pero los disfrutaban civiles de mucha cuenta y exenciones que, en lugar de atraerles afrenta, les proporcionaron mayor holgura y riqueza; como que á causa de ellos no entendieron ni en las guerras, ni en la colonización inmensa que por entonces empobrecieron y despoblaron las provincias del reino. Es indudable que aquella gente de raza enemiga, de poco firmes creencias, distinta de nosotros en usos y leyes, ofrecÃa muchos peligros, repartida como estaba en las costas meridionales y occidentales del reino, donde tras de no servir para defensa, brindaba con un apoyo probable, cuando no cierto, á nuestros adversarios. Asà que el alejarlos de los puertos y lugares de desembarco, reemplazándolos en ellos por una población enérgica y numerosa de cristianos viejos, habrÃa sido determinación prudente y que debió tomarse desde los principios. Mas era preciso al propio tiempo con tolerancia en las cosas pequeñas y domésticas y con rigor inflexible en las grandes y que tocasen á la seguridad del Estado, ir dando tiempo á que nuestras costumbres fuesen las suyas y suyo de corazón nuestro culto, como ya lo era el habla. Asà habÃa acontecido sin afán y estrépito en otras provincias del reino que habÃan ocupado también los moros, y donde ya en el siglo XVI apenas podÃa hallarse rastro de ellos. No se hizo esto; antes con prohibiciones impertinentes y odiosos mandatos contra sus costumbres y usos domésticos, se provocó aquella rebelión de los Alpujarras que tanta sangre costó y tantas pérdidas, dejando en el corazón de los vencidos la saña que á tales extremos obligó en adelante. Y al propio tiempo que asà se obraba en Castilla, en Aragón y en contra de los moriscos, dejábanse intactos los fueros de Cataluña, Portugal, Navarra y las Provincias Vascongadas, no menos contrarios y enemigos de la unidad nacional que los que con tanto empeño se habÃan suprimido. No habÃa allÃ, ciertamente, las mismas causas que en Aragón y Castilla para que la libertad se perdiese. Vióse siempre en las Provincias Vascongadas la gente noble de la parte misma que la plebeya; porque ni tuvo aquélla privilegios odiosos, ni ésta pudo acopiar agravios, por consiguiente; y en Cataluña y Navarra, donde habÃa también harta desigualdad de condiciones, mostráronse todos unidos, grandes y pequeños, para la defensa de los fueros. Pero ya que la obra estaba comenzada, ya que en otras partes no los habÃa, era flaqueza ó error grave el dejarlos allà imperar y echando cada dÃa más profundas raÃces, porque eso mataba la unidad pretendida y dejaba la llaga del provincialismo ó _fuerismo_, tanto más exclusiva y privilegiada, cuanto más profunda y peligrosa en el corazón de la MonarquÃa. Sobre todo, fué notable lo de Portugal. Esta provincia, que por ser tan importante y por tener menos vÃnculos con la MonarquÃa que ninguna otra, á causa de su larga separación y de su unión tan inmediata, exigÃa más robustez que ninguna en la administración y más fuerza en la autoridad, conservó después de la conquista todas sus franquicias, aun aquéllas que claramente favorecÃan su emancipación, como se vió por desdicha más tarde. Y desde luego se advirtió, tanto en Portugal como en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas, que fueron las provincias donde se toleraron las antiguas franquicias, una cosa, para ellas de provecho y honra, fatal para la unidad del Estado, que fué que al calor de la libertad se conservó más entero y más firme el carácter individual que en las demás partes de España. No tuvo medios para hacerse tan eficaz la represión religiosa, ni dejaron nunca los ciudadanos de pensar y de discurrir para atender á los intereses públicos, que en mucha parte les estaban confiados; y asà se hallaron todavÃa fuertes y enérgicos cuando los castellanos y aragoneses habÃan caÃdo ya de su antigua firmeza. Error de aquellos tiempos que también tuvo influjo en las revueltas posteriores. TodavÃa en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas se nota cierta superioridad de carácter sobre el resto de España, producto de la desigualdad de condiciones que entonces alcanzaron. Comparando cosas tan contrarias y tan diversos modos de conducta, llégase á dudar si el pensamiento de la unidad nacional tuvo cabida en el ánimo de los grandes reyes del siglo de oro de nuestra polÃtica. DirÃase que obraron al azar y á medida del capricho momentáneo ó de las necesidades del dÃa. Pero lo más probable es que cuando el pensamiento de la unidad estuviese en todos ellos, y principalmente en Felipe II, distraÃdos con las empresas lejanas y las guerras extranjeras, no acertaron á obrar con el concierto y la constancia que tamaño intento requerÃa. Fué que se dieron treguas á Cataluña y Portugal y las demás provincias para que conservasen sus fueros, mientras venÃa la ocasión oportuna de igualarlas con Aragón y Castilla. Y en esto precisamente hallamos nueva falta, porque no habÃa ningún interés que debiera preferirse al de la unidad, ninguna cosa que debiera hacerse antes á costa de dejarla á ella para después. No era menos dificultoso, ni fué cosa en que se cometieron menos errores, el conservar las inmensas posesiones que tenÃa España fuera de la PenÃnsula, principalmente en Europa. Natural era que se quisiera conservar el gran dominio adquirido, porque eso aconsejaban la razón polÃtica y el sentido común, enemigos ambos de las exageraciones filantrópicas de nuestra Edad. Mas por lo mismo, para conservar tan gran dominio era preciso saber preferir unos territorios á otros, unos esenciales, otros accidentales: éstos, que redondeaban y afirmaban la MonarquÃa; aquéllos, en que sólo podÃa hallar efÃmera gloria. Aún convenÃa abandonar Estados que hubiesen de perjudicar á la conservación de otros mayores, y dejar las empresas inútiles por las ciertas y de seguro éxito. No desconocieron tales principios de buena polÃtica ni Fernando V, ni Carlos V ni Felipe II; pero no supieron ponerlos en práctica con oportuna constancia. Fernando V se propuso y alcanzó, en compañÃa de su esposa la magnánima Isabel, la grande obra de arrojar de España á los mahometanos, y más tarde se apoderó, no bien halló pretexto para ello, del reino de Navarra, que era una parte esencial y necesaria de la MonarquÃa española. También se hizo restituir los condados de Rosellón y Cerdaña, que de tiempo antes estaban empeñados en poder de la Francia, y que eran esencialÃsimos para resguardar la PenÃnsula por aquella parte y para tener en respeto á nuestros turbulentos vecinos, poseyendo tal puerta por donde invadir á mansalva su territorio. Pero apartó de su cauce la polÃtica española, empleando en Nápoles y en las guerras de Italia las sumas y soldados con que debió pesar en Ãfrica. Cabalmente alcanzó tiempos en que pudo hacerlo con ventaja, porque caÃdos los benimerines en el Mogreb-el-acsa ó imperio de Marruecos, hubo allá una horrible división y anarquÃa, que duró ochenta años, hasta la derrota de los beni-wataces y la exaltación al trono de los sanguinarios xerifes. Aprovecháronse de ella los portugueses; hicieron grandÃsimas conquistas con ayuda de los mismos naturales, que á la sazón se alistaban sin empacho debajo de las banderas cristianas; pero no supieron conservar lo adquirido. Y Fernando el Católico, que tantos recursos tenÃa en sus reinos, echados los moros de Granada, para hacerlas mayores y conservarlas eternamente, descuidó de esta manera el constituir de nuevo la España romana y goda, que pasando el estrecho tenÃa puestas sus fronteras en el Atlas, lÃmite que la Naturaleza al propio tiempo que la Historia, nos tienen señalado. Grande error fué, que no disculparÃan ni aun los empeños del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Acometiéronse empresas parciales; tomáronse algunas plazas de la costa; pero el error de Fernando V fué perpetuándose en los reinados sucesivos, y después de no pequeños gastos y pérdidas de hombres y navÃos, después de muchas batallas ganadas y de harta sangre vertida en aquellos arenales, no pudimos recobrar la España transfretana, y quedaron nuestras costas y nuestros mares á merced de los piratas berberiscos, que nos causaron gravÃsimos perjuicios los años adelante, todo por no haber hecho á tiempo el esfuerzo que se requerÃa, llevando de una vez nuestras armas á aquellas regiones, donde de ir entonces todavÃa estarÃan de seguro imperando. Arrastró á Fernando V el orgullo de preponderar en Europa, y pudo más en él esto que no el útil de España. Dejó también sembrada Fernando V copiosa cizaña con el matrimonio que pactó entre su hija y Felipe el Hermoso, del cual nos vinieron los Estados de Flandes. ¿Cómo era posible que Carlos V abandonase luego fácilmente aquella herencia tan legÃtima de sus padres? Sostúvola, que era ya grave error, y además cometió por su parte mayores faltas que Fernando V: unas dictadas por el propio espÃritu de preponderancia, apoderándose de Milán, ni más ni menos que como aquél se habÃa apoderado de Nápoles; otras por la cualidad que tuvo de Emperador de Alemania. Acrecentadas con esto sus fuerzas, se acrecentó su ambición naturalmente, y además, teniendo que acudir á defender el Imperio, empleó en ello parte de las fuerzas nacionales, desperdiciándolas: bien que sea preciso convenir en que los alemanes tienen razón cuando se quejan de que Carlos V no pareció más que Rey de España. La verdad es que aquel PrÃncipe fué español en sus sentimientos, y lo fué en sus conquistas, dejándolo todo á beneficio de España. Su falta estuvo en que, deslumbrado con las grandes fuerzas de que á la sazón disponÃa, llevó demasiado adelante sus pensamientos. No tuvo idea de lo que España con sus fuerzas ordinarias podÃa sustentar, y de lo que particularmente la convenÃa, y asà le vemos no sólo desatender la conquista del Mogreb-el-acsa, entreteniendo el ocio de sus armas cuando no eran empleadas contra alemanes y franceses, ya en Argel y Túnez, ya en otras expediciones menos importantes, sino dejar á la Francia vencida la merindad de San Juan de Pie del Puerto que habÃa pertenecido siempre al reino de Navarra, tierra española. Más tarde, dió también la isla de Malta á los caballeros de San Juan de Jerusalem, isla de suma importancia para la dominación del Mediterráneo. Felipe II conquistó á Portugal con ventaja tan grande de la MonarquÃa, que basta con ello para que su memoria sea honrada en España. Hubo en este PrÃncipe más idea que en otro alguno de nuestros verdaderos intereses; pero de una parte se encontró ya planteados los más de los errores nacionales por Fernando V y Carlos V, dueño á su pesar de Nápoles y Milán y Flandes, Borgoña y Sicilia, y de otra, sus medidas y sus nuevas empresas pecaron siempre ó de poco maduras ó de sobrado grandes, por lo cual no sacó de las más el buen partido que se proponÃa. Encadenado á la polÃtica de sus antecesores, no hizo más que aplicar á ella todo lo grande de sus pensamientos y el impulso de su voluntad invencible. De aquéllos y ésta tuvo sobradamente para cambiar de polÃtica; pero era doloroso y ofensivo á su orgullo el cambio, y asà vino á tomar el verdadero camino demasiado tarde. ¿No habÃa más que abandonar la herencia de su padre y abuelo, los campos donde fueron las hazañas de Gonzalo de Córdoba y de Antonio de Leiva? Felipe, en lugar de retroceder luego, siguió adelante. à la verdad, sus intentos contra los ingleses no han de culparse porque salieron desgraciados, que el éxito no da ni quita la razón á las cosas. Véase adonde la Inglaterra ha llegado después, lo que ha sido para nosotros mientras hemos tenido Américas y hemos tenido Marina, y acaso se encuentren justificados los proyectos de aquel Monarca. Él, antes que Napoleón, acometió la grande empresa de humillar al leopardo inglés en su guarida, y supo hacer más para lograrlo; hasta el bloqueo continental, ese sueño magnÃfico del capitán del siglo, fué imaginado por Felipe II, llevando para su ejecución muy adelante los tratos. Pero en sus intentos contra la Francia anduvo mucho menos acertado. Si en vez de poner en el trono de Francia á una hija suya, hubiera intentado, prevaliéndose de las luchas civiles, el desmembrar el territorio y extender lejos del Pirineo nuestra frontera, con harto ahorro de dinero y de fatiga, lo habrÃa conseguido. Entonces la Francia no habrÃa podido tomar sobre nosotros la superioridad que tomó en adelante. Dueño como fué de Marsella y de otras plazas importantes del MediodÃa, fácil habrÃa sido que nuestra nación se estableciese allà de un modo duradero. No desconoció Felipe tal sistema, pero comenzó á emplearlo tarde, cuando ya su influencia y sus fuerzas estaban muy quebrantadas. Más diestro anduvo Luis XIV, que abusando de la incapacidad de nuestros gobernantes y del estado mÃsero de la nación, fué apoderándose, debajo de frÃvolos pretextos, de tantas provincias nuestras; y luego que nos traÃa despojados de todo lo que le convenÃa, fué cuando emprendió las negociaciones para sentar á un prÃncipe de su sangre en el trono de España. Y cierto que á Felipe II le habrÃan sido más fáciles que á Luis XIV semejantes empresas, porque el monarca francés tuvo que acabar de abrir con su espada nuestros aportillados baluartes, y tuvo que derramar en el campo de batalla la poca sangre que quedaba en nuestras venas; mas al Rey de España le tenÃan vendida la Francia los franceses á precio vil de oro, duques y arzobispos, soldados y burgueses: de suerte que no habÃa más que tomar de ella al antojo. Algo alcanzamos al principio, pero no lo que más convenÃa; Marsella era de mayor importancia que Calais, que hubo al fin que entregar á los franceses, y cuatro plazas de la parte del Rosellón valÃan más que muchas en Flandes, puesto que bien se pudo preveer, aun queriendo sostenerlas entonces por honor ú orgullo, que tarde ó temprano habÃan de perderse aquellas provincias. Tales errores hicieron que el Imperio de España, que debÃa hallarse á la muerte de Felipe II con fronteras seguras y ventajosas en las montañas de Ãfrica y en el corazón de la Francia; que debÃa ser señor del Mediterráneo, poseyendo ambas orillas del estrecho de Gibraltar y el puerto de Marsella, por lo menos, en la costa francesa, Sicilia, Cerdeña, Malta y las Baleares, en medio del mar, y el gran puerto de Nápoles, que al abrigo de tales puertos y fronteras debÃa parecer invulnerable, fuese dificilÃsimo de defender y facilÃsimo para la ofensa, débil y flaco por su grandeza misma. Réstanos hablar de la despoblación y pobreza del reino y del desorden y penuria de la hacienda pública, que con el fanatismo religioso y la falta de unidad polÃtica, han de contarse también entre las causas que influyeron en la ruina de nuestro poderÃo. No conviene tratar separadamente de tales objetos, porque son por su Ãndole tan semejantes y caminan tan juntos en la Historia que, sin lo uno, difÃcilmente puede comprenderse lo otro. No hay datos que den á conocer cuál fuese el número de pobladores ni la riqueza é industria que tuviese España durante los siglos medios. Dividida en tantos reinos cristianos y moros, éstos bien y aquéllos mal gobernados; pasando los territorios y provincias de unas manos á otras con tanta frecuencia; no habiendo propiedad, ni dominio, ni nación, ni gobierno seguro, es imposible, no sólo que tales datos los haya, sino aun que á falta de ellos pueda formarse algún cálculo probable, ni en lo particular ni en lo general de la nación. Pero sábese á ciencia cierta que siempre fueron grandes los apuros en Castilla. Sólo D. Pedro _el Cruel_ logró algún desahogo y acopio de dinero entre aquellos soberanos de la Edad Media. Los gastos de la guerra continua contra los moros, las donaciones de los reyes al Clero y á los grandes, la amortización y las exenciones de pagar que de aquà nacÃan, y más que todo el natural atraso y casi abandono de la Agricultura, del Comercio y las Artes que, trayendo muy pobre al paÃs, le imposibilitaban de conllevar grandes tributos, eran los principales motivos. Alteróse el valor de la moneda en casi todos los reinados, desde Fernando III hasta los Reyes Católicos, y se contrataron muchos empréstitos; mas agravándose el mal con tales remedios, encontraban los reyes mayores dificultades cada dÃa para atender á las crecientes necesidades del Estado. Asà se puede creer de Enrique III que no hallase con qué cenar cierta noche, como dicen las consejas. Y, sin embargo, las Cortes de Castilla le dijeron á su hijo Don Juan II, en 1447: «que non demandase ningunas cuantÃas de maravedises, porque non pudiéndose soportar tales pedidos é monedas, se iban los vasallos á poblar otras tierras é reinos». No por eso cesó el fatal impuesto de la Alcabala ó 5 por 100 sobre la venta de mercaderÃas, introducido en el reinado anterior, y en el siguiente se creó la renta de Cruzada y la contribución llamada _paga del subsidio_. Y pensando aliviar las miserias de los pueblos y ponerlos en estado de atender á tales tributos, se dieron ya por entonces leyes suntuarias y se puso tasa al precio de las cosas: mezquinos y falsos remedios, harto probados después en los tiempos de decadencia de la dinastÃa austriaca. Por esto, que pasaba en Castilla á principios del siglo XV, puede colegirse cuán infundada sea la opinión de los que suponen muy desahogado el Tesoro público y muy florecientes las Artes, el Comercio y la Agricultura durante el siglo XVI. Verdaderamente, aunque no hubiese datos ni documentos que contradijesen la opinión, el recto sentido habrÃa de desaprobarla. ¿Qué industria, ni qué comercio, ni qué maravillas en la Agricultura podÃan alcanzar tales pueblos, que habÃan vivido ocho siglos lidiando de provincia á provincia, de pueblo á pueblo, de heredad á heredad? ¿Cómo habÃan de ser fabricantes ni comerciantes hombres á quienes no daba descanso ni un solo dÃa el ejercicio de la espada? Antes que no caminos, y puertos, y máquinas, y cosas de aquellas que se emplean en el tráfico y producción industrial, mirábanse en España sendas naturales entorpecidas ó quebradas á intento, á fin de estorbar los pasos, antiguos puentes derruidos, fortalezas sembradas por llanos y montes y atestadas de instrumentos de guerra. Parte de ello era obra de los moros, parte de los cristianos, ya de los reyezuelos que ocupaban las distintas provincias, ya de los concejos para defenderse de los ricos hombres. España era un campo de batalla, y en tales campos no nacen ni se conservan las flores de la paz. Además de estas razones de buena crÃtica, tenemos noticias de viandantes, principalmente una muy detallada del veneciano _Navajero_, que prueban que las Castillas, como Aragón y Navarra, á no dudarlo, eran ya al empezar el siglo XVI tierras de abundancia estéril, provincias de poca población, y pobres y mal cultivadas, por donde los rebaños merinos, favorecidos del privilegio de la _Mesta_, y que formaban la base de nuestro escaso comercio é industria, vagaban á su placer asolándolo todo, como en los tiempos bárbaros y de continua guerra, en que ellos eran la sola riqueza posible y provechosa. Y luego que la paz interior pudo desarrollar entre nosotros las artes útiles, produciendo la emulación y la concurrencia, nacieron ó se desarrollaron rápidamente nuevas causas que apartaron á la nación del camino de la prosperidad. Los judÃos dejaron despobladas, según cierto analista, ciento setenta mil casas, y salieron de estos reinos en número de cuatrocientos mil, según unos, de ochocientos mil, según otros, aunque no falta también quien rebaje á treinta y cuatro mil las familias, que podÃan componer hasta ciento setenta mil almas; gran muchedumbre, de todos modos. Vedóseles extraer oro ni plata, pero como se les permitiese llevar consigo cualquiera otro género de mercaderÃas, y como no se les pudiese impedir el uso de las letras de cambio, á que estaban muy habituados, sacaron indudablemente inmenso caudal del reino. Fué grande también el número de los emigrados por causa del Santo Oficio, y aun el de los quemados y penitenciados se puede calcular en muchos millares, sacando aquéllos del reino oro y plata en abundancia y perdiéndose en éstos mucha gente laboriosa y útil, y, además, la tranquilidad y la confianza, que son alma y vida del comercio y del trabajo. Y á la par consumieron innumerables hombres tantas y tan sangrientas guerras, apartándose de los oficios y producción en que se empleaban, al cebo de la gloria y del honor muchos, y no pocos al de la ganancia que ofrecÃa el saco frecuente de ciudades y la ruina de los paÃses conquistados. Pero, sobre todo, fué fatal á nuestra población y al espÃritu de laboriosidad y de producción el descubrimiento de América. Los españoles que allá caminaron fueron tantos, que bastaron para poblar centenares de ciudades y villas en aquel continente; y si vinieron en cambio grandes conductas de oro y plata, ni fueron ciertamente tan grandes como se ha supuesto, ni recompensaron los males que nacieron de ellas. Dió el pronto enriquecimiento más y más crédito á la antigua preocupación económica, que hacÃa cifrar en el oro y plata la prosperidad de las naciones, primero en los gobernantes, luego en el pueblo. Ninguno viendo volver poderosos en pocos años á los que fueron pobres y mendigos, sujetaba sus pensamientos á ganar con lenta y penosa utilidad ó la riqueza ó la subsistencia; y lo inesperado del acontecimiento y su lejanÃa, daban aún estÃmulos á la sorpresa y valor á la fama para encarecer y mentir, fingiendo montes, rÃos y mares de plata y oro y piedras preciosas con que la codicia despertaba á los más modestos y los apartaba de su hogar y antiguas ocupaciones. Todo el que sentÃa en su corazón sed de bienestar, de placer y de gloria; todo el que para procurárselos amaba el trabajo y la fatiga; todos los emprendedores y laboriosos y alentados salieron por tal manera de España; la mayor parte al Nuevo Mundo, bastantes, como arriba indicamos, á las guerras de Ãfrica y Europa. Bien pudiera decirse que el quedar en España en tales tiempos y con tan deslumbradoras esperanzas por fuera, era señal casi segura de poquedad de ánimo, de imbecilidad ó pereza. Y cierto que no eran los que tales cualidades poseÃan á propósito para continuar la industria y el cultivo que hubiese, cuanto y más para adelantar en ellos, como forzosamente habÃa de suceder cuando nuestros frutos y producciones hallasen mercados. El hecho fué que se abandonó todo género de trabajo, viéndonos obligados antes de mucho á traer de paÃses extraños hasta los objetos más necesarios para el consumo, comprándolos con los tesoros que venÃan de América, y por lo mismo ha podido decirse con mucha razón que no fué España sino un puente para que éstos pasasen seguros á otras naciones más laboriosas. Sólo en Segovia, Toledo, Sevilla, Granada y Valencia se sabe que floreciesen algunas industrias, y esas no tardaron en decaer completamente, contribuyendo con las grandes causas que dejamos apuntadas otra, pequeña al parecer, grande en realidad, que fué la introducción de nuevas modas, y, por consecuencia, de distintas telas en los trajes. Eran sencillas las costumbres en esta tierra de combates, y nuestros industriales sólo labraban sencillas telas; la corte flamenca y alemana y el frecuente trato de los españoles con aquellas naciones y con Italia trajo nuevas necesidades, y, por consecuencia, nuevo género de consumo. ¿Y cómo habÃa de acudir á él y de luchar con los ricos tejidos de Flandes, ejecutando dentro de sà tales cambios, una industria puesta en tan desfavorables condiciones como á la sazón afligÃan á la de Castilla? No era posible. El comercio era ya tan pobre, que apenas se halla en los siglos medios el nombre de una plaza española que se contase entre las concurridas y ricas del mundo. La exportación se reducÃa á algunas primeras materias, y la importación no era bastante para satisfacer las necesidades del paÃs. Y siendo el mayor beneficio que nos brindase la América éste del comercio, tampoco supimos aprovecharlo; planteóse un sistema inmenso de monopolio que á un tiempo ataba los brazos de Europa y de América, dañando tanto á la una como á la otra, sin favorecer á nadie en suma: que es lo que suele suceder con tal género de errores. à Carlos V se atribuye, si no la invención, la ejecución de tal sistema, que fué y ha sido después no sólo español, sino europeo; pero como nacido aquÃ, fué aquÃ, sin duda, donde mayores males produjo. Todo se volvió prohibiciones, todo trabas y dificultades al tráfico. El fisco tomó oficiosamente á su cuidado la riqueza pública, y como sucederá siempre que tal cosa se intente, en lugar de favorecerla, la ahogó en su cuna. Entre otras cosas, se prohibió el hacer el comercio de América á los extranjeros, y sólo pudo suceder que ni ellos ni nosotros lo hiciésemos, que no establecer un privilegio en provecho nuestro como se pretendÃa. Al compás que el sistema prohibitivo de Carlos V echaba las hondas raÃces en que le vemos sostenerse todavÃa, brotaban preocupaciones particulares no menos funestas que aquella otra gran preocupación económica. Húbolas en todas partes; pero causas diversas, religiosas y polÃticas, hicieron que ellas se afirmaran y duraran más que en alguna otra en España. De ellas fué la amortización eclesiástica, tan combatida por algunos fueros y leyes españolas de la Edad Media, tan favorecida después por la devoción exagerada de los vasallos, la tolerancia de los reyes y la codicia de los clérigos, y ahora más que nunca acrecentada. No nos detendremos á examinar y encarecer los males de este género de amortización; sabidos de todo el mundo, estudiados hasta la saciedad, probados en la experiencia dolorosa de tantos años, no hay ya lugar á disputas ni serias controversias sobre este punto. Será verdad que la acumulación de capitales en manos de comerciantes, industriales ó agricultores proporcione ventajas á las grandes empresas y acreciente la producción en ocasiones; mas no lo es de seguro que tal acumulación pueda haberla sin notorio perjuicio en manos de eclesiásticos. Lo mismo podemos decir de los pequeños mayorazgos y vÃnculos con que la gente común, émula en esto de los grandes, lo mismo que ellos habÃan sido émulos de los reyes, ató la propiedad á los posesores y la apartó del tráfico y negociaciones fructuosas, reduciéndola verdaderamente á la condición de muerta, como decÃa su nombre. De tales preocupaciones fué también, y acaso la más funesta, el juzgar impropios de la nobleza y la hidalguÃa la profesión del comercio y de las artes útiles, lo cual amortizó por sà solo los inmensos capitales que poseÃan los grandes é hidalgos y otros muchos de personas ricas que, vendiéndose los tÃtulos á dinero, preferÃan comprarlos con él á emplearlos en cosa que les deshonraba. Llegóse á tener por más digno el servir á las personas de calidad que no el vivir con el trabajo propio en libertad y holgura. Errores y preocupaciones todas que desde Carlos V han venido perpetuándose con diversas formas hasta nuestros dÃas. Felipe II, lejos de retroceder en la obra de su padre, la llevó adelante con su ordinaria tenacidad y empeño; unió el monopolio comercial á la intolerancia polÃtica y religiosa: asà fué la represión completa. Prohibió la entrada de mercancÃas extranjeras, como si ya hubiera sido posible estar sin ellas, y la salida del oro, como si pudiera entretenerse á sus solas en nuestros mercados sin empleo alguno. Y es que Felipe II, lo mismo que Carlos V, desconocieron los altos principios que después ha desenvuelto la ciencia económica, y quiso la suerte que ni siquiera por azar diesen con ellos, como aconteció en otras partes. Porque á tientas fué; pero ello es que la paciente república de Holanda, y la Inglaterra primero y luego la Francia dieron con ciertas verdades, á las cuales debieron muchas ventajas. Como ejercitaban ya mucho la industria; como no tenÃan por qué temer la competencia, sino más bien por qué buscarla; como carecÃan de otro medio de proporcionarse el oro que no fuese el cultivo de las artes mecánicas y el tráfico, á pesar de los nuevos errores económicos y de las nuevas preocupaciones, no dejaron de labrarse una prosperidad duradera, mientras que los españoles, sin grande interés en la industria, sin medios de sostener por lo pronto competencia alguna en los mercados, con oro en abundancia y esperanza de tenerlo siempre y de tener más cada dÃa, dejaban tal camino casi completamente abandonado. Y juntando con esto el atraso antiguo de la Agricultura, producido por la guerra de ocho siglos, la falta de brazos que comenzaba á sentirse por la expulsión de los judÃos, las emigraciones voluntarias de los moros, los destierros forzosos de muchos, las persecuciones del Santo Oficio, la amortización civil y eclesiástica y el sinnúmero de soldados que exigieron las dilatadas y sangrientas campañas del siglo XVI, compréndese finalmente cuán pobres y tristes debÃan ser á últimos de él aquellas provincias que estaban á la cabeza de tantos paÃses y hacÃan de centro, de alma, de señor de todos ellos. Hasta nuestros dÃas no ha sido puesta en su punto de verdad esta situación, obscurecida primero por los cantos hiperbólicos de los poetas árabes, y después por el pomposo patriotismo de los escritores castellanos. Aquéllos, comparando nuestra tierra con el Ãfrica, de donde solÃan venir, no podÃan menos de hallarla muy bien cultivada y con grandes artes y comercio; y éstos, que por lo común no habÃan salido de nuestra tierra, tampoco podÃan hallar en otra ventaja alguna. Los extranjeros solÃan juzgarnos mejor en esta parte; y los pocos que visitaron nuestro paÃs durante el siglo XVI, están conformes en que las Artes y la Agricultura y el interior del paÃs presentaban entonces el aspecto miserable que han presentado hasta nuestros dÃas. Asà la hacienda no pudo andar mejor en el siglo XVI de lo que anduvo en los siglos medios; y acrecentándose cada vez más los empeños del Estado, se ocasionaron no pocas cuitas. Los Reyes Católicos, no obstante que incorporaron á la corona los maestrazgos, y que rescindieron muchas de las donaciones de sus antecesores, y rescataron no poca hacienda usurpada en otros reinados, murieron, primero el uno, el otro luego, sin ver igualados los gastos con los ingresos. No osaron ellos acudir al único remedio que pudiera traer provecho al Tesoro, y era obligar á contribuir á la nobleza y al clero en igual proporción que á los pecheros para los gastos del Estado. Mal era que, como la amortización crecÃa de hora en hora, iba también de hora en hora aumentándose. Carlos V osó llegar á él, pero no con la decisión y firmeza que convenÃa; de modo que apenas pasó de intento. En tiempo de este Monarca comenzó á dar al Tesoro algún rendimiento el _quinto_ impuesto sobre el producto de las minas de América; ni tan grandes como se supuso, ni tampoco bastantes para atender á los gastos de aquel belicoso reinado. Hay datos para creer que en 1526 no montaron más estos rendimientos que unos cien mil ducados. Fué preciso, pues, que Carlos V impusiese grandes tributos á sus Estados, señaladamente á los de Flandes, que por su industria y prosperidad estaban más para conllevarlos que los otros; causa de quejas y reclamaciones por parte de los flamencos, que no poco influyeron en los posteriores sucesos. Y vióse aquel PrÃncipe tan estrecho en ocasiones, que llegó á contraer empréstitos muy crecidos y hasta fabricar copia de moneda de mala ley en escudos castellanos, según afirman graves autoridades. Por lo mismo, al subir al trono Felipe II estaban las cosas de modo, que su favorito Ruy Gómez de Silva hubo de decir á cierto enviado de nación amiga, que hallaba el reino _sensa prattica_, _sensa soldati_, _sensa dennari_, palabras que han conservado ciertas memorias contemporáneas. Los usureros se llevaban ya buena parte de las rentas públicas. Todo lo que hubieran costado de más la conquista de Granada, y la de Napóles, y la de Navarra, y las guerras de Ãfrica y de Alemania, se reunÃa á la sazón en un capital inmenso que el Estado debÃa y que tiraba crecidÃsimos intereses. Cierto embajador veneciano calculaba entonces esta deuda en veinticinco millones de ducados. Aconsejáronle al rey Felipe la bancarrota; aconsejáronle que fabricase moneda falsa; aconsejáronle, en fin, cuantas medidas, malas ó buenas, pudo discurrir la ciencia de los economistas de la época. Pero con practicarse algunos de tales consejos no cesaron los apuros. Las flotas de América comenzaron á venir ricamente cargadas; pero más en provecho de los particulares que del Rey, y de todas suertes, no venÃan, como se ha dicho, tantas barras de oro y plata, sino para ir á paÃses extraños; con que las provincias de España no estaban por eso más en estado de soportar los tributos. Siguió la desigualdad en los contribuyentes; el clero y la nobleza, que poseÃan lo más y lo mejor de la riqueza pública sin acudir apenas á los gastos del Estado, y los mÃseros pecheros arrastrando solos tan penosa carga. Y entre tanto el Rey necesitó dinero para armar el ejército de San QuintÃn y de Gravelingas; necesitólo para la guerra de Flandes, y para el equipo de la _Invencible_ y de la flota que venció en Lepanto á los infieles; necesitólo, porque fuerza es decir tales yerros, para crear las maravillas de El Escorial, que no debiera en tiempos de tanta penuria, y para asoldar, que fué gasto menos útil que crecido, á casi todos los prÃncipes y cardenales y hombres influyentes, movidos solo de tal estÃmulo á secundar sus planes. Inventáronse, entonces, impuestos sobre impuestos; las lanas y las harinas y los objetos más necesarios al consumo fueron extraordinariamente cargados; ideáronse servicios ordinarios y extraordinarios, en alcabala y renta de millones. Y al propio tiempo se dejaron de pagar muchos intereses en la deuda pública; se hicieron en ella reducciones arbitrarias y, por tanto, injustas; se alteró, por fin, como en tiempos antiguos, el valor de la moneda de oro, fatal recuerdo y harto aprovechado en los reinados sucesivos, pesando tales disposiciones sobre todas las provincias, y principalmente sobre Castilla, y levantando grandes y justas quejas. Fueron fundadÃsimas las de los particulares interesados en las flotas de América, que por espacio de cinco años miraron sus caudales pasar á manos del Rey, debajo de promesa de devolución, que bien sabÃan ellos que no podÃan cumplirse, y de garantÃas ineficaces. Jamás el derecho de propiedad padeció mayor insulto, ni fué más desconocido que con tal despojo, solamente posible en tan despótico gobierno, como ya lo era el de España. Y fué lo peor que tamañas exacciones no trajeron ventaja alguna á la hacienda, ni por eso se vieron más desempeñadas las rentas, ni mejor atendidas las cosas. «España, decÃa el maestro Gil González Dávila, cabeza de tan dilatada monarquÃa, era la sola que por acudir á la conservación de tanto mundo estaba pobre, y más en particular los leales reinos de Castilla.» El mismo rey Felipe escribió en cierta ocasión al sabio consejero de Castilla, D. Francisco de Garnica, pidiéndole cierto parecer, estas palabras: «El remedio de lo que ahora se trata, es el último que puede haber; si éste se desbarata, mirad lo que con razón lo sentiré: viéndome de cuarenta y ocho años de edad y con el prÃncipe de tres, dejándole la hacienda tan sin orden como hasta aquÃ. Y demás de esto, qué vejez tendré; pues parece que ya la comienzo, si paso de aquà adelante, con no ver un dÃa con lo que tengo de vivir otro.» Frases que bien denotan el cuidado que daban al rey Felipe los negocios de hacienda; pero que no han de causar asombro si se considera que ya por los tiempos de D. Alonso el Sabio y de Enrique III, solÃan pronunciarlas los reyes, no menos tristes y melancólicas, con la propia ocasión y estÃmulo. Con todo, fuerza es observar que á medida que pasaban los años, juntándose apuros con apuros y acrecentándose los presentes y próximos con los más antiguos y lejanos, el peso de las deudas iba haciéndose más grande, y mayor cada dÃa la pobreza del Erario. Peor era la situación de la hacienda que á la muerte de Fernando V, á la muerte de Carlos I; peor se mostró que á la muerte de éste, á la muerte de Felipe II. Con esto dejamos terminado nuestro objeto, que era señalar las causas principales que influyeron en la decadencia y ruina de España. Las hemos hallado en ella desde los primeros tiempos coincidiendo con nuestras prosperidades. Hemos visto también que ninguno de los prÃncipes que imperaron entre nosotros durante el siglo XVI acertó con los medios de destruir ó de aminorar en tanto como se pudo las llagas de la MonarquÃa. Pero si aquellos grandes reyes no hicieron todo lo que debÃan, tuvieron hartas prendas para esconderlas de modo que no apareciesen á los ojos extranjeros. Ellos hicieron útil empleo las más veces del poder de la nación, que era, á pesar de todo, muy grande, y aprovechándose de las ventajas que ofrecÃa el espÃritu de los naturales, su valor, su sobriedad y el oro de América y la muchedumbre de sus fortalezas y provincias, vivieron y murieron grandes reyes. No de otra manera la Roma de Augusto escondÃa en su seno las flaquezas que vinieron á destruir el imperio de Honorio. Es que como nada hay perfecto en este mundo y los grandes imperios, por lo mismo que tienen mayores fuerzas, suelen tener mayores enfermedades que otros, necesitan precisamente de prÃncipes ilustres que los gobiernen. Tales fueron en España Fernando V, Carlos V y Felipe II. Tócanos decir, en adelante, cómo otros reyes más desidiosos y menos inteligentes, entregados á vergonzosas tutelas, dejaron que los ocultos males de la MonarquÃa saliesen á la faz del mundo y que llegaran á ser inmensos é irremediables. Más de una vez la pluma ha de vacilar en el propósito de seguir adelante, al inquirir y apuntar los hechos de esta era desdichada; más de una vez el rubor ha de manchar nuestras mejillas y la ira ha de agitar nuestro corazón. MÃseros reyes y ministros torpes que cometieron todas las faltas de sus antecesores y no supieron estudiar ni imitar ninguno de sus aciertos; movidos, prÃncipes y súbditos, no de erróneos pensamientos de religión ó de polÃtica, sino de la pereza del ánimo ó del deleite del cuerpo, de lujuria, vanidad y codicia. Bien ha sido hacer alto en la severa y noble relación de Mariana y Miñana antes de pasar á referir cosas tan diversas y tan inferiores. Sólo se echará ahora de menos la pluma con que pintó Tácito las vilezas de Galba y de Vitelio y la decadencia de la virtud romana. [Ilustración] [Ilustración] LIBRO PRIMERO SUMARIO De 1598 á 1610.--Principios del reinado de D. Felipe III.--Grandeza de la MonarquÃa.--Carácter del Rey.--El duque de Lerma.--Destituciones y nombramientos.--D. Rodrigo Calderón.--El marqués de Villalonga.--Nuevo modo de administración.--Hacienda.--PolÃtica exterior.--Expedición de Irlanda.--Paz con Inglaterra.--Conspiraciones en Francia.--Italia: el Marquesado de Saluces, la Valtelina, Final, diferencias entre el PontÃfice y Venecia.--Flandes: Gobierno del cardenal Andrea, Orsoy, Rimberg, los prÃncipes alemanes, Bomel, ejército de los prÃncipes, rota de la CaballerÃa holandesa. Llegan á Flandes la infanta Clara Eugenia y el archiduque Alberto, su Gobierno, batalla funesta de las Dunas, sitio de Ostende, SpÃnola, sus primeras campañas, motÃn de los soldados, su castigo, guerra marÃtima, treguas.--Guerra con los infieles, el Archipiélago, Túnez, Arauco. EL dÃa 13 de Septiembre de 1598, en fin, las campanas de El Escorial anunciaron á los labradores humildes del contorno que, en la obscuridad y desnudez de una de sus celdas, acababa de morir Felipe II. Y al eco de aquellos tañidos, comunicándose de gente en gente, se fueron levantando, túmulos primero por el Rey difunto, luego tablados para proclamar al Rey nuevo, por todos los reinos de la PenÃnsula española, por el Rosellón, Nápoles, Sicilia, Milán, Cerdeña, los PaÃses Bajos, el Franco Condado, las Islas Baleares, Canarias y Terceras, por las plazas españolas ó tributarias de la costa septentrional de Ãfrica, por Méjico, el Perú, el Brasil, Nueva Granada, Chile y las provincias del Paraguay y de la Plata, por Guinea, Angola, Bengala y Mozambique, donde tenÃan grandes establecimientos los portugueses, por los reinos de Ormuz, de Goa y de Cambaya, la costa de Malabar, Malaca, Macao, Ceylán, las Molucas, las Filipinas y todas las Antillas. Jamás en tantos y tan diversos paÃses se han alzado preces por un Rey ni se ha proclamado por tal á otro, ni antes ni después. La MonarquÃa española era entonces la más extensa que haya habido en el mundo; y aun cuando la población no fuese tanta como á tan dilatados dominios correspondÃa, llegaba á nueve millones en sólo los reinos de Aragón y Castilla, y era numerosa en Portugal, Flandes, los reinos de Italia y las colonias, pobladas en pocos años de españoles. Frisaba en los veintiún años el rey Felipe III cuando sucedió á su padre. En tan corta edad pocos hombres habrÃan sido capaces de atender á las vastas necesidades de la MonarquÃa; y el nuevo PrÃncipe no era de ellos, por cierto. TÃmido de natural, de fácil imaginación y frÃas pasiones, criado luego en el retiro y las prácticas de devoción, sin otra amistad y compañÃa que el conde de Lerma, que se amoldaba mañosamente á sus gustos piadosos y los favorecÃa con su hacienda y consejos, cuando llegó á verse en el trono fué su primer cuidado el desprenderse del peso del Gobierno y depositarlo en los hombros del favorito. Cuéntase que Felipe II se quejó en muchas ocasiones de la incapacidad de su hijo para el gobierno, principalmente con el archiduque Alberto, el que casó con la infanta Isabel Clara Eugenia, que era su confidente y amigo. También previó muy temprano que aquel conde de Lerma, á quien él propio habÃa designado para que entrase en la servidumbre del PrÃncipe, vendrÃa á ser con el tiempo el árbitro de España. Pero ni supo remediar con una educación sabia los defectos naturales del hijo, ni logró privar al favorito de su ascendiente sobre él, aunque llegó á intentarlo. Acaso el ejemplo fatal del prÃncipe Carlos, acrecentando en el ánimo del Rey los recelos naturales de su carácter, le movió á dar una educación humilde y monacal á su hijo en los primeros años. Y cuando quiso que comenzase á tomar parte en las deliberaciones y negocios del Estado, para disponerle á las altas obligaciones que le esperaban en el mundo, ya era tarde. Creó un Consejo de Estado, donde se examinaban dos veces por semana los negocios más arduos, bajo la presidencia del PrÃncipe, y ordenábale luego á éste que le hiciese relación de lo tratado, de la resolución tomada y de las razones en que ella se fundaba. Pero el PrÃncipe, tÃmido siempre y silencioso, ni dió nunca un parecer, ni supo hacer relato alguno á su padre. Ni siquiera osó elegir esposa á su gusto: mostráronle retratos de tres princesas, y apenas fijó en ellos los ojos; aguardóse inútilmente su resolución, y al fin, muertas dos, hubo de casarse con la tercera, que era Doña Margarita de Austria. Casto, limosnero y devoto, dió á conocer el nuevo PrÃncipe desde los principios que limitaba sus intentos á ser buen católico, y la muerte le dió hartas treguas al Rey prudente para que viese desde su dolorosa silla que el conde de Lerma venÃa á heredar sus pensamientos y sus obras y á disfrutar de su poder. Húbolo de llorar, tanto porque sabÃa que los favoritos, por buenos que fueran, habÃan de traer consigo la ruina del Estado, como porque á su gran penetración no podÃa esconderse que el de Lerma no era hombre de prendas ni de aptitud para tan alto empleo. Era D. Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y Conde á la sazón de Lerma, palaciego hábil y hombre de negocios activo y diestro, mas no profundo polÃtico, ni administrador inteligente como España necesitaba. Ambicioso, desconfiado, suspicaz, poco cuidadoso de la propia hacienda y largo en recoger la ajena, acostumbrado á los medios pequeños y á las pequeñas cuestiones, no acertó á remediar uno solo de los males de la MonarquÃa, ni hizo más que empeorarlos al mismo tiempo en que favorecÃa pródigamente su casa y persona. Muy desde los principios pudieron notarse tales calidades. Comenzó trocando su tÃtulo de Conde por el de Duque de Lerma. Luego echó del lado del rey á su preceptor D. GarcÃa de Loaisa, ahora Arzobispo de Toledo, y al Inquisidor general D. Pedro Portocarrero, y muertos, uno primero, después otro, por enfermedad de cólera y desengaños, puso en su tÃo don Bernardo de Sandoval y Rojas entrambas dignidades. Los ministros de Felipe II, Cristóbal de Moura, el conde de Chinchón y Francisco de Idiáquez, hombres todos ellos de mejor ó peor ánimo, pero muy experimentados en los negocios y muy útiles para el despacho, bien dirigidos, fueron alejados de la corte con pretextos más ó menos honrosos, y en su lugar entraron deudos del privado. Salváronse del general naufragio Juan de Idiáquez y el marqués de Velada, mas por encogimiento y poca estima, que no por virtud y fama; pero no Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo de Castilla, varón de virtud antigua, aunque de corazón duro y severo, grande estorbo á liviandades. En lugar de este entró el conde de Miranda, tibio defensor de los derechos de aquel Consejo insigne, amigo del placer y del oro que lo proporciona, hombre en todo á gusto del favorito. Dió este en el arte, sobradamente cultivado después, de repartir los empleos públicos por salario y paga de los servicios que á su persona se prestaban, y asà llenó con sus deudos y hechuras todos los virreinatos, y puestos de importancia. Poco después comenzó á venderlos, é introdujo aún la dañosa costumbre de conferirlos por gracia ó venta antes de que vacasen, con que comenzaron á verse en cada uno dos dueños, el que lo poseÃa y otro que esperaba á que este muriese para disfrutar de tan extraño don ó mercancÃa. Por aquà comenzó la corrupción que á tan lastimosos extremos llegó los años adelante. à ejemplo de su principal, los secretarios y ministros que lo servÃan, y señaladamente D. Rodrigo Calderón, que de paje suyo llegó hasta á hacerse dueño de su confianza, comenzaron á vender cuanto pasaba por sus manos. Cundió pronto el daño: viéronse ministros que habÃan servido honradamente por largos años en el reinado antecedente, hacerse culpables de todo género de cohechos y desmanes. Fué notable entre otros el ejemplo del conde de Villalonga, D. Pedro Franqueza, secretario del estado de Aragón, que en treinta y seis años con Felipe II no tuvo nota, y metido luego al manejo de la hacienda con D. Lorenzo RamÃrez de Prado y otros favorecidos del duque de Lerma, en poco tiempo llegaron á tanto sus concusiones y escándalos, que el mismo Duque se espantó de ellos, prendióle, y hallándose contra él en su proceso hasta cuatrocientos setenta y cuatro cargos, le dejó morir en la cárcel. Publicáronse pragmáticas contra los cohechos que en el duque de Lerma que las ordenaba eran hipocresÃas. El hecho era que los virreyes y gobernadores de las provincias pagaban por llegar á serlo subsidios muy gruesos al privado y sus amigos, y que las provincias mismas los pagaban para obtener justicia, con que en todo intervino el oro en adelante. Y entre tanto los cargos que podÃan acercar al Rey personas que no eran de su devoción, suprimÃalos el de Lerma ó los acumulaba en su persona, para evitar que se le suscitasen émulos y oposiciones. Aun los Consejos del reino comenzaron á estorbarle: el de Castilla, el de Hacienda, el de Indias, el de la Guerra y los llamados de Italia, Flandes, Aragón, de las Ordenes, de Inquisición y de Cruzada, á cuyo cargo estaba la administración de los negocios públicos, principalmente en los cuatro primeros, y la gobernación de las provincias; porque con el respeto que inspiraban y la noble entereza de los magistrados que solÃan componerlos, no era posible que él pudiese llevar á término ciertos abusos y desmanes. Entonces nació aquel sistema funesto de juntas particulares formadas para resolver todos los negocios en que tenÃa interés el favorito, con individuos sacados y escogidos en todos los Consejos de entre sus criaturas, y los magistrados, pocos aún, que por flaqueza ó infamia estaban á su devoción y mandado. No satisfecho aún con tal cúmulo de poder y tanta independencia, puso impedimentos á la comunicación, antes libre, de la familia real, no fuese que en ella se levantase alguno que quisiera quitarle ó compartir el poder con él. Ofendióse tanto la vieja emperatriz MarÃa, hermana de Felipe II y tÃa del prÃncipe reinante, que estaba en Madrid en el convento de las Descalzas Reales, y comenzó á mostrar su desagrado de tal suerte, que á creer algunas memorias del tiempo, por huir de ella fué el trasladar la corte á Valladolid, como en efecto se trasladó corriendo el año de 1600, y estuvo allà cinco años. Sea de esto lo que quiera, ello es que la influencia del favorito no se mermó en lo más mÃnimo con el despego de la familia real, y que llevó sus celos y su audacia hasta el punto de señalar lÃmites á las relaciones del Rey con la Reina su esposa; hecho increÃble en otro ministro que el duque de Lerma y con otro Rey que Felipe III. Con esto y con poner de confesor del Rey á un fray Gaspar de Córdoba, hombre de vulgar inteligencia y bajos intentos, sin ambición ni destreza, aseguró completamente su dominación; y asà él solo desde su casa con sus secretarios y ministros particulares, su favorito y corte, haciendo de ella archivo de todos los papeles importantes, y palacio de todas las solicitudes, comenzó á disponer del Estado á su antojo, mientras que el Rey en el despacho no hacÃa más que practicar bien y minuciosamente sus devociones. Cuáles fuesen las conveniencias de la MonarquÃa, dejámoslo atrás explicado. Era preciso sobre todo organizar la Hacienda, obra á la cual habÃa consagrado sus últimos años Felipe II, aunque no con mucho éxito por las circunstancias que le acosaron. Y como principal remedio de la penuria del Tesoro, y como fundamento de las mejoras que tanto necesitaban la Agricultura y Comercio, y las atrasadas artes del paÃs, era indispensable el reposo, la paz que sabiamente buscó Felipe II en el tratado de Vervins. Ni una cosa ni otra se supo alcanzar. Y malos principios eran para lograr lo primero, el invertir en las fiestas que se hicieron en Valencia al recibir á la reina Doña Margarita, que vino por Italia á juntarse allà con su esposo, no menos que un millón de ducados que hacÃan harta falta en Flandes y en otras partes, para atender al Ejército y Armada, y más aún para pagar los préstamos y deudas, que mientras más se dilataban más consumÃan las rentas de la MonarquÃa. Desplegó además el duque de Lerma un lujo como de Monarca en sus cosas propias, y muy grande también en las cosas del Estado, desde los primeros años de su administración. Gastó él de por sà trescientos mil ducados en Valencia, al propio tiempo que le hacÃa gastar un millón al Erario, y envió desde luego gruesas sumas al Emperador y á otros prÃncipes para prevenirlos en favor de su polÃtica. Reuniéronse las Cortes de Castilla en el mismo año de 1598 en que comenzó el nuevo reinado, y propúsose en ellas la gran estrechez y empeño del real patrimonio, y en comprobación de lo mismo se presentaron dos relaciones del valor de todas las rentas del reino, por donde se vió que las fijas no pasaban de cuatro millones, y que las demás, que estaban encabezadas y arrendadas, importaban cinco millones seiscientos cuarenta y cinco mil seiscientos sesenta y ocho ducados. Unas y otras estaban empeñadas y enajenadas, de suerte que no podÃa el Estado valerse de ellas. Entonces se establecieron las _sisas_, que después fueron conocidas con el nombre de _servicio de veinte y cuatro millones_. Poco hubieron de arbitrar estas primeras Cortes para los grandes gastos y prodigalidades del duque de Lerma, cuando en 1600 se convocaron nuevas, las cuales consintieron en desembarazar y desempeñar las rentas reales, tomando á cargo del reino un censo de siete millones y doscientos mil ducados, y concediendo al propio tiempo un servicio de diez y ocho millones de ducados en seis años, á tres por cada uno, para pagar el principal é intereses de aquella deuda. Prefirió de esta suerte el reino á admitir nuevos tributos ó á acrecentar los antiguos, el tomar sobre sà las deudas de la Hacienda y desempeñarla, como con efecto se desempeñó. Pero no se logró con esto el propósito; porque continuando la mala administración de la Hacienda, hallóse esta de nuevo empeñada en doce millones que se debÃan á hombres de negocios, los cuales tiraban muy grandes intereses, sin contar las deudas de juros situados y sueltos, con que fué preciso pedirles á las Cortes, otra vez reunidas en 1607, que otorgasen el servicio de millones para esto, y la paga de toda la gente de guerra de dentro y fuera del reino, armada, fortificaciones y gastos de la corte. También los procuradores vinieron en concederlo. Asà votaron diez y siete millones y medio en siete años, á dos y medio por cada uno. Por último, á los judÃos portugueses se les obligó á pagar dos millones cuatrocientos mil cruzados, por manera de multa ó castigo de sus apostasÃas. Cargábanse los impuestos, parte sobre el consumo de ciertos artÃculos de necesidad para la vida; parte en censos sobre los propios de los pueblos: añadidos á los ordinarios y antiguos, que eran ya muy pesados, causaron muchas lástimas y miserias en Castilla. No tuvieron mejor suerte las demás provincias: en todas se impusieron más contribuciones de las que buenamente podÃan soportar, añadiéndolas á las que ya pagaban en los reinados anteriores. Sólo Vizcaya tuvo valor para resistir (1601), y eso en mengua de la MonarquÃa, porque no se negó á pagar los nuevos impuestos, alegando el interés común y general de los pueblos, sino sólo sus propios fueros y exenciones. Cedió Felipe III á las reclamaciones enérgicas de Vizcaya por consejos del favorito, y escribió una carta á la provincia, revocando su determinación y confirmando todos sus privilegios antiguos: que fué perder los recursos con que ya se contaba y perder á la par mucha parte de su dignidad el Gobierno, retardándose más y más la necesaria y deseada unidad de la MonarquÃa. Mas no bastaron las nuevas contribuciones y recursos ordinarios para apagar la sed del Tesoro, y lo demás que se imaginó fué de poca eficacia y muy ruinoso. Alzóse el valor de la moneda de cobre (1603), lo cual hizo que los comerciantes extranjeros se apresurasen á inundar de cobre nuestros mercados, llevándose en cambio mayor cantidad de plata de la que el cobre valÃa, con que se perdieron muchos millones en aquella operación disparatada, además del crédito. Y no fué esto sólo, sino que tal especie de moneda se acrecentó á punto de entorpecer las transacciones. Durmióse tanto el Gobierno, que en vez de hacerlo consumir, acrecentó las licencias de acuñarlo, y contempló impasible el continuo arribo de bajeles que vaciaban en las costas españolas aquella moneda vil de que venÃan cargados, retornando llenos del oro y plata de América. Poco antes de esta alteración de la moneda, sonaron intentos misteriosos sobre la plata labrada, que en gran copia tenÃan los particulares y principalmente las iglesias, los cuales no llegaron á realizarse (1602), pero pusieron en no poca tribulación y descontento los ánimos. La expoliación y la violencia del fisco tocaba asà ya en los mayores extremos. El duque de Lerma no acertaba con otros medios para llenar el vacÃo de las arcas públicas. Claramente se veÃa que el más eficaz era la economÃa en los gastos y en la administración; pero esto cabalmente no querÃa practicarlo el favorito. Asà fué que desde los primeros años del reinado de D. Felipe, que vamos relatando, la Hacienda pública se vió en mayor pobreza que hubiera sentido hasta entonces. Faltan documentos originales para determinar su verdadero estado; pero en una memoria presentada al rey de Francia, Enrique IV, por sus espÃas en España, cuando meditaba sus grandes proyectos de guerra contra la casa de Austria, se leen datos curiosos, que si no del todo exactos, puede creerse por el objeto que se acercaban bastante á la verdad. Asegurábase que las rentas de la corona, prescindiendo de las de Portugal, llegaban á quince millones seiscientos cuarenta y ocho mil ducados; pero que en 1610 estaban ya todas empeñadas en ocho millones trescientos ocho mil quinientos ducados, á pesar de los esfuerzos y sacrificios de las Cortes de Castilla, que cada año concedÃan nuevos subsidios. Las rentas de las Baleares, Nápoles, Milán, Sicilia y Flandes no bastaban para su administración y defensa; y sólo las provincias de España, y más que ninguna, Castilla, conllevaban aquella carga inmensa capaz de agobiar á los paÃses más prósperos. Sin embargo, el duque de Lerma no hizo lo que debÃa por mantenernos en el reposo á que prudentemente nos habÃa traÃdo Felipe II. Sin ser de carácter tan emprendedor y belicoso como otros ministros que antes y después tuvo por aquellos siglos la MonarquÃa, pagó también algún tributo al orgullo nacional, y se lanzó sin reparo en nuevas expediciones y aventuras. Para prolongar la lucha ya irrevocablemente resuelta del catolicismo contra la reforma, continuó pagando las pensiones cuantiosas que en tiempo de Felipe II recibÃan con el propio objeto los católicos de Inglaterra y Alemania y los descontentos de Francia. Aprobaba la polÃtica de la época, harto imbuÃda en las máximas que reveló Maquiavelo, semejante sistema de hostilidades; y Felipe II lo empleó contra sus enemigos polÃticos, como ellos lo emplearon contra él en Flandes y en otras partes. Pero pasadas las ocasiones de guerra, cuando la reforma estaba consumada en Inglaterra y Alemania, dada por imposible su conversión por las armas y hecha la paz con Francia, ni eran necesarias tales pensiones, ni parecÃa siquiera sensato el continuarlas pagando. El duque de Lerma las mantuvo, sin embargo, como estaban, porque aspiraba aún á levantar el catolicismo en Alemania y en Inglaterra, á desmembrar cuando menos á la Francia y á dominar en Italia. Por locos que parezcan tales pensamientos, no hay que culpar de ellos al duque de Lerma solamente: justo es decir que dominaban en muchas personas de cuenta, y en no poca parte del pueblo, que habiéndose criado en las grandezas de Carlos V ó en las altas empresas de Felipe II, juzgaban á la nación capaz de tanto todavÃa. Faltóle al favorito firmeza de ánimo y una conciencia de su deber bastante ilustrada para no ceder á las exigencias insensatas del orgullo nacional; que bien pudo despreciar por esta parte sus murmuraciones, quien sabÃa despreciarlas en cosas menos injustas, y que más herÃan su honra. Hubiérale ayudado en ello el clamor de los muchos que ante todo pedÃan algún alivio en sus miserias. Ni era aquella la ocasión de pensar en altas empresas, ni era él hombre para llevarlas á cabo; y acontece en las cosas polÃticas que lo que en tal hombre y en tal dÃa es grande y digno de aplauso, ó cuando menos de respeto, parece ridÃculo en otra ocasión y en otras manos. Los temporales solamente pudieron impedir que la _Invencible_ destruyera el poder del protestantismo inglés; mas las empresas que intentó contra aquella nación el ministro de Felipe III llevaban la destrucción en sà mismas y en su propia pequeñez é impotencia. Mandó una expedición en favor de los católicos de Irlanda que estaban hacÃa tiempo en armas contra la metrópoli (1602), donde apenas se contarÃan seis mil hombres de desembarco gobernados de D. Juan del Ãguila, capitán criado en la escuela del duque de Alba, y luego Maestro de campo debajo del prÃncipe de Parma, valerosÃsimo y prudente. Desembarcó esta gente y se apoderó de Baltimore y de Kinsale. Desde allà envió Ãguila un escuadrón de dos mil españoles, al mando de su segundo Ocampo, á que se incorporase con las fuerzas del conde de Tyron, caudillo principal de los rebeldes. Hallábanse éstos muy disminuÃdos y desalentados con las derrotas que habÃan padecido antes de llegar los españoles; de suerte que solo se reunirÃan con los nuestros unos cuatro mil soldados. Montjoy, Virrey de la isla, llegó con el ejército inglés y encontró al conde de Tyron y á Ocampo no bien habÃan logrado reunirse. Trabóse al punto un combate, en el cual los nuestros hicieron prodigios de valor y mantuvieron por largo espacio indecisa la victoria: con todo fueron vencidos. Las tropas allegadizas y tumultuarias de los irlandeses, con pocas armas y menos disciplina, no supieron resistir y abandonaron el campo, y solo los nuestros perdieron ya inútilmente más de dos mil doscientos hombres. Ocampo y muchos de sus oficiales quedaron prisioneros. à estas nuevas, D. Juan del Ãguila, sitiado por mar y tierra, se vió con el resto de la gente forzado á capitular. Estipuló ante todo el capitán español que se darÃa una completa amnistÃa á los habitantes de Baltimore y de Kinsale que habÃan prestado muy buena acogida á los nuestros; y luego que una escuadra inglesa conducirÃa á España sus tropas con toda la artillerÃa, municiones y efectos desembarcados. à todo accedió el Virrey, que, habiendo visto pelear á los nuestros, contábase por feliz con que á tan poca costa dejasen la tierra. El conde de Tyron tuvo entonces que someterse á la reina Isabel; mas no juzgándose seguro en Inglaterra, fué á acabar sus dÃas en Roma. Murió á poco Isabel de Inglaterra, y con su muerte abriéronse de nuevo los tratos de paz tantas veces comenzados; mas ahora llegaron á terminarse por la buena voluntad del rey Jacobo y de sus ministros que en todo se pusieron de parte de España. Hubo primero que resolver cuestiones de etiqueta muy graves para aquel tiempo. No sabiendo en qué orden habÃan de sentarse los embajadores, se imaginó ponerlos en derredor de una mesa redonda. La paz fué ventajosa, y aún por eso se dijo que el rey Jacobo era de corazón católico, y que á sus ministros para que favoreciesen nuestros intereses y la polÃtica de España, los ganó el duque de Lerma con dinero. Si esto fué cierto, bien puede causarnos maravilla la venalidad de los ministros extranjeros de aquel tiempo, porque en todas partes hallaba nuestra polÃtica tales ayudas. Añádese que el primer intento del duque de Lerma después de las paces, fué incitar á la Inglaterra contra Francia, formando una liga con aquella potencia para devolverle las provincias que habÃa poseÃdo en otro tiempo y repartir el resto en varios dominios, los unos libres, los otros dependientes de España. Sacrificábase aquÃ, si fué cierto, el interés católico al gran interés polÃtico y de conservación de la MonarquÃa, cosa rarÃsima verdaderamente en nuestra corte; pero la traza, asà como imaginada en los dÃas de Felipe II y de la reina MarÃa, pudiera haber sido de efecto, no podÃa serlo entonces de modo alguno, porque Francia estaba ya libre de disensiones, y harto flaca España para soportar los empeños de tamaña empresa. No se intentó al fin, acaso porque no se prestase el pacÃfico Monarca inglés á entrar en la liga, y comenzó el Duque á tramar conjuraciones dentro de Francia. Descubrióse la más extensa y mejor combinada de ellas, á cuya cabeza estaba el Mariscal de Byrón, uno de los mayores capitanes de Enrique IV, y en la cual tomó parte muy principal el duque de Saboya. El Mariscal fué condenado á muerte, y ejecutado en la Bastilla, y la conspiración quedó frustrada. Fontenelles, de noble familia de Bretaña, tuvo después la propia suerte por haber querido entregar el fuerte de Donarnenés á España, y diez ó doce personas más de las principales de la provincia fueron por el mismo motivo decapitadas. Ahora los intentos de nuestro Gobierno se encaminaban principalmente á tomar á Marsella, cosa que tan fácil hubiera sido en otras ocasiones; y si la conjuración del Mariscal de Byrón hubiera alcanzado buen éxito, estaba ajustado que viniese á nuestro poder. Frustrada aquella trama, se imaginó otra que no tuvo mejor suerte. Luis de Alagón, barón de Mairargues, que mandaba las galeras de Francia en el puerto de Marsella, y al propio tiempo era uno de los magistrados municipales de aquella plaza, se ofreció á ponerla en manos de los españoles. Supo también su intento el Gobierno francés, y perdió la cabeza en el cadalso. Pero aun esto no contuvo la venalidad en Francia: porque pocos dÃas después fueron ajusticiados en Tolosa dos hermanos que iban á entregar las plazas de Narbona y Leucata al Gobernador del Rosellón. Empleó España sin fruto en tales intentos crecidas cantidades, que vinieron á recargar dolorosamente el exhausto Erario. Algo mejor librados salieron en Italia los intereses polÃticos y religiosos de nuestra corte, mas no por virtud del duque de Lerma. El Papa Clemente VIII, nombrado árbitro por el tratado de Vervins entre Francia y el duque de Saboya que pretendÃan á un tiempo el Marquesado de Saluces (1601), adjudicó estos Estados al Duque, mediante alguna indemnización al francés, merced al influjo de España que no querÃa que por aquel territorio tuviese su rival entrada libre en Italia. Quien tuvo la mayor parte en el buen éxito de tales negociaciones fué D. Pedro EnrÃquez de Acebedo, conde de Fuentes, que del Gobierno de Flandes habÃa venido al de Milán. Era el Conde discÃpulo del duque de Alba[16]. Preciábase de tener sus mismos sentimientos y de observar la propia disciplina que él. Sagaz, altivo y fastuoso, despreciador de todos los hechos militares que no fuesen los suyos, y de otra nación ó potencia que no fuese España, llegó á influir de un modo poderoso y decisivo en los negocios de Italia. El echó allà los fundamentos de la polÃtica hábil que, á pesar de todos los desaciertos y miserias de la corte, mantuvo por España el Milanesado hasta la muerte de Carlos II. Fué el primero en comprender la importancia de la Valtelina para la conservación del Milanesado, porque ponÃa en comunicación esta provincia con los Estados del Emperador, natural aliado y amigo de España. Propuesto desde entonces á que fuese nuestro aquel territorio, levantó un fuerte en los confines del Milanés y de la Valtelina, al que llamó de su nombre, _fuerte de Fuentes_, y comenzó á ganarse los ánimos de los naturales. No tardó en apoderarse del Marquesado de Final, poseÃdo por Alejandro Caretto, anciano octogenario que no dejaba sucesión. à la verdad, sobre estos Estados podÃa alegar ciertos derechos España; mas su conveniencia y su fuerza fueron los verdaderos tÃtulos en que se fundó la conquista. El dominio de Final era también importante para la conservación del Estado de Milán, porque en su puerto podÃan desembarcar nuestras flotas y mantenerse, por él, á la par que por Mónaco, la comunicación con España. Poco después estallaron grandes diferencias entre el PontÃfice Paulo V y la República Veneciana (1606), con motivo de haber sometido aquélla á los tribunales civiles las causas de varios eclesiásticos. Y llegando el asunto á trance de guerra, tomó nuestra corte la defensa del Papa: previno el de Fuentes un ejército, y los venecianos no osaron medirse con él y se avinieron con la corte de Roma. Ningún suceso fué tan agradable como éste á los ojos del rey Felipe y aun á los del vulgo, porque él hacÃa representar á la España el papel de cabeza y amparo del catolicismo que tanto ambicionaba. Y, sin embargo, dióse con él un ejemplo funesto, por dicha no repetido más tarde, que fué sostener con las armas las pretensiones, no ya dogmáticas, sino disciplinales de la corte de Roma, contribuyendo á que la potestad temporal en una nación independiente quedase vencida por la potestad espiritual, y no en discursos ni negociaciones, sino por medio de las armas: hecho harto más católico que prudente ni polÃtico, á no ser que fuera el propósito del hábil conde de Fuentes y del de Lerma, humillar á los venecianos nuestros naturales enemigos. [16] BENTIVOGLIO, _Memorias_. Mas el punto adonde mayormente inclinaba su atención la corte eran las provincias de Flandes. Porque no obstante que el rey D. Felipe II habÃa cedido el dominio de aquellos Estados, de suerte que ya no componÃan parte de la MonarquÃa, continuaba la guerra con la propia obstinación que antes, mantenida de un lado por las provincias unidas con el nombre ya de República de Holanda, y de otro por las armas españolas que ocupaban aún las plazas y lugares en defensa y protección de los derechos de la infanta Isabel Clara y del archiduque Alberto. Malográronse con esto muchas de las esperanzas que habÃa dejado nacer la cesión de aquellos Estados, pues no parecÃa razón que por cosa que no la pertenecÃa mantuviese la nación tan costosa guerra. Pero de una parte los holandeses se mostraban tan soberbios y tan poco inclinados á la paz, que parecÃa afrenta el dejar la guerra; de otra parte la manera con que se habÃa pactado la cesión, constituyéndonos en protectores de la nueva soberanÃa y haciendo á esta feudataria de nuestra corona, nos obligaba á su defensa; y, por último, y más que todo, el rey Felipe III, lleno de religioso celo, y su ministro, arrastrado por temerarias miras de engrandecimiento, ni querÃan ajustar paces con tan aborrecidos herejes, ni renunciaban aún á avasallarlos, ni se prestaban de buena voluntad á abandonar del todo aquellas provincias, contando con que si no tenÃan sucesión los prÃncipes habÃan de volver á sus manos. Error este notable, porque lo que se propuso sin duda Felipe II, y lo que convenÃa á la nación, era apartarse de guerra tan inútil y costosa con algún honroso motivo, y no podÃa haberlo mayor que aquel para lograr, tarde ó temprano el intento. Fuera del paÃs las tropas españolas y el Archiduque y la Infanta entregados á sus fuerzas naturales, habrÃan logrado sin duda mantenerse en él á la sombra del Rey de España y del Emperador, haciendo treguas ó paces con los holandeses mucho antes que se hicieron y quizás con más ventajas. No se siguió este buen consejo, y vino á acontecer que la cesión no aprovechase de nada. Mientras el Archiduque y la Infanta estaban en España se puso el Gobierno de aquellos Estados á cargo del cardenal Andrea, hijo de la casa de Austria y deudo de entrambos. Era el Cardenal hombre de no escaso entendimiento y esfuerzo, y supo administrarlos con celo, ya que no con mucha fortuna. Resolvióse bajo su consejo y mandó sujetar ó castigar á las ciudades alemanas del Rhin que por ser protestantes solÃan ofrecer ayuda y resguardo á los holandeses. El Almirante de Aragón, don Francisco de Mendoza, hermano del duque del Infantado y Capitán general de la CaballerÃa, en quien recayó el mando del ejército, pasada muestra de las tropas que montaban á 20.000 infantes y 2.500 caballos, tomó la vuelta de Güeldres, rindió á Orsoy y otros castillos sin mucho trabajo, y de allà se fué á poner sitio en Rimberg, ciudad importante y fortalecida. Plantáronse las baterÃas por tres partes y se comenzó á batir la plaza con mucha furia, porque se temÃa que los enemigos viniesen al socorro. No dió tiempo á tanto la defensa, porque habiendo caÃdo una bala de cañón en ciertos barriles de pólvora, se voló toda con gran estrépito y muerte de muchos soldados y burgueses, lo cual causó tal confusión y espanto, que al punto determinaron rendirse á partido. Tomada Rimberg, guarneció el Almirante algunos lugares para dejar afirmadas las espaldas, y en seguida pasó el Rhin con sus tropas. Arrimóse á Wesel, ciudad imperial, pero herética, para poner en ella guarnición; y los vecinos con gruesa contribución primero, y luego restituyéndose falsamente al culto católico, obtuvieron que se desistiese de tal intento. Después trató de acometer á Desborech; pero el conde Mauricio, que acudió al socorro de aquella plaza, supo estorbarlo. Más felices fueron los nuestros delante de Doetecon, villa cercana y no tan fuerte, y eso que, al encaminarse allà la CaballerÃa española, recibió algún daño de los enemigos emboscados al paso. En tanto el invierno venÃa ya bien entrado en aguas y frÃos, de manera que no se podÃa campear en aquel paÃs. Esto y la falta de vituallas y forrajes, determinó al Almirante á dar cuarteles á su ejército sin hacer más daños en los contrarios. Fué, pues, la campaña por demás infecunda y no conforme con las esperanzas que hubo al emprenderla. Pero anduvo aún más desacertado el Almirante en el alojar el ejército que en la campaña. HabÃale mandado el cardenal Andrea que se alojase por amor ó por fuerza en tierras de enemigos. Comprendiólo el Almirante, de suerte que envió y distribuyó las tropas por Munster, Westfalia y otras provincias de la jurisdicción del Imperio. Negábanse los naturales, como era justo, á recibir á los españoles; mas éstos, en cumplimiento de las órdenes de su general, se hicieron abrir á viva fuerza las puertas de los lugares y se alojaron en las casas de los moradores. Quejáronse los prÃncipes del Imperio, pusiéronse en armas las ciudades, y negaron los naturales vituallas y auxilios de todo género, tratando á los nuestros como enemigos; mas á medida de la necesidad y de los malos tratos que padecÃan doblaban su rabia los soldados para usar del rigor, pareciéndoles también, como dice un cronista, que no era ninguno el que tenÃan con aquella gente bárbara y tan grandes herejes. Dióse ocasión á que, acudiendo el conde Mauricio en socorro de algunas de las ciudades imperiales, tuviesen que salir de ellas por fuerza las compañÃas españolas. Los prÃncipes alemanes hablaban entre tanto de declarar la guerra al Rey de España y de venir con ejércitos formados á echar al Almirante de sus tierras. Calmaba sus Ãmpetus el Emperador, muy obligado á la España. Procuraba también el cardenal Andrea sosegar á los pueblos asegurándoles que pronto se retirarÃa de ellos el ejército; mas no por eso se acalló el descontento que hubo de estallar más tarde en los prÃncipes, y en los pueblos siguió produciendo grandes contiendas. La gente española y alemana del ejército católico, mal pagada y peor servida, no cesó en sacar contribuciones forzosas y en tomar cuanto les faltaba de la hacienda de los naturales sin reparo alguno. Al fin se pasó el invierno en tales trabajos, y en la primavera del año siguiente volvió á ponerse el ejército en campaña. Antes el Cardenal juntó dinero entre los mercaderes con que pagar á ciertos soldados que habÃa amotinados en Amberes y otras plazas, y procuró reunir cuanto necesitaba el ejército para emprender de nuevo la guerra. Los enemigos eran grandes y temibles. De una parte los holandeses mostrábanse más obstinados y más poderosos que nunca en paz y en guerra. De otra parte, los prÃncipes protestantes del Imperio, teniendo en el corazón los pasados disgustos, no hacÃan más que allegar soldados y armas con que daban á sospechar lo que hicieron más adelante; y además el Rey de Francia, á pesar de las recientes paces, no cesaba de hostilizar debajo de mano nuestras tierras, ya entrando en inteligencias con algunas plazas del Artois para apoderarse por traición de ellas, ya atendiendo á tomar también por inteligencia la plaza de Cambray, ya permitiendo que hiciesen los enemigos grandes levas de gente en sus Estados, no tan secretamente que no fuese sabido de todo el mundo, ya, en fin, prestándoles grandes sumas de dinero y armas. Ni faltaban como siempre socorros de Inglaterra á los holandeses tanto en hombres como en dinero. à todo habÃa que atender y con pocos recursos, porque eran tardÃos y no suficientes los que dejaba venir de España la penuria de la Hacienda. Malográronse los tratos que tenÃan los católicos para apoderarse de algunas plazas rebeldes, y padecimos un descalabro antes de comenzar la campaña. El conde de Busquoi, Gobernador de Emerique, habiendo caÃdo en una celada que le pusieron los enemigos, fué herido y preso con muerte de los que le acompañaban. Abrióse aquel año la campaña, partiéndose el ejército en dos trozos que tomaron por uno y otro lado del Rhin: rindióse á poca costa el fuerte de Crevecoeur. Era el intento amenazar con el uno el fuerte de Schenque que el enemigo tenÃa muy fortificado, para coger más descuidada y desguarnecida la isla de Bomel, situada entre el rÃo Mosa ó Mosella y el Wael, que era la verdadera empresa. Frustróse por decidia y mala inteligencia de los capitanes católicos. No se pudo coger desprevenidos á los contrarios como se pensaba, aunque bien se pudiera, y tuvo que pasar todo el ejército á acometer formalmente la isla. Allà se mantuvo un largo y sangriento sitio sin ventaja de una y otra parte. El conde Mauricio con su ejército plantó sus cuarteles enfrente de la isla, comunicándose con ella por medio de puentes. El cardenal Andrea con el ejército de España tenÃa puesto el pie en la isla, pero sin poder llegar á la villa, ni adelantar un paso en su expugnación, determinaron al fin los nuestros hacer un fuerte en la isla de la parte donde, juntándose los dos rÃos, comienzan á formarla; que por hacer allà punta el terreno daba mucha proporción para impedir con buenas baterÃas la navegación provechosÃsima de los enemigos. HÃzose el fuerte, lográndose esto al menos de tan costosa empresa. Mientras se adelantaban las obras no cesaban de acometerse los dos ejércitos, procurando cada uno sorprender los cuarteles de los contrarios; mas de ambas partes en vano. Viéronse con tal ocasión grandes hazañas. Algunas compañÃas españolas é italianas acometieron con tanto esfuerzo un reducto de los contrarios, situado en la misma isla de Bomel, que ya comenzaban éstos á desampararlo; mas visto por el conde Mauricio mandó que se apartasen de la orilla los bajeles que allà ofrecÃan retirada á sus soldados, con que los puso en el estrecho de morir ó de conservar, como lo hicieron, el puesto. Y fué famoso el hecho del sargento mayor Durango, que sorprendido con pocos soldados españoles y algunos valones del grueso de los contrarios, á tiempo en que se ocupaba en labrar un reducto, aunque muchos de los suyos hubieron de pelear con los picos y palas con que trabajaban por no hallar sazón para tomar las armas, mantuvo el puesto brazo á brazo y dejó en él más enemigos muertos que eran en número sus soldados. Por fin, no bien acabada la obra, el Cardenal gobernador tuvo que retirarse de Bomel para atender á otros peligros más cercanos con mucha parte de las fuerzas. HabÃan al cabo juntado ejército los prÃncipes protestantes y acometido con él á las guarniciones españolas que quedaron á la parte allá del Rhin en tierra de la jurisdicción del Imperio, amenazando reunir sus fuerzas con las del conde Mauricio, que si lo hicieran, llegara á ser muy crÃtica la situación de los nuestros; mas no pudieron venir á punto. Wesel, no bien se vió libre del temor de los españoles al abrigo del ejército alemán, se apartó de nuevo del culto católico. Pero en tanto este ejército que sitió á Rimberg fué de allà valerosamente rechazado por un tercio que guarnecÃa la plaza, á pesar de estar amotinado y vivir como solÃan vivir los soldados en tal ocasión con cierto género de independencia. En seguida acometió el enemigo á Reez, defendida del capitán D. Ramiro de Guzmán con poca gente; mas no alcanzó mejor fortuna. Envió el Almirante de Aragón en socorro de la plaza á Andrés Ortiz, capitán experimentado, el cual logró entrar en ella, y desde allà hizo tales salidas, é imaginó tales acometimientos, que obligó á los contrarios á alzar el cerco. Con esto abandonaron el campo los prÃncipes confederados, y se retiraron á sus tierras con mengua de la reputación y pérdida crecida en hombres y dinero. Sólo consiguieron que los nuestros, por no irritarlos más y no estimularlos á nuevas empresas, dejasen á Orsoy y otras pequeñas plazas de la jurisdicción del Imperio, que tenÃan aún ocupadas. Al retirarse la guarnición de Doetecon, que fué uno de los puntos abandonados, pensaron los holandeses sorprenderla y destruirla, y salieron contra ella con lo mejor de su CaballerÃa. Dió esto ocasión á una de las mayores derrotas que padecieron los holandeses en aquella guerra. Porque sabido el caso por Juan Contreras Gamarra, Comisario general, determinó salir contra ellos con algunas compañÃas de caballos, dando aviso á Ambrosio Landriano, Teniente general de la CaballerÃa, para que con mayores fuerzas viniese á apoyarle en el trance. Divisó Contreras á los contrarios en un paso estrecho donde no podÃan maniobrar todos los caballos á un tiempo, y animando á los suyos se arrojó impetuosamente sobre los que venÃan de vanguardia, matando y desordenando cuanto se le puso delante. En esto los enemigos habÃan logrado desenvolverse y mejorar de posición; pero fué tanto el espanto que les causó el pelear bizarro de los nuestros, que, con ser doblado número, no pudieron sus oficiales y capitanes traerlos á que hiciesen buen rostro. Llegaba ya Landriano con más fuerzas, y sin esperar á cruzar lanzas con él, se declararon los contrarios en total derrota. CorrÃa el Mosella no lejos del campo de batalla, y los jinetes enemigos, desalentados, se arrojaron á esguazarlo sin tiento, con que fueron muchos los ahogados y más los caballos y armas perdidas. De los vecinos lugares salió alguna InfanterÃa alemana en defensa de la CaballerÃa holandesa, mas fué acuchillada y deshecha. En suma, de toda la CaballerÃa enemiga muy pocos quedaron de servicio. Contreras, en quien se desconoció la gloria del triunfo, volvió desabrido á España. Aconteció este suceso á tiempo que el archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia estaban ya en Flandes. Dejó el cardenal Andrea el Gobierno, y el Archiduque y su esposa comenzaron al punto á ejercerlo. Convocaron primero á los Estados ó Cortes de la Nación para exigirles el juramento de obediencia, sobre lo cual hubo no escasas dificultades. PedÃan los naturales que antes de prestar ellos el juramento de obediencia jurasen los prÃncipes conservar sus privilegios, de los cuales era el poner todas las plazas y fortalezas debajo de su mano, haciendo salir de ellas las tropas extranjeras. à esto no podÃan avenirse los prÃncipes, porque el Rey de España no querÃa dejar las fortalezas ni abandonar del todo el dominio del paÃs, como arriba dijimos. AñadÃase que las tropas allà levantadas no eran muy de fiar en guerra como aquélla, sostenida entre provincias hermanas, y asà se resistió la pretensión hasta que cedieron los Estados. Pasearon los prÃncipes todas las provincias de su Imperio, tomando el juramento á cada una de ellas especialmente, y lograron con buenas trazas que se les concediesen algunos subsidios. Entonces el Archiduque volvió á poner los ojos en las necesidades de la guerra. Eran éstas á la sazón muy grandes. Wachtendoch, plaza muy fuerte, junto á Güeldres, fué sorprendida por el enemigo. Y sintiendo la falta de pagas y la vecindad del invierno, los soldados del trozo de ejército que estaba aún sobre Bomel se amotinaron en mucha parte. Como estaban terminadas del todo las obras del fuerte, tomóse por buen partido el retirar de allà el ejército, juzgando que no vendrÃa con ello algún daño; mas habiendo quedado de guarnición ciertas compañÃas de valones, lo entregaron éstos á pocos dÃas después al conde Mauricio por gruesa suma de dinero. Rindióse también por tratos á los enemigos el fuerte de Crevecoeur, guarnecido de alemanes y flamencos. Hechos que daban más y más por imposible el fiar las plazas á otras guarniciones que las españolas. Hallábanse algunas de éstas alteradas, y todas descontentas por la misma falta de pagas; mas no se halló que ninguna de ellas, aun peleando por causa extranjera, como ya á la sazón peleaban, rindiese su puesto al enemigo. Contentábanse con sacar por fuerza del paÃs grandes tributos con que remediaban sus escaseces. No tardó en ofrecerse una prueba solemne de la diferente condición de nuestros soldados y los extraños en el suceso que ahora sobrevino. Porque animados los holandeses con las recientes ventajas y con el desconcierto de nuestra gente, reuniendo todas las fuerzas que pudieron juntar, con gran priesa y esmero, salieron de sus puertos y desembarcaron en un lugar no lejos de Gante, con ejército de más de veintitrés mil hombres, el más poderoso que jamás hubiese llevado sus banderas. Era su intento socorrer la guarnición de Ostende, harto apurada de nuestros presidios, y tomar á Newport y otras plazas allà cercanas, de suerte que quedara debajo de su dependencia aquella provincia. à la nueva de tal peligro, el Archiduque envió á requerir á los soldados de aquà y allá amotinados en los presidios, que saliesen á defender la tierra, manifestándoles el grande apuro en que se hallaba. Negáronse los italianos y valones; prestáronse de muy buena voluntad los españoles. Con ellos, principalmente, se compuso el ejército, que marchó al punto la vuelta de Gante en busca del enemigo. Allà se presentó delante de él la infanta doña Isabel Clara Eugenia, y dió gracias á los soldados españoles por su leal comportamiento, recordándoles que eso y más debÃan al nombre glorioso de su patria. Enardecidos los viejos tercios con tal discurso, pidieron á voces que sin más dilación se los encaminase al combate. Echaron delante los amotinados, jurando lavar en sangre el pasado extravÃo. Tomaron al paso el fuerte de Andemburg, que se rindió sin defensa. No anduvieron tan presto en rendirse los del presidio de Suaesquerch, y antes que pudieran meditar lo que les estarÃa mejor, fué asaltada la plaza y pasados todos á cuchillo. Más adelante tropezaron los amotinados y vanguardia de los nuestros con dos mil soldados escoceses y holandeses que enviaba ya el conde Mauricio á ejecutar el socorro de Ostende, cerraron con ellos y no dejaron hombre á vida en pocos instantes. Sabido por los enemigos cómo avanzaba aquel impetuoso torrente, determinaron evitar su furia embarcándose. Pero no les dieron tiempo los nuestros, que sin descansar un momento llegaron á ponérseles delante. HabÃan dejado atrás, para asegurar ciertos pasos, cuatro mil infantes y los cañones al mando de D. Luis de Velasco, general de la ArtillerÃa, de suerte que el total no pasaba de seis mil hombres de infanterÃa con seiscientos caballos. Dióles frente el conde Mauricio con diez y seis mil infantes y dos mil seiscientos caballos, fortificados en siete dunas ó colinas de arena puestas á la orilla del mar entre Newport y Ostende. La InfanterÃa ocupaba el centro formada en lo alto de las dunas. Los flancos de la posición, que eran los espacios que se hallaban entre las dunas y el mar, estaban defendidos de la ArtillerÃa, plantada también en lo alto de éstas, señaladamente en las dos puestas á los extremos. Además, la CaballerÃa, partida en dos trozos al diestro y siniestro lado, asà como emboscada entre las dunas y el mar, cubrÃa ventajosamente al centro. Muchos de los capitanes españoles fueron de opinión que no se empeñase la batalla. ProponÃan que haciendo alto el ejército, tomase allà posiciones entre Ostende y el mar, de suerte que cerrase al enemigo el camino de esta plaza fortÃsima, donde podrÃa fácilmente embarcarse, obligándole á pelear con manifiesta desventaja ó á embarcarse en la playa abierta, donde no podrÃa menos de ser destruÃdo. No dió oÃdos á aquel consejo prudente el ardor irreflexivo de los más, ni se quiso esperar siquiera á que llegase D. Luis de Velasco con la gente que quedaba atrás y la ArtillerÃa. AsÃ, en aquel lugar donde pudo acaso acabar la guerra con victoria nuestra, nacieron mayores desdichas para en adelante y una fatal derrota. Era el ejército español menos de la mitad en número que el de los contrarios. HerÃa el sol en lo más recio del dÃa y mortificaba mucho á nuestros soldados, que venÃan ya hartas horas sin comer y con largo camino, después de haber asaltado plazas y peleado á campo raso con numeroso escuadrón. Estaban los holandeses descansados y en muy buenas posiciones fortalecidos, con la espalda á las brisas frescas del mar. Con todo, se empeñó la batalla. à ella acudieron por el centro los seis mil hombres de infanterÃa española y extranjera, al mando del Archiduque mismo con Zapena, Villar, Monroy y otros Maestres de campo muy nombrados, y embistieron con las dunas, defendidas por más de diez y seis mil soldados. Era difÃcil el asalto, porque las piernas de los que subÃan se enterraban en la arena, de suerte que apenas podÃan ellos dar un paso, mientras que los que estaban en lo alto disparaban la artillerÃa á pie firme y hacÃan muy ordenadamente sus fuegos. Tomóse, sin embargo, la más avanzada de las dunas, y acometióse otra que era la mayor y mejor defendida. Allà pelearon los nuestros pica á pica por espacio de una hora, y aunque tan inferiores en número, lograron quitar algunos cañones á los contrarios y poner de su parte las probabilidades del vencimiento. Pero entre tanto nuestra CaballerÃa, que acometió por los costados entre las faldas de las dunas y el mar, fué puesta en derrota. El Almirante de Aragón, Capitán general de nuevo de la CaballerÃa, que entró por uno de los costados, fué detenido por el fuego de la artillerÃa enemiga, plantada en la duna que allà hacÃa frente; y tal estrago hicieron las balas en sus filas, que espantados los caballos y confundidos los jinetes, no fué posible hacerlos pasar adelante. Al propio tiempo el comisario Pedro Gallego, sucesor de Contreras, habÃa acometido por el ala opuesta, y saliendo contra él seiscientos corazas francesas que defendÃan aquel costado, puestos en emboscada detrás de las dunas, destrozaron sus compañÃas. No se contentó con este triunfo el Ãmpetu de los franceses, y pasando adelante vinieron á caer sobre el centro. En vano el capitán Rodrigo Laso con dos solas compañÃas de caballos cerró con todo el escuadrón de los enemigos; él fué derribado medio muerto y dispersada su escasa gente. Entonces la InfanterÃa española, que coronaba ya las dunas, viendo tomada de los enemigos la retaguardia, se puso en retirada. Pero al pie de las mismas posiciones que abandonaba fué acometida por los triunfantes corazas franceses, mientras que los infantes enemigos bajaban ordenadamente á acometerla por la espalda. No era posible la defensa; los soldados bajaban sueltos y sin orden, como habÃan peleado en lo alto. No se podÃa formar escuadrón que resistiese á los caballos ni á los escuadrones de la infanterÃa enemiga, y el campo se convirtió entonces en una carnicerÃa horrible, donde los infantes españoles uno á uno peleaban por la vida y la honra. Ordenóse la retirada, que fué peor que la batalla en aquel trance. El Archiduque, que no se habÃa separado un momento del combate, estuvo á punto de morir, y por defenderlo cayeron á su lado los más esforzados de los españoles. Perdimos en esta batalla dos mil quinientos hombres de escasos siete mil con que entramos en ella, todos capitanes y soldados viejos, que no habÃan vuelto nunca rostro al enemigo. Y sólo pudo servir de siniestro consuelo el que de cerca de diez y nueve mil hombres de todas armas con que nos aguardó el enemigo, seis mil quedaron en el campo. De entre los muertos merecieron contarse los capitanes Andrés Ortiz, D. Ramiro de Guzmán, Ulloa, Dávila, Ezpeleta y otros no menos valientes, y el Maestre de campo Zapena. Tal fué la jornada de las Dunas (1600), la más funesta que hubiesen empeñado hasta entonces las armas de España en los campos extranjeros. Perdióse, como se ha visto, por sobra de valor y falta de cordura. El conde Mauricio vió tan maltratada á su gente, que no se atrevió á seguir el alcance, ni á emprender otra conquista que el sitio de Newport, ciudad de poca fortaleza y arrimada al campo de batalla. Pero ni aun esto pudo conseguir y tuvo que reembarcarse con tanta gente de menos y sin ventaja alguna. Entre tanto, el Archiduque acudió á reparar sus fuerzas. Diéronle los Estados dineros y auxilios, y con ellos los soldados extranjeros amotinados en las plazas vinieron á partido. Formóse un ejército numeroso; pero no hubo necesidad de él, porque ni de una ni de otra parte se emprendió nada el resto de la campaña. à la siguiente, determinado el archiduque á reparar la derrota de las Dunas con un hecho de cuenta, comenzó el sitio de Ostende. No bien supieron esta empresa los holandeses, comenzaron á distraer la atención de los nuestros con sitios y acometimientos. Pusiéronse sobre Rimberg y la ganaron, á pesar de su esforzada defensa, porque el socorro llegó tarde y no pudo aprovecharse. Con la misma felicidad ganaron á Grave, valerosamente mantenida de los españoles, y la fortÃsima plaza de la Esclusa, que sólo el hambre pudiera reducir á semejante extremo por imprevisión de su Gobernador, que no supo abastecerla; y si no ganaron á Bolduch fué porque acudió á socorrerla dos veces el Archiduque en persona. Entre tanto se rindió Ostende. Contar las operaciones de este sitio y los heroicos hechos de los españoles en él, serÃa larguÃsima tarea y ajena de nuestro propósito. Era aquella plaza muy importante, porque desde allà tenÃan los holandeses á toda la provincia de Flandes en continuo respeto, y por eso estaba muy bien fortificada y guarnecida. HabÃan suplicado los Estados de Flandes al Archiduque que de tal padrastro los libertase, ofreciéndole para ello cuantos auxilios necesitase. Comenzó el sitio el Archiduque en persona, y luego se encargaron de él los mejores capitanes católicos, hasta que el marqués de SpÃnola la rindió, mandando con el nombre de maestre de campo general el ejército. Fueron varios los asaltos, muchas las salidas y escaramuzas, inauditas las máquinas y trazas de que se valÃan los sitiadores, y terrible el fuego de la artillerÃa de los sitiados. El conde Mauricio vino á alzar el cerco con una armada de seiscientos bajeles y mucho ejército; pero los españoles no le dejaron desembarcar en toda la costa, y tuvo que volverse á sus puertos con no poca pérdida y mayor despecho. Al fin se dió un asalto general á la plaza (1604), en el cual se ganó lo mejor de la ciudad, y ya no fué posible dilatar la defensa. Perdieron los sitiadores cerca de cuarenta mil hombres en esta empresa, y entre ellos seis Maestres de campo, los cuatro españoles, y casi todos los coroneles y capitanes de los tercios: Monroy, Durango, Castriz y otros muchos de los buenos y viejos soldados que sirvieron con el duque de Alba. La plaza perdió siete gobernadores durante el sitio y más de dos mil oficiales, con un número inmenso de ciudadanos y de soldados, porque como tenÃa libre el mar, cada dÃa entraban algunos de refuerzo. Mantúvose con esta conquista el honor de nuestro nombre; pero se desperdiciaron notables ocasiones, y hubo de nuestra parte tanta ó más pérdida que ganancia, pues habiendo pretendido cerrar la entrada de la provincia de Flandes á los enemigos, se abrieron ellos otras puertas más fáciles, mientras era tomada Ostende. Debiéronse muchas de las pérdidas al motÃn que se llamó de Ruremunda, el más funesto de cuantos hubieran acontecido en aquellos Estados, donde eran harto frecuentes por desgracia. Movidas algunas compañÃas italianas y valonas de la falta de pagas, se encerraron en la ciudad de Hoochstraet, negándose á servir como de costumbre é imponiendo contribuciones al paÃs. Con esto se malogró el socorro de Grave y se perdió aquella plaza, é irritado el Archiduque los declaró por traidores y envió ejército contra ellos. Pidieron auxilio los amotinados á los holandeses; diéronselo, de manera que no fué posible rendirlos; y juntándose en seguida con los enemigos, pelearon contra los nuestros en diversos encuentros. Al fin hubo de avenirse con ellos el Archiduque, por excusar mayor daño: malÃsimo precedente que sembró nuevos disgustos para en adelante. En el Ãnterin se pasó toda la campaña sin que aquellas gentes, que ya formaban un ejército con los muchos que se habÃan ido agregando, sirviese, como debÃa, debajo de nuestras banderas. AsÃ, no lograron otra ventaja nuestras armas, fuera de la toma de Ostende, sino la rota que dió el Gobernador de Bolduch á un buen escuadrón de caballerÃa enemiga que pasaba por sus términos. ConcluÃda la campaña, vino á España el marqués de SpÃnola á tratar de las cosas de la guerra, donde fué muy bien recibido y asistido de cuanto solicitó para llevar adelante la guerra. Era este Marqués natural de Génova y hermano de Federico SpÃnola, general de las galeras de España, el cual con ellas sirvió muy bien, haciendo gran daño á los holandeses, hasta que, poco después de la llegada de su hermano, murió en un combate naval que con ocho galeras empeñó en aquellas costas contra dos galeras y tres grandes navÃos holandeses, quedando indecisa la victoria. Entró Ambrosio SpÃnola, que asà se llamaba el Marqués, en el servicio de España por recomendación de Federico, y fué á Flandes gobernando diez mil italianos que levantó á su costa. Allà dió tales muestras de su persona que se le encargó del sitio de Ostende, prefiriéndole á muchos capitanes de más reputación que él; y saliendo á punto con la empresa, se acrecentó su fama de manera que fué nombrado ya para el mando de todo el ejército. Fué verdaderamente un suceso afortunado la aparición de aquel general, que tuvo pocos rivales en su siglo á tiempo en que escaseaban ya tanto en España. Con él salió á campaña (1605) de vuelta de Madrid, llevando trece mil quinientos infantes y tres mil caballos. Pasó el Rhin y entró en Frisa, burlando al enemigo, que le creÃa ocupado en otra empresa, y allà se apoderó sin mucha dificultad de Oldenzeil y de la importante plaza de Linghen, metida muy adentro en el territorio enemigo. Entre tanto los holandeses, que quisieron tomar á Amberes al desprovisto, tuvieron que desistir de ello con no poca pérdida, y á los españoles se les frustraron también las tentativas que hicieron para apoderarse de Bergs y Grave. Pero el marqués de SpÃnola, alentado con los buenos principios de la campaña, dejando muy guarnecido á Linghen que ponÃa en contribución mucha parte de la Frisa, se vino á Wachtendonock y la puso cerco. En vano quisieron socorrerla los holandeses aprovechándose del descuido de los sitiadores: ochocientos infantes y otros tantos caballos del ejército de España contuvieron largas horas á todo su ejército á costa de prodigios de valor, y dieron tiempo á que, acudiendo el Marqués con toda sus fuerzas, los obligase á la retirada. Rindióse con esto la plaza, y en seguida fueron tomados muchos castillos importantes, mientras los holandeses eran vencidos y rechazados en Güeldres que quisieron tomar por sorpresa. Mas eran escasas tales ventajas, porque la falta de dinero imposibilitaba de tal modo el movimiento de los ejércitos y causaba tales disgustos, que no podÃa llegarse á decisivas consecuencias. Lleno de amor y entusiasmo á la causa de España, vino el noble SpÃnola otra vez á Madrid á demandar socorros. No pudo hallarlo á crédito del Rey de España, que á tan miserable estado habÃan llegado las cosas, y tuvo que poner á prueba el suyo propio, con lo cual lo consiguió y volvió á Flandes imaginando lograr en la siguiente campaña mayores triunfos. No le salieron como pensaba sus proyectos; mas hizo con todo eso harto gloriosa campaña. Halló que se habÃan malogrado durante su ausencia dos sorpresas que se dieron á las plazas de Bredevord y la Esclusa, ambas muy fuertes, y que sin duda se ganaran á obrar los nuestros con más previsión y presteza. Ahora el Marqués dividió su ejército en dos trozos, dando el mando de uno al conde de Busquoi, capitán de mucho valor y experiencia, rescatado ya de sus prisiones, y conservando al otro bajo su mano. Con estos dos ejércitos se debÃa obrar de manera que pasando el Isel el uno, llegase hasta Utrecht, y el otro esguazando el Wael se pusiese delante de Nimega, y que mientras éste contuviese al enemigo, lograse aquél al improviso apoderarse de algunas de tales plazas y sujetar las provincias confinantes, muy ricas y poco guardadas. Pero los temporales fueron tan recios en aquel verano, que era imposible vadear los rÃos, ni echar puentes sobre ellos, ni correr siquiera por la campiña. Sufrieron nuestros soldados con prodigiosa constancia el frÃo y los ardores del sol que allà alternaban desconcertadamente, y las aguas y la falta de bastimentos que se originaba, haciendo largas jornadas y campañas por tierras inundadas sin carros ni artillerÃa. Los enemigos, que se mantenÃan á la defensiva, no padecÃan cosa alguna y se fortificaban y prevenÃan nuestros intentos con sobrado espacio. Tomóse, sin embargo, el castillo de Lochem y la plaza de Groll, y se emprendió el sitio de Rimberg, tantas veces tomada y perdida, que á la sazón defendÃan más de seis mil soldados asistidos de muchas vituallas y artillerÃa. Rindióse la plaza después de un porfiado sitio en presencia del conde Mauricio, que con mayor ejército que el nuestro no supo impedirlo. Pero no bien acabada esta empresa, hubo en nuestro ejército un total desconcierto por la falta de pagas. No bastando los recursos que trajo SpÃnola de España, amotináronse muchos italianos y alemanes con los más de los soldados del paÃs, y el resto se mostraba gran descontento: hubo que deshacer el ejército y repartir en diversos lugares la gente. Animados con esto los holandeses, y viéndose con ejército de más de quince mil hombres sanos y bien dispuestos, cayeron sobre Groll para recobrarla; pero el marqués SpÃnola, reuniendo las fuerzas que pudo de entre la gente no amotinada, fué sobre ellos y les obligó á alzar el cerco. Dió fin la campaña con la sorpresa que lograron los enemigos en la plaza de Erquelens, saqueándola y destruyéndola por no acertar á conservarla. Vióse claramente á pesar de los temporales que estorbaron la ejecución del plan trazado por nuestro general, que hubiéramos logrado nosotros no poca ventaja, á no sobrevenir aquel nuevo motÃn que excedió ya á todos los conocidos, y fué el último que hubiese en los Estados; porque irritado á lo sumo el Archiduque, y convencido de que con perdonar á los culpables y conservarlos debajo de sus banderas, después de pagados y satisfechos, no hacÃa más que abrir la puerta á nuevas y más duras señales de indisciplina, determinó tratar á éstos con ejemplar rigor. Pagóles cuanto se les debÃa, que importó más de cuatrocientos mil escudos, y en seguida publicó un bando señalándoles veinticuatro horas para dejar los Estados, desterrándolos de ellos perpetuamente y de todos los dominios de España bajo pena de la vida. Fueron muchos los que la perdieron, porque siendo naturales del paÃs costábales trabajo abandonarlo. Los demás se derramaron por las provincias vecinas. Mas en tanto los holandeses se mostraban ya cansados y abatidos con la ventaja que por todas partes le llevaban los nuestros, y soportaban mal el gran peso de la guerra. à la verdad sus escuadras habÃan sido más afortunadas que sus ejércitos en las últimas campañas. Una de ellas, mandada por el almirante Heemskirck, logró destruir, aunque con muerte de éste y mucha pérdida, en las aguas de Gibraltar, la que don Juan Ãlvarez Dávila mandaba por nuestra parte, compuesta de veintiún bajeles; y en las costas de Flandes y en las Indias Occidentales alcanzaron otras ventajas, apoderándose de las Molucas. Pero, sin embargo, sus marinos fueron derrotados delante de Malaca por don Alfonso MartÃn de Castro, Virrey de Goa, y su general Pedro Blens fué rechazado en el ataque de Mozambique y en otro que intentó al volver á Europa contra el fuerte de la Mina, donde fué muerto con muchos de los suyos. Poco antes D. Luis Fajardo quemó diez y nueve naves que llevaban su bandera en las salinas del Arroyo, y las Molucas fueron también reconquistadas. De todas suertes bien conocÃan ellos que no compensaban sus triunfos marÃtimos la esterilidad de las campañas de tierra. Aprovechóse el Archiduque de esta disposición de ánimo de los enemigos para entablar preliminares de paz ó treguas. Dieron oÃdos los Estados de Holanda á tales pláticas, y al fin se consiguió ajustar una suspensión de armas primero, y luego una tregua por doce años (1699), ya que no fué posible venir á tratos de duraderas y definitivas paces. En ellas reconoció España á la Holanda como potencia independiente; cosa que se procuró excusar con largas trazas, mas no fué posible. De esta manera pudo darse por terminado lo principal de aquel empeño. ReconocÃase ya como imposible el sujetar de nuevo á nuestro dominio aquellas provincias; cosa que bien pudiera estar averiguada de mucho antes, dada la obstinación de los naturales, alimentada por las preocupaciones religiosas y los auxilios constantes que de ingleses, franceses y alemanes recibÃan, la multitud de plazas fuertes, la disposición del terreno cortado por grandes rÃos, por diques, por canales y obstáculos de todo género, y la penuria de nuestra Hacienda, que privaba á los ejércitos de las cosas más indispensables para la guerra; provocando al propio tiempo frecuentes motines, principalmente entre la gente extranjera y advenediza, sin honor y sin patria, que defendÃan por dinero nuestra causa. Pero la fama de nuestras armas quedó ilesa, y todavÃa para mirada con pavor en el mundo. Sólo que con la larga y sangrienta guerra se iban agotando los capitanes viejos y los soldados veteranos, y extinguiéndose con ellos el espÃritu de la gloria antigua y la experiencia tan costosamente adquirida; falta que no remediada á tiempo, debÃa contribuir muy principalmente á nuestras futuras desgracias. Vióse con ocasión de estas treguas cuál fuese el espÃritu de nuestra nación todavÃa, porque no hubo alguno de los hechos escandalosos del duque de Lerma, que levantase tantas murmuraciones en España como el haberlas aconsejado y aceptado. Aquellas negociaciones, que pueden mirarse como la obra más loable de su ministerio, fueron miradas con disgusto por el Rey, que llevaba á mal que con tan grandes herejes se hiciese trato alguno, y más aún por los pueblos, que sobre alegar la propia causa de descontento, temÃan que con vernos ceder á la fortuna parte de nuestras pretensiones, se entibiase el miedo de nuestro nombre en el mundo. Algo pudieron consolarse el Monarca y los súbditos de no haber sujetado á los holandeses herejes con los triunfos obtenidos durante aquel perÃodo contra otros enemigos de Dios. La guerra contra los berberiscos y turcos se continuó con mucho empeño, peleando con gloria en todas partes. Derrotó D. Nuño de Mendoza, Gobernador de Tánger y Arcila, á los moros que iban á sitiar sus plazas. El marqués de Santa Cruz apresó con sus navÃos muchas embarcaciones turcas en el Archipiélago, y entró y dió á saco las islas de Longo, Patmos, Zante, Durazzo y otras circunvecinas. También el marqués de Villafranca, D. Pedro de Toledo, tomó once bajeles de corsarios turcos en el Archipiélago. Pero quien ganó más gloria fué D. Luis Fajardo, que salió de Cádiz con doce navÃos, y después de apoderarse de uno muy rico de los moros, llegó á la goleta de Túnez, destruyó muchos bajeles turcos que estaban al abrigo de aquella fortaleza, cogió mucho botÃn y ocasionó en la costa grandes daños. En tanto en Asia, D. Felipe Brito, Gobernador de Siriam, deshizo las naves del Sultán ó régulo de Astracán y se apoderó del reino de Pegú, tomando por allà una extensión nuestros dominios verdaderamente inmensa, y además en América sostuvimos larga y al fin afortunada guerra contra los araucanos, tribu valentÃsima del reino de Chile, levantada en contra de nuestra dominación. Fué el caudillo de ellos el famoso Caupolican; y al principio vencieron algunas batallas, haciendo gran destrozo en los nuestros, hasta que fué allá el marqués de Cañete, y con muerte de los más redujo á los que quedaron á la esclavitud y puso paz en aquellas apartadas provincias. Cantó esta guerra, como es sabido, con más color de historia que de poema don Alonso de Ercilla. [Ilustración] [Ilustración] LIBRO SEGUNDO SUMARIO De 1610 á 1621.--Expulsión de los moriscos, sus principios y sus fines.--Guerra contra los infieles.--Francia: proyectos y muerte de Enrique IV.--Alemania: campaña de SpÃnola en el paÃs de Julliers.--Italia: humillación del duque de Saboya, tramas de éste y de Venecia, sucesión del Monferrato, guerra con Saboya, batalla de Asti, Oneglia, tratado de Asti, batalla de Apertola, sitio de Vercelli, derrota de D. Sancho de Luna, Lesdiguières y el marqués de Villafranca, el duque de Osuna y el marqués de Bedmar, empresas de Osuna, los Uscoques, Venecia, combate naval en Gravosa, paz de PavÃa, falsa conjuración y desgracia de Osuna.--España: últimos años de la privanza de Lerma, Calderón, Uceda, el P. Aliaga, el conde de Lemus, D. Francisco de Borja, caÃda del privado.--Guerra marÃtima: principio de la guerra de los treinta años, batalla de Praga.--Muerte de Felipe III.--Estado en que dejó la MonarquÃa. LAS treguas con Holanda, vituperadas ó alabadas, ofrecieron al fin á España el descanso de que tanta necesidad tenÃa: grande ocasión para aprovecharla en aliviar la Hacienda pública, y en comenzar la obra de reparación y regeneración indispensable, si habÃa de contenerse la decadencia del reino. No se emplearon en esto ciertamente los dÃas de tregua. El duque de Lerma continuaba por entonces disfrutando sin contradicción del favor regio, y aumentaba su fausto y crecÃan para sostenerlo sus cohechos. Daba soberbios banquetes, y celebraba en fiestas públicas costosÃsimas los sucesos alegres de su familia, ni más ni menos que se suelen celebrar los de las familias reales. El Rey seguÃa orando, y él trabajando, sin saberlo acaso, por impericia ó ambición en la ruina total del paÃs. Ayudábale aquel don Rodrigo Calderón, su privado; hombre de no escaso talento y astucia, pero más fastuoso y codicioso aun que él, y que más adelante mostró peores mañas y cualidades. Este, que era su confidente y consejero, ha de ser mirado en todo como su cómplice. Fué poco después de las treguas cuando se verificó el suceso más desgraciado que hubiera presenciado España en muchos siglos. CorrÃa aún el año de 1609, y oÃase gran rumor de armas en la PenÃnsula, que parecÃa desusado por la ocasión, puesto que no se hallaba enemigo en nuestras fronteras. Carlos Doria, duque de Tursis, y el marqués de Santa Cruz, nieto el uno del famoso Andrea, hijo el otro del grande Almirante de Felipe II, y Villafranca, Fajardo y D. Octavio de Aragón, inclinaron las proas de sus naves al mar de España. Los tercios viejos de Italia dejaron apresuradamente sus costas. Tomáronse en lo interior grandes precauciones militares, en especial por la parte de Granada y Valencia. Formáronse ejércitos, nombráronse generales, y no parecÃa sino que alguna invasión temible ó insurrección sangrienta iba á encender en armas la PenÃnsula. Y, sin embargo, todo estaba al parecer en paz. Era que uno de los males más profundos de la MonarquÃa, nacido de su propia constitución, y desconocido ó mal curado los años anteriores, acababa de cegar los ojos de nuestros polÃticos, tratando de acudir al reparo. Los moriscos que habitaban principalmente las costas orientales y meridionales de la PenÃnsula no cesaban de mantener inteligencias con sus vecinos marroquÃes y argelinos, y aun con el mismo Sultán de los turcos. Tratados con rigor sobrado y notable injusticia, antes habÃan aumentado que no disminuÃdo los años el antiguo rencor á nuestra raza. Después de pacificados por fuerza de armas, el odio habÃa ido en aumento cada dÃa. No se devolvieron á los de Granada los bienes confiscados durante la rebelión, ni siquiera á los que, lejos de la guerra, habÃan sido encausados y desterrados solamente por precaución y sospechas. Mantúvose en muchos el destierro que comenzaron á padecer entonces, y la Inquisición redobló sus persecuciones contra todos ellos, mirándolos con más prevención y con menos piedad que nunca. Huyeron algunos de los moriscos á tierras extranjeras por no soportar tales rigores; pero lo general de la raza oprimida, no pudiendo huir, comenzó á tramar conspiraciones contra el Estado, poniéndose en comunicación y tratos con varios prÃncipes enemigos nuestros, y principalmente con Enrique IV de Francia, á quien llegaron á ofrecer, según se dijo, que seguirÃan bajo su dominio la religión protestante, con tal de no ser católicos en España. Cuando los ingleses tomaron y saquearon á Cádiz, tuvo Felipe II temores de un levantamiento general de los moriscos andaluces, cosa que acaso se habrÃa verificado á mantenerse algo más los extranjeros en aquella plaza. Tratóse luego de que los marroquÃes hiciesen un desembarco en la PenÃnsula, prometiéndoles que se alzarÃan ellos en su ayuda, y que juntos acabarÃan con el poder español en su propio lecho. Pero Muley Cidam, que gobernaba entonces en la ciudad y provincias de Marruecos, tenÃa demasiado en que entender con sus contrarios los de Fez, por andar á la sazón dividido el Imperio, y no pudo acudir como hubiera deseado en socorro de sus hermanos: con esto hubo lugar á que la conjuración fuese descubierta. Las cosas habÃan llegado, pues, á tal punto que necesitaban de enérgico y pronto remedio. Si en tiempo de Fernando V se hubiera comprendido cuanto importaba que aquella nación se hiciese una con la nuestra y se hubieran tomado medidas adecuadas al caso en aquel reinado y los posteriores, no hay duda, como atrás dejamos dicho, en que jamás habrÃan llegado tan crÃticas circunstancias. Pero el mal estaba hecho, y el remedio tenÃa de todas suertes que ser doloroso. No tardó en imaginarse la expulsión, tan bien ensayada en los judÃos, y que desde los dÃas de la conquista habÃa tenido muchos partidarios; pero se tropezaba con un obstáculo tan poderoso que pasaban años y años y no podÃa llevarse á cabo. Eran vasallos muchos moriscos de ricos-hombres de cuenta, principalmente en Valencia, donde se miraban más numerosos que en otra alguna parte, fundándose en su vasallaje grandes fortunas. Asà fué que siempre que se pidió dictamen sobre el caso á los ricos-hombres y barones, se halló que el mayor número contradecÃa la expulsión. Y si los vasallos por serlo oponÃan tal dificultad, mayor la oponÃan los moriscos que no eran vasallos y vivÃan opulentos y libres, atesorando en sà las mayores riquezas. Estos tenÃan defensores asalariados entre los poderosos de aquella corte de España, donde todo se lograba á la sazón por salario ó precio, y aun al clero mismo que habÃa de endoctrinarlos ó vigilarlos ó solicitar su castigo, le traÃan en cierto modo sobornado con los grandes diezmos y rentas que le proporcionaban. Llegaban las riquezas hasta á librarlos de las garras de la Inquisición, tolerándoles á ellos desmanes que el fuego y el hierro corregÃan tan duramente en los demás españoles. Sábese que el conde de Orgaz era el protector de los moriscos de Valencia, y recibÃa por ello cada un año más de dos mil ducados; y en la corte de Roma lo era un cierto Quesada, canónigo de Guadix, el cual cuidaba de que las disposiciones del PontÃfice no se ajustasen bien con las del Rey, á fin de estorbar unas y otras, lo mismo que los protectores que estaban en Madrid cuidaban de parar ó desvanecer cualquier intento que pudiera serles dañoso, desmintiendo las traiciones de que se les acusaba y atribuyendo á ignorancia sus malas obras. Sin embargo, las traiciones, aunque acaso provocadas por nuestros rigores, eran evidentes; y sus obras eran más de moros, que solo por fuerza aparecÃan cristianos, y de hombres sedientos de venganza, que no de ignorantes. Los cristianos viejos que vivÃan en sus comarcas no osaban salir de noche, y en las regaladas lunas de verano, orillas del mar de Valencia, no era raro el hallar al hospedaje y festejo de los moriscos cuadrillas de piratas argelinos y saletinos, saqueando haciendas de cristianos, matándoles ó cautivándoles á mansalva. CrecÃa con esto cada dÃa el recelo en los nuestros y la cólera y la audacia en los moriscos. Contábanse las casas de moriscos y cristianos, y hallábase que las de aquéllos se aumentaban de año en año, al paso que las de éstos mermaban. VeÃase donde quiera armados á los moriscos, y aunque se intentó por varios modos desarmarlos, no se halló medio de ejecutarlo completamente. Todo esto obligó á tomar algunas prevenciones, particularmente en Valencia, y cuando el duque de Lerma, Conde entonces todavÃa, gobernaba en aquel reino corriendo los últimos años de Felipe II, fundó la llamada milicia efectiva ó general, compuesta de todos los cristianos aptos para la guerra, y que llegó á ascender á diez mil infantes y muchos caballos, los cuales, en sus casas, con lugares de reunión y plazas de armas preparados, con armas y pertrechos, esperaban la hora del peligro para acudir á conjurarlo. Pero tantas prevenciones no parecieron bastantes todavÃa. En 1602, el Patriarca de AntioquÃa y Arzobispo de Valencia, D. Juan de Rivera, escribió un papel al Rey proponiéndole francamente la expulsión; mas pedida explicación de los medios con que habÃa de ser ejecutada se halló que el buen Prelado no entendÃa por moriscos sino á los de Castilla, Aragón y AndalucÃa, porque los de Valencia, aunque más numerosos y temibles que ningunos, juzgábalos necesarios para el sostenimiento de su persona humilde y de su casa de Dios. Nada mas curioso que la argumentación de aquel Prelado lleno de celo y deseoso de ver fuera de España á los infieles; más no tan enemigo de su particular conveniencia y comodidades que consintiera por tal celo y deseo en disminuir sus rentas. Desechóse la distinción en la corte como era razón, viendo cuán incompleto quedaba con ello el intento, y no faltaron personas que en sendos libros la combatiesen. TenÃa acaso más partidarios la opinión mostrada en otro tiempo por el célebre Torquemada, de que en caso de infidelidad de los moriscos á todos los mayores de edad debÃa pasárseles á cuchillo, y á todos los menores repartirlos como esclavos; pero la que prevalecÃa en los más prudentes era la de ejecutar la expulsión total, echando de España á los moriscos de Valencia lo mismo que á los de Castilla, Sierra Morena, Extremadura y riberas del Segre. Y cierto que dada la expulsión no podÃa concebirse otra cosa. Comenzó á formárseles un género de proceso secreto en la corte, oyendo el Rey á todos los que alegaban contra ellos, y no dejando también de oir á algunos de sus defensores, que, á más de los asalariados, hubo de éstos algunos no desconfiados de su conversión y pacificación, como los obispos de Segorbe y de Orihuela, mayormente el primero. Fué de los enemigos más grandes de los moriscos el fraile Bleda, que escribió de aquel suceso en su _Crónica_ de los moros, el cual por conseguir la expulsión hizo tres viajes á Roma, y escribió libros y memoriales, é hizo cuanto puede dictar el celo más desapiadado. Comprobóse que traÃan inteligencia con Enrique IV de Francia, el cual, aunque cristianÃsimo, no habÃa titubeado en prestarles favor, bien que, como arriba indicamos, se dijo que le habÃan ofrecido hacerse protestantes bajo su mano. Mas puede creerse que quien los ayudaba con promesa de tan poco verosÃmil cumplimiento, también los habrÃa ayudado aún cuando renovaran los tiempos de Taric-ben-Zeyyad y de Muza-ben-Nosseir y los desastres del Guadalete. Al lado de estos cargos, verdaderamente graves, aparecieron otros contra los tales moriscos, oÃdos entonces con horror en España. Uno era que no criaban puercos, animales aborrecidos de Mahoma; otro era, que cumpliendo á veces sus tratos mejor que los cristianos, no convenÃa dejar en pie tan mal ejemplo, y que se notase que los nuestros con ser en la fe antiguos eran menos honrados y virtuosos que los que ahora acababan de recibirla y no estaban en ella muy seguros: ni fué tampoco de los menores el suponer que en las misas ejecutaban socapa y á escondidas de los cristianos, irreverentes demostraciones. No pudo resistir más Felipe III: y como el duque de Lerma anduviese tan de antiguo receloso de los moriscos acabó de decidirle en un todo. En 1606 era ya cosa resuelta la expulsión. Dilatóse, sin embargo, tres años por los empeños en que andaba á la sazón la MonarquÃa. Guardóse grande y maravilloso secreto sobre ello, y fué de notar la conducta del duque del Infantado, posesor de la baronÃa de Alberique y otras pobladas de moriscos y muy ricas á causa de ellos, el cual, sabiendo lo que habÃa de ejecutarse tan en daño suyo, como que de un golpe iba á perder millares de vasallos y copiosÃsimas rentas, no hizo movimiento alguno, ni se aprovechó de la noticia para negociar sus intereses, tal como si estuviese ignorante de todo. No fueron tan generosos otros señores, ricos-hombres y corporaciones interesadas en la conservación de los moriscos. Eran de los principales intereses los que se fundaban sobre los censos. HabÃa cristianos que vendÃan á los moriscos ropas y oro y alhajas de mala ley al fiado, por mucho más precio de lo que valÃan y con crecida usura; otros, que prestaban á las aljamas ó Universidades gruesas cantidades al diez por ciento de usura, y de tales préstamos eran no pocos para los mismos barones y señores de ellas; otros, en fin, que tenÃan dinero consignado sobre casas y campos de propiedad de moriscos particulares. Con el producto de tales censos vivÃa la mayor parte de la nobleza, conventos, parroquias, cabildos y otra infinidad de gente honrada del reino, las iglesias, colegiatas y catedrales. Y asà fué que el rumor de la expulsión llenó de espanto á todas las provincias donde habÃa moriscos y censos; y que muchos, no tan generosos como el duque del Infantado, con noticia cabal del intento se apresuraron á negociar sus créditos. No dió tiempo, sin embargo, el edicto para que pudieran excusarse tales daños en los cristianos, ni tampoco para que los moriscos ricos, que, aunque nada sabÃan, recelaban lo bastante para desear convertir en dinero sus haciendas, pudieran ejecutarlo. Por Agosto de 1609 se decretó la expulsión de los de Valencia, al propio tiempo que se tomaban todas las medidas que parecieron necesarias para ejecutarla. Era Capitán general del reino de Valencia el marqués de Caracena, D. Luis Carrillo de Toledo; enviósele por Maestre de campo general de las armas á D. AgustÃn MejÃa, soldado viejo de Flandes y castellano allà de Amberes; aprestáronse las llamadas milicias generales, y acercáronse á las fronteras de Valencia y Aragón los jinetes de Castilla; Doria y Santa Cruz trajeron: el primero, en diez y seis galeras, el tercio de LombardÃa, mandado por D. Juan de Carmona con mil doscientos cincuenta soldados efectivos; y el segundo, el de Nápoles, con dos mil setenta, gobernados del Maestre de campo D. Sancho de Luna y Rojas. Las galeras que tenÃa en Sicilia el duque de Osuna vinieron también, y eran nueve, con D. Octavio de Aragón por general; bien que aquella armada estuviese á las órdenes de don Pedro de Leiva y ochocientos hombres en nueve compañÃas. D. Luis Fajardo, con catorce galeras de la carrera de Indias y mil soldados, y el marqués de Villafranca, duque de Fernandina, D. Pedro de Toledo, con las galeras de España, que eran veintiuna, y hasta mil trescientos soldados también acudieron á la empresa. Fué el punto de reunión de todas las armadas Mallorca, y desde allà se repartieron los puestos. Los bajeles de España y los de Génova vinieron á cerrar la boca de los Alfaques: los de Nápoles se apostaron en Denia, los de Sicilia en Cartagena y en Alicante los de Indias. Desembarcaron las tropas, repartiéndolas los capitanes en los puestos donde se creyó que pudieran los moriscos fortificarse: D. Pedro de Toledo por la parte del Norte del reino hacia Aragón, y D. AgustÃn MejÃa por la del Sur hacia Murcia. Luego se publicó el edicto en Valencia. DisponÃase que dentro de tres dÃas de publicado el bando todos los moriscos saliesen de sus casas, bajo pena de muerte, yendo adonde el Comisario real que se enviase á sus comarcas les ordenara, para ser transportados á BerberÃa, llevando consigo los bienes muebles que pudieran conducir por sà mismos. PermitÃase que en cada lugar quedasen seis personas para que conservasen el cultivo del azúcar y las artes moriscas, y que quedasen también los niños menores de cuatro años, con licencia de sus padres, para ser criados entre los cristianos viejos, esto como favor singular. Luego se les dieron sesenta dÃas de término para disponer de sus bienes, muebles y semovientes, y llevarse el producto, no en metales ni en letras de cambio, sino en mercaderÃas, y éstas, compradas de los naturales de estos reinos y no de otros, á no ser que prefiriesen dejar la mitad de la hacienda para el Rey, en cuyo caso bien podÃan llevar consigo todo lo prohibido en oro y plata y letras de cambio. Los bienes raÃces fueron sin excepción confiscados, tales eran las principales disposiciones. Los moros, aterrados al principio con lo violento de tal resolución, trataron al fin de defenderse y acudieron á las armas. Uno de ellos, por nombre Turiji, persona principal del valle de Ayora, levantó banderas de rebelión, y á poco un molinero de Guadalest llamado Milini, insurreccionó también el valle de Alahuar, saqueando y destruyendo sin piedad los pueblos de cristianos y matando á cuantos caÃan en sus manos. Pero sin armas, sin enseñanza militar y cogidos al desprovisto, tuvieron que ceder al fin á los aguerridos tercios de España y someterse á su destino. No fué con todo sin algunos combates. Las cumbres de los montes, los llanos y los caminos parecÃan cubiertos de ellos, que corrÃan furiosos de acá para allá, á pie y á caballo, con armas y sin ellas, comunicándose los acuerdos y animándose unos á otros. Hombres, mujeres y ancianos, grandes y pequeños, se mostraban en el último punto de la desesperación. Y no es decir que faltaran moriscos que tomasen la expulsión á regocijo: habÃalos, sin duda, tan celosos de la fe de Mahoma y tan deseosos de salir entre cristianos, que no suspiraban por otra cosa y que respondieron con gritos de júbilo al mandato de salir de España. Pero éstos no eran los más, á lo que puede deducirse de los hechos, sobre todo luego que llegó á susurrarse que no los recibÃan tan bien en Ãfrica como se esperaba. Dió altas muestras de su sagacidad y talento el marqués de Villafranca, duque de Fernandina, D. Pedro de Toledo, porque en la parte del reino que él tomó á su cargo fueron tales sus disposiciones que no se oyó un solo grito de rebelión. Pero el Maestre de campo, general D. AgustÃn MejÃa, anduvo algo más descuidado y dió tiempo á que Millini ó Mellini por un lado, y Turigi por otro, se fortificasen y reunieran fuerzas que llegaron á parecer temibles, aclamándose uno y otro por reyes en sus comarcas. Entró D. AgustÃn MejÃa en la sierra de Alahuar, llevando por delante á las cuadrillas de moriscos rebelados en el contorno; tomó el castillo de las Azavaras, en cuyo asalto dió heroica muestra del valor de su persona D. Sancho de Luna; luego los moriscos guarecidos en las peñas se pusieron al opósito del ejército, y hubo gran matanza de ellos y alguna pérdida de los nuestros, pereciendo entre otros el reyezuelo Mellini, con que los rebeldes pusieron en su lugar á un cierto Miguel Piteo. Al fin, llegó D. AgustÃn MejÃa con el tercio de Nápoles, el de Sicilia y muchos soldados de milicias y particulares al castillo de Polop, último asilo de los rebeldes: allà padecieron horrible hambre y sed por no haber hecho provisión de nada, hasta que al cabo de nueve dÃas se rindieron á condición de salvar las vidas. Entre tanto Vicente Turigi, que asà se llamaba el reyezuelo de Ayora, reunió muchos moriscos en la Muela de Cortés, lugar muy proporcionado para la defensa: salió á reconocerlos el Gobernador de Játiva, D. Francisco Milán y Aragón, y tuvo con ellos un encuentro, donde, peleando valerosÃsimamente, les hizo mucho daño: luego D. Juan de Cardona, con su tercio de LombardÃa y milicias, vino á atacarlos en sus posiciones, y no osando aguardarlo, se desbandaron, abandonando cuanto tenÃan y pereciendo los más de los que allà se recogieron al filo de la espada, hombres, niños y mujeres. Turigi, sin embargo, anduvo algún tiempo escondido por la ribera del Júcar, hasta que al fin fué preso y ejecutado en Valencia, donde murió como cristiano. Hubo á la par muchÃsimas muertes por todas partes entre cristianos y moriscos, pretendiendo aquéllos robar á los que iban pacÃficamente á embarcarse, solÃcitos éstos en vengar su afrenta y daño. Al cabo se completó la expulsión en Valencia, y en el año siguiente (1610) fuéronse dando edictos y expulsando á los moriscos que quedaban en las demás partes de España. De las costas de Valencia pasaron las armadas á las de Cataluña y Aragón, y fué también D. AgustÃn MejÃa; salieron de allà los moriscos sin resistencia alguna, coadyuvando muy eficazmente al logro de la empresa el Capitán general de Rosellón y Cataluña, duque de Monteleón, y el Virrey de Aragón, don Gastón de Moncada, marqués de Aitona. à los de Extremadura los expulsó el licenciado Gregorio López Madera; á los de Castilla, el conde de Salazar, D. Bernardino de Velasco, y á los de las AndalucÃas, el duque de San Germán, Capitán general de la provincia, sin que en parte alguna se notase ya resistencia. Luego se hicieron indagaciones é inquisitorias por las ciudades y campos para rebuscar á los pocos moriscos que habÃan quedado escondidos; algunos fueron cazados en los montes, como fieras; otros fueron atraÃdos con halagos y embarcados, y asà acabó de desarraigarse aquella raza triste de nuestro suelo. à fines de 1610 podÃa reputarse por terminada la obra. Tachóse de impolÃtico y de injusto el edicto en las naciones extranjeras; tanto, que el cardenal Richelieu dijo de él que fué el consejo más osado y bárbaro que hubiese visto el mundo. Sobre todo han sido censuradas ciertas disposiciones derechamente encaminadas á enriquecer la hacienda del Rey con los despojos, ó más bien la del duque de Lerma y sus parciales. De cierto pueden considerarse aquellas medidas como desacertadas y fatales para España. Aun en el trance extremo en que estaban las cosas, aun siendo tan necesario el reprimir duramente á los moriscos y siendo tan peligrosos á la MonarquÃa, pudiéronse hallar expedientes que no causasen con su expulsión total tamaños males. HabÃa moriscos que profesaban sinceramente la religión católica, y tanto que murieron como mártires por ella entre los de su nación. Los más de ellos ignoraban ya la lengua y literatura árabe, y, por el contrario, hablaban la lengua y dialectos de España como los mismos cristianos; escribÃan libros que podÃan pasar por clásicos en nuestra literatura, y mostraban gran conocimiento de nuestros escritores y de los escritores greco-latinos, que andaban entonces en moda. Cursaban en nuestras Universidades, aprendÃan nuestras artes, á la par que nos enseñaban las suyas; y en sus gentilezas y bizarrÃas y hasta en la desenvoltura de sus mujeres, más se parecÃan á los españoles que á los moros ó turcos, sus hermanos. Aun los hubo tan apegados á nuestras cosas, que en el destierro conservaron nuestra lengua y costumbres, y las guardaron por mucho tiempo después, transmitiéndolas de sus personas á las de sus descendientes en las muchas ciudades y villas que fundaron en Ãfrica. Y los más de ellos sentÃan tanto amor al suelo de España, que por no dejarlo hicieron al Rey los ofrecimientos más extraordinarios, ya prestándose á rescatar á todos los cautivos cristianos en BerberÃa, ya á pagar las flotas y las guarniciones españolas de sus provincias. Algo pudiera, por tanto, aprovecharse en tanta gente y tan diversa, conservando en el reino á los que lo mereciesen, y expulsando con efecto á los más indóciles y aun á los sospechosos de sedición, siendo cierto que contendrÃa á los que se quedasen el castigo de los que se iban. Lo principal era apartarlos de las costas y meterlos en el interior de España; y eso bien pudo hacerse con muchos, sin peligro alguno ni dificultad muy grande, que yermos y tierras baldÃas que poblar no faltaban ciertamente en nuestro suelo. Pero no se pensó en otra cosa que en echarlos y en tomar sus despojos. Ni aun esto se logró como se querÃa; antes bien, fueron ellos quien nos empobrecieron: unos, llevándose, como los judÃos, grandes letras de cambio; otros, que, aprovechándose del permiso que se les dió de exportar oro y plata, dejando la mitad para las arcas reales, pusieron en circulación inmensa cantidad de moneda falsa y de falsas alhajas, y se llevaron consigo el oro y plata de buena ley. No alcanzaron tampoco los moriscos el fruto de este último engaño, por la ocasión disculpable. Muchos de los barcos que habÃan de transportarlos, mal preparados y dispuestos y por demás cargados, naufragaron, haciendo presa el mar de millares de cadáveres. En muchos, no los naufragios, sino la crueldad y mala fe de los pilotos y marineros causaron igual suerte, porque, deseosos de soltar pronto la carga para tener tiempo de volver por otra, echaron al mar á los moriscos que llevaban. Y aun no paraba aquà su desdicha, sino que, al llegar luego á los puertos donde los dejaban, eran asesinados y saqueados, por lo común, sin piedad alguna. En Ãfrica mismo, viéndolos los moros ignorantes de su lengua y de sus historias y devociones, y tan distintos en usos, maneras é industrias, no quisieron ya reconocerlos por hermanos, y robaron y despedazaron á la mayor parte. Es imposible recordar los pormenores de aquella catástrofe sin sentir el corazón oprimido y sin lamentar la suerte de tantos infelices hijos de España, criados al fin á nuestro sol y alimentados en nuestros campos. Pocos libraron su vida, menos aun las riquezas que poseyeron. Y no fueron ellos solos los perjudicados, sino que de nuestra parte fué no menor el daño y ruina. Las ricas y populosas costas de Valencia y Granada quedaron entonces miserablemente perdidas; olvidóse casi la industria, que solamente los moros ejercÃan; abandonáronse los campos que ellos solos sabÃan cultivar; centenares de pueblos desiertos, millares de casas derruÃdas, quedaron por señal de su partida. Calcúlase de diversas maneras el número de los moros expulsados; pero pocos lo bajan de un millón de personas de toda edad y sexo. Hecho verdaderamente grande y admirable, á no ser tan infeliz para España. No se sació con echar á los moriscos del reino la saña de los Ministros de Felipe III. Pareció por un momento que se iba á resucitar la antigua polÃtica de España, extendiendo nuestro poderÃo por las tierras infieles, cosa que ofrecÃa más facilidad y menos gastos que las empresas de Italia y de Flandes, y podÃa ser de mucho más provecho á la MonarquÃa. Harto mejor campo era este para esgrimir las armas en defensa de la religión y en contra de los enemigos de la fe. Y si, en efecto, España hubiese consagrado todas sus fuerzas al Ãfrica, todavÃa los males de la expulsión de los moriscos no hubieran sido tan grandes, aunque siempre hubieran sido de mal ejemplo y precedente aquellas muestras de demasiado rigor para que los africanos se rindiesen á los nuestros sin grande esfuerzo. Pero todo paró en la toma de Larache, por astucia, en la de la Mamora, y en algunos arrebatos y empresas marÃtimas. Ya en 1602 Carlos Doria habÃa llevado una armada delante de Argel, que acaso se hubiera apoderado de aquella plaza indefensa entonces, á no ser deshecha por las tempestades, tan enemigas de España. Al ver lo frecuente que eran tales desgracias en nuestra marina por aquellos tiempos, sospéchase con fundamento que los bajeles españoles, aunque mandados por hábiles y experimentados Generales y llenos de gente valerosa, no estaban bien aparejados ni tripulados con buena marinerÃa, dado que las armadas inglesas y holandesas corrÃan en tanto los mares con mucha mejor fortuna. Encamináronse ahora, dejado lo de Argel, los intentos del Gobierno español contra Larache. Era aquel puerto madriguera y abrigo de corsarios berberiscos y saletinos, y de piratas holandeses, franceses é ingleses, que desde allà tenÃan en continuo desasosiego nuestras costas. Propuesto el apoderarse de la plaza, se aprovechó la ocasión de los tratos que habÃa movido de _proprio motu_ con nuestra Corte Muley Xeque, Rey de Fez, que era quien la poseÃa, el cual estando en guerra bravÃsima y larga con Muley Cidan, que gobernaba en Marruecos, deseaba tener propicio al Rey de España, para hallar refugio en cualquier desmán en sus Estados. Un cierto JuanetÃn Mortara, genovés avecindado en Ãfrica, fué el mensajero que escogió el moro para pedir el seguro, el cual, ganado por nuestra Corte, trabajó con mucha astucia y acierto, y con exposición notable de su persona en que el marroquà nos cediese á Larache. Logróse después de muchas dificultades (1610), y de muchas idas y venidas de nuestra armada á aquellas costas y un año de negociaciones; pero no fué sin gastos, porque entre otros, hubo que darle á Muley Xeque doscientos mil ducados en dinero y seis mil arcabuces. ManÃa singular aquella de comprar aún lo que podÃa adquirirse por armas, porque á la verdad era España en ellas todavÃa más rica y poderosa que no abundante en dineros. Más acierto hubo en la toma de la Mamora, donde, perdida Larache, habÃan trasladado los piratas moros y cristianos su madriguera. Rindióla D. Luis Fajardo, que salió de Cádiz (1614) para el caso con una armada de noventa velas, cogiéndola al desprovisto y casi sin defensa; y el Gobernador que allà quedó, Cristóbal de Lechuga, supo conservar la plaza de modo que, aunque bien la acometieron los moros los años adelante, no pudieron recobrarla. No menos afortunado por mar que D. Luis Fajardo, se presentó el marqués de Santa Cruz con su armada destinada á cruzar en las costas de Nápoles delante de la Goleta de Túnez, quemó once naves que allà habÃa al abrigo de la fortaleza; y desembarcando luego en la isla de Querquenes la saqueó, trayéndose mucho botÃn y número grande de cautivos, aunque no sin pérdida, porque los moros obstinadamente defendieron sus puestos. Y el duque de Osuna, Virrey á la sazón de Sicilia, donde comenzaba ya á echar los cimientos de su fama, aprestó una armada en aquellos puertos, la cual, viniendo á las costas berberiscas, echó gente á tierra en el lugar de Circeli, y á pesar de la valiente defensa de los turcos que lo defendÃan, lo entró á fuego y sangre, con muerte de más de doscientos de ellos y poca pérdida de su parte. Alentado Osuna con la gloria y provecho de este triunfo, juntó mayor armada al mando de D. Octavio de Aragón, marino muy ejercitado. Navegó este General á los mares de Levante; y encontrándose con diez galeras de turcos algo separadas de una grande armada que tenÃan ya á punto aquellos infieles, las combatió, y después de un recio combate tomó seis sin que el grueso de las naves contrarias acudiera á estorbárselo, con lo cual y otras presas que hizo se volvió á Palermo, rico y glorioso. No tardó Osuna en ordenar otra vez á don Octavio que saliese al mar; habÃan hecho los turcos un desembarco en Malta, y sabedor de ello el General de los nuestros, llegó y atacó su escuadra anclada en las costas, echó á pique unas galeras, apresó otras y obligó á los enemigos á embarcarse y huir. En tanto don Juan Fajardo, D. Rodrigo de Silva y D. Pedro de Lara hicieron muy ricas presas en los corsarios mahometanos, principalmente el último, que, en dos naves marroquÃes que rindió, halló más de tres mil manuscritos árabes de filosofÃa, medicina, polÃtica y otras artes, los cuales fueron traÃdos á la biblioteca del Escorial, donde algunos se hallan todavÃa; y otros, los más, perecieron en el doloroso incendio de 1674. Mas siguió predominando en los consejos el interés de influir y dominar en Europa; y cierto que á la sazón nos aquejaban aquà graves cuidados, porque el rey de Francia, Enrique IV, no habÃa cesado de hacer aprestos de guerra desde la paz de Vervins, ni de procurarse alianzas, además de ayudar á nuestros enemigos tanto al menos como nosotros ayudamos en la ocasión á los suyos. Secundábale Sully, su gran privado, hombre de gran capacidad y celo, al cual debió Francia la gran prosperidad en que se halló los años adelante. Tanto el Rey como el Ministro aborrecÃan de corazón á España, por el calor que habÃa dado á la liga católica. Alarmada nuestra Corte con los preparativos del francés, comenzó á inquirir sus intentos para destruirlos antes de que llegasen á ejecución. Trajeron en nuestro favor el oro y las promesas de alianza y amparo, á casi todos los ministros de Enrique IV, y hasta la reina MarÃa de Médicis y á MarÃa de Verneuil, querida del Monarca francés. DÃcese que éste no podÃa hacer cuajar sus proyectos, ni preparar ninguna trama contra España sin que de nosotros fuese conocido el intento, por secreto que pareciera. Pero á la verdad el de movernos ahora guerra no lo era ni se cuidaba mucho Enrique IV de que lo fuese. En una conferencia con nuestro embajador don Iñigo de Cárdenas, que fué á pedirle cuentas de sus armamentos tan inesperados, exclamó lleno de cólera: «¿Quiere vuestro Rey ser señor de todo el mundo? Pues yo tengo la mi espada en la cinta tan larga como otra.» à lo cual respondió D. Iñigo, con la gravedad y nobleza que solÃan tener los ministros de Felipe II, que el Rey de España no querÃa ser dueño del mundo, porque ya Dios le habÃa hecho señor de lo mejor de él; y que «sin meterse en el tamaño de las espadas, era tal el de la espada de su Rey, que en Europa y las demás partes del mundo podÃa sustentar lo que tenÃa y mantener su reputación de modo que quien la provocase habrÃa de sentirla.» Pasaron allà otras razones tanto y más duras, y públicamente se hablaba ya del tiempo y el modo con que Enrique IV habÃa de invadir nuestras provincias de Flandes. Indudablemente para el Monarca francés eran bastantes motivos de guerra el odio que profesaba á España y el deseo de destruir nuestra preponderancia en Europa; mas la Historia no puede callar un motivo pueril propio de aquel Rey tan flaco con las mujeres, aunque dotado de altas prendas y cualidades. El prÃncipe de Condé se habÃa refugiado en Bruselas con su mujer joven y hermosa de quien estaba locamente prendado el rey Enrique. Hablando con nuestros embajadores apenas dejaba de nombrar entre los negocios de Estado que lo traÃan descontento de España, el que alejase aquél la mujer de sus manos, y hablaba en su particular de ir á Bruselas y traérsela por fuerza de armas contra la voluntad del esposo. En esto le sorprendió el puñal de Ravaillac, que le quitó tales proyectos con la vida (1610). Aquel crimen fué sin duda útil para España, puesto que con él quedó libre de tan peligroso enemigo; y aun por eso sin duda hubo quien lo atribuyese á nuestras artes. Calumniaron torpemente los que dejaron correr tales voces á nuestro buen rey Felipe III, que era tal, que al decir de un embajador veneciano en ciertos despachos á su Gobierno, «no habrÃa hecho un pecado mortal por todo el mundo». Ni los hechos del duque de Lerma autorizan á creer que de por sà tramase tamaña alevosÃa, ni era fácil que sin conocimiento del piadoso Rey la intentase. à la verdad, el Gobierno español obedecÃa al maquiavelismo indigno de la época, empleando las artes de la seducción con harta frecuencia; mas no la usaban menos contra él los extranjeros, aunque no con tanta fortuna, porque no se hallaban españoles que hiciesen traición á su patria. Ni ha de ser razón ésta para que se atribuya á nuestro Gobierno un crimen que pudo ser más ventajoso, y no se imaginó en los dÃas de Felipe II. Descansó con la muerte de Enrique IV la polÃtica española por aquella parte, y ya no se trató sino de aprovechar las circunstancias. Logró de la reina regente, MarÃa de Médicis, D. Iñigo de Cárdenas, no sólo que apartase al ministro Sully de los negocios, sino también que lo redujese á prisión, libertándonos asà de aquel otro enemigo. Y en seguida para asegurarnos más se ajustó el matrimonio del prÃncipe de Asturias, don Felipe, con Doña Isabel de Borbón, y el de la infanta Doña Ana de Austria con el rey de Francia, Luis XIII. Casi al propio tiempo (1611) murió de sobreparto la reina Doña Margarita de Austria, con gran sentimiento de su esposo, que no quiso ya contraer segundas nupcias; y los funerales de la Reina se confundieron con los festejos ruidosos que produjeron los nuevos matrimonios, de que se esperaba por cierto más felicidad que hubo. Libre ya de temores el Gobierno español, se dispuso á ejecutar sus intentos un tanto contenidos por atender á los proyectos del difunto Enrique IV en Alemania é Italia. Eran los de Alemania poner en posesión de los Estados de Cleves y de Julliers al conde Palatino de Neoburgo, católico, contra las pretensiones del marqués de Brandeburgo, protestante y enemigo de la casa de Austria. HabÃan convenido primero aquellos PrÃncipes en repartirse amistosamente los Estados; pero como suele suceder en tales transacciones, no tardaron uno y otro en acudir á las armas. Vinieron los protestantes alemanes y el conde Mauricio de Nasau con los holandeses al socorro del de Brandeburgo, y SpÃnola recibió orden al punto de salir de Flandes á combatirlos y restituir á Neoburgo los Estados. Reunió SpÃnola un ejército que se hizo subir á treinta mil hombres, y con él sorprendió á Aix-la-Chapelle sin resistencia; pasó luego el Rhin, y rindió á Orsoy sin dificultad, y apareció delante de Wesel. Bien recordaban los moradores de aquella ciudad herética los agravios que tenÃan hechos á los españoles, sometiéndose á ellos cuando los miraban cercanos, y ultrajándolos y persiguiendo el culto católico no bien los sentÃan apartados. Por lo mismo resolvieron estorbarles la entrada, y opusieron tenacÃsima resistencia; mas SpÃnola combatió la plaza de tal manera, que antes que pudiera ser socorrida de los protestantes la obligó á rendirse. Fortificóla más que estaba y puso allà guarnición muy crecida al mando del marqués de Belveder D. Luis de Velasco. Ocupó luego otros lugares y fortalezas, y se volvió á Flandes sin dar batalla, porque tenÃa órdenes de evitarla. En Italia fué á la sazón el principal intento de nuestra Corte tomar venganza del duque de Saboya. HacÃa tiempo que este PrÃncipe sentÃa bullir en su cabeza el pensamiento de echar de Italia á los extranjeros, formando con ella un reino para su casa. Públicamente se dejaba llamar el _libertador de Italia_; y fuéralo acaso á tener tantas fuerzas como voluntad y astucia. Por entonces, olvidando los beneficios que debÃa á España, habÃa ajustado un tratado que se llamó de Brusol con Enrique IV para apoderarse del Milanés, mientras aquel Monarca ponÃa en práctica por otro lado los intentos que contra nosotros meditaba. Ordenósele deshacer su ejército, y el Duque se negó á ello con altivez. Entonces el Gobernador de Milán recibió orden de invadir sus Estados. Anticipóse el de Saboya, y entró con ejército en las tierras de España, juzgando acaso que los venecianos y los franceses, viéndole tan empeñado, vendrÃan á ayudarle en su empresa. Pero abandonado de ellos, y viendo ya sobre sà al ejército español, se apresuró á ceder proponiendo la paz. Negósela el Rey de España mientras no diese larga satisfacción de sus agravios, mandando á su hijo primogénito á Madrid para que delante de toda la Corte mostrase el arrepentimiento y enmienda del padre. No sin razón tuvo por duras el de Saboya tales condiciones, y por no someterse á ellas, imploró, no sólo el auxilio de Venecia, sino también el de Francia y de los potentados de Italia. Pero Venecia no osó aún dar la cara al peligro; la polÃtica francesa estaba vendida á nuestra Corte, y los PrÃncipes italianos temÃan demasiado nuestro poder todavÃa para que se determinasen á empuñar las armas, que era lo que requerÃa el caso. Al fin tuvo que prestarse á todo. El prÃncipe Filiberto vino á Madrid (1611), y en pública audiencia dió verbal satisfacción por las faltas de su padre; pero ni aun con eso se contentó nuestra Corte. Exigióse que fuera por escrito: dictósele la fórmula misma, que era harto humillante. El PrÃncipe consultó á su padre, y hubo duda y vacilaciones sobre ello: al cabo triunfó la firmeza de España. Aquel documento contenÃa la declaración más afrentosa que PrÃncipe ó nación hayan hecho nunca. «Mi padre, decÃa Filiberto en tales ó semejantes palabras, me envÃa aquà porque á él la edad y las obligaciones no se lo consienten, á suplicar humildemente al Rey de España que acepte el arrepentimiento y satisfacción que ofrece de sus errores. No aceptaré yo á explicar el dolor que siente el ánimo de mi padre al verse privado de la gracia del Rey, pues sólo habrÃa de demostrarlo no alzándome del suelo sin obtener el perdón que pido. Gran muestra será de su piedad el perdonarle y mostrarse aún benévolo con una casa que respeta en él á un tiempo señor y padre. Confiado en que lo será el duque de Saboya, se pone enteramente á merced del Rey de España, entregándose á su misericordia; y seguramente el perdón que ahora le conceda, será un lazo de eterna duración con que él y yo y todos los de nuestra casa quedaremos atados á su voluntad y servicio.» Concediósele la paz al Duque después de tal declaración: y ¿cómo pudiera negársele? Bien mostró España en esto su antigua soberbia, y sólo faltó que el poder la acompañase para mantener tal superioridad perpetuamente. Pero el duque Carlos Manuel, más airado que arrepentido con la pasada humillación, no cejó un punto en sus proyectos de engrandecimiento. Logró al fin atraerse los venecianos, inclinados ya á ello, porque hacÃa tiempo que aquella república aspiraba á dominar sola en el Adriático, y por tanto necesitaba enseñorearse de los puertos que en la Dalmacia, Istria y Croacia poseÃa el archiduque Fernando de Austria como Rey de HungrÃa, y al propio tiempo tenÃa pretensiones sobre muchas plazas de Italia en tierra firme, que cerraban el camino de la ciudad de las lagunas. Como las fuerzas de Saboya y Venecia no eran tan grandes como sus intentos, comenzaron á teger una trama inmensa y á valerse de todas las astucias y trazas imaginarias. Era España el principal estorbo que tuviesen sus miras, porque su polÃtica era la más hábil, y su brazo el más poderoso todavÃa, y contra ella se encaminaron los mayores esfuerzos. Aguardaban para renovar la guerra una ocasión en que de cierto Francia no pudiera abandonarlos á merced de España, llegando el último trance: el de Saboya habÃa de prestar las armas por lo pronto, y el dinero Venecia. Hallaron la ocasión apetecida en la sucesión del Monferrato (1613). Por muerte del duque de Mantua, Francisco de Gonzaga, tales Estados recayeron en MarÃa, nieta del de Saboya, nacida del matrimonio de aquél con Margarita, hija de éste, más adelante virreina de Portugal, á la cual y á sus descendientes les estaban adjudicados por manera de dote. Pidió primero Carlos Manuel la tutela de la nieta, y no consintiendo en que la tuviese el nuevo duque de Mantua, su tÃo, desembozó los planes, y levantando tropas numerosas con el dinero de los venecianos, cayó á mano armada sobre Monferrato y se apoderó de todas sus plazas, excepto de Casal, que estaba bien guarnecida. España y el Imperio, alarmados, se prepararon á un tiempo á desposeerle de su conquista; pero el artificioso Duque hizo tanto, que ni una ni otra, envuelta en sus intrigas, supieron qué hacer por algún espacio. Al cabo el Gabinete de Madrid, que era el más perjudicado, se decidió á obrar, y el marqués de Hinojosa, D. Juan de Mendoza, ahora Gobernador de Milán, antes soldado de valor en Flandes, entró con las armas de España en el Monferrato. à orillas del rÃo Versa se presentó por primera vez el enemigo, resuelto á disputar el paso; pero los nuestros le desalojaron fácilmente (1615), llevándole en retirada á la cordillera que se extiende por ellas hasta la ciudad de AstÃ. Allà se empeñó la batalla. Sostúvola con valor el de Saboya; pero no eran sus gentes para contener el Ãmpetu y la ordenanza de nuestros tercios, y fueron al fin arrolladas y puestas en total derrota y dispersión. Entre tanto, el marqués de Santa Cruz se acercó con su escuadra á las costas enemigas y rindió á Oneglia, á pesar de su esforzada defensa, y poco después la fortaleza de Marro. No se aprovechó como debió y pudo el marqués de Hinojosa de estas victorias; y en vez de acometer al punto las plazas fuertes que ocupaba el enemigo y señorearse de ellas, mantuvo á su ejército largo mes y medio en las montañas cercanas de Astà como en amago de la plaza, donde el calor y la falta de vÃveres y hasta de agua potable debilitaron sus fuerzas sobremanera. Con todo, el duque de Saboya, incapaz de resistir entonces, pidió la paz, y el de Hinojosa se la concedió por mediación del marqués de Rambouillet, embajador de Francia, y de los enviados de Venecia y del Papa. Firmóse el tratado en AstÃ, estipulando en él que el duque de Saboya renunciarÃa á tomar por armas el Monferrato, que devolverÃa cuanto hubiese ganado en la guerra, poniendo en libertad á los prisioneros, y que España harÃa otro tanto retirando sus tropas al milanés, mientras licenciaba las suyas el saboyano. Lo peor de este tratado fué que se puso su cumplimiento bajo la garantÃa del mariscal de Lesdiguières y de los demás Gobernadores franceses de la frontera, los cuales quedaban autorizados para entrar con las armas en nuestro territorio á la menor infracción. Era sin duda esta condición vergonzosa é inadmisible, y la sospecha de que lo que querÃa el saboyano era tomar treguas para descansar y volver en mejor ocasión á la guerra, hizo que más lo pareciese á muchos. Ello fué que la Corte la desaprobó, y en lugar del marqués de Hinojosa, á quien trataban de inhábil unos, de traidor otros, envió de Gobernador á Milán á D. Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, hombre de virtud antigua y de probado valor y destreza en los hechos más memorables de su tiempo. No bien llegó el nuevo Gobernador se puso en campo; pero la estación estaba harto avanzada, y pronto las lluvias excesivas del otoño le obligaron á aplazar sus empresas. Desde sus cuarteles de invierno movió tratos con el duque de Nemours, de la casa de Saboya, que se hallaba retirado en Francia y tenÃa de Carlos Manuel muchas quejas, ofreciéndole la soberanÃa de aquellos Estados si por su parte nos ayudaba á la conquista. La conducta del de Saboya justificaba sin duda el que los españoles quisieran desposeerle de sus Estados, y harto más polÃtico era en tal caso el ponerlos en mano amiga que no el guardarlos para nosotros, cosa que los franceses jamás podÃan ver tranquilos, y tampoco los PrÃncipes de Italia. Entró el duque de Nemours en tales intentos, y reuniendo cuanta gente pudo de aventureros franceses y flamencos, invadió la Saboya, mientras el marqués de Villafranca con el ejército español invadÃa el Piamonte y se apoderaba de San Germán y otras plazas, amenazando á Vercelli. à las nuevas de estos sucesos corrieron á juntarse con el duque de Saboya muchos aventureros franceses enviados principalmente por el mariscal de Lesdiguières, Gobernador por Francia del Delfinado, protestante, antiguo consejero y amigo del difunto Enrique IV, y por tales conceptos declarado enemigo de España. Con ellos y los suizos, asoldados á costa de Venecia, y la gente levantada en sus propios Estados, guarneció Carlos Manuel las plazas de la frontera por donde el de Nemours ejecutó su invasión, y formó ejército bastante para salir al encuentro del de España. Con éste caminaba el marqués de Villafranca la vuelta de Vercelli resuelto á ponerla sitio. Hostigóla en su marcha el saboyano, interceptándole los convoyes, cogiéndole los rezagados, y causándole en pequeños choques alguna pérdida; mas el Marqués siguió tranquilo su marcha esperando ocasión favorable de combatir. La halló al adelantarse el Duque para entrar antes que él en el llano de Apertola, y fingiendo que iba á tomar posiciones donde luego empeñar la batalla, mientras el enemigo ponÃa en la vanguardia sus mejores tropas para sostenerla, se arrojó impensadamente sobre la retaguardia con unos diez mil infantes y algunos caballos que eran la flor de su ejército. Aturdidas las tropas del Duque iban desfilando á la sazón por un bosque pensando romper ellas las primeras el combate, no supieron resistir ni retirarse en buena ordenanza, y á pesar de los esfuerzos de Carlos Manuel y de sus capitanes se pusieron en abierta fuga, arrojando muchos las armas y abandonando el bagaje y heridos. à dicha vino la noche, y con sus tinieblas impidió el alcance, que si no, asà como fueron muchos los prisioneros y muertos, fuera total la presa y ruina de aquel ejército. Pero entre tanto Nemours no hizo por la opuesta frontera el efecto que se esperaba. No se levantaron en su favor los naturales; no pudo tomar por sorpresa ninguna plaza, porque todas estaban sobrado prevenidas para el caso, y falto de dinero, de vÃveres y en soldados, tuvo que entrarse de nuevo en Francia, desde donde se concertó con el de Saboya. Era ya en esto bien entrado el invierno; mas no por eso abandonaron el campo los españoles y saboyanos, ni dilataron sus operaciones. Viéndose Villafranca sin el opósito del ejército contrario, puso sitio á Vercelli, como de antes traÃa pensado, y la rindió después de dos meses de sitio, falta ya la plaza de vÃveres y municiones. El duque de Saboya intentó en vano por dos veces socorrerla; mas la fortuna no le fué por todas partes tan adversa. Su hijo VÃctor Amadeo entró en tanto con alguna gente en el principado neutral de Masserano, apoderándose de la capital y de Cravecoeur, que tomó por asalto. Sabido esto por el marqués de Villafranca, temiendo que la pérdida de esta última plaza le impidiese rendir á Vercelli, envió por aquella parte contra el enemigo al valeroso Maese de campo D. Sancho de Luna y Rojas, con algunas compañÃas de infantes y caballos; pero atacado por fuerzas muy superiores, quedó muerto en el campo con los más de los suyos. Antes de que pudiera repararse tal descalabro, hubo de causarles mayores otro acontecimiento, si inesperado de nuestra Corte, harto previsto del de Saboya. No podÃan los franceses mirar indiferentes que los españoles, con la rota de aquel PrÃncipe, se hiciesen señores de toda Italia. El envilecimiento de su Gobierno, durante la menor edad del rey Luis XIII, no le dejaba pensar en tales cosas; pero hubo quien pensase por él en Francia, y se dispuso la expedición, alegando las condiciones del tratado de AstÃ, que, verdaderamente no lo era, puesto que no habÃa sido aceptado de nuestra Corte. Fué el alma y ejecutor de todo el mariscal de Lesdiguières, tan enemigo de España como dejamos dicho, el cual, con las ventajas alcanzadas por los nuestros, á pesar de los encubiertos auxilios que él prestaba á los contrarios, conoció que no era tiempo de más espera. La confusión de Francia era tan grande á la sazón, que el Mariscal pudo llevar á efecto sus pensamientos, contra el deseo primero, y luego contra las órdenes terminantes de su Gobierno. Entró con ocho mil hombres en Italia, y reuniendo sus fuerzas con las del prÃncipe VÃctor Amadeo, juntos rindieron á San Damián, más por astucia que por armas, y luego entraron en Alba. Las órdenes imperiosas de su Corte obligaron á Lesdiguières á volverse á Francia, y en seguida el marqués de Villafranca, acudiendo á reparar las anteriores pérdidas, tras de rendir á Vercelli, se apoderó de Soleri, Feliciano y todos los puestos importantes de las riberas del rÃo Tánaro. Y el duque de Saboya vió entonces su perdición más que nunca cercana. HabÃanse reunido por azar en Italia tres españoles ilustres contra cuyo valor y experiencia se estrellaban todos sus cálculos. El marqués de Villafranca el uno, el duque de Osuna el otro, y el último el marqués de Bedmar, embajador en Venecia. No tardó en ser conocida de ellos la liga del Saboyano con Venecia y cuanto ayudaba á aquél esta República, asegurándose que para tal guerra le habÃa prestado hasta veintidós millones de ducados, mientras divertÃa la atención de España y del Imperio con sus empresas en la Croacia, Dalmacia é Istria. No es de culpar, ciertamente, que Venecia hiciese por echar á los españoles de Italia, lo mismo que el duque de Saboya, antes las historias italianas habrán por eso de dispensarla elogios. Pero tampoco ha de vituperarse en Villafranca, Osuna y Bedmar el pensamiento de aniquilarlos, quitándoles los medios de dañar á su nación y á su patria: tal es la ley de las cosas. Encargóse de sujetar á la República el duque de Osuna, con noticia y acuerdo del de Bedmar, para que no pudiera señorearse del Adriático ni acudir al Saboyano. Era el duque de Osuna, D. Pedro Téllez Girón, el más notable de aquellos tres ilustres españoles, y aun por eso le llamaban ya el _Grande_. Su fama es tan singular, que no parece bien pasar adelante sin dar cumplida cuenta de su persona. Nacido de tan noble casa, fué en su juventud sobremanera disipado y revoltoso á punto de caer en prisiones: de ellas se escapó á duras penas y pasó á Francia, desde donde, sin prestar atención á los halagos de aquella Corte, caminó á Flandes y sentó plaza de soldado en sus banderas. Distinguióse mucho en el sitio de Ostende y en otras ocasiones, y en pocos años llenó de heridas su cuerpo y se cubrió de gloria; mas dió tales muestras de insubordinación y soberbia, que el archiduque Alberto pidió por merced al Rey que de allà se lo sacase. Vuelto á Madrid acertó á ajustar el matrimonio de su hijo mayor con una hija del duque de Uceda, primogénito del de Lerma: de suerte que á la privanza del abuelo y al empeño del padre de la desposada, debió Osuna ser nombrado para el virreinato de Sicilia. Allà dió ya buenas muestras de su alta capacidad y de las grandes cualidades que lo recomendaban y señalaban para el Gobierno. Conociendo el flaco de que entonces adolecÃa nuestra Corte, fué su primer objeto el procurarse oro; mas lo hizo de tal suerte que favoreció al propio tiempo al paÃs, granjeándose el amor y el entusiasmo de las muchedumbres. Votó gustosamente por complacerle el Parlamento de Sicilia grandes cantidades para el servicio del Rey, cosa difÃcil en aquella provincia, y al propio tiempo votó una pensión muy crecida para el duque de Uceda, que, como hijo del de Lerma, tuvo siempre gran poder é influjo en la Corte, á tÃtulo de favorecedor del reino, no siéndolo, en verdad, sino del de Osuna. Mientras estuvo en aquel Gobierno no cesó de enviar grandes cantidades á Uceda, que se asegura llegaron á dos millones de ducados, y otras no mucho menores al Padre Fray Luis de Aliaga, cuando fué ya confesor del Rey, á D. Rodrigo Calderón y á las demás personas influyentes en la Corte. Ganó asà bastante prestigio para ser elegido Virrey de Nápoles; y dejando en Sicilia mucho sentimiento de su partida, pasó allá, donde, viéndose con más poder, hizo subir más altos sus pensamientos. Formó una escuadra poderosa de los escasos y mal prevenidos bajeles napolitanos, y un ejército temible de aquella nación y extranjeros, sin contar los españoles que ya tenÃa, y los que, á la fama de su esplendidez y generosidad, se le fueron allegando. Con estas fuerzas hizo cruda guerra á los turcos y berberiscos, y limpió de piratas aquellos mares, logrando por sus capitanes muchos triunfos. Fué el más notable el que por este mismo tiempo que el Saboyano mantenÃa la guerra en LombardÃa, consiguió su teniente D. Francisco de Ribera contra los turcos. Sabedor Osuna de que éstos disponÃan una armada de cien galeras para venir contra las costas de Sicilia y Calabria, se aprestó como pudo á la defensa, y envió á D. Francisco á que observase sus movimientos y los comunicase con solo cinco galeras y un patache. Llegaron estas naves á las costas enemigas, y pasaron tan adelante en la observación, que dieron tiempo á los turcos para que, dándose á la vela en cincuenta y cinco galeras que habÃa ya aparejadas, viniesen á su encuentro. No era posible excusar el combate, ni Ribera lo intentó tampoco. AllÃ, rodeado de naves enemigas, metido en un cÃrculo de fuego que formaba en derredor suyo la numerosa escuadra turca, se mantuvo tres dÃas peleando casi sin descansar. Al amanecer del cuarto, se halló solo con sus naves y treinta de turcos rendidas ó deshechas, y más de tres mil cadáveres de ellos que flotaban sobre las aguas. El resto de la escuadra enemiga sin general, porque quedaba también muerto, huÃa á lo lejos. Extendióse más y más con esto la fama del gobierno de Osuna, y tembló toda la Italia amagada de sus armas. Era el Duque altivo con los grandes, benévolo con los pequeños, liberal y magnÃfico en todas sus cosas, verdadero ejemplar de la antigua nobleza española, aquella que combatió en Olmedo y en Epila, y luego, especialmente, mordaz, iracundo, no habiendo cosa mala que no dijese, ni cosa buena que no hiciese: más capaz de sustentar cetro en sus manos, que no de respetar otro, aunque fuese el de su propio Rey. Llegaba en su ira á hablar en público, con poco respeto de Felipe, y aun se añade que solÃa llamarle el _tambor mayor de la MonarquÃa_. Deslucieron principalmente sus buenas cualidades la lascivia y la codicia; pero éstas, á cuenta de las otras, perdonábaselas la muchedumbre popular y era cada dÃa más querido de ella. No habÃa para él ni leyes, ni tribunales, ni regalÃas: su voluntad era únicamente la que regÃa, aunque fundada las más veces en la justicia; y como las leyes de entonces estuviesen hechas más en ventaja y favor de las clases altas que no de las bajas y plebeyas, todo lo que por este motivo era más alabado del pueblo, venÃa á ser aborrecido de los nobles, de los tribunales y clero. Pero él no reparaba en eso y seguÃa constante en su camino, guiado solo por la sed de nombre y de gloria que le acosaba. Un hombre de esta naturaleza no podÃa menos de simpatizar con los patrióticos intentos del marqués de Villafranca. El de Bedmar, D. Alfonso de la Cueva, no era indigno, ciertamente, de alternar con aquellos dos hombres ilustres; antes los igualaba en muchas cosas, y en astucia y destreza los superaba, ayudándoles en todo. Comenzó Osuna por proteger á los Uscoques, que asà se llamaba á los habitantes de Segnia, ciudad y puerto de Croacia, hombres muy valerosos y prácticos en el mar, que con continuas piraterÃas traÃan afligido el comercio de Venecia. Éstos con tal ayuda causaron en los venecianos infinitos daños, sin que ellos pudieran tomar venganza, aunque repetidas veces lo intentaron. Envió luego al marqués de Villafranca un refuerzo de seis mil buenos soldados, y sin miramiento ni consideración alguna les hizo pasar desde Nápoles á Milán por las tierras de los demás potentados de Italia, que, aunque lo resistieron, no osaron impedirlo con las armas. Por último, desembozando ya sus intentos, mandó al valeroso D. Francisco de Rivera que con su escuadra napolitana, tan rica de triunfos, entrase en el Adriático. Bastó esto para que los venecianos abandonasen sus empresas en las fronteras costas de Istria y, dejando allà tranquilos á los imperiales, se recogiesen á las lagunas. El espanto y la indignación fueron en los venecianos incomparables: miraban ya como suyo aquel mar, y afrentábalos sobremanera ver en él ondear tan soberbio el pabellón de España. Determinaron hacer un esfuerzo supremo que restableciese su superioridad en aquellas aguas; armaron ochenta bajeles, y con ellos fueron á buscar á los españoles. à vista de Gravosa, en Dalmacia, esperaron los nuestros á la armada de la República con solo diez y ocho bajeles; pero eran de los mismos que con aquel D. Francisco Rivera, que los mandaba, habÃan triunfado tantas veces de los turcos. Pelearon ahora desesperadamente; y no les fué menos próspera la fortuna, porque rompieron toda la armada veneciana y, á traer galeras consigo, se la llevaran toda de remolque á Nápoles. Poco después, nuestra armada, dueña del mar, tomó tres naves riquÃsimamente cargadas con mercancÃas de Levante, en que iba empleado mucha parte del caudal de la República. Desfalleció ésta á punto que ni su propia capital tenÃa por segura, y suplicó al rey Felipe que la amparase contra aquel poderoso vasallo, abandonando de todo punto la causa de Saboya. Por esto y los triunfos de Villafranca era por lo que parecÃa ya tan perdido. Pero á tal punto las cosas, pasó de nuevo la frontera el mariscal Lesdiguières, enviado ahora de su Corte, que, más avisada, ya atendÃa por sà al grave peligro de que los españoles lo avasallasen todo en Italia, si bien le ordenó que caminase lentamente, asà como para amagar, más bien que no para empeñar un combate. Lesdiguières, enemigo tan encarnizado de nuestro nombre, se aprovechó de aquellas órdenes para entrar repentinamente, y sorprendiendo á las guarniciones españolas de la ribera del Tánaro, pasó á cuchillo cuatro ó cinco mil soldados antes de que hubiese ocasión de prepararse contra su embestida. No tardó el marqués de Villafranca, reforzado con la gente que le envió Osuna, en acudir al remedio, y hubiera arrojado á Lesdiguières de Italia, según eran de numerosas y aguerridas sus tropas, si el duque de Saboya, viéndose sin soldados y sin el auxilio de Venecia y entregado su territorio á dos ejércitos extranjeros, igualmente temibles para él, no se hubiese apresurado á pedir la paz. Medió el Nuncio del Papa y medió también Francia, que no aparecÃa en estos sucesos ni en paz ni en guerra con nosotros, y al fin se ajustó en PavÃa un tratado que comprendÃa condiciones semejantes á las de Asti, mas no tan vergonzosas garantÃas como en aquél se puso. Logramos también que el duque de Saboya y la República de Venecia quedasen escarmentados y seguros de que por sà solos no podÃan nada contra España. Venecia, principalmente, quedó muy flaca y sin paciencia para soportar las humillaciones que de España habÃa recibido. Para vengarse inventó aquella fábula famosa de tantos autores creÃda, principalmente extranjeros. Supuso que entre el duque de Osuna, el marqués de Villafranca y el de Bedmar, principalmente, se habÃa formado una conjuración horrible para sorprender la ciudad de Venecia, y con muerte de su Senado y nobleza, reducirla al dominio español. La verdadera trama era la suya para hacer odioso nuestro nombre en el mundo. Publicáronse entonces detalles y pormenores muy minuciosos; hubo dentro de Venecia no pocos suplicios de gente, por la mayor parte extranjera y desconocida; dió el Senado de la República gracias á Dios en los templos por haberla librado de tan grave peligro, y afectó, en fin, todo lo necesario para que la fábula se creyese. DecÃase que una parte de las tropas de la República estaba ganada por el oro de Bedmar; que lo estaban también algunos capitanes de mar y tierra; que no se aguardaba más que una señal para poner en ejecución el proyecto, y que para eso las escuadras de Osuna no se apartaban del Adriático, y el ejército de Villafranca aparecÃa no lejos de las fronteras. Pero ello es que la República no se quejó oficialmente á la Corte de Madrid, como debiera, de semejante atentado, y que, registrados minuciosamente sus archivos y los nuestros, no se ha hallado un solo documento que ofrezca grande ó pequeña prueba. El único efecto que se vió de nuestra parte fué la separación del marqués de Bedmar de aquella embajada; pero no si no para darle mejor puesto en Flandes, y fué condescendencia de nuestra Corte hecha para evitar los continuos disgustos, que no podÃan ya menos de acontecer en el estado de los ánimos. Poco después comenzó á correr otra voz, que también tenÃa traza de inventada por los venecianos para cumplir en todo su venganza, y era que el duque de Osuna querÃa levantarse con el reino de Nápoles. Que el carácter del Duque se prestase á tal sospecha no hay que dudarlo, y los hubo entre sus hechos que algo inclinan el ánimo á darla crédito. Sus obras dentro y fuera de Nápoles eran de rey; él hacÃa por sà guerras y treguas; él sentenciaba las causas sometidas á los Tribunales reales; imponÃa tributos, suprimÃa los que le parecÃan dañosos al pueblo, revocaba donaciones, tenÃa corte propia y escuadras y ejércitos, que por sà solo disponÃa y gobernaba. Pero no pasó de ser un rumor vago la acusación de que implorase la alianza de Francia y Venecia para arrancar aquel reino á la corona de España, ni de su probado patriotismo puede sin mayores indicios suponerse tamaña traición. Los pocos Grandes de España que no habÃan humillado sus nombres en la servidumbre del Monarca recordaban aún por aquel tiempo lo que habÃa sido en siglos anteriores; y Osuna parecÃa en Nápoles, no con mucha más independencia y soberbia que su antecesor el marqués de Mondéjar y el gran duque de Alba, y el famoso conde de Fuentes y el de Villafranca, y el de Medinasidonia, que gobernó más tarde en AndalucÃa. No obstante, la malicia de los extranjeros, harto acostumbrados á ver traiciones en sus magnates, vendidos casi siempre por dinero á los intereses de otras naciones, dió por indudable el propósito; y el odio de algunos napolitanos descontentos, el clero, la nobleza y la magistratura, principalmente, acogió apresuradamente la sospecha y fulminó la acusación. Reunidos en un propósito los descontentos, y contando con pretexto tan plausible, escribieron al cardenal D. Gaspar de Borja, que estaba en Roma y era de las personas en quien más confianza depositaba la Corte de España, rogándole que viniese con sigilo á apoderarse del mando, so pena de perderse el reino. Vino el de Borja, y fué de tal manera que no lo advirtió el duque de Osuna hasta que estaba dentro de los castillos de Nápoles. Pusiéronse al punto de parte del recién venido todos los nobles con sus gentes, los tribunales y clero, con sus familiares y allegados, mas el pueblo permaneció fiel al Virrey. Hubiera podido empeñarse una batalla de éxito, harto dudosa y quizás funesta á los conjurados, si el Duque no se resignara á dejar el mando y tornar á España. Prueba en su notorio valor y soberbia, de singular patriotismo, y bastante para poner en duda la acusación que se le hacÃa, si ya no fuera para calificarla de injusta. En tanto Saboya y Venecia, particularmente la última, celebraron el suceso con demostraciones de triunfo, indicio también no poco importante para sospechar de dónde pudo venir la acusación contra Osuna. Mas ya es razón de que, dejadas las cosas que pasaban por fuera de España, veamos las que por dentro acontecÃan al propio tiempo. El duque de Lerma, que desde antes de comenzar á reinar Felipe III fué su consejero y el árbitro de sus determinaciones, habÃa continuado muchos años con el propio favor. Asà todas las veces que hemos hablado hasta aquà de los intentos de la Corte y del gobierno de España, debe entenderse de los del duque de Lerma. No habÃa mejorado de condición y de conducta el favorito por virtud de los años; antes á medida que ellos pasaban, iba aumentándose su codicia y su despilfarro, y ofreciendo mayores pruebas de ineptitud. Enriquecióse con los despojos de los moriscos y otros arbitrios, á punto de poder gastar cuatrocientos mil ducados en las fiestas que se celebraron por el doble matrimonio del PrÃncipe y de la Infanta de España, y de dedicar más de un millón á obras pÃas. Sólo en donaciones adquirió más de cuarenta y cuatro millones de ducados, según sus contemporáneos, aunque la cantidad es tal que pudiera pasar por increÃble. Contemporáneamente llegaba la Hacienda á tal extremo de penuria, que no pudiera concebirlo la mente si no hubiera sido mayor todavÃa en los siguientes reinados. Las rentas estaban empeñadas por la mitad de su valor y debÃanse crecidas cantidades á usureros genoveses y de otras naciones, que consumÃan con los intereses que sacaban del Estado el resto de ellas. Las plazas fuertes se mostraban, por consecuencia, desmanteladas; los ejércitos, mal pagados y descontentos; no se reponÃan los arsenales; no se conservaba la marina; no podÃa emprenderse obra alguna de interés público. El Duque ni se atrevÃa á aconsejar al Rey que impusiese nuevos tributos, ni querÃa tampoco aminorar los gastos del Estado. En 1617 dieron las Cortes de Castilla los ordinarios diez y ocho millones, en nueve años, á dos cada uno, sin que por eso se viese más desahogo en la Hacienda. HabÃa sostenido el de Lerma la ruinosa guerra de Flandes, ni más ni menos que si nos perteneciesen aún aquellos Estados; se habÃa entremetido sin necesidad forzosa en ciertos asuntos de Italia, y habÃa enviado desdichadas expediciones contra Argel y contra Irlanda, levantado á precio de oro discordias en Francia y expulsado al propio tiempo á los moriscos. Esta conducta varia del privado, ya buscando la paz para España, ya lanzándola audazmente á descomunales empresas, empujado por el orgullo nacional, fué censurada por el Papa Clemente VIII en un dicho, que por lo oportuno merece mención histórica. Representábale cierto fraile no poco favorecido del de Lerma cuán conveniente parecÃa la expulsión de los moriscos, y mostraba recelos de que sin ella se perdiese España, cuando le respondió el sagaz PontÃfice: «Si estando, como decÃs, de esa suerte oprimidos con tal freno y rodeados de enemigos no hay quien se averigue con vosotros, ¿que serÃa si os viéseis libres?» Y asà era la verdad; que con tantos peligros y dificultades como agobiaban á España, no dejaba de entremeterse en todo, cosa que acrecentó mucho la pobreza y decaimiento del reino, sin darle ninguna ventaja, ni aun aparente de gloria ó engrandecimiento. Murmurábase por todas partes del Ministro; el clero y los grandes plebeyos miraban de consuno en él la causa de todos los males, y juzgaban que con solo perderle se remediarÃan: ilusión harto frecuente en las naciones afligidas del yugo de un favorito ó de un mal ministro, sin pensar en que tan fácil como es obrar el daño, tan difÃcil y lento es el repararlo después de causado. En fin, combatido por todas partes el Ministro, sintió vacilar su ánimo; comprendió que no estaba lejos el dÃa en que habÃa de perder la gracia del Rey, y temió que entonces se le sujetase á recio castigo. Para evitarlo redobló sus cuidados, poniendo cerca de la persona del Rey, con cargo de _sumiller de corps_, á su hijo el duque de Uceda, joven de escaso mérito, más ducho ya en las intrigas y algo en negocios, y dotado de algunas prendas de cortesano. Y habiendo ascendido al capelo el maestro Javierre, confesor ahora del Rey, puso en tal lugar al Padre Luis de Aliaga, que era confesor suyo, hombre al parecer de humildes intentos, pero en verdad muy codicioso y soberbio. No tardó de esta manera en haber tres favoritos á quien contentar en la Corte y á quien dar mercedes, pues todos las admitÃan sin empacho del Rey y de los particulares. Hubo muy luego quien prefiriese comprar por su dinero el favor de Uceda y del Padre Aliaga, á gastarlo en favor y amparo del de Lerma, como antes se solÃa, tal hemos visto que hizo el duque de Osuna. No se descuidaba tampoco D. Rodrigo Calderón por su parte, que era acaso el que tenÃa más talento de todos, y asà la confusión de los negocios y la inmoralidad de los gobernantes iban llegando al último punto. Mas estando la influencia en tantas manos no podÃan menos de originarse discordias, y con efecto se originaron muy pronto. El mozo Uceda comenzó á disputarle á su padre la gracia del Rey, ayudado al principio del confesor, que, como suele suceder en ánimos viles, cobró al viejo Duque desde luego tanto odio como obligaciones le debÃa, tomando el beneficio por ofensa de su vanidad, y la gratitud antigua por desmerecimiento de su actual grandeza. La lucha entre el padre y el hijo fué larga, y de ejemplo tan miserable, como penosa memoria. Pronto se vió estallar otra entre Uceda y el confesor, que no querÃa compañero en la privanza, mas concertáronse al fin viendo que separados no podÃan derribar al de Lerma. Éste en tanto procuraba tenazmente defenderse. Puso en la cámara del Rey á su sobrino el conde de Lemus y á D. Francisco de Borja, también deudo suyo, para que combatiesen á su hijo y lo sostuviesen á él en el mando. Pero ni uno ni otro supieron contrapesar el influjo de Uceda y de Aliaga. Era el duque de Lerena ayo del prÃncipe de Asturias D. Felipe, y aun siendo niño como era, propusiéronse Lemus y Borja darle en él un apoyo que lo sostuviese, moviéndole con continuas alabanzas á amarlo, al paso que desacreditaban al de Uceda. Súpolo éste, y entre él y su confidente Aliaga lograron que D. Francisco de Borja fuese honrosamente desterrado, dándole el virreinato de Aragón. Entonces el de Lemus, dotado de no vulgar espÃritu, fué á ver al Rey para rogarle que de desterrar á Borja no le dejase á él en la corte: «idos adonde quisiéreis»--le contestó Felipe--, y el Conde se retiró al punto á sus haciendas, después de haber hecho los más generosos esfuerzos por salvar á su tÃo el duque de Lerma, y con el dolor de que éste, lejos de agradecérselo, llegase en los últimos dÃas á dudar de su lealtad. En tanto, en la opinión pública se mostraba de dÃa en dÃa mayor el odio y mayor el esfuerzo para derribar el poder del viejo Duque, achacándole todo lo que hacÃan entre muchos. Doblaban sus enemigos los esfuerzos, multiplicaban las trazas y los expedientes y las intrigas, y aunque á todo respondÃa el de Lerma, valiéndose de la maña y artificios de Calderón, no dejaban de llevarle ventaja, porque con su largo gobierno traÃa ya gastados todos los resortes de su poder y prestigio personal. SostenÃale, sin embargo, en su puesto el cariño del Rey, que no se habÃa disminuÃdo en lo más pequeño, y por lo mismo fué preciso que sus adversarios inventasen algo para neutralizar tal influjo. Halló el Padre Aliaga el remedio, que fué ya de por sÃ, ya por medio de frailes de su confianza, el dejar entender al Rey en pláticas y confesiones, que llamándole Dios á la gobernación del reino, era gran pecado dejarla en manos de otro. Tal idea, imbuÃda en el ánimo devoto del Rey, se mantuvo en él hasta su muerte, causándole vivÃsimos y extraños remordimientos. Conoció el duque de Lerma que no podÃa resistir ya mucho tiempo, y para procurarse un seguro en todo trance, pidió y obtuvo de Roma el capelo de Cardenal. Verdad es que siempre manifestó alguna inclinación en todos sus pesares á entrar en la vida religiosa, apartándose de las pompas del mundo. Mas puesto en la pendiente, el capelo mismo apresuró su caÃda, porque el Rey, con el respeto que su dignidad le inspiraba, no se acomodaba á tratar con él de los negocios ni á ordenarle cosa alguna. à tal punto las cosas, hicieron un gran empuje sus enemigos, y lograron por fin ponerle en tierra. Hallándose la Corte en El Escorial, le dió el Rey en propia mano (1617) un papel donde le mandaba que se fuese á Valladolid. Imploró entonces bajamente la piedad de sus enemigos y señaladamente la de un cierto Padre Florencia á quien veneraba el Rey mucho; mas no logró con sus bajezas sino menosprecio. Tuvo que partir, aunque no sin consuelo, porque en el camino recibió todavÃa señaladas muestras de la benevolencia del Soberano, que no habÃa quitado de él ni un punto del amor que le profesaba. Sin ser perverso el de Lerma, será siempre uno de los ministros que con más razón censure la Historia. Su defecto capital fué la codicia; pero ella dió ocasión á que incurriese en faltas de todo género. Pocos defectos hay tan grandes ni tan viles en los ministros como la codicia y la falta de pureza en el manejo de la hacienda pública. Y el duque de Lerma, sobre ser tan señalado en esto, alcanzó el privilegio triste de ser el primero que abriese en el Gobierno tal camino, por desdicha seguido luego de tantos. Siguiéronse á su caÃda mÃseros espectáculos de esos que tan comunes suelen ser en los Gobiernos absolutos como el de España lo era. Los vencedores saciaron la ira contra sus favorecidos y los pocos amigos que le habÃan quedado. De ellos fué D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete-Iglesias, privado del privado; á este pusieron en prisiones y comenzaron á formarle un proceso, que tuvo lastimoso fin en el reinado siguiente. Hombre fué el D. Rodrigo de singular historia, y á quien es imposible olvidar, tratando de los sucesos de esta época. En todos tuvo muy gran parte, y en algunos de ellos la principal, puesto que desde el tiempo en que logró el favor del duque de Lerma no se apartó de su lado, dirigiendo ó encaminando todos sus negocios. Pueden atribuirse á D. Rodrigo muchos hechos que corren á cargo del duque de Lerma. En codicia y ambición no era menor, y superábale sin duda en orgullo. Señalóse también en no reparar tanto como su favorecedor en derramar sangre, si por acaso le convenÃa. Ordenó dar garrote sin proceso á un alguacil llamado Ãvila ó Avililla, y á un tal Francisco de Juara, porque no revelase secretos suyos lo mandó asesinar, cosas ambas que alborotaron á la Corte. Llegó á despachar con el Rey, y parecÃa más privado que el mismo duque de Lerma. La reina Margarita vino á aborrecerle mortalmente por desafueros, de donde emanó sin duda la acusación de que por él habÃa sido envenenada cuando murió de sobreparto, que fué tan anteriormente á su caÃda. La Corte toda le detestaba; no tenÃa otro sostén ni apoyo sino el duque de Lerma. Y, sin embargo, era tal, que comenzó á desacreditarlo por celos de que se entregaba todo á un cierto criado suyo, por nombre GarcÃa Pareja, que á la verdad tuvo por entonces sobrado influjo en los negocios públicos. Celos de favorito para los cuales tampoco tenÃa razón alguna. Cuéntase que la primera vez que el Duque Cardenal miró airado contra sà el semblante del Rey, fué por excusar á D. Rodrigo; y era tanto el generoso afecto que le tenÃa, que no lo desamparó por eso un momento. Cuando cayó él fué cuando D. Rodrigo no pudo sostenerse más y vino al suelo, comenzando entonces á correr sus desventuras. No alteraron tales catástrofes la polÃtica de España, ni se mejoraron por eso las rentas, ni hallaron algún remedio los males públicos, cosas, si esperadas del vulgo, con razón calificadas de imposibles. Ya que no tuviese Lerma sucesor en el cariño del Monarca, los tuvo más ó menos ostensibles en el Gobierno, ni mejores por cierto, ni más hábiles que él. Ni el duque de Uceda, ni D. Baltasar de Zúñiga, ayo ahora del PrÃncipe, ni su confesor y los demás clérigos y devotos que le rodeaban, supieron obtener ó aconsejar mejores cosas. Consultóse (1619) al Consejo de Castilla y á varias personas graves, principalmente eclesiásticas, sobre el remedio de los males de la MonarquÃa; pero en sus dictámenes no se halló cosa de provecho, si no fué la idea de reducir el número de los monasterios y dificultar las profesiones religiosas; y aun por eso no se llevó á ejecución. Lo demás se redujo á arbitrios pueriles, y propios solamente de las erradas miras económicas de aquel tiempo. Ganó en tanto D. Juan Ronquillo en el mar de Filipinas una gran victoria naval á los holandeses, que no obstante las treguas combatÃan nuestras colonias y pirateaban en nuestros mares: tomóles ocho bajeles y degolló y aprisionó á cuantos lo tripulaban. Las nuevas del suceso pudieron alegrar los funerales de la antigua privanza. Fué no menos glorioso el suceso de Adra, en las costas de Granada. Arribaron acá siete galeras de turcos, y desembarcando quinientos hombres, acometieron la villa. Defendióla D. Luis de Tovar con unos veinte soldados hasta morir en el trance con ellos, y luego los vecinos recogidos en el castillo se sostuvieron tanto, que dieron tiempo á que, acudiendo la caballerÃa de la costa y gente armada de las Alpujarras, tuvieran los enemigos que embarcarse con mucha pérdida. HÃzose célebre también por aquel tiempo la capitana _San Julián_, que separada de una escuadra que iba á las Indias, se vió acometida de cuatro navÃos ingleses que andaban al pirateo. Mandaba la nave D. Juan de Meneses, y supo pelear de tal manera, que después de dos dÃas de combate, obligó á los enemigos á huir muy maltratados. También el marqués de Santa Cruz apresó delante de Barcelona dos grandes bajeles de moros. Y por los mismos años (1617) ganaron en Italia y Alemania ventajas y laureles las armas españolas, que fué nuevo motivo de orgullo y consuelo. HabÃa sucedido D. Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, al marqués de Villafranca en el Gobierno de Milán. El nuevo Gobernador, hallando á los habitantes de la Waltelina, que eran católicos, en abierta rebelión contra sus señores los grisones, que al parecer querÃan imponerles el calvinismo, se determinó á intervenir en la contienda, y fué de modo que tomó para España aquel territorio. Hemos dicho en otra parte que era de grande importancia para nosotros el poseerlo, porque ponÃa en comunicación al milanés con los paÃses hereditarios de la casa de Austria, y que el conde de Fuentes, famoso Gobernador de aquel Estado, habÃa ya hecho mucho para ello, ganando los ánimos de los naturales y acercando allá nuestras fuerzas. Con esto fuéle fácil ahora al duque de Feria echar del territorio á los grisones, y al punto, para asegurarlo, levantó en él fortalezas, de manera que los enemigos intentaron en vano recobrarlo. Gran ventaja sin duda á poder conservarse. Mas lejos de atender á aprovecharla y consolidarla, puso los ojos nuestra Corte en nuevos intentos, que por mayores tuvieron desde el principio menos fortuna. HabÃa ya comenzado en Alemania la guerra de los treinta años que tanto lugar ocupa en la Historia. Tiempo hacÃa que España era el amparo del catolicismo alemán y el brazo derecho de los Emperadores: desde los dÃas de Carlos V y de la confesión de Augsburgo, no ocurrió allà cosa en que no mediara nuestro nombre y nuestro poder. El espÃritu nacional, dominado siempre por el recuerdo de lo antiguo, y alimentado por las predicaciones continuas del clero y los ejemplos de intolerancia extrema del Tribunal del Santo Oficio, ya sabemos que no se mostraba contrario á las guerras religiosas y á los sacrificios hechos en defensa del catolicismo; antes bien, se solÃan mirar como necesarios y justos, por más que doliese el soportarlos. Luego el poder de la policÃa tradicional era tan grande que, como también dejamos indicado, muchos españoles, y acaso el mayor número, aceptaban gustosos los más caros proyectos de engrandecimiento, al paso que rechazaban las más prudentes medidas, con tal que fuesen indicios de flaqueza en la MonarquÃa. Bien se mostró esto en las treguas de Holanda, tan murmuradas y censuradas, que no fueron de los menores cargos que se hicieron al duque de Lerma y que ayudaron á su caÃda. Junto el interés religioso con el interés polÃtico en la guerra de los treinta años, no era posible que nosotros dejásemos de tomar en ella parte. Que el interés religioso nos lo aconsejase, no ofrece duda ni necesita pruebas por consiguiente; pero lo del interés polÃtico, no tan claro ni averiguado, necesita de explicación oportuna. HabÃa muerto en 1618 el emperador MatÃas sin dejar hijos varones, y no teniéndolos tampoco sus hermanos, parecÃa fundado el derecho del Rey de España, sobrino del emperador Maximiliano, á los Estados hereditarios de la casa de Austria. Fernando II, que sucedió en el Imperio, habÃa sido antes elegido Rey por los habitantes de Bohemia, sublevados contra el emperador MatÃas porque violaba sus antiguos fueros y privilegios; pero no bien le vieron levantado á más alta dignidad, mudaron de propósito y ofrecieron la corona á Federico, elector Palatino. Naturalmente, Fernando de Austria desde los primeros dÃas de su exaltación al Imperio trató de recobrar aquellos Estados, antes unidos á su casa; pero los protestantes alemanes que habÃan formado en tiempo de su antecesor la llamada _Unión Evangélica_, para defenderse contra las pretensiones, á la verdad muy grandes, de los católicos, acudieron en socorro del prÃncipe Palatino, á la par que el Rey de Inglaterra, su pariente, y el famoso Betlem Gabor, PrÃncipe de Transilvania. No tuvo Fernando en este trance otro recurso que pedir ayuda á los PrÃncipes católicos, y señaladamente al Rey de España, que era tenido aún por el más poderoso, y cuya ayuda por los lazos de la religión, la sangre y la polÃtica debÃa ser, como habÃa sido en tantas ocasiones, más sincera y eficaz que otra alguna. Pero no se prestó este al socorro, sin pedir y pactar antes cierta compensación y paga. No sabemos de documentos españoles que prueben este hecho; pero él está atestiguado por el conde de Khevenhuller, Embajador del Imperio por muchos años, y muy sabedor por lo mismo de las cosas de nuestra Corte, en sus _Anales de Fernando II_. La compensación era por los derechos importantes que tenÃa Felipe III á la corona de HungrÃa y de Bohemia, y la paga por los grandes auxilios que habÃa de dar en hombres y dineros. En virtud de una y otra se firmó un tratado secreto, por el cual el Emperador se obligó á ceder á España la parte de Austria llamada _anterior_ ú _occidental_, siempre que llegase á poseer con nuestra ayuda aquellos otros Estados. No serÃa bastante el dicho de Khevenhuller para persuadirnos de que con efecto hubo tal promesa ó pacto, si no lo viésemos confirmado por anteriores y posteriores sucesos. Desde el tiempo de Felipe II y del conde de Fuentes no habÃa descansado un punto nuestra Corte en la empresa de unir el Milanesado con las provincias de Flandes por medio de los paÃses hereditarios del Emperador. Y dados los derechos de HungrÃa y de Bohemia y los apuros del Emperador, que era darnos la posibilidad de hacer españoles los mismos paÃses hereditarios, uniendo por tierras nuestras las provincias de Italia y Flandes, ¿no parece natural que se extendieran á tanto los intentos? No nos atrevemos á censurarlos de locos, porque la ventaja que de su ejecución podÃa venir era tan grande, que bien podÃa correrse por alcanzarla cualquier riesgo. Con la situación de Francia, no favorable todavÃa para empeñar una guerra y la alianza con el Emperador, que de todos modos era poderoso, no parecÃa el éxito imposible. DifÃcil y costoso sà era; pero ¡cuántas cosas de igual dificultad y costo no se habÃan acometido antes y se acometieron después sin tan lisonjeras esperanzas ni interés de tanta monta! Lo que merecerÃa graves censuras serÃa que sin tamaño intento se hubiesen hecho los sacrificios que se hicieron, y hubiésemos tomado sobre nuestros hombros tan pesada carga, como llevamos, durante aquella guerra. El celo religioso por sà solo no basta á explicarlo; y es menester juntar con sus efectos los efectos de un plan polÃtico, para disculpar en la penuria del Tesoro y en la falta de soldados que sentÃamos, las campañas del Palatinado y de la Alsacia y las expediciones de SpÃnola, del duque de Feria y del cardenal Infante. Ellas no produjeron fruto alguno, y el intento de la dominación en las provincias occidentales de Austria no tuvo ejecución. Pero esto no persuade que no lo hubiera, ni debe ser parte para desaprobarlo: ni España ni el Imperio pudieron imaginar que la espada de Gustavo Adolfo pesase en la contienda. à comenzarla salieron de los PaÃses Bajos ocho mil soldados, los cuales se incorporaron con el ejército imperial que caminaba ya á encontrar al del conde Palatino en el corazón de la Bohemia. Y entre tanto, para matar en el origen y fuente el poder del Palatino, se determinó juntar nuevo ejército en el Rhin que entrase á ocupar sus Estados de Alemania. Pasó el rÃo el marqués de SpÃnola con veintidós mil infantes y cuatro mil caballos, dejando las armas en Flandes al cuidado de D. Iñigo de Borja, y poniendo á la parte de Frisa y en defensa de las plazas imperiales del Rhin, al marqués de Belveder, D. Luis de Velasco. Al saber estas noticias la _Unión Evangélica_, levantó también un ejército que se compuso de veinticuatro mil hombres al mando del marqués de Auspach, con el cual creyó asegurar el Palatinado situándolo en Oppenheim, por donde forzosamente tenÃan que pasar los nuestros. Burló SpÃnola con su ordinario acierto los planes de los protestantes. Desde Coblentza, tierra del arzobispado de Tréveris, se puso en camino para Francfort, fingiendo que iba á acometer esta plaza, con lo cual atrajo hacia allà al general enemigo, y entre tanto, con marcha rápida y atrevida, se lanzó sobre Oppenheim, y, cogiéndola desprevenida, entróla por asalto. Salvó de nuevo el Rhin, y ya sin obstáculo, entró en el Palatinado, haciéndose dueño en breve tiempo de todo el paÃs. En vano el conde de Auspach, con ayuda de holandeses que trajo el conde Enrique de Nassau, pretendió quitar á los nuestros las adquiridas ventajas, porque ellos supieron hacer sus puestos inexpugnables á la _Unión Evangélica_. Y en tanto, los imperiales, al mando del duque de Baviera, ganaron con ayuda del refuerzo de España la famosa batalla de Praga, donde fué completamente deshecho el ejército del elector Palatino, con pérdida de más de diez mil hombres muertos y prisioneros, y toda la artillerÃa y bagajes. Pelearon allà valentÃsimamente el conde de Busquoi, flamenco de nación, y el coronel de walones D. Cristóbal Verdugo, uno y capitanes de España. Pareció por un momento que con tal victoria los intentos del emperador Fernando II y del Rey de España no habÃan de hallar obstáculos considerables. Halláronles, sin embargo, y España, sin provecho alguno, tuvo que hacer grandes gastos y sacrificios los años adelante por haber entrado en la empresa. No tuvo tiempo de sentirlos Felipe III, porque á los 31 de Marzo de 1621, rindió su alma al Criador, siendo cuarenta y tres los años de su edad y veintitrés los de su reinado. HacÃa ya tiempo, que su salud, frágil siempre, venÃa muy quebrantada. La desconfianza de su salvación y el temor de las penas de la otra vida apresuraron acaso la muerte: tal era de escrupulosa la conciencia de aquel buen PrÃncipe. Aquella idea que el confesor Aliaga y los frailes sus secuaces, principalmente el prior de San Lorenzo y un cierto P. Santa MarÃa, le habÃan infundido de que Dios no podrÃa perdonarle el haber entregado el gobierno de los reinos que le dió á un favorito, si produjo la ruina del de Lerma como se pretendÃa, causó también en el Rey horribles tormentos, principalmente á la última hora de su vida. Murió pidiendo perdón á Dios de no haber gobernado por su persona, y repitiendo con lastimosas voces: «¡Ah, si Dios me diera vida cuán diferente gobernara!» Y por todo consuelo el P. Florencia no supo más que recordarle cuántas veces le habÃa dicho que no cometerÃa un pecado mortal por todo el mundo, y cómo habÃa sustentado las guerras de Alemania contra protestantes y habÃa echado de España á los moriscos. Alabóse en este Padre el que no se hubiese aprovechado de aquella hora suprema para sacar alguna merced del Rey; no fueron todos tan mirados, y entre otros el Padre Aliaga que le sacó merced de cuatro mil ducados anuales por toda su vida, y el prior de San Lorenzo del Escorial el obispado de Tuy. ¡Miserable y desconsolador espectáculo el que ofreció por todos conceptos aquella estancia de muerte! Forjó el Embajador francés Bassompierre un cuento increÃble, de esos de que tanto gustan los de su nación, suponiendo que por etiqueta los grandes de su servidumbre no acudieron á quitar de su lado cierto dÃa un brasero que le ocasionó la muerte: ¡lástima que otros historiadores hayan dado crédito á tales patrañas! Asà acabó Felipe III, PrÃncipe que dejó de ser Rey antes de empezar á reinar. «En su corazón, dice el autor de los _Grandes anales de quince dÃas_, sólo existÃan la religión y la piedad: fué de costumbres tan candorosas, que con su mirar daba tanta devoción como respeto: tan virtuoso, que se podÃan esperar de la pureza de su espÃritu tantos milagros, como hazañas de su poder.» Mas con todo eso, ni fué el Rey que España necesitaba, ni hizo otra cosa que empujarla poderosÃsimamente hacia su ruina. El propio autor de los _Anales_ añade que muchos, acordándose de su santidad, llamaban á los sucesos en la conservación de la MonarquÃa milagro continuado: y lo fué sin duda muy raro. Acaso por defuera se ostentaba el poder de España más extenso y grande que nunca; pero en el interior se sentÃan ya los sÃntomas de la decadencia. Sostuvo nuestro nombre en el mundo el espÃritu antiguo de grandeza y la costumbre de dominar y de vencer que guardaban en sus ánimos algunos buenos capitanes y polÃticos españoles, más perseguidos y penados que recompensados por ello. Vivióse en todo de lo pasado, y no pareció en muchas ocasiones sino que el Estado se gobernase sólo, abandonados á su arbitrio los Virreyes y Capitanes generales de las provincias y los diplomáticos que representaban á la nación en Cortes extrañas. Incapaces de comprender la polÃtica que conviniese á España en aquella era, el duque de Lerma y los ministros que heredaron su influjo sólo por la fuerza de la tradición fueron hábiles algunas veces y tuvieron levantados pensamientos. Mas faltó en todo la oportunidad y el acierto que únicamente se alcanza en el propio estudio y en el verdadero conocimiento de las cosas. El Ejército y la Marina quedaban en mucho peor estado que á la muerte de Felipe II; las artes y oficios mecánicos más decaÃdos; habÃa menos comercio é industria, y la agricultura proporcionaba aun al labrador empobrecido menos ventajas. La amortización de la propiedad tocó en este reinado los mayores extremos, principalmente la eclesiástica, produciendo sus ordinarios males. Y no era de los menores la desigualdad en el repartimiento de los tributos que con ella venÃa. No montaban los donativos voluntarios del clero y la nobleza tanto ni con mucho como debieran pagar por sus haciendas, y asà los pequeños propietarios cada año se sentÃan más decaÃdos. Con esto la Hacienda, lejos de concertarse y mejorarse como se pudiera, dado que ni se hicieron conquistas, ni á pesar de todo se mantuvieron grandes guerras, se habÃa dado un gran salto hacia el abismo en cuyos bordes la dejó el Monarca anterior. La nobleza, vencida por Carlos V y sujeta y oprimida por Felipe II, daba de sà á las veces altas muestras recordando lo que habÃa sido; pero en lo general puede decirse que no mejoró de posición ni de fortuna. Aun las altas muestras de sà las daba la nobleza fuera de España; porque aquà dentro no osaba mover la lengua, sino en caballerescos galanteos, ni el brazo, sino en desafÃos y aventuras. Púsose en este reinado más cerca del trono que en el anterior; pero no para que cobrase la dignidad antigua, sino para que le sirviese de ornamento y de cómplice. Mejor estaba la grandeza recogida en sus castillos ruinosos, murmurando de los ministros plebeyos de Felipe II, que no autorizando con su asistencia las dilapidaciones de los favoritos de su hijo, y acaso contribuyendo á ellas, cambiando sus tÃtulos viejos tan gloriosos, por tÃtulos nuevos y dignidades de la Real Casa. Las ciencias quedaban ya casi subyugadas á la teologÃa y del todo envueltas en las tinieblas del escolasticismo y aristotelismo. Fueron los teólogos y filósofos de más nota, Ãngel Manrique, llamado el Atlas, por su vasta doctrina, natural de Burgos, hombre elocuentÃsimo y catedrático de Salamanca; Marsilio Vázquez, Pedro de Oviedo, Gabriel Vázquez, Baltasar Téllez, Francisco Suárez, Francisco de Toledo, Rodrigo Arriaga, y, sobre todo, el ilustrÃsimo Juan Caramuel, uno de los talentos más singulares que haya habido jamás, teólogo, filósofo y orientalista. Todos ellos escribieron obras eruditÃsimas y de copiosa doctrina, pero sin grande elevación ni libertad filosófica. Dos cosas pueden llamar la atención en este punto, porque dan á entender en nuestro concepto que ni aun del escolasticismo y aristotelismo se fiaba ya la Inquisición española. Es la una, que no hubo filósofo alguno que no fuese eclesiástico, como si el serlo no se les permitiese ya á los legos. La otra es todavÃa más importante. Durante el reinado de Carlos V y de Felipe II, sin contar los que dentro del reino se miraron con más ó menos razón perseguidos, hubo algunos teólogos y filósofos que fueron á profesar sus doctrinas en tierras extrañas; mas no parecÃa singular, porque eran, por lo común, las que se iban, personas más ó menos inficionadas en la herejÃa. Ahora se notaba ya que ni uno solo, aun siendo muy buenos católicos, permanecÃa al fin en España, saliendo fuera de ella con diversos pretextos á enseñar sus doctrinas y á publicar sus obras. Fué á parar Marsillo Vázquez á Italia, y allà explicó filosofÃa con mucha reputación en las Universidades de Florencia y Ferrara; Pedro de Oviedo murió de Obispo en el RÃo de la Plata; Juan Caramuel, no bien concluyó sus estudios en la Universidad de Alcalá, pasó á Flandes y luego á Italia, donde tuvo que ver alguna cosa con el Sacro Colegio por cierta obra suya calificada de dudosa en la fe; Francisco de Toledo enseñó en Roma filosofÃa y teologÃa, y fué nombrado por el Papa Gregorio XIII censor de sus propias obras, que fué concederle una especie de libertad de pensar exclusiva; Rodrigo de Arriaga, el más atrevido de aquellos filósofos, fué á parar con sus lecciones y doctrina en Bohemia; solo Ãngel Manrique, Baltasar Téllez y el granadino Francisco Suárez, metafÃsico profundo y de clarÃsimo estilo, autor del libro _De legibus_ y otros muchos, en los cuales estudió Vico un año entero la filosofÃa, por ser los más famosos de su tiempo, murieron en la PenÃnsula; pero aun no en estos reinos, sino en Portugal, donde hubo siempre otro género de libertad religiosa y civil que en Aragón y Castilla. Fueran tales hechos para casuales demasiados en número, y bien pueden fundarse sobre ellos, cuando no evidencias, por lo menos muy razonables sospechas. Y aun pueden añadirle crédito algunos hechos que tuvieron lugar por entonces. Fué el P. Juan de Mariana el último de los grandes pensadores que tuvo España, y uno de los mayores de su siglo. Su historia, no desnuda ciertamente de defectos, fué la primera que vió Europa después del renacimiento de las letras que mereciera tal nombre, y los extranjeros, tan parcos en alabar nuestros hombres y nuestras cosas, han tributado al sabio jesuÃta grandes homenajes de admiración y respeto. Permitiósele escribir acerca de los Reyes con libertad, aun hoy tenida de muchos por demasiada, porque entonces el sentimiento monárquico era tal, que no habÃa en ello el menor peligro, y más parecÃa entretenimiento que doctrina el tratar de tales asuntos los sabios. Pero no bien trajo su pensamiento á censurar moderadamente las cosas presentes ó á explicar teorÃas de aplicación inmediata, fué rigurosamente perseguido, ocasionándole grandes pesares. Tal aconteció al escribir el tratado famoso sobre la _alteración de la moneda_, medida tan perjudicial de aquel reinado. Los lazos de la represión estaban, pues, más estrechos que nunca. Algunos años más, y doctrinas tales como las de Mariana en el libro _De Rege_, ni por entretenimiento podrÃan ser enseñadas ni defendidas. Argensola y el P. Sigüenza escribieron también en esta época libros históricos notables por la belleza del estilo, mas no por la crÃtica y filosofÃa de Mariana. Pero en tanto que morÃan las ciencias, el ingenio español ofrecÃa altÃsimas muestras de sà en otro género de letras. Sin más pretensión aparente que el entretenimiento y recreo, dió á luz el inmortal Cervantes su _Ingenioso Hidalgo_, maravillosa lucha y contraste de lo real con lo imaginario, del mundo práctico con el mundo poético, de lo sublime con lo ridÃculo; cuadro inmenso de costumbres que no pierde su oportunidad con los siglos, sÃmbolo eterno, libro, en fin, el más grande de nuestra literatura y que apenas halla rivales en el mundo. Menos afortunado en sus _novelas_, hÃzolas, sin embargo, dechado de estilo, y alguna de ellas singularÃsima en la pintura de caracteres y costumbres. Sus obras poéticas son las que menos boga han alcanzado; y aunque á la verdad no la merecÃan muy grande, siempre es cierto que la reputación del autor en otras cosas las ha perjudicado bastante. Floreció á la par Balbuena, poeta de talento colosal, que tal vez hubiera parecido más grande á tenerlo menor, y escribiendo con más estudio y en mejor ocasión sus obras. En el _Bernardo_ dejó los trozos de poesÃa épica más valientes que haya en castellano, envueltos en un fárrago de versos insoportables, y en la _Grandeza Mejicana_ describió la _Primavera_ con gran belleza en la dicción, y mucha novedad y galanura en los pensamientos, á la par que con sus ordinarios defectos: también en el _Siglo de oro_ dejó buenas églogas, aunque amaneradas y frÃas, como solÃa ser siempre aquel género de poesÃa, imitación eterna de la literatura latina. Con éstos ha de juntarse el nombre insigne de Lope de Vega, monstruo de fecundidad y de imaginación que dió su nombre á mil novecientas comedias, si no buenas todas, ninguna falta de belleza y de ingenio, verdadero maestro del arte dramático en España, y harto encarecido de propios y extraños, para que mucho nos detengamos en su elogio. Fué época aquella gloriosa, en fin, y grande para las bellas letras; pero no ha de atribuirse por ello honor alguno al Monarca ni á sus Ministros. Era que todas las fuerzas intelectuales de la nación se habÃan refugiado en la literatura, cerrado el camino de la FilosofÃa, de la Historia y de las Ciencias fÃsicas y matemáticas. Aún allà no habÃan llevado sus armas la Inquisición y el escolasticismo, pero no andaban muy lejos. La representación de las comedias, bien tolerada por Felipe II, se vió ahora amenazada de muchos teólogos. Felipe III, aunque asistió á algunas, y señaladamente á una que se representó en cierto teatro mandado levantar por el duque de Lerma sobre las aguas del Tormes, no gustaba mucho de ellas: acaso hubiera caÃdo entonces el arte dramático á no ser sostenido y defendido vigorosamente por otros teólogos y frailes muy aficionados á tal espectáculo. En suma, sólo puede decirse que merecieran favor al rey Felipe III las costumbres privadas y el catolicismo. En su reinado no es posible olvidar á los confesores, antes parece preciso irlos recordando á la par de los ministros y capitanes. Acrecentáronse extraordinariamente los monasterios, tanto en bienes como en número de religiosos, á pesar de los clamores de las personas prudentes y en algún tiempo del mismo Consejo de Castilla, y llegó al último punto la influencia del clero en los pueblos. También se acrecentaron los santos, porque Roma, que tanto partido sacaba de Felipe III, no regateaba en cambio las canonizaciones y beatificaciones. Ni se echaron de menos los _autos_ de fe, siendo entre todos notable el de 1610 en Logroño, donde fué quemada por bruja confitente una cierta MarÃa de Zozaya, y diversamente castigadas por igual delito ó por practicar distinto culto del católico, hasta otras cincuenta y dos personas. Mas ello fué que con el predominio de la idea religiosa, aunque produciendo tan dolorosos extremos á las veces, con los ejemplos piadosos del Rey y con la hipócrita moderación de la Corte, se logró que las costumbres públicas, lejos de decaer de como las habÃa dejado Felipe II, se mejorasen todavÃa. Quizás en ninguna época se han visto en España tan pocos escándalos y crÃmenes como en este reinado, ni en paÃs alguno del mundo se han respetado más la moral y las conveniencias sociales, obras todas de un rey cristiano. En cambio, la moralidad de la administración y del gobierno padecieron gran mengua. Salió á la plaza la lisonja poco sufrida de los reyes anteriores; diéronse al envilecimiento los puestos que solÃa tener antes el mérito; comenzaron las dádivas de todo género á hacer las veces del Consejo y á producir persuasión en los ánimos; la vanidad y la codicia y la abnegación se abrieron á todo camino, obras estas propias de un rey inepto. Buen católico y mal rey, he aquà formulado el carácter de Felipe III: lo que quiso ser y lo que fué para España. [Ilustración] [Ilustración] LIBRO TERCERO SUMARIO De 1621 á 1636.--Principios del reinado de Felipe IV.--Privanza de Olivares.--Autoridad anticipada.--Castigos y venganzas, el P. Aliaga, Calderón, Osuna, Uceda, el duque de Lerma.--Reformas en el Gobierno.--La moneda.--La Hacienda y las Cortes.--Disgustos en las de Cataluña y Castilla.--Empeños de la MonarquÃa.--Alemania: victoria en Hoecht.--Holanda: renuévase la guerra, rota de su escuadra en el estrecho de Gibraltar, muere el archiduque Alberto.--Genepp, Meurs, Berg-Op-Zoom, batalla gloriosa de Fleurus, sitio y toma de Breda.--Triunfos navales en América.--La Mamora.--Venida á España del PrÃncipe de Gales, negociaciones matrimoniales, guerra con Inglaterra, rota de los ingleses en Cádiz.--Italia: guerra de la Valtelina, sitio de Verrua, hostilidades entre Francia y España, paz de Monzón, armada á la Rochela.--Italia: sucesión del ducado de Mantua, sitio de Cazal; pasa allá SpÃnola; fuerzan los franceses el paso de Suza; levántase el sitio de Cazal; concierto de Suza; campaña de Richelieu; derrota de los saboyanos en Javennes; muerte del duque de Saboya; nuevo sitio de Cazal; mala defensa del puente de Cariñán; muerte de Ambrosio SpÃnola; tregua de Cazal, Quierasco.--Flandes: malos sucesos del conde de Berg.--Pérdidas marÃtimas.--Liga de Leipzig.--Campaña en el Rhin de Gustavo-Adolfo.--Oppenheim, Maguncia.--Funesta campaña del duque de Feria en la Alsacia; su muerte.--Flandes: vuelve á España la soberanÃa.--Traición del conde de Berg; gobierno del marqués de Santa Cruz; pérdidas; combate de Maestrik y gobierno de los cuatro generales; derrota de nuestra armada en Zelanda; gobierno de Lerma; muerte de la Infanta; gobierno del marqués de Aytona; sucesos varios; nómbrase al cardenal Infante D. Fernando, para el gobierno de los Estados; su carácter y cualidades; viene por Alemania con un ejército; batalla gloriosa de Nordlinghen. Francia declarada enemiga.--Algunas empresas de Asia y Ãfrica. DEJÓ el difunto Rey cinco hijos, y de ellos era Don Felipe IV el primogénito, que le sucedió á la edad de diez y seis años, el cual estaba casado desde los once con la princesa Doña Isabel de Borbón. Viéronse al comenzar este reinado los mismos sÃntomas que cuando empezó el anterior. La cámara del PrÃncipe estaba puesta desde 1615, y en ella habÃa entrado como Gentilhombre D. Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, de noble casa y muy agraviada porque no se la hubiese concedido aún grandeza de España. No se inclinaba el nuevo Rey en los principios al Conde; amaba más á otros de su cámara; y sólo el duque de Lerma, con su ojo perspicaz y ejercitado, acertó á comprender que en él tenÃa sucesor y acaso rival temible. Quiso entonces apartarlo del PrÃncipe, pero ya no pudo; y el Conde, disimulando mucho y alimentando á su costa con su ingenio y arbitrios las pasiones voluptuosas del joven PrÃncipe, no de otro modo que el de Lerma habÃa alimentado la devoción del padre, logró al fin la privanza que apetecÃa. AsÃ, desde mucho antes que muriese el rey D. Felipe III, sabÃase en la corte y en todo el mundo, quién habÃa de ser el ministro y favorito de su sucesor, y el árbitro de las cosas del Estado. Dió muy pronto el de Olivares muestra de sà y de su valimiento. En los últimos dÃas del Rey difunto, los amigos del duque de Lerma, que estaba retirado en su villa de este nombre, quisieron tentar por último á la fortuna, mandándole venir á toda prisa. ParecÃa vivo todavÃa en aquel PrÃncipe el cariño del Duque, y era de temer su llegada para muchos, aun en aquel trance, sobre todo si prolongaba por azar la vida, que de ello habÃa, como siempre, alguna esperanza y duda. Pero como supo el caso Olivares, determinó llevar á cabo uno de esos atrevimientos, que sólo en el buen éxito pueden recibir aplauso, aun de parte de aquéllos que no ven en las cosas sino la utilidad que proporcionan. Aconsejó al PrÃncipe que ejerciendo jurisdicción anticipada enviase un mensaje al Duque Cardenal, mandándole que se volviese á su villa de Lerma, sin llegar á la corte. HÃzolo el PrÃncipe; llegó el mensaje, y el de Lerma obedeció, aunque notando que no tenÃa aún autoridad quien lo ordenaba. Tampoco habÃa muerto todavÃa Felipe III cuando Olivares le dijo públicamente al duque de Uceda, su antecesor y rival: _ya todo es mÃo_. Y mostrólo muy pronto, porque no eran pasados tres dÃas de muerto Felipe III, cuando desagraviándose á sà mismo del agravio que aquél le debÃa por no haberlo querido hacer Grande, ni aun en los últimos dÃas de su vida, hizo que el nuevo PrÃncipe le dijese comiendo: _Conde de Olivares, cubrÃos_, con que recibió la grandeza que ambicionaba. Después de desagraviarse á sà mismo, aparentó el conde de Olivares que iba á desagraviar á la nación de las ofensas que en ella habÃan hecho los ministros y cortesanos de Felipe III. El primero que padeció sus iras fué el P. Aliaga, confesor del Monarca difunto, al cual mandó salir desterrado de la corte; tal merecÃa y mayor castigo aquel fraile indigno, que vendÃa á precio de oro la influencia que ejercÃa en el Monarca y que tanta parte tomaba en las intrigas cortesanas. Apresuróse luego el proceso de D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, aquel amigo del duque de Lerma, que á poco de la caÃda de éste fué puesto en prisiones. Acumuláronsele cargos gravÃsimos, algunos de ellos justificados, otros no tanto, y en los cuales parecÃa que obraba más la pasión que la verdad. HabÃase hecho á todo el mundo odioso D. Rodrigo, por su desmesurada soberbia, y asà fué que en la ocasión no halló más que acusadores y verdugos. Al fin, fué condenado á muerte y ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid. La noble entereza con que murió (1620) disculpó en la opinión generosa del pueblo todos sus yerros. Por el contrario, no faltó quien culpase al conde de Olivares de aquella muerte, atribuyendo á impulsos de envidia antigua y de odio no vencido con la ruina de D. Rodrigo, el que lo dejase ir al suplicio, cuando una palabra suya podÃa salvarle. Dió calor á la sospecha el ver que al propio tiempo que terminaba el proceso de Calderón, se comenzaban los de tres duques y ministros famosos en el anterior reinado: el uno el de Lerma, de Uceda el otro y otro el de Osuna. Y aunque las faltas de Calderón mereciesen riguroso castigo, también causaba grima el ver que sus acusadores adoleciesen de las mismas faltas que él, y el hallar en sus mismos pasos ya al ministro que consentÃa ó acaso ordenaba su muerte. Fué de esta manera de más escándalo que ejemplo el castigo de Calderón, dado que antes se atribuyó á venganza, que no á justicia. Los propios efectos se sintieron en la muchedumbre con la prisión del gran duque de Osuna. Andaba éste por la corte desde 1620 en que vino de Nápoles, suscitándose nuevas enemistades antes que no aplacando las antiguas, con la soberbia de su condición y el lujo desmesurado de su casa y persona. Públicamente se le acusaba en corrillos y papeles de haberse enriquecido malamente en el gobierno de Nápoles, y el conde de Villamediana le llegó á apellidar _ladrón_ en unas coplas. Despreciaba el de Osuna tales murmuraciones y aun las alentaba cada dÃa más con su conducta; traÃa siempre detrás de sà veinte coches, donde iban multitud de caballeros españoles y napolitanos, á quienes favorecÃa; cincuenta capitanes y alféreces reformados, formaban la guardia de su casa y caminaban en torno de su persona; los vestidos eran de telas extrañas y costosÃsimas, sembrados de piedras preciosas. En una de las fiestas de Madrid entró á justar en la Plaza Mayor con cien lacayos, vestidos de azul y plata; no habÃa ningún PrÃncipe ni Grande que le igualase en magnificencia, dado que se allegaba la suya á la del Rey. Mientras vivió Felipe III y el duque de Uceda, á quien tenÃa tan ganado por el parentesco y dádivas, tuvo el Gobierno en las manos, la emulación no pudo nada contra él; pero ahora se encargó de ser ministro de ella el Conde-Duque. Acaso se sentÃa éste más que ningún otro humillado con aquellos alardes de grandeza. Halló que la nobleza y tribunales de Nápoles, habÃan hecho una información contra Osuna, para justificar el haberlo desposeÃdo del virreinato y dádoselo al cardenal Borja sin órdenes de España; presentaban documentos denunciando sediciosos intentos en el Duque, y relataban multitud de injusticias y vejaciones. No necesitaba de más el favorito para satisfacer sus iras en aquel rival aborrecido: decretó su prisión y, luego, al punto, mandó que se le formase proceso. Recordó entonces todo el mundo los notables servicios del Duque, y extrañando que no se contentase con ellos, para descargo de sus faltas, entró luego la piedad en el pueblo, loable sentimiento que siempre manifiesta el de España, aunque perjudicialÃsimo en muchas ocasiones: asà el castigo se convirtió en descrédito de quien lo ordenaba. El Duque conllevó su desgracia con notable entereza durante dos años y medio, que estuvo prisionero primeramente en el castillo de la Alhameda, cuyos muros á medio caer se levantan aún no lejos de la magnifica posesión que con aquel nombre ahora tienen sus sucesores, y,[17] al fin, en Madrid, donde murió más de saña y afectos vengativos, que no de enfermedad incurable. Hombre memorable y que siempre ocupará lugar entre los buenos capitanes y polÃticos españoles, dignÃsimo de otra suerte, dado que el mayor de los delitos que se le atribuyeron, que fué el de pretender alzarse por Rey en Nápoles, no pasó de sospecha, y más, sobrando razones para recelar que aquella voz fuese esparcida y autorizada por los venecianos con ánimo de perderle, en venganza de las humillaciones y daños que de él habÃan recibido. Su muerte, aunque no tan desdichada, fué no menos sentida que la de D. Rodrigo Calderón y con harto mayor justicia. [17] Deshechos posteriormente los Estados de la Casa ducal, esta preciosa posesión pertenece, al imprimirse segunda vez este libro, á los Sres. de Baüer.--(_N. del Ed._) Salvó al de Lerma de correr los mismos pasos que Calderón y Osuna el capelo cardenalicio que habÃa tomado con tanta cordura antes de perder la privanza, porque no osó el favorito tocar á su persona. Pero Uceda, su hijo, que no tenÃa semejante defensa, cayó en poder de los Tribunales del Conde-Duque; y sabe Dios adonde llegara al fin su castigo, si el Rey no hubiese intervenido de repente y contra su costumbre en el asunto, declarando por sà propio en una cédula que aquel ministro no habÃa faltado en cosa alguna á su deber y obligaciones. Épocas tristes aquellas en que es de alabar la arbitraria resolución de un PrÃncipe que arranca á un reo de manos de los Tribunales de justicia; mas tales andaban ellos de honrados. Fuera, sin embargo, el castigo de Uceda, mal hijo y peor ministro, sin cualidad ninguna que disculpase sus vicios, menos sentido que el de los otros. Aunque burlado Olivares en sus intentos contra estos dos ministros, padre é hijo, no por eso dejó de mortificarlos, hasta que les originó la muerte. El de Uceda, viéndose sin licencia para venir á la corte, y sin poder ni valimento, murió de pesadumbre, y su padre no tardó en seguirle al sepulcro. Porque Olivares, para completar la ruina de sus antecesores, creó una Junta llamada de reformación de costumbres, mandando que á todos los que eran y habÃan sido ministros desde el año de 1603, se registrase la hacienda que poseÃan y la que habÃan enajenado, bajo gravÃsimas penas: de manera que fuera conocida fácilmente la parte del primer caudal y si habÃa aumentado por medio ilÃcito. Aplaudió el vulgo la determinación: muchos, viendo llevar tan adelante los castigos y persecuciones de los malos ministros, decÃan que, aunque á ser tan riguroso le moviese más el odio particular que razón alguna de interés público, quien tales cosas ejecutaba con los demás, no podÃa merecer nunca iguales censuras. HabÃa también, ¡cosas disculpables en las preocupaciones de la época!, quien creyese que por aquel medio volverÃan á llenarse las arcas públicas. El suceso mostró muy á las claras lo equivocado de tales conceptos. El duque de Lerma fué condenado á pagar al fisco setenta y dos mil ducados anuales y el atraso de veinte años por las rentas y riquezas adquiridas en su ministerio, condena que no pudiendo sufrir el codicioso viejo, le hizo morir de pena como su hijo; pero muchos que habÃan administrado mal las rentas, enriqueciéndose en cohechos y desmanes, conservaron cuanto tenÃan, sólo porque no hacÃan sombra á la privanza de Olivares. Y éste, aunque algunos dicen que procuró menos por sà que sus antecesores, dió harta ocasión en adelante á toda censura y castigo. El interés del momento ciega á las veces los ojos de los pequeños ambiciosos, que no ven en el poder la gloria y la satisfacción legÃtima del mando, sino sólo un camino para hallar el placer y el deleite, y contentar á las pasiones viles del alma; y á trueque de conseguir una cosa, no vacilan en sentar precedentes que pueden serles de vergüenza y daño en lo futuro. No contento, naturalmente Olivares con rebajar á los contrarios y exterminarlos, cayendo en sus mismos errores, comenzó á elevar á otros sin consideración alguna, procurando hacerse de clientela. Alzó varios destierros de personas importantes que antes los padecÃan, y devolvió algunas plazas y dignidades mal quitadas, robusteciendo con el agradecimiento los muros de su poder. Entre otros, se levantó el destierro y prisión que padecÃa D. Francisco de Quevedo, ya en obras famoso, por su amistad con Osuna, y aun se le dió colocación en Palacio. Pero los más de los destinos públicos los ocupó el Privado con sus amigos personales. Con ellos compuso la regia servidumbre, despidiendo á los que antes la formaban, y cuando ya no tenÃa destinos que dar allÃ, determinó poner casa aparte al infante don Fernando, que por su corta edad vivÃa aún con el Rey, su hermano, á fin de crearlos nuevos y repartirlos de la propia suerte, como lo ejecutó con efecto. Quitó de los Tribunales á muchos magistrados, porque alcanzaban reputación de inflexibles; y de ellos fué el Presidente del Consejo de Castilla D. Fernando de Acebedo, en cuyo lugar puso á D. Francisco de Contreras, uno de los jueces de Calderón, que era de sus mayores amigos y parciales. Sólo conservó en alto puesto á D. Baltasar de Zúñiga, por tÃo suyo y por fingir también con eso que no querÃa ser solo en el mando. Era D. Baltasar hombre de antigua carrera y muy práctico en los negocios; mas como viejo y tÃo, afectaba algo de superioridad y entereza, que ofendÃa la vanidad quebradiza del de Olivares. Murió á poco, y murió á tiempo porque ya comenzaba á rugir la discordia entre ellos, y la perdición de Zúñiga no parecÃa muy lejana. No hallando ya quien le disputase el Poder, se puso á disfrutar tranquilo de su fortuna. Y no pareciéndole ninguna casa acomodada á su grandeza, vÃnose á vivir á Palacio, ocupando con mengua de la Familia Real, menos cómodamente alojada, el cuarto que solÃan los PrÃncipes de Asturias, donde Felipe IV habÃa residido hasta la muerte de su padre. AllÃ, siguiendo los pasos del de Lerma y acrecentando sus abusos, se hacÃa traer todos los papeles importantes sacados de los archivos y secretarÃas sin cuenta ni resguardo alguno; allà daba las audiencias que antes solÃan los Reyes; despachaba con los ministros, dictaba órdenes á los Consejos, y hacÃa todos los alardes de poder y mando que pudiera siendo suya la corona. No tardó, como el de Lerma, en hacer sentir su privanza á la Real Familia. Cobró, principalmente, aborrecimiento á los dos infantes D. Carlos y D. Fernando, ambos muy queridos en la corte, porque, dotados de noble espÃritu, no llevaban con paciencia su dominio. Y siempre será mengua de aquel favorito el haber procurado indisponer al Rey con sus hermanos por bajos medios. à la verdad, en un principio mostrábase en los negocios públicos tan solÃcito, como fué descuidado y flojo más tarde. Si no acertó con lo bueno y lo útil, no fué por falta de arbitrios, que los tuvo y aplicó en gran número, sino porque su inteligencia y desordenadas pasiones no le dejaron ver más y mejor de lo que veÃa en las cosas. De todos los arbitrios que imaginaba y de la situación de la MonarquÃa, dirigió al Rey una _Memoria_ muy alabada entonces, donde hubo quien hallase principios é ideas de gran polÃtico: la verdad era que ya habÃa en la nación, apartada por la Inquisición del estudio y de la meditación verdaderamente filosófica, poquÃsimas personas capaces de juzgar bien en tales materias. En cambio, pululaban los arbitristas, hombres incansables que no cesaban de publicar peregrinos libros, donde se proponÃan remedios á todas las necesidades y enfermedades públicas, disparadamente chistosos, cuando no torpes y fatales. De éstos recogió no pocas ideas el Conde-Duque y asà fueron ellas. Determinó que los servicios no se recompensasen más con donativos de dinero en cantidad de maravedÃs ó ducados, como antes se solÃa hacer, sino que á cuenta de ellos se repartiesen los honores y las dignidades, con que se evitaron algunos gastos, pero se envilecieron las grandezas y las encomiendas á fuerza de prodigarse; mal quizás tan grande como el que se trataba de remediar, porque no viven menos las MonarquÃas con economÃa en el dinero que con economÃa en las honras y dignidades. Siguióse la mala costumbre introducida en el anterior reinado de crear para el conocimiento de todos los negocios importantes juntas especiales compuestas de individuos de diversos Consejos, y se introdujo otra peor todavÃa, que era la de que los consejeros no deliberasen de viva voz, sino que cada uno diese su dictamen por escrito al Rey; de forma, que pasando tales papeles del Rey al favorito, no se determinaba cosa que éste no tuviese por útil. Dióse también sucesión á los empleos antes de que vacasen poniendo en cada uno dos dueños; pero algo se remediaron los daños de esto último con repartirlos por merecimiento verdadero ó supuesto, y no por dinero como al principio. Tratóse de acortar los términos de los pleitos, que por lo largos y ruinosos eran de las principales causas de decadencia en las familias que hubiese en el reino, entreteniendo con ellos la esperanza muchos odios, alimentando la dilación muchas disensiones, y fabricando los desengaños no pocas perdiciones de gente hidalga y capaz, bien dirigidas y de altos servicios. Y por lograrlo fácilmente, se redujo á la tercera parte el número, á la verdad exorbitante que habÃa de consejeros, escribanos, procuradores, alcaldes, alguaciles y demás oficiales públicos. Fijóse, por último, un plazo, dentro del cual los litigantes forasteros pudiesen solo residir en la corte, y para evitarles la venida, se dispuso que los pleitos, aun los privilegiados, se viesen ante las justicias ordinarias. También se mandó á los señores de vasallos que residiesen en sus pueblos á fin de aliviarlos en vez de oprimirlos. Prohibiéronse las emigraciones, aun para las Américas, que era para donde más comúnmente se verificaban con tanto daño de los reinos de la PenÃnsula, que se miraban despoblados, mas sin conocer que no hay otro remedio para evitar tales emigraciones, sino ofrecer ventaja y buen gobierno á los pobladores para que no dejen sus hogares; y, por último, se prohibieron algunas modas un tanto costosas, que era pueril remedio y tan ineficaz como se halló luego. Vióse á los alcaldes de casa y corte dar de rebato en las tiendas de mercaderes y sacando todos los valones, zapatillas bordadas, almillas, ligas, bandas, puntas, randas, abanicos, puños aderezados y otras galas de mujeres á este modo prohibidas por sobrado ricas, hacer con todas ellas ridÃculo _auto de fe_ en las calles de Madrid. Calculóse que habÃa cuello cuyo aderezo costaba al año seiscientos escudos y prohibióse tal uso, dando el Rey y el favorito el ejemplo, que ellos creyeron glorioso, de no llevar sino valonas sencillas. ¡Mezquinos ejemplos! Harto más graves si no más oportunas fueron las medidas tomadas para desahogar la Hacienda en sus apuros. Rebajóse nuevamente el interés que del Erario tiraba la deuda conocida con el nombre de juros reales, y se dió facultad á las Cortes para conceder tributos sin permiso de las ciudades; con que ganados los procuradores, no imposibles de ganar ya entonces, podÃa el Rey más fácilmente sacar dinero de los pueblos. Ni una ni otra de estas medidas sentó bien en la nación; pero se soportaron ambas, porque todo el mundo conocÃa que el estado deplorable de la Hacienda pública exigÃa grandes remedios. La moneda que tanto dió que hablar en el anterior reinado, hubo también de ocupar en éste, desde los principios, la atención del Gobierno y de la nación entera. Hizo el Conde-Duque que el Rey dictase un decreto prohibiendo que se sacase del reino el oro y la plata y se introdujese en él la moneda de vellón; poco después se mandó que el trueco y reducción de la moneda de oro y plata á la de vellón no excediese del diez por ciento. Pero esto no bastó para evitar que el vellón sobrase en nuestros mercados, y en 1626 hubo que pregonar Real cédula para que no labrase más moneda de vellón en veinte años. TodavÃa sobraba esta moneda infeliz de tal suerte, que el año después se publicó una pragmática famosa para su disminución, encomendando la obra á una especie de Junta y Caja de amortización, al modo de las que después hemos visto destinadas á la amortización de papel moneda, con el nombre de _Diputación general del consumo_. Tratábase de ir recogiendo poco á poco en las principales capitales del reino la moneda de vellón, cambiándola por oro y plata, inutilizando una parte, y poniendo la demás en su justo valor, alterado desde el tiempo de Felipe III. Mas sin embargo de que esta Diputación hizo cuanto pudo, en 1628 hubo que expedir nueva pragmática, rebajando ya violentamente la moneda de vellón á la mitad de su valor y originándose con esto las pérdidas y quejas que eran naturales. Asà se pensaba entretener algún tiempo el oro y la plata que á más andar desaparecÃa del reino; pero todo era en vano, y en el propio año de 1628 hubo que mandar aún que la moneda de estos metales no pasase de puerto alguno sin registrar, revocando la antigua que permitÃa sacar moneda con obligación de volver mercaderÃas. No alcanzó esta disposición más fortuna que las otras, y en adelante todavÃa dió harto en que entender el arreglo de la moneda. Pero el caso era, que en estos cambios y alteraciones, si los pueblos padecÃan mucho, no dejaban de ganar los ministros. Era en todo con sus altas y bajas la moneda, lo que por ventura ha sido la deuda del Estado en nuestro siglo. Los favoritos y ministros codiciosos que por su posición tenÃan noticia anticipada de las alteraciones, se aprovechaban de eso para expender ó recoger moneda y cambiarla por más ó menos, según el caso, y asà realizaban inmensas y vergonzosas utilidades; todo en ruina de la nación y más confusión y desbarate de la Hacienda pública. Crecieron en tanto los tributos y fueron mayores que nunca desde los principios de este reinado. Las Cortes de Castilla otorgaron en 1623 veinticuatro millones en cada doce años, por la manera misma con que fué practicada la exacción en el anterior reinado, y perpetuándose tal cantidad en los pedidos, tomó de ella esta contribución el nombre con que fué en adelante conocida. Las de Aragón en 1627 ofrecieron dos mil hombres armados y pagados por seis años; mil hombres pusieron también en armas las de Valencia del mismo año: solo las de Cataluña se mostraron parcas y desabridas. Ya en 1620 se habÃa solicitado de aquella provincia que diese cuenta de sus rentas y pagase el quinto; mas no se insistió mucho en ello. Luego que entró á tratar de las cosas de la hacienda, el Conde-Duque aconsejó al Rey que pidiese formalmente á Cataluña el quinto de sus réditos; hÃzose la petición y respondió Barcelona que estaba exenta por sus privilegios, mas en las Cortes de 1626 se esforzó la pretensión, recordándose otra antigua de establecer allà la renta del Escusado. Hubo disgustos, precursores de los que en los años venideros trajeron tantas desdichas: exacerbáronse las pasiones á punto que el conde de Santa Coloma y el duque de Cardona vinieron á las espadas en el recinto mismo donde se celebraban las Cortes; y fué mucho que se pudiese evitar mayor escándalo. Negábanse los brazos catalanes unidos á introducir la alteración más pequeña en los antiguos privilegios de la provincia, y no faltó quien previese ya todo lo que habÃa de sobrevenir de continuar en la demanda. El almirante de Castilla D. Juan Alfonso EnrÃquez de Cabrera, duque de Medina de RÃoseco, hombre ilustre, nacido para preveer y llorar las torpezas de aquella época sin poder remediarlas, manifestó al Rey con noble libertad el peligro, lo cual le trajo disgustos con el Conde-Duque, y el odio de éste que le acompañó por toda su vida. Irritado el Rey con las penalidades que le costaba sacar algún socorro y ayuda de los catalanes, dejó un dÃa inpensadamente á Barcelona y se vino á Madrid. Envió entonces Barcelona en su seguimiento ciertos diputados que le alcanzaron todavÃa en el camino y le ofrecieron cincuenta mil escudos. Volvió el Rey en 1632 á sentir grandÃsimos apuros y á pedir nuevos tributos á las Cortes; negáronse las de Castilla en Madrid á concederlos, pretextando que el dinero iba á emplearse en pagar los ejércitos del Emperador: plausible pretexto y muestra de fortaleza pocas veces repetida por los procuradores castellanos en aquellos tiempos. Las Cortes catalanas que el Rey en persona fué á abrir el propio año, dejando para que las continuara, con permiso de la provincia, á su hermano el infante don Fernando, se resistieron como siempre, á dar tributos, habiendo nuevos empeños y disgustos por esta causa entre el Almirante y el Conde-Duque. Por fin se lograron cuatrocientas cuatro mil libras, muchÃsimo menos que se pretendÃa. Hizo éste que algún tiempo después, se tornase á la pretensión primera de que Barcelona diese cuenta de sus réditos para pagar el quinto al Erario. Negáronse los catalanes más enérgicamente que nunca. El Virrey, que á la sazón era el duque de Cardona, quiso registrar de por si los libros de la ciudad, á fin de averiguar el importe de tales réditos: fortificáronse los conselleres en la casa de la ciudad, donde el Virrey no osó acometerlos, y el Conde-Duque y el Rey, enojados ya al último punto contra Barcelona, determinaron trasladar la Audiencia á Gerona. Todo principios de lo que sucedió más tarde. No bastando, pues, los tributos concedidos por las Cortes, fué preciso acudir á nuevos arbitrios, para llenar las arcas públicas. Pidiéronse donativos á la nobleza y al clero que los hicieron cuantiosos: solo el cardenal Borja envió de Roma quinientos mil ducados, y el clero dió gratuitamente siete millones de tal moneda. Poco era esto para lo que se necesitaba, y mediante una bula del Papa se obtuvieron del Estado eclesiástico otros diez y nueve millones de ducados. Al propio tiempo se creó (1632) la contribución conocida aún en nuestros dÃas con el nombre de lanzas y medias annatas. No se tardó en inventar otro servicio de millones sobre consumos no gravados todavÃa, y que no podÃan mirarse como de primera necesidad, el cual importaba dos millones y medio de ducados en seis años. Las Cortes de Castilla lo concedieron al fin á fuerza de importunaciones y halagos, mas no para socorrer al Emperador de Alemania como se quiso antes, sino para atender á los gastos interiores del Estado. Pero con tantos arbitrios y derramas como dejamos enumerados no se logró ver mejorÃa en el Erario, ni acrecentar las decaÃdas fuerzas de la nación, ni remediar la despoblación y la ruina de las ciudades y de los campos; antes visiblemente se miraban empeorar las cosas. El mal, como venido de tan lejos y tan hondo, necesitaba de remedios, no tanto heroicos y atrevidos, como bien meditados; de los cuales el primero y más eficaz era la paz, según dejamos ya apuntado en el reinado antecedente. Paz necesaria para que se disminuyesen los gastos públicos, y para preparar el camino de otras disposiciones tenidas ya de todo el mundo por indispensables, que restableciesen ó hicieran prosperar el Comercio y la Agricultura é Industria. Mas en esto, cabalmente puso aún menos atención el conde de Olivares que su antecesor el duque de Lerma. Desde el principio hasta el fin de su privanza, no hizo Olivares otra cosa que promover y sostener luchas desiguales, costosÃsimas y sangrientas, despilfarrando en festines y obras de recreo lo que quedaba, y los recursos mismos que pedÃan los ejércitos y la guerra. Asà en 1633, cuando nuestros ejércitos en Holanda y Alemania solicitaban dinero de continuo y no se les enviaba por no haberlo; cuando por eso no podÃan salir al mar las armadas; cuando el Emperador nos importunaba más, pidiendo socorro y las Cortes de Castilla lo negaban y á las de Cataluña se sacaban contribuciones tan mezquinas á tanta costa y con tan grandes penalidades, vieron levantarse los madrileños los palacios y jardines magnÃficos del Buen Retiro con gasto inmenso, porque ni el terreno los consentÃa; obra tan deleitosa y tan alabada ahora, como maldecida entonces por los hombres previsores y sensatos. El de Olivares en tanto para no aparecer como autor de todo, aunque verdaderamente lo fuese, encomendó á una junta de tres personas autorizadas el examen de cuantos negocios habÃa de despachar el Rey, dando sobre ellos su dictamen. Y más tarde rogó el Rey en un papel, el cual quedó por honra en su mayorazgo, que asistiese personalmente al despacho de todo, y viese y dispusiese por sà las cosas. No faltó quien tomase á moderación estos pasos, y con tales trazas, aunque corrieron siempre hartas murmuraciones sobre su conducta, mucha parte del pueblo no le querÃa mal en los principios y esperaba de él mejor fortuna. Amábale sobre todo y cada dÃa más el Rey, que depositaba en él toda su confianza, no sólo en las cosas del Estado, sino en aquellas otras viles que afrentan, más que á los reyes que las hacen, á los ministros que las protegen y ayudan. Era Felipe IV muy dado á aventuras y galanteos, y tanto que sólo en ellas ponÃa atención y cuidado. Los papeles y los libros de la época lo pintan como liberal, generoso, valiente y no desnudo de ingenio y de instrucción, gustándole mucho el trato de los poetas y artistas, y aun la misma profesión de las Musas. Pero el caso es que distraÃdo en liviandades no hubo monarca más esclavo que él de sus privados, ni aun su tÃmido y devoto padre. El conde-duque D. Gaspar de Guzmán, que lo era único y absoluto y lo fué por tantos años, no carecÃa ciertamente de talento, bien que no fuese tanto como su vanidad; pero no tenÃa la sagacidad polÃtica, la profunda comprensión, y la instrucción y vasta experiencia que necesitaba en tan peligrosas circunstancias la MonarquÃa. Fué también más atento al provecho propio y á contentar sus pasiones que al bien del Estado, cosa harto común por desgracia en los ministros y privados, sobre todo, en España y en aquellos tiempos. Con la grandeza de España, tomó para sà el tÃtulo de duque de San Lúcar, de donde le vino el ser Conde-Duque, y no tardó en formarse copiosÃsimas rentas. Luego, á cambio sin duda de los favores que á manos llenas recibÃa, dióle el ministro al Rey gratuitamente el tÃtulo de _Grande_, y fué vergüenza que éste llegase á admitirlo como merecimiento, en lugar de despreciarle como lisonja. Hecho en que harto se dieron á conocer entrambos, mostrando bien desde los principios lo que de tal PrÃncipe y tal ministro podÃa esperar la MonarquÃa. Eran muy grandes sus empeños en 1621 al empezar el nuevo reinado. Francia patrocinaba los intentos de los que pretendÃan la restitución de la Valtelina á su primer estado, y á los grisones, sus anteriores dueños, de cuyas manos la habÃa quitado el duque de Feria, y también ayudaban á ello los holandeses con dos regimientos pagados á su costa. Faltaban cinco meses para cumplir las treguas ajustadas con éstos, todavÃa tenidos por rebeldes, treguas tan mal vistas de la soberbia española, que no hubo en catorce años, que duraron, quien quisiera prohijar su negociación, excusándose todos unos con otros ministros y embajadores y hasta el mismo prÃncipe Alberto. Continuaban conspirando contra nuestro poder los venecianos, libres del meditado castigo del otro reinado. Nápoles andaba á pleito con el Gobierno, y tenÃa en la corte diputados representando agravios de los virreyes, sobre todo del duque de Osuna, y en Sicilia estaban situadas por diferentes créditos las rentas del Rey, sin haber de dónde costear la defensa del reino. La Marina, que tanta gloria habÃa alcanzado en el reinado de Felipe III, siendo la principal defensa de la MonarquÃa, quedaba arruinada; la armada del Océano constaba de solo siete navÃos, y las galeras de España que eran aún en menor número, apenas salÃan del puerto por desproveÃdas. Las fuerzas de los protestantes alemanes, suscitadas de consuno contra el Imperio y contra España que era su aliada; las de Inglaterra, más quietas que seguras, mediante la plática de casamiento entre su prÃncipe y la infanta Doña MarÃa, comenzadas en el reinado de Felipe III y que ahora venÃan á formalizarse. Y entre tanto la Hacienda, tan afligida como atrás dejamos explicado, consignada á deudas antecedentes por todo el año de 1623, habiendo aún rentas sobre las que pesaban más largos empeños, sin que las medidas del conde de Olivares fuesen eficaces para traer los recursos que faltaban. à pesar de tan mala situación, el nuevo Gobierno no se arredró un punto; y á la verdad la fortuna sonrió en los principios sus empresas. No desalentados los protestantes alemanes con la pérdida de la batalla de Praga, continuaron la guerra contra el Emperador y el Rey de España, y éste por su parte no desistió de la alianza y de los empeños que con aquél contrajo su padre. El conde de Tilly, general de los imperiales, y D. Gonzalo Fernández de Córdova, hijo del duque de Sesa y biznieto del Gran Capitán, que comenzaba entonces la carrera de las armas, atacaron en Hoecht sobre el MeÃn á Cristiano de Brunswick y al conde de Mansfeldt que mandaban á los protestantes (1622), y los pusieron en derrota; arrojáronse los protestantes en confusión á pasar el rÃo por un puente que allà tenÃa, y hundiéndose éste al peso enorme, fueron muchos los que se ahogaron y otros se salvaron á gran pena, de suerte que su pérdida llegó á seis mil hombres entre muertos y prisioneros. Cumpliéronse en esto las treguas con Holanda, y el archiduque Alberto envió al punto mensajes á las provincias unidas en república, ordenándolas que volviesen á su obediencia. Mandato ridÃculo, puesto que era su inutilidad tan evidente. HabÃase calculado, no se sabe cómo, que aquella guerra costaba poco menos que la paz; erradÃsima cuenta, aunque no se mirase más que la destrucción lenta, pero segura, de los pocos ejércitos que quedaban á la MonarquÃa, sin que permitiese ya la despoblación reponerlos y reparar sus pérdidas. No se pensó en esto; y la guerra encendida del lado allá del Rhin se comunicó á esta otra orilla pudiéndose considerar como una sola por los accidentes comunes y porque los ejércitos ya acudÃan á una, ya acudÃan á la otra parte indistintamente. Comenzaron las hostilidades por decomisarse en nuestros puertos más de doscientos sesenta buques holandeses que comerciaban con bandera alemana; pero ellos vengaron bien esta pérdida. Armaron escuadras y corsarios que saquearon á Lima y el Callao; echaron allà á fondo veintidós bajeles que llevaban nuestra bandera; rindieron y dieron también á saco la ciudad de San Salvador en la bahÃa de Todos Santos, cogiéndola desprevenida á semejante ataque, y causaron en las costas del Brasil infinitos daños. Pero la fortuna no dejó de recompensarnos con una gloriosa victoria habida al punto mismo en que se rompió la tregua. D. Fadrique de Toledo, hijo del gran marqués de Villafranca y Capitán general de la Armada del Océano, salió de Cádiz con siete navÃos y dos pataches, y hallando en el estrecho de Gibraltar una escuadra de hasta treinta y un bajeles holandeses, peleó con ellos diez horas, tomó cinco, echó tres á pique y obligó á las demás á huir con vergüenza. Fué grande el valor con que pelearon los españoles en este trance, y señaladamente el don Fadrique, el general Carlos Ibarra, Roque Centeno y otros Maestres de campo y capitanes. En tanto el marqués de SpÃnola, justÃsimamente honrado ahora con el tÃtulo de marqués de Belvis ó los Balbases, dejadas las cosas del lado allá del Rhin volvió á Flandes. Halló moribundo al archiduque Alberto, que de allà á pocos dÃas rindió la vida, y asà recayó sobre él todo el peso de los negocios, porque la Infanta, que quedó de señora, no sabÃa más que llorar su pérdida. Sin embargo, no tardó en poner á punto las cosas y entrar en campaña. Tomó á Genep y Meurs y fué á acamparse delante de Burich. Era su intento atraer á sà al prÃncipe Mauricio que mandaba á los holandeses, para que éste dejase descubierta á Juliers, y no le salió mal la traza. Desguarneció el holandés aquella fortaleza, y al punto SpÃnola envió allá al conde de Berg que, plantando sus cuarteles y abriendo luego sus trincheras, impidió el socorro y la rindió á los cinco meses de sitio. SpÃnola se puso en tanto sobre Ber-op-Zoom, plaza importante de los contrarios; pero acudiendo Mauricio al socorro, no pudo evitarse que metiera dentro más número de soldados que tuviesen los sitiadores; con que hubo que levantar el cerco cuarenta y seis dÃas después de plantado el campo. Mas este revés lo compensó con harta ventaja una dichosa victoria. Mansfeldt, y el malvado Obispo de Halberstad, Cristian de Brunswick, dos de los principales corifeos de los protestantes en Alemania, echados de allà por los recientes triunfos del Emperador, acudieron á reforzar á los holandeses. Salió á estorbarlo D. Gonzalo Fernández de Córdova, que venÃa de vencerlos en Alemania. Los enemigos, pasado el Sambra, quemaron con licenciosa crueldad las aldeas del contorno y cometieron infinitos desórdenes; el número de su CaballerÃa llegaba á seis mil soldados; el de la InfanterÃa no se supo bien; pero hubo quien lo estimase en ocho mil. Aguardólos D. Gonzalo cinco leguas de Bruselas en los campos de Fleurus, que caen en los confines de Bravante, y Namur con ocho mil infantes y mil quinientos caballos; y allà empeñó la batalla. La noche habÃa sido tempestuosa, y los españoles, inferiores en número á sus contrarios, estaban también más fatigados que ellos; con todo, nuestra InfanterÃa sostuvo con tal esfuerzo la carga de los numerosos caballos enemigos, que los puso en derrota obligándolos á abandonar á los infantes. Antes hubo algún desorden en el costado derecho de los nuestros, porque el Maestre de campo D. Francisco Ibarra, que allà mandaba con imprudente heroÃsmo, lejos de esperar á pie firme á los caballos enemigos, salió precipitadamente á su encuentro. Remedióse por virtud de nuestra ArtillerÃa, que hábilmente dirigió el capitán Oteiza; huyeron los caballos y quedaron los infantes. Entonces cayó sobre estos toda la furia de nuestra gente: murieron los más de los capitanes españoles, pero no por eso cejaron los soldados, y animados del ejemplo del General, rompieron también la InfanterÃa enemiga y casi entera la pasaron á cuchillo. Los pocos de los enemigos que se salvaron de esta matanza, huyeron, dejando en el campo banderas, bagajes y artillerÃa. Murieron de ellos mil quinientos; de los nuestros el Maestre de campo Ibarra y mucha gente de cuenta; los prisioneros no fueron muchos por la furia de los vencedores; pero los hubo de valÃa. Tal fué la batalla de Fleurus (1622), una de las gloriosas, que ganaron los españoles por el esfuerzo con que pelearon y que fué de mucha reputación al joven caudillo D. Gonzalo Fernández de Córdova. Duró cinco horas y media, y fué el pelear con tal furia, que en el escuadrón de la InfanterÃa española no quedaron en pie más oficiales que el Maestre de campo Boquin y el capitán Castel. Siguió D. Felipe de Silva, que mandaba nuestra CaballerÃa, el alcance de los enemigos, haciendo nuevos destrozos, y cerca de Ham, en la frontera de Lieja, degolló el resto de los fugitivos. Recibiéronse con el júbilo natural en Bruselas las nuevas de estos sucesos, y dieron aliento para continuar la guerra con los holandeses, al paso que éstos sintieron profundamente aquel descalabro que venÃa tan en su daño. Sin embargo, por falta de recursos no pudo SpÃnola darle á la guerra poderoso impulso, y como los holandeses se mantenÃan á la defensiva casi siempre, se continuó con tibieza en los dos años sucesivos, limitándose todo á la empresa de Amberes que intentaron los holandeses sin éxito alguno. Al fin, comenzó el famoso sitio de Breda. Henchido de arrogancia Felipe IV, como quien no habÃa experimentado reveses todavÃa, ni escuchaba más que lisonjas, escribió aquel mandato célebre: «Marqués de SpÃnola, tomad á Breda», y no hubo más si no comenzar el sitio (1626), el cual pudo compararse con el de Ostende, por lo largo y costoso. La guarnición era tan numerosa, que llegó en ocasiones á cuarenta mil hombres; la artillerÃa mucha; terribles las fortificaciones; pero todo cedió á la constancia y al valor de los españoles. En vano Mauricio de Nassau con numeroso ejército pretendió obligarlos á levantar el cerco: frustrados una vez y otra sus intentos, murió sin verlos logrados, y Breda se rindió al fin á los dos meses de sitio. Sucedió á Mauricio en el mando de los ejércitos enemigos su hijo Enrique de Nassau. Con este suceso vinieron á juntarse, para desvanecer del todo á nuestra Corte, los triunfos de D. Fadrique de Toledo en la América Meridional. Corrió allá este General en demanda de los holandeses, que habÃan hecho ya extensas y ricas conquistas en las Islas y Tierra Firme; recobró la bahÃa de Todos Santos, Guayaquil y Puerto Rico, y con pérdida de todo, los echó de aquellos paÃses y de aquellas aguas. Fué también glorioso, aunque no de mucho contento, el triunfo alcanzado por la armada de Nápoles contra los piratas berberiscos. Salió contra ellos el conde de Benavente, Virrey del reino, con quince galeras y los acometió con mucho brÃo; pero atravesado por una bala en lo más recio, lidiando como quien era, no le dió tiempo la muerte si no para que por señas ordenase imperiosamente á sus oficiales que continuasen el combate. Continuólo, en efecto, D. Francisco Manrique, en quien recayó el mando, y apresó al fin toda la escuadra enemiga, menos la capitana, que el almirante turco Azan hizo volar, por no rendirla. Con no menos fortuna peleó D. GarcÃa de Toledo con cuatro naves africanas, rindiéndolas cerca de Arcilla; y los gobernadores de la plaza de Ãfrica hicieron también por su parte mucho daño en los piratas berberiscos, ahuyentándolos de delante de sus muros, señaladamente D. Alonso de Contreras, que mandaba en la Mamora. Aguó en parte la alegrÃa el mal suceso de la _Esclusa_; envió SpÃnola al conde de Horn á sorprender aquella plaza y no pudo lograrlo: antes se retiró herido y con pérdida de cuatrocientos hombres. Mas de todas suertes las cosas de la guerra estaban de buen aspecto hasta entonces. Entre tanto, nuestra diplomacia andaba ocupada en una cuestión que tuvo cierta importancia. Desde 1617 corrÃan pláticas entre la Corte de España y la de Inglaterra sobre el matrimonio de la infanta Doña MarÃa, hermana de Felipe IV, con el prÃncipe de Gales, hijo primogénito del rey Jacobo. Siguiólas tibiamente Felipe III, cuyo espÃritu devoto no consentÃa que viese con buenos ojos á hija suya casada con un PrÃncipe protestante. Pero no bien comenzó á reinar Felipe IV, vino á Madrid el conde de Bristol, encargado de llevar á efecto aquella idea, y comenzaron con calor las negociaciones. Solicitaba el inglés juntamente con la mano de la Infanta, el que la España y el Emperador devolviesen sus Estados al Conde Palatino, su deudo, el cual acababa de perderlos, como fautor de la guerra de Alemania. En vano quiso el Rey de España separar del todo entrambos asuntos; el Embajador inglés, fingiendo que los separaba, los juntaba más cada dÃa. Por aquà comenzó el disgusto de nuestra Corte, tan predispuesta á mirar mal el matrimonio por la diversa religión del de Gales; reclamó, por su parte, cierta libertad para los católicos de Inglaterra, como condición del matrimonio, y no alcanzó si no buenas palabras. Ni España cedÃa en lo del Palatino, ni Inglaterra en lo de la libertad religiosa, y asà caminaban (1623) perezosamente los tratos, cuando, con sorpresa de todos, el prÃncipe de Gales se presentó en Madrid de incógnito, acompañado del marqués Bukingham, luego Duque del propio tÃtulo. Pasáronse en festejos y cumplimientos los primeros dÃas: visitó el de Gales á la Infanta, y parecÃa más dispuesto con su visita, que lo estuviese antes á llevar á efecto el matrimonio. Mas nuestra Corte, circunspecta y austera, no por eso apresuró las cosas. Consultósele al Papa, y respondió bien; formáronse dos juntas, una de teólogos y otra de ministros, y ambas fueron de favorable dictamen: y asà se llegó á fijar ya dÃa para los desposorios. Pero á medida que más adelante llegaban los tratos, más empeño manifestaban los ingleses en que se estipulase la restitución del Palatinado, y más los españoles exigÃan que se concediesen grandes y verdaderas ventajas á la iglesia católica en Inglaterra. Asà forcejearon por largo los negociadores, sin ceder ni conceder unos ni otros. Jamás asunto matrimonial ha sido tratado con más lentitud y estudio. Olivares puso en él una atención que con harta más justicia reclamaban los apuros de la MonarquÃa. Hubo nimiedad y pequeñez de miras por nuestra parte, y algo de malicia y doblez por parte de los contrarios. Al fin se rompieron los tratos. El prÃncipe de Gales se marchó de Madrid con buen semblante, pero agraviado en lo Ãntimo del alma; y aunque dejó poderes para continuar las negociaciones, no se volvió á hablar más de ellas. No faltó quien alabase al de Olivares por haber evitado con dilaciones y astucia la proyectada alianza, mas sin razón plausible. Si la Infanta hubiera llegado á contraer matrimonio con el prÃncipe de Gales, que luego fué Carlos I, la desdichada suerte de los esposos, lejos de traernos ventajas, nos hubiera traÃdo acaso más enemistades y males. Pero como esto no se podÃa prever, contando con circunstancias comunes y naturales, era desacierto notable el no aprovechar la alianza de una nación que empezaba á llamarse dueña de los mares, exponiendo á sus iras nuestro comercio y nuestras flotas, ya no seguras de los holandeses. Claros indicios de serlo se ofrecieron de allà á poco. Porque habiendo muerto por entonces el rey Jacobo de Inglaterra, no bien se halló en el trono Carlos I, su primera diligencia fué acudir al agravio que de parte de España tenÃa. Entró en tratos con Francia, Holanda, Saboya y venecianos para humillar nuestro poder, y envió una armada de ochenta bajeles con el conde de Lest por general, á que se apoderase de Cádiz y Lisboa y las saquease, destruyendo los bajeles allà surtos y robando la flota que debÃa venir de América aquel año y se estaba esperando. à la verdad no salieron como pensaba estos intentos. Llegó la armada al frente de Lisboa, y hallándola bien prevenida, siguió navegando la vuelta de Cádiz. Echó el inglés diez mil hombres en tierra: ganó la torre del Puntal defendida de quince soldados solamente, y dándose ya por dueño de todo, se encaminó á la ciudad con escuadrón formado. Salió á escaramucear con él D. Fernando Girón, fuera de la muralla, con seiscientos españoles, tan valerosos, que al primer acontecimiento desbarataron la vanguardia británica, matándola más de ochocientos hombres. Retiróse luego; pero como supiesen los contrarios que ya acudÃa al socorro el duque de Medinasidonia, Capitán general de AndalucÃa, con la nobleza y gente de las ciudades circunvecinas y algunos soldados, no atreviéndose á mantener el campo, se embarcaron precipitadamente (1625) apartando de las costas sus naves. Con esto, el rey Carlos I se dió por vengado, y no volvió á hostilizarnos: poco después se labraron conciertos que nos libertasen de aquel nuevo enemigo, aunque, á decir verdad, más bien nos le quitó de encima la revolución que ya comenzaba á rugir en Inglaterra. Hubo también la fortuna de que á los pocos dÃas de rota la armada inglesa llegase la armada de la Plata con diez y seis millones en moneda, sin tropezar con las naves contrarias. Nueva ocasión de soberbia y desvanecimiento para nuestra Corte. CreÃase poderosa porque tenÃa capitanes y soldados heroicos, y tomaba por fuerza y vigor del Estado lo que no era más que virtud y aliento de algunos individuos. No estaba lejano el tiempo en que á estos los fuese consumiendo la guerra, y en que se viesen en toda su desnudez las flaquezas. Continuaron aún en Italia los prósperos sucesos. Dejamos al duque de Feria ocupando el territorio de la Valtelina, levantando fuertes para mantenerla á nuestra devoción, y á los grisones, sus antiguos dueños, pugnando por recobrar lo perdido con ayuda de los holandeses y del Rey de Francia. De la importancia de aquel territorio para asegurar la dominación española en Italia no habÃa que dudar, y aun por eso ponÃan más empeño en quitarlo de nuestras manos los contrarios. Firmóse un tratado en Madrid en 1621, en el cual se estipuló la restitución de la Valtelina á los grisones: mas nuestra Corte no quiso cumplirle. HÃzose otro convenio en Roma, donde se estipuló que los fuertes levantados allà por los españoles se pondrÃan en poder del Papa, el cual los mandarÃa arrasar en seguida, y entonces fué Francia, gobernada ya por Richelieu, la que se negó á cumplir lo pactado. Asà fué que los españoles entregaron realmente los fuertes al marqués de Bagni, Comandante de las tropas del Papa; pero un ejército francés, al mando del marqués de Croeuvres, pasó la frontera no bien se habÃan retirado los nuestros, y tomó posesión de ellos, bien por flaqueza, bien por connivencia con las guarniciones pontificias, como se sospechó fundadamente. Al propio tiempo el duque de Saboya y los venecianos, tan antiguos enemigos de España, recelosos también ahora de nuestros intentos por la ocupación de la Valtelina, se aunaron con los franceses. Coaligóse el duque de Feria para desbaratar aquella liga con las repúblicas de Génova y de Luca, y los duques de Parma, Módena y Toscana; y de una y otra parte comenzaron al punto las hostilidades. El duque de Feria envió á D. Gonzalo Fernández de Córdova, que después de la victoria de Fleurus habÃa pasado á ocupar de nuevo los fuertes que no hubiesen tomado aún los franceses, visto cuán mal guardados estaban de las tropas pontificias. Entraron los españoles en Chiavena. Hubo á sus puertas varios combates, en los cuales señalaron los nuestros su valentÃa, fortificándose y peleando de manera que durante año y medio mantuvieron el puesto, sin que de allà pudiera desalojarlos el marqués de Croeuvres, á pesar de la superioridad de sus fuerzas, hasta que ellos mismos se salieron, ajustada la paz. Entre tanto, otro ejército francés de diez mil hombres, al mando de los mariscales de Lesdiguières y de Crequi (1625), entró en Italia: unióseles con el suyo el duque de Saboya, y con veintisiete mil hombres que entre unos y otros contaban, invadieron el Genovesado, tanto para llamar por allà la atención de España, como para castigar á aquella república por la fiel amistad que nos tenÃa. Confiaban tanto los enemigos en sus fuerzas, que llegaron á hablar de repartirse el Milanés y el Genovesado. El éxito no correspondió á tan soberbias esperanzas. El prÃncipe del Piamonte tomó á Siena y sitió á Savona: su padre, el duque de Saboya, derrotó en batalla campal al ejército combinado de Génova, Parma y Módena con pérdida de mil muertos y setecientos prisioneros; y el condestable de Lesdiguières, después de seis semanas de sitio, rindió la importante plaza de Gavi. Estremecióse la república de Génova viendo ya al enemigo casi á sus puertas, y por un momento se juzgó perdida. Pero el duque de Feria, hábil capitán no menos que buen polÃtico, no era hombre que descuidara por su parte las cosas. Con los pocos recursos que se le enviaron de España juntó un ejército de veintiocho mil hombres, y entró en el Monferrato para cortar las comunicaciones y aun la retirada del enemigo. Cayó al punto el desaliento, compañero inseparable de las privaciones en la gente francesa, y ya no se pensó más en su campo sino en dejar la campaña con menor daño y afrenta. à dicha entró entonces el marqués de Santa Cruz con su armada dentro del puerto de Génova, limpiando de enemigos toda la Liguria marÃtima, y alentados los republicanos con este socorro, salieron de sus muros y recobraron todas las plazas que habÃan perdido, obligando también al prÃncipe del Piamonte á levantar el sitio que tenÃa puesto á Savona. Y desordenados del todo los franceses con tales sucesos, repasaron los Alpes con no poca lesión de su orgullo. Pero no tardaron en volver al socorro de Verrua. TenÃa sitiada aquella plaza D. Gonzalo Fernández de Córdova, y debajo de ella abrigaba el duque de Saboya el resto de su ejército, metidos en fortÃsimos retrincheramientos. El forzar la plaza y los retrincheramientos era muy difÃcil empresa; pero con todo eso no se hubiera malogrado á no sobrevenir inopinados accidentes. Inundó el Pó los campos vecinos de la plaza, y obligó á los españoles á abandonar sus trincheras. Y en esto llegaron los franceses mandados por Lesdiguières, Crequi y el mariscal de Vignoles, y aprovechándose de tales circunstancias tomaron por asalto varios reductos donde apoyaban sus lÃneas los españoles. Recobráronlos éstos con mucho valor, pero no fué ya posible continuar el sitio, socorrida la plaza. Negociábase en tanto entre nuestra Corte y la de Francia sin llegar muchos meses á concierto, y era extraño de ver cómo entrambas naciones se hacÃan guerras y trataban de paces, sin considerarse por eso como enemigas. Aun llegó á acontecer que habiendo apresado los franceses tres naves españolas que iban con socorros á Génova, navegando bajo el seguro de la paz á lo largo de sus costas, ordenó el Rey de España que los bienes de los comerciantes de aquella nación fueran confiscados en todos sus dominios; medida á la cual respondió el de Francia confiscando en sus Estados las haciendas y mercaderÃas de todos los españoles, portugueses, lombardos, napolitanos y genoveses. Y, sin embargo, ni España ni Francia se consideraban en estado de guerra. Las últimas ventajas ganadas por los españoles trajeron al fin moderadas pretensiones á los contrarios, y asà se ajustó el tratado que se llamó de Monzón (1626), en el cual quedó reconocida la libertad de la Valtelina, que pudo en adelante elegir magistrados y disponer de todas sus cosas sin más obligación que pagar un razonable tributo y reconocer como soberanos á los grisones. No le salieron bien á la liga franco-italiana sus intentos, porque dado que la Valtelina no quedara en poder de nuestra Nación, todavÃa era de gran utilidad para nosotros el verla poseÃda por católicos y tan agradecidos al favor de España. Pero ni Venecia ni Saboya podÃan nada solas, y á Francia la obligó á ceder la necesidad, porque á la sazón ardÃa toda en guerras civiles entre el Rey y sus vasallos protestantes. Era la Rochela el refugio y guarida del protestantismo francés, y para desarraigarlo y exterminarlo parecÃa preciso rendir aquella plaza, empresa difÃcil por ser ella fuerte de suyo, y porque los ingleses no dejaban de socorrerla con sus armadas. HabÃa también serios disgustos por entonces entre Luis XIII y Carlos I de Inglaterra á causa del infeliz matrimonio de éste con la princesa Enriqueta, hermana del Rey de Francia; cosa que más animaba al inglés á dar ayuda á los rebeldes franceses. España, no bien satisfecha de Inglaterra desde la empresa de Cádiz, se ofreció á hacer alianza con el Monarca francés para vengar las mutuas injurias en formal guerra. No aceptó Luis XIII, porque querÃa excusar en lo posible los empeños con Inglaterra á fin de que, lejos de aumentar sus esfuerzos contra él, se apartase del mantenimiento y defensa de la Rochela; mas como viese á los bajeles ingleses á la boca de aquel puerto impidiendo á los suyos que lo bloqueasen, solicitó al fin, con muchas instancias de nuestra Corte, que enviase en su ayuda una armada. Oyó bien la propuesta Olivares, y previniendo costosamente la del Océano, que mandaba el hábil general D. Fadrique de Toledo, la envió á aquellos mares, bien que no fuese ya de efecto, porque por lo avanzado del invierno las escuadras inglesas estaban recogidas en sus puertos, y el Rey de Francia traÃa puestos á los de la Rochela en el extremo de rendirse; con que al poco tiempo tornaron los bajeles á anclar en nuestras costas. Hubo aduladores del favorito que celebrasen la jornada; mas cierto que nada se ha hecho más infeliz. Estábase esperando la flota de América, que era el único recurso con que contaba la MonarquÃa para atender á sus inmensos apuros de dinero; sabÃase que los holandeses la acechaban cuidadosamente para apoderarse de ella, y en lugar de enviar la armada á buscarla y traerla segura á nuestros puertos, se concertó aquella expedición inútil que, dejando sin defensa nuestros mares, dió ocasión fácil á que lograsen los enemigos su intento, apoderándose de la flota (1627) y de los cuantiosos caudales que traÃa, no lejos de las Islas Terceras. Además, sucedió, como sucede en todas las resoluciones mal imaginadas y ejecutadas, que ni los franceses quedaron con agradecimiento, ni nosotros con ventaja. Murmuraron que la armada se habÃa enviado lentamente con todo intento para que llegase tarde el socorro; y á la par los españoles comenzaron á decir, por su parte, que el ministro francés, Richelieu, no solicitó la armada si no para que, sobreviniendo el invierno, se destrozase en aquellos mares del Norte tan procelosos, haciéndonos este daño, ya que otros no le consentÃan las circunstancias. Quizás fuera más acertado en los nuestros el decir que con esta traza burló la escasa previsión del Conde-Duque, y atendió á privarnos de los caudales que venÃan de América. De todas suertes, aquella expedición parece injustificable á los ojos del recto juicio, porque á España no la convenÃa, por cierto, que la Francia se desembarazase de las guerras civiles, sino más bien que se entretuviese con ellas, y era imbécil contradicción el ayudar allà á Luis XIII contra sus súbditos, cuando, por otra parte, no se escasearon los manejos y el dinero á fin de lograr de éstos que aquà y allá promoviesen sediciones. Cabalmente, por el propio tiempo se abrieron tratos para ello con el duque de Rohan, caudillo de los descontentos franceses, si no bien conocidos, no tan obscuros que no haya razonables sospechas de que los hubo. Ni tardó España en recibir la recompensa del auxilio que habÃa dado á tanta costa á Luis XIII contra los de la Rochela. Por aquellos mismos dÃas ajustó aquel Monarca un tratado con Holanda, donde se comprometió á pagarles gruesos subsidios con tal que mantuviesen viva la guerra contra España. Y no tardó en presentársele ocasión de mostrar más y más la mala voluntad que nos tenÃa. HabÃase entrometido el conde de Olivares en otra cuestión en Italia, que tuvo menos favorables resultas que aquella de la Valtelina, con motivo de la sucesión del Ducado de Mantua. PretendÃanla el conde de Nevers para su hijo primogénito, y César Gonzaga, duque de Guastalla, protegido del Emperador. Cuál de los dos compitiese con más derecho es cosa que no importa á nuestro propósito; porque, aunque aparentase Olivares la parte del Emperador, no hay duda que su verdadero intento era tomar para España lo mejor del territorio disputado. DÃcese que ajustó para ello un tratado con el duque de Saboya estipulando la reaparición del Monferrato entre aquel PrÃncipe y España. El caso es que el Saboyano se puso de nuestra parte en aquella ocasión, ó bien por el cebo de la ganancia, ó porque con las anteriores derrotas creyese débiles para defender su partido á los franceses. Y ello fué que á los principios, no rendida aún la Rochela, hallaron el conde de Olivares y el duque de Saboya poco estorbo á sus intentos. HabÃase quitado poco antes el gobierno de Milán al duque de Feria por trazas de D. Gonzalo de Córdova, que querÃa sucederle, y lo logró en efecto. Este General entró con el Ejército de España en el Monferrato y se puso delante del Casal, la más importante de sus plazas, mientras los saboyanos tomaban (1628) á Pontestura, Niza de la Palla y Alba. Al punto el de Nevers pidió ayuda á Francia, que no pudo darle otra si no el permiso de reclutar soldados en sus tierras; mas el Ejército asà levantado y compuesto de cerca de diez y seis mil hombres, al mando del marqués de Uxelles, se dispersó al paso de los Alpes, sin llegar á poner el pie en Italia. Con esto amenazaron ruina por un momento las cosas de aquel PrÃncipe. Pero no bien libre del embarazo de la Rochela encaminó Richelieu á Italia el ejército que habÃa llevado á cabo la conquista, persuadiendo al rey Luis XIII que él en persona fuera á mandarle, como si se tratase de la salvación de su reino. Súpolo Olivares, y no fiando ya tan grande empeño de D. Gonzalo de Córdova, aunque tan probado en valor y militar experiencia, determinó reemplazarle por el más hábil, sin duda, de nuestros capitanes, que era Ambrosio de SpÃnola, marqués de SpÃnola y de los Balbases, el cual con tanto acierto y fortuna, como antes hemos visto, estaba gobernando los ejércitos de Flandes. Envióle órdenes para que dejara aparte aquella guerra y encomendándola á manos menos expertas, acudiese él á Italia. No quiso SpÃnola ir allá sin pasar antes por Madrid, donde pidió dineros para hacer la guerra con mejor fortuna que en Flandes, y tÃtulo de Vicario ó Gobernador absoluto de aquellas provincias y ejércitos, para que en España con consultas, informes y dilaciones no se estorbasen sus propósitos. Todo se le ofreció; pero luego en nada de ello se vió cumplimiento, y aquel ilustre capitán halló en Italia la misma imposibilidad que en Flandes para humillar á nuestros enemigos. HabÃa comenzado las hostilidades el francés por exigir al duque de Saboya que diese paso á su ejército para el Monferrato, donde Casal se miraba reducida al último apuro; y como éste no le contestase sino ambiguas palabras, determinó fiar el propósito á las manos. Las gargantas de Suza, que era por donde mejor podÃan entrar en Italia los franceses, estaban defendidas por tres recintos de fortificación y algunos reductos, que guarnecÃan dos mil setecientos saboyanos mandados por el mismo Duque y prÃncipe del Piamonte, su hijo. Llegaron delante de ellas los franceses: acometieron el primer recinto los mariscales de Crequi y de Basompière, y lo ganaron fácilmente, por no defenderlo como debieran los saboyanos. Los otros dos recintos fueron luego abandonados sin resistencia alguna. La rota de los saboyanos pareció completa, y los franceses fueron con tal Ãmpetu tras ellos, que hicieron prisioneros al mayor número, y tuvieron ya casi entre sus manos al Duque y á su hijo. Entonces fué famoso el hecho de un capitán español, que á dicha se hallaba entre los saboyanos, el cual, recogiendo algunos soldados, dió cara á los franceses y detuvo á todo el ejército, lo bastante para que el Duque y su hijo se pusiesen en salvo. Los franceses entraron en seguida en Suza, y el Duque se apresuró á ajustar paces con el vencedor, temiendo ya mayores daños: evacuó las plazas que habÃa ocupado en el Monferrato, y abrió los Alpes á los franceses. Con esto D. Gonzalo de Córdova, que gobernaba todavÃa á los nuestros, porque aún no era llegado SpÃnola, hubo de levantar el cerco del Casal, culpado de tibio y poco diestro en los ataques, y los franceses, logrado su objeto, repasaron los Alpes, dejando en resguardo de aquella plaza un Cuerpo de tres mil quinientos hombres á las órdenes de Toiras, capitán famoso por la constancia con que defendió la isla de Rhé en la guerra contra los rocheleses. Firmóse en seguida un tratado que se llamó de Suza, entre los caudillos de los ejércitos beligerantes, por el cual se estipularon condiciones ventajosas al de Nevers y á Francia; mas no fué de efecto alguno, porque habiendo llegado SpÃnola á Italia, contando con su superior talento y fortuna, se determinó el comenzar de nuevo las hostilidades. Envió para ello el Emperador dos ejércitos á las órdenes de los condes de Merode y de Colalto: el uno á invadir la Valtelina, el otro á conquistar el Mantuano, mientras que los españoles se posesionaban de nuevo del Monferrato. Y el duque de Saboya, viendo tan mejorada la parte de España y Austria, tornó á declararse por nosotros, y se puso otra vez en campo. Asà la guerra comenzó nuevamente como si nada se hubiese pactado. Verdad es que el concierto de Suza, mirado como vergonzoso en España y en el Imperio, no fué ratificado, mas siempre es de notar la perfidia diplomática de aquellos tiempos, porque asà se hacÃan tratados, como se rompÃan, sin otro norte que la conveniencia y el interés del momento. Richelieu, que era el más pérfido de todos los diplomáticos, irritado ahora con las Potencias aliadas contra el Mantuano, se determinó á pasar él mismo á Italia mandando un ejército. Púsose delante de Pignerol, plaza importante de la frontera de Saboya (1630), y la tomó en dos dÃas. SpÃnola, Colalto y el duque de Saboya reunieron sus fuerzas al saberlo, para defender la lÃnea del Pó, y detuvieron sus pasos, obligándole á volverse á Francia. Pero no tardó en volver con el Rey mismo, y los Generales franceses conquistaron en poco más de un mes toda la Saboya, derrotando en Javennes al prÃncipe del Piamonte que mandaba las tropas saboyanas é imperiales con horrible destrozo y mucha presa de armas y banderas. Causó el dolor la muerte al duque de Saboya, Carlos Manuel, hombre de larga y azarosa vida, que no hubo perfidia que no hiciese, ni hazaña que le espantase, para echar de Italia á los extranjeros y ponerla toda bajo su mano. No en todas partes era tan desdichada la guerra: Felipe SpÃnola, hijo de Ambrosio, se apoderó de Acqui, Ponzone, Roque-Vignal y Niza de la Palla, y el padre ganó á Pontestuna y Rosignano, y cercó de nuevo á Casal. Toiras, que la defendÃa, hizo algunas salidas contra los nuestros con poca fortuna, y en una de ellas fué completamente derrotado, de suerte que no volvió á salir de los muros de la ciudad. Pero en tanto el ejército francés continuaba su marcha en demanda del Casal para levantar el cerco. Llegaron delante del puente de Cariñán, defendido de tropas saboyanas y españolas, donde se hallaba Felipe de SpÃnola y estaba bastante fortificado; mas el ataque de los franceses fué impetuoso y la defensa flaca, con que pareció vergonzoso al paso que lograron aquéllos. No supo resistir el valeroso Ambrosio de SpÃnola á la pena de aquel suceso; preguntó si su hijo quedaba muerto, herido ó prisionero, y respondiéndole que no, perdió el juicio, no dijo ya palabra más, y postrado en la cama murió «de los que no osaron morir», según la frase elocuente de un autor contemporáneo. Singular muerte, que coronó dignamente la vida de tan gran capitán, uno de los mejores de aquel siglo, en que los hubo muy grandes. Vino á sucederle el marqués de Santa Cruz, don Alvaro de Bazán, que pasó con larga experiencia de mar á estrenarse sin alguna en los ejércitos de tierra, y debajo de su mando se continuó el sitio del Casal. HabÃan rendido los imperiales á Mantua á pesar del socorro de los venecianos, poniendo en fuga al ejército de éstos, no lejos de Villabona, doble en número y fuerzas. Junto ahora el ejército del marqués de Santa Cruz con el del marqués de Colalto, eran superiores al enemigo que ya delante de las lÃneas del Casal intentaba el socorro: de suerte que con esperanzas de destruirlos, pedÃan á voces los nuestros que se empeñase la batalla. Iban á cumplirse sus votos, cuando mediando el famoso Julio Mazzarino, Nuncio del Papa, que comenzaba entonces su larga carrera, se ajustó una tregua y suspensión de armas entre nuestros Generales y los contrarios, censuradÃsima de los mejores capitanes y soldados españoles é imperiales, que juzgaban que con ella se les quitaba de las manos gloriosa victoria y presa segura; tregua á que siguió muy luego la paz que ya todos anhelaban, espantado el Emperador con las victorias de Gustavo Adolfo, la España falta de dinero con que continuar la guerra, y la Francia amagada de nuevas guerras civiles. Firmóse primero en Ratisbona, y como se ofreciesen algunas dificultades, se hicieron aún en Quierasco dos tratados, que pusieron un término á la contienda. Ninguna de las potencias beligerantes quedó satisfecha, aceptándolos todas ellas por fuerza; pero es indudable que los franceses obtuvieron considerables ventajas. Quedó Mantua por el conde de Nevers, su protegido, aunque reconociendo el feudo del Emperador, y el duque de Saboya, aunque sin conocimiento de España ni del Imperio, les dió la importante plaza de Pignerol, que dejaba abiertas á sus armas las puertas de Italia. Prestóse á esto el nuevo duque de Saboya, porque Francia se comprometió por su parte á hacer que se le cediesen la ciudad de Alba y otras pertenencias del Monferrato en los tratados pendientes á tÃtulo de indemnización por los derechos que pretendÃa tener á aquel Estado, promesa á la verdad no bien cumplida: solamente España nada ganó en una guerra en la cual habÃa hecho no pequeños gastos y sacrificios. No habÃa sido por cierto de los menores el sacar de Flandes á Ambrosio de SpÃnola, porque, aprovechándose de su ausencia los holandeses y de la ineptitud del conde de Berg, flamenco de nación, á cuyo cargo quedó el ejército, lograron sobre España grandes ventajas. Sorprendieron á Wesel, que estaba á la sazón muy bien guarnecida y fortificada, sin que les costase más que diez hombres la empresa; y de resultas de esta desgracia hubo que abandonar á Amesfort, desde donde los nuestros traÃan puesto en contribución el paÃs hasta las mismas puertas de Amsterdam, dejando también el sitio ya bien adelantado de Haltem, para poner de nuevo el Issel entre nuestras banderas y las enemigas. à la par con esto el prÃncipe de Orange sitió á Boduch, tantas veces perdida y recobrada por los españoles, ayudado de un cuerpo de tropas francesas que, al mando del mariscal de Chatillón, servÃa en Holanda, con permiso de su Rey. Resistió la guarnición cuatro meses y medio, pensando que serÃa socorrida; pero viendo que el de Berg no venÃa, tuvo que darse á partido. Tal andaban por allà nuestras cosas, entre tanto que en Italia dejábamos que nuestra antigua superioridad se olvidase con el tratado de Quierasco que acabamos de mencionar, y que la mar, no más favorable que la tierra por aquellos dÃas, pusiese en mano de los holandeses, envalentonados con la prosperidad de sus armas, la flota de Méjico, que quemaron después de trasladar á sus naves ocho millones que traÃa. Apoderáronse también los holandeses de Pernambuco, en el Brasil, no obstante la esforzada defensa de D. MartÃn de Albuquerque, que allà mandaba con poca gente y armas. Mas fuerza será que ahora principalmente nos fijemos en las orillas del Rhin, donde más que en ninguna parte hallaba ocupación y cuidado la Corte de España. El emperador Fernando II, vencedor del elector Palatino y luego Rey de Dinamarca, que vino en su ayuda con alguno de los prÃncipes protestantes del Imperio, habÃa hecho sentir su triunfo más de lo que fuera justo. Exasperados con esto los protestantes formaron una liga llamada de _Leipzig_ para resistir y oponerse á sus violencias, y como al propio tiempo moviesen guerra al Emperador los suecos con su gran rey Gustavo Adolfo, se formaron entre unos y otros terribles conciertos, que desde luego dejaron esperar efectos desastrosos para el Imperio. Entonces Fernando II imploró más vivamente que nunca el auxilio de España: decÃase que Fernando obraba en todo á impulsos de nuestra polÃtica; que en su enemiga á los protestantes no pensaba más que en verlos aniquilados por todas partes; y verdaderamente España daba hartos motivos para que semejante opinión se acreditase. Ya hemos dicho que en nuestro concepto no era solamente celo católico lo que movÃa á nuestra Corte, sino que con él se juntaban graves conciertos polÃticos á que la lealtad española no querÃa faltar, aunque viese ya de seguro que no habrÃan de proporcionarle ventajas, obrando de consuno para precipitarla en los mayores extremos. Aconteció que en los mayores apuros pasados el Emperador se hallase también en grande aprieto, porque tenÃa sobre sà al Rey de Dinamarca y los PrÃncipes protestantes con él coaligados. Escribió el Emperador á nuestra Corte pidiendo recursos, y entonces fué cuando del dinero que acababa de dar el reino con tanto trabajo y sacrificio para el objeto de levantar y mantener ejército que defendiese nuestras fronteras, se le enviaron trescientos mil ducados y cien mil más á su fiel amigo el duque de Baviera. Y esto á la par que de nuestros soldados que tanta falta hacÃan en Flandes, se distraÃa no pequeño número para guarnecer las plazas del Imperio y pelear contra sus enemigos. Ahora, con la invasión de Gustavo Adolfo y la Liga protestante de Leipzig fueron naturalmente mayores las exigencias y mayores los sacrificios. Era aquel Monarca famoso ya por sus victorias en las orillas del mar Báltico; irritado contra el Emperador, que habÃa dado auxilios á la Polonia contra él faltando á la fe de los tratados, y luego habÃa despedido desdeñosamente á sus embajadores, lleno de ambición y de amor á la gloria, fiado en su espada y en su fortuna, se determinó á invadir el Imperio. Contribuyó no poco á persuadirle á ello el ministro francés Richelieu, que veÃa en él un enemigo temible para la casa de Austria: no hubo intrigas, ni consejos, ni ofrecimientos de que no se valiese, y al fin hizo con él verdadera y completa alianza en 1631, dándole crecidos subsidios para mantener la guerra. Halló también Gustavo amigos y aliados en los PrÃncipes protestantes. Y con esto y su ejército, que aunque no pasaba de quince mil hombres, era hermosÃsimo y temible por la disciplina y valor tantas veces experimentados, consiguió destruir en Leipzig los ejércitos del Imperio y enseñorearse luego de mucha Alemania. Espantadas y previendo que los suecos llegarÃan á sus puertas, las ciudades católicas del Rhin que no las tenÃan, pidieron y obtuvieron guarniciones españolas, y algunos escuadrones más de los nuestros pasaron á Flandes á recorrer aquellas orillas. No tardó en presentarse en ellas Gustavo Adolfo. Púsose primero delante de Maguncia, ciudad importantÃsima y señora de toda la comarca, por lo cual tenÃa dentro dos mil soldados españoles que mandaba D. Felipe de Silva; pero no era posible sin pasar el Rhin formalizar el sitio, y aunque intentó hacerlo por Cassel, halló tan bien defendido el paso de los españoles que no pudo lograrlo. Entonces tomó el camino de Berg para buscar punto por donde lograr sin estorbo su intento. TenÃan guardados los españoles los pasos, y no hubiera podido llevar á ejecución su intento á no ser tanta su temeridad y la de sus soldados. Pasó él mismo cierto dÃa con una barca á reconocer la orilla que ocupaban los nuestros, donde, acometido, estuvo á punto de ser preso, y aún lo fuera, sin duda alguna, á saberse quién era; mas como no pudo escapar, vuelto á su campo, escogió trescientos hombres, los más valientes del ejército, y al mando del conde de Brahe los envió en dos barcas á que tomasen pie en la ribera opuesta. Acudieron á ellos los españoles, y hubo un combate encarnizado y terrible, durante el cual pasó el Rey con doblado número de gente; y los nuestros, ya inferiores, dejando muchos muertos en el campo, tuvieron que meterse en Maguncia. Dió Gustavo Adolfo tanta importancia á esta victoria, que levantó una columna en el campo para que la perpetuase. En seguida fué sobre Oppenheim para quedar desembarazado de estorbos antes de formalizar el cerco de Maguncia. HabÃa dentro de aquella plaza no más que quinientos españoles, los cuales, entrada por asalto, pagaron todos con la vida el obstinado valor con que se defendieron. Maguncia entonces fué inmediatamente acometida, poniéndose á la orilla izquierda del Rhin los suecos, mientras el landgrave de Hesse Cassel ocupaba la orilla derecha para impedir los socorros. Defendiéronse los nuestros, aunque sin esperanzas algunas de obtenerlos por espacio de cuatro dÃas, haciendo grande estrago en los contrarios; pero las fortificaciones no eran muy robustas, y no tardaron en ver la brecha abierta y en disposición de ser asaltada, con que les fué preciso capitular bajo honrosos partidos. Rendida Maguncia, apoderáronse fácilmente los suecos de otros lugares, y pronto de las plazas del Palatinado no quedó más que Franckenthal en poder de los españoles. Cerca de esta plaza derrotaron aún los suecos algunas compañÃas nuestras que iban de Flandes al socorro. Tras esto se derramaron por ambas orillas del Rhin, ahuyentando fácilmente las partidas y destacamentos de españoles que las guardaban (1632), ayudándoles no poco en todo esto al decir de los historiadores alemanes, el rigor de la estación, que enflaquecÃa á los nuestros y no estorbaba en nada sus operaciones, como gente acostumbrada á más duro clima. Ni pararon aquà los daños de aquel rigor de clima; mayores los padecimos poco después. Porque irritada nuestra Corte contra los suecos, á la par que importunada de los ruegos del Emperador, dió orden al duque de Feria, Suárez de Figueroa (1635), que de nuevo gobernaba el Milanés, para que dejando aquel Estado al cardenal Infante D. Fernando, hermano del Rey, levantase un ejército y viniese con él á defender la Alsacia de los suecos. Púsolo por obra el de Feria con actividad suma, y reuniendo hasta catorce mil hombres italianos con algunos oficiales españoles, pasó á Baviera y de allà á la Alsacia. Comenzó la campaña forzando á los enemigos á levantar el sitio de Brissac, plaza importantÃsima y cuya pérdida se tenÃa ya por cierta, y luego con no menor fortuna recobró á Baldelsult, Lucemburg, Rienfert, Rutagran, y los echó de toda la Alsacia obligando á huir al Rhingrave Oton Luis, que campaba triunfante por aquel lado con las armas protestantes. Mas no se hicieron esperar mucho los suecos, y acudiendo al opósito bajo las órdenes de Gustavo de Horn y de Bickenfeld y en número muy superior al de los nuestros, hubo que disponer la retirada. Aquà fué la desdicha, porque sobreviniendo los grandes frÃos del invierno, no pudo soportar la gente italiana, hecha á mejor clima, las marchas y operaciones, y casi toda pereció sin pelear. Fué tanto el dolor del hábil y pundonoroso General al verse sin ejército, que aunque no podÃa atribuÃrsele alguna culpa, murió de pesadumbre. ¡Pundonor extraordinario, el que todavÃa mostraban nuestros capitanes! Mientras esto pasaba del lado allá del Rhin, del lado de acá en las provincias regadas por sus poderosos brazos, con nombre también de rÃos, dejábanse sentir nuevos descalabros. No habÃa dejado el archiduque Alberto sucesión de su matrimonio. Era desgracia para nosotros su muerte, por ser el Archiduque buen capitán y hábil administrador, y porque los flamencos, viendo en él á su señor natural, con mejor voluntad le servÃan que á los españoles y á la misma Infanta. Y con la falta de éste y de Ambrosio SpÃnola y la ineptitud probada del conde de Berg, que mandaba el ejército, fueron las cosas de la guerra cada dÃa de mal en peor por aquella parte. Al fin la Infanta, llena de disgusto y afanes, y creyendo interesar con esto más al Rey de España para que enviase auxilios con qué continuar la guerra, se determinó á renunciar la soberanÃa devolviéndola al Rey de España. Admitió Felipe IV el partido, anticipándose sólo aquella carga, porque á la verdad, muerta sin sucesión la Infanta, habrÃa venido de todas suertes á sus brazos. Pero ni antes ni después era prudencia que España echase sobre sà el costoso mantenimiento de aquellas provincias tan discretamente abandonadas por Felipe II, donde tanta sangre y tesoros se consumÃan en balde. Alegábase en favor de esto una razón de algún peso, y era que importaba retener á nuestros enemigos en aquel paÃs extraño al cabo, y lleno de plazas fuertes y defensas naturales, á fin de que convirtiendo todas sus fuerzas contra nuestras fronteras, no peligrasen las provincias septentrionales de la PenÃnsula. Los acontecimientos mostraron que nuestros enemigos, no por lo de Flandes dejaban tranquilas nuestras fronteras, y que aquella razón plausible á tener bastantes soldados y capitanes para mantener la guerra en ambas partes, no lo era en modo alguno cuando no los habÃa por la despoblación y pobreza para guarnecer nuestras fortalezas. No dejarÃa quizás de tenerse en cuenta la cesión del Austria occidental á nuestra corona, antes pactada, que podrÃa abrir por aquellas provincias segura comunicación entre Italia y Flandes, cosa que hubiera hecho sin duda mucho más fácil nuestra dominación en ambos paÃses. Pero los acontecimientos mostraban ya por demás que tal cesión no se llevarÃa á cabo por falta de poder para merecerla y recabarla y era locura fiar en ella. En todo la falta principal de nuestra Corte era el equivocar las acciones. AcontecÃa de esta manera que las ideas más grandes y más profundamente polÃticas, aprendidas en la escuela insigne de Fernando el Católico y de Felipe II, eran las más fatales para la MonarquÃa. Quedó en Flandes la infanta Isabel Clara por gobernadora, y lo fué hasta su muerte. Mas no bien supieron los flamencos que dejaban de ser independientes volviendo á entrar en el dominio de España, quejosos é indignados comenzaron á tramar conspiraciones. Púsose al frente de ellas el mismo conde de Berg que gobernaba á la sazón los ejércitos, con el propósito de hacer de aquellas provincias una república como la de Holanda. La conspiración se frustró porque el conde de Archost, noble señor flamenco, lo reveló todo á la Archiduquesa; mas no quiso decir, por más instancias que se le hicieron, los nombres de los conjurados. Con todo el de Berg, harto sospechoso ya, fué separado del mando, y en su lugar entró el marqués de Santa Cruz, llamado de Italia. Poco faltó para que todo se perdiese. Mientras duraban los tratos y la trama de rebelión, entró el prÃncipe de Orange en la provincia de Güeldres, y se apoderó de Venlóo en sesenta horas, y dos dÃas después de Ruremunda con no mayor dificultad. En seguida se puso delante de Maestrick. Defendióse obstinadamente la plaza, y dió tiempo á que se tomasen las determinaciones que lo estrecho del caso requerÃa. Vino de Alemania el conde Godofredo Enrique de Papenheim, ferocÃsimo soldado y uno de los mejores capitanes del Emperador, al frente de un ejército de veinte mil hombres, para socorrer á la Infanta gobernadora, y unido con el marqués de Santa Cruz, puesto ya al frente de las armas españolas, acudieron ambos á socorrer á Maestrick. Delante de aquella plaza se libró un combate (1632), que debió tener provechosas resultas, según el número y valor de los nuestros, y no las tuvo sino fatales. Determinóse atacar en sus trincheras al ejército del PrÃncipe de Orange, hecho al cual debÃan concurrir los imperiales y los españoles; pero divididos en pareceres, ó celosos uno de otro, el conde de Papenheim y el marqués de Santa Cruz, dejó éste á aquél torpemente que acometiese solo con sus tropas, de modo que fué rechazado, dejando dos mil hombres en el campo. Maestrick se rindió á consecuencia de esta batalla dos meses después de sitiada. Papenheim con sus soldados se volvió á Alemania lleno de ira, y el vencedor tomó en seguida á Limburgo, á Orsoy y á Vère, sin hallar apenas resistencia. Señalábase públicamente como causa principal de tales pérdidas al marqués de Santa Cruz, que dado al juego y los placeres no ponÃa atención en las cosas de la guerra; además que no habÃa mostrado nunca mucha aptitud para mandar ejércitos. Apartóle la Infanta del mando, y como no hubiese allà hombre de bastante autoridad para tomarlo en su lugar, al fin se adoptó para remediar el mal un pésimo partido, que fué distribuirle entre cuatro Maeses de campo generales, que eran el duque de Lerma, nieto del famoso ministro, D. Carlos Coloma, D. Gonzalo Fernández de Córdova y el marqués de Aytona, de los cuales cada uno le ejercÃa una semana. Pronto se vió que con esta disposición extraña, antes se embrollaban y empescÃan que no se mejoraban las cosas. Equipóse á mucha costa una escuadra de noventa velas, y al mando del conde Juan de Nassau se la destinó á cortar las comunicaciones entre Holanda y Zelanda, rindiendo las islas pequeñas de aquel mar. Pero atacada por los holandeses entre Vianen y Sttaueinse, de las noventa naves setenta y seis fueron apresadas y las demás echadas á pique, no salvándose más que once de cinco mil seiscientos hombres que la tripulaban. Estaba equipada apresuradamente y con poco conocimiento, de manera que ni eran buenos los bajeles ni las tripulaciones ejercitadas. Al saber tales desastres nuestra Corte, tan poco oportuna para comenzar las guerras como para terminarlas, entró en deseos de paz ó nuevas treguas con los holandeses. Moviéronse tratos y se continuaron en La Haya por algunos meses, á punto que se creyó que llegarÃan á buen término. Pero las intrigas de Richelieu, que querÃa mantener allà ocupadas las fuerzas de España, mientras él maduraba las grandes empresas que traÃa en la mente, lograron al cabo romper los tratos. En el entretanto el prÃncipe de Orange rindió á Rimberg en diez y seis dÃas de sitio, plaza que más de una vez hemos visto ya ganada y perdida por los españoles, y abrió trincheras delante de aquella Breda, tan costosamente adquirida. La Infanta gobernadora y la Corte de España no sabÃan acudir al reparo de estas cosas sino mudando las cabezas del ejército. El marqués de Santa Cruz habÃa vuelto ya á España, donde halló recompensa á sus derrotas con el empleo de mayordomo mayor del Rey, que se le dió, aunque no volvió más á hallarse en ejércitos de tierra. Y dejando ahora el mando semanal de los Generales, entró solo á desempeñarlo algunos dÃas el duque de Lerma. Dió éste alguna muestra de sà con la toma de Stevenswert, isla del Mosa, no poco importante, la cual ganó pasando á caballo el rÃo con sus soldados; mas no tardó en sucederle el marqués de Aytona, D. Gastón de Moncada, antes Embajador en el Imperio y Capitán general de Aragón, en aquel mando. Sitió el nuevo General á Maestrick y se mantuvo dos meses delante de la plaza, hasta que con noticia del apuro en que á Breda traÃa puesta el de Orange, se levantó de allà para ir al socorro. No se atrevió á aguardarle el prÃncipe de Orange y alzó sin pelear el campo. En esto murió la Infanta gobernadora Doña Isabel Clara Eugenia, ya de edad muy avanzada, llorada por sus virtudes y buen deseo de sus antiguos vasallos y de los españoles, y el marqués de Aytona unió interinamente con el de las armas, que ya tenÃa, el gobierno de todas las cosas del Estado (1633). Durante el tiempo que estuvo en él, que no fué mucho, entró Aytona en negociaciones con el prÃncipe Gastón de Orleans y con la reina MarÃa de Médicis, que habÃa venido á aquellos Estados huyendo de la persecución de Richelieu. El objeto era que el PrÃncipe francés levantase con dinero de España un ejército de franceses y alemanes y entrase por él en Francia por una parte, mientras los españoles invadÃan por otra el territorio, repartiéndose las conquistas. Era Gastón de Orleans uno de los hombres más pérfidos de su siglo, y MarÃa Médicis pecaba no poco de inconstante. Bien pronto se supo que Gastón mantenÃa tratos á la par que con España con Richelieu, y él y la Reina salieron de Flandes sin que surtiese efecto el tratado. Ni dejó Aytona el mando sin lograr otra ventaja importante, y fué que la plaza de Filisbourg, que los Generales suecos habÃan conquistado y puesto en son de depósito en manos de franceses, viniese á poder de los nuestros por sorpresa. Pero poco después el conde de Fontainay, Maestre de campo general, que embistió valerosamente á Fort Philippine, á cuya defensa estaban los holandeses, no pudo alcanzar su rendición, y con tales ventajas y reveses, veÃase claramente que todo se perdÃa, á no acudir eficazmente al remedio. Por lo mismo desde la muerte de la infanta Clara Eugenia se estaba tratando de enviar allá persona de autoridad que ocupase el puesto. Fijáronse los ojos de todos desde la muerte de la Infanta Doña Isabel Clara Eugenia en el Cardenal infante don Fernando. Era éste el menor de los tres hijos varones que habÃan quedado de Felipe III, Cardenal y Arzobispo de Toledo desde sus primeros años, y de todos el de más valer, aunque el segundo, D. Carlos, también alcanzó crédito de valeroso y discreto. La muerte temprana de D. Carlos le dejó á solas entregado á los recelos del Conde-Duque, que de uno y otro hermano habÃa desconfiado siempre mucho, procurando, como en otro lugar dejamos dicho, indisponerlos con el Rey. No obstante éste que era de generoso ánimo, aunque licencioso é indolente, no dejó nunca de parecer buen hermano. En las Cortes de Barcelona de 1632 le vimos ya á D. Fernando ocupando el lugar del rey D. Felipe: luego quedó allà de Virrey por algún tiempo, mostrándose hábil y celoso, al propio tiempo que firme y severo, porque habiendo pretendido cubrirse delante de su autoridad los concelleres de Barcelona, no pudieron conseguirlo por más instancias que hicieron: cosa que á la verdad acrecentó el enojo que entonces comenzaba de los catalanes. Desde este virreinato pasó á Italia con ánimo ya de que le sirviese de puente para Flandes; allà consiguió que se concertasen la República de Génova y el duque de Saboya, cortando por entonces un rompimiento funesto para la paz de Italia. Y hecha ya experiencia de su persona y calidades con tales empleos, se determinó al fin enviarlo al gobierno de Flandes (1634). Pudiérase añadir á la experiencia que hubo de su aptitud una razón de más peso entonces para explicar la causa de su nombramiento. El Conde-Duque, que no habÃa podido indisponerlo con su hermano, nada deseaba tanto como arrojarle por cualquier motivo fuera de España. Para ello no debÃa omitir medio alguno, y aunque era Cardenal y Arzobispo de Toledo, persuadido también de que semejante ejercicio no correspondÃa á su humor belicoso y ánimo levantado, se resolvió á destinarle á la guerra. ¡Feliz recelo y persecución del Privado, que nos proporcionó un General de tanto mérito y tan consumado polÃtico como el Cardenal Infante! Acogió éste con entusiasmo el propósito: tenÃa veinticinco años y amor grande á la gloria; por sus venas corrÃa aún la sangre de Carlos V, y en su mente se albergaba algo del espÃritu de Felipe II: no podÃa haberle dispensado mayor favor el Conde-Duque. Con su nombramiento coincidió el deseo de reforzar poderosamente el ejército de Flandes, y ordenósele recoger en Milán cuanta gente pudiese de españoles é italianos y conducirla á Flandes, atravesando los paÃses hereditarios del Emperador. Hiciéronse tres tercios del viejo de LombardÃa, núcleo y cimiento siempre de los ejércitos que habÃan peleado con el Milanés y sus fronteras: el uno de ellos quedó allá, y los otros dos con soldados veteranos, criados en la escuela austera del conde de Fuentes, del marqués de Villafranca y duque de Feria, tomaron con el Cardenal Infante el camino de Flandes. Siguiéronle también algunos tercios italianos, y buenos escuadrones de caballerÃa napolitana y española acudieron al propio objeto, formándose en todo un ejército de diez mil soldados, resto glorioso de nuestra antigua pujanza en la guerra. No habÃa llegado este ejército á la mitad del camino cuando se presentó una ocasión de que demostrasen, el General sus altas cualidades, y los soldados, que no habÃa decaÃdo aún el valor de los españoles, y que si eran pocos en número para atender á tan dilatada y larga defensa como necesitaba la MonarquÃa, no se hallaba aún quien los superase en el pelear en campo. Rogó el Emperador al Infante Cardenal que le ayudase á desalojar á los suecos del Rhin, y como esto conviniese también á los intentos de España, prestóse de buena voluntad á la empresa. Reunióse entonces un poderoso ejército de españoles é imperiales, mandados los primeros por el cardenal infante con Felipe SpÃnola, ahora marqués de los Balbases, y el marqués de Leganés, Capitán general de la CaballerÃa de España; y los segundos, por el archiduque Fernando, rey de HungrÃa, el duque de Babiera, Picolomini, Galas y Juan de Wert, además del duque de Lorena que mandaba el cuerpo de tropas suyas aliadas del Imperio. Este poderoso ejército ganó la batalla de Nordlinghen, principalmente debido al valor de la InfanterÃa española, y á su vista Ratisbona y Donawerth cayeron sin poder resistir un punto, con lo que bien pronto Nordlinghen, una de las fortalezas más temibles de la Suavia, se sintió amenazada de igual suerte. Temieron los protestantes aquella pérdida, y á evitarla acudieron el mariscal Gustavo de Horn con los suecos, y Bernardo, duque de Sajonia Weimar con los alemanes, ambos famosÃsimos Generales, trayendo en su compañÃa á Gratz y otros capitanes veteranos, con toda la flor de los soldados de Gustavo Adolfo y de sus aliados. Tomaron los enemigos un bosque defendido de los nuestros, y que abrigaba nuestro campo y llegaron á ponérsele delante. Luego, habiendo no lejos de Nordlinghen unas colinas que dominaban el campo católico, las cuales cuando llegaron los enemigos á divisarlo estaban abandonadas, quiso el de Horn apoderarse de ellas por sorpresa la noche que precedió á la batalla, y á lograrlo pagaran los nuestros su descuido muy caro; pero por lo áspero del terreno y el temporal que sobrevino, no pudiendo apenas arrastrar la artillerÃa ni mover la gente, llegaron tarde los contrarios y hallaron ya reparada la falta, y muy bien fortificadas, en pocas horas, las colinas. Sobre ellas se formó el ala izquierda de los nuestros; tropas imperiales escogidas ocupaban las cimas, y á la espalda, como en reserva, y para asegurarlas, se plantó un tercio de InfanterÃa española gobernada del Maese de campo general D. MartÃn de Idiaquez. à la derecha acudió Galas con la CaballerÃa húngara y alemana, y Leganés con la española y napolitana y un grueso de InfanterÃa. En el centro estaba el grueso de la InfanterÃa alemana, italiana y lorenesa, al mando del duque de Lorena y otros varios Generales. Los PrÃncipes acudÃan aquà y allá estimulando el valor de los soldados. Comenzaron el ataque los enemigos por nuestra ala izquierda que embistió Gratz con las mejores tropas suecas y weimaresas: una lluvia espesÃsima que traÃda por el viento azotaba los rostros de los imperiales, permitió á los enemigos llegar sin ser vistos hasta el pie de las colinas: cegaron fácilmente con fagina los fosos, y subieron intrépidamente á lo alto. Allà se empeñó un furioso combate donde los suecos sostuvieron su antigua reputación y la gloria del gran Gustavo, y los imperiales el nombre y la gloria de su Soberano. Al fin, habiendo llegado gente de refresco en ayuda de los suecos, los imperiales, que ya habÃan perdido y ganado una vez las colinas, se pusieron en dispersión, arrojándose sobre la InfanterÃa española que estaba plantada á sus espaldas; mas ésta caló las picas y recibió con ellas á los fugitivos, de modo que tuvieron que volver el rostro de nuevo al enemigo. Poco habrÃa durado, sin embargo, el combate sà Idiaquez no hubiese movido su tercio en demanda de los vencedores. Recibiéronle los suecos como gente acostumbrada á vencer siempre, y alentada más y más con el reciente triunfo; pero los españoles hicieron tanto que á hierro los llevaron hasta las faldas opuestas de las colinas, poniéndoles en completa derrota. En vano acudió Gustavo de Horn á restablecer el combate. Obstinados los enemigos en recobrar las alturas, inmóviles los españoles en sus puestos sin vacilar un punto en mantenerlos, se fué consumiendo la flor de la InfanterÃa sueca y alemana sin fruto alguno, muertos ó heridos todos los valientes y desalentados y en desorden los otros. Siete veces llegó á tocar la cima de la posición un regimiento alemán del duque de Weimar, y siete veces cayó de ella vencido. Asombrados los extranjeros calificaron no de valiente sino de heroica la resistencia de nuestro tercio, y ello es que á sus plantas quedó rendida la gloria de aquellas armas que estaban llenando el mundo. Mientras la derecha enemiga, empeñada contra nuestra izquierda, corrÃa tan mÃsera suerte, el duque de Sajonia Weimar, que mandaba su izquierda, hizo ciar á Galas y al marqués de Leganés; mas repuestos ellos le embistieron de modo que le pusieron en derrota. Cubrióse de gloria en asombrosa carga la CaballerÃa húngara y la napolitana del ejército español; y el marqués de Leganés, que aunque con el alto cargo de Capitán general de la CaballerÃa hacÃa allà acaso sus primeras armas, dió hartas muestras del valor de su persona, digno sin duda de la casa de Guzmán, de donde era. Restablecióse algo la gente del de Weimar; mas era inútil. La InfanterÃa española todo lo habÃa arrollado por la izquierda; el centro traÃa puesto en grande aprieto al de los enemigos, la derecha amagaba nuevo ataque, y desanimados ya por todas partes alemanes y suecos, donde quiera humillados después de tantas horas de lucha, acabaron por soltar las armas y huir desordenadamente. Ocho mil cadáveres de ellos cubrÃan ya el campo; pero aún la fuga les fué más costosa, porque Juan de Werth, que se encargó de perseguirlos, degolló más de nueve mil en los campos de Nordlinghen y Wurtemberg y Ulloa, adonde se acogieron las reliquias de aquel ejército, vencedor hasta entonces en cien batallas (1634). Ochenta cañones, trescientas banderas, cuatro mil carros de transporte y un número crecido de prisioneros, fueron los trofeos de la victoria. Entre los últimos se contaron el mismo Gustavo de Horn, Gratz y todos los Generales; sólo el de Weimar logró recogerse en Francfort. Las historias alemanas, aun las de los protestantes, conceden á nuestras armas todo el honor de aquella célebre jornada. Quien más gloria ganó en ella fué el Cardenal Infante, que aunque no peleó por su persona, echó allà los cimientos de su fama militar por el buen acierto de sus disposiciones y consejos. El marqués de Leganés, D. Diego Felipe de Guzmán, primo del Conde-Duque, se dió á conocer por valentÃsimo; asà fuera tan hábil capitán en adelante como buen soldado. También se hicieron notar el valeroso Maese de campo D. MartÃn de Idiaquez y D. Pedro de Santa Cilia y Pax, mallorquÃn de larga y peregrina historia, que mandaba una compañÃa de dragones, con la que hizo maravillas en la batalla. Salvóse el Imperio, y se perdiera del todo la causa de los protestantes sin el auxilio poderoso que Francia, declarada ya en formal enemiga de la España cuando de tanto tiempo antes lo era simulada, no hubiera venido á mezclarse en la contienda; acontecimiento que forma época en la Historia de España, por lo cual requiere libro aparte. Mas no hemos de terminar éste sin dar antes alguna cuenta de lo que durante el perÃodo que acaba de terminar aconteció en las lejanas costas de Asia y del Sur de Ãfrica, que fué no poco digno de recuerdo. Llegaron allá inopinadamente numerosas naves holandesas y causaron grandes daños en el comercio que hacÃan los portugueses sujetos á nuestra corona, y no contentos con eso animaron y excitaron á las reyes bárbaros, tributarios de España, para que sacudiesen el yugo. Uno de ellos, por nombre Chingulia, rey de Mombaza, se echó sobre los cristianos residentes en sus Estados y los degolló despiadadamente. Envió el Virrey de Goa una escuadra á castigarle, mas no pudiendo lograr su objeto en la primera campaña, halló en la segunda que el bárbaro, destruÃdas las fortalezas y arrasados los campos, se habÃa retirado con todos sus vasallos y riquezas al interior de la Arabia. Viendo los holandeses el buen éxito de sus tentativas, mandaron ya formales escuadras á aquellos dominios. Una de ellas se apoderó de una flota portuguesa que venÃa de China. Otra dió auxilios eficaces á los habitantes de Ceilán para que se alzasen contra España. Los portugueses que guarnecÃan esta isla eran tan pocos en número que no pudieron mantener el campo y tuvieron que encerrarse en la fortaleza de Colombo. Allà sostuvieron un sitio gloriosÃsimo, donde faltos de todo, por no rendirse, llegaron á comer carne humana. Socorrióles al fin el Virrey de Goa, enviando á D. Jorge de Almeida á que echase á los enemigos de la isla con algunas naves. Después de muchos trabajos llegó este General á Ceilán, reunió alguna gente y con ella obró de manera que en pocos dÃas logró que la bandera de España volviese á flotar en todos los lugares de aquella remota tierra, trayéndolos á la obediencia. Heroico capitán este D. Jorge y digno de mejor suerte que la que tuvo, pues murió á poco olvidado y escarnecido, asà del Gobierno de España, como de los mismos á quienes con su valor habÃa salvado de segura pérdida. [Ilustración] [Ilustración] LIBRO CUARTO SUMARIO De 1636 á 1640.--La MonarquÃa francesa.--Cotejo con la española.--Pretextos para la guerra, prisión del elector de Tréveris, manifiesto del Rey de Francia; contestación; verdadera situación de la MonarquÃa.--Corrupción de los ejércitos y de la Corte; autos de fe, comedias, galanteos; el conde de Villamediana; principios de la guerra.--Flandes: batalla de Avein: pérdida de Tirlemont; sálvase Lovaina; tómase el fuerte de Schenk; irrupción en PicardÃa; toma de la Chappelle, Chatelet, Vervins, Noyon, Roye, Corbie; terror de ParÃs; retirada del ejército; piérdense las plazas conquistadas; censura de aquella disposición; atacan los enemigos el Franco-Condado; defensa heroica de Dola; pérdida de Breda y de LandecÃ; conquista de Roremunda; combates parciales; conquistas importantes de la Valette y del mariscal de Chatillon; Ham, Ivoy y otras plazas vienen á sus manos; socorro á Danvillers é inútil destrozo de franceses; batalla del Callao y rota de los holandeses; socorro glorioso de S. Omer; batalla y victoria de Thionville; pérdida de HesdÃn; nuevos combates parciales; malogrado socorro y pérdida de Arras, empresas frustradas de los holandeses en Flandes; nota que les da el gobernador de Güeldres; horrible desolación del Franco-Condado por los franceses.--Italia: defensa gloriosa de Valencia de Pó; campaña del de Rohan en la Waltelina; derrota del conde Juan Cerbellón, campaña de Tessino; gran batalla indecisa; el duque de Parma, nuestro enemigo, pide la paz; combates parciales; liga con los PrÃncipes de Saboya; conquista de la mayor parte de las plazas del Ducado; toma de TurÃn; sitio de la ciudadela; tregua; combate en el Routa; derrota de Casal; pérdida de TurÃn. Pirineos: entrada en Gascuña; conquistas; retirada importuna; suceso desgraciado de Leucata; victoria de FuenterrabÃa; pérdida de Opol de Sasas, su costosa reconquista, y rota de los franceses.--Guerra marÃtima: conquista de San Honorato y Santa Margarita; expedición de los enemigos contra Valencia; derrota de su armada; amagos del arzobispo de Burdeos contra las costas cantábricas, siempre frustrados; armada infelicÃsima de Oquendo; expedición del conde de la Torre al Brasil; derrota de su armada.--Situación miserable que ofrecÃa la nación á este punto; diversiones, desmoralización, confusión de ideas. LA nación francesa, dividida en facciones y debilitada por las guerras religiosas, apenas habÃa tomado parte en los negocios de Europa por cerca de un siglo. Enrique IV tuvo sin duda grandes pensamientos, mas no llegó á ejecutarlos. Algunos han creÃdo que uno de ellos era el fundar la MonarquÃa universal, sueño polÃtico de la época; pero tal intento, que pareciera temeridad en un Carlos V y en un Felipe II, habrÃa denotado manifiesta locura ó crasa ignorancia en el Monarca francés. No contaba éste ni con tesoros para tanto, ni con ejércitos, ni con capitanes, ni tenÃa, en fin, cosa alguna de cuanto pudo en otros dar ocasión á tan alto intento. No ha faltado tampoco quien, con más razón acaso, atribuya los propósitos del Monarca francés á locos impulsos de lujuria, pasión que en él tanto imperaba: de esto dejamos ya hablado al tratar de su suerte. Pero de todos modos cuando ella le sobrevino, comenzaba ya á inquietar nuestro poderÃo, y á intervenir en las cosas de Europa. Durante los primeros años de Luis XIII tampoco sonó la Francia en cosa importante, porque los socorros que dió á Holanda y al duque de Saboya, no fueron más que momentáneos y aun las más veces encubiertos. Mas no bien entró Richelieu en los consejos de este PrÃncipe, cuando se propuso darle en Europa á su nación la importancia que sin duda merecÃa por el número de sus habitantes y lo dilatado de sus fronteras, ya que por su poder y valor militar poco se hubiera señalado todavÃa. Pero la Francia no podÃa levantarse ni tomar superioridad en Europa mientras continuase imperando en ella y disponiendo de sus destinos la casa de Austria; y de ésta el primero y más temible campeón era el Rey de España. Por lo mismo encaminó desde el principio Richelieu sus pensamientos á destruir nuestra influencia y nuestro predominio. Hallábase á la sazón Francia tan en la cima de su poder, como España en decadencia. Su población, no repartida por dos mundos, como lo estaba la nuestra, sino recogida en no muy ancho territorio; no diezmada como aquella por dos siglos de guerra extranjera y de conquistas dilatadas, ni disminuÃda con tales expulsiones como la de los judÃos y la de los moriscos, era tres veces mayor que la de España. Sus pueblos y sus campos habÃan padecido grandes calamidades en las antiguas guerras extranjeras y en las civiles de los últimos tiempos; pero no tanto ciertamente como en los ocho siglos de la guerra mahometana padeció España; asà ofrecÃan harto mejor apariencia que los nuestros, hechos escombros y eriales. No habÃan poseÃdo los franceses minas de oro que los apartasen del cultivo de la tierra y artes mecánicas, como á tan mal tiempo poseyó España; de modo que no bien acabadas las guerras y las calamidades, viéronse florecer entre ellos la agricultura é industria. La Corte, si no honrada, no era cuando menos tan licenciosa que se enervase como la nuestra en los placeres, gastando en ridÃculas prodigalidades el Tesoro público, que por cierto estaba también más desembarazado que el nuestro desde el tiempo del buen Enrique IV. Sully, su ministro, fué de los primeros en conocer que no está tanto el beneficio del Tesoro en sacar mucho de los pueblos como en sacarlo bien y sin mucho daño. De ciento cincuenta millones de francos calculábase que sólo treinta entraban en el Tesoro; los Gobernadores de las provincias no sólo imponÃan contribuciones para el Rey, sino también para sà propios, y la deuda pública ascendÃa á trescientos millones de francos. à todo atendió Sully, si no siempre con acierto, con constancia y desinterés, que es lo principal en estas cosas. Hombre de costumbres puras y severas, pobre en el vestir, sobrio y enemigo de placeres, naturaleza espartana de esas que Dios envÃa de cuando en cuando á salvar á las naciones, acaso su desdén al lujo y á los placeres causó el más grave de sus yerros, que fué olvidar la industria y procurar que la agricultura fuera la única ocupación de los franceses. Con todo eso pudo tanto su buena fe, que dejó la deuda casi enjuta, disminuÃdos los impuestos, mejorados los caminos y fortificaciones, y sobrantes en el Tesoro cincuenta millones de reales de nuestra moneda, al salir del mando. Y en verdad que por mala que dejase la hacienda española Felipe II, no mucho mejor estaba la francesa después de la guerra de la liga: la deuda misma era mayor, y la inmoralidad que allà habÃa en la administración y recaudación, ni de lejos era igualada en España. Un solo ministro honrado y un perÃodo de paz no muy largo bastaron para obrar en Francia mudanza tan grande, mientras en España cada dÃa fueron empeorándose las cosas. Algo se perdió de lo ganado en la hacienda pública durante la minorÃa de Luis XIII; pero la misma impotencia en que se halló entonces la Francia, conservándola en una paz completa, ofreció á su agricultura mejoras, y dió aumento á su población y ensanche á la general riqueza. Y fué de ver que contribuyese España á proporcionarle estas últimas ventajas, haciendo tanto porque se mantuviese neutral, cuando más bien la convenÃa pelear con la Francia, entonces que estaba flaca y mal gobernada, que no después debajo de un Rey, unida y fuerte. Gran falta de previsión polÃtica en nuestra Corte el retardar guerras que habÃan de venir al cabo, desperdiciando la ocasión oportuna que ofrecÃa la menor edad de Luis XIII, y á ser generosidad, generosidad impropia de un gobierno sensato. Todas estas causas hicieron que Francia se hallase más fuerte y más próspera que nunca al empuñar Luis XIII las riendas del gobierno. Sólo faltaba ya una mano diestra y poderosa que tomase el timón del Estado, para que Francia sacase el partido que debÃa de su situación, destruyendo la cizaña que aún quedase en ella y sembrando nuevas semillas de poder, porque el Rey era inepto y descuidado. Entonces apareció fatalmente Richelieu, hombre, como particular, odioso; grande, como ministro, y de esos que saben levantar á las naciones ofendiendo y maltratando á los individuos, cosa en muchas ocasiones indispensable. Alcanzó Richelieu un conocimiento perfecto de Francia y del estado del mundo, y especialmente de lo que era y podÃa España; porque desde el tiempo de Enrique IV los Embajadores franceses no habÃan hecho más que espiar nuestras flaquezas y delatarlas; de suerte que la pobreza de nuestro Tesoro, la despoblación y la ruina de nuestros campos y cuantas enfermedades aquejasen al decaÃdo cuerpo de la MonarquÃa, eran más conocidas en ParÃs que no en Madrid y en España. Comprendió entre otras cosas Richelieu que el nombre de la nación no estaba sostenido en los campos de batalla, sino por algunos soldados heroicos, reliquias de su pasado. Y contando el número grande de los suyos paseaba á la par la codiciosa vista por las dilatadas provincias que en Europa obedecÃan nuestro cetro, mirándolas como presa fácil y deleitable despojo del que primero supiera acudir al botÃn que se ofrecÃa. No ignoraba tampoco que en los mismos reinos de la PenÃnsula era fácil hacer presa, ó cuando menos hallar muchos auxiliares y amigos con nombre y tÃtulo de independientes; porque si bien la lealtad española no permitÃa sospechar que con dinero vendiesen los soldados á gentes extrañas provincias y fortalezas, como tan frecuentemente se vió en otras naciones, y en especial en Francia, estando la obra de la unidad nacional tan en los principios, y teniéndose cada provincia por de distinto valer y origen, si no por enemiga de las demás, podÃa preveerse sin grande esfuerzo que estallasen al estÃmulo de los socorros de por fuera y de los apuros interiores, insurrecciones como aquellas que estallaron con efecto, dando de sà tan tristes muestras en Portugal y Cataluña. Y sin duda contaba también el sagaz extranjero con la imbecilidad de nuestra Corte, la lujuriosa indolencia del Rey y la vanidad inepta del Privado. Mientras hubo asomos de guerra civil y hubo quien le disputase su poder en la misma Francia, Richelieu disimuló sus proyectos y aun llevó con paciencia los triunfos y la soberbia de sus contrarios, amenazándolos tal vez para contenerlos, pero evitando siempre formales empeños. Rematados los protestantes con la toma de la Rochela, separada la Reina madre, á quien tenÃa por enemiga, del lado del Rey, y frustradas las conspiraciones de los PrÃncipes y de los grandes vasallos disgustados con lo omnipotente de su influjo, volvió los ojos al propósito de poner en obra sus pensamientos. Antes refrenó aún la codicia despierta otra vez de los recaudadores y Gobernadores, inclinó á la carrera de las armas á la nobleza, separándola por fuerza de las intrigas, y estableció una disciplina severÃsima en el ejército; por manera que luego se vió que cuantos capitanes perdÃan una batalla ó una plaza, eran procesados y por lo común condenados á muerte. Al propio tiempo puso los ojos en la marina de guerra, y por primera vez armadas navales francesas se mostraron poderosas en los mares. Preparado ya todo, no aguardaba más que una ocasión oportuna para declararse, cuando la batalla de Nordlinghen vino á darle á entender que no era tiempo de más espera; porque si la causa protestante morÃa en Alemania, desembarazado el Emperador de tan temible enemigo, acudirÃa al extremo en ayuda de España, y esta desde luego con las triunfantes armas del Cardenal Infante, podrÃa lograr gloriosos y terribles efectos en Holanda, con cuyo poder habÃa él contado para conseguir más fácilmente sus intentos. Pero la declaración formal de guerra que en 1636 hizo á Felipe IV Luis XIII, ó más bien el cardenal duque de Richelieu, que con grandÃsima habilidad regÃa allà las riendas del Gobierno, forma época en la Historia de España. Pusóse á toda prisa á imaginar un pretexto, y no tardó en hallarlo. MantenÃa el Elector de Tréveris Ãntimos tratos con los enemigos del Imperio y de la España, señaladamente con los franceses, debajo de cuya protección habÃa puesto su persona y Estados. No era de respetar ciertamente tal protección, ni eso era costumbre en los tiempos que corrÃan; y después de la victoria de Nordlinghen se resolvió su castigo. Encomendóse al conde de Emden que gobernaba por España el Luxemburgo, y saliendo de Lieja con tres mil soldados, entró por sorpresa en Tréveris, destrozó la gente francesa que guarnecÃa los muros, y trajo preso á Bruselas al Elector. Exigió Richelieu del Cardenal Infante, que lo pusiese en libertad al punto; como éste se negase á hacerlo mientras no recibiese órdenes de Madrid, envió un heraldo á Bruselas á que de parte de Francia le declarase la guerra. Y en seguida publicó un manifiesto enumerando largamente los propios agravios y callando los que habÃa recibido España, que no eran pocos, como va ya mostrado en esta historia. Declaraba en él Luis XIII que movÃa sus armas porque la ambición de España pasaba ya á oprimir descubiertamente á los PrÃncipes aliados de su corona, y que después de todos los esfuerzos que habÃa hecho para desmembrarla, no habÃa encubierto el designio que tenÃa formado de atacarla á fuerza abierta, al mismo tiempo que el mal estado de sus cosas debiera disuadirla; añadÃa que España no habÃa cesado del injusto deseo de usurpar los Estados de sus vecinos para establecer el Estado de la MonarquÃa universal á que aspiraba; alegaba en comprobación de esto la ocupación de la Valtelina, la guerra de Mantua y la prisión del Elector de Tréveris, y protestaba, en fin, que no obraba si no en virtud de la propia seguridad y defensa. Respondieron á este papel en sendos libros D. Francisco de Quevedo, el historiador Céspedes de Meneses y otros varios teólogos y juristas, mostrando las quejas que de nuestra parte habÃa contra la Francia. Pero no era tanto ocasión de palabras como de obras y fué preciso aprestarse á la guerra. Cómo se hallaba á la sazón nuestro poder lo demuestran las páginas antecedentes. No se habÃa perdido nada de la herencia pingüe de Felipe II; antes algunos territorios y derechos no poco importantes, habÃan venido á hacer más ostentosa la apariencia de nuestro poderÃo. Pero los males interiores del Estado habÃan corrido y aumentádose rápidamente en los últimos años. Uno de ellos, sobre todo, fácil de prever y descuidado como los otros, vino á mostrarse ahora, comenzando á dar amargos frutos. Ya apenas habÃa ejército que sustentase nuestro nombre. Devorados lentamente por tantas y tan imprudentes guerras, quedaban solamente algunos miles de valientes veteranos, pocos para luchar con la muchedumbre de nuestros enemigos. Las nuevas levas, mal dispuestas y peor ejecutadas, no podÃan llenar el vacÃo. Mas no era esto solo. Hasta entonces se habÃa conservado en Madrid cierta veneración á los ejércitos, y habÃa habido cierta severidad en repartir los mandos y empleos de la milicia. La antigua disciplina y escuela de los ejércitos de Felipe II se habÃa conservado bastante bien durante el reinado de Felipe III, y aun cuando desde que el Conde-Duque entró á gobernar las cosas, se notaba sÃntomas de corrupción, no habÃa llegado ésta á producir hasta entonces todas sus consecuencias. Ya no se daba el mando de los ejércitos al de más mérito, sino al más galán y al que más favor alcanzaba del Conde-Duque; repartÃanse sin tasa empleos y dignidades. Con esto á un tiempo se destruÃa la autoridad del mando y de la obediencia, se quitaba el estÃmulo de los antiguos escuadrones, y se enflaquecÃa el poder de los nuevos. AsÃ, aquel ejército formado en la escuela del Gran Capitán, amaestrado después por el duque de Alba y conservado por el de Fuentes de Val de Opero, habÃa perdido su organización robusta y mucha parte de sus tradiciones. Sólo en Flandes podÃa decirse que hubiera ejército digno de España, aunque escasÃsimo en fuerzas. Continuaba al propio tiempo la penuria y la confusión en la moneda del reinado anterior; por tal manera, que desde los primeros apuros de la guerra se tomaron nuevas disposiciones sobre ella contrarias, precipitadas y ruinosas. En 1636 se acordó que todo el vellón resellado se recogiese otra vez, para que, vuelto á resellar, se triplicase su valor, sin reparar en que poco antes se habÃa bajado el de toda esta moneda; alteróse el premio del cambio de la moneda de vellón por el de oro y plata, imponiendo nada menos que pena de muerte á los que llevasen más del señalado, y se prohibió la entrada del cobre en bruto en la PenÃnsula. IncreÃbles alteraciones y trastornos dictados por la ignorancia y la codicia que causaron sin ventaja alguna del Tesoro, horrendos males en la nación. Negábase todo el mundo á comprar y vender, no sabiendo, en suma, el precio de las cosas, pues todo dependÃa de tales alteraciones; interrumpÃanse las transacciones sobre los objetos de primera necesidad, que eran ya casi las únicas que se conocÃan; pasaban dÃas y dÃas sin que á los pueblos viniese pan ó vino ó legumbres, padeciéndose hambres y trabajos sin cuenta. Y en medio de esto, aparecÃan triunfantes los usureros genoveses y franceses, negociando con los ministros, y exprimiendo á los pueblos españoles, para volverse cargados de oro á los suyos. SeguÃan á la par las rentas empeñadas, y más cada dÃa escasas para atender á las cargas públicas. Las Cortes de Castilla, ó tÃmidas ó sobornadas, concedieron para los primeros preparativos de la guerra un servicio de nueve millones de ducados en plata por tres años. No tardó el Rey en pedir más, y se le dieron arbitrios para pagar y mantener ocho mil soldados, lo cual se fué prorrogando de año en año para siempre. Impúsose también un tanto por ciento, que se llamó de extensión de las alcabalas: impuesto este ya tan oneroso, que pesando sobre las compras y ventas, y habiéndose ido lentamente acrecentando, traÃa aniquilado sin necesidad de otro arrimo el comercio é industria. Establecióse por pragmática el papel sellado en los tribunales seculares del reino, y cargáronse otros arbitrios sobre las reliquias de la agricultura y comercio. Por último, se acudió al medio de vender propiedades y establecimientos en Italia, recurso que, bien empleado, podÃa ser de mucho provecho por las ricas heredades que en todas partes tenÃa la corona. No habÃa naves, ni armas, ni soldados que oponer al gran poderÃo de la Francia, y eso podÃa justificar tamaños esfuerzos y gravámenes; pero bien se vió que no eran tales objetos los principales del Rey y de su favorito. Por los mismos dÃas en que se supo la declaración de guerra de la Francia, celebráronse en Madrid los grandes festejos, que eran ordinarios y en los cuales se gastaban sumas inmensas, siendo la ocasión ahora el nacimiento de una Infanta. Y debieron reputarse por cortos y por grande el fundamento, mirando los que se hicieron dos años después, por haber sido elegido Rey de romanos Fernando, que lo era ya de HungrÃa y de Bohemia, cuñado del nuestro. En celebrar tal acontecimiento y que tan poco nos importaba, se gastaron nada menos que doce millones, cantidad increÃble á no estar bien atestiguado; duraron las fiestas cuarenta y dos dÃas; hubo toros, cañas, parejas, danzas, máscaras, farsas, mogigangas y cuanto pueden inventar la satisfacción y el contento. Por remate, se representó en la plaza pública una comedia titulada _Don Quijote de la Mancha_, que, como advierte cierto historiador, no pudo ser en la ocasión más oportuna. No eran, sin embargo, indispensables los pretextos para tales fiestas; sin ellos corrÃanse toros cada dÃa, y habÃa frecuentes justas y cañas. Refiérese que en una de tales ocasiones se prendió fuego en la Plaza Mayor de Madrid, ardiendo en gran parte, y como á pesar de eso hubiera en el mismo lugar nuevas fiestas á los pocos dÃas, se vió en medio de ellas que de cierta casa de las quemadas salÃan aún torbellinos de humo. Alborotóse el concurso, fué mucha la confusión, no pocos los heridos y estropeados, mas el Rey ni aun se movió de su asiento. Hecho harto loado de animoso por los aduladores viles de la época; que si lo era, bien pudo emplearse en mejor ocasión é intento. à veces en lugar de toros y danzas habÃa procesiones ostentosas, donde el clero lucÃa sus inmensas riquezas. Ni dejaban de alternar con tales regocijos los autos de fe y las fundaciones de monasterios. Asistió el Rey con toda la Corte y gran séquito y fiesta al auto de fe que con desusada pompa se celebró, corriendo el año de 1632 en la Plaza Mayor de Madrid, donde fueron condenados á sentencia capital siete judÃos y salieron otros veintiséis penitenciados, por haberse descubierto que tenÃan conciliábulos, donde secretamente practicaban sus devociones y mofaban y escarnecÃan las imágenes; y no contento el celo del Rey con tal demostración, fundó además un convento en el propio lugar donde los judÃos cometÃan sus profanaciones. Pero las comedias eran lo que más ocupaba la atención de la Corte y del pueblo. El amor á este género de espectáculos y al arte de componerlas habÃan progresado en pocos años extraordinariamente, llegando de amenazadas ó toleradas en tiempo de Felipe III, á ser ahora el encanto y la ocupación de todo el mundo. La sed de placeres de Felipe IV y del Conde-Duque dieron poderoso impulso á esta pasión de las comedias. Representábanse ya donde quiera, hasta en los conventos más observantes. Las representaban las principales damas de la Corte; componÃanlas muchos señores principales, y aun el mismo Rey las hacÃa, al decir de las gentes, ocupación no tan loable como en los demás en personas que tales y tan altos deberes tienen que cumplir en el mundo. No bastando los corrales de la Cruz y del PrÃncipe, donde con poco aliño y arte, pero con harto ingenio, se representaban comedias para entretener los ocios de la muchedumbre y contentar su afición, levantábanse frecuentemente tablados en las calles y plazas para representar, principalmente _autos sacramentales_, los cuales eran acompañados con luces de cirios en medio del dÃa y todo el aparato de las funciones religiosas. El Rey acaso asistÃa á las comedias de incógnito alguna vez en los mismos corrales públicos; pero por lo común en las salas de sus palacios: á imitación suya hubo Grandes y señores que labraron en su casa teatro propio. Quien quisiere hallar á los caballeros de la Corte habÃalos de buscar en tal espectáculo, ó cuando no en los aposentos de los cómicos y bailarinas, y en amistad y compañÃa con ellos, dando el Rey en tal desorden ejemplo y pauta, pues corriendo el año de 1629 dió á luz un hijo suyo, que luego se llamó D. Juan de Austria, una de las cómicas más aplaudidas, por nombre MarÃa Calderón. Amores públicos y afrentosos para el trono, de los cuales sólo la Calderona pareció avergonzada, puesto que fué á acabar su vida en un convento. De entre cómicos y cómicas no salÃan el Rey ni el favorito, sino para entregarse á nuevos placeres en los jardines y estanques del Retiro, llenos siempre de luminarias y máquinas costosÃsimas, ó para atentar en lo obscuro de la noche á la honra de mujeres huérfanas quizás de los soldados de Flandes, ó para manchar con escandalosas aventuras los regios aposentos, cuando no lugares más sagrados. Acaso castigó Dios como merecÃan las liviandades de Felipe con un misterioso y sangriento suceso, que aunque no bien averiguado ni conocido, puso su propia honra en lenguas del vulgo. Hecha la Corte un mar de galanteos, fué esmero y porfÃa de los caballeros mostrar que eran altas y hermosas damas las que servÃan. Uno de ellos, el conde de Villamediana, hombre agudo, lenguaraz y atrevido, osó llevar por divisa en una de las fiestas de la Plaza Mayor cierto número de reales de plata con estas letras: _son mis amores_. Escandalizó la sospecha, pero más aún, el hecho de que mientras los demás caballeros mozos obsequiaban á las damas de la Corte, el de Villamediana sólo ofreciese sus homenajes á la reina Isabel de Borbón. Comenzó á rugir la murmuración; oyóla ó sospechóla el Rey, y dió alguna muestra de manifiesta ira: poco después unos enmascarados asesinaron al conde de Villamediana en su propio coche. Creció con esto la murmuración hasta producir deshonra, si justa ó injusta no se sabe. El hecho es que por primera vez sintió tal mengua la corona de los Reyes Católicos. Con tales y tan varios sucesos, con tanta confusión y escándalo, distraÃdos los ánimos de los cortesanos y del pueblo, se oyeron en Madrid sin pena ni alarma las nuevas de Richelieu, el cual, juntando con el pensamiento la ejecución, enviaba un ejército numeroso á unirse con el del prÃncipe de Orange para acabar de quitarnos los PaÃses Bajos, mientras otro con igual objeto caminaba ya hacia Italia. El Conde-Duque, que era quien más atención debió poner en ello, habÃa dado en mirar en Richelieu un rival suyo y émulo de sus talentos, como si entre aquel hombre perverso, pero grande, y él, cupiese comparación alguna; acaso no imaginaba que Francia fuese rival verdadera y cuasi forzosa de España. La idea de Felipe II de aniquilar ó de avasallar á aquella nación, no era más que la expresión de nuestra primera necesidad polÃtica; porque era evidente que el poderÃo de España no podÃa existir sin el abatimiento de Francia, lo mismo que la supremacÃa de Francia á costa de España tenÃa que levantarse en Europa. Pero el Conde-Duque, incapaz de comprender en toda su extensión aquel pensamiento, miraba como enemiga á la Francia por costumbre solo, y la guerra que iba á emprenderse como otra cualquiera guerra. Esperábala hacÃa tiempo, y tanto, que tres años antes habÃa enviado emisarios á la frontera del Pirineo para que viesen el estado en que se hallaban las plazas del enemigo y reconociesen todos los pasos; mas no esperó nunca que aquello fuese un combate particular, un duelo á muerte, del cual hubiese que salir triunfante ó completamente rendido. Ni vió el Rey lo que no vió su favorito, ni las historias recuerdan alguno que en aquella Corte estragada supiese toda la importancia del nuevo acontecimiento. Asà continuaron sin tregua los placeres mezclados con sangrientos dramas; porque cada dÃa un celoso mataba un galán, y caballeros enamorados malgastaban en desafÃos y empresas pueriles la sangre que tanta falta iba á hacer en las fronteras. En tanto el primer ejército francés (1635) á las órdenes de los mariscales de Brezé y de Chatillon, compuesto de más de veinticinco mil hombres, caminaba la vuelta de Flandes. Envió á su encuentro el Cardenal Infante, al prÃncipe Tomás de Saboya, que servÃa de tiempo antes en el ejército de España, con diez mil infantes y dos mil caballos, á fin de cerrarle el paso impidiéndole que se juntase con los holandeses. Marchaban divididos los franceses en dos trozos, y el prÃncipe Tomás imaginó atacarlos por separado, primero al uno y luego al otro, y de igual á igual deshacerlos. Engañóse en sus medidas, y halló sobre sà á todo el ejército contrario en Avein, junto á Lieja. No era posible retroceder, y se comenzó la batalla. Mostróse al principio favorable á los nuestros, á pesar de que no llegaban á ser la mitad en número que los contrarios, por el certero fuego de nuestra ArtillerÃa. Con esto se prolongó la lucha largas horas á costa de mucha sangre de ambas partes, porque los nuestros, con la ventaja ganada, no querÃan ceder, ni menos los enemigos, que se miraban tan superiores en número. Al fin, envueltos los nuestros por todas partes y rendidos de tan desigual pelea, huyó primero la CaballerÃa, y luego la InfanterÃa mercenaria, ó de naciones, se puso en fuga. Quedaron en el campo dos tercios viejos, uno de españoles, otro de italianos, los cuales, aunque desamparados y peleando uno contra ciento, todavÃa sostuvieron por mucho tiempo el empuje de todo el ejército enemigo hasta que cayó el último de los soldados. Asà fueron abatidas allà nuestras banderas, pero no humilladas. Dejamos en el campo tres mil muertos, mil y ochocientos prisioneros y todo el bagaje de artillerÃa. Las ventajas de un triunfo que tan poca gloria dejaba á los vencedores, no fueron tampoco muy grandes. Juntóse á la verdad el ejército francés con el del prÃncipe de Orange, como pretendÃa, y unos y otros, reunidos, embistieron á Tirlemont y la tomaron por asalto, cometiendo inauditos excesos, á pesar de la esforzada conducta de su Gobernador D. Francisco de Vargas. De allà se dirigieron á Diest y Archost, plazas poco importantes, y las tomaron; con que llenos de presunción osaron amenazar á Bruselas. No tardaron en conocer la imposible ejecución de aquel intento, y encaminándose á Lovaina, la pusieron cerco. Pero el Cardenal Infante maniobró de tal suerte, que sin exponerse á los trances de una batalla desigual, logró que levantasen los contrarios aquel cerco á los diez dÃas de haber abierto las trincheras, y sin que su ejército padeciese daño. Introdujo socorros en la plaza, á punto que hizo la expugnación imposible; cortó los vÃveres y las comunicaciones á los enemigos, que comenzaron á tenerse más por sitiados que por sitiadores, y viniendo en seguida sobre ellos las disensiones naturales en tales casos, y las enfermedades que engendran las privaciones, al fin tuvieron que separarse, quedando sólo en Flandes el mariscal de Brezé con ocho mil soldados, porque los demás se volvieron á Francia. No se limitaron los españoles á guardar sus plazas y deshacer sin combatir á los enemigos, sino que llevaron á cabo una dichosa empresa. El fuerte de Schenck, situado en la isla de Batavia que vienen á formar dos brazos del Rhin, estaba á la sazón muy bien fortalecido, puesto que era uno de los importantes que tenÃan los holandeses; pero no tan bien guardado, porque mucha gente de la guarnición habÃa salido á reforzar los ejércitos. Apercibidos del caso los españoles que guarnecÃan á Güeldres, determinaron tomarlo de improviso, y saliendo en número de quinientos hombres escogidos, donde iban no pocos soldados flamencos, debajo del mando de Jorge Esrholtz, capitán de esta nación, se abalanzaron á los muros, y al tercer asalto, muerto el Gobernador, se enseñorearon de ello, degollando la gente que los defendÃa. Sintieron profundamente esta pérdida los contrarios, y con ella, desconcertados del todo sus ejércitos, tomaron cuarteles de invierno muy disgustados, y achacándose mutuamente los capitanes el mal éxito de aquella campaña comenzada con fuerzas tan superiores y con tan favorables auspicios como la batalla de Avein. Alababan todos al propio tiempo de acertada la conducta del Cardenal Infante. Al año siguiente (1636) fué todavÃa menos favorable la campaña á los enemigos por aquella parte. Ocupáronla los holandeses con el sitio de la fortaleza de Schenck, que asà como fácilmente se les ganó, ahora, bien guarnecida de los nuestros, no hallaban medio de recobrarla. No habÃa que temer de ellos por algún tiempo, según era su empeño, y según eran las fuerzas de la plaza, que intentaran alguna otra empresa. Y dando por bien empleada la pérdida de Schenck, que al fin se rindió á los nueve meses de sitio, reunió en tanto el Cardenal Infante todas sus fuerzas con las que el Emperador envió en su ayuda, y juntando un poderoso ejército imaginó invadir á Francia. ComponÃase éste hasta de treinta mil hombres de buenas tropas españolas, lorenesas y alemanas al mando de Octavio Piccolomini de Aragón, general italiano, natural de Siena, y de los que con más gloria habÃan mandado las tropas imperiales contra los suecos; de Juan de Werth, de Carlos, duque de Lorena, PrÃncipe feudatario de Francia, más que seguÃa alianza contra ella con España y el Imperio, capitán de mucha sagacidad y esfuerzo, y del prÃncipe Tomás de Saboya. Eran el ejército y los caudillos casi los mismos que vencieron en Nordlighen y podÃan esperarse ahora de ellos no menores efectos. Entraron nuestras banderas impetuosamente en la provincia de PicardÃa, y se enseñorearon de la Chapêlle en seis dÃas, y poco después del Chatelet que aún se sostuvo menos; á la par que numerosas partidas de CaballerÃa, mandadas por capitanes intrépidos se extendÃan por toda la PicardÃa y la Champagne, llevando por donde quiera el miedo y estrago. En vano el conde de Soisons, que mandaba el ejército francés presurosamente reunido, se opuso á la marcha triunfante de los nuestros. No se atrevió á pelear á campo raso por sentirse inferior en fuerzas, y siempre cejando delante de los españoles, los vió pasar tranquilamente el Soma, y extenderse por la llanura que separa las aguas de este rÃo de las del Oise; Vervins, Noyon y Roye se rindieron en seguida con poca defensa, y nuestros Generales llegaron sin más obstáculo delante de Corbie. Defendiéronse los sitiados durante trece dÃas; pero al fin, faltos de socorro de por fuera, hubieron de rendirse á partido. Hubo entonces un gran Consejo en nuestro campo para deliberar si convendrÃa ó no caer sobre ParÃs. No habÃa almenas de por medio, ni ejércitos que lo estorbasen, y no faltó quien se inclinase á ello; pero prevaleció el parecer contrario, y dejando fortificada y guarnecida la plaza, aunque no bien abastecida, se ordenó la retirada. Hubo y ha habido después sobre tal determinación diversos conceptos. Ello es que ParÃs estaba lleno de espanto; salÃanse á millares los habitantes de su recinto, y los que permanecÃan en él, ocultaban cuidadosamente sus riquezas como si viesen ya en las puertas al ejército vencedor. El Rey y el cardenal Richelieu dejaron también la capital, decretando levas de gente muy grandes; creyóse que la perdición de Francia era llegada, y la privanza de Richelieu estuvo para hundirse, porque todos le miraban como causa de guerra hasta entonces tan desdichada. Ni pudo desvanecer el pánico el ejército nuevamente levantado; porque si bien llegaba á cincuenta mil hombres, como se componÃa de artesanos de ParÃs y de gente allegadiza é inexperta en el ejercicio de las armas, no podÃa medirse en campo con nuestros aguerridos tercios y escuadrones. Mirando y considerando tales circunstancias, parece desacertadÃsima la retirada que resolvieron nuestros Generales. Si desde Corbie hubieran marchado rápidamente á ParÃs apoderándose de aquella capital que no podÃa defenderse, Richelieu habrÃa caÃdo indudablemente, y Luis XIII, ni muy firme ni muy belicoso, se habrÃa prestado de buena voluntad á ajustar las paces. Ni otra cosa convenÃa en aquella ocasión á la Corte de España. Asustar á la Francia con tal alarde de fuerza, conservar con él la fama de invencibles de nuestras armas, y el prestigio de nuestro nombre, todavÃa muy grande en los que no conocÃan nuestras flaquezas, obteniendo al propio tiempo la paz, era un pensamiento militar y polÃtico tan alto, que podÃa justificar sobradamente lo que hubiese en la expedición de arriesgado. Y más que sin esto era de prever que ni los triunfos pasados ni el terror infundido en los contrarios hubiesen de producir fruto alguno. Asà sucedió desdichadamente. No bien repasaron los nuestros el Soma, sitiaron los enemigos á Corbie, y hallándola ya sin vÃveres ni municiones de guerra, tuvo su Gobernador que capitular al mes de bloqueo. Rindióse luego Roye, y poco á poco fuimos perdiendo todo lo conquistado. Sin embargo, si no sacamos todas las ventajas que se pudieran de aquella campaña, todavÃa debió de considerarse como favorable, puesto que con tanta reputación la habÃamos sostenido en el territorio enemigo. HabÃan en tanto los franceses invadido el Franco-Condado. Estaba aquella provincia asegurada por tratados particulares de neutralidad, ajustados entre España y Francia en tiempo de Felipe III; pero como fortificasen los naturales algunos puestos, y tomasen algunas otras precauciones legÃtimas é indispensables al comenzar tan empeñada guerra, diéronse los franceses por libres de los pactos, y entrando en el paÃs con ejército de veinte mil hombres al mando del prÃncipe de Condé, pusieron sitio á Dole, que era la principal de sus plazas. Mostraron los habitantes tanta lealtad y amor á España, que aún hoy se conmueve el corazón al recordar los sacrificios, inútiles al fin, que hicieron por nuestra causa. El Arzobispo de aquella ciudad, bien que agobiado de los años, y el Parlamento acudieron á la defensa y lograron meter en la plaza abundantes provisiones, y hasta cinco mil paisanos que al punto adiestraron en las armas los pocos oficiales españoles que allà habÃa. No quedó medio bárbaro de hostilidad que no empleasen los franceses para rendir la lealtad de los de Dole; mas todo fué en vano por entonces. Lanzaron multitud de bombas, y con ellas destruyeron la mayor parte de los edificios, y además quemaron los campos y las poblaciones cercanas. Pero perdieron más de tres mil hombres sin lograr aún aportillar la plaza, y al cabo fuéles forzoso levantar el sitio cuando ya un trozo de gente, enviado por el Cardenal Infante á socorrerla, estaba á punto de lograr su intento. No fué más afortunado en el Rhin el ejército francés destinado á atacar al Emperador, puesto que en las dos primeras campañas no logró ventaja notable; antes padeció notablemente descalabros. Mas Richelieu no era hombre á quien desanimasen los reveses. Formó al abrirse la campaña de 1637 cuatro ejércitos, y con ellos embistió de nuevo á un tiempo la Alsacia y el Luxemburgo, el Franco-Condado y las plazas del lado de PicardÃa. Y á la par el prÃncipe de Orange, que gobernaba á los holandeses, tomado ya Schenck, se puso más poderoso que nunca en campaña. Eran las fuerzas del Cardenal Infante inferiorÃsimas á las de los contrarios, de suerte que no podÃa sostener el campo, y los imperiales que principalmente defendÃan la Alsacia, no estaban para prestarle muy grande ayuda. Pidió con instancia á Madrid soldados y dineros, y no pudo obtener unos ni otros, porque á la sazón ocupados el Rey y el favorito en las grandes fiestas y mojigangas con que se celebró, como arriba dijimos, la coronación del Rey de HungrÃa, no estaban para pensar en armamentos ni en socorros; demás que los doce millones que se habÃan gastado en ellas, eran el dinero que habÃa. Falto asà de todo D. Fernando á todo suplió su esfuerzo, que sólo en él se mostraba entonces digno de su raza, y mantuvo en tres campañas designadÃsimas el honor de España. Sitió el prÃncipe de Orange á Breda, y el cardenal la Valette se puso delante de Landreci; y como el Infante no pudiese intentar el socorro á campo raso por falta de fuerzas, una y otra plaza se rindieron, al cabo de dos meses de sitio la primera, y quince dÃas la segunda de trinchera abierta. Dolorosas pérdidas, en especial la de Breda, cuya conquista habÃa costado millares de vidas y tesoros inmensos pocos años antes. No se estuvo quedo, sin embargo, el valeroso Infante, y mientras los enemigos expugnaban aquellas plazas, rindió por su parte á Roremunda y Venlóo. Hubo también algunos combates parciales honrosÃsimos para los españoles. D. Alvaro de Viveros, que mandaba trescientos artilleros, fué sorprendido por mil cuatrocientos franceses, que gobernaba el coronel Gassion, y peleó con ellos hasta que apenas le quedó hombre á vida, causando entre los enemigos enorme estrago. Tributó el cardenal la Valette á D. Alvaro de Viveros honrosas demostraciones cuando se lo llevaron prisionero. Peleó con no menor esfuerzo D. Juan de Viveros, que fué al socorro de la Chapelle, sitiada también por la Valette; mas no pudo lograr su intento, y aunque él se retiró sin pérdida, rindióse la plaza. Conquistó el mismo la Valette á Mobeuge y Barlemont; mas una y otra plaza fueron recobradas por el Cardenal Infante, que ganó también el castillo de Emeric. Pero al propio tiempo el ejército francés, que al mando del mariscal de Chatillon habÃa entrado en el Luxemburgo, hacÃa grandes progresos. En pocos dÃas ganó á Villaine, Dinant, Murnaux, Lupi y Ham. Puso luego sitio á Ivoy, rindiéndola con no menor fortuna, y de allà se fué á sitiar á Danvilliers, que se defendió valientemente por más de dos meses. Acudieron al socorro de esta plaza los españoles que estaban de guarnición en Arlon y Montmedi, y asaltando de noche el cuartel de artillerÃa de los sitiadores, donde estaba el conde de Polie, pasaron á cuchillo á la mayor parte de los soldados, llevándose á los capitanes prisioneros. Pero con todo continuó el asedio y tuvo que rendirse la plaza. Pequeña recompensa fué de tanta pérdida el que los nuestros recobrasen por sorpresa á Ivoy, degollando casi toda la guarnición francesa que allà habÃa. Era preciso acudir al socorro de esta provincia, sin dejar por eso el propósito de la Valette, y contener al propio tiempo los progresos del prÃncipe de Orange, que después de tomada Breda, viéndose sin enemigos, recorrÃa libremente la campaña y amenazaba las plazas de Flandes. En tan crÃtica situación no desmintió el infante D. Fernando su fama. Marchó contra el de Orange, y lo halló retrincherado con sus holandeses entre los diques de Callao y de Woerbroec en el Waes. No era su ejército mayor que el de los enemigos: acometiólos, sin embargo, detrás de los reparos, peleó con ellos dos dÃas con tanto esfuerzo que, al fin, los rompió, matando mil doscientos hombres y tomando dos mil quinientos prisioneros con cincuenta y tres banderas, veintiocho cañones y ochenta y un barcos que tenÃan. Libre ya de tal enemigo, dividió su corto ejército en dos trozos, y mientras con el uno conquistaba la plaza de Kerpen sobre los holandeses y hacÃa frente á la Valette, envió el otro al mando de Piccolomini á reforzar al prÃncipe Tomás que gobernaba las armas en el Luxemburgo. Sitiaba el mariscal de Chatillon, envanecido con sus anteriores triunfos, la importante plaza de Saint Omer, escasamente guarnecida, y los nuestros no habÃan podido hasta entonces socorrerla; mas con la llegada de Piccolomini, el prÃncipe Tomás se resolvió á la empresa á toda costa. Ejecutóla metiendo en la plaza dos mil soldados, y deshaciendo en campo algunos regimientos franceses que quisieron impedirlo. Y no contentos con esto, embistieron Piccolomini y el de Saboya al grueso del ejército francés en sus mismas trincheras, tomaron tres reductos de los que ceñÃan la plaza; introdujeron en ella más socorros, y en cuatro dÃas de sitio formal rindieron á la vista de los enemigos el fuerte de Bac, muy bien fortalecido y guarnecido. No osaron éstos venir á formal batalla, y levantaron el cerco con gran mengua y daño. Perdióse en tanto la plaza de Chatelet, la última que nos quedaba de la invasión del Cardenal Infante en PicardÃa; pero no era esta pérdida tal que pudiese aguar el regocijo de la anterior victoria. También levantaron los nuestros el sitio de Chateau-Cambresis al aproximarse con muy superiores fuerzas el enemigo. Mostróse aún más próspera la fortuna al comenzar la siguiente campaña, que fué la de 1639. Recibió Piccolomini estrechas órdenes del Infante para que volviese á juntarse con él, una vez logrado el socorro de Saint Omer. Marchaba éste á ejecutarlo, cuando supo que el mariscal de Feuquières sitiaba á Thionville, donde no habÃa ni vÃveres, ni municiones, ni soldados, ni siquiera gobernador que diese alguna orden para la defensa. Con esto Piccolomini detuvo su marcha resuelto á dejar libre y abastecida la plaza. Para estorbárselo salieron á él los franceses en buen número, y le pusieron una celada; mas supo evitarla, y cayendo sobre ellos cuando creÃan tenerle cogido en sus redes, les mató tres mil hombres y puso en fuga á los demás que se le opusieron. Llegó entonces sin obstáculo delante de las lÃneas de los franceses, y hallólas ya bastante fortificadas, pero no por eso cejó en su empeño. Lanzóse sobre una de las estancias, y la forzó fácilmente; con que pudo entrar en la ciudad, y animado con tal triunfo, tornó á salir luego y acometió de un golpe todas las que ocupaban los enemigos. No pudieron los franceses resistir en ninguna de ellas el valor de los nuestros, y á la primera acometida, abandonando cobardemente bagajes, artillerÃa y municiones, se pusieron en fuga, dejando once mil hombres muertos ó prisioneros en el campo. De estos fué el mismo Feuquières, que á poco murió de las heridas que recibió en la batalla. Sitió en seguida Piccolomini á Mouzon creyendo ganarla al paso; pero tuvo que levantar el cerco, porque se aproximaba el mariscal de Chatillon al socorro, y porque el Cardenal Infante le instaba más cada dÃa para que volviese á incorporarse con él. Y era que como los enemigos se mostraban tan superiores en número, no habÃa medio de hacerles frente en todas partes. La importante plaza de Hesdin habÃa sido sitiada por el Rey de Francia en persona con un poderoso ejército, mientras que los españoles vencÃan en el Luxemburgo á los franceses. No pudo socorrerla el Cardenal Infante con las escasÃsimas fuerzas que le quedaron, y cuando volvió Piccolomini ya era tarde. Abierta la plaza por todas partes y sin esperanzas de socorro, rindióse al segundo asalto. Allà dió el Rey de Francia el bastón de mariscal á la Meilleraie, que habÃa dirigido el sitio, y lo dejó de comandante de su ejército, el cual se dividió en dos trozos. Logró con el uno la Meilleraie cierta ventaja contra un trozo de los nuestros, gobernado del conde de La Fontaine, flamenco, y General de la ArtillerÃa, en el combate de San Nicolás, y poco después en San Venant deshizo otro trozo de walones á servicio de España. Entre tanto el mariscal de Chatillon con el resto de los franceses volvió á tomar á Ivoy y arrasó sus fortificaciones. Pero en cambio, los españoles hicieron levantar á los franceses los sitios de Charlemont y Marienburg, destrozaron completamente su CaballerÃa, y era de todos modos vergonzoso lo poco que habÃan hecho con ejércitos tan poderosos, y teniendo al frente un enemigo tan inferior en número. Mandó Richelieu que á toda costa se tomase á Arrás, capital del Artois. Reuniéronse para la empresa las reliquias de tres ejércitos enemigos y se comenzó el sitio, extendiéndolo en diez leguas al contorno. Importaba tanto la plaza, que el Cardenal Infante, juntas también todas sus fuerzas y las del duque de Lorena, marchó al punto al socorro. Sorprendió Lamboy, caballero liejés que mandaba nuestra CaballerÃa, varios convoyes, y hostigó de diversos modos á los sitiadores, pero sin lograr sorprender sus lÃneas. Dióse luego en ellas un combate en que disputándose la vanguardia españoles é italianos, hubo alguna confusión y desconcierto de nuestra parte; con todo, al decir de los franceses, hicieron prodigios de valor los nuestros, ganaron dos medias lunas é hicieron gran mortandad en los contrarios; pero estaban muy bien fortalecidas y defendidas por mayor número de tropas, de suerte que no fué posible forzarlas todas. El duque de Lorena, que también se habÃa apoderado de uno de los cuarteles del enemigo, tuvo igualmente que abandonarlo. Intentóse otra vez el socorro, pero no hubo lugar de ejecutarlo, porque los burgueses, sin noticia de la guarnición, abrieron las puertas, cogiéndola al descuido. Fueron allà generosos los franceses; admirados de la valerosa defensa, concedieron á la guarnición, que la alevosÃa de los vecinos habÃa puesto en su mano, todos los honores de la guerra. Entretanto el prÃncipe de Orange habÃa atacado á Flandes por diversas partes, pero sin éxito alguno. Sitió los fuertes de San Donato y San Job, y fué rechazado; quiso pasar el canal de Brujas, y no acertó á conseguirlo. Entonces se embarcó y fué á caer sobre los fuertes de Nassau y de Hulst; tomó el primero, pero del segundo le obligó á alzar el cerco el Cardenal Infante, que volvÃa del malogrado socorro de Arras, y en seguida tuvo que arrasar el otro por no poder sostenerlo. Otra empresa intentó el holandés por Güeldres; desembarcó y se acercó á la ciudad con ánimo de tomarla por sorpresa; pero saliendo de ella el Gobernador, que era el Maestre de campo Pedro de la Costa, le degolló seiscientos hombres y cogió cuatro piezas de artillerÃa, haciéndole retirar vergonzosamente. Con esto terminó aquella campaña en Flandes, no ventajosa para nuestras armas porque no podÃa serlo, dada la inferioridad de fuerzas y de recursos, y, sin embargo, muy memorable. Pero entretenidos allà nuestros escasos ejércitos, no pudieron acudir á la defensa del Franco-Condado. Odiaba más el francés á aquella provincia que á otra alguna, por su lealtad á España. Entró el duque de Longueville en ella con un ejército formidable; destrozó en Rotalier algunas compañÃas españolas y los tercios que formaron apresuradamente los naturales, mandadas las primeras por un cierto Gómez, y las segundas por el barón de Wateville, y en seguida rindió fácilmente el flaco castillo de Saint Amour y quemó otros varios. Acometió luego á Lonsle-Sauliner y la tomó, y en aquel año, que fué el de 1637, y el siguiente, asoló los campos y las ciudades abiertas con tanta crueldad, que redujo á la miseria á todos los habitantes. Ayudóle el duque de Weimar, que entró por tierra llana con otro ejército, y ambos recorrieron el paÃs como bandidos, sin acometer las plazas fuertes donde se habÃan recogido los pocos españoles y soldados que allà habÃa, empleándose solamente en el saqueo y en el exterminio. Las historias no hablan de invasión tan bárbara como ésta, si no es remontándose al siglo V; todavÃa queda memoria de ella en aquel paÃs, aunque sujeto tanto tiempo hace al dominio francés. Continuáronse en 1639 y 1640 tales campañas, tomando en ellas algunos fuertes y las plazas poco importantes de Noseroy, Chatelvilain y Saint Cloud. Quedaron sólo por nosotros las principales fortalezas, que eran Besanzon, Gray, Dola y Salins, donde no se atrevieron á llegar los franceses. Y los naturales, entregados á la saña de los enemigos, suplicaron reverentemente al rey Felipe, por medio de su diputado en Madrid, que ó les enviase un ejército para su defensa ó los desamparase del todo, cediendo su señorÃo á otra potencia. En Italia no corrÃa menos varia la fortuna. El duque de Saboya se declaró desde el principio por Francia, y él y el de Parma ajustaron en 1636 un tratado con aquella potencia, que se firmó en Rivoli, para despojar á los españoles del Milanesado. Los españoles en tanto pusieron de su parte al duque de Módena, y de uno y otro bando se comenzaron al punto las hostilidades. Era á la sazón gobernador del Milanesado Don Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés, conocido por el valor con que peleó en la jornada de Nordlinghen. De parte de Francia vinieron los Mariscales de Crequi y de Toiras con diez mil hombres á Italia, y juntas sus fuerzas con las de los Duques, expugnaron fácilmente á Villata y Candia, y sitiaron á Valencia del Pó. Defendióla heroicamente D. MartÃn Galiano, que gobernaba á los españoles, y al cabo de seis semanas tuvieron que levantar el campo muy disminuÃdos. Amenazó en el Ãnterin Leganés los Estados del duque de Parma; hubo un combate dudoso entre un Cuerpo de tropas españolas y modenesas, y otro de franceses y parmesanos, en el cual unos y otros salieron con descalabro, é irritado con esto el General español, se determinó á hacer mayor esfuerzo todavÃa para castigar á aquel PrÃncipe. Pero entretanto el duque de Rohan, encargado de conquistar la Valtelina, entró allá con un ejército formado de franceses, suizos y grisones, y se apoderó en poco tiempo de todo el valle y los condados de Bormio y de Chiavenas. Acudieron al socorro los imperiales por la parte del Tirol, y en el combate de Matz los rechazó con alguna pérdida, y encontrándose luego con las tropas que al propio intento traÃa de Milán el conde Juan Cerbellón, soldado milanés de mucha cuenta, las destrozó por dos veces en Morbeigne y á orillas del lago de Como. Entonces el de Rohan adelantó sus intentos á incorporarse con los confederados que acababan de levantar el sitio de Valencia. Impidióle la ejecución el de Leganés, poniéndose entre ambos trozos de enemigos con su ejército. El duque de Rohan, privado de vÃveres y acosado por todas partes, hubo al fin de recogerse de nuevo á los desfiladeros de la Valtelina, y libre ya de este estorbo el de Leganés, puso toda su atención en el ejército de la liga italiana, que amenazaba aún el Milanesado. HabÃan estallado entre ellos las ordinarias diferencias que suelen entre PrÃncipes y capitanes de distintas naciones y de opuestos intereses, por manera que los españoles tuvieron tiempo de sobra para llegar antes de que hubiesen logrado efecto notable. Tomaron los aliados ambas orillas del Tessino, caminando los franceses por la una, y por la otra los saboyanos, con el objeto de caer unidos sobre Milán. Apoderáronse del fuerte de Fontanelle, aunque con muerte del mariscal de Toiras, uno de los mejores capitanes franceses, y rompieron los acueductos que surtian á aquella ciudad, con que hubo en ella algún espanto. Mas viéndolos separados por el rÃo, imaginó el de Leganés acometerlos por separado y destruirlos, y juntando con la idea la obra, fué con D. MartÃn de Aragón, Capitán general de la CaballerÃa, hijo natural del conde de Luna, á acometer á los franceses. Recibiéronle éstos con firmeza en los campos vecinos de Buffarola, confiados en que el duque de Saboya vendrÃa en su ayuda, y que entre unos y otros oprimirÃan á los nuestros con la superioridad del número. Asà fué que unos esperando refuerzos, y otros temiendo que les llegasen, pelearon con increÃble obstinación durante diez y ocho horas seguidas, sin que la noche separase á los combatientes. Pero á este punto el valor español iba en aumento y el francés estaba ya enflaquecido, de suerte que parecÃa nuestra la victoria. Hubiéralo sido, sin duda, á no ser porque, con la duración de la batalla, tuvo tiempo el duque de Saboya para echar un puente sobre el Tessino y venir sobre los españoles. Entonces fué forzosa la retirada; mas la ejecutaron los nuestros en tan buena ordenanza, que no dejaron en poder del enemigo ni artillerÃa, ni prisioneros, ni éste se atrevió á moverse de sus puestos. De esta batalla, que se llamó del Tessino, se tuvieron ambas partes por victoriosas, mas la gloria quedó por los de España, que hicieron tal riza en los franceses que, pocos dÃas después de la batalla, sin intentar empresa alguna se volvieron al Piamonte. Con esto hubo más quejas y más recriminaciones que nunca entre los aliados, y las cosas se pusieron enteramente de nuestra parte. En el invierno de 1637 se acuartelaron los españoles en el Placentino á costa del duque de Parma, y este PrÃncipe, viéndose tan próximo á perder sus Estados, se apresuró á pedir la paz, que no obtuvo de Leganés, sino cediendo á España la fortaleza de Sabionetta. En tanto los grisones, ofendidos de la vanidad francesa y de lo cara que les hacÃan pagar su alianza, se concertaron con los españoles y los imperiales sobre la Valtelina, expulsando de su territorio al duque de Rohan con su gente. No quedaron satisfechos los antiguos deseos de España de poseer el valle; pero siempre fué ventaja el cerrarles aquella puerta á los franceses. Continuando la guerra contra el duque de Saboya, tomó el marqués de Leganés á Niza de la Palla. Hubo dos encuentros entre las tropas del Marqués y las del Duque, el uno en Rocca de Arasa, y en Montbaldon el otro, donde se peleó con encarnizamiento, pero sin consecuencia alguna. Asà fué que el saboyano cantó la victoria; pero con igual ó mayor razón pudieron cantarla los nuestros. Murió en esto (1637) el Duque, dejando por heredero á un PrÃncipe de seis años, bajo tutela de su madre Cristina, hermana del Rey de Francia. Ocioso parece decir que la Regente se declaró contra España, como su marido, ajustando un tratado de alianza ofensiva y defensiva con nuestros enemigos. Hallábanse de nuestra parte los dos PrÃncipes de Saboya, hermanos del Duque difunto, y tanto que el uno de ellos, Tomás, mandaba ejército nuestro en Flandes. Discurrió el Conde-Duque oponer á la regencia de la madre la de los hermanos; acogieron éstos con regocijo el intento, y no fué mal recibido tampoco en los pueblos de Saboya, disgustados del gobierno de Cristina, con lo cual el prÃncipe Tomás vino de Flandes á Italia. Encontró allà al marqués de Leganés triunfante, porque habiendo sitiado á Bremo la puso en pocos dÃas á punto de rendirse: acudió al socorro desde TurÃn, donde estaba el mariscal de Crequi con el ejército francés, ya un tanto recobrado de los quebrantos que habÃa padecido en la campaña anterior, y pretendió forzar nuestras lÃneas; pero al venir á reconocerlas cayó muerto de un cañonazo, con lo cual quedaron desconcertados los suyos, retirándose él y capitulando la plaza. Dividió nuestro ejército en dos trozos el de Leganés: entró con uno de ellos por el Montferrato, y los PrÃncipes de Saboya entraron con el otro por el Piamonte, reclamando la regencia del Ducado. HabÃase pactado en un convenio hecho en VaÃniero antes de comenzar la campaña entre el prÃncipe Tomás y el marqués de Leganés, que las plazas que opusieran resistencia y fueran tomadas por fuerza de armas, quedarÃan en poder de España para siempre. Con esto fué más fácil la conquista de algunas plazas, porque los Gobernadores saboyanos y piamonteses, las rendÃan sin resistencia á los PrÃncipes pretensores de la regencia. Asà se tomó á Quierz, á Montcollier é Ivrea. D. Juan de Garay rindió en tres asaltos á Verrua; el marqués de Leganés ganó en persona á Crecentino, y el prÃncipe Tomás se apoderó de Chivas, por sorpresa. Acudieron muchos saboyanos á alistarse debajo de las banderas de los PrÃncipes, y asà se mostraron tan poderosas nuestras armas que el cardenal de la Valette que, muerto Crequi, habÃa venido á mandar á los franceses con las reliquias de su gente, hubo de encerrarse en TurÃn. No se atrevieron á sitiarle allà los nuestros todavÃa, y revolviendo sobre otras plazas menos importantes, ganaron en pocos dÃas á Asti, Villanueva de Asti, Churasco, Trusasco y otras muchas. El prÃncipe Tomás derrotó un trozo de gente enemiga que pareció en campo, causándole de pérdida dos mil hombres, y en seguida innumerables lugares y castillos vinieron á nuestra obediencia. Trin, plaza fortÃsima de Piamonte, opuso mayor resistencia; pero al fin la tomó por asalto á escala vista el marqués de Leganés con muerte de muchos franceses. Montcalvo, Ponte Tuca, Saluces, Coni y Villafranca cayeron también en nuestro poder. Richelieu, que habÃa mirado hasta entonces friamente las pérdidas de la Duquesa Regente para obligarla á ponerse del todo en sus manos, viendo tan próxima su total ruina, ajustó con ella un tratado y envió numerosas tropas á socorrerla al mando del duque de Longueville. Alentado con estas nuevas salió el cardenal la Valette de TurÃn, púsose sobre Chivas, y la tomó sin que los españoles pudieran socorrerla, aunque lo intentaron, antes con alguna pérdida hubieron de abandonar el empeño. Pero entre tanto, el prÃncipe Tomás llevó á cabo otro de tanta ó mayor importancia, que fué la toma de TurÃn. Acercóse de noche á la ciudad, y aplicando un petardo á una de las puertas la rompió y entró con sus tropas. No pudieron los contrarios oponerle resistencia alguna, porque dentro de la ciudad tenÃa el PrÃncipe muchos parciales y aun algunos soldados que acudieron á la señal en armas. La Duquesa Regente se refugió medio desnuda en la ciudadela. Allà se fortificó con su gente mientras llegaban los franceses al socorro. Vinieron éstos; pero vino también el marqués de Leganés con todo el ejército español, y de una y otra parte se comenzó el sitio, defendiendo los saboyanos y franceses la ciudadela, y atacándola desde la ciudad y el campo los nuestros. Esperábase la rendición, cuando por mediación del Nuncio del Papa, Caffarelli, se ajustó una suspensión de armas de ochenta dÃas entre ambas partes. Mostró en ella el marqués de Leganés, que si tenÃa grandÃsimo esfuerzo, dando con él ejemplo á sus soldados para vencer algunas veces, tenÃa escasos talentos militares. Tal tregua no podÃa traernos ventaja alguna, y, en cambio, daba espacio y lugar á los franceses para reforzar y mejorar sus cosas. Desaprobóla el prÃncipe Tomás, y con ocasión de ella nacieron diferencias entre éste y el General español, no poco perjudiciales en adelante. Pronto se dejaron ver las resultas. Habiendo muerto en aquella sazón el cardenal de la Valette, vino el conde de Harcourt á gobernar las armas francesas. Y no bien terminada la tregua, se puso el nuevo General en campo, abasteció algunas plazas de las que quedaban por él todavÃa, y rindió á Quierz, que era de mucha utilidad para conservar la importante posesión de Chivas: en seguida se fortificó no lejos de aquella plaza para aguardar refuerzos. Imaginaron los nuestros cogerle allà entre dos ejércitos y destruirle, y al efecto salió de TurÃn el prÃncipe Tomás con cinco mil hombres, y el de Leganés con quince mil se adelantó á Quierz y tomó todos los puestos y comunicaciones, de suerte que el enemigo parecÃa ya reducido á la mayor escasez y miseria. Harcourt supo burlar á nuestros capitanes. Levantó su campo una noche, y antes de amanecer se halló tan lejos de los españoles que no era posible ya obligarle á que viniese á batalla. Mas como el rÃo Routa viniese muy crecido, tuvo el francés que detener la marcha para fabricar un puente á la ligera, y entre tanto el prÃncipe Tomás se apareció delante de su vanguardia con las tropas que traÃa, y algunas compañÃas del marqués de Leganés se rozaron con su retaguardia, comenzando á escaramucear. Harcourt, sin vacilar un punto, se arrojó sobre las tropas del prÃncipe Tomás, compuestas de italianos parciales suyos, nuevos é inexpertos en las armas, y las rompió al primer choque: apresurando luego la construcción del puente, antes de que llegase el grueso de los españoles, pasó el rÃo y se escapó de nuestras manos favorecido también de la noche. Tal fué el último suceso de esta campaña, y en la de 1640, ya muy reforzado el francés, comenzó el primero las hostilidades con mucha furia, y rindió los castillos de Busque, Dronner y Brodel y la ciudad de Revel. Tampoco los nuestros tardaron mucho en salir á campaña. Mientras el prÃncipe Tomás proseguÃa el asedio de la ciudadela de TurÃn, sitió el marqués de Leganés al Casal. Vino al socorro el conde de Harcourt, y acometiendo á los españoles dentro de sus trincheras se trabó una batalla terrible. Por tres veces rechazaron los nuestros á los enemigos; pero á la cuarta penetraron éstos por el cuartel del Maestre de campo D. Fernando del Pulgar. Leganés no acertó á tomar las medidas convenientes en aquel trance, y todo el ejército fué forzado á retirarse con sumo desorden, dejando mil prisioneros y muchos muertos, la artillerÃa y caja militar en poder del enemigo. La mala composición de aquel ejército, que era ya de extranjeros en la mayor parte y soldados bisoños, excusa en algún modo la derrota de Leganés; pero ella fué funestÃsima para nuestras armas en Italia. Alentado el francés, cayó sobre TurÃn, y no sólo metió socorro en la ciudadela, sino que sitió al prÃncipe Tomás dentro de la ciudad. El marqués de Leganés se puso con su gente á los pasos por donde podÃan venir á los franceses socorros, y en pocos dÃas los redujo á tal estado que apenas tenÃan que comer, siendo bastantes los pasados y fugitivos. Con todo, Harcourt no cejó en su empeño, antes bien se atrincheró en dos lÃneas fortÃsimas, la una que miraba á la ciudad, la otra al campo de los españoles. Era de ver el revuelto aparato y disposición de armas que allà habÃa, porque el prÃncipe Tomás sitiaba desde la ciudad á la ciudadela, y los enemigos sitiaban por fuera á la ciudad, y el marqués de Leganés los asediaba luego á ellos desde su campo. Pasaron dÃas y dÃas en este estado, hasta que al fin se acabaron de todo punto las municiones y los vÃveres en la ciudad, y el prÃncipe Tomás instó para que se le socorriese. Acometió el marqués de Leganés las trincheras enemigas por una parte, mientras por otra iba á ellas Carlos de la Gatta, buen capitán napolitano, y el prÃncipe Tomás hacÃa una salida. Fué rechazado el Marqués, aunque peleó esforzadamente como solÃa, y puesto que la Gatta rompiese la lÃnea, fué para mayor desdicha, porque no pudiendo pasar con él vÃveres ni municiones, no hizo otra cosa que meter en la ciudad cerca de seis mil hombres más, los cuales, no habiendo que comer, apresuraron la rendición. Intentó todavÃa el prÃncipe Tomás romper en otra ocasión las lÃneas; pero aunque peleó con desesperación no pudo lograrlo, y más que las tropas del de Leganés que debÃan embestir por otro lado, mal dispuestas y dirigidas, no llegaron á tiempo, con que fué inútil el combate. Al fin capituló la plaza, saliendo la guarnición española y las tropas italianas con todos los honores de la guerra. Crecieron con esto las diferencias entre el prÃncipe Tomás y el marqués de Leganés, atribuyendo á éste el primero, que á todo intento le hubiese dejado solo en las salidas; entorpeciéronse las operaciones y todo llevaba traza de perderse en un punto, cuando el Conde-Duque, por esta vez acertado, aunque ya tarde, mandó venir á España al marqués de Leganés, dando el gobierno de Milán al conde de Siruela, D. Juan Velasco de la Cueva. No estaban quietas en tanto las fronteras del Pirineo. Concertó el Virrey de Navarra, D. Francisco de AndÃa, marqués de ValparaÃso, con el Conde-Duque, el modo de ejecutar una diversión en Francia por aquella parte. Era el Marqués más cortesano que capitán, y asà fueron los efectos. Bajó de improviso los Pirineos, seguido de algunos trozos de gente mal armada, que á mucho dudar podÃa llamarse ejército. No lo entendieron los franceses sino en ocasión que se hallaba ya destruyendo y ocupando Siburo, San Juan de Luz, Socoa y la Tapida, lugares de la Gascuña. Pudieron tomar á Bayona, según era el descuido de la provincia, á no detener, sin razón plausible, su marcha con lo que se dió tiempo á los franceses para volver sobre sÃ, y perseguido por ellos hubo de tornarse á nuestra frontera, dejando guarnecidos y fortificados á gran costa todos los puestos conquistados. Asà se conservaron algunos dÃas, no hallándose los franceses con fuerzas para sitiarlos todavÃa, cuando se determinó en Madrid el evacuarlos, y sin que nadie las embistiese ni acosase, salieron de ellos las guarniciones apresuradamente, dejando abandonada cantidad de vÃveres y municiones y perdido el dinero empleado en la fortificación. Asombra la poca cordura con que se encaminó toda aquella empresa; la precipitación en comenzarla sin bastante fuerza para ello, y acaso más la precipitación en dejarla tan sin motivo y con tanto daño. Dióse orden poco después al Virrey de Cataluña, D. Enrique de Aragón, duque de Cardona, para que dispusiese otra diversión por la parte del Langüedoc, y reuniendo hasta dos mil infantes y dos mil caballos, la mayor parte catalanes, con el conde Juan Cervellón, Maestre de campo general, venido de Milán para el caso, se puso sitio á Leucata. Ya se daba la plaza por rendida, cuando sobrevino el duque de Halluin, Federico de Schomberg, que gobernaba á Langüedoc, con un ejército. Sorprendió el francés á los nuestros en sus cuarteles, ya entrada la noche de un dÃa en que iban á cumplirse los veintinueve de sitio: huyeron al primer empuje de los enemigos las milicias del Rey, que poco prácticas en tales trances, apenas supieron ponerse en orden; sostuviéronse los tercios catalanes, aunque también bisoños, y los jinetes de Castilla: el combate fué sangriento y obstinado, y al fin unos y otros se retiraron teniéndose por vencidos; los españoles fuera de las lÃneas que ocupaban, los franceses á su campo. Mas el de Cardona sin reparar en el desconcierto de los enemigos, que era casi tanto como el de los suyos, emprendió al dÃa siguiente su marcha hacia el Rosellón, abandonando la artillerÃa y bagaje, con que tuvo el suceso apariencias de completa derrota. Harto compensó esta pérdida la victoria de FuenterrabÃa, que fué de las más gloriosas que hubieran alcanzado nuestras armas. Para devolvernos Richelieu las entradas que habÃamos hecho por el Pirineo, envió acá un ejército de veinte mil infantes y dos mil caballos á las órdenes del duque de Enghien y del de la Valette, los cuales sentaron su campo delante de FuenterrabÃa. Al propio tiempo, una escuadra francesa, al mando del Arzobispo de Burdeos, vino á bloquear la plaza. Defendióse muy bien la escasa guarnición que allà habÃa; pero pronto empezó á sentir la falta de vituallas, que ocasionaba el cerco tan estrecho por mar como por la parte de tierra, y la rendición parecÃa segura. Aumentó la probabilidad un funesto accidente. Catorce galeras y otros cuatro bajeles equipados para meter socorro en la plaza, fueron destruÃdos en la rada de Guetaria por la armada del Arzobispo. Con todo, no desmayaron los sitiados, resueltos á defenderse hasta el último trance. Las minas habÃan ya hecho practicable la brecha, y estaba á punto de darse el asalto, solamente por negligencia diferido, cuando llegó al socorro un ejército reunido costosamente, pues hasta de Flandes vino gente para él y á las órdenes del esforzado Almirante de Castilla, D. Juan Alonso EnrÃquez de Cabrera, duque de Medina de RÃo-Seco, y del marqués de los Vélez, Virrey á la sazón de Navarra, asistidos de la industria y valor de Carlos Caracciolo, marqués de Torrecusso, capitán napolitano más valeroso que prudente, pero de mucha práctica en la guerra y muy leal á su Rey y al servicio de España. No era nuestro ejército tan lucido ni tan experimentado como el de los contrarios; pero suplió el valor á todo. Mandaban los cuarteles franceses el de Enghien, y el Arzobispo, que habÃa ido á tomar parte en las operaciones con los soldados de los bajeles. Acometiéronles los españoles con inaudito esfuerzo, de tal manera que, sin poder resistirles, huyeron al primer Ãmpetu los franceses, abandonando sus reductos. Forzó con su tercio el marqués de Mortara los puestos que defendÃa el mariscal de la Force con tres mil soldados, debiéndosele, por consiguiente, muy principal parte del triunfo. Tal fué, que en un momento todo el ejército enemigo se lanzó en precipitada fuga hacia el mar; cayeron más de ochocientos al filo de la espada, y fueron más de dos mil los que se ahogaron antes de ganar los bajeles, dejando en poder de los nuestros muchos prisioneros y toda la artillerÃa. Pocos en todo fueron los que se salvaron, no parando de correr hasta Bayona, y de los primeros el duque de Enghien, hijo del prÃncipe de Condé, y los otros capitanes, que tuvieron más cuenta con la vida que no con la honra que perdÃan. Levantóse allà la fama del gran Almirante de Castilla, á punto de no ser más empleado en mucho tiempo, que tanto pudieron la envidia y la emulación árbitras por entonces del Gobierno; cubriéronse de gloria Mortara y Torrecusa, y con tales capitanes y soldados, España se creyó todavÃa invencible. Pero asà como el suceso de Leucata puso aliento en los nuestros para el socorro de FuenterrabÃa, la afrenta que aquà padecieron los franceses, los movió á emprender con más ahinco alguna cosa de importancia en nuestras fronteras. Fióse el desagravio al mismo duque de Enghien, que entró por el Rosellón con veinte y cuatro mil infantes y cuatro mil caballos, repartidos en tres trozos, trayendo al duque de Halluin por segundo en el mando. Acometieron el castillo de Opol, fortaleza algo importante, que se rindió con poca defensa; de suerte que el Gobernador, que era flamenco, pagó su flaqueza con la vida en Perpiñán. Entraron en seguida en Rivas Altas, Claires y otros lugares abiertos; pusieron sitio á Salsas, y corrieron el campo hasta Perpiñán. Dióles una rota D. Alvaro de Quiñones, degollándoles un buen trozo de caballerÃa con muchos capitanes y personas de cuenta; pero ellos en tanto combatieron á Salsas con mucha furia. Comenzóse á juntar el socorro en Cataluña esperando todos que la plaza se sostendrÃa largos meses; pero habiendo volado los franceses algunas minas con mucho efecto y daño, rindióse el gobernador Miguel Llorente Bravo, que hasta entonces se habÃa mostrado valeroso, con no poca afrenta. Fortificáronse allà los enemigos cuidadosamente, y dieron el gobierno del presidio á Mr. de Espenan, capitán hábil y esforzado. Las nuevas de este suceso conmovieron á toda España. Decretáronse levas extraordinarias; recogióse de todas partes el dinero que se pudo; excitóse el celo de los Grandes de Castilla para que acudiesen á la defensa del reino y el de la provincia de Cataluña, llena de patriótico ardor contra los franceses. Fué noble el impulso y necesario, porque verdaderamente aquella era la puerta de España; pero debió hacerse antes ó guardarlo para más tarde; aquello, para evitar la pérdida, y esto para que no costase tanto el cobro. Aconsejaban los prácticos que se dilatase la empresa por ser ya los últimos meses del año; pero no se oyó el consejo. Encargóse á D. Felipe de SpÃnola, hijo del célebre D. Ambrosio, y por su muerte, marqués ahora de los Balbases, el mando del ejército que era muy grueso para aquel tiempo, como que algunos lo hacen subir á veinticuatro mil infantes y tres mil caballos, de ellos quince mil catalanes bisoños, y el resto castellanos y extranjeros de los tercios de Mortara, Moles, Molinghen, y otros, vencedores en FuenterrabÃa: el todo más lucido que robusto ni experimentado. El ejército francés, que estaba aún delante de Salsas, se retiró al aproximarse los nuestros; con todo hubo un combate entre alguna infanterÃa suya y tropas nuestras bastante ventajoso. Apretóse el cerco, y á la par comenzaron las enfermedades á hacer estragos en el campo español. Las obras de sitio comenzaron de prisa; pero las aguas las destruyeron de un golpe cuando estaban muy adelantadas, y se pensó en rendir por hambre la plaza. Vino bien para esto que el duque de San Jorge, hijo del marqués de Torrecusso, y don Alvaro de Quiñones destrozasen en un encuentro un buen golpe de caballerÃa enemiga que andaba por aquellas inmediaciones atenta al socorro; porque asÃ, privados de él, fué á poco muy grande la escasez de bastimentos en los defensores. Resolvióse entonces el duque de Enghien á venir en persona á levantar el cerco, pero fué rechazado dos veces: la una, más bien por un temporal horrendo que se declaró aquel dÃa, que no por nuestros soldados; la otra, á pica y espada. Asaltó en esta última ocasión nuestras trincheras el de Enghien con seis mil soldados escogidos, y aunque pelearon con mucho valor fueron rechazados con más, y puestos en fuga, dejando mil trescientos cadáveres en el campo. Pero entre tanto, de aquel ejército nuestro tan brillante, no quedaba apenas la mitad, muertos el resto de las enfermedades y trabajos. Fué preciso traer nuevas tropas de socorro, levantadas principalmente en Cataluña, donde los naturales se aprestaron gustosÃsimos á la empresa, y con eso los franceses, aunque de nuevo aparecieron en campo, no se atrevieron más á dar batalla: con que tuvo que rendir la plaza su gobernador Mr. de Espenan, después de haberla sostenido con todo género de salidas y defensas; mas salió con los honores de la guerra. No les quedó tras esto á los franceses por aquella parte otra fuerza que la de Opol, quizás menospreciada, y el ejército español, sin acometer otra empresa, vino á tomar cuarteles de invierno en el Rosellón y Cataluña. Fué no menos empeñada y sostenida que la de tierra la guerra marÃtima, dado que en el último término se nos mostrase más adversa la fortuna. No bien se abrieron las hostilidades, una escuadra española, compuesta de veintidós bajeles, al mando de D. GarcÃa de Toledo, marqués de Villafranca, duque de Fernandina, hijo del gran D. Pedro y hermano del hábil almirante D. Fadrique, uno y otro difuntos, y al mando también del marqués de Santa Cruz, entró en el golfo de León y se apoderó de las islas de San Honorato y Santa Margarita, dejándolas guarnecidas y fortalecidas, con lo cual las costas de Provenza quedaron á merced de los españoles. Mantuvimos aquellos puestos no sin gloria ni ventaja; pero al cabo, sobreviniendo la escuadra francesa que gobernaba el Arzobispo de Burdeos con tropas que desembarcaron á las órdenes del conde de Harcourt, perdiéronse ambas islas, bien defendida la de Santa Margarita por su gobernador D. Miguel Pérez, y no rendida sino por falta de socorros; cobardemente entregada la de San Honorato, sin espera ni defensa bastante, por D. Juan Tamayo, que allà mandaba. Mientras nuestros bajeles llevaban á cabo aquella conquista, los de Francia se habÃan presentado delante del Grao de Valencia, desembarcando gente que osó llegar hasta la ciudad y ponerla sitio. VolvÃa el marqués de Santa Cruz con sus galeras de la expedición de Provenza, cuando supo estas nuevas, y cayendo sobre los contrarios destruyó muchas de sus naves y los forzó á reembarcarse con pérdida considerable. Mas fortuna que por acá tuvo la marina francesa en las aguas de Génova, donde hubo un reñido combate entre algunas galeras suyas y otras nuestras, y quedó de su parte la ventaja. Destruyeron también la flota dispuesta para el socorro de FuenterrabÃa, como arriba dejamos dicho, y de esta suerte pensaron olvidar la rota que les dió el de Santa Cruz delante de Valencia. Pero no tardaron en tocar en ellos un nuevo desengaño (1639) en las costas de Galicia. Determinado Richelieu á divertir también nuestra atención por aquella parte, juntó una armada la más poderosa que hasta entonces hubiese salido de los puertos franceses, como que constaba de más de sesenta velas al mando del buen Arzobispo de Burdeos, que del todo aparecÃa apartado de los asuntos eclesiásticos y consagrado sólo al oficio del mar y de las armas. Presentóse esta escuadra delante de la Coruña. Estaba cerrado el puerto con unas cadena de mástiles gruesos, bien trincados con fuertes gumenas y argollas de hierro que corrÃan de uno á otro de los dos castillos que la defendÃan; afirmada toda la obra en grandes áncoras, y tomados todos los puestos y bien guarnecida la costa. Cobró miedo el enemigo, y no osando acercarse, se entretuvo tres dÃas en disparar de lejos á la plaza y á la armada allà surta que mandaba D. Lope de Hoces, sin efecto, antes con propio daño. Luego desistiendo de aquel empeño, se arrimó al Ferrol y desembarcó allà alguna gente, la cual, acometida al punto de los nuestros, fué rechazada después de cuatro horas de cruel pelea, y al fin tuvo que reembarcarse. No le cupo más gloria al Arzobispo en la empresa de Laredo. Desembarcó en aquella villa indefensa y dijo misa en su iglesia; pero no osó acometer el ingenio ó fábrica de artillerÃa que allà se miraba, donde hubiera logrado gran presa, y se volvió á sus naves. Al saberlo el Arzobispo de Burgos, recogió toda la gente que pudo y corrió al encuentro del enemigo; que fuera de ver, si se encontraran, á tales tiempos, tal batalla en los prelados. Pero el de Burdeos, después de amagar también á Santander con poca fortuna, aunque allà dió á las llamas los astilleros, se hizo á la vela para sus puertos, y sobreviniendo tempestades, aquel gran armamento francés se deshizo por si propio con mucha pérdida y ninguna ventaja. Pronto habÃamos de tener por venturosos á los franceses comparando su fortuna marÃtima con la nuestra. Afrentada con los insultos que padecÃan nuestras costas, determinó la Corte hacer un esfuerzo y traer armada al mar que pusiese respeto en los contrarios. Tales providencias se llegaron á tomar, que en breve tiempo se juntaron en la Coruña setenta bajeles y de nueve á diez mil buenos soldados. Dióse el mando á D. Antonio de Oquendo, marino antiguo y experimentado, disponiendo que la jornada se hiciese en derechura á Flandes, navegando de tal manera, que si en el pasaje se presentase alguna armada, se aventurase todo á trueque de conseguir su ruina. Al medio mes de navegación llegaron los españoles al Canal de la Mancha, y tropezando con la escuadra holandesa que mandaba Tromp pelearon seis horas con ella, haciéndola retirar al cabo para aparejarse á nueva batalla recibido el socorro que esperaba. VÃnole, con efecto, y holandeses y españoles pelearon de nuevo catorce horas seguidas con ventaja de los nuestros, que forzaron á los enemigos á recogerse en Calais. Pero eran grandes las averÃas y los heridos y muertos del combate, y más aún apuraba á los nuestros la falta de pólvora, de suerte que al fin tuvieron también que ampararse de las Dunas en la costa de Inglaterra. Allà permanecieron muchos dÃas antes de lograr de los ingleses pólvora y socorro alguno; y entre tanto de todos los puertos de Holanda salieron cuantos bajeles habÃa disponibles, y juntándoseles algunos franceses, bien prevenidos y municionados todos, vinieron sobre la escuadra de España. Ascendió de esta suerte la contraria á ciento diez naves con diez y ocho brulotes, los cuales tomaron la boca del puerto para impedir que los nuestros saliesen. En tal punto las cosas dispuso Oquendo enviar á Duquerque todo el caudal y tropas de refuerzo que llevaba á Flandes, y lo logró sin ser sentido de los holandeses. Reforzó también sus bajeles, despidiendo á muchos de los que traÃa de transporte y contratados, y se aparejó á salir á pelear con los enemigos, á pesar de verse tan inferior en fuerzas. Mas éstos estaban ya de acuerdo con los ingleses, y al anochecer de cierto dÃa en que los españoles estaban surtiendo de pólvora los bajeles para salir al mar sin sospechar algún peligro, se metieron dentro del mismo puerto. Defendiéronse los nuestros con más valor que podÃa esperarse de la mala prevención y descuido en que estaban, creyéndose en puerto amigo; pero con todo eso perdimos la mayor parte de los bajeles, bien apresados, bien quemados por los contrarios; de ellos fué el llamado _Santa Teresa_, de ochenta cañones, que mandaba aquel D. López de Hoces, capitán valerorÃsimo, con quinientos mosqueteros, la flor de España, y ochocientos hombres de marinerÃa. No se salvó en tal bajel un solo hombre. La escuadra inglesa que guardaba aquellas costas, hizo fuego sobre los combatientes para que respetasen la neutralidad del puerto; pero lo hizo de modo que no causaron daño en los holandeses, y en los nuestros lo causaron inmenso. Quejáronse los españoles de traición y no sin motivo; todos los documentos y pormenores persuaden que la hubo. Mas ello fué que España perdió la mejor de sus naves, y entre más de catorce mil muertos ó prisioneros, muchos de aquellos soldados viejos con que contaba todavÃa para defender su suelo y sustentar su gloria. No mejor suerte corrÃan al propio tiempo nuestra marina y nuestras cosas en las costas del Brasil y de Ãfrica. Una escuadra holandesa de nueve bajeles embistió el fuerte de San Jorge de la Mina, establecido por los portugueses en las costas de Guinea, y lo rindió sin mucha dificultad. Quisieron luego los contrarios apoderarse de otro que se nombraba Arzin; pero la conducta firme del Gobernador los hizo desistir del propósito. Mayores fueron en el Brasil las pérdidas, atacando aquellas provincias los holandeses en diversas ocasiones, y causando siempre daños sin cuento. Vencidos y echados de allà por D. Fadrique de Toledo, no tardaron en venir á reparar el ultraje, y desembarcando numerosas tropas, lograron en tres campañas, funestamente felices, traer á su obediencia mucha parte del territorio, rompiendo diversas veces á las tropas portuguesas que les salieron al paso. Tales triunfos movieron á los enemigos á hacer mayor esfuerzo todavÃa para ganarlo todo de un golpe, y enviaron allá al conde Mauricio de Nassau, deudo del de Orange, con poderosa armada. Banjola, que mandaba á los nuestros, no bien supo la llegada del conde Mauricio salió á ponérsele delante, pero no con más fortuna que otras veces, porque la gente de indÃgenas y portugueses que traÃa, poco diestra y valerosa, huyó en dos encuentros que hubo sin disputar muy largamente la victoria. Con esto se apoderó Mauricio de muchas plazas y llegó á sitiar á San Salvador; pero aquà no le salieron como creÃa sus pensamientos, porque en una salida que hicieron los defensores le mataron mucha gente y le forzaron á alzar el campo. Con todo, aquellas cosas continuaron ofreciendo gran peligro, y nuestra Corte, á pesar de sus apuros marÃtimos, determinó enviar allá gruesos socorros. Juntóse una armada de cuarenta y seis bajeles con cinco mil hombres de desembarco, y se puso al mando de D. Fernando Mascareñas, conde de Torre. Navegó esta escuadra con mucha felicidad al principio; pero á mitad del camino cayó la peste sobre las naves y murieron más de tres mil hombres, quedando los demás extenuados. Hubo aún la desgracia de que por haberse dado espera al desembarco, la armada se extraviase por aquellos mares y estuviese algún tiempo sin poder arribar de nuevo. De aquà nació que cuando D. Fernando Mascareñas, desembarcada la gente y reunida la que allà quedaba se puso en campo, estuviese ya á la vista el socorro de los holandeses que salió á las nuevas de nuestros armamentos. Y á la verdad, mirábanse éstos tan disminuÃdos con las anteriores campañas, que sin él no hubieran podido sostenerse un punto. Cuarenta y uno fueron los bajeles de guerra que trajo el enemigo, y por general á Guillermo Looff, hábil marinero. Salieron en busca de ellos los nuestros, que no eran menos ni inferiores, al mando de Mascareñas y se trabaron varios combates, en uno de los cuales el Almirante holandés perdió la vida sin verse ventaja de una ni de otra parte. Pero Huighens, en quien recayó el mando de la escuadra enemiga, sin perder aliento provocó un combate decisivo, y en él después de largas horas de lucha, fueron los nuestros completamente deshechos, aunque no sin gran pérdida del enemigo. De toda aquella armada solamente seis bajeles volvieron á España. Y cierto que serÃan de extrañar tan repetidos desastres en los mares, si no se sospechase ya que consistÃan en la mala disposición de las flotas. Armábanse de prisa, tripulábanse con soldados de tierra y chusma ignorante, y los más de los bajeles no eran construÃdos para la guerra, sino arrancados aquà y allá al comercio ó comprados y aun alquilados á mercaderes extranjeros. Solo los navÃos llamados de Dunquerque, construÃdos para la defensa de aquellas costas, eran buenos y los de Nápoles gloriosos desde la época del gran duque de Osuna. Naves portuguesas, genovesas, algunas inglesas y pocas, muy pocas castellanas, formaban principalmente en aquel tiempo las escuadras, que con tan poca honra y fortuna paseaban nuestra bandera por los mares. Con la derrota del Brasil y la que antes habÃamos padecido en el Canal de la Mancha, parecÃa aniquilado nuestro poder marÃtimo; y fué cosa de maravillar cómo pudimos en adelante hallar bajeles todavÃa para defender nuestras costas y aun para vencer en algunas ocasiones. Imposible será referir aquellos accidentes de tan costosa y dilatada guerra, sostenida á un tiempo en Europa, en las fronteras del Pirineo, en Italia, Flandes, Alemania, el Franco-Condado y á la par en las demás partes del mundo. Y en todas las costas y mares. Jamás alarde más grande ni esfuerzo más desesperado hizo nación alguna, que éste que estaba haciendo la MonarquÃa española, peleando por todos lados con tan desiguales medios y armas; donde quiera imponiendo, aunque tan enferma, respeto y espanto á sus enemigos. Pero se estaba ya en el año de 1640, y el mal penetraba en el corazón; el incendio estaba ya encima; oÃase el chisporroteo de los combustibles; sentÃanse las llamaradas, y el humo ennegrecÃa el horizonte. La hora de la muerte era llegada para la agonizante grandeza de España; sus cimientos estaban socabados del todo, y una ráfaga de viento que pasase la harÃa desplomarse. Y sin embargo, en Madrid no se notaba aún señal de temor ó de tristeza. Celébranse no sólo cada victoria, sino cada rumor de ellas, verdadero ó falso que corre, con los festejos de costumbre, y no pocas veces se hacen sin pretexto alguno. De los más señalados fué uno en que hubo cierta comedia de magia, ó más bien alegorÃa, con el tÃtulo de la _Circe_, invención de un tal Cosme Loti, la cual se representó sobre el estanque grande del Retiro, con máquinas, tramoyas, luces y toldos, fundados parte en el lecho mismo del estanque, parte sobre barcas que iban á la par navegando. Yendo la representación á punto en que se fingÃan tormentas, se levantó una tan verdadera, con tal torbellino de viento, que lo desbarató todo y algunas personas peligraron de golpes y caÃdas; mas con todo, no se desistió del espectáculo, y á pocos dÃas después tuvo lugar delante del Rey y la Corte primero, y luego delante los Consejeros, comunidades religiosas y pueblo. Pero acrecentándose cada dÃa más la afición al arte dramático, donde más de continuo asistÃa el pueblo era á los teatros ó corrales, y el Rey y los cortesanos, principalmente, á las salas del Buen Retiro, donde se hacÃan algunas improvisadas por los primeros poetas de la época, que allà mismo tramaban el plan, y repartiéndose los papeles las ejecutaban ellos propios siguiendo á su voluntad los diálogos. Con tal género de ayuda no tardó el arte en ponerse en alto punto de esplendor. Los antiguos corrales de la Cruz y del PrÃncipe se convirtieron en teatros, para aquel siglo muy lujosos, y todo el mecanismo de la imitación adelantaba diariamente, tocando en una perfección hasta entonces desconocida en Europa. Los representantes, no contentos con las ganancias que les ofrecÃa Madrid, se multiplicaban; cruzaban continuamente los caminos, y desde las más grandes hasta las más pequeñas poblaciones del reino veÃan levantarse telones, y ejecutarse comedias, y bailes, y entremeses, y todo género de espectáculos. Y al compás de esto, Lope de Vega, Calderón, Moreto, Rojas, Alarcón, fray Gabriel Téllez, conocido por Tirso de Molina, Luis Vélez de Guevara, Cubillo, Villaizan, Hurtado de Mendoza, Montalbán y otros muchos de menor nombradÃa, produjeron obras innumerables, si defectuosas en la disposición y forma y no pocas veces en el estilo, maravillosas en la invención y en el enredo; llenas de altos pensamientos, ricas en interés, en diálogos, en descripciones, en ingeniosos recursos y en todos los prodigios de la fantasÃa. ¡Lástima que tal arte y tales ingenios no floreciesen en tiempo de más ventura! Porque es doloroso haber de apuntar afrentas de los hombres á quienes agradecidos los poetas dramáticos tributaban tanto aplauso y lisonja; haber de reputar por viles tal lisonja y aplauso; haber de condenar los festejos que eran germen y vida del arte dramático; haber de baldonar al Rey poeta y al ministro Mecenas por la misma atención, por el favor mismo que tributaban á las obras y á los autores que tanta gloria nos han dado en el mundo. Ojalá que el cielo hubiera dado tales ingenios en los dÃas de nuestra grandeza; ojalá hubiera infundido aquel amor al arte en los altos PrÃncipes del siglo de oro de la MonarquÃa. Mas ahora no la escena, ni el patio, ni los palcos, sino la frontera era el lugar donde habÃa de hallarse á los buenos; y no las flores del Parnaso, sino el sangriento laurel de la victoria lo que debÃan de apetecer los españoles. Cada cosa tiene su oportunidad y su tiempo. La poesÃa de los vencidos es como el canto de la esclava, tal vez dulce, pero vil; Esquilo no escribió tragedias sino después que á costa de su sangre vió salvada á la Grecia en Platea; Corneille, Racine, Voltaire y Moliere, vinieron á tiempo de añadir grandeza á la grandeza de nuestros vencedores. Miserable espectáculo ofrecÃa Felipe IV, regocijado y placentero mientras su hermano, el infante cardenal D. Fernando, rendido el cuerpo de tan largas campañas y trabajos en Alemania y Flandes, y acosado el ánimo de presentimientos y temores por la suerte de la patria, se enflaquecÃa de hora en hora, y en tan florida edad inclinaba ya el cuerpo al sepulcro. Faltábanle soldados al buen Infante, y al Rey le sobraban representantes y truhanes; porque según dejó escrito uno de ellos con imparcialidad notable, «como su vida era libre y apetecida de gente moza, se aumentaban considerablemente cada dÃa». No habÃa dinero á punto que el Rey se echó sobre la plata que trajo en 1639 la flota de Indias, de propiedad de particulares, tomando la mitad para sà y pagando de la otra mitad mucha parte en calderilla; despojo inicuo del cual se habÃan dado ejemplos en tiempo de Felipe II, pero harto más reprensible ahora, puesto que no se habÃa de emplear en la defensa de la nación como se empleó entonces, sino en pagar bacanales y fiestas. Y en tal pobreza se labraba á mucha costa un teatro en el Buen Retiro, donde se representasen comedias con más lujo que antes en los salones, _obra grande_, según un autor contemporáneo. AllÃ, entre comediantes y farsas y bailes, los reyes acabaron de perder su decoro y su virtud los vasallos. Mostraba gusto la Reina de ver silbar las comedias, y por agradarla el público vil de cortesanos, dió en silbarlas todas, malas y buenas, con igual diligencia. AsÃmismo para que viese la Reina todo lo que pasaba en las _cazuelas_ de los corrales ó teatros, se representaron bien al vivo en el Buen Retiro, trayendo mujeres que se mesasen y arañasen unas, que se diesen vayas ó insultos otras, y mosqueteros ó truhanes que de propósito las enojasen. También se solÃan echar entre ellas reptiles que las asustasen, y «ayudado esto, exclama un contemporáneo, con libertad singular del son de silbatos, chiflos y castradores, se hacÃa espectáculo más de gusto que de decadencia». En esto habÃa venido á parar la admirada gravedad de los Reyes de España. Felipe, tan ceremonioso, tan absoluto, que se juzgaba un Dios levantado sobre sus vasallos, tan avaro de sus respetos y autoridad que por conservarlos habÃa ya hecho derramar mucha sangre y debÃa hacerla derramar á torrentes todavÃa, toleraba tales ruindades en presencia suya y de su esposa é hijos, dando tales alas á los representantes que uno de ellos, por nombre Juan Rana, que hacÃa de gracioso, osó mofar públicamente por los afeites que usaban en el aliño del rostro, durante una de las representaciones del Buen Retiro, á dos damas de las principales de la Corte que allà asistÃan. Tales liviandades, comunicándose á la nación, habÃan ya corrompido por aquel tiempo las venerables costumbres de los antepasados. No habÃa, especialmente en Madrid, ni decoro, ni moralidad alguna; quedaba la soberbia, quedaba el valor, quedaban los rasgos distintivos del antiguo carácter español, es cierto, pero no las virtudes. Pintó D. Francisco de Quevedo con exactitud los vicios de aquella época nefanda; no hay ficción, no hay encarecimiento en sus descripciones. Tal franqueza no podÃa pasar entonces sin castigo, y asà los tuvo el gran poeta con pretextos varios, entre los cuales hubo uno infame, que fué correr la voz de que mantenÃa inteligencias con los franceses. La verdad era que halló medio de poner ante los ojos del Rey un memorial en verso donde apuntaba las desdichas de la república, señalando como principal causa de ellas al Conde-Duque. Siguióle el aborrecimiento de éste hasta el último dÃa de su privanza; y asà estuvo Quevedo en San Marcos de León durante cerca de cuatro años, los dos de ellos metido en un subterráneo cargado de cadenas y sin comunicación alguna. Aun fué merced que no le degollasen, como al principio se creyó en Madrid, porque todo lo podÃa y de todo era capaz el orgulloso privado. Pero mientras aquel temible censor pagaba sus justas libertades, la Corte, los magistrados y los funcionarios de todo género acrecentaban sus desórdenes, y al compás de ellos hervÃa España, y principalmente Madrid, en riñas, robos y asesinatos. Pagábanse aquà muertes y ejercitábase notoriamente el oficio de matador; violábanse los conventos, saqueábanse iglesias, galanteábanse en público monjas ni más ni menos que mujeres particulares; eran diarios los desafÃos, y las riñas, y asesinatos, y venganzas. Léense en los libros de la época continuas y horrendas tragedias, que muestran no mucho más respeto á las cosas de Dios que á las cosas de los hombres. Tal caballero rezando á la puerta de una iglesia, era acometido de asesinos, robado y muerto; tal otro llevaba á confesar á su mujer para quitarle al dÃa siguiente la vida y que no se perdiese el alma, ya que el cuerpo pensaba traerlo á tal extremo; éste, acometido de facinerosos en la calle, se acogÃa debajo del palio del SantÃsimo, y allà mismo era muerto; el otro se despertaba de noche al sentir puñaladas en su almohada, y era que su propio ayo le erraba golpes mortales, disparados por leve represión ú ofensa. Una compañÃa de naturales de Antequera y los soldados del tercio de Madrid, estuvieron batallando todo un dÃa en Madrid por pequeña ocasión, y se dieron hasta doce ó más acometidas en las calles, á pesar de haber sacado de una iglesia el SantÃsimo Sacramento para aplacarlos. En Málaga, cierto corregidor prendió por leve disgusto á un hombre principal, y sin forma de proceso le hizo decapitar de noche, sin confesión y por un esclavo. En quince dÃas hubo, en Madrid solo, ciento diez muertos de hombres y mujeres, muchas en personas principales. Hechos todos no de maravillar, ciertamente, en otros paÃses y épocas, donde se han visto iguales si no mayores, pero increÃbles en España, que tan severas costumbres habÃa heredado de Felipe II y Felipe III, trascurridos tan pocos años desde la muerte del último Monarca, y estando al parecer más vivos que nunca la fe, el culto católico y el influjo del clero. AtribuÃanse, por lo común, los crÃmenes á los soldados de los tercios que se formaban para acudir al refuerzo de los ejércitos; y bien podÃa ser, porque extenuadas y despobladas las provincias de la continua guerra, agotados casi los hombres valerosos y de espÃritu verdaderamente guerrero, apenas acudÃa á ponerse debajo de las banderas sino gente mezquina. Muchos venÃan á servir por engaño ó por fuerza, y por lo mismo no tardaban en desertarse, y con temor del castigo echábanse luego á vivir por malos modos. Otros viciosos y malvados se enganchaban en los tercios mientras se formaban, y recibido el precio del enganche y las pagas, desertábanse al salir á campaña, y se quedaban en la corte sin otro ejercicio que el robo y los crÃmenes, hasta que de nuevo tornaban á engancharse para volver otra vez á la deserción y mala vida que solÃan. à veces también formaban cuadrillas de malhechores en despoblado que cometÃan inauditos desmanes. Mas no eran solo los soldados; tanto ó más que ellos cometÃan los naturales de diversas provincias, y especialmente los de Cataluña. Allà corrÃan en cuadrillas, ó por quejosos de la autoridad ó facinerosos, muchos hombres de valor y conocimiento en el terreno, burlando las iras de las autoridades y justicias; llamaban á tal vida _andar en trabajo_, y habÃa entre ellos sus caudillos y capitanes. Tales ó semejantes cuadrillas de forajidos se vieron en las llanuras de la desierta Mancha. Y en tanto los Tribunales del reino tal vez ahorcaban por precipitación á personas inocentes; y contra los grandes criminales, ó bien sobornados, ó bien temerosos, mostrábanse muy tibios. La Corte parecÃa menos firme todavÃa en castigar los delitos. Perdonábanse los mayores, ó por la calidad de la persona, ó por la utilidad solo que de ellos resultaba ó á precio de dinero y servicios, ó por mero capricho del PrÃncipe y privados. Asà se vió á D. Pedro de Santa Cilia entrar con alto puesto á servir en los ejércitos y armadas de España después de haber dado muerte por sus manos á su industria á trescientos veinticinco personas. Era el D. Pedro, mallorquÃn, y siguiendo los impulsos vengativos que asemejaban entonces sus paisanos á los naturales de Córcega, determinó vengar la muerte de un hermano suyo lanzándose á cometer tantas y tan crueles, en personas inocentes casi siempre y á manera de bandido. à dicha se hallaba en Madrid, cuando sacaron de palacio un caballo que nadie osaba montar por su braveza; ofrecióse hacerlo Santa Cilia, y lo ejecutó con tanta habilidad que todos los presentes quedaron maravillados. Viólo también el Rey; mandóle subir y que le contase su historia, y por último le perdonó y le admitió á su servicio en gracia de su atrevimiento. Portóse luego Santa Cilia como soldado y capitán de valor, señalándose en Nordlinghen y en otras ocasiones; pero el número increÃble de sus crÃmenes pedÃa á la verdad otra enmienda y ejemplo de parte de los guardadores de la justicia. La Inquisición misma, aunque tan severa, y tan entrometida siempre en las cosas del Gobierno y justicia civil, pasaba por alto tales desafueros, aun los que más cerca la tocaban, y no ponÃa atención ni cuidado sino en los casos de herejÃa, y en los delitos cometidos contra el culto ó contra los privados del Rey. Aun sorprende el ánimo la facilidad con que corrÃan entonces libros llenos de ideas y palabras obscenas que no se tolerarÃan en los tiempos modernos, siendo asà que tan rigurosa censura se ejercitaba contra los autores en todo lo tocante á pensamientos religiosos y polÃticos. La desigualdad de los castigos llegó á un punto, que repugna al sentido común, cuanto más al derecho. Viéronse en los autos de fe, ó quemadas ó duramente castigadas muchas personas por delitos como la bigamia, mientras corrÃan impunemente los más atroces atentados. Cualquier palabra de doble sentido ó sospechosa en materia de fe ó de culto, era castigada con más crueldad que el robo de una monja ó la violación de unos votos; bien que esto último llegó casi á tolerarse como cosa común. Era tan general la obcecación, que el cronista D. José Pellicer y Tobar, en sus _Avisos_, después de narrar los grandes peligros é infelicidades de aquel tiempo, exclama: «De verdad una de las desdichas que se deben reparar con más atención y lástima, es ver á España tan llena por todos lados de judÃos enemigos de nuestra santa fe católica.» ¡Singular advertencia cuando las fronteras, la Hacienda, la Corte y las provincias se miraban de tal modo perdidas! Asà todo parecÃa ya degenerado; no habÃa en España ni opinión verdadera, ni juicios exactos, ni vÃnculo social que se mantuviese en la antigua firmeza. Tan extraña confusión en las costumbres habÃan introducido las liviandades de Felipe IV y de su privado. Hacia los años de 1640 era Madrid, en suma, como un tiempo Roma, cabeza extraviada y corazón corrompido de un cuerpo colosal, que por milagro se mantenÃa en pie todavÃa; heredera de glorias y maestra de iniquidades y torpezas; hija de héroes y madre de viles. [Ilustración] LIBRO QUINTO SUMARIO 1640.--Propósitos del Conde-Duque: motivos de la rebelión de Cataluña: sus principios: el conde de Santa Coloma y el marqués de los Balbases: alojamientos: reclamaciones del Principado: choques entre soldados y paisanos: rompe el pueblo de Barcelona las puertas de las cárceles: sedición del dÃa del Corpus: matanza de castellanos y muerte del Virrey: el _VÃa fora_.--Fiestas que entre tanto celebran en Madrid: amonestación de un labrador al Rey.--Virreinato del duque de Cardona: sucesos de Perpiñán: Virreinato de D. GarcÃa Gil Manrique.--Prevenciones de guerra.--Sucesos del Rosellón.--Jura el Virreinato el marqués de los Vélez: primeras operaciones: disposiciones del Conde-Duque sobre Portugal: Suárez y Vasconcellos: el duque de Braganza: principios de la conjuración: Pinto de Ribeiro: torpezas del Conde-Duque: burla el de Braganza sus ardides: sublevación de Lisboa: hecho generoso del capitán Garcés: muerte de Vasconcellos: arresto de la Virreina: pérdida de la ciudadela y del castillo de San Juan.--Espanto en nuestra Corte: cómo dió Olivares al Rey aquella mala nueva: disensiones: conjuraciones del duque de Medinasidonia y del arzobispo de Braga: frústranse ambas: suplicios: muerte del aleve marqués de Ayamonte: se salva Medinasidonia: su reto al de Braganza.--Liga de la paz: batalla de Sidam.--Prevenciones de guerra: corrupción y torpezas. DEJAMOS notado ya en otros lugares que los Monarcas y Ministros infelices de estos tiempos que vamos narrando, hacÃan acaso más daño á la MonarquÃa con sus buenos que con sus malos intentos. Y es que en las cosas polÃticas no hay mayor yerro que trocar las ocasiones, y querer, porque sólo un dÃa fueron posibles, llevarlas cualquier otro á cabo forzosamente. Harto se probó esta verdad en la expedición que envió Felipe III contra Inglaterra y en sus proyectos contra Francia; más todavÃa hubo de recibir más grande y triste prueba. Nada tan útil como la unidad nacional y el pensamiento de reunir todas las fuerzas de la MonarquÃa en un solo punto. Pero esto no era posible llevarlo á cabo de pronto entre los azares y ocupaciones de las guerras extranjeras, estando tan flaca como estaba á la sazón la cabeza de la MonarquÃa. Sin embargo, tal era el Conde-Duque, que cabalmente eligió aquella ocasión para traer á ejecución su propósito. Buena enseñanza del modo con que tales cosas se ejecutan acababa de ofrecer en Francia Richelieu. Mantuvo al principio la paz todo lo que pudo, aun sacrificando en ella el orgullo francés; hizo alianzas extranjeras y organizó ejércitos y reunió tesoros, y cuando tuvo á punto las cosas, comenzó á descargar golpes certeros contra los protestantes, los grandes señores y las ciudades indóciles y rebeldes. Asà logró á todos rendirlos y reducirlos á la obediencia del Monarca, en cuyo nombre gobernaba; y el astro de Francia, después de algunos años de eclipse, apareció más brillante que nunca á los ojos del mundo. No aprovechó la lección Olivares, que más que estudiar en las obras de otro, pensaba poner las suyas de ejemplo á todos: tal era su vanidad. à muy poco de encargarse del gobierno dirigió al Rey un papel sobre ello; porque todas las cosas que él querÃa que le alabasen las ponÃa por escrito. Apuntaba allà á más de las razones claras y obvias, que persuadÃan la conveniencia de dar unidad á la nación, ciertos sofismas como aquel de que, «si eran poderosos seis PrÃncipes moderados, pero bien unidos, se considerase cuánto más lo podÃan ser, si se uniesen, los muchos reinos de España, tanto mayores que los opuestos y tanto más fáciles de ajustar, estando debajo de una obediencia que esos otros de diversos dueños.» De tal manera equiparaba el favorito la alianza de nuestras provincias entre sà con la de Francia, Suecia, Saboya, Holanda y las demás naciones contra nosotros á la sazón conjuradas. Fué muy alabado el papel de todas suertes, y se enviaron aquà y allá comisionados que tratasen de ello: á Flandes fué el marqués de Leganés, y á Portugal el de Castel-Rodrigo. Llamáronse también á la Corte prelados y personas principales de diversas partes para discutir la unión pretendida. Pero no se logró, porque no se podÃa lograr tan fácilmente efecto alguno; y duraron los tratos hasta que comenzaron las violencias á hacer sus veces, y saltaron de eso las consecuencias que lloraron todos. Este paso de las negociaciones á las violencias tuvo por causa en mucha parte los apuros del Erario y las necesidades de la guerra. Pero es imposible olvidar que otras causas menos disculpables influyeron también y no poco en su empleo. En esto como en todo la MonarquÃa tuvo que llorar con la incapacidad polÃtica del Rey, la vanidad funesta y la imprudencia del favorito y sus ministros. Nació poderoso el deseo de humillar con la fuerza á los catalanes en las Cortes celebradas en Barcelona en 1626. Ya en las de 1623 habÃa quedado disgustado el Rey por la poquedad de los subsidios y resistencia á manifestar los libros y réditos; pero en estas de 1626, Felipe, al dejar repentinamente á Barcelona, traÃa sin duda en su ánimo el propósito de castigarles. Volvió, sin embargo, benévolamente en 1632 para dejar en su lugar al infante D. Fernando; y quiso la desdicha que la antigua herida de su agravio se la resucitase y exasperase con uno suyo el Conde-Duque. Porque habiendo tenido cierto disgusto sobre el modo de tratar á los catalanes con el noble Almirante de Castilla, que desde 1623 venÃa proponiendo moderación en ello, la nobleza y pueblo de Barcelona, ó sabedora del motivo, ó inclinándose más á éste, naturalmente, por ser de la casa de Cabrera, tan respetada en el Principado, mostráronse ostensiblemente en su favor y en contra del favorito. No era hombre Olivares que perdonase las ofensas hechas á su vanidad; aumentó en sus consejos el desabrimiento en el Rey, y con sus amenazas y palabras de cólera dió lugar á que los ministros serviles que le servÃan comenzaran á tratar con despego en las cosas á Cataluña. Principalmente el protonotario de la corona de Aragón, D. Jerónimo de Villanueva, muy favorecido de Olivares, puso á tÃtulo de lisonja en completo olvido todas las reclamaciones y negocios que de allà venÃan, tratando con tanta dureza á los interesados, que llegaron á aborrecerle los catalanes tanto ó más que al Conde-Duque, y fué acaso el mayor causante de los excesos que cometieron. No estaban ellos á la verdad muy gustosos tampoco desde las Cortes de 1623 y 1632. Inspiróle á aquel pueblo varonil y laborioso desprecio y cólera la licenciosa Corte de Castilla; ofendióle sobre manera la vanidad del Conde-Duque, su lujo y porte; y luego no le agravió poco el que el infante D. Fernando, con notable firmeza, pero acaso fuera de tiempo, negase el honor á sus conselleres de que se cubriesen delante de él, según el antiguo usaje. Y notando al propio tiempo la lentitud con que se despachaban sus negocios, y el despego con que eran tratados en la Corte de Castilla, ellos, que nunca habÃan mirado con buenos ojos su dependencia de otra provincia, que se inclinaban poco en carácter, ideas y costumbres á los castellanos, y negaban siempre á éstos otro nombre que el de extranjeros, comenzaron á hacer acopio de ira y á espiar ocasiones de venganza. Siendo Virrey el gran duque de Feria hubo una gran riña entre la armada de España anclada en el puerto y los habitantes, donde llegaron éstos al extremo de disparar contra las galeras la artillerÃa de los muros, y cuando el virrey Cardona quiso registrar por fuerza los archivos de la ciudad, y los conselleres se fortificaron dentro de su palacio, negándose á permitirlo, el pueblo se puso en armas, y fué ventura que no inundasen ya en sangre las calles de la ciudad condal catalanes y castellanos. El Rey, airado ya de todo punto, mandó que la Audiencia se trasladase á Gerona; y los conselleres y Diputación, como si previesen el próximo rompimiento, no cesaron desde entonces en reparar los muros, labrar algunos más reparos y disponer como al descuido en la paz las cosas de la guerra. En tal punto las cosas, suscitóse la guerra del Rosellón; y la Corte expidió dos edictos, imponiendo por el uno á Cataluña cierta contribución no votada en Cortes, y por el otro expulsando á todos los franceses del territorio; uno y otro contra los fueros de la provincia. Recelosos los catalanes al ver aquellos principios, hicieron al punto en Madrid reclamaciones, mas no fueron atendidas de modo alguno. Lo que el Conde-Duque habÃa ordenado sin obstáculo en otras provincias, quiso que fuese también en Cataluña, porque como tenÃa en su pensamiento la unidad, figurábase que no le faltaba otra cosa que demostrarla en las obras; y las nuevas reclamaciones, sin obligarle á cambiar el fondo de su propósito, le impulsaron á hacer más duras las formas, recordando siempre su queja. Con todo, el patriotismo pudo tanto en los catalanes, que cerrados los ojos á todo agravio, acudieron á la empresa de Leucata y más á la recuperación de Salsas, donde se vió venir á toda su nobleza con muchos soldados y caudales. Separado el duque de Cardona después de aquella derrota de Leucata, vino á sucederle por virrey D. Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, querido del pueblo y la Corte. Hubo el raro acierto de igualarle en mando durante el cerco de Salsas con el Capitán general del ejército, que era el marqués de los Balbases; y aunque este mando era más honorÃfico que otra cosa, obligó más á los catalanes á servir con muy buena voluntad en la empresa. No faltaron, sin embargo, disgustos ocasionados por la contrariedad de caracteres entre los catalanes y el resto del ejército; durante la campaña cerca de Colliure hubo un choque sangriento, y debajo de los muros de Perpiñán se trabó una verdadera batalla, que duró seis horas, con gran mortandad de ambas partes, siendo maravilloso que acertaran á suspenderla los capitanes. Pero ello es que fueron inmensos los servicios y sacrificios del Principado, tanto en hombres como en dineros y que en Madrid no se mostró por eso el menor agradecimiento. Mirando el Conde-Duque cuán poco habÃan insistido en la primera violación de sus fueros y cuán de veras servÃan en aquella ocasión los catalanes, tomóles por humildes, y dió por cierto que podrÃa traerlos por fuerza á su propósito, satisfaciendo al par sus mezquinas venganzas. AsÃ, lejos de enviar recompensas, envió amenazas y nuevos agravios. Durante el sitio de Salsas, cuando más méritos estaban haciendo los catalanes, le escribió al virrey Santa Coloma, sin motivo ni provocación alguna, que si los privilegios del paÃs podÃan avenirse con sus órdenes, los respetase; pero que en el caso de que le empesciesen ó dilatasen el éxito de las cosas, considerase al que los alegara como á enemigo de Dios y del Rey, de su sangre y de la patria; añadiéndole que enviase á todos los hombres capaces de trabajar ó de llevar armas al ejército, que hasta á las mujeres empleara en el servicio, y que echase si era preciso á los habitantes de sus hogares, para que los ocupasen los soldados. Y no contento con esto, inclinó al Rey á que escribiese al propio Santa Coloma, mandándole que domeñase con el rigor las libertades de los funcionarios y pueblos de la provincia. Provocaciones y rigores casi inconcebibles, cuando voluntariamente hacÃa tanto Cataluña, que era imposible pedirla más, impropios además para empleados con españoles, y más por hombres que tan flojamente se las habÃan con los extranjeros. Era el Virrey catalán al cabo, y no podÃa prescindir de respetar por costumbre los privilegios de sus paisanos. Dilatóse por su causa, antes que por no ser necesario, el gran rigor que aconsejaba la Corte; pero cuando llegó el trance de acuartelarse el ejército en Cataluña, terminada la campaña, ya no pudo evitar los daños. Faltaron las pagas, como acontecÃa de ordinario, á los soldados; y éstos, en mucha parte extranjeros y acostumbrados á tomar por fuerza cuanto querÃan en Italia y Flandes, donde por lo común habÃan servido, comenzaron á ejecutar igual desorden en Cataluña. No acudió á reprimirlo como debiera el marqués de los Balbases, Capitán general del ejército, porque como extranjero, no tenÃa compasión á los naturales ni estaba acostumbrado á hallar resistencias en el paisanaje de otras partes, equivocando él, como los soldados y la propia Corte, al valeroso pueblo catalán con otros viles que habÃa conquistado. Cabalmente aquel paisanaje habÃa asistido en Leucata y Salsas y despreciaba á los soldados, teniéndose por más valeroso que ellos, y habiéndolo mostrado, verdaderamente, en muchas ocasiones, siendo ésta una de las causas de aborrecimiento y menosprecio que por entonces traÃan conmovidos los ánimos. CombatÃanle en tanto al de Santa Coloma, de una parte el celo del servicio de su Rey, y de otra la compasión de los naturales; dudaba y revolvÃa en su mente diversos conceptos, pero no determinaba cosa alguna; y los soldados, fortalecidos en su licencia por la permisión ó tolerancia que traslucÃan, no habÃa insultos que no hallasen lÃcitos, disculpándolos todos con el hambre. Mas los catalanes, viendo que no se les hacÃa justicia, vengativos y duros por naturaleza, y despreciando más que temiendo á la soldadesca, no tardaron en comenzar á tomarla por sus manos. De pequeños principios fueron asà formándose poco á poco grandes tumultos. Quemaron los soldados del tercio napolitano de D. Leonardo de Moles á Riu de Arenas, y Santa Coloma de Farnés tuvo luego igual suerte en castigo de haber allà muerto algunos alojados. Al saberse estas violencias, no ya el pueblo, sino la nobleza y el clero levantaron al cielo sus quejas. Sólo el alojar el ejército en Cataluña era ya manifiesta infracción de sus fueros; y habiendo enviado á Madrid doce embajadores que reclamasen contra ella, no se les permitió entrar siquiera, mandándoles que se detuviesen en Alcalá, donde estuvieron muchos dÃas. Entonces enviaron á dos frailes capuchinos para que solicitasen que se oyese á los embajadores. Debieron aquéllos á sus hábitos el llegar á la presencia del Rey, sin que pudiera estorbarlo el favorito, y tanto dijeron, que lograron su propósito. Vinieron los embajadores á la Corte y pusieron en manos del Rey un memorial, que por lo descarado acabó de irritar los ánimos de la Corte, y por gran sufrimiento no logró respuesta alguna. Y á la par Santa Coloma prohibió en Barcelona que ningún abogado pudiese asistir á las causas ordinarias que suscitaban los paisanos contra soldados, pensando sin duda refrenar con esto la audacia del vulgo; lo que se logró fué que, hallando cerrado los agraviados catalanes el camino de la justicia, acabáranse de inclinar al propósito de defenderse brazo á brazo. Fueron como heraldos y mensajeros de tal propósito á verse con el Virrey el diputado militar Francisco de Tamarit, voz de la nobleza catalana, y poco después una embajada de la ciudad de Barcelona. Representaron ofensas, pidieron reparaciones y dejaron entrever amenazas. Mas era el conde de Santa Coloma hombre aunque bien intencionado, un poco violento, como lo mostró en las Cortes de 1626, donde puso mano á la espada contra el duque de Cardona, y luego en el sitio de Salsas, donde por pequeña ocasión apaleó á un tiempo al Maestre de campo Torrecuso y á su hijo el duque de San Jorge, tan valerosos ambos; y ahora irritado con la libertad de los catalanes, sin tener más en cuenta que era de ellos, ni reparar ya en los privilegios de la provincia, redujo á prisión al diputado Tamarit y á dos de los magistrados. Con esto parecieron muertas por un instante las libertades y la resistencia de Cataluña. Juzgóse en Madrid que lo estaban para siempre, y aplaudióse la determinación como esforzada, sin ver el peligro que ofrecÃa los que podÃan remediarlo. La última embajada habÃa puesto en el Conde-Duque y en sus favorecidos tanta ira, que se tenÃan por dichosos con imaginar tan inmediato castigo. No faltaba, sin embargo, quien temiese de aquellos sucesos, y alguno por cierto de quien menos pudiera esperarse. Tal era el marqués de los Balbases, D. Felipe de SpÃnola, hombre ilustre solo por el apellido de su padre, y cuya muerte aceleró, como se dijo, con la mala defensa y fuga del puente de Cariñan. HabÃa sido D. Felipe con su tolerancia á sus soldados y con su desprecio á los catalanes, uno de los mayores causantes de aquellas inquietudes, y después no habÃa cesado de aconsejar á la Corte que mantuviese sus disposiciones en Cataluña, alimentando y albergando la gente de guerra á costa y cargo de los naturales. No obstante, ahora, habiéndolo querido enviar allá para comenzar la nueva campaña contra los franceses, no quiso hacerlo, diciéndose públicamente que era porque temÃa el humor de los catalanes. Vergonzosa conducta la del Marqués, que daba á los demás lecciones de fiereza, cuando él no osaba mostrarla por su persona donde convenÃa, y ejemplo elocuente á los prÃncipes que se fÃan de fieros y balandronadas de cortesanos para ser agresivos é injustos. Los acontecimientos mostraron muy pronto que si era vergonzoso el reparo del Marqués, señalaba en él, sin embargo, más previsión que en los demás, pues irritados al último punto los catalanes, acrecentando las injurias su natural dureza y su antipatÃa á los castellanos, reunidos en un solo pensamiento, como suele acontecer en ellos, no tardaron en declararse en abierta rebeldÃa. Rompió el vulgo de Barcelona tumultuosamente las cárceles, sacando de ellas á Tamarit y los otros magistrados presos, teniendo que acogerse el virrey Santa Coloma al amparo de las Atarazanas; y aunque se aplacó aquel tumulto por mediación del mismo Tamarit y los magistrados, alentáronse con la impunidad los descontentos, y creció su osadÃa con el ensayo de la poca resistencia, á punto de inclinarlos á mayores extremos. No se concibe cómo asà la Corte, como el virrey Santa Coloma, descuidaron meter en Barcelona, para su seguridad, una parte del ejército que tan numeroso andaba en otros lugares; pero la Corte estaba ciega en su imprevisión, y el Virrey, ó no pudo lograr el refuerzo, ó se negó imprudentemente á pedirle, porque no pareciese flaqueza de su persona. GrandÃsimo error en la autoridad que habÃa tenido ya una vez que desamparar su puesto, huyendo del vulgo amotinado, y que debÃa la paz entonces á la influencia de los mismos á quienes él tenÃa en prisiones. El hecho fué que los barceloneses, después del primer grito que dieron de rebelión rompiendo las cárceles, la llevaron á funesto término el dÃa del Corpus del año 1640, sin que se hallase en la ciudad, como sin duda pudiera hallarse, bastante gente del Rey para contenerla. No se habÃa tomado otra precaución que armar algunas compañÃas de milicia del paÃs, que en lugar de vencer el riesgo en la ocasión, lo aumentaron, haciendo causa común con los rebeldes: nueva torpeza y mayor, si cabe, que las otras. Comenzaron la sedición los segadores y habitantes del llano de Barcelona, recogidos en la ciudad con el pretexto de la fiesta; gente que, no teniendo nada que perder en ellas, se ha hallado siempre mucho más temible en tales casos que los moradores. La guardia del palacio del Virrey, viendo los primeros grupos y oyendo las voces sediciosas, hizo fuego, que fué dar más ocasión que remedio en el punto que estaban las cosas; cayó muerto un segador, recogieron el cadáver sus compañeros, y lo pasearon por plazas y calles, apellidando venganza. Desatado entonces el vulgo, empezó la matanza de castellanos y naturales de otras provincias, y particularmente de los que se empleaban en algún servicio del Rey, primero por las calles y plazas, luego asaltando las casas y entrando en los aposentos á fuego y sangre. Todo Barcelona ardió en un momento en confusión y estrago, y los rebeldes, no hallando resistencia en ninguna parte, y más envalentonados y más sedientos de sangre que nunca, llegaron á las puertas del palacio del Virrey cargados de haces de leña para quemarle. Este, sin otro amparo ya que su dignidad escarnecida, sin otra defensa que la razón que juzgaba tener de su parte, sintió decaer su corazón y ocupar el miedo lentamente el sitio donde se albergó hasta entonces la ira. Rodeábanle los conselleres y magistrados de Barcelona, tan amigos de la sedición como los que estaban ejerciéndolas en armas, aparentando por decoro de sus cargos que la aborrecÃan, y proponiendo consejos y arbitrios que bien pudieran tomarse por maliciosos estorbos y trazas de evitar cualquiera ejecución acertada. DÃjose que ellos jamás llegaron á temer tanto del vulgo, habiendo mirado apaciblemente sus primeras demostraciones; pero éste, una vez lanzado, rara vez para en lo justo. Entraron las turbas en casa del Virrey, pidiendo á gritos su muerte; salváronse como pudieron algunos de los oficiales reales, y los conselleres y magistrados de la ciudad adularon á los delincuentes, regocijándose ya con la victoria. Y en tanto Santa Coloma, encadenado por su honra, retardó la fuga, hasta que vió sobre sà á los asesinos. Salió entonces del palacio sin ser visto, y se metió en las Atarazanas; luego, dejando aquel asilo con su hijo y algunos oficiales, acudió á embarcarse en una galera genovesa que habÃa en el puerto; pero no pudo lograr sino salvar á su hijo, que le seguÃa, anteponiendo la vida de éste á la suya propia, porque el esquife que le aguardaba, cañoneado desde la ciudad por los rebeldes, advertidos ya del caso, no osó más esperarle. Asà la fortuna, ensañándose en aquel hombre más torpe que criminal, le permitió salvar á su hijo y á los más de sus oficiales, algunos despedidos por él antes, otros embarcados ahora, y no quiso concederle á él la vida, y tuvieron tiempo y valor los del esquife para salvarlos á todos menos al que más obligados estaban. Solo ya en la playa y cierto en su perdición, echó á andar don Dalmau sin saber dónde iba por las orillas del mar á las peñas de San Beltrán, camino de Montjuich, donde rendido al miedo y la fatiga, cayó desmayado; y llegando algunos de los muchos que le buscaban, fué muerto de cinco heridas. Mientras tan triste tragedia se representaba fuera de la ciudad, otras tan horribles y más se representaban por dentro. Las iglesias fueron violadas, y manchados los altares con sangre de los inocentes castellanos que en ella buscaban asilo; no hubo de ellos quien conocido librase la vida, y ni una de sus casas pudo escapar del saqueo. Tamarit y los magistrados populares, llevados en hombros de la plebe y dueños, al parecer, de la muchedumbre, no quisieron ó no pudieron, que es más cierto, contener el estrago. Ni paró éste en Barcelona: Lérida, Balaguer, Gerona y otros lugares no poco alborotados ya, siguieron impetuosamente el movimiento matando ó saqueando cuanto encontraban con el nombre de Castilla, y en Tortosa, fueron mayores que en ninguna parte los escándalos. Al grito de _VÃa fora_ eran acometidos los cuarteles donde se alojaban los tercios y escuadrones del ejército real, y los capitanes, dudosos y confundidos por lo impensado y lo inaudito del suceso, ni acertaban á tratar á los naturales como hermanos y amigos, ni á emplear las armas contra ellos con el rigor que ya convenÃa. Fueron sorprendidos y degollados de esta manera cuatrocientos caballos que mandaba D. Fernando Cherinos, y en Tortosa prisioneros ó dispersos tres mil reclutas. à duras penas se salvaron cuatro mil infantes y novecientos caballos al mando de D. Juan de Arce, encaminándose al Rosellón, haciendo mucho daño la soldadesca enfurecida en las comarcas por donde se ejecutó la retirada; y D. Felipe Filangieri, que mandaba la mayor parte de la caballerÃa, pudo salvarla, entrándose con ella en Aragón, á favor de la noche. AsÃ, de todo aquel ejército, que ya que habÃa ocasionado con su alojamiento tan desdichada ruptura, podÃa, según era su fuerza, haber mantenido el Principado, bajo la obediencia del Rey, ó al menos las principales poblaciones y lugares, no quedó en breves dÃas un solo escuadrón en el territorio rebelde. La mente, contristada con estos sucesos, se vuelve, naturalmente, á Madrid para ver lo que aquà en tanto acontecÃa. Y halla que el Conde-Duque en los propios dÃas del estrago daba banquetes en el Buen Retiro, donde casi todos los convidados quedaban borrachos, porque las tazas con que se brindó eran muy capaces, según las palabras del narrador; y halla al Conde-Duque camino de la Algaba á escoger toros para festejar con una corrida á los mismos caballeros del banquete; y halla á la Corte alegre con la fausta noticia de un auto de fe celebrado en Zaragoza, donde fué azotado y condenado á galeras un mal caballero que entretenÃa sus ocios en meter demonios en muchos lugares con quien tenÃa aborrecimiento, endemoniando más de mil seiscientas personas de esta manera, y halla, en fin, que el dÃa de la matanza horrible de Barcelona acompañó el Rey la procesión de Corpus con desusada gala por la mañana, y por la tarde se representaron autos. Mas cuando llegaron las nuevas de Barcelona, hubo en los buenos ciudadanos la mayor confusión y lástima. El pueblo, hasta entonces deslumbrado con las apariencias que se conservaban de grandeza, sintiendo ya perdición cercana, comenzó á llorarla. Sólo el Rey y el favorito se negaban aún á reconocer el daño. Felipe, por toda demostración de cuidado y riesgo, asistió en persona al Consejo de Estado, donde el Conde-Duque hizo valer desde el principio más bien la venganza que el remedio, añadiendo obstáculos al acomodamiento de las cosas, sosteniendo públicamente que no era decente amoldarse á la voluntad de hombres inquietos inficionados en la desobediencia; y luego en su particular negando su gracia á los que no se esforzaban mucho en calumniar ó denostar á los catalanes. Continuáronse las procesiones ostentosas, y en la de octava del Corpus, yendo también el Rey con toda la grandeza acompañándola, aconteció un caso de risa y mofa en la Corte, de espanto y pena para las personas prudentes, no indigno de memoria. Un labrador, vestido á la manera humilde de los de su clase, saliendo de repente del concurso, se puso delante del Rey, diciendo á grandes voces: «Al Rey todos le engañan; señor, señor, esta MonarquÃa se va acabando y quien no lo remedia arderá en los infiernos.» «Ese hombre debe de ser loco»--dijo el Rey, desdeñosamente--. «Locos son los que no me creen»--replicó el labrador, con acento solemne--; prendedme y matadme si queréis, que yo he de deciros la verdad.» Y sin más fué retirado de allà por los soldados. Ni siquiera la risa del suceso duró en la Corte más que una noche; pero en el pueblo, afligido ya, no faltó quien tomase aquella voz por aviso del cielo y fué largamente recordada. No era sino la voz de la razón y de la lealtad, que echada de la Corte por la lisonja y la lujuria, se mostraba y resplandecÃa en tan rústicos hábitos; no era aquel labrador sino un sencillo castellano acostumbrado á practicar la virtud en sus hogares, mientras en la Corte sólo tenÃan entrada los vicios, con valor en el corazón para decir la verdad, cuando nadie osaba aquà desembozar la mentira. ¡Inútil verdad por cierto! No se tomó en muchos dÃas determinación alguna sobre Cataluña, mas que la de nombrar nuevo Virrey en la persona de D. Enrique de Aragón, duque de Cardona, de ilustre casa y muy estimado en Cataluña, porque la vez pasada que tuvo aquel cargo, halló medio de desempeñarlo, si no con gloria, á gusto de sus paisanos. Por lo demás, entretúvose el Conde-Duque en murmurar amenazas, al paso que los embajadores catalanes, que estaban en Madrid todavÃa, le hacÃan protestas mejor dichas que cumplidas. Y en lugar de atender la Corte á las cosas de Cataluña, atendió aún á lidiar toros en la fiesta dada á Santa Ana, y corridas de lanzas á la manera de Ãfrica en la plaza de la Priora, al expurgatorio público y solemne de libros hecho en aquellos dÃas por la Inquisición, y á procesiones brillantÃsimas en la iglesia de la Almudena, y otras, donde llevaban estandartes y borlas los generales mismos que tanta falta estaban haciendo en los ejércitos; todo como de ordinario y cual si nada hubiese de infeliz. En tanto desde el Ebro hasta las faldas septentrionales del Pirineo, paseábase la rebelión triunfante y seguida unánimemente del clero, nobleza y pueblo. Excomulgó el obispo de Gerona al tercio castellano de Arce y al napolitano de Moles, uno y otro señalados en los desórdenes, y que ahora, al mando del primero, se habÃan retirado hacia el Rosellón; y las cuadrillas de rebeldes, alentadas con esta demostración del sacerdocio, y queriendo santificar con ella su causa y tachar de impÃos á los castellanos, pintaron un Cristo crucificado en sus banderas. Arce, con la infanterÃa que llevaba, logró al fin recogerse al Rosellón, para sentar allà sus cuarteles y esperar órdenes de la Corte; pero ni aun esto pudo hacerse en sosiego. La fama del desorden de aquellos soldados habÃa llegado al Rosellón, como siempre, muy llena de exageraciones; los habitantes de aquella provincia, acostumbrados á mirar como hermanos á los catalanes, deploraban sus daños y aprobaban sus razones, y junto lo uno con lo otro, hizo que en Perpiñán á Arce y á los suyos se les cerrasen las puertas. Fué temeridad de los moradores, porque el castillo, uno de los más fuertes de España, estaba muy guarnecido y con mucha artillerÃa, y dentro de él residÃa el marqués Cheli de René, que mandaba la provincia; de suerte, que con el castillo y la gente que Arce traÃa, era imposible la resistencia. Con todo, desecharon los partidos que se les propusieron, y los soldados castellanos y napolitanos entraron la ciudad por asalto, mientras que el castillo descargaba su furia contra ella, dejándola en mucha parte asolada. Tras el triunfo vino el saqueo: huyó la mayor parte de la población á los campos, y los soldados, faltos al fin de todo en la ciudad, se derramaron por la provincia, tratándola como tierra enemiga. En esto, el nuevo Virrey, Cardona, habiendo logrado introducirse en Barcelona, templó con lo agradable de su trato algo de los pasados enojos. Allà supo lo acontecido en el Rosellón, y temiendo que con ello se acrecentase el escándalo y el odio en Cataluña, pasó allá, prendió á los Maestres de campo Arce y Moles, y empezó á admitir las quejas de los paisanos contra los soldados, cosa prohibida por el Virrey Santa Coloma y que habÃa añadido tanta ocasión á los primeros tumultos. Fueron universalmente aplaudidas estas disposiciones en el Rosellón y Cataluña y calmaron mucho los ánimos; pero en Madrid el Conde-Duque las recibió con sumo disgusto. Cada dÃa más encolerizado con los catalanes, deseoso de castigar su audacia y juzgándose con bastantes fuerzas para el caso, vino á dar más calor á sus intentos el continente y palabras sumisas de los embajadores catalanes, residentes aún en Madrid, que públicamente pedÃan perdón por los pasados escándalos, y ofrecÃan la enmienda, tomando por miedo de todo el Principado, lo que no era más que arte ó templanza de ellos. AsÃ, no bien supo las disposiciones de Cardona, se apresuró á desaprobarlas. Faltóle tiempo á éste para sentir la afrenta que se le hacÃa y para llorar las desdichas que se le preparaban, porque en aquellos mismos dÃas, cargado de años y de pesares, bajó al sepulcro, y en su lugar se nombró al obispo de Barcelona, D. GarcÃa Gil Manrique, hombre docto y virtuoso, pero incapaz por su ministerio y manso carácter para puesto tan difÃcil como era entonces aquel Virreinato. Y bien puede decirse que no llegó á desempeñarle, porque en Madrid se ordenó todo en lo sucesivo sin contar con tal Virrey, y los catalanes no contaron con él para bien ni para mal en cosa alguna. à un tiempo en Madrid y en Barcelona se determinó fiar el remedio á la fuerza. Convocó el favorito una Junta de ministros y magistrados de aquellas mixtas que él solÃa hacer con individuos de los diversos Consejos, y les propuso al cabo la resolución del negocio; pero fué de manera que, aunque hubo quien manifestase que sólo con templanza y buen gobierno podÃa sosegarse á Cataluña, él hizo triunfar la opinión de la guerra y la violencia con el peso de la suya y el número mayor de sus amigos. Resolvióse que el Rey saliese de Madrid para Cataluña, so pretexto de hacer Cortes en la Corona aragonesa, y que llevara consigo para ejercitar el imaginado rigor todos los tercios, compañÃas y capitanes que se hallasen en España, asà de gente veterana como de milicia y nuevas levas, echando mano de la artillerÃa de las plazas y de las que tenÃan los señores en sus castillos, y formando de todo, el ejército más poderoso que se pudiera. Fué nombrado después de muchas dudas y pareceres por Capitán general del ejército D. Pedro Fajardo y Zúñiga, marqués de los Vélez, soldado inexperto, aunque no falto de buen deseo, con nombre de Virrey de Aragón primero, por respetos al obispo de Barcelona; luego, quitando ya el reparo, con el de Virrey y Capitán general del ejército y Principado. No era éste, ciertamente, á propósito para mando tan grande, como lo dejaron ver las resultas. Zaragoza fué señalada por plaza de armas, y se mandó que las galeras de España se acercasen á las costas de Cataluña para dar calor á las operaciones. No se estuvieron quietos los catalanes al propio tiempo, sino que convocaron sus Cortes, llamando á ellas á los grandes y obispos, y se propusieron francamente las medidas necesarias para la defensa, dado que al fin no podÃa obtenerse la paz. AllÃ, después de varios discursos discordes en la manera y objeto, se siguió el parecer del diputado eclesiástico Pau Claris, canónigo de Urgel, hombre, como suele haberlos en estos casos, turbulento, y á lo que se sabe, de no muy honradas intenciones, y más deseoso de medrar en la revuelta, que de servir á la patria: éste propuso la resistencia á toda costa. Comenzaron, pues, á juntar ejércitos, á nombrar capitanes, á señalar plazas de armas; enviaron una embajada á los aragoneses, solicitando que como hermanos que eran, les ayudasen en la empresa; y, por último, tomaron una resolución de todo punto indisculpable, aun en los mayores extremos, que fué enviar embajadores al Rey de Francia implorando su auxilio. No anhelaba otra cosa Richelieu, y acogiendo alegremente al enviado de Cataluña, le ofreció armas y soldados para sostenerse contra los castellanos, y luego ajustó un tratado con ella, por el cual de una y otra parte se obligaron á no hacer paz sino de mutuo consentimiento con el Rey Católico. ReconocÃanse aún los catalanes como vasallos de éste y mostrábanse propuestos sólo á defender sus fueros, y era que los frenos de su lealtad y de su patriotismo no estaban rotos del todo; pero bien podÃa sospecharse desde entonces que agriados los ánimos con la guerra, se inclinasen al último rigor y extremo. Aún contribuyó á ello astutamente Richelieu, no enviando por lo pronto á Cataluña muchos capitanes y soldados, á fin de que sirviendo de muestra de su poder, labrasen más deseos que satisfacción, haciendo sentir la esperanza antes que no el alivio. Sin embargo, envió los bastantes capitanes para que se les encargase del gobierno de todas las plazas y fortalezas, y bastantes soldados para que adiestrasen á los inexpertos catalanes en el ejercicio de las armas, y estorbasen á nuestro ejército el pelear con gran ventaja en los campos de batalla, siendo unos y otros de lo más escogido y valeroso que contase á la sazón Francia, entre ellos M. de Espenan, el defensor de Salsas. De tal aspecto de las cosas no habÃa más que esperar desdichas; pero el Conde-Duque las hizo aún muchÃsimo mayores que debieron y pudieron ser. Ya que no habÃa sabido valerse de la templanza y de la justicia, tampoco supo cómo y cuándo emplear las armas para alcanzar su propósito. Despacháronse órdenes á todos los capitanes de guerra de las costas y fronteras del Principado, para que sin demora comenzasen las hostilidades mientras llegaba el grueso del ejército que se estaba formando. Entraron los soldados en Tortosa por industria y trato con los naturales, suceso que dió á los nuestros esperanza, y desaliento á los contrarios; pero no tardaron en sobrevenir reveses tales que hicieron olvidar la adquirida ventaja. HabÃa recaÃdo el mando de las armas del Rosellón en D. Juan de Garay, criado del duque de Feria, y de muy humildes principios; Maestre de campo luego del tercio viejo de LombardÃa y Maestre de campo general, reputado de muy experto y valiente, no tanto de capitán afortunado. Salió éste de Perpiñán con el tercio de Arce y el de Moles, algunos caballos y artillerÃa; llegó al lugar de Milla y entrólo sin resistencia, y en seguida se puso sobre ella que estaba en abierta insurrección. Defendióse briosamente aquella pequeña plaza, y á punto que Garay tuvo que levantar el cerco y enviar á Perpiñán por más gente y artillerÃa, con cuyo refuerzo volvieron á comenzarse el cerco y los ataques. Abierta la brecha, dióse un asalto en el cual D. Juan de Garay, notando flojedad en los suyos, tomó con una pica la delantera, acompañando con la voz el ejemplo; pero herido gravemente, sus soldados se descompusieron y fué preciso ordenar la retirada. Poco después recibió orden Garay de venir á Cataluña con cuanta gente pudiese reunir, para juntarse con el ejército del marqués de los Vélez; pero no quiso cumplir tal orden por no dejar la provincia en manos de catalanes y franceses, y se embarcó sólo con alguna artillerÃa, dejando guarnecidas las plazas, á lo cual se debió que no se perdiesen por lo pronto. Llenáronse de ardor los catalanes con estos sucesos, teniéndose ya por invencibles, y el Conde-Duque, pareciéndole aquella ocasión para ceder, movió nuevos tratos de paz, él que tanto la habÃa dificultado, por medio del nuncio apostólico monseñor Aldobrandini, y de algunas personas de la nobleza catalana. Sin duda la resistencia de los catalanes le cogió de improviso como todas las cosas. Creyó que no osarÃan pueblos, al parecer inermes, contrarrestar su tiranÃa, y que los lazos de la lealtad serÃan bastantes para atarlos al carro de su insolente vanidad y de su codicia torpe; y lo poco que dejó de perder con el engaño, vino con el desengaño á perderlo. Negáronse los rebeldes, como era natural, á las proposiciones que ahora se les hicieron, y no hubo más sino que ellos crecieron en osadÃa, y el Trono y la autoridad decayeron en respeto. Entonces, yendo siempre de error en error, y de flojedad en violencia, se redujo á prisión en Madrid á los embajadores catalanes. ReunÃase al propio tiempo el ejército real con gran dificultad y trabajo en las fronteras de Aragón y Cataluña. Los soldados de las nuevas levas, no bien incorporados en las banderas, desertaban y se volvÃan á sus pueblos; faltaban armas, carros y todo género de instrumentos de guerra, porque con la larga paz de que las provincias de España habÃan disfrutado, apenas se hallaba en ellas cosa alguna; pero al fin se logró allegar gente bastante y acopiar todo lo necesario, y el ejército, desde Zaragoza y Tortosa, se dispuso á entrar en Cataluña. HabÃa propuesto Garay que se invadiese el territorio catalán por el Rosellón, con lo cual se cerraba la puerta al socorro de Francia, y éste era sin duda el parecer más acertado, por lo cual, precisamente, no fué el que se siguió, prefiriendo comenzar la campaña por la frontera aragonesa. Mas todavÃa hubo antes de cruzar formalmente las armas, notables demostraciones. Fué una, que el marqués de los Vélez se juró por Virrey de Cataluña ante el obispo de Urgel y algunos otros catalanes fieles; y como en el juramento se comprendió el no infringir los fueros de la provincia, se añadió por esta vez que eso serÃa mientras ella no obligase á infringirlos. Otra fué, de parte de los catalanes, porque habiendo llegado el tiempo de elegir los conselleres ó magistrados de Barcelona, como era costumbre que no se introdujesen los electos en el nuevo mando sin la aprobación del Rey, despacharon un correo á la Corte, de la misma suerte que lo hacÃan en los años de quietud, dando á entender con esto todavÃa que no se desviaban por defenderse de la obediencia soberana. Fundó en esto alguna esperanza de acomodamiento nuestra Corte, suponiendo que los catalanes deseaban la sumisión, y sin dificultad se confirmó la elección de aquellos magistrados; pero era vana esperanza. Por último, los aragoneses, convidados por los catalanes á la rebelión, no sólo se negaron á ello, sino que enviaron una embajada á Barcelona, aconsejándoles que se sometiesen al Rey: ¡ocioso intento también! Luego, sin más tardanza, comenzaron las armas á hacer su oficio. Salió D. Fernando de Tejada de Tortosa, en donde era gobernador, y embistió á las cuadrillas catalanas fortificadas en las cercanÃas; desalojólas, quemó la villa de Cherta y causó muchos daños en aquellos campos, y D. Diego Guardiola entró á poco tiempo en el lugar de TivenÃs sin resistencia alguna; con lo cual y el perdón que se ofreció luego á los que voluntariamente se sometieran, vinieron muchos lugares de la comarca de Tortosa á la obediencia del Rey. Tras esto fueron enviados dos capitanes á tomar algunos pasos de allà cerca, para que los enemigos no pudiesen estorbar el movimiento del ejército. Y en seguida el marqués de los Vélez, impaciente por ganar la gloria que esperaba, lleno de ardor y de buena fe, pero tan poco previsor como de su poca práctica podÃa esperarse, entró en el Principado, llevando consigo de Maestre de campo general á Carlos Caracciolo, marqués de Torrecuso, muy honrado en el socorro de FuenterrabÃa, á D. Alvaro de Quiñones, al marqués de Cheli de René y otros muchos capitanes de cuenta, con veintitrés mil infantes, tres mil caballos y veinticuatro piezas de artillerÃa, sin mirar que eran ya principios de Diciembre, como dando por cierto que la resistencia no obligarÃa á hacer largas ni dificultosas operaciones. Pero en esto sobrevino un accidente á la MonarquÃa más grave desde el principio que la insurrección de Cataluña, y al cabo de muchas más funestas resultas. à un tiempo casi llegó á Madrid la noticia de que el ejército del marqués de los Vélez habÃa comenzado sus operaciones, y la de que el Reino de Portugal estaba alzado en armas, aclamando por Rey al duque de Braganza. Otra consecuencia del descabellado pensamiento de unidad que traÃa en la mente Olivares. HabÃan durado en Portugal los tratos de unión más que en Cataluña y habÃan llegado más adelante. Propúsose que las Cortes portuguesas fuesen unas con las de Castilla, convocándose á éstas un cierto número de diputados de sus tres brazos. Llegó á designarse al arzobispo de Evora para la presidencia del Consejo que debÃa reemplazar al de Castilla, entendiendo en los asuntos de las dos provincias. Llamóse á Madrid para tratar de esto á los nobles, principales y prelados, caballeros y eclesiásticos de cuenta. Celebráronse muchas conferencias, y hubo largas pláticas y discursos, pero sin llegarse á determinar cosa alguna. Hallábanse los portugueses poco gustosos con los castellanos para ello. Felipe III no estuvo sino una sola vez en Portugal, y aún fuera mejor que no estuviera ninguna. Trató el Rey con despego á aquellos orgullosos pueblos, y la grandeza castellana, no ya con despego, sino con altivez é insolencia, y en cambio Lisboa y los demás pueblos por donde pasó la Corte se mostraron con ella muy desabridos. Aumentáronse con esto las antiguas antipatÃas de pueblo á pueblo. En Portugal aborrecÃan francamente á los castellanos por su soberbia, y en Castilla eran despreciados sobre manera los portugueses. Como disfrutaban éstos de alguna más tolerancia religiosa, eran tachados de impÃos por el fanático pueblo, y más al ver que los autos de fe, aunque frecuentes, no daban abasto al número de judÃos portugueses encausados por sus sacrilegios y doctrinas. De otra parte, habÃa por acá muchos portugueses que se dedicaban al tráfico y negociaciones, logrando en ellas grandes productos, y enriqueciéndose con préstamos y usuras al Gobierno y particulares: nueva causa de envidia y aborrecimiento en los castellanos, siendo tan mala la disposición de ánimos en unos y otros para intentar la unión pretendida. Pero el Conde-Duque no reparó en nada, y al sentir los apuros de la guerra comenzó á ordenar novedades nunca oÃdas en aquella Corona y á sostenerlas con el rigor. Los Ministros que entendÃan en las cosas de Portugal, Miguel de Vasconcellos y Diego Suárez, eran á semejanza de aquel funesto protonotario de la Corona de Aragón, D. Gerónimo de Villanueva, hechuras y aduladores del Conde-Duque, vendidos á sus intereses y caprichos, y, por tanto, universalmente aborrecidos de los naturales: en todas partes los mismos yerros. Necesitóse dinero y gente, no se quiso acudir á las Cortes portuguesas, tan parcas en conceder uno y otro, como todas las de España, y sin tal requisito se mandó á los pueblos que aprontasen una contribución crecida y que enviasen á Castilla mucho número de soldados. Alborotóse Portugal con esta nueva. Llegó á tal extremo la oposición y el odio á los castellanos, que hasta los curas y predicadores, después de los sermones y misas, prescribÃan públicamente á sus agentes rezos y plegarias para que Dios los librase de tal Gobierno. Alzáronse en poco en encubierta rebelión, corriendo aún el año de 1636 muchos lugares de los Algarbes, dando por causa el no pagar una nueva contribución de cinco por ciento, impuesta sobre las rentas y mercaderÃas, y en Evora principalmente llegaron los desórdenes á ofrecer cuidado. Sosegóse, sin embargo, el tumulto, quedando satisfechos el Rey y los cortesanos, de manera que el Consejo de Castilla primero, y luego los procuradores de las Cortes de Castilla, tan vendidos por aquel tiempo al Poder, propusieron al Rey en 1639 que atendiendo á los méritos de Olivares por haber librado á Portugal de un levantamiento, conservándolo unido á Castilla, al propio tiempo que por la disposición del socorro de FuenterrabÃa, se le hiciesen ciertas mercedes muy grandes. Accedió el Rey á la súplica y se las hizo: ¡ridÃcula farsa urdida por el favorito, y tan deshonrosa para el Consejo como para las Cortes! Pero Suárez y Vasconcellos no tardaron en comunicar á Madrid que aquellas chispas no eran hijas del acaso, sino un incendio oculto, que antes de mucho, sin grandes y oportunos remedios, habrÃa de abrasar todo Portugal: lo único que faltó fué que acertasen con tales remedios. Eran ambos Ministros de no vulgar talento y de historia tan singular, que para el conocimiento de las cosas de aquel tiempo conviene dar alguna razón de ella, Miguel de Vasconcellos fué hijo de un oidor de Portugal, el cual, por ciertos arbitrios y remedios públicos que imaginó, fué muy perseguido de sus conciudadanos, condenado á no tener oficios en su familia hasta la cuarta generación, y al fin asesinado. De resultas de esto se halló en su mocedad desamparado, sin otro arrimo que el de una hermana que tenÃa soltera, y aún tachado, con razón ó sin ella, de no muy sano en la fe. Acertó á casar esta hermana con Diego Suárez, hombre entonces de alguna mejor fama, pero no de mucha más fortuna; y unidos ya por los lazos de la amistad y de la sangre, trataron de remediar sus miserias. Andaban á la sazón tan en boga en la Corte de España los arbitristas y los arbitrios, que al Diego Suárez se le ocurrió una singular idea, que fué pasar á ella con los borradores y apuntes de aquellos que tan desdichada suerte habÃan acarreado al padre de Vasconcellos. Consultólo con su cuñado, y éste, aprobando el plan, le dió los papeles que poseÃa, aunque no sin pactar antes que las mercedes obtenidas por tal medio se partirÃan entre ambos. Con esta recomendación vino á Madrid, en efecto, el Suárez, y halló tanta gracia en el Conde-Duque, que los arbitrios no se sabe si se aprovecharon; pero es cierto que él se aprovechó muy bien de ellos, llegando á ser muy pronto uno de los mayores validos del Conde-Duque y secretario de Estado de Portugal, y el que despachaba en Madrid absolutamente todo lo que tocaba á aquel Reino. Entonces, cumpliendo con el pacto antiguo, hizo también á su cuñado Vasconcellos secretario de Estado, con la obligación de residir en Lisboa. Asà las cosas, pasaban de Vasconcellos á Suárez, y de Suárez al Conde-Duque, repartiéndose entre los tres toda la autoridad y ganancia, y principalmente entre estos últimos, que como más miserables también abusaban más de su poder. Estaba de Virreina en Portugal Doña Margarita de Saboya, duquesa viuda de Mantua, hija del turbulento VÃctor Manuel y muy diferente en sentimientos de su padre, porque amaba sobremanera á los españoles y se desvivÃa por sus intereses. Era, en suma, mujer de carácter firme y de no vulgar inteligencia; pero, á la verdad, más parecÃa esclava que señora en aquel cargo. Vigilada y estrechada por Vasconcellos y sus secuaces, veÃa pasar ante sus ojos los mayores desórdenes; y aunque se quejase á la Corte con frecuencia, no recibÃa de ella, por mano de Suárez sino desdeñosas respuestas. De esta suerte, los escándalos de cohecho y de violencia fueron inauditos en poco tiempo, y acabaron de hacer perder á los portugueses la paciencia. Pero, como arriba dijimos, ya que fuesen perversos, no carecÃan de algún talento ni Suárez ni Vasconcellos, y no tardaron, por tanto, en conocer el peligro, acertando también que el duque de Braganza serÃa luego la cabeza y el principio del daño. Entonces, con aviso de ellos, comenzaron aquellos largos manejos con que Olivares procuró evitarlos, mostrando más y más en esto su inhabilidad y torpeza. Era el duque de Braganza nieto de la infanta Catalina, que contendió con Felipe II sobre los derechos de la Corona portuguesa por ser hija de D. Duarte, hermano de la emperatriz Isabel, madre del Rey de España. Fundaba Doña Catalina su derecho en una ley del Reino que excluÃa á los prÃncipes extranjeros del Trono; pero Felipe negaba con cierta razón que pudiesen mirarse como tales en Portugal los Reyes de Castilla. Llegó el asunto á trance de armas, y Felipe completó con el poder de las suyas lo que pudiera faltarle á su derecho; venciendo al prior de Ocrato, que osó contraponérsele en campo, sin que de parte de la infanta Catalina hubiese el menor amago de rebelión ó resistencia. à eso debieron ella y su hijo el duque Teodosio permanecer en Portugal después que fué provincia de España; asà como el nieto, Duque á la sazón de Braganza; descuido y error grave que apenas se explica en tan prudente Rey como Felipe II. El duque Teodosio habÃa alimentado siempre en el corazón un odio invencible á los españoles y lo habÃa legado á su hijo; pero éste era de carácter pacÃfico y más dado á los placeres que á los negocios: de suerte que aunque muy sagaz y astuto, parecÃa incapaz por indolencia de meterse en ninguna empresa de importancia. Mas por desdicha estaba casado con Doña Luisa de Guzmán, hermana del duque de Medinasidonia, mujer altiva, ambiciosa, inteligente, ejemplar de aquellos que la grandeza castellana engendraba aún de cuando en cuando, y que servÃan de muestra de lo que habÃan sido en otros tiempos. Aquella mujer castellana, y muy estimada en la Corte de Madrid y en la servidumbre de los Reyes antes de su matrimonio, afrentada más bien que agradecida con tal recuerdo, como suele verse en los soberbios, logró á su tiempo del indolente marido que aprovechase la ocasión que se le ofrecÃa de recuperar el poder y grandeza de sus mayores, ayudándole también muy eficazmente á ponerlo por obra. Pero el principal agente de la conspiración fué cierto Pinto Ribeyro, mayordomo de la casa de Braganza, hombre de no vulgar ingenio, astuto, disimulado, lenguaraz y osado por todo extremo, nacido para ser instrumento de grandes cosas y empresas. Este comenzó á fraguar la conspiración con el mayor sigilo y con el más refinado disimulo; de suerte que, á no estar tan cerca Vasconcellos, y á no ser tan sagaz Suárez, se llevaran á efecto sin que nadie supiese sus principios. Retirado á sus haciendas riquÃsimas de Villaviciosa, no pensaba, al parecer, el de Braganza en otra cosa que en sus cacerÃas, ni más la Guzmán que en sus quehaceres domésticos. Mas no apartaban un punto su atención del negocio, y allà recibÃan á sus ministros y cómplices, asà naturales como extranjeros, pues se sabe que los hubo franceses en aquella época que ofrecieron para el levantamiento de Portugal naves, soldados y todo género de auxilios, al propio tiempo que á los enviados del Conde-Duque, que desde los alborotos de 1836 tampoco los perdió un instante de vista. HÃzole aquél capciosas preguntas sobre aquellos acaecimientos, y más sospechoso que asegurado con sus investigaciones, tomó la determinación de sacarlos de Portugal á toda costa, con todos los nobles del paÃs, no sin razón tachados de cómplices ó descontentos. Valióse para ello de la insurrección de Cataluña, porque habiéndose publicado que el Rey harÃa jornada á aquella provincia con pretexto de que lo acompañase allá toda la nobleza de sus Reinos, mandó venir á Madrid la de Portugal, en la cual era de los primeros el duque de Braganza. Vinieron con efecto á Madrid hasta cincuenta prelados y tÃtulos portugueses, pero no el de Braganza, que se excusó con frÃvolas razones, siendo él la persona que más se querÃa que viniese. Crecieron con esto, como era natural, los temores de Suárez y Vasconcellos y las sospechas de Olivares; y cuando todo el mundo esperaba alguna resolución violenta y acomodada al caso, que no fuera difÃcil de traer entonces á cumplimiento, salió de la Corte una disposición extraña, y á los ojos de los pasados y presentes inexplicable, que fué ordenarle al Duque que en saliendo de Villaviciosa fuese á residir cerca de Lisboa para atender á la defensa de las costas de Portugal que se suponÃan amenazadas de enemigos, con el mando absoluto de las armas y hasta veinte mil doblones de ayuda de costa. El objeto, si lo hubo, no pudo ser otro que adormecer al Duque y sus parciales con semejante muestra de confianza, haciéndoles creer que nada se recelaba de ellos, á fin de ejecutar más á mansalva cualquier resolución atrevida; pero era fácil de conocer tal objeto por un lado, y por otro era aquello demás para hecho de burlas y con cautela. Asà fué que en el Duque y sus parciales, lejos de desvanecerse con eso, se aumentaron los ya crecidos alientos y no pensaron más que en aprovecharse de los medios que tan insensatamente se ponÃan en sus manos. Vino el Duque á Lisboa, como se le ordenaba, tomó el mando de las armas, guarneció con capitanes y soldados de su devoción los principales lugares y fortalezas de la costa, y hasta en la misma ciudadela de Lisboa metió guarnición de portugueses con la castellana que allà habÃa; asà que halló sin pensarlo abiertas de par en par las puertas del Reino. Al propio tiempo, por todas las ciudades por donde pasaba se mostraba con regia pompa y triunfal aparato, hacÃa mercedes á los suyos, castigaba con ocasión ó sin ella á los amigos y parciales de Castilla, y engendraba esperanzas y ganaba simpatÃas. Hubo ciudad como Lisboa donde se le recibió con igual júbilo y honras que si fuera ya persona real. Atónita la Duquesa gobernadora y los ministros y personas fieles que quedaban en Portugal á nuestra Corona, con tan impensados accidentes, escribieron á Madrid, exponiendo con verdad y franqueza el estado de las cosas, y anunciando la total perdición del Reino si pronto no se deshacÃa lo hecho; mas Suárez no respondÃa sino con oráculos y enigmas, y Vasconcellos se mostraba en Lisboa completamente seguro y satisfecho. En tanto Olivares seguÃa larga y afectuosa correspondencia con el duque de Braganza, ponderándole los servicios que estaba haciendo á la MonarquÃa con su conducta, y estimulándole á que se preparase á hacerlos mayores. Aún no se sabe bien cuáles fuesen en todo los ocultos intentos del favorito y sus agentes. Los portugueses afirman que se trataba de prenderle á toda costa; que se dió orden á D. Lope de Osorio, general de la armada del Océano, para que conduciéndole á bordo con algún razonable pretexto, lo redujese luego á prisiones y lo trajese á cualquiera de los puertos de Galicia ó AndalucÃa; y que frustrado esto porque los temporales deshicieron aquellos bajeles, se pretendÃa prenderle en uno de los castillos que habÃa de visitar por su nuevo oficio. Pero el hecho fué que no se hizo nada de esto, y, por el contrario, cuando el Conde-Duque creÃa tenerlo confiado y seguro, halló traza el de Braganza para engañarle, harto más eficaz y menos expuesta, porque al tiempo mismo en que le suponÃa más empeñado en conservar el mando, se volvió voluntariamente á residir en Villaviciosa, enviando al ejército de Cataluña cantidad considerable de sus vasallos y allegados, y quedándose al parecer sin facultades y sin fuerzas. Atribuyóse este paso á temor, que era lo que él querÃa, y desistiendo de toda idea violenta y repentina, prosiguió la Corte por algún tiempo negociando lentamente á fin de sacarle á él y á la nobleza de aquel Reino, hasta que, cansada de nuevo de los subterfugios que empleaba sin tasa, reducidos todos á negarse á la salida, expidió orden terminante para que sin más dilaciones ni pretextos se pusiese en camino, conminando al propio tiempo con pena de traición y confiscación de bienes á todos los prelados, tÃtulos y señores que no acudiesen á Madrid, como por tres veces se les habÃa ordenado, para acompañar la jornada del Rey tantas veces alegada. No hizo esto más que apresurar el estallido de la conjuración, y verdaderamente que para proceder asà con órdenes rigurosas y absolutas, más valiera emplearlas desde el principio. à la sazón, lo que el caso requerÃa no eran órdenes tales, sino prontos y vigorosos hechos; era preciso meter al punto en Portugal un ejército, asegurar bien las fortalezas con nuevos alcaides y guarniciones, sorprender al duque de Braganza y á los nobles que se resistÃan á cumplir las órdenes, y hacerlos presos antes de que pudieran ponerse en defensa; pensar, en fin, más en las obras que en las palabras, y más en la ejecución que en el intento. Todo esto se necesitaba para contener el mal; y aún se habÃa también perdido tiempo con no ejecutarlo desde los primeros dÃas, puesto que las sospechas que habÃa bastaban ya para ello. Pero tal era aquÃ, como en todas partes, la polÃtica del Conde-Duque orgullosa, tiránica, provocadora en la amenaza, y flaca y tarda en el golpe; importuna en el rigor y en la tolerancia, usando aquél antes de tiempo, y de ésta cuando ya la cuestión habÃa pasado. La desdichada polÃtica habÃase ya probado en Italia, Flandes y Cataluña, y ahora iba á confirmarse en Portugal con el mayor de todos los desastres. Suárez y Vasconcellos, ó no atreviéndose á decir toda la verdad, ó no queriendo ir contra los designios y proyectos del Conde-Duque, por no descontentar su vanidad, ó fiando demasiado de su habilidad y sus fuerzas para vencer en la ocasión, deseando acaso que llegase para hacerse más necesarios y tomar mayor venganza en sus enemigos, aunque fueron los primeros que advirtieron la conjuración y la comunicaron, no hicieron nada al fin de lo que debÃa hacerse para remediarla, ni, á lo que parece, comunicaron al Conde-Duque la final situación de las cosas. Sólo la Infanta Gobernadora, atenta al peligro, aconsejada del arzobispo de Braga y de algunos otros portugueses leales, escribió ardientes cartas al Rey y al Conde-Duque, protestando que si prontamente no se remediaban tan malas premisas, habÃa de ser consecuencia la total pérdida de aquel Reino. Pero desdeñada por esto y aborrecida del Conde-Duque, no tuvo más que esperar, satisfecha de su conducta, si no tranquila, á que se representase aquella fatal tragedia. Llegó ésta en tanto sin ser sospechada ni sentida; porque aunque se sabÃan los intentos, no pudo descubrirse cuándo ni cómo serÃa la ejecución, hasta que se vieron los efectos, guardando maravillosamente el secreto los conjurados. El duque de Braganza, después de haberlos suscitado y movido secretamente con su esposa, vaciló mucho todavÃa antes de dar la cara, declarándose por su cabeza; sin embargo, hostigado por su esposa y por algunos prelados y caballeros de los de su bando, cedió al cabo. DÃa 1.º de Diciembre (1640), muy de mañana, se armaron los principales y más valerosos de los conjurados, encaminándose al palacio de Lisboa, donde residÃa la Infanta Gobernadora y Vasconcellos. Un pistoletazo disparado por Pinto de Ribeyro fué la señal para el ataque. HabÃa de guardia en Palacio un trozo de gente castellana y otro de alemanes, y éstos y aquéllos, sorprendidos, apenas hicieron resistencia. Cierto clérigo con un crucifijo en la mano iba delante de las turbas y presentaba la sagrada imagen á los soldados, de manera que algunos que quisieron defenderse no pudieron por no herir en ella. Pinto entonces se dirigió con algunos de su banda en busca de Vasconcellos; hallaron á la puerta de su cuarto al corregidor de Lisboa, y dando gritos de «Viva el duque de Braganza», respondió el leal magistrado con vÃtores al Rey Felipe, por lo cual le mataron al punto. Tropezaron en seguida con cierto Antonio Correa, grande amigo de Vasconcellos, y también le dejaron por muerto; por último, se presentaron á las puertas del aposento de aquél sedientos de sangre. Hallábase á la sazón conversando con Vasconcellos D. Diego Garcés, capitán de infanterÃa española, el cual oyendo el rumor de las armas y los gritos de los sediciosos, conociendo de qué se trataba, se arrojó á la puerta para cerrarla con su espada y persona, y dar tiempo de ocultarse al Ministro, llevado sólo de su generoso aliento, pues no le debÃa obligaciones algunas. Allà se sostuvo largo espacio contra el tropel de los conjurados, hasta que herido el brazo derecho, indefenso y desfallecido, tuvo que tirarse por una ventana; premió Dios su buena acción, no permitiendo que muriese de la caÃda. Luego los conjurados entraron en el cuarto de Vasconcellos, y hallándole escondido en un armario, le asesinaron con cien heridas, arrojando al punto su cadáver por una ventana á la plaza de Palacio, donde le esperaba ya todo pueblo congregado y sediento de sangre. Después por casi dos dÃas estuvo sirviendo el cadáver de aquel Ministro, soberbio y codicioso, de juguete y de burla al pueblo, que no hubo afrenta ni vileza que en él no cometiese. Subieron también los conjurados al cuarto de la Virreina, y ésta, acompañada del arzobispo de Braga y de las damas, procuró aplacar su ira; pero lejos de prestarla atención, la insultaron y amenazaron sin respeto alguno. Dió en aquel trance la Virreina altas pruebas de generosidad y de entereza; con pocos hombres como ella, Portugal hubiera permanecido sujeto al Rey Felipe. Pero no halló á su lado en el peligro más que al arzobispo de Braga, D. Sebastián de Mattos de Noronha, hombre amantÃsimo de España, dotado de altas prendas, de inteligencia y de carácter; y aunque ambos expusieron largamente la vida, debiéndola sólo á ser mujer ella y él prelado, no alcanzaron fruto alguno. Uno y otro fueron arrestados. Fuélo también el Maestre de campo general D. Diego de Cárdenas, y en un momento la rebelión triunfante se extendió por todo Lisboa sin hallar en ninguna parte resistencia. Quedaban, sin embargo, por nosotros la ciudadela y el castillo de San Juan, situado á la embocadura del Tajo, y á sostenerse no pudiera darse aún por perdida Lisboa. Por lo mismo pusieron los rebeldes el mayor empeño en su conquista: exigieron con amenazas de la Virreina una orden para que los gobernadores abriesen sus puertas, y no pudieron conseguirlo; entonces la anunciaron que de no dar tal orden degollarÃan á todos los españoles que tenÃan en su poder, y con esto lograron que sucumbiese á su demanda. Gobernaba en la ciudadela el Maestre de campo general D. Luis del Campo, el cual, con poco acierto ó valor, hallándose con más portugueses que castellanos bajo su mando, la rindió á los conjurados, según previno forzadamente la Virreina; mas luego, recobrado, pudieron tanto en él los remordimientos de su honor, que se volvió loco y acabó sus dÃas en el hospital de Toledo. No fué tan pundonoroso el gobernador del castillo de San Juan, D. Fernando de la Cueva. TenÃa éste bajo su mando una guarnición compuesta de españoles solamente, los cuales se ofrecieron á morir en la defensa sin cumplir el mandato de entrega. Reunieron los conspiradores toda su gente disponible, y con numerosa artillerÃa vinieron á poner sitio á la fortaleza, y el D. Fernando con su numerosa guarnición se mantuvo firme algunos dÃas, molestando con frecuentes salidas á los sitiadores. Mas luego, vencido del oro, con flaqueza indigna de españoles, y apenas oÃda hasta entonces, abrió las puertas al enemigo, vendiendo á sus soldados. Era aquel traidor D. Fernando, natural de Jaén, y bien quisiéramos que su nombre y patria no hubieran llegado á nosotros, ya que llegó su odiosa alevosÃa. No hubo ya resistencia en el resto del reino. Los Consejos y Tribunales comenzaron al punto á despachar en cabeza del duque de Braganza, con el nombre de Juan IV. Los magistrados y gobernadores de las ciudades se apresuraron á prestar obediencia al nuevo Gobierno. No tardó el de Braganza en venir á Lisboa y coronarse por Rey con Doña Luisa de Guzmán, en medio de las aclamaciones del pueblo, que con eso pensaba ser dichoso en adelante. Francia no dejó esperar mucho el socorro prometido, ni tampoco los holandeses, enviando unos y otros á Portugal armas, naves, capitanes y soldados que fuesen núcleo de los ejércitos de la nueva corona. Y asà se concluyó aquella revolución triste y funesta para todos, españoles y portugueses. Vengaron éstos con ella las inmediatas injurias del mal gobierno del Conde-Duque y sus ministros; pero fué á costa de procurarse para siempre una decadencia total y una servidumbre más odiosa y vil. Portugal no ha podido vivir desde entonces sino como dependiente de otras potencias, principalmente de Inglaterra; y asà su nacionalidad, sus intereses y su gobierno han venido á ser esclavos de verdaderos extranjeros codiciosos y soberbios. España á la par vió deshecha con los frutos de aquella revolución la integridad de su territorio: y sin más que eso pudo contarse por rebajada en su antigua categorÃa é impedida de recobrar su grandeza. Al contemplar las consecuencias de aquella separación desdichada, el ánimo se siente inclinado á censurar duramente á los portugueses, que con tan mal acuerdo convirtieron en castigo y humillación de toda España el merecido castigo y ruina de un mal ministro y de dos miserables cómplices. Pero la razón obliga también, no ya á censurar la conducta de éstos, sino á maldecirla; que ellos con sus torpezas y sus crÃmenes fueron causa de todo. No se puede exigir de los pueblos que pongan tanta prudencia y cordura de su parte. à los gobernantes es á quien toca tenerla: que aun á los hombres más cuerdos y prudentes es locura querer obligarlos con el espectáculo de miserias que ofrecen las revoluciones, á que soporten todo género de opresión injusta; porque llega dÃa de seguro en que prefieren el mal venidero y endulzado con la venganza, al mal presente y exasperado con el sufrimiento. Cuando llegó á Madrid la noticia de este suceso, halló á la Corte descansando, como solÃa, de unas fiestas de toros que se habÃan celebrado en la plaza pequeña del Buen Retiro, toreando los principales de la nobleza, para honrar á un Embajador de Dinamarca que acababa de llegar á España y no habÃa visto nunca tal espectáculo. Sin embargo, la noticia del suceso produjo una impresión profunda en todos los ánimos. Vióse entonces claramente que era ya inevitable la ruina de la MonarquÃa con tal favorito. Públicamente se murmuraba de su conducta, acusándole de imbécil é inepto, tanto como de vanidoso y tirano. Llenos de dolor los Grandes y los plebeyos, rogaban á Dios ardientemente que los librase de él; pero ninguno osaba dirigirse con súplicas al Monarca. Olivares mismo sintió por primera vez abatido su ánimo, que pareció hasta entonces incontrastable, más que por lo grande y fuerte, por lo distraÃdo y poco atento que se mostraba al bien ó al mal público. Sospechóse que aun en esta ocasión, antes sentÃa el menoscabo en su privanza que esperaba, que no la pérdida de tantos paÃses y reinos como acababan de perderse en un punto. Estuvo muchos dÃas sin hacer pública la noticia ni comunicársela al Rey, aunque toda la Corte en voz baja la repetÃa. Al fin se determinó á decirlo al Rey, no fuese que otro alguno se anticipase en ello y viniese á pararle mayor perjuicio; pero la forma con que ejecutó su intento merece ser conocida. Es fama que llegándose un dÃa al indolente Felipe, con rostro alegre y confiado, le dijo: «Señor, el duque de Braganza ha perdido el juicio. Acaba de levantarse por rey de Portugal, y es demencia, que da á V. M. de sus haciendas doce millones»[18]. No respondió el Rey más que estas palabras: «Es menester poner remedio»; pero su frente se nubló y su corazón comenzó á sentir remordimientos, de manera que no le aprovechó al de Olivares la treta como pensaba. [18] ORTIZ: _Compendio Histórico_. Pretendió en seguida deslumbrarle con nuevas fiestas y diversiones; pero el pueblo, la nobleza, la Reina misma no daban ya lugar á ello. Un dÃa que salÃa á caza de lobos le gritó el gentÃo en las calles: «Señor, señor, cazad franceses, que son los lobos que tenemos.» DefendÃase el de Olivares contra todos, sin haber desafuero que le empesciese, ni recurso ó astucia á que no acudiera. Oprimió á la Reina privándola hasta de tener comunicación con su esposo, y poniéndola su mujer al lado, que vigilante y sagaz, no la dejaba tener pensamiento que no supiese el Conde-Duque; hizo que el Presidente del Consejo de Castilla juntase á todos los prelados de las religiones y les ordenase advertir á los predicadores de su obediencia que en los sermones procurasen templar de modo las palabras que no ofendiesen las materias del Gobierno, porque el pueblo, afligido, no se desconsolase del todo; atendió también á refrenar las murmuraciones de la Corte, y para ello prendió á un D. Juan Pardo de Castro, que andaba muy metido entre los señores y Grandes, porque hablaba mal de su privanza, y le nombró tales jueces, que de tres dos le condenaron nada menos que á la pena de garrote por tan liviano motivo, y sin duda lo pasara mal á no averiguarse que estaba casado con una criada de la casa de cierto secretario del Rey; hecho no indigno de recuerdo, porque con él se da á entender maravillosamente lo que era entonces el gobierno de España en todas sus partes. Nada de esto bastó, sin embargo, para detener ya la ruina del Conde-Duque; desde entonces, aunque tarde á la verdad, pudo contarse por decretado. El pueblo, como siempre, ciego en sus determinaciones y llevado de la antigua antipatÃa, que asà como los portugueses á los castellanos profesaban éstos á aquéllos, al propio tiempo que maldecÃa al favorito, desahogaba su ira en Madrid de una manera sangrienta. Porque habiéndose susurrado que habÃa portugueses que vitoreaban de noche por calles y plazas al duque de Braganza, con ánimo sin duda de causar alarmas y de insultar á los castellanos, la gente moza que andaba á tales horas rondando amores, según el uso del tiempo, dió en entretener sus largos ocios matando á cuantos hombres tropezaba de aquella nación, aunque anduviesen tranquilos y sin hablar palabra. Ni tales excesos, que hubo al cabo que reprimir severamente, se cometÃan sólo en la soledad de la noche, pues no era raro hallar en medio del dÃa caballeros portugueses y castellanos acuchillándose por pequeña ocasión al parecer, pero en realidad por la encendida cólera de las dos naciones. Mejor fuera emplear la nuestra en la frontera de Portugal que no en aquellos trances y empeños particulares; pero allÃ, que era donde importaba más la premura, iban harto despacio las cosas. El Conde-Duque, atento antes que todo á conservarse en el poder, no pensó en muchos dÃas en dar disposición alguna. Luego, reparados los primeros golpes, recobró al ver amenazada su privanza la actividad y fertilidad de los primeros dÃas de su gobierno, y se puso á imaginar arbitrios y remedios, que ojalá asà fueran tan acertados y eficaces, como fueron numerosos y varios. Mandó al marqués de los Vélez que ocultase la noticia á su ejército á fin de que los portugueses que habÃa no desertasen y viniesen á engrosar las banderas del de Braganza; rogó al Emperador de Alemania que prendiese allà á D. Duarte de Braganza, que servÃa como general en sus ejércitos y era hermano del nuevo Rey de Portugal, á fin de que no acudiese por su persona al servicio de éste; hizo prender á algunos portugueses notables que servÃan en los ejércitos ó en el Gobierno, y de ellos á D. Felipe de Silva, el vencedor de Fleurus y Maguncia, que estaba aún en Flandes con reputación de gran soldado; por fin, comenzó á fraguar una conspiración dentro de Portugal con las pocas personas fieles que allà nos quedaban. Triviales é injustas medidas las primeras, y aunque no descabellada la última, con todo más propia para acompañada de otras que no para reducir á ella todas las esperanzas; porque descubierta y frustrada, como era tan fácil que sucediese, y con efecto sucedió, se habÃa de perder un tiempo precioso, dando con la espera más espacio á la insurrección para que cobrase fuerza y aliento. Fué la cabeza y agente principal de este intento aquel arzobispo de Braga, tan fiel á nuestra causa, y de quien ya en otras ocasiones hemos hablado, y logró traer á su partido á muchos Grandes y personas importantes del reino, al marqués de Villarreal, al duque de Caminha, su hijo, el conde de Val de Reys, al de Castañeira, al de Armamar y á Antonio Correa, aquél que dejaron por muerto los conjurados á las puertas de Vasconcellos, con otras varias personas y prelados. Fué tan adelante el intento, que se llegó hasta señalar dÃa para la ejecución, y según estaba todo concertado, hubiera dado en que entender al de Braganza, á no ser porque un impensado accidente descubrió el secreto. Estaba de gobernador de las armas en Ayamonte y su frontera D. Francisco de Guzmán, marqués de este tÃtulo y, por tanto, de la casa de Medinasidonia, muy relacionado con la de Braganza por la vecindad de tierras y Estados que con ella tenÃa. Este, desde los principios de la conjuración, faltando vilmente á lo que debÃa á su patria España y al puesto de confianza que le estaba conferido, mantuvo inteligencias y tratos con los fautores y caudillos de ella, mayormente con el duque de Braganza y su esposa. Animado con el buen éxito de aquella conjuración, intentó este marqués de Ayamonte, tan imbécil como malvado, suscitar otra en las AndalucÃas, con el fin de hacer de ellas un reino y poner á la cabeza al duque de Medinasidonia, su deudo, hermano de la nueva reina de Portugal, y Gobernador y Capitán general de tales provincias. TenÃa el de Medinasidonia una ambición que no justificaban sus cualidades, y más vanidad que abonasen sus servicios. Comunicóle el marqués de Ayamonte sus propósitos, y ni más generoso ni más cuerdo que éste, se prestó á dar su persona y nombre para la empresa. Jamás otra más descabellada ha podido concebirse en el mundo, porque no hay tampoco paÃs donde haya habido siempre menos sentimientos de provincialismo y de independencia; como que la población no venÃa de distinta raza de Castilla, ni tenÃa diversas historias, ni costumbres distintas, ni leyes diferentes, ni tradiciones, ni pretensiones, ni nada, en fin, de lo que hizo que la de Portugal se sustrajese á la obediencia del Monarca castellano, y que repugnasen su dominio Cataluña y otras provincias del reino. Por el contrario, mirábase los naturales de AndalucÃa como castellanos hijos de los conquistadores, y harto más atendÃan á conservar puras las costumbres, la lengua y leyes de Castilla, para denotar más y más su separación de los descendientes de los moros, muy numerosos allÃ, naturalmente, que no á formar una nación independiente entre las demás. Con todo, los tratos iban muy adelantados entre el de Medinasidonia, el de Braganza y el de Ayamonte, cuando éste recibió de Lisboa unos pliegos para la Corte de España, enviados á él sin duda en la confianza que inspiraba su posición de gobernador de las armas españolas y su noble cuna; abriólos y halló en ellos el secreto de la conspiración urdida en Lisboa para restablecer allà nuestro gobierno. Entonces puso el sello á su traición y maldad enviando los pliegos al duque de Braganza. Prendieron allà al punto á todos los conjurados y condenaron á muerte los más: de ellos fué el marqués de Villarreal, que murió con noble y heroica entereza, aclamando hasta el último momento la causa de España, y también el arzobispo de Braga, que aunque por su alto carácter no pereció en público cadalso como los otros, apareció muerto de allà á poco en la cárcel, y Antonio Correa, á quien no parece que respetó la muerte el dÃa de la rebelión, sino para hacer ahora más noble su sacrificio en la horca. VÃctimas de la buena causa, hijos leales de una patria que los infamaba torpemente con el nombre de traidores, ellos pagaron con su sangre la indolencia del débil Felipe y las torpezas de su favorito, muriendo por España, que era morir á un tiempo por Portugal y por Castilla. De resultas de esto mandó el de Braganza salir precipitadamente de Portugal á la duquesa de Mantua, y poco después, por un edicto echó á todos los castellanos del reino. No tardó Dios en castigar la villana conducta del marqués de Ayamonte, compensándose con su castigo el de los portugueses leales, y con el descubrimiento de la insensata conspiración que tenÃa tramada, el de aquella otra que por su causa acababa de frustrarse. Un castellano, por nombre Sancho, prisionero en Lisboa, con algunos indicios que tuvo del caso, acertó á ganarse la confianza de los traidores, y cuando tuvo en sus manos las pruebas de todo, vino con ellas á Madrid y se las presentó al Conde-Duque. Aturdióle á éste más aún que el de Portugal aquel suceso, porque el duque de Medinasidonia era cabeza de la casa de Guzmán, de donde él también venÃa, y tenÃan entre ambos no lejano parentesco; además, que con aquella traición se empañaba el lustre de la casa, que, cierto, era digna de otros descendentes, por su antigua gloria. Revolvió en su mente mil pensamientos, y, al fin, determinó para salvar al de Medinasidonia, castigar duramente á Ayamonte, como autor y agente principal del concierto, y asà se hizo. Vino á Madrid el duque de Medinasidonia por encargo del Conde-Duque, pidió perdón al Monarca, y, ayudado de aquél, que hizo lo que más pudo por servirle, consiguió que se redujese el castigo á alguna multa y precauciones que se tomaron para que no pudiese repetir el intento en adelante. Pero, en tanto, D. Gaspar de Bracamonte, Maestre de campo, fué á Ayamonte y retiró del mando al Marqués, prendióle, y encerrado en el Alcázar de Segovia, al cabo de algún tiempo, murió, según la voz común, decapitado: merecidÃsimo y justo castigo, si lo hubo, que sólo pudo mover á compasión por la desigualdad que hubo entre su suerte y la del duque de Medinasidonia, tanto ó más culpable. à la par, en Lisboa se hicieron públicas luminarias y festejos, y el de Braganza y Doña Luisa de Guzmán admitieron parabienes y felicitaciones, como dando por cierto que el hermano se habÃa ya levantado por Rey en las AndalucÃas. Súpolo el Conde-Duque, y aconsejó al de Medinasidonia que para acallar el rumor común, que ya lo acusaba, y sincerarse del todo á los ojos del Rey, desmintiese públicamente á su cuñado y lo desafiase y retase á lidiar cuerpo á cuerpo con él. No supo negarle esta satisfacción aquel señor, receloso aún de mayor castigo, y mandó fijar carteles donde llamaba al campo al duque de Braganza, anunciando que lo esperarÃa ochenta dÃas en Valencia de Alcántara, situada entre Portugal y Castilla, y declarándole aleve y cobarde si no asistÃa; por lo cual ofrecÃa en tal caso al que le matase de cualquier modo su ciudad de Sanlúcar, y al Gobernador y Alcalde portugués, que devolviese alguna plaza importante al Rey de España, uno de los mejores lugares de sus Estados. Fué tras esto el de Medinasidonia á Valencia de Alcántara con D. Juan de Garay, y esperó allà algún tiempo, hasta que cansado de tan inútil farsa, se volvió á Madrid, dejando al de Braganza triunfante en Lisboa. No lo estaban menos los catalanes, alentados con el ejemplo de los portugueses, y conociendo que habrÃan de disminuirse las fuerzas del Gobierno español repartiendo su atención en ambas fronteras, negáronse á oir las nuevas proposiciones de acomodo y concierto que más ó menos encubiertamente se les hicieron. ExigÃan ante todo la caÃda del Conde-Duque, la renovación de todos los ministros que entendÃan en las cosas de aquella provincia, y la exención de tributos por muchos años á tÃtulo de compensación ó desagravio, y esto los más prudentes; que otros, acaso el mayor número, no querÃan prestarse de ninguna suerte á los tratos, juzgando ya posible el hacerse independientes. Con tales pensamientos en los catalanes, claro está que no podÃa practicarse concierto alguno; pero, á la verdad, si los catalanes se mostraban sobrado exigentes y rebeldes, tampoco el Conde-Duque hizo mucho por aplacarles. Su vanidad era inflexible, y además de esto no tenÃa bastante patriotismo en el alma para retirarse de los negocios, viendo que estorbaba é impedÃa la concordia de que tanto necesitaba la MonarquÃa. Lo que hizo fué procurar devolver mal por mal á los enemigos, y darles en su casa á los franceses el propio entretenimiento que ellos nos ofrecÃan en la nuestra, ó, al menos, ayudaban poderosamente á ofrecernos. Mas no le acompañó tampoco en esto la desgracia ó la fortuna. Firmóse un tratado en Bruselas entre el Cardenal Infante de una parte, y el conde de Soissons y el duque de Bouillon, PrÃncipe aquél de sangre real, y éste general, bastante reputado, para echar á Richelieu del Gobierno y terminar la guerra por tratos ventajosos á España: esta fué la liga que se llamó _de la paz_. Los franceses aliados levantaron, con dinero que se les dió del poquÃsimo que hubiese en Flandes para atender á nuestros ejércitos, algunas tropas con las cuales se pusieron sobre Sedán. Vino á juntarse con ellos, por mandato del Infante, Lamboy, general de nuestra CaballerÃa, con un buen trozo de soldados, y tropezando con el ejército francés, que enviaba Richelieu á someter á los insurrectos, al mando del mariscal de Chatillon, se empeñó entre unos y otros la batalla. Rompió Lamboy con los nuestros la InfanterÃa enemiga, y el duque de Bouillon, con los suyos, deshizo cuanto se le puso por delante, de modo que en breves momentos todo el ejército enemigo se puso en fuga. Hubieran sido inmensas las ventajas de esta victoria, á no ser porque el duque de Soissons cayó muerto de un pistoletazo al alzarse la visera para ver mejor la fuga de los contrarios: suceso de muy diversas maneras interpretado hasta ahora, dado que no pocos se inclinan á considerarlo como un asesinato dispuesto por Richelieu. De resultas de este accidente, el ejército de los insurrectos, consternado, no acometió otra empresa que la toma de Donchery, y como el Cardenal Infante llamase á Lamboy precipitadamente para contrarrestar á los enemigos que sitiaban á Ayre, la liga se deshizo sin otro efecto para nosotros que la pérdida del dinero empleado y que se retardase el socorro de aquella plaza, por la ausencia de Lamboy, más de lo que convenÃa, lo que contribuyó no poco á que se frustrase. Poco después se ajustó en Madrid un nuevo tratado entre el Conde-Duque y cierto emisario del duque de Orleans, hermano del Rey de Francia, con iguales condiciones y el propio objeto que el anterior; mas este no llegó á practicarse en lo más pequeño, porque fué descubierto por Richelieu, y castigados con pena de muerte, fuera del PrÃncipe, los verdaderos autores que eran Enrique de Effat, marqués de Cinq-Mars, gran escudero del Monarca francés, y su amigo De Thou, hijo del historiador de tal nombre. Con esto quedamos reducidos al solo ejercicio y esperanza de las armas. Ordenóse la formación de ejércitos en la frontera de Portugal, viniendo el mando del principal con Badajoz por plaza de armas, D. Manuel de Zúñiga y Fonseca, conde de Monterrey y de Fuentes, Virrey que habÃa sido de Nápoles y heredero del gran conde de Fuentes, pero no de sus merecimientos ni de su gloria, hermano de la mujer del Conde-Duque, muy intimado con él, y cómplice de sus liviandades, espléndido, aficionadÃsimo á cómicos y comedias, á galanteos, á locuras, á ostentaciones, tanto, que en sus jardines, situados en el Prado de Madrid, asistieron los Reyes y la Corte á nocturnos festejos de los más celebrados de la época: harto más á propósito para alternar en los salones, que no en los campamentos y batallas. Negáronse muchos Maestres de campo y Capitanes de los nombrados para mandar las tropas que se juntasen á servir debajo de tal capitán, y asÃ, todo fué desconcierto desde el principio, y fuera mayor á no admitir el cargo de Maestre de campo general don Juan de Garay, tan bien reputado entre la gente de armas. Los otros trozos de ejército se mandaron formar en los confines de AndalucÃa y de Galicia, más con intento de defender el territorio que con el de hacer conquistas. Mas no habÃa soldados con que llenar los nuevos tercios, ni dinero con que levantarlos; todos los recursos estaban de tal modo agotados con la formación del ejército de Cataluña, que no se hallaba á la sazón ninguno que no fuese desusado y extraordinario. Fueron llamados á la Corte todos los caballeros hijosdalgo del reino, y se les propuso que acudiesen con armas y caballos, según la antigua usanza, no practicada desde que terminó la guerra con los moros, á servir al Rey y á la patria. Vinieron muchos; pero fué lastimoso de ver el que antes de ofrecerse á servir los que sirvieron, fuesen exigiendo hábitos y mercedes y ayudas de costa, sin que ninguno se prestase por solo el deber y el patriotismo á salir á campaña; conducta muy diversa de la antigua. Mejor obraron los Grandes, aunque no hicieron todo lo que pudieron, levantando cada uno á su costa una compañÃa de cien hombres. Los ministros de los diferentes Consejos pagaron con poner cada uno en campo cuatro hombres armados, y de la gente común muchos acudieron también al servicio, con promesa que se les hizo de dar por recompensa tÃtulos de hidalguÃa. Por último, se sacaron á la venta en pública almoneda hasta quinientos hábitos de órdenes militares, señalando á Madrid como patria común para hacer pruebas, á fin de que no hubiese quien no pudiera hacerlas, calculándose en otros tantos caballos efectivos y hasta un millón de ducados lo que producirÃa tan extraña venta. AsÃ, dondequiera se ve ya á la vanidad en lugar del patriotismo, al interés personal haciendo olvidar al interés público, dondequiera el decaimiento y la corrupción, fruto tardÃo, pero cierto, de la liviandad de los Ministros y de la Corte, de la desconfianza del Gobierno, del menosprecio de la equidad en la distribución de empleos y honores, de la falta de justicia y de la ignorancia que cegaba los ojos de todos los españoles. Es locura pensar que las naciones, por nobles que sean, puedan levantarse á grandes intentos, hacer grandes sacrificios, moverse á ciertos esfuerzos supremos oprimidas y desconfiadas, sin fe en lo presente ni en lo futuro. No habÃa más que un modo de poner el patriotismo nacional á la altura de la ocasión, y la ejecución de éste dependÃa de todo punto del Monarca. Era preciso que apartase de sà al favorito y aun lo inmolase á la justa saña de la nación: era preciso que abandonase los placeres y se consagrase al trabajo; que comenzase á gobernar y á hacerlo todo por sà mismo; que empuñara la espada de Fernando III y vistiese la armadura de Alonso el Batallador; que fuese como Carlos V á los ejércitos y pelease con ellos, y fuese con ellos á la victoria ó á la muerte. Entonces sà que los hidalgos y los pecheros hubieran acudido á las banderas del Rey, según la antigua usanza; entonces sà que el patriotismo nacional se hubiera despertado dando copiosos frutos; entonces sà que del gran pueblo que tal muestra dió luego de patriotismo en 1808, virgen á la sazón, y de más virtud y esfuerzo, todavÃa hubiera podido esperarse con fundamento la victoria y la salvación de la MonarquÃa. Hubieran muchos dejado la parte de la rebelión, al ver castigado al mal Ministro; no hubieran otros osado levantar las armas contra la persona del Rey, santa y verdaderamente inviolable hasta allà para los españoles; hubieran los más tibios cobrado valor, y hubieran cobrado los más enemigos respeto ó miedo. Por tal modo salvó Enrique IV su trono y salvó á la Francia, y á la sazón misma, sólo para procurar nuestra ruina, vimos á Luis XIII forzar en persona las puertas de Italia, y asistir más tarde en las tiendas de los sitiadores de Perpiñán. De esto se hizo algo en España; pero se hizo mal y fuera de tiempo, que es casi tanto mal hacer como no hacer nada. Fué Felipe al ejército de Cataluña, pero no á pelear, sino á sentir de cerca afrentosas derrotas, y aumentar el menosprecio á su persona y el odio á sus Ministros en los rebeldes. No fué á Portugal, que era donde más falta hacÃa por lo pronto, y á tal punto descuidó esto, que la reina Isabel, dándole vergonzosa enseñanza, llegó á pedirle permiso, que no obtuvo, para ejecutarlo por su propia persona. AsÃ, pues, cuando separó de sà al favorito, y cuando se determinó á ver los muros de Lérida coronados de franceses, ya no era tiempo para salvar á la nación: su desmembración y ruina eran inevitables. [Ilustración] [Ilustración] LIBRO SEXTO SUMARIO De 1640 á 1643.--Guerra general.--Cataluña: toma de Perelló, de Coll de Balaguer, Cambrils, Salou, Villaseca y Tarragona.--Paso sangriento de Martorell; entrada en el llano de Barcelona; dase esta ciudad al Rey de Francia; dispónese á la resistencia; estado del ejército real; orden de ataque contra Montjuich; batalla y rota de los nuestros; muerte del duque de San Jorge; retirada á Tarragona; sitio de esta plaza; socorro por mar.--Rosellón: piérdese Elna; victoria de Argeles y socorro de la provincia.--Formación de nuevo ejército; hostilidades en la frontera de Aragón; Tamarit de Litera; sucesos del campo de Tarragona; victoria de Villalonga; parte el marqués de Pobar al socorro de Rosellón; su marcha y su derrota en Granada; pérdida de Colliure, Perpiñán y Salsas y toda la provincia.--Hostilidades por mar y tierra en Vinaroz.--Medidas extremas; armamento de nuevo ejército; sale el Rey á campaña; su conducta y la de la Reina; batalla de las _Horcas_; combate naval de Barcelona.--Portugal: rebatos y correrÃas por Extremadura, interpresa de Olivenza; otros sucesos á la parte de Castilla y Galicia.--Italia: pérdida de Montcalvo; sálvase Ivrea; Ceba, Mondovi y Coni perdidas; recóbrase Montcalvo; defección de los PrÃncipes de Saboya; grandes pérdidas; defección del PrÃncipe de Mónaco.--Flandes: sitio de Ayre y su conquista; muere el Cardenal Infante, reemplázale D. Francisco de Mello; victoria gloriosa de Honnecourt; derrota funesta de Rocroy.--Intrigas contra el Conde-Duque y su caÃda. CON la sublevación de Cataluña y Portugal se abre, naturalmente, nuevo perÃodo en la guerra. Si hasta ahora la hubimos sostenido con cierta igualdad, ya no era posible; si hasta ahora la fortuna habÃa repartido sus favores entre las potencias beligerantes, en adelante llevaremos siempre la peor parte. Dejamos narrados algunos encuentros y hechos que fueron preludio y exordio de las campañas de Cataluña; dejamos á los franceses enseñoreados de toda aquella provincia sin cosa alguna; y dejamos, finalmente, al marqués de los Vélez caminando con todo el ejército desde Tortosa tierra adelante por el Principado. La primera conquista fué la de Perelló, pequeño pueblo, pero murado, donde trece catalanes solos detuvieron heroicamente á todo el ejército por un dÃa entero, y más los detuvieran á no haber inteligencia con uno de los vecinos. En seguida se encaminó el marqués de los Vélez al Coll de Balaguer, punto áspero y difÃcil, y muy fortificado y guarnecido, aunque sin arte, por los catalanes. Hicieron éstos resistencia; mas no sabiendo aprovecharse de sus ventajas, fueron rotos y tomado el paso; y algunos escuadrones de caballerÃa, que con el conde de Zavallá, General de ellos, vinieron al socorro desde Cambrils, fueron también deshechos. Tomáronse al propio tiempo algunas torres y casas fuertes de la marina, y el ejército, alegre con la facilidad de aquellos pequeños triunfos, se entregó á los desórdenes de vencedor. Por su parte, los catalanes intentaron envenenar unas lagunas cercanas del Coll; horrible intento, y que, á poder lograrlo, causara infinitas muertes entre los nuestros. AsÃ, de uno y otro lado, la guerra iba exacerbando las pasiones más y más cada dÃa. Llegaron al cabo los nuestros delante de Cambrils, primera plaza de armas de los catalanes, y de las que tenÃan mejor fortificadas, puesta en la plaza y campo de Tarragona. Hizo D. Alvaro de Quiñones mucho estrago en sus escuadrones á las mismas puertas de la villa; tomóse á viva fuerza un convento de las afueras, que defendieron celda por celda los frailes; púsose por fin el cerco; batióse furiosamente, y al fin su Gobernador, el barón de Rocafort, se entregó por capitulaciones. Pero al salir los defensores hubo una alarma falsa: gritóse traición sin saber quién ni por qué causa, y aprovechando la ocasión los soldados pasaron más de setecientos de ellos al filo de la espada antes de que pudieran contenerlos los capitanes. Reus y otros lugares ricos vinieron entonces á la obediencia. Mas con todo faltaban vituallas y recursos, porque no los dejaban venir de ninguna parte los miqueletes ó almogávares, gente suelta, incansable, valerosa, que repartida en bandas de corto número, con gran conocimiento del terreno y no menos astucia, iba siempre delante, á las espaldas ó en los costados del ejército, acosándolo sin cesar y matando, al propio tiempo que robaba los mantenimientos, todos los dispersos y forrajeadores. ParecÃa conveniente apoderarse de un puerto adonde pudiera venir fácilmente el socorro de la armada; y se determinó caer al punto sobre Tarragona. Tomáronse Salou y Villaseca, lugares y puestos bien fortificados, y allanado ya el camino, se plantaron los cuarteles delante de aquella ciudad. No hubo, sin embargo, que hacer uso de las armas, porque M. de Espenan, que estaba dentro con mil caballos de su nación, juzgando imposible la resistencia, capituló su salida, obligándose á no pelear más en Cataluña, y los naturales tuvieron en seguida que rendirse á partido. Cumplió de Espenan su promesa como bueno y salió de Cataluña con los suyos, que fué gran ventaja para nuestro partido. Luego las armadas entraron en Tarragona y algo aliviaron al ejército, pero no tanto como se esperaba, por la tibieza de D. GarcÃa de Toledo, marqués de Villafranca, que los mandaba. Era éste harto menos capitán que fueron su padre y hermano; mas en cambio les aventajaba á entrambos en presunción, defecto común en las épocas viles y degradadas, donde faltando verdaderos y públicos merecimientos, hay que fingirlos y afectarlos; y no llevando á bien que ganase otro gloria á costa suya, tenÃa por más honrado el dejar de servir á la patria, que no servirla dando reputación al inexperto marqués de los Vélez. Con esto y con las numerosas cuadrillas de miqueletes, que interceptaban y destruÃan todos los convoyes y recursos, volvió á hallarse en grande necesidad el ejército. Determinóse el marqués de los Vélez á salir de tal situación y á traer á sus banderas el triunfo, encaminándose á Barcelona, cabeza y foco de la rebelión. Ganó con mucha dificultad á Villafranca de Panadés y San SadurnÃ; pero siguiendo su camino, halló cerrado el paso de Martorell por los catalanes, con muchas trincheras y reductos, apoyados en posiciones casi inaccesibles, defendidas por todos sus tercios y escuadrones y gobernados del diputado militar Tamarit, y de los franceses Seriñán y D'Aubigné. Llegó allà el Marqués, y conociendo que no era posible la expugnación de las fortificaciones por el frente, mandó al de Torrecuso que con un buen trozo de gente pasase encubierto á coger por la espalda al enemigo, lo cual hizo éste con mucha habilidad y presteza. Entonces los catalanes, viéndose entre dos fuegos, espantados y confundidos se pusieron en retirada y no pararon hasta Barcelona, en cuyos muros hallaron abrigo. Entraron nuestros soldados en Martorell, de donde era cabalmente tÃtulo y señor el marqués de los Vélez, y todo lo llevaron á hierro y fuego, como si se tratase de gente bárbara y extranjera; mas en verdad que los catalanes no quedaban cortos en la venganza. El mencionado Margarit, mezcla de entre capitán y facineroso, que mandaba algunas bandas de ellos, entró por asalto en ConstantÃ, donde estaban los enfermos y heridos del ejército castellano, en número de más de cuatrocientos, y á todos los hizo pedazos en los lechos mismos. Ni por una ni por otra parte ponÃan de sà los capitanes cuanto debieran para contener tales excesos; y asà ellos incitaban cada vez más la ira y hacÃase más imposible la paz. Entró el ejército castellano después de asolada Martorell en Molins de Rey, San Feliu, Esplugas y todos los pueblos del contorno, hasta dar vista á Barcelona y sentar los cuarteles en Sans y los demás pueblos de su amenÃsimo llano. Desde allà el Marqués, antes de intentar cosa alguna contra la ciudad, envió á ella un parlamentario, á fin de que les intimase de parte del Rey la sumisión, ofreciendo en cambio clemencia. Negáronse los catalanes, gente más obstinada aún en las derrotas que en el triunfo, y de uno y otro lado se dispusieron á emplear las armas. Estaba dentro de Barcelona por Ministro y caudillo principal de los franceses M. Du Plessis, hombre sobremanera astuto y muy empapado en los pensamientos é intenciones de Richelieu. Viendo tan apurados á los catalanes, que teniendo á las puertas tan numeroso ejército no contaban con otra esperanza que la de enterrarse honrosamente en los escombros de sus murallas, comenzó á dar á entender astutamente, primero con ambigüedades, luego al descubierto, que el Rey de Francia, si como aliados les ayudaba en algo, como dueño emplearÃa en su servicio todas las fuerzas que tenÃa. Representóles el poder del Rey CristianÃsimo, su bondad, su celo; pero más aún que tales encarecimientos, sirviéronle para traer á los catalanes á su arbitrio los argumentos que públicamente se hacÃan contra el rey Felipe y su Ministro, que sin mirar como propia aquella tierra, la combatÃan y azotaban con armas tan formidables y rigor tan desusado. No recordaban entonces los catalanes sus propios excesos y culpas; atendÃan sólo á los rigores de sus contrarios, porque achaque humano es el exigir que de parte del prójimo estén la prudencia y la templanza en los trances violentos. Y, á la verdad, no les faltaba á los catalanes alguna más razón que suele haber en los que se hallan dominados de la ira, con que se acrecentaba en este caso la saña; porque las torpezas del Conde-Duque y de sus Ministros viles habÃan excusado todo género de razonable acomodo. Pero de todas suertes fué lamentable y digno de eterna censura el que tanto pudiese en ellos la pasión del momento, que prefiriéndola al interés de la patria común, cediesen á las insinuaciones pérfidas de M. Du Plessis, dándose por entero al Rey de Francia, y admitiéndole por señor y Soberano. HÃzose la proclamación solemne en Barcelona, y al punto los franceses comenzaron á intervenir como naturales en las cosas de la defensa. La noticia de este suceso encendió más y más la cólera en el campo castellano; y aunque no faltaron diversos pareceres, por no creer muchos que estuviesen después de los pasados trabajos en disposición de emprender el sitio de Barcelona, se resolvió al fin comenzar los ataques, fijándose todos los ojos en la toma del castillo de Montjuich, como natural principio de la empresa. Esta montaña, que domina á todo Barcelona y á la cual hace la posición esencialÃsima para su defensa, habÃa estado hasta aquellos tiempos sin fortificación alguna; pero ahora, viendo los cabos catalanes el peligro de que la ocupase el ejército real, levantaron en breves dÃas en lo más eminente un castillo en forma de cuadro, bastante fuerte, y lo artillaron y guarnecieron muy bien con gente escogida de naturales y algunas compañÃas de veteranos franceses. Probóse con esto que Barcelona no puede estar sin aquel castillo, porque bien los ciudadanos para su defensa, bien los enemigos para la ofensa, necesitan de él forzosamente. Montjuich extiende su falda por una parte hasta el mar y por otra hasta las murallas de Barcelona: la subida es escabrosa y larga, y á la sazón estaba cortada con muchas zanjas, y defendida, sin la fortaleza mayor, con muchas trincheras; de suerte que con esto y con estar tan cerca de la ciudad, toda puesta en armas y asistida de no pocos capitanes y soldados franceses, era de expugnación muy ardua. Pera el ardor de los Vélez no reparó en nada. TodavÃa el ejército real, aunque muy disminuÃdo por la hambre, por la guerra y las enfermedades, y principalmente por las guarniciones que iba dejando detrás, era numeroso; y aun contándose en él mucha gente bisoña, tenÃa bastantes soldados viejos para ser temible. Gobernábanlo, bajo las órdenes del marqués de los Vélez y de Carlos Caracciolo, marqués de Torrecuso, su Maestre de campo general, D. Juan de Garay, que acababa de llegar del Rosellón, el duque de San Jorge, hijo de Torrecuso, el marqués Cheli de la Reina, D. Alvaro de Quiñones y otros capitanes, de nota algunos, todos muy antiguos en el ejercicio de las armas; y la artillerÃa, con la desembarcada últimamente del Rosellón, era buena y mucha. Pero habÃa en el corazón de aquel ejército un mal profundo, incurable, y era el poco acuerdo y división de los capitanes, producido principalmente por el mando del marqués de los Vélez. Como este Marqués ignoraba el arte de la guerra y no sabÃa, por tanto, proveer en ella lo que convenÃa; como no podÃa alegar grandes servicios y menos en las armas, carecÃa de la autoridad necesaria para el mando, y era incapaz de contener las pretensiones opuestas y exageradas de tantos capitanes orgullosos con los servicios que habÃan prestado y que no acertaban á igualar con el propio ningún merecimiento. Asà acontecÃa que el de los Vélez, ó no daba provisión alguna en las ocasiones más crÃticas, ó si las daba eran olvidadas y contradichas de los capitanes, que ni lo respetaban á él ni se guardaban entre sà respeto alguno; con que no habÃa quien mandase ni quien obedeciese, causa bastante para perderse en las armas. HabÃase advertido ya este mal en diversas ocasiones durante aquella corta campaña; mas ahora delante de Barcelona fué donde sirvió de ejemplo horrible de lo que la mala elección en el general puede hacer en un ejército, por poderoso que sea. Llegada la hora prefijada para el ataque de Montjuich, se puso en marcha el ejército real, repartido de esta suerte: dos trozos de mosqueterÃa, cada uno de mil hombres escogidos al mando el uno, del conde de Tyron, irlandés, y el otro al de D. Fernando de Ribera, Maestre de campo, se encaminaron á subir la montaña donde aquella fortaleza está sentada, aquél por el costado derecho, entre la campiña y la eminencia; éste por el costado izquierdo, entre la eminencia y la ciudad: seguÃa luego por el centro un escuadrón de ocho mil infantes, que se extendió en batalla por el monte, como en reserva de los dos primeros escuadrones y lo restante de la infanterÃa se escuadronó haciendo frente á la ciudad. La artillerÃa y caballerÃa, á los costados en los sitios más á propósito que se hallaron, atendÃan á evitar la salida de los de la ciudad y la retirada de los de Montjuich, gobernando toda la gente destinada contra éstos Torrecuso, y lo que quedaba contra aquéllos D. Juan de Garay. Mandaba dentro de Montjuich, por los catalanes, M. d'Auvigné, y en la ciudad M. Du Plessis y el diputado militar Tamarit; y Seriñán, con la caballerÃa francesa y catalana, se apostó fuera de las puertas, en un llano entre Montjuich y las murallas, al abrigo de las muchas baterÃas con que éstas estaban coronadas. Tal descripción se necesita para comprender el inopinado suceso que allà hubo. Subieron á la eminencia los dos primeros escuadrones de mosqueterÃa destinados al asalto; pero llegaron muy fatigados y con mucha pérdida por haber tenido que ir desalojando de las trincheras de la cuesta á los enemigos. Puestos allÃ, sin embargo, no habÃa más que dar el asalto, que era éxito seguro; mas al intentarlo se notó el inconcebible olvido de no haber traÃdo escalas ni instrumentos algunos para el caso; entonces envió á pedirlos Torrecusa al marqués Cheli, que dirigÃa la artillerÃa situada á la falda del monte, y la infanterÃa, en tanto, quedó formada enfrente de las murallas de la fortaleza y expuesta á todo el fuego de las baterÃas enemigas. Pasaron horas y horas, y las escalas no vinieron, y nuestra infanterÃa aguardó con increÃble valor, sin perder terreno, cayendo sin defensa uno tras otro los más valientes de los capitanes y soldados. HabÃa comenzado el ataque á las nueve de la mañana, y á las tres de la tarde continuaba todavÃa la matanza de los nuestros, hecha á mansalva por los catalanes desde sus muros. Ya á esta hora faltaba el aliento en los pechos más heroicos. Torrecuso, que era el que tenÃa la mayor culpa del estrago con aquella imprevisión fatal, corrÃa de una en otra parte, desesperado, desatándose en injurias contra Cheli, que le dejaba abandonado sin instrumentos ni escalas, y sin recordar que él era aún más digno de ellas por no haber traÃdo consigo lo que convenÃa. Mas en un punto quiso Dios que con el mayor castigo que pudiera recibir, se le ocasionase también la total rota que temÃa. Estaba á la falda del monte dando frente á la ciudad el duque de San Jorge, su hijo, con la caballerÃa del costado derecho; comenzaron los enemigos á molestarle con escaramuzas de la caballerÃa de Seriñán y alguna infanterÃa que sacaron fuera de las puertas emboscadas; y él, no escuchando más que la voz de su valor, que era muy grande, determinó acometerlos y obligarlos á refugiarse en la ciudad. Consultó su intento con D. Juan de Garay, que mandaba las tropas de toda aquella parte, el cual, como soldado viejo, le mandó que no se moviese de su puesto. Pero este género de órdenes no hacÃan en aquel ejército efecto alguno: insistió el San Jorge; tomó alguna infanterÃa de la que estaba cercana y desalojó á los enemigos de la emboscada; y luego, como se sintiese allà más molestado de los enemigos del muro, despachando aviso á D. Alvaro de Quiñones, que mandaba la caballerÃa del costado izquierdo para que embistiera al propio tiempo, se arrojó sobre la caballerÃa enemiga debajo de sus mismas baterÃas. No hizo caso el D. Alvaro del aviso de San Jorge y lo dejó arrancar solo. Fué el ataque de éste tan temerario, que llegó á azotar con su espada los mismos muros; pero allÃ, rodeados él y los suyos por todas partes, combatidos á un tiempo de la caballerÃa de Seriñán y de la mosqueterÃa de los muros, cayeron los más valientes, desordenáronse los otros, y el duque de San Jorge quedó muerto acribillado de heridas. Era mozo de valor heroico, aunque imprudente, y á ejemplo de su padre, muy leal á la Corona de España. Con este triunfo cobraron más brÃo los barceloneses, y haciéndoles señas los de Montjuich de que les enviasen socorro, se determinaron á enviarlo, y lo ejecutaron á punto que ya los españoles que coronaban la cima del monte no podÃan sostenerse. Entonces los del socorro y defensores hicieron una salida, y aunque pocos en número, como estaban de refresco y hallaron tan desalentados á los nuestros, arrollaron fácilmente á los primeros, y los otros ya sin más espera se dejaron caer en derrota desde la cima á la falda del monte. Fué fatalidad que Torrecuso supiese en aquel momento mismo que Dios le habÃa castigado de su imprevisión con la muerte del hijo, y en lugar de dictar alguna disposición ó concierto, se entregó á los mayores extremos de desesperación, sin cuidar de su vida ni de la de los otros. En tanto los catalanes bajaban del monte degollando y sembrando de cadáveres el suelo, sin hallar en ninguna parte resistencia, trayendo á los nuestros en total dispersión. Debióse á D. Juan de Garay que todo el ejército no se perdiese aquel dÃa. Con sin par destreza, recogió á los fugitivos, reanimó á las tropas que no habÃan entrado en combate y dispuso la retirada á Tarragona, sin que el marqués de los Vélez, que ignoraba casi todos los accidentes de la batalla, supiese otra cosa en aquel trance que llorar su desdicha, enviando en el instante á Madrid la dimisión de su empleo. Tal fué la jornada de Montjuich, que nos costó dos mil soldados de los mejores que á la sazón hubiese en nuestras banderas. Con la noticia de este suceso y la obediencia prestada en Barcelona al Rey de Francia, se determinó Richelieu á enviar considerables fuerzas á Cataluña, viendo que aquél era entonces el punto más vulnerable de España. Nombró por general del ejército á M. de la Motte Hodancourt, y envió tropas, que formaron con algunas catalanas un ejército de nueve mil infantes y dos mil quinientos caballos, el cual se puso en marcha para Tarragona, donde los nuestros estaban retirados, al propio tiempo que el Arzobispo de Burdeos con una armada cerraba la boca de aquel puerto. AscendÃa la gente nuestra á poco más de catorce mil hombres, restos de veintitrés mil con que se comenzó la campaña, y habÃa venido á mandarlos después de la dimisión y salida del marqués de los Vélez, Federico Colona, condestable de Nápoles y prÃncipe de Buttera, que se hallaba de Virrey en Valencia, reemplazándole allà el marqués de Leganés, que acababa de llegar de Italia. Quedaron bajo las órdenes del de Buttera el marqués de Torrecuso y D. Alvaro de Quiñones, porque D. Juan de Garay, á quien tanto se debió en la retirada de Montjuich, habÃa ido ya á servir bajo la conducta del conde de Monterrey en el ejército formado en las fronteras de Portugal. Era el nuevo General no mucho más hábil que el marqués de los Vélez y algo más indócil; de suerte que no querÃa escuchar consejo alguno de los que sabÃan más que él en materia de armas; asà acabó de traer al último extremo al ejército; porque dado que en los primeros impulsos de la retirada fuera conveniente meterse en Tarragona, debió luego salir de ella el ejército, dejándola bien guarnecida y provista: donde no habÃa de verse forzosamente lo que sucedió, y fué que, levantado en armas todo el paÃs, fortificados todos los pasos y las plazas entre Tarragona y las fronteras de Aragón y Valencia con un ejército al frente y una escuadra en el mar, habÃa de quedar el ejército encerrado y reducido á la última extremidad de la miseria y el hambre. Pronto se hicieron sentir tales efectos. Los enemigos, después de algunos choques parciales sin consecuencia, se apoderaron de Reus, de ConstantÃ, de Salou y los demás lugares del campo de Tarragona, y acampados á media legua de la plaza, la apretaron, de suerte que de un dÃa á otro se esperaba ya la rendición del ejército. Para colmo de desgracias, la poca autoridad y destreza del General no tardó en engendrar las naturales discordias de los nuestros; y por otra parte, entrando las enfermedades en la plaza, postraron al mayor número de los capitanes, y entre otros al mismo prÃncipe de Buttera. Sólo Torrecuso conservó alientos para el mando, y acaso si él hubiera sido General no habrÃan venido á tal punto las cosas, porque era, á pesar de sus yerros, el más diestro de los capitanes que tuviésemos en aquel ejército. Dió orden el Conde-Duque al de Villafranca para que acudiese con su armada, que estaba en Valencia, al socorro. Dudó y temió mucho éste por hallarse con pocas fuerzas; pero al fin se determinó á intentarlo, y entrando valerosamente en el puerto de Tarragona con cuarenta galeras y algunos buques menores, á pesar de la escuadra del Arzobispo, metió algunos vÃveres. Mas éstos fueron destruÃdos en parte por el fuego de los franceses, y en parte consumidos por la gente de la armada, que separada sin pensar del resto cuando se retiraba, tuvo que recogerse al puerto; de modo que al poco tiempo se encontró el ejército en los mismos apuros que antes. Entonces la Corte determinó hacer un esfuerzo supremo para enseñorearse del mar, mientras que por tierra se esforzaba también en juntar ejércitos que bastasen á ahuyentar á los enemigos. Reunióse una armada poderosÃsima, compuesta de casi todos los bajeles armados que llevaban entonces nuestras banderas. Vinieron los bajeles de Dunquerque, gobernados por el almirante Francisco Feijóo, los napolitanos del duque de Nájera, los bergantines y galeras mallorquinas de aquel famoso D. Pedro Santa Cilia, las napolitanas de D. Melchor de Borja, las genovesas de JuanetÃn Doria y algunas toscanas, y juntándose con la armada del de Villafranca y Fernandina, compusieron entre todos treinta y un navÃos, veintinueve galeras, catorce bergantines y otros cincuenta buques menores. Constaba la armada francesa de treinta navÃos, diez y nueve galeras y muchos bergantines y buques menores; pero no osando esperar á la nuestra, entró el socorro sin obstáculo; bien que fué muy sentido en Madrid el que no se la obligase á entrar en combate. El ejército cuando llegó el socorro se hallaba ya muy disminuÃdo, y casi acabado por las enfermedades y el hambre, con muerte de muchos capitanes. Entre ellos murió á los pocos dÃas el mismo general D. Fadrique de Colona, prÃncipe de Buttera, á quien no le dió la suerte ni una sola ocasión en que justificase la torpe elección que de él hizo el Conde-Duque. Sucedióle interinamente el marqués de Hinojosa, mientras se nombraba otro que lo reemplazara. Entonces Richelieu, para conquistar el Rosellón, envió allá un ejército al mando de Condé, que se apoderó de Elna, mal defendida por los soldados walones que la guarnecÃan. Y más cuidadoso de ganar aquella provincia, que sabÃa que podrÃa conservar, que no á Cataluña, cuya pérdida tenÃa al fin por inevitable, metió en ella nuevas tropas y generales, ordenando también que de los ejércitos de Cataluña una parte se acercase al Pirineo para dar calor á la meditada conquista, y otra se quedase en observación de Tarragona y la frontera de Aragón. HabÃa ido á mandar las armas en Rosellón por nuestra parte el marqués de Mortara, D. Juan Orozco Manrique de Lara, soldado de glorioso nombre desde la victoria de FuenterrabÃa; y aunque entresacando guarniciones de las plazas habÃa logrado formar un pequeño ejército, se hallaba sin fuerza para contrarrestar al enemigo. Dió orden nuestra Corte al marqués de Torrecuso para que de los soldados de las galeras formase tercios, y con ellos y alguna gente de la que estaba en Tarragona, con pocos caballos, se embarcase en la armada y fuese á prestar socorro al de Mortara. Con esta orden desembarcó Torrecuso en Rosas; pasó el Tech, con el agua hasta el cuello; caminó sin descanso, cargados los soldados con las municiones y vÃveres á la espalda y ahuyentó á los trozos de gente enemiga que le salieron al paso. El mariscal de Brezé, nombrado á la sazón lugarteniente de Cataluña por el Rey de Francia, y los cabos catalanes, noticiosos de su intento, estaban ya fortificados en el paso de Argeles con seis mil infantes y mil doscientos caballos, alargando sus trincheras hasta el mar para detenerlo. Sorprendió Torrecuso durante la noche las centinelas enemigas, entró en uno de sus cuarteles y lo desbarató; de manera que halló, libre el paso, como querÃa, y habiendo avisado su llegada al de Mortara, que estaba en Perpiñán, vino éste á juntársele con su gente. Aún el mariscal de Brezé quiso impedir esta reunión, y en el momento de verificarse atacó á Mortara furiosamente y logró desordenarlo un tanto; pero no pudo impedir que Torrecuso con su ejército viniese á incorporarse con él, reuniendo entre ambos siete mil infantes y seiscientos caballos. Entonces se empeñó una recia batalla: la caballerÃa de los enemigos era doble que la nuestra, y la infanterÃa, con la que acudió de los contornos al oir el fuego, era igual; pero Torrecuso y Mortara hicieron de modo que los enemigos fueron obligados á retirarse, dejándoles dueños del campo. Honrada acción, que recordó al mundo cuanto podÃa esperarse aún de los ejércitos españoles bien dirigidos. Fueron bastante provechosas las resultas. Rindióse luego Argeles y muchos lugares del Rosellón, y entre otros el de Santa MarÃa, que era muy importante, cayó en poder de los nuestros; metiéronse en Perpiñán provisiones de boca y guerra para un largo sitio y se reforzó la guarnición de Coliure. Hecho esto, como si no hubiera más peligro que temer, en obediencia sin duda de las órdenes de la Corte, se embarcó Torrecuso con una parte del ejército que habÃa llevado y se vino á Tarragona; y de allà á Madrid, cuando era más necesario en Cataluña. Quedó gobernando las armas en Perpiñán el marqués de Flores Dávila; en Coliure ó Colibre, el marqués de Mortara, y en Salsas, D. Benito de Quiroga, todos con buenas guarniciones, pero sin ejército bastante para correr el campo. Por lo mismo, no tardaron los franceses en recobrar á Santa MarÃa y amenazar de nuevo toda la provincia. Entretanto se formaba á toda prisa en Aragón un ejército que fuese á reforzar las reliquias de los Vélez, aún acuarteladas en Tarragona. Eligióse para el mando al marqués de Pobar, hijo primogénito del difunto duque de Cardona, joven sin ningún conocimiento en las armas, ni experiencia en el mando, que no tenÃa otros méritos que los de su familia y los de su lealtad, verdaderamente acrisolada, con cuyo nombramiento desacertadÃsimo se prepararon desde luego nuevos desastres. Fuése formando el nuevo ejército con las tropas que habÃa de antemano reunidas en aquella frontera, principalmente extranjeras, y algunas nuevamente levantadas en el reino, que acudieron de varias partes. à la verdad, el proyecto de formar un ejército en Aragón que sirviese de reserva al que mandó el marqués de los Vélez y divirtiese por aquella parte al enemigo, no era nuevo. No bien el de los Vélez cambió su nombre de Virrey de Aragón por el de Virrey de Cataluña, y vino á sucederle en aquel puesto el duque de Nochera, gran señor napolitano, comenzó éste á juntar soldados, amagando á los pueblos fronterizos de Cataluña; pero de una parte su humor extraño, y de otra la insubordinación de los capitanes que tenÃa á sus órdenes, le impidieron salir formalmente á campaña y hacer la división que estaba determinada. Fué esta la causa principal de que á poco se le separase del mando y se le encerrase en una fortaleza, donde murió, sucediéndole el marqués de Tavara en el mando, y en el Ãnterin fueron los enemigos quienes intentaron por aquella parte divertir la atención de los nuestros. M. de San Pol gobernaba en Lérida: reunió un grueso de catalanes y cayó sobre Tamarit de Litera, villa situada en la ribera del Cinca, donde se alojaban algunos tercios navarros destinados ya al proyectado ejército. Sorprendióla; degolló alguna gente; hizo bastantes prisioneros y se volvió sin que la gente que salió de Fraga en su persecución pudiera alcanzarle. Tomaron también los catalanes la villa de Orta, que estaba fortificada, sin que los nuestros pudiesen socorrerla. Hubo reposo en aquella frontera mientras duró el bloqueo de Tarragona; pero forzado La Motte á levantarlo y falto de dinero para pagar sus tropas, se acercó de nuevo á Tamarit de Litera, y entrando en ella como amigo, la saqueó luego horriblemente. Algo pudiera remediar de este daño D. Francisco de Toralto y Aragón, luego Marqués de este tÃtulo, que mandaba un trozo de cerca de cinco mil hombres en la ribera del Cinca; pero no quiso, para castigar á los de Litera de haber recibido como amigos á los franceses. Lo que hizo para vengar el insulto fué enviar uno de sus capitanes á que tomase la villa de Almenara, donde tenÃan guarnición los enemigos; mas no pudo conseguirlo, aunque lo intentó por dos veces. Tan tibiamente corrÃan las cosas cuando el D. Pedro de Aragón, marqués de Pobar, vino á Aragón á formar el ejército destinado al socorro de Tarragona. Costóle mucho trabajo ordenarlo, y al fin, apretándole la Corte para que marchase, con seis mil infantes y mil doscientos caballos que tenÃa reunidos, pasó los confines de Aragón y entró en Cataluña. Dejamos mandando por muerte del de Buttera las tropas de Tarragona al marqués de la Hinojosa, más conocido por este tÃtulo, que tenÃa de su esposa, que por el conde de Aguilar y Sr. de Cameros, que era el propio, capitán no vulgar, aunque un tanto corrompido por la vanidad y la envidia, pasiones viles de la época. à pesar del mal estado de sus tropas, no bien se alzó el bloqueo, mientras los generales enemigos se encaminaban al Rosellón y á la frontera aragonesa, salió de Tarragona, tomó á Reus y la Selva, rindió en Alcover un tercio de catalanes, apoderándose de la villa, y se enseñoreó de casi todos los lugares de aquel campo. Alentado con estas ventajas se acercó al Vendrell, donde tenÃan sus almacenes los catalanes, y embistiendo la villa por dos partes, después de cuatro horas de combate la entró sin mucha pérdida. Ganó en seguida á Vallmol; y estando para emprender nuevas conquistas fué acometido sobre la ermita de Villalonga por el general francés La Motte-Hadancourt, que acudió al opósito de sus empresas, y venÃa observándole y espiando la ocasión favorable de acometerle. Hubo un combate sangriento, porque los franceses eran doblados en número que los nuestros; pero al fin fueron rotos con mucha gloria de nuestra parte y pérdida de cuatrocientos hombres en los enemigos. Después de esta victoria se rindieron algunos castillos, nidos funestos de almogávares. Ya en esto el marqués de Pobar con su ejército habÃa pasado el Segre por el lugar de Escarpe, apoderándose de la villa, y encaminándose á Sarroca, rindió el lugar y no el castillo, por carecer de artillerÃa. Con esto y haber tomado el de Aguilar é Hinojosa el castillo de Constantà y el Coll de la Alforja, pasando en aquél á cuchillo á toda la guarnición por no querer darse á partido, y dando éste á las llamas por la obstinación de sus moradores, se pusieron en comunicación los dos ejércitos. Mas, juntos los generales, no tardaron en suscitarse entre ellos grandes contiendas, principalmente sobre la materia de mando, no queriendo ni uno ni otro reconocer superior. Careciendo de órdenes suficientes para resolver el caso, hubo que consultar á Madrid, cuando todo debió estar provisto de antemano, y mientras venÃa la contestación se desaprovecharon las ocasiones de lograr algunas ventajas con aquellos ejércitos, que reunidos y reforzados con la gente que trajo de Rosellón Torrecuso, formaban un grueso considerable. Llegó la resolución de Madrid, y fué tal, que más descompuso que acomodó á los generales; nueva dificultad para las operaciones, viniendo la mayor parte de la culpa del de Hinojosa, pues el marqués de Pobar á todo se prestaba dócilmente. No hubo más medio que sacar de Cataluña á uno de los dos generales, y cierto que no pudo ser peor el modo y la ocasión que se eligió para ello. HabÃan los franceses invadido el Rosellón de nuevo, como arriba indicamos, con más fuerzas que nunca, no bien se retiró Torrecuso. Era tan fácil de prever esto, que no se comprende cómo nuestra Corte pudo ordenar la retirada; pero aún es menos fácil de comprender el modo con que ahora acudió al remedio. Ordenóse al marqués de Pobar que recogiendo hasta dos mil corazas y mil dragones, se encaminase desde Tarragona al Rosellón. La distancia entre estos parajes llega á cincuenta leguas de tierra, todo á la sazón poblado de castillos y pueblos fortificados, con muchas plazas fuertes é innumerables cuadrillas de almogávares y miqueletes, sin contar el ejército enemigo del mando de La Motte-Hodancourt, situado en Montblanch en acecho de las operaciones de los nuestros. Desde luego todos los capitanes experimentados dieron la empresa por imposible, y el marqués de Pobar envió á la Corte para que lo representase á D. MartÃn de Mójica, su Maestre de campo general, proponiendo que se embarcarÃa en Tarragona y harÃa el socorro por mar, como lo hizo Torrecuso; fácil intento, por andar señoras de él nuestras armadas. Mas no se dió oÃdos en la Corte al enviado del de Pobar y fuéle preciso á éste ejecutar el mandato. Púsose en marcha con su caballerÃa, que era el mayor número de corazas, y como tal, doblemente pesada é impropia para hacer tan difÃcil marcha por tierra de enemigos. DebÃa el marqués de Hinojosa proteger el movimiento del de Pobar, amagando hacia el Coll de Cabra á los franceses, para que viniendo sobre él dejasen al otro libre el paso; mas no quiso ó no supo ejecutarlo, ó lo que es muy probable, no logró que los capitanes enemigos, prácticos en la guerra, se separasen de su principal intento. El hecho fué que éstos ocuparon todos los pasos. La Motte-Hodancourt, desde Montblanch, comenzó á picarle la retaguardia. Se levantaron los somatenes en toda la comarca, y los caudillos más osados y prácticos de los almogávares ocuparon con sus gavillas los caminos por donde forzosamente tenÃa que pasar el ejército. AsÃ, desde el primer dÃa de su marcha nuestros soldados no descansaron un momento, siempre hostigados y perseguidos, y lo que es peor, sin vÃveres, ni agua, ni forraje. Todo estaba seco, todo exhausto, todo desierto á su paso, y sólo los alaridos de los almogávares venÃan á recordarles espantosamente que iban caminando por lugares habitados. Dejábanles pasar, sin embargo, tranquilamente sin emplear las armas; pero no era sino con intento de traerlos más adentro, cerrándoles la retirada. Llegaron de esta suerte por el Coll de Balaguer hasta Villafranca del Panadés y Esparraguera, pasando tres leguas distante de Barcelona. Allà ya supieron que el enemigo venÃa sobre ellos por todas partes; que los pasos estaban completamente cerrados y que era imposible de todo punto seguir adelante; y habido consejo de los capitanes, convencido el de Pobar de que habÃa hecho todo lo humanamente posible por obedecer á la Corte y que era delirio pensar en ejecutarlo, ordenó la retirada. Fué ya á deshora. La Motte-Hodancourt se echó con todas sus fuerzas sobre la retaguardia, que gobernaban Frey Vicencio Gamarra y D. Antonio Pellicer. Eran los nuestros quinientos caballos; los contrarios ochocientos y además quinientos mosqueteros catalanes: rompieron los caballos españoles á estos mosqueteros; pero embestidos luego por la caballerÃa enemiga tan superior, sucumbieron, no sin pelear valerosÃsimamente, quedando prisioneros los capitanes y muchos soldados. En seguida, no queriendo aún aventurar el francés un combate general, se puso á seguir á los nuestros sin perderles ya de vista un instante. Apresuraban el paso los españoles; pero más aún lo apresuraban los enemigos, y principalmente los del paÃs, como más prácticos y más hechos á la fatiga. No habÃa infanterÃa con que ir apartando los almogaváres de los caminos, porque los dragones, desmontados, no bastaban para semejante servicio; los caballos, faltos de forraje y sedientos, caÃan aquà y allá muertos ó rendidos, y los jinetes, no más afortunados, apenas podÃan llevar sobre sà el peso de las armas. Hogueras encendidas por los catalanes en lo alto de los montes iban avisando al paÃs que se pusiese en armas, ocultando los vÃveres y las provisiones; y en tanto los franceses no dejaban de distinguirse al lejos un solo punto, amagando la batalla. Al fin, un dÃa que nuestros infelices soldados habÃan corrido veinte horas seguidas sin comer ellos ni los caballos, vagando de acá para allá, y hallándose al fin en el punto de donde salieron, que era el lugar de Granata, media legua de Villafranca, engañados por sus guÃas y sin acertar con el camino, hallando algunas provisiones, hicieron alto un momento para cobrar fuerzas y seguir la marcha. Mas no le dieron tiempo los contrarios: en el mismo punto cayeron sobre ellos franceses y almogávares en muchedumbre, y hallándoles desmontados á los más y á todos desfallecidos, sin cruzar la espada ni hallar la menor resistencia, hicieron á generales y soldados prisioneros, sin escapar alguno[19]. [19] FELÃU DE LA PEÑA: _Anales de Cataluña_. Causó tal desastre en Madrid horrendo espanto; culpábase al General, pero no era sino el Conde-Duque quien tenÃa la culpa de todo, por la elección que en él hizo y más aún por su absurdo mandato. Era el D. Pedro de Aragón, marqués de Pobar, poco capitán, como tan inexperto en tal ejercicio; pero nunca desmintió en sus intenciones lo honrado de su cuna, y parece aún respetable en su desdicha. Malogrado con este suceso el socorro del Rosellón, no tardaron en venir de allà mayores desastres, perdiéndose para siempre toda la provincia. Un ejército francés, compuesto de más de veinticinco mil hombres, mandado por los Mariscales de Schomberg y de la Meillerai, sitió sucesivamente á Colliure, á Perpiñán y Salsas, que eran las plazas que defendÃan la provincia, viniendo el mismo cardenal Richelieu con el rey Luis á los campamentos para dar mayor estÃmulo á los soldados. Colliure, donde estaba el de Mortara, se defendió valerosamente. La guarnición peleó varias veces con los franceses fuera de los muros, y en una de ellas entró uno de los cuarteles, y tomó y clavó seis piezas de artillerÃa, haciendo gran destrozo en los enemigos. Logró éste al fin ocupar la plaza; pero el castillo, que era lo principal, quedó por los nuestros, hasta que luego, falto de agua á causa de haber destruÃdo las bombas la cisterna, se rindió bajo honrosas condiciones, saliendo el marqués de Mortara con sus soldados para FuenterrabÃa. Perpiñán tuvo también que rendirse al cabo de tres meses de trinchera abierta y más de estrecho bloqueo, por falta de bastimentos, no sin consumir antes la guarnición todos los animales que se hallaron en la plaza, el pergamino, la lana y hasta algunos cadáveres, quedando reducida de tres mil hombres de que contaba á solos quinientos. Portóse como quien era el marqués de Flores Dávila, que allà mandaba, y bajo su mando, D. Antonio Caballero de Illescas comenzó á acreditarse de capitán esforzado. Perdióse con la plaza el mejor arsenal que entonces hubiera en España, tan falta de pertrechos y armas, pasando de veinte mil las de fuego que allà se contaban. Poco después entregó á Salsas sin mucha espera su gobernador D. Benito de Quiroga, pretextando falta de recursos. Tras esto se dieron todas las demás villas y lugares, y el Rosellón quedó hecho provincia francesa. Mientras esto pasaba del lado allá del Pirineo, fueron muy varios del lado acá los accidentes de la guerra, y si no tan desdichados, no tampoco muy favorables. Peleóse heroicamente en Tortosa, porque habiendo intentado apoderarse de esta plaza importantÃsima el mariscal de La Motte-Hodancourt, después de la destrucción del ejército del marqués de Pobar, fué derrotado, en tres asaltos consecutivos que dió, por su gobernador Bartolomé de Medina, asistiendo hasta las mujeres á las murallas: tanto era por España el amor de los moradores. Buen desengaño llevó también el francés en la villa de Tamarit de Litera; pues escarmentados los moradores con el saqueo horrible que ejecutó en ellos cuando como amigo lo recibieron en la villa, defendieron esta vez la entrada con tal esfuerzo, que no la logró sino á costa de muchas vidas, y aun asà no pudo rendir á algunos de ellos que se encerraron en la torre: en cambio se apoderó de Monzón, defendida por D. MartÃn de Azlor, por falta de vÃveres, amenazando las provincias aragonesas. Al propio tiempo D. Vicente de Aragón, enviado á la Conca de Tremp para promover algún favorable levantamiento entre los vasallos de su casa, tuvo que retirarse sin fruto alguno. Mil caballos franceses llegaron hasta dar vista á Vinaroz y llenaron de terror toda la comarca hasta Valencia; y el mismo La Motte-Hodancourt hizo una correrÃa por el condado de Ribagorza con casi todo su ejército, aunque fué resistido de tal manera por los paisanos aragoneses, que tuvo que tornarse sin botÃn y con pérdida. También los navÃos españoles de la escuadra de Dunquerque, que al mando del Almirante Feijóo estaban en las costas de Vinaroz desde que se deshizo la gran armada que hubo el año antes, pelearon con un trozo de armada francesa, y echaron á pique algunos buques y maltrataron otros después de diez horas de combate; pero acudiendo el resto de los bajeles enemigos, que eran muchos, tuvieron los nuestros que recogerse al puerto, y quedaron dueños del mar los franceses. Por tierra no habÃa otro ejército que oponerles sino el del marqués de la Hinojosa, encerrado de nuevo en Tarragona y su campo; y aunque no dejaba su General de molestar á los enemigos con frecuentes algaradas y escaramuzas, todavÃa eran éstas insuficientes para traer alguna ventaja importante. En una de tales algaradas destrozaron los nuestros mil quinientos franceses y catalanes, degollando mucha parte, haciendo muchos prisioneros y tomando una gruesa cantidad de dinero que iban escoltando. Descubrióse por aquellos dÃas en Tarragona una conspiración urdida por los frailes carmelitas descalzos para entregar la plaza al enemigo, los cuales se defendieron hasta morir los más en sus celdas cuando se les quiso prender. Pero ya en esto los franceses y catalanes, triunfantes en el Rosellón y en Cataluña, amenazaban por toda la frontera penetrar en el corazón de la MonarquÃa. Clamaban los leales aragoneses, clamaban los valencianos, clamaba el mismo pueblo de Madrid porque el Rey saliese al opósito de los enemigos; sabÃase que sólo alrededor de su persona podÃan ya juntarse ejércitos tan numerosos como se necesitaban; sabÃase que sólo su presencia era capaz de infundir respeto en los rebeldes y de alentar á los leales; tenÃanse, en fin, las mayores esperanzas en aquella jornada, pedida, solicitada por todos desde el primer grito de rebelión que hubo en Cataluña, y ahora por la Reina misma y los principales señores de la Corte. Sólo el Conde-Duque se oponÃa á ella, temiendo que viendo de cerca las cosas sospechase el Rey su ineptitud para el mando, y que con el trato de los generales y las libertades que ofrece la campaña, tomase afición á otras personas que él, ó despertase de su ceguedad y letargo. Pero no pudiendo resistir al clamor de tantos, dispuso en fin la jornada; que para ser como el Conde-Duque hizo que fuera, más valÃa que no se hubiese ejecutado. Convocóse de nuevo á todos los caballeros, hijosdalgos y nobles á fuero de España para que saliesen con el Rey al ejército, ordenando que los hijosdalgos llamados de privilegio que no asistiesen lo perdieran por su vida, que los dichos de sangre no pudiesen gozar en ningún lugar del reino oficio de tales ni tener hábitos en las órdenes, y que en los libros de cabildo y Ayuntamiento se apuntasen los nombres de los que habÃan cumplido con su obligación y de los que habÃan faltado á ella para que en todo tiempo constase. Mandóse al propio tiempo que no se diese licencia á los soldados, que se castigase severamente á los que huyesen de sus compañÃas para sentar plaza de nuevo, y que se registrasen todas las armas ofensivas y defensivas que poseyesen los moradores, asà naturales como extranjeros, so grandes penas, sin duda con el fin de tomarlas para los ejércitos si hiciesen falta. Por último, se hicieron tales levas y enganches y requisas, que en Madrid, particularmente, no hubo en muchos dÃas quien desempeñase ciertos oficios, ni quedó caballo en coche ó caballeriza. Todo era menester y ojalá que con más rigor se hubiese celado el cumplimiento de las órdenes. Pero faltaba dinero para todo, y el Rey tuvo que rogar á los Grandes que hiciese cada uno un donativo para los gastos, según el patriotismo y riqueza de cada cual, por cuyo medio se juntó algún tesoro. Señalóse entre todos los Grandes el almirante de Castilla, EnrÃquez de Cabrera, el mismo que ganó la victoria de FuenterrabÃa, olvidado del Conde-Duque por sus grandes merecimientos, el cual rogó al Rey que le diese permiso para enajenar su mayorazgo y destinar todo el producto al servicio de la patria. No se le dió; de suerte que no pasó de generoso el ofrecimiento del Almirante, que con esto añadió un tÃtulo más á los muchos de patriotismo y de gloria que ya llevaba sobre su persona y nombre. Luego el Rey, con el dinero y gente reunidos, comenzó su jornada: salió de Madrid, llegó á Aranjuez, y no sin detenerse algunos dÃas en aquellas delicias, pasó á Cuenca, donde también gastó mucho tiempo en placeres y festejos con que el Conde-Duque procuraba todavÃa deslumbrarle. Por fin, después de detenerse aún bastante en Molina de Aragón, llegó á Zaragoza. Al propio tiempo, aunque muchos tÃtulos y Grandes, ó tibios patricios, ó sobrado airados contra el Conde-Duque, dejaron de concurrir á la jornada, con sus gentes se formó en el Ebro el nuevo ejército de hasta diez y ocho mil infantes y seis mil caballos, número grande después de tantos desastres, con veintidós piezas de artillerÃa sacadas del castillo de la AljaferÃa, donde estaban para tener en respeto á la ciudad desde el tiempo de Felipe II, y algunas otras que quedaban en los tercios. Llamóse para que mandase todas estas fuerzas al marqués de Leganés, que estaba de gobernador en Valencia; porque aunque muchos, recordando sus campañas de Italia, murmuraban que no convenÃa, amábale el Conde-Duque sobremanera, y esa era entonces razón que se preferÃa á todo. Por Maestre de campo general de aquel ejército fué Torrecuso, que era acaso más capaz que el de Leganés para mandarlo. Hubo esperanzas de que podrÃa hacerse una campaña ventajosa. à la par que el ejército, habÃase equipado en Cádiz una armada compuesta de treinta y tres navÃos de guerra, seis de fuego y cuarenta buques menores con nueve mil hombres de tripulación, la cual, reuniéndose con las galeras y los navÃos de Dunquerque y Nápoles, que eran veinte, se presentó poderosÃsima en las costas de Cataluña á echar de ellas á los franceses y dar calor á las operaciones de tierra, mandada por el duque de Ciudad Real, separado ya del mando el duque de Fernandina, y aun alejado de la corte y preso el genovés JuanetÃn Doria por los enemigos á causa de haber naufragado en sus costas: de esta suerte, tanto por mar como por tierra nos hallamos iguales ó mayores en poder á los catalanes y franceses coaligados. Pero no quiso Dios, ó no permitieron las más veces los desaciertos del Conde-Duque que las imaginadas esperanzas se realizasen. El Rey no pasó de Zaragoza, preso casi en sus aposentos por el Conde-Duque, y no se mostró una vez siquiera al ejército, con vergüenza de la Corona y mengua de la persona del Rey, públicamente motejado de cobarde. Allà se entretenÃa Felipe en ver jugar á la pelota y en pasear en el rÃo, mientras por mar y por tierra se jugaba á los trances inciertos de la guerra la suerte de la MonarquÃa. Algo mejor se conducÃa que él la reina Isabel, que durante su ausencia habÃa quedado de gobernadora en Madrid. RecorrÃa los cuarteles; animaba á los soldados que iban á salir á campaña; vigilaba y apresuraba la organización de los tercios y compañÃas que se hacÃan en Madrid para el refuerzo de Cataluña, y buscaba dinero á toda costa. Entonces fué cuando D. Manuel Cortizos de Villasante, rico negociante de Madrid, á quien la Reina fué en persona á pedirle dinero sobre sus joyas, se negó hidalgamente á recibirlas, y sin alguna garantÃa la entregó hasta ochocientos mil escudos para que los enviase al ejército, que era entregarlos para no obtener más el cobro; acción loable y que honró tanto al vasallo como á la Reina. Era el intento partir en dos trozos el ejército de Cataluña, el uno compuesto de las tropas que defendieron á Colliure, traÃdas por Mortara, y otras al mando de Torrecuso; y el otro trozo al del Capitán general marqués de Leganés, el cual debÃa bloquear á Lérida, mientras aquéllos iban al socorro del Rosellón. Pero sabida la rendición de Perpiñán y Salsas y la pérdida de toda la provincia, se puso toda la atención en Lérida. Salió el de Leganés propuesto á sitiarla con el ejército entero: ganó el lugar de Aytona; pasó el Segre y fué á sentar su campo delante de Lérida en el llano dicho de las _Horcas_. Halló ya al mariscal de La Motte al amparo de los muros con hasta dos mil infantes y tres mil caballos franceses y catalanes, fortificado en unas alturas que caen poco distantes de la ciudad. No era posible emprender el sitio sin desalojarlo, y por lo mismo no se dilató el ataque, mas fué con poca fortuna. Pecaba el de Leganés de soberbio, y con su experiencia de la guerra despreciaba todo otro consejo y opinión que no fuese la suya, y más que teniendo tan por amigo al Conde-Duque, no reparaba en respeto alguno; por lo cual se condujo de tal suerte con Torrecuso, que al fin tuvo éste que abandonarle, viniéndose á Zaragoza con el Rey. SolÃa decir que renunciarÃa á la conquista de Francia si hubiera de hacerla por los consejos de un italiano. Con esto, mandaba solo el Marqués cuando se empeñó la batalla. Comenzóla Don Rodrigo de Herrera, Comisario general de la caballerÃa, apoderándose con trescientos jinetes de una de las colinas y de una baterÃa puesta en ella por los contrarios; pero acudiendo al refuerzo de éstos nuevas tropas, no tardaron en rechazar á los españoles. Entonces se hizo el combate general en toda la lÃnea del enemigo, atacada vigorosamente por los nuestros, desde las diez de la mañana hasta bien anochecido, pero sin fruto alguno. Los franceses, como inferiores en número, no osaron tomar la ofensiva, y los españoles no supieron aprovecharse de sus fuerzas. Cometiéronse grandes desaciertos: ninguno supo á quién mandar ni á quién obedecer; todo era confusión, todo dar y deshacer órdenes; asà se pasaron las horas, perdimos quinientos hombres muertos y muchos heridos, y llegada la noche se ordenó la retirada. No puede decirse que padeciéramos una derrota, porque tomamos tres cañones al enemigo, que no pudo quitárnoslos, ni osó luego perseguirnos, y porque el enemigo estaba fortificado y en lugar eminente; pero siempre fué desventaja notable el haber de renunciar al propósito de tomar á Lérida. Ni fué esto lo peor; sino que el ejército, metido de nuevo en sus cuarteles, se fué lentamente disipando; de suerte que al comenzar la siguiente campaña, de aquellos veinticuatro mil hombres apenas cinco mil quedaron en armas. Acusóse también por ello al de Leganés, diciendo unos que no sabÃa mantener en los soldados la disciplina, y otros, menos piadosos aún, que los afligÃa con hambre continua, á fin de saciar á su costa la codicia desordenada que en él se habÃa despertado. Pasión indigna de su valor, que sin duda lo tenÃa Leganés. También fué reprensible la vanidad con que se dió por vencedor de la batalla de Lérida, logrando engañar al principio al Rey; pero no tardó en venir el desengaño; y reunidas todas sus culpas, á pesar del parentesco y amistad del Conde-Duque, fué separado del mando y confinado á Ocaña, donde comenzó á formársele proceso por su conducta. Enseguida, avergonzado del espectáculo que estaba allà ofreciendo, se volvió el Rey á Madrid. Y entretanto la escuadra española, al mando del duque de Ciudad Real, queriendo ir al socorro del Rosellón, habÃa pasado por delante de Barcelona, donde estaba M. de Brezé con la francesa, compuesta de cincuenta y nueve bajeles y veinte galeras, por habérsele incorporado la que mandó el Arzobispo de Burdeos, igual en poder á la nuestra. Salió Brezé del puerto, formó sus bajeles en lÃnea y se empeñó un combate que duró todo el dÃa, sin que la victoria se decidiese por alguna de las partes: al dÃa siguiente volvieron á encontrarse también sin ventaja, quemándose y perdiéndose algunos bajeles, y quedando tan maltratadas ambas, que ni los españoles pudieron llegar al Rosellón, volviéndose á las Baleares, ni pudieron los franceses en mucho tiempo salir de Barcelona. Después de esta batalla, ni por mar ni por tierra volvió á emprenderse nada en mucho tiempo. El conde de Monterrey, con D. Juan de Garay por Maestre de campo general, acabó de reunir en tanto su ejército en la frontera portuguesa. Pero como ni el estruendo de las armas pudiera hacerle olvidar sus comedias y lascivias, las operaciones de aquel General fueron muy lentas. Envió partidas ó escuadrones que hiciesen correrÃas desde Mérida y Badajoz, donde tenÃa acuarteladas sus tropas, á Olivenza y Elvas, haciendo algunos daños, sin que los enemigos, faltos al principio de toda ordenanza y disciplina, osasen oponerse á campo raso. Mas su principal ocupación fué mover tratos en las plazas para que las entregasen los moradores. Adelantólos en Olivenza, y aún se creyó que llegarÃa á rendirse la plaza, para lo cual fué á presentarse delante de sus muros D. Juan de Garay con un buen trozo de gente; pero llegando más tarde de lo convenido, descubrióse en tanto la trama y se frustró. Entonces el de Monterrey en venganza hizo quemar y talar todos aquellos confines y campañas, robándolo y abrasándolo todo, y los portugueses en cambio entraron en Galicia en número de más de seis mil hombres para arrasar el paÃs. Salió á ellos D. Benito de Abraldes con poca gente, los detuvo y dió tiempo á que, llegando tropas de refuerzo, los pusiesen en fuga, persiguiéndolos hasta muy adentro de sus tierras. Intentó de nuevo el conde de Monterrey tomar á Olivenza de rebato, encomendándose la facción á D. José de Pulgar, hombre poco afortunado, el cual llegó de noche delante de los muros, y errando el petardo con que pensaba forzar la puerta, fué sentido y derrotado con pérdida de doscientos hombres. No se tardó en acometer de nuevo á Olivenza, pero no con más fortuna, y en el Ãnterin los portugueses rindieron y saquearon á Valverde, valentÃsimamente defendida por D. Juan de Tarrasa, y entrando más adentro en la sierra, se apoderaron del lugar de Seijas con su castillo, bastante bien guarnecido. Hubo también no lejos de Olivenza un choque entre D. Juan de Garay y Antonio Gallo, portugués, en el cual uno y otro se atribuyeron jactanciosamente la victoria, y el Prior de Navarra, que mandaba en Galicia, obligó á retirarse á un Cuerpo muy numeroso de portugueses, que al mando de D. Manuel Téllez de Meneses y Don Diego de Pereira, entró á correr aquella provincia, sosteniendo algunos choques parciales con ellos en que hubo pocas pérdidas de ambas partes. Estos fueron los hechos más brillantes de aquella guerra, reduciéndose todo lo demás á feroces correrÃas donde unos y otros quemaban sin piedad los pueblos, talaban los campos y degollaban á los habitantes con el mayor encarnizamiento. Los capitanes de uno y otro bando dejaban casi siempre á los contrarios hacer impunemente tales correrÃas, ó si acudÃan al reparo, era por lo común sobrado tarde. Al fin nuestra Corte, que era quien perdÃa con aquella inacción, porque en el Ãnterin los portugueses se fortificaban más y más, recibiendo tropas y auxilios de las naciones extranjeras y organizando su gobierno y ejércitos, determinó separar del mando de las armas al conde de Monterrey, y en su lugar envió al de Santisteban, que no mucho más experimentado y con tan insignificante fuerza como componÃa aquel ejército, no alcanzó tampoco ventaja. De nada sirvió la asistencia y práctica de D. Juan de Garay. El cardenal SpÃnola, que fué á Galicia á juntarse con el Prior de Navarra, no hizo tampoco más que él, ni el duque de Alba, que estaba á la parte de Ciudad Rodrigo, logró ejecutar cosa digna de su nombre. Todo se volvÃa cambiar de caudillos en aquella frontera; todo repartir trozos é imaginar acometimientos; pero la verdad era que no se hacÃa nada de provecho, ni eran las fuerzas tampoco para que se hiciese. Por este tiempo ya todas las posesiones portuguesas en América, Ãfrica y Asia habÃan reconocido por Rey al duque de Braganza. Gobernadas por portugueses, y no habiendo en ellas más que tropas portuguesas que las defendieran, unas primero, otras después, se fueron alzando contra España sin resistencia alguna: Ormuz, Goa, Pernambuco, el Brasil, tan azotado de los holandeses, Angola y las Islas Terceras: sólo Ceuta quedó en nuestro poder por lealtad del Gobernador el marqués de Torresvedras al Rey de España. Pudo decirse que sólo por mar nos sonrió la fortuna contra portugueses, porque habiendo encontrado el duque de Ciudad Real con la armada de España á una holandesa que habÃa venido en ayuda de ellos, la derrotó, echándola algunos navÃos á pique y obligándola á refugiarse en sus puertos: fué este combate á la vista del Cabo de San Vicente. Italia era teatro al propio tiempo de nuevos contratiempos. HabÃa reemplazado al marqués de Leganés en el gobierno de Milán el conde de Siruela, D. Juan Velasco de la Cueva, otro de los privados del Conde-Duque, al cual, ya que no tuviese grandes méritos, no le faltaba alguna sagacidad y prudencia; mas quiso la suerte que desde el primer dÃa se continuase la mala inteligencia con el prÃncipe Tomás de Saboya, no habiendo cosa al fin en que los españoles y el saboyano estuviesen de acuerdo. Sitió el conde de Harcourt á Montcalvo y la tomó, y en seguida se puso sobre Ivrea. Defendiéronse valientemente los sitiados, rechazando en varios asaltos á los franceses, y en tanto el prÃncipe Tomás y el conde de Siruela acudieron á levantar el cerco. Hubo un choque empeñado entre los sitiadores y las tropas del prÃncipe Tomás, mas sin efecto alguno, y negándose Siruela á comprometer una batalla general, discurrieron los aliados para llamar la atención del enemigo ponerse delante de Chivas. No se les malogró el intento; porque apenas lo supo Harcourt, alzándose de sobre Ivrea vino al punto al socorro, y los nuestros, que no pretendÃan otra cosa, se retiraron sin que el enemigo pudiese obligarlos á venir á la batalla. En seguida rindió Harcourt el castillo y villa de Ceba y la plaza de Mondovi, y luego se puso sobre Coni, plazas de las más importantes del territorio, y á pesar de los esfuerzos de nuestros generales, la tomó á los cuarenta y seis dÃas de trinchera abierta, mientras los españoles sitiaban á Montcalvo. Acudió el francés al socorro de esta última plaza y no pudo conseguirlo, con que tuvo que rendirse á nuestras armas; mas poco después, falto el de Siruela de soldados, sacó la guarnición y demolió las fortificaciones. Al propio tiempo el prÃncipe Tomás, que quiso sorprender á Querasco, fué rechazado con alguna pérdida. Con esto terminó la campaña de 1641 por aquella parte, quedando más enconados que nunca el conde de Siruela y los prÃncipes de Saboya. Enviaron éstos á Madrid Embajadores á quejarse al Rey de la conducta de los Ministros españoles, y hubo varias conferencias y tratos; pero en el Ãnterin se compusieron Ãmpesada y cautelosamente con la Corte de Francia y la regente de Saboya y volvieron contra nosotros sus armas. Dió esto ocasión sobrada para que se sospechase que algunas de sus quejas contra los españoles y sus Embajadas, tenÃan por objeto ocultar el intento de la defección, y hacerla más dañosa. La verdad era, que muerto el conde de Soissons, en la batalla de Sedán, la princesa de Cariñán, su hermana, mujer del prÃncipe Tomás, que estaba á la sazón en Madrid, tenÃa á sus bienes pretensiones, las cuales no parecÃa que pudieran hacerse valer sin reconciliarse con los franceses. Además, tanto Tomás como su hermano Mauricio, viendo claramente perdida la grandeza de España, más querÃan ser ingratos que vÃctimas. De todos modos, el suceso no pudo sernos más funesto. Estuvo oculto el Tratado bastante tiempo para que los prÃncipes de Saboya pudiesen ir sacando astutamente las guarniciones españolas de la mayor parte de las plazas, y con efecto lo consiguieron, no sospechándose aún su deslealtad, y cuando fué pública, reunido el prÃncipe Tomás con los generales franceses, tomaron á Niza de la Palla, Verrua, Crecentino y Tortona, valerosÃsimamente defendida esta última plaza de los nuestros, primero en el recinto de ella, luego en el castillo. Era tan importante, que el conde de Siruela no quiso dejarla perdida, y como vió que los franceses y saboyanos se habÃan retirado del sitio, llegó allà con sus tropas, hizo reparar las lÃneas de circunvalación, y se fortificó en ella. Acudieron al socorro el prÃncipe Tomás y el conde Du Plessis que entonces gobernaba á los franceses; mas vieron tan bien dispuestos nuestros cuarteles, que no osaron acometerlos, y la plaza se rindió á los cuatro meses de sitio. Dejó asà con honra el de Siruela el mando, que desde Flandes vino á recoger el marqués de Velada D. Antonio Sánchez de Ãvila, tornándose á España. Ni fué la defección de los saboyanos la única que padeciésemos entonces en Italia. Desde el tiempo de Carlos V tenÃan los españoles guarnición en Mónaco, cabeza del Principado de este nombre, y puerto, aunque pequeño, esencialÃsimo para la navegación de España á Italia y para el socorro de aquellos Estados, mucho más habiéndose dejado perder el de Final, que con este objeto tomó el gran conde de Fuentes. Era ahora prÃncipe de Mónaco D. Honorato Grimaldi, prÃncipe de Carpiñano, ricamente heredado en Nápoles y Milán, y hasta entonces leal vasallo de España; y viendo tan decaÃdas las cosas de España, abrió las puertas de la ciudad á los franceses. Los soldados españoles del presidio, aunque sorprendidos con aquella traición impensada, y sueltos y desarmados, no dejaron de defenderse por eso, muriendo muchos antes de abandonar la plaza, entre otros el capitán Esporrin, natural de Jaca, que los mandaba, peleando gloriosamente por su persona; mas al fin tuvieron que ceder. Pérdida también muy sensible y de mucha consecuencia para en adelante. VolvÃanse en esto todos los ojos y todas las esperanzas de España á Flandes. Allà era donde estaban recogidas las reliquias de los temibles tercios de Carlos V y de Felipe II; allà donde se conservaba la antigua escuela militar, el antiguo estÃmulo y hasta la antigua gloria; y allÃ, por último, estaba el hombre de más mérito que quedase en la MonarquÃa: el Cardenal Infante. Formóse aquel ejército con los mejores tercios españoles que pasaron de Italia al mando del duque de Alba casi ochenta años antes, y habÃase luego repuesto con la gente vieja de Nápoles, Sicilia y LombardÃa, y con los tercios que trajo el Infante cuando vino á los Estados y vencieron en Nortlinghen. Durante tan largo espacio de años mantúvose peleando y venciendo casi siempre en batalla, muriendo hoy uno, luego otro al filo de la espada, todos los capitanes y soldados, y rellenándolos lenta y perezosamente tal ó cual aventurero impaciente, tal otro perseguido en la Patria por pendenciero y retador, muchos sedientos de gloria, y no pocos sin familia ni hogar, ganosos de fortuna. Conforme iban llegando de España los bisoños, recogÃanles los antiguos cabos, adiestrábanles y les enseñaban los severos principios de aquella milicia, y asà todos se hacÃan unos á poco tiempo, y parecÃan los tercios de ahora los mismos que vencieron en Mulberg y en PavÃa. Ni era su general indigno de los de aquella época de gloria, ni sus capitanes, el conde de la Fontaine, el duque de Alburquerque y otros desmerecÃan de los primeros. Aguardábase por lo mismo en España que con poderosas diversiones por aquella parte se llamase de tal modo la atención de los franceses, que no pudieran acudir con fuerzas muy grandes á Cataluña y á Portugal é Italia. Y cierto que á los principios bien pudieron dar aliento á tales esperanzas, porque fueron muy gloriosos. Mas aconteció lo que entonces acontecÃa ya en todo, que al paso que los extranjeros reparaban fácilmente sus pérdidas, nosotros no podÃamos sobrellevar las nuestras, porque nuestros grandes capitanes no hallaban sucesores ni reemplazo los valientes soldados: asà todo lo ganado á mucha pena en largo tiempo y con grandes triunfos, perdÃase de un golpe en una sola derrota. No habÃa, como solÃa suceder, recursos ni dinero para comenzar nuevas campañas después de aquélla que concluyó con la toma de Arras por los franceses. La gente estaba desnuda y falta de todo; mas el Cardenal Infante, con su buen gobierno, logró recoger subsidios de los pueblos, y hubo capitanes, como el duque de Alburquerque, que con patriótico desprendimiento vistieron á su costa los tercios y sacrificaron la propia hacienda para mantener la campaña. Comenzáronla los enemigos coaligados sitiando el mariscal de la Meillerie la importante plaza de Ayre, y el de Orange la de Genep. El conde de la Fontaine, Maestre de campo general, con un trozo de españoles se opuso á este último; pero no pudo salvar á Genep, y Ayre se rindió también, aunque después de defenderse valerosÃsimamente. En esta ocasión dió una muestra insigne de sus talentos militares el Cardenal Infante. No teniendo reunido bastante ejército para el socorro, se estuvo apostado en las inmediaciones mientras duró el asedio, esperando refuerzos, y llegando tarde con ellos el barón de Lamboy, no pudo impedir la rendición de la plaza. Los enemigos antes de alzarse de su campo fortificado quisieron, naturalmente, dejar aprovisionada la plaza, y para eso enviaron por un gran convoy; mas el Cardenal Infante maniobró de suerte que se puso entre el campo francés y el convoy, tomando por asalto la importante villa de Liliers y enseñoreándose de todo el paÃs. Entonces los franceses se vieron forzados á dejar sus lÃneas separándose como media legua para salvar el convoy, y el Infante, que no deseaba otra cosa, se metió rápidamente en ellas, sin que pudiesen ya estorbárselo. AllÃ, fortificado en los mismos reductos y baterÃas de los franceses, que no habÃan tenido tiempo de deshacerlos todavÃa, sitió de nuevo la plaza, la cual, no provista de municiones ni bastimentos, tuvo que rendirse. En vano los enemigos, burlados tan extrañamente y reforzados con numerosas tropas que trajo el mariscal de Brezé al de la Meillerie, intentaron forzar las lÃneas que ocupaba el Cardenal Infante; habÃanlas ellos tan cuidadosamente fortificado antes, que ahora á su abrigo fueron invulnerables los nuestros. Pero esta fué la única hazaña del Cardenal Infante; ni siquiera tuvo la satisfacción de ver rendida la plaza tan hábilmente ganada. Su salud, ya decadente con tantas fatigas y trabajos, acabó de llevar el último golpe con unas malignas tercianas que le acometieron en el campamento, y tuvo que dejarlo y retirarse á Bruselas, donde murió á poco tiempo de padecer penoso, llorado del ejército y del paÃs por sus buenas cualidades, y muy sentido en España, aunque no tanto como merecÃa lo grande de la pérdida. Su cadáver vino al Escorial, donde reposa entre sus antepasados. Desde la muerte de Ambrosio de SpÃnola no habÃa habido otra tan irreparable y tan dolorosa. Hábil polÃtico y capitán valiente y diestro, tenÃa también el Cardenal Infante muy alto patriotismo y una abnegación y dignidad que comenzaban á echarse harto de menos en la corrompida Corte de España. AsÃ, cuando se habla de las desdichas de estos años fatales, es imposible dejar de contar entre las mayores su muerte. Ella fué también anuncio y preludio de otras que remataron nuestra ruina. Sucedió en el Gobierno una Junta compuesta de D. Francisco de Mello, conde de Azumar, del marqués de Velada, del conde de la Fontaine, D. Andrés Cantelmo, que eran los primeros jefes de las armas, y el Arzobispo de Malinas, hasta que sabido el suceso en nuestra Corte se nombró por Gobernador único de los Estados mientras iba persona real que lo reemplazase, al de Azumar, D. Francisco de Mello. Era este de noble familia portuguesa, y acaso de las honradas de aquel reino; mas no debÃa andar sobrado de fortuna, y muy joven aún, se vino á la corte de España para obtenerla. Aquà contrajo amistad muy estrecha con Olivares, y cuando murió Felipe III, no bien comenzada la privanza de aquel Ministro, fué ya nombrado Gentilhombre del Rey. Mantúvose por acá muchos años sin obtener empleo, hasta que por los de 1639 fué enviado al virreinato de Sicilia, cargo harto mayor que sus servicios y merecimientos. Sobrevino allà á poco la rebelión de Portugal, y Mello permaneció fiel á España, y tantas fueron las demostraciones de su lealtad, que al tiempo mismo en que los demás portugueses, por bien reputados que estuviesen, eran cuidadosamente vigilados, cuando no perseguidos, él recibió el mando de la Alsacia, y el cargo de plenipotenciario en Alemania. De estos empleos, sin experiencia alguna de ejércitos, fué traÃdo por el favor solo del Conde-Duque al difÃcil gobierno de los de Flandes. Fueron los principios de este General tan prósperos, como desdichados los fines. Tomó el mando del ejército delante de Ayre, y en sus manos se rindió la plaza. Para divertirlo de aquel asedio entró aún la Meillerie por Arras; apoderóse de Lens y Villeta, villa de poca defensa; pasó á la Bassée, puesto importantÃsimo para cubrir el paÃs de Lila, que á la sazón se estaba fortificando, y por no hallarse acabadas las fortificaciones no se habÃa plantado en ella la artillerÃa; asà la tomó en pocos dÃas, con que corrió todo el paÃs. Adelantóse hasta Lila, y acometió dos veces los Burgos, de donde fué rechazado por hallarse allà ya tres mil infantes, con dos mil caballos que habÃan salido de las lÃneas de Ayre. Entonces M. de la Meillerie escribió al magistrado pidiendo neutralidad; pero los ciudadanos se mostraron muy fieles, con lo cual se retiró de allà y acometió á Armentieres, desde donde, si la tomaba, podÃa cortar los vÃveres al sitio de Ayre, y penetrar en el paÃs hasta Brujas: fué también rechazado. Volvió á dar vista á Lila, y luego se retiró quemando y destruyendo todo aquel paÃs hermosÃsimo. No pudo sufrir más el de Azumar, y adelantó un Cuerpo de doce mil hombres para salir al apósito. El enemigo fué á sitiar á Bapaume, y en su seguimiento fué Mello esperando alguna buena ocasión para romperle. Entre tanto Ayre pidió capitulación, y con esto terminó la campaña. En la siguiente, que comenzó muy temprano, Mello envió al conde de la Fontaine delante de Lens y la tomó, y después recobró también á la Bassée. Vinieron al socorro de esta plaza los mariscales d'Harcourt y de Grammont, que mandaban ahora las tropas francesas; mas no pudieron lograr su objeto, y permanecieron acampados y fortificados á orillas del rÃo Escalda junto á Honnecourt, en paraje y manera que parecÃa inexpugnable. El Escalda los espaldaba, y extendiéndose por uno de sus costados, daba lugar á que este fuese defendido por un bajel anclado; el otro costado estaba apoyado en un bosque; el frente lo defendÃan tres buenos baluartes y una trinchera y foso que saliendo del rÃo con media pica de ancho, volvÃa á entrar en él, dejando encerrado en su arco el campo francés. Supo D. Francisco de Mello maniobrar entonces diestramente; envió hacia Hesdin un destacamento de tropas; con lo cual Harcourt, para precaver algún golpe de mano, salió de las fortificaciones con mucha parte de sus fuerzas, dejando dentro al conde de Guiche, conocido por el mariscal Grammont, con el resto, que serÃan hasta doce mil hombres. Luego al punto embistió las lÃneas enemigas con veinte mil soldados. El duque de Alburquerque tomó con su tercio los baluartes y la artillerÃa, á pesar de una resistencia desesperada, y el marqués de Velada, que mandaba la caballerÃa nuestra, deshizo al salir de las lÃneas la de los contrarios; con que después de seis horas de combate fueron estos derrotados dentro de las fortificaciones que juzgaban inexpugnables, y puestos en total fuga y dispersión, dejando en el campo dos mil quinientos muertos, tres mil prisioneros, toda la artillerÃa y bagaje, la caja militar que tenÃa cien mil escudos, y todas las banderas y estandartes, entre otros el llamado de San Remigio, que era el blanco y no se habÃa perdido nunca, y la bandera de la coronelia del DelfÃn, las cuales fueron colgadas en los templos de España. Grammont huyó seguido de muy pocos, y no paró hasta QuintÃn. Fué gloriosÃsima esta batalla, y más porque siendo tanto el estrago de los enemigos, no pasó nuestra pérdida de doscientos muertos y pocos heridos; pero no tan fecunda como debÃa esperarse, porque en todo el resto de la campaña no se hizo otra cosa que vagar por uno y otro lado y hacer algunas incursiones por el territorio enemigo, fatigándose y disminuyéndose las tropas con inútiles marchas. Atribuyóse esto á la división que hubo entre los capitanes españoles, que no tenÃan á Mello, falto de autoridad y de antiguos servicios, todo el respeto que debieran. Pretendió acaso remediarlo la Corte enviándole á Mello en recompensa de la victoria de Honnecourt, con tÃtulo de marqués de Tordelaguna, grandeza de España para su casa, y al propio tiempo le instó para que hiciese diversión bastante á sacar á los franceses de Cataluña. Con estas victorias, para la campaña de 1643 se hicieron los mayores preparativos. Juntáronse hasta veinte mil infantes y seis mil caballos, los mejores de Flandes, en los cuales iba casi toda la gente española que habÃa en los Estados. Dividió el de Tordelaguna y Azumar su ejército en dos trozos, y dejando como en reserva el uno de seis mil hombres á Beck, Coronel de alemanes, que desde la humilde condición de cosaco habÃa llegado á aquel punto por sus servicios y virtud militar se adelantó con el otro, donde habÃa hasta diez y ocho mil infantes y sobre dos mil caballos, llevando al conde de la Fontaine por Maestre de campo general, y al duque de Alburquerque, D. Francisco de la Cueva, por General de la caballerÃa, ausente el marqués de Velada para el gobierno de Milán; y entrando en la provincia de Champagne puso cerco á Rocroy. Acababa de ser nombrado por los franceses gobernador de esta provincia el gran prÃncipe de Condé, todavÃa duque de Enghien, joven de veintidós años, muy deseoso de vengar la vergüenza que habÃa hecho recaer sobre su casa la fuga de FuenterrabÃa, y bajo su mando estaban los generales de l'Hopital, de Gassion, de Espanau y de la Ferté Semetièrre, con diez y siete mil infantes y tres mil caballos. No bien supo Condé que el marqués de Tordelaguna, D. Francisco de Mello, sitiaba á Rocroy, se determinó á rechazarle de allà á toda costa, á pesar de que los viejos Mariscales que tenÃa á sus órdenes calificaban de temerario el intento. Eralo sin duda, y á no ser por las grandes faltas que cometieron los nuestros, la ruina del ejército francés hubiera sido completa, como lo fué la de los españoles. Está Rocroy situada en medio de una llanura, rodeada de bosques y pantanos, sin otra puerta ó entrada que un peligroso desfiladero: con sólo guardar éste por algunas compañÃas de soldados, era imposible el paso y el socorro intentado por los enemigos. Pero Tordelaguna, que querÃa la batalla, y que ensoberbecido con sus anteriores ventajas, menospreciaba imprudentemente á los contrarios, les dejó entrar en la llanura pacÃficamente, sin tomar otra precaución que la de ordenar á Beck que viniese en su ayuda con la reserva. No faltó luego quien le aconsejase que fortificase ligeramente su campo; pero Mello tampoco quiso dar oÃdos á consejo tan prudente; antes se salió de él y formó su ejército en batalla. Levantábase un tanto la llanura por la parte de la ciudad que ocupaban los españoles; descendÃa luego suavemente, y volvÃa á levantarse por la parte del desfiladero adonde estaban los franceses. De ellos á nosotros corrÃa uno de tantos bosques como por allà habÃa, el cual, comenzando no lejos de la derecha de los franceses, terminaba á la izquierda de nuestro campo. Mello hizo ocupar este bosque por una manga de mil mosqueteros, y al duque Alburquerque D. Francisco de la Cueva, le dió el mando del ala izquierda que en él se apoyaba con buena parte de la caballerÃa y la infanterÃa italiana y walona; en el centro, y allà donde más se alzaba el terreno por nuestra parte, plantó el grueso de la mejor infanterÃa española, gobernada de aquel conde de la Fontaine, Maestre de campo general, con la artillerÃa; y en el ala derecha se puso él propio con el resto de la caballerÃa, y alguna infanterÃa española y extranjera. El duque de Enghien dió frente á los nuestros á la otra parte alta de la llanura, poniendo al mariscal d'Espenan, aquél que defendió á Salsas, en el centro con el grueso de la infanterÃa francesa y mercenaria; el ala izquierda opuesta á Mello la fió á los mariscales de l'Hopital y de la Ferté: y en el ala derecha contra Alburquerque se colocó él mismo con Gassion, distribuyendo entre las dos alas su numerosa y escogida caballerÃa. à la espalda dejó en reserva, con buen número de tropas, al Barón de Sirot, soldado de mucha nota. Ambos generales ardÃan en deseos de venir á las manos: Mello, sin embargo, aguardaba á que llegase Beck con la reserva para comenzarla, y aun por eso quizás no habÃa cuidado de dejar alguna gente á la espalda en su orden de batalla: mas el de Enghien, advirtiendo el propósito de su enemigo, se apresuró á venir á las manos. DÃa 19 de Mayo, al amanecer, se rompió el fuego: comenzólo Enghien embistiendo poderosamente el bosque donde apoyaba sus escuadrones Alburquerque, que era la llave de nuestra posición; por lo mismo debieron sostenerlo los nuestros hasta el último extremo, pero no se hizo, y después de una sangrienta escaramuza, nuestros mosqueteros fueron de allà desalojados. Entonces Enghien avanzó con toda su ala formada en batalla; pero la espesura del bosque desordenaba su gente, y para evitarlo hubo de acudir á una traza de más efecto que la que imaginó en un principio. Mientras él continuaba avanzando con la primera lÃnea de sus escuadrones á lo largo del bosque, ordenó al mariscal Gassion que recorriese la segunda, y rodeando con ella el bosque mismo, vino á caer por el otro lado sobre los nuestros. Ejecutólo Gassion con notable presteza y arrojo; halló desprevenido al de Alburquerque, que solo atendÃa al ataque de Enghien, y aprovechándose de la sorpresa deshizo en pocos momentos nuestra caballerÃa. En vano Alburquerque acudió ya al reparo peleando bien por su persona: fué herido y obligado á retirarse: con que dejó expuestos á la furia de los caballos enemigos los tercios walones é italianos, que no tardaron en tomar la fuga. Entre tanto los mariscales de l'Hopital y de la Ferté habÃan embestido nuestra izquierda con mucho denuedo; pero saliendo contra ellos D. Francisco de Mello deshizo sus caballos y acuchilló sus infantes, y preso la Ferté y herido l'Hopital, todo se lo llevó por delante en completa derrota. Hasta aquà la batalla estaba igual por ambas partes: los escuadrones que componÃan el centro en uno y otro ejército, no se habÃan embestido todavÃa: de las alas una por cada parte quedaba deshecha. Pero entonces cabalmente se vió la diferencia de talento en los caudillos. Mello con su caballerÃa no pensaba más que en perseguir á los fugitivos juzgando ganada la batalla, cuando tropezó con el escuadrón de la reserva que traÃa Sirot, á cuyo abrigo comenzaron á recogerse las reliquias del ala izquierda enemiga. Trabóse un reñido combate, y entre tanto el de Enghien, sabido el destrozo de su ala, repartió acertadamente su gente en dos Cuerpos; con el uno envió á Gassion por detrás de nuestro mismo centro á embestir á la infanterÃa vencedora de Mello, y con el otro fué él propio á sostener á Sirot con nuestra triunfante caballerÃa. Esta, gobernada del mismo Mello, se sostuvo bien al principio, pero acometida por fuerzas tan superiores, no tardó en dispersarse, sin que el General fuese de los últimos que apelasen á la fuga. La infanterÃa por tan breves momentos vencedora, fué acuchillada sin piedad á un tiempo por Gassion que la cogió por la espalda, y por Enghien y Sirot y toda la caballerÃa francesa. Allà murieron muchos, pocos huyeron, algunos se recogieron confusamente al centro donde estaba el grueso de la infanterÃa española, altas las picas, preparados los mosquetes y arcabuces, inmóvil é intacta todavÃa. El conde de la Fontaine, lorenés, ganó aquel dÃa incomparable prez y gloria. Doblado al peso de los años, y enfermo y desfallecido, se habÃa hecho traer en silla de manos, no queriendo en tal ocasión desamparar á los viejos tercios, que tantas veces habÃa acompañado á la pelea. Desde allà vió los varios trances de la batalla sin poder obrar nada, porque d'Espenan, aunque no osaba acometerle, le amenazaba sin cesar con iguales ó mayores fuerzas, y descomponer su ordenanza habrÃa sido entregar sus infantes al hierro de los caballos enemigos en un momento vencedores. Lo que hizo fué recoger y amparar á los infantes fugitivos que acudieron á sus escuadrones y ordenar á éstos en cuatro frentes: los mosqueteros y arcabuceros en las primeras filas; las picas detrás, y en el centro del cuadro que se formaba, los cañones: de modo que, abriéndose á cada momento los soldados, pudieran disparar sobre seguro los nuestros. No tardó Enghien, recogida su caballerÃa y ordenada, en caer sobre el centro. Serenos é inmóviles los infantes españoles, la dejaron llegar á cincuenta pasos, y allà dispararon sobre ella tal rociada de balas, que la hicieron volver las espaldas con no menos precipitación que venÃa á dar la acometida. Volvió Enghien á cargar dos veces más, y ambas fué rechazado de la propia suerte con horrible estrago, sin que se notase en los nuestros señal de desorden ó recelo. Entonces todo el ejército enemigo vino á cercar el cuadro, azotándole con la artillerÃa, combatiéndole con furiosos asaltos, y hallando desesperada resistencia. Prolongóse aquel desigual combate mucho tiempo, consumiéndose poco á poco los infantes españoles, mas sin ceder un punto, y acrecentándose cada momento la saña del enemigo al ver que un trozo de infanterÃa desamparado de todo el ejército osase disputarle la victoria. Al cabo, abiertos ya por todas partes los escuadrones, flacos y rendidos, algunos capitanes españoles pidieron capitular. Adelantábase el de Enghien á oir sus proposiciones, cuando otros de los nuestros, ó no queriendo capitular aún en tal extremo, ó interpretando mal el movimiento del general enemigo, y suponiendo que venÃa á embestirles de nuevo, dispararon su arcabucerÃa. Gritóse traición por ambas partes y de nuevo se comenzó el combate, aunque ya más bien podrÃa llamarse matanza. La caballerÃa francesa, hallando claras las filas, vacÃos los puestos de soldados y llenos de cadáveres, penetró al fin en el cuadro y hubieron de lidiar los nuestros, sueltos y sin orden, uno contra veinte, no ya por la victoria ó por la vida, sino sólo por la reputación de su nombre. Cayó el conde de la Fontaine de su silla despedazado de heridas, y pisotearon sus venerables canas los escuadrones franceses; cayó el valiente Maestre de campo Don Iñigo de Velandia y casi todos los capitanes. El de Enghien corrÃa de acá para allá, conteniendo la saña de sus soldados, por salvar las pocas vidas que quedaban de aquellos valientes españoles; mas como ellos no querÃan ya las vidas y peleaban valerosamente por dondequiera espantando aún á sus enemigos, no hallaban piedad alguna. Sin embargo, logró salvar el de Enghien al Maestre de campo D. Jaime de Castellvà y algunos soldados de nota, todos heridos ya, ó sin fuerza para mover el hierro. En esto asombró á los franceses el espectáculo de uno de los tercios, que formado el cuadro de por sÃ: peleaba con tanta bizarrÃa y resolución como si entonces comenzase la batalla. La comandaba el conde de Villalva D. Bernardino de Ayala, noble caballero enviado á servir en Flandes por castigo, de los más valerosos que hubiese entonces en aquellas provincias. En vano los franceses acometieron una vez y otra aquel tercio invencible: murió Villalva, murieron casi todos los capitanes, y no por eso cejaron los soldados. La artillerÃa francesa inundó de sangre el reducido ámbito que ocupaba el tercio; mas no pudo romper sus frentes. Bramaban de cólera los enemigos al contemplar que un puñado de hombres osase disputarles todavÃa tan gloriosa victoria; redoblaban á cada momento sus esfuerzos, y siempre en balde. Al fin el de Enghien, joven y valeroso, admirando el valor de aquellos viejos soldados, que no sabÃan dar la espalda al enemigo, ni rendir las espadas heredadas de los vencedores de Ceriñola y San QuintÃn, les ofreció honrosos y nunca oÃdos conciertos, que fué que saliesen del campo con los honores mismos con que suelen salir las guarniciones de las fortalezas, y que libres y con armas fueran puestos en tierra española. Con tales condiciones no pudieron negarse á capitular. Creyóse al principio que los franceses los traerÃan á FuenterrabÃa para cumplir los pactos; pero sin duda les pareció menos peligroso dejarlos en Flandes que ponerlos á punto de reforzar nuestras armas en Cataluña, y allà los dejaron. Años adelante, aquel tercio era conocido aún en Flandes, por memoria de su hazaña, con el nombre de _Tercio de la Sangre_. Mucha derramaron en aquella ocasión los enemigos; y tanta ó más los nuestros. Dejamos ocho mil muertos en el campo; los prisioneros llegaron á seis mil, casi todos extranjeros; veinticuatro cañones, las banderas, bagajes y cajas militares. Muy pocos pudieron salvarse al amparo de Beck, que llegó con sus tropas al campo de batalla cuando acababa de capitular el último tercio. Mello se refugió avergonzado en Bruselas. Allà acabó la infanterÃa española que habÃa fatigado á la tierra y encadenado los ejércitos de todo el mundo por cerca de dos siglos. Acabó con tanta gloria, que aún los franceses recuerdan con admiración la respuesta de uno de los capitanes españoles prisioneros, al cual preguntándole por el número de soldados que tenÃa su tercio, contestó friamente: «Contad los muertos.» La ineptitud de Mello, la flaqueza de nuestra caballerÃa, y aún la poca resistencia que allà tuvieron los tercios italianos y walones, nos arrancaron la victoria que el valor de nuestra vieja infanterÃa hubiera hecho indudable. No contemos más desde este dÃa á España entre las grandes naciones militares: era Roma y va á ser Cartago: manos mercenarias la defenderán casi siempre en adelante (1643). Llegó á Madrid esta nueva infausta á poco de caer de su privanza el Conde-Duque y cuando la Corte se hallaba aún tan regocijada con tal suceso, que no tuvo espacio para llorarla como debÃa. No habÃan desdicho las últimas medidas del favorito del resto de su administración, que toda se volvÃa imaginar arbitrios buenos ó malos, aplicando sin cordura los malos y dejando de aplicar los mejores. TodavÃa en 1642, meses antes de su caÃda, hizo publicar una pragmática, bajando el valor de la moneda de vellón, que él mismo habÃa hecho subir en 1636: de modo que las piezas de seis maravedÃs valiesen uno solo, con que hubo tal confusión y espanto, que apenas se hallaba de comer en Madrid mismo. Algo menos infeliz anduvo al querer llamar de nuevo á los judÃos; pero no era él hombre de llevar á cabo tamaña empresa, y asà fué que con sólo haber puesto la Inquisición mal ceño, desistió del propósito; ni era esto tampoco, verdaderamente, para ejecutarlo de pronto, ni para atender á males tan inmediatos y urgentes. Los soldados, testigos de su flojedad y del papel indigno que hacÃa representar al Rey en paz y en guerra, llegaron á aborrecerle mortalmente, y estando en Molina de Aragón con el Rey, de una compañÃa que hizo salva al pasar su coche, salió una bala, que hirió dentro de él al enano con que entretenÃa sus ocios y penas, y puso á riesgo su persona, sin que pudiera averiguarse el autor de tal hecho. No lo odiaban menos en la Corte, donde hubo ya una conjuración para matarle en los primeros años de su privanza, que no tuvo efecto. Cada dÃa su altanerÃa y sus injusticias le atraÃan nuevos enemigos, y pronto se formó de ellos una especie de partido ó banderÃa muy poderosa que sin descanso trabajaba en su daño. à la cabeza de este partido estaba la misma reina Doña Isabel de Borbón. Era diestra aquella mujer, como criada en la Corte de MarÃa de Médicis, orgullosa además y dominante de suyo, no podÃa llevar con paciencia el poco respeto del Conde-Duque, y desde los principios habÃase propuesto derribarle de la privanza, siendo el no haberlo conseguido sino al cabo de tanto tiempo grandÃsima muestra de las profundas raÃces con que la tenÃa afirmada en el corazón del Rey. Como tenÃa puesta cerca de la Reina, para vigilarla, á su mujer, Doña Inés de Zúñiga, dama de no vulgar talento y completamente imbuÃda en los intentos de su esposo, ésta, ejerciendo en Palacio y en el cuarto real una opresión verdaderamente insoportable, tratando de igual á igual á las Princesas, como la de Mantua y la de Cariñán, y aún poniéndose en las ocasiones delante de ellas, y echando ó intimidando á todas las demás señoras de la Corte, le ayudó mucho á parar y deshacer los golpes y manejos de sus enemigos. Pero la Reina, más irritada á medida que se sentÃa más oprimida y con menos influencia sobre su marido, estuvo acechando cuidadosamente la ocasión de castigarle. Ofreciéronsela cumplida los recientes desastres, y más que otro alguno el de la pérdida de Portugal, que tan profunda impresión hizo en el ánimo del Rey. Indignada la Reina lo propio que los Grandes y todo el pueblo con aquella nueva y triste muestra de la ineptitud del favorito, y alentada con la desconfianza con que comenzaba á oir su esposo los consejos que aquél le daba, apresuró y redobló las hostilidades. Ella fué principalmente quien inclinó al Rey á que hiciese la jornada de Cataluña, á fin de que viese por sus mismos ojos el estado de las cosas. De vuelta en Madrid se atrevió ya á representarle con vivos colores los desaciertos y maldades del Conde-Duque, y aun mostrándole un dÃa al prÃncipe don Baltasar, su primogénito, dijo con lágrimas que por causa de tal ministro habÃa de llegar un dÃa en que se viese reducido á la condición de caballero particular. à este tiempo ya los Grandes no asistÃan á Palacio ni al servicio del Rey: el clero, el pueblo, todo el mundo, conjurado contra el favorito, ayudaba invisiblemente á la Reina. Dos mujeres vinieron aún á secundarla más activamente, concertando con ella sus planes. La una fué Doña Ana de Guevara, ama del Rey, á la cual amaba él sobremanera, y que muy ofendida de la mujer del Conde-Duque por haberla alejado de Palacio, acechó la ocasión de hablarle á solas, y le dijo contra ella y su marido cuanto la pudo dictar la sed de venganza, ayudada de la razón y de la verdad. La otra fué Doña Margarita de Saboya, duquesa de Mantua, que echada de Portugal se vino á Ocaña, y desde allÃ, viendo que el Conde-Duque la dejaba abandonada sin enviarle siquiera para su sustento, se presentó de improviso en la corte; y aunque el favorito hizo mucho porque no viese al Rey, ella, por medio de la Reina, supo lograrlo, y demostrarle con copiosas noticias que sólo á aquél y á sus allegados y amigos debÃa atribuir la pérdida de la Corona portuguesa. Honrada y prudente mujer era esta Doña Margarita, y digna de mejores tratamientos que los que empleó con ella el Conde-Duque. También contribuyeron á desengañar al Rey su maestro fray D. Galcerán Albanell, Arzobispo de Granada, y el conde del Castrillo, Presidente del Consejo de Hacienda, al cual respetaba mucho el Monarca: el primero por medio de una carta muy libre, donde le decÃa claramente todo lo vergonzoso de su conducta, y el otro por servir á la Reina con oportunas y bien encaminadas indicaciones y discursos. Por último, se unÃa á éstos el marqués de Grana Carreto, enviado del Emperador, que, por lo que importaba á su Soberano, miraba con dolor la ruina de España. Tanto fué menester para derrocar aquella privanza; y aun derrocándola era de deplorar el que fuera el consejo y respeto de personas particulares, pocas bien intencionadas, muchas sin más deseo que el de la personal venganza, antes que no las grandes faltas del favorito y desdichas de la MonarquÃa lo que moviese su caÃda. Males que se remedian de tal modo, no pueden decirse remediados, sino más bien aplazados; porque en el género de gobierno ó en el estado de cosas en que tal suceda, ellos han de repetirse de seguro muchas más veces. Por fin, el favorito conoció que era inútil la resistencia, y rendido de tan larga lucha y queriendo hacer menos dolorosa su caÃda, pidió al Rey licencia para retirarse de los negocios. Fuéle negada por dos veces; mas cuando comenzaba quizás con eso á dar entrada en su pecho á la esperanza, recibió un billete escrito de propia mano de Felipe, mediado Enero de 1643, mandándole que no se entrometiese más en el Gobierno, y que se retirase á Loeches hasta que otra cosa dispusiese: de allà fué luego á residir en la ciudad de Toro. Mostró el Conde-Duque gran entereza en este golpe de la fortuna, que bien pudo contarlo por blando según era lo que merecÃan sus faltas. à la verdad, el Rey anduvo con él muy benévolo en las últimas disposiciones: mandó que se le dejase registrar y romper todos los papeles que quisiera y pudieran perjudicarle; escribió á los Consejos honrándole mucho, y diciendo que le apartaba de los negocios por las repetidas instancias que le habÃa hecho pidiendo licencia, y que no era sino para tomar sobre sà el Gobierno sin fiarlo de otro alguno; y habiendo indicado el Presidente de Hacienda, Castrillo, que ciertas urgencias del Estado no podÃan cubrirse sin echar mano de una gran cantidad de plata venida de América para el Conde-Duque, se negó á aceptar el remedio, antes mandó que se le pagasen puntualmente sus sueldos. No fué tal benevolencia aprobada. El pueblo acechó en numerosas turbas la hora de salir de Palacio el favorito, y acaso le matara á no tomar él el buen partido de ejecutarlo oculto y disfrazado; pero algunos de sus coches, donde por un momento se creyó que iba, fueron apedreados. Frustrado su intento, corrieron las turbas por las calles victoreando á todas las personas que habÃan tenido parte en la caÃda del privado. Estas solicitaban á la par su castigo, alternando en todos, con el regocijo, el deseo de venganza que les aquejaba. Si Castrillo, con sus malévolas insinuaciones intentó en vano despojarle de sus haberes, otros de sus enemigos no tardaron en lograr que á su mujer se la separase también del servicio de la Reina, mortificándola antes con continuos desaires, y que á su hijo D. Enrique de Guzmán, se le quitase la asistencia del Rey, desterrándole como á él de la corte. Creció con el tiempo y la seguridad de que era ya imposible su vuelta, el rencor y la saña contra el Conde-Duque. No ya solo sus enemigos, sino sus antiguos amigos y aduladores, como suele acontecer á los ministros caÃdos, censuraban agriamente su conducta, abriéndose entonces á la verdad los ojos que el interés y la cobardÃa tuvieron tantos años cerrados. Comenzaron también á escribirse papeles en contra del privado, y hubo uno en pro que debÃa ser de persona bien agraviada en la mudanza, con lo cual el Rey prohibió severamente semejante polémica, y castigó con graves penas á los que intervinieron en ella. Dios sabe adonde hubieran ido á parar las cosas, porque el Rey, continuamente acosado por todas partes de voces que pedÃan venganza, y persuadido ya de todas sus faltas, comenzaba á mirarle con odio, cuando la muerte vino á libertar al favorito de persecuciones. SobrevÃnole en la ciudad de Toro, donde residÃa ejerciendo el cargo de regidor, por efecto de su despecho y amargura, antes que de enfermedad alguna, porque tenÃa más de altivez que no de conformidad la entereza que mostraba. DÃjose que expiró perdido el juicio, por haber recibido del Rey una carta en que le decÃa estas palabras: «si he de reinar yo, y mi hijo se ha de coronar, será preciso que entregue vuestra cabeza á mis vasallos que á una voz la piden todos y es preciso no disgustarles más.» Y sea ó no esta particularidad cierta, el hecho es que el Rey no andaba ya muy lejos de tales pensamientos, y que si la muerte fué justa en D. Rodrigo Calderón, debÃa parecer en él pequeño castigo. Acusábanle con razón de haber sido la causa principal de que se perdiesen en Oriente, Ormuz, Goa, Fernambuco y todas las colonias portuguesas, el Brasil, las Islas Terceras, el Reino de Portugal, el Rosellón, todo el Ducado de Borgoña á excepción de cuatro plazas, la gran fortaleza de Arras, muchas en el Luxemburgo, Brunswick, en la Alsacia, y los derechos é influjo del Ducado de Mantua, que eran las mermas de dominios que ya á la sazón tenÃa España. AsÃmismo se le acusaba de haber perdido más de doscientos ochenta navÃos en los mares, de haber sacado de las entrañas de la tierra y del corazón de los vasallos medias anatas, papel sellado, alcabalas y otras cosas innumerables por él imaginadas hasta ciento diez y seis millones de doblones de oro: parte gastado inútilmente en ejércitos y armadas perdidas; parte distribuÃdo entre Virreyes, Gobernadores, Capitanes generales y otros ministros, todos criaturas suyas, ya por sangre ó por servil dependencia; parte acopiado en su propio bolsillo y casa. Lo de los gastos inútiles en ejércitos y armadas pruébanlo bien todas las campañas. Lo distribuÃdo entre parientes y servidores no tiene tampoco duda, viéndose siempre al Conde-Duque no fiar de otros que de ellos los lucros: de modo que al mirarlo asociado con alguno en el Poder, hay que recordar que fué su tÃo D. Baltasar de Zúñiga, ó bien su primo D. Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés, en quien, cuando estaba á su lado, descargaba una parte de los negocios públicos. Al inquirir quién gobernaba en Nápoles, hállase al conde de Monterrey, su cuñado, ó al duque de Medina de las Torres, su yerno; al nombrar al Virrey de Milán, tropiézase con el mismo marqués de Leganés, su primo, y lo propio al tratar de Cataluña; en el GeneralÃsimo de la frontera de Portugal se encuentra otra vez á Monterrey, y fué mucho que desde la asistencia de Palacio, adonde ya veÃa á su hijo, el bastardo D. Enrique, mozo disoluto y sin autoridad ni talentos, no pasase á ocupar la presidencia del Consejo de Indias, que ya estaba para él dispuesta. Siendo el conde-duque Guzmán y su mujer Zúñiga, Zúñigas y Guzmanes, se vieron casi solos en los altos empleos, exceptuando algún Velasco, por ser su abuelo materno de aquella casa y tener casado á su hijo con mujer de ella. El resto de los destinos que no pudo llenar con sus parientes, fué para sus viles aduladores, Jerónimo de Villanueva el protonotario de Aragón, Diego Suárez, Miguel de Vasconcellos, secretarios de Portugal, y algunos otros. Hasta su asesor en la privanza, D. Luis de Haro, no hubiera llegado á serlo sin ser sobrino suyo, porque sólo á eso debió la entrada en la Corte y la amistad del Rey; si bien cuando llegó á notar sus adelantos le aborreció sobremanera y comenzó también á preparar su ruina. Y en cuanto á los medros de su persona y casa particular, fueron inmensos. Su orgullo, que nunca le faltó, no consentÃa en él como en el duque de Lerma, que admitiese regalos ó donativos de particulares como en compra y paga de favores; pero supo obtener empleos y sueldos y comodidades que le produjesen con menos vergüenza tantos ó más beneficios. Primeramente obtuvo un privilegio para gozar encomiendas en todas las Ordenes militares, teniendo solamente la cruz de Alcántara, por lo cual gozaba cuarenta y dos mil ducados; luego se hizo declarar Camarero mayor del Rey, oficio no conocido desde el tiempo de Carlos V, del cual sacaba diez y ocho mil ducados; también tomó para sà el cargo de Caballerizo mayor, que daba veintiocho mil ducados; el de Sumiller de Corps, doce mil, y el puesto de Canciller de las Indias, que montaba cuarenta y ocho mil, todos en producto anual. Mas no era esto lo mayor, sino que cuando partÃan los galeones de Sevilla y Lisboa, hacÃa cargar cantidades exorbitantes de vino, aguardiente y trigo recogido en sus haciendas; y como tenÃa para sà los puertos francos, vendÃa tales géneros á precio muy subido; con lo cual y la carga de retorno, ganaba cada año en el trato hasta doscientos mil ducados. Además hizo que el Rey le cediese la villa de San Lucar la Mayor, con tÃtulo de Duque, que en alcabalas y derechos valÃa cincuenta mil ducados. Y no contento con esto, sacó para su mujer la merced de Camarera mayor de la Reina y el cargo de aya del PrÃncipe, con salario de cuarenta y ocho mil ducados por ambos conceptos[20]. De este modo ascendÃan las ganancias que anualmente obtenÃa por su privanza á cerca de cuatrocientos cincuenta mil ducados, cantidad bastante para mantener un ejército, y que él derrochaba inútilmente en festines y locuras. [20] _Semanario Erudito._ AsÃ, por todos estos conceptos, fué el Conde-Duque de Olivares, el ministro más funesto y de odiosa memoria que haya tenido jamás España, donde tantos se han hecho dignos de censura. Y eso que como hombre, ni por su inteligencia ni por su carácter puede decirse que fuera un hombre vil como otros, no tan funestos como él, lo han sido. [Ilustración] LIBRO SÉPTIMO SUMARIO De 1643 á 1648.--Sucesos que siguen á la caÃda del Conde-Duque.--Cataluña: nuevo ejército y sale el Rey á él; campaña de D. Felipe de Silva y toma de Monzón; vuelve á Cataluña el Rey; batalla gloriosa de Lérida, y rendición de esta plaza y de Balaguer; retÃranse del servicio Silva y Garay; D. Andrea de Cantelmo; defensa esforzada de Tarragona.--Portugal: batalla de Montijo y toma de algunos lugares; sucesos de la frontera de Ciudad-Rodrigo.--Socorro de Orán y combate naval de Cartagena.--Italia: pérdida de San Ya.--Flandes: gloriosa batalla de Tutelinghen; pérdida de Grawelingas y del Saxo de Gante.--Muerte de la reina Doña Isabel de Borbón; privanza de D. Luis de Haro; estado de la Corte por estos años; prohibición de las comedias; D. Juan de Austria.--Italia: Expedición de los franceses á Toscana; combate naval; nueva expedición; insurrección de Sicilia; principios de la rebelión de Nápoles; el duque de Arcos; Masaniello; refúgiase el Virrey á Castelnovo; combates y conciertos; muerte de Masaniello; nuevas rebeliones; Toralto; llegada de D. Juan de Austria; nuevos combates; propósitos del Arzobispo; muerte de Toralto; Jenaro Annese; llegada del duque de Guisa y de la armada de Francia; combate naval y retÃrase aquélla; torpezas del de Guisa; separación del duque de Arcos; D. Juan de Austria y el conde de Oñate en el Virreinato; combate general y término de la rebelión; prisión de Guisa; muerte de Jenaro Annese; Portolongone y Piombino recobradas; guerra con el Modenés; batalla de Bozzolo; combate de Cremona; conquistas en el Modenés y sumisión del Duque.--Cataluña: pérdida de Rosas; batalla funesta de Balaguer; encuentros parciales y pérdida de la plaza; sitio de Lérida; vuelve el Rey á Cataluña; fuerza el marqués de Leganés las lÃneas de Lérida; nuevo sitio de esta plaza y afrenta de Enghien; operaciones de Enghien y Aytona; pérdida de Tortosa; recóbranse algunas plazas; victoria de D. Juan de Garay no lejos de Santa Coloma; toma de Castellbó y victoria delante de sus muros; situación de Cataluña; tratos de los naturales con nuestros capitanes; campaña de Mortara; Flix y Tortosa rendidas; llegada de Mortara á Barcelona, sitio y toma de la plaza; pacificación casi completa en Cataluña.--Portugal: empresa de Olivenza frustrada.--Flandes: piérdense Mardik, Ulhiz, Courtray y otras plazas; combate de Rethel; pérdida de Dunquerque y de Venló; el archiduque Leopoldo; toma y batalla de Lens; disturbios con Francia; paz con Holanda; estado de nuestra Corte; permÃtense de nuevo las comedias; nuevo matrimonio del Rey; proyectos de unión con Portugal y de regicidio. SIGUIÓ á la caÃda del Conde-Duque un perÃodo de esperanza para la desalentada nación española. El vulgo, como suele, y como ya lo habÃa demostrado á la caÃda del duque de Lerma, pensaba que con sólo la perdición de aquella persona aborrecible se remediarÃan todos sus males. Los más sensatos fundaban su esperanza en el arrepentimiento del Rey, pensando que en adelante se aplicarÃa de todo punto á los negocios, dejado del ocio y liviandades que hasta entonces le habÃan impedido cuidar de sus pueblos. Los oprimidos antes, ahora mostraban buen rostro, mirando satisfecha su venganza. Los que antes disfrutaban favor, también ponÃan ahora buen semblante á las cosas á fin de que no se les tachara de fieles amigos del Ministro caÃdo. Vino la ordinaria ganancia de unos y pérdida de otros, que seguÃa á la ruina de cada favorito; volvió D. Francisco de Quevedo á la corte de vuelta de su largo cautiverio de León; restituyóse su generalato de la mar al marqués de Villafranca; salió de sus prisiones aquel buen capitán portugués D. Felipe de Silva, que andaba en ellas por sospecha de su lealtad, y tan favorecido del Rey, que le dió el mando del ejército de Cataluña, vacante por la separación del marqués de Leganés y á éste, en cambio, se le continuó el proceso detenido por respetos al Conde-Duque. También el duque de Medina de las Torres, D. Ramiro Núñez de Guzmán, fué separado del gobierno de Nápoles. HabÃa enviado aquel reino á Madrid á uno de sus Grandes con quejas del de Medina y pidiendo nuevo Virrey; pero á causa del parentesco de éste con el Conde-Duque, no pudo conseguir el Embajador en largos dÃas, ni ver al Rey, ni que siquiera le dejasen entrar en Palacio. Ahora, con la caÃda del favorito, el napolitano explicó el objeto de su embajada, y se ordenó la destitución de D. Ramiro, enviando en su lugar al buen almirante de Castilla, D. Juan Alfonso EnrÃquez de Cabrera, nombramiento acertadÃsimo y que reparaba una de las injusticias más grandes de aquellos tiempos; porque el Almirante, olvidado y sin empleo, era, como en otras partes dejamos dicho, hombre de gran mérito, sin duda de los que más lo tenÃan á la sazón en España. Como éstas se tomaron otras medidas, ni todas justas, ni injustas todas, pero unas que otras aplaudidas del mismo modo. Aumentaba el regocijo y la esperanza el ver muy mudadas las cosas de Francia. HabÃa muerto pocos dÃas antes de la caÃda del Conde-Duque el cardenal de Richelieu, y pocos dÃas después Luis XIII, quedando por gobernadora de aquel reino, con un PrÃncipe de cinco años, la reina Doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV. La ocasión parecÃa acomodada para hacer próspera guerra ó ventajosas paces; porque de una parte Francia no podÃa tardar en mostrarse más flaca que antes, por las discordias que habÃan de nacer forzosamente, y de otra, la Reina Gobernadora, tan unida á España por los lazos de la sangre y de la patria, no parecÃa natural que nos hiciese tan calculada y terrible hostilidad como Luis XIII ó más bien su ministro Richelieu. Indudablemente esto último era digno de tenerse en cuenta. La paz habÃa llegado á hacerse tan necesaria, que sin ella se disolvÃa inevitablemente la MonarquÃa. Muchas victorias contra la Francia no nos habrÃan sido en aquellos tiempos tan provechosas como una paz honrosa que á cambio de la de Flandes, si era preciso, nos hubiese dejado el Rosellón y Cataluña, y libres las fuerzas para embestir á Portugal. Acaso Ana de Austria hubiera obtenido de su hermano el rey Felipe un tratado de paz de esta especie; y lo que es más, que fielmente lo cumpliera y no diese ayuda alguna al duque de Braganza para mantenerse en el Trono. Pero ciegos siempre los cortesanos que rodeaban al Rey, deslumbrado éste todavÃa con el esplendor de su Trono, recordando aún la Grandeza antigua, más para desearla y afectarla, que no para imitarla y alcanzarla, determinaron aprovecharse de la ocasión, no para hacer buena paz, sino para hacer con más ventaja que antes la guerra, abriendo un nuevo perÃodo en aquella lucha terrible. AsÃ, nada se hizo por nuestra parte en las conferencias abiertas en Munster entre las potencias beligerantes para obtener la paz general que más tarde se llamó de Westfalia. De que la guerra nos ofreciese ventajas, mal presagio era la batalla funesta de Rocroy, ganada por los franceses cinco dÃas después de la muerte de Luis XIII. Y no debÃan esperarse muy grandes errores que aprovechar del gobierno de Ana de Austria, mujer de alma española, como era su cuna, magnánima y fuerte, y que tenÃa por favorito al cardenal Mazzarino, sobrado conocido de los españoles, á cuyo servicio habÃa estado en los principios de su carrera después de sus estudios hechos en la Universidad de Salamanca, y el cual habÃa dado muestras de su gran habilidad al servicio ya de Francia en los negocios de Italia, causándonos muchos perjuicios el, por todos conceptos, digno sucesor de Richelieu. Debiéronse al principio algunas ventajas, tanto á la intervención del Rey en los negocios, y al aliento y estÃmulo que con ella inspiraba, cuanto á los disturbios que, en efecto, estallaron en Francia entre Mazzarino y sus rivales; y mayores se lograran si fueran más y más continuados los aciertos. Pero el Rey no estaba acostumbrado al trabajo; agobiábale la pereza; picábanle siempre las antiguas pasiones: asà es que antes de un año comenzó á dejar alguna parte del peso de los negocios en D. Luis de Haro, hijo del marqués del Carpio, sobrino del conde-duque de Olivares, hombre mucho más honrado y de harto mejor deseo é intenciones que su tÃo, pero de muy escasa instrucción y talento. HabÃa contribuÃdo también en algo á la caÃda de éste, á quien debÃa su favor, pero del cual estaba temiendo ya algún efecto de celos con que le quitase más de un golpe que le hubiese dado; y era por esta circunstancia y sus buenos modos estimado generalmente. Lo primero que acordó el Rey fué salir de Madrid para Cataluña. Pero era preciso reunir para ello soldados con que acudir allà honrosamente sin desatender por eso el resto, principalmente Portugal, que estaba clamando socorro, pues los portugueses adelantaban ya su audacia á hacer conquistas en Castilla. Aún llegó á dudarse si convendrÃa más que el Rey saliese para Portugal que para Cataluña; pero al fin se resolvió lo segundo. Y en verdad que atentamente miradas las cosas, no se sabe decir qué hubiera sido más ventajoso al presente; porque ya en los últimos desastres los franceses y catalanes estaban tan envalentonados que amenazaban por Aragón, donde no habÃa plazas fuertes, meterse en el corazón de la MonarquÃa. Sin duda fuera lo mejor que el Rey, activo y esforzado, hubiera sabido acudir, ya á una parte, ya á otra, no parando en ninguna más que lo necesario para dar aliento á los unos y temor á los otros. Tiempos eran de penalidad y de fatiga, y ningún recurso ordinario podÃa bastar á todo. Mas ya que el Rey no acudiese á Portugal en persona, atendió á aumentar el ejército que allà habÃa al propio tiempo que el de Cataluña, aunque inclinando á esta parte las mayores fuerzas. Fué Torrecusso á Nápoles, su patria, y obtuvo allá hasta cuatro mil napolitanos; el marqués de Villasor trajo un buen tercio de Cerdeña, y asà todas las provincias ofrecieron á porfÃa número de soldados: Aragón cuatro mil; dos mil Valencia; otros dos mil AndalucÃa, que con mil quinientos walones, mil borgoñeses y los dos mil quinientos valientes españoles que habÃan de venir por Francia, según lo pactado en Rocroy, debÃan formar en solo Cataluña un ejército de más de veinticuatro mil hombres. Pero como suele suceder en tales cálculos, no llegó á juntarse tanto número. Al mismo tiempo se ordenó á todas las milicias de AndalucÃa y Extremadura que acudiesen á la frontera de Portugal, y á los Grandes que tenÃan por allà Estados, que llevasen á todos sus vasallos con armas, aunque por tal concepto no pasarÃa el refuerzo del ejército de tres mil hombres. Vino bien para mover esta gente y comenzar las nuevas campañas la llegada feliz de las flotas de Méjico, ricamente cargadas, y luego la de los galeones con no menor riqueza. Las Cortes de Castilla concedieron la prolongación de los arbitrios antiguos, mas no pudieron imponerlos nuevos. Valencia se prestó á pagar, armar y vestir por seis años los dos mil soldados que daba; y en Nápoles se impuso un tributo sobre el consumo de harinas, que produjo mucho disgusto, y tuvo no escasa parte en los sucesos que sobrevinieron. Con lo cual se vió ya algún dinero en la Corte, porque al fin del año 1643 era tal la penuria, que Pellicer en sus _Avisos_ escribió cierto dÃa desde Madrid estas palabras de elocuente significación: «Aquà nadie cobra ni paga.» Tal era la Corte, fuerza es decirlo una vez más, que tan descomunal guerra estaba sosteniendo por todo el mundo. El Rey salió de Madrid muy á la ligera, y por Alcalá llegó á Tarazona, acompañándole algunos señores principales: no tantos como la vez anterior; porque entonces se pudo ver que con sus etiquetas y vanidades eran más de estorbo que de otra cosa. Dejó encargado el mando á la Reina y ordenóla muchas devociones, como para aplacar la cólera de Dios que contra él debÃa estar ofendido. Halló á su llegada que La Motte se habÃa apoderado de la villa y castillo de Estadilla, cerca de Barbastro, donde habÃa muy buenas fortificaciones, por cuyo medio tenÃa el paso abierto para echarse sobre aquella ciudad y aun sobre la misma Zaragoza. Nuestro ejército, reunido en la frontera, aunque ya á punto de salir á campaña, no lo hizo en algún tiempo por falta de vÃveres y por mal concierto de los capitanes. Sin embargo, no dejó de haber choques parciales. La Motte Hodancourt, tomada Estadilla, partió su gente en dos trozos: con el uno quiso tomar á Barbastro, mas se lo estorbó saliéndole al opósito D. Felipe de Silva; con el otro atacó el castillo de Benabarre, y también fué rechazado. Poco después el marqués de Mortara, nombrado Capitán general de la caballerÃa del ejército, pasó el Cinca, que venÃa muy crecido, con sus tenientes D. Fernando de Tejada y D. Alvaro de Quiñones, y dando en un cuartel de infanterÃa que los enemigos tenÃan establecido al amparo de los muros de Lérida, derrotó de cinco á seis mil hombres que allà habÃa, matando mil quinientos y trayéndose hasta mil prisioneros con botÃn considerable. Por la parte de Tarragona no se intentó en tanto cosa alguna; porque el conde de Aguilar, marqués de la Hinojosa, habÃa muerto, y el célebre Maestre de campo D. Juan de Arce, que fué á reemplazarle, lo mismo; con que la plaza quedó sin General mucho tiempo, y contemporáneamente sin vÃveres apenas ni soldados. Pero en la campiña de Rosas el Gobernador de aquella plaza, D. Diego Caballero de Illescas, deshizo hasta trescientos jinetes enemigos, trayéndose el mayor número de caballos y jinetes prisioneros. Eran estos buenos preludios de la campaña que iba á comenzarse. Para ella se hizo á Barbastro plaza de armas de nuestro ejército. TenÃa el mando supremo Don Felipe de Silva, como Capitán general de las armas; D. Juan de Garay vino de Portugal nuevamente á ser Maestre de campo general; el marqués de Mortara siguió en el gobierno de la caballerÃa, y el napolitano, D. Jerónimo de Tuttavilla, tuvo el de la artillerÃa. En Tarragona entró á gobernar el marqués de Toralto y prÃncipe de Massa, D. Francisco Toralto y Aragón, vuelto de las prisiones de Francia, donde estuvo desde la derrota del ejército del marqués de Pobar. Dispuestas las cosas, se comenzaron las operaciones con la empresa de Flix, plaza importante de la CastellanÃa de Amposta, intentada por D. Juan Garay sin fruto alguno; porque hallándola muy prevenida, se volvió sin empeñar combate. También se frustró la sorpresa de Miravet. Luego D. Felipe de Silva, desde las cercanÃas de Barbastro, se adelantó con ocho mil infantes, tres mil seiscientos caballos y veinte cañones, que eran las fuerzas que hasta entonces tenÃa, con ánimo de embestir á Balaguer; mas no pudiendo esguazar el rÃo Noguera, determinó caer sobre Monzón. Al pasar por delante de Lérida halló á la caballerÃa enemiga gobernada del propio La Motte; acometióla con la suya y la obligó á meterse al amparo de los muros; y sin más dificultad se puso sobre Monzón y comenzó á combatirla. Vino al socorro el francés, pero no pudo lograrlo, y la plaza se rindió á los cuarenta dÃas de sitio. Entretanto, el valeroso Gobernador de Rosas, Don Diego Caballero, después de causar infinitos daños en el territorio ocupado por los enemigos, con mucha pérdida de éstos, intentó entrar por inteligencia en Cadaqués, pero no pudo conseguirlo. Cuatro bajeles que le llevaban socorros fueron rendidos por la armada francesa de Brezé. Poco después vino á las aguas de Barcelona la de España, mandada aún por el duque de Ciudad-Real, con las galeras á cargo otra vez de Fernandina, y hubo una nueva batalla tan ineficaz como otras anteriores, donde fué poquÃsima la pérdida de ambas partes. Con esto se terminó la campaña y volvió á Madrid el Rey. Mas á la siguiente, que fué la de 1644, volvió á encaminarse el Rey á Aragón, y cerca de Barbastro pasó revista al ejército, fuerte de nueve mil infantes y cuatro mil caballos, con diez y seis cañones, presentándose por la única vez de su vida con el hábito de soldado, al modo de su abuelo D. Felipe II, que nunca se presentó más que una vez en San QuintÃn; nunca su padre. Luego marchó D. Felipe de Silva con las tropas, entró en el lugar de Farfaña, y desde allà plantó los reales delante de Lérida, á una y otra orilla del Segre, que lame sus muros. Era la plaza tan importante, que los caudillos franceses y catalanes no tardaron en venir al socorro, trayendo el mariscal de La Motte Hodancourt el mando supremo, con siete mil infantes y dos mil caballos. Salió á ellos D. Felipe de Silva con cuatro mil infantes viejos y tres mil caballos, dejando la demás gente guarneciendo los cuarteles, y á campo raso les ofreció la batalla. Aceptáronla los enemigos, que no venÃan á otra cosa, y se empeñó por ambas partes con mucha furia. No pudieron los nuestros romper el ala derecha, y se llegó á desesperar de la victoria porque el ala izquierda parecÃa más fuerte; con todo, ésta fué envuelta y deshecha en poco tiempo por los escuadrones de nuestra caballerÃa, que arrollaron á la carrera á la caballerÃa francesa, y cayendo en seguida sobre el centro hÃzose total la derrota. Fué dicha de ellos el que á tal punto hiciesen valerosa salida de la plaza hasta seiscientos hombres, los cuales, destrozando la gente nuestra que guarnecÃa el puente del Segre por donde se comunicaban nuestros cuarteles, dieron ocasión y espacio á que algunos de los vencidos se recogiesen en los muros y otros se salvasen. No obstante la victoria fué para nuestras armas muy gloriosa y completa: dejaron los contrarios en el campo dos mil muertos y tres mil prisioneros, con catorce cañones y todo el bagaje, y la dispersión fué tal que apenas mil de ellos llegaron á Cervera. Interceptó en seguida un convoy que querÃan meter los enemigos en la plaza, y ésta tuvo que rendirse después de un horrible bombardeo. El Rey, que estaba en Fraga, vino entonces á Lérida y entró en triunfo. Acompañábale el conde de Monterrey, único de los favorecidos del Conde-Duque que se conservase en la gracia del PrÃncipe, y tan envidioso como inepto, no habÃa cesado de sembrar desconfianzas de D. Felipe de Silva durante el sitio, pretendiendo dar lecciones en cosas en que se habÃa mostrado tan torpe; con lo que éste, logrado el triunfo, se negó á continuar en el mando por más instancias que se le hicieron. Portóse noblemente D. Felipe, y aunque no es de aplaudir que dejase el servicio de la patria por particulares sentimientos, dió con ello merecida lección al Rey que no acababa de salir del yugo de los cortesanos, gente vil, y enemiga entonces como siempre de todo mérito. Poco antes habÃa pedido su licencia y retirádose del servicio D. Juan de Garay: la ocasión fué el haber pedido un tÃtulo y no concedérselo: reprensible motivo es el que prefiriese su sentimiento á sus deberes; pero no disculpable severidad en el gobierno que tantos tÃtulos repartÃa entonces sin merecimiento alguno. Los frutos de la victoria de Lérida fueron además de la toma de esta plaza, que Solsona, lo mismo que Balaguer y Agramunt, viniesen á la obediencia. Sucedió en el mando al vencedor D. Felipe de Silva, D. Andrea de Cantelmo, italiano de aquellos valerosos, que unidos bajo un cetro con los españoles, peleaban con ellos y por ellos en todos los campos de batalla adonde asistiesen nuestras banderas. Sin embargo, aunque leal y de buenas partes, habiendo desempeñado en Flandes el cargo de Maestre de campo general, y sido uno de los Gobernadores de aquellos Estados después de la muerte del Cardenal Infante, no tenÃa ganada mucha gloria militar, ni acertó á ganarla en Cataluña. Fué desde Lérida con un trozo del ejército á ponerse sobre la villa de Ager, y la tomó á pesar de la defensa desesperada que en ella hizo el caudillo catalán D. José Zacosta, y como Agramunt estuviese en la obediencia del Rey, acercándose los franceses á recuperarla, se vieron acometidos y puestos en derrota por dos de nuestros tercios que ya habÃa allà acuartelados. Para vengar tantos descalabros reunió La Motte Hodancourt al improviso toda la gente que pudo, y con doce mil hombres y gran tren de artillerÃa se presentó delante de Tarragona, mientras el marqués de Brezé cerraba con una armada la boca del puerto. Dióla en cuarenta dÃas que allà se mantuvo trece ataques y uno general en que llegó á apoderarse de la torre del muelle; disparó contra los muros hasta siete mil cañonazos, y abrió muchas brechas en el recinto de la plaza. Pero el marqués de Toralto que allà mandaba, con algunos de los mejores tercios que quedaban de infanterÃa española, rechazó todos los ataques, reparó las brechas, llenó de cadáveres enemigos los fosos, y aún hizo salidas con que causó daño inmenso en los sitiadores. Avergonzado el General francés, no sabÃa ya que partido tomar contra aquella resistencia desesperada, cuando supo que D. Andrea de Cantelmo con el ejército español de diez mil infantes y dos mil seiscientos caballos venÃa por tierra al socorro, y por mar aquel Carlos Doria, padre de JuanetÃn y duque de Tursis, que mandaba las galeras de Nápoles: con esto alzó el cerco después de haber perdido inútilmente más de tres mil soldados. Esta rota le costó el empleo á La Motte, que fué separado. Fué esta campaña de 1644 la primera que tal pudo llamarse en Portugal después de cuatro años que la insurrección caminaba triunfante. Ya por este tiempo habÃan acudido á las banderas de los portugueses multitud de aventureros franceses y holandeses y aun regimientos enteros: tenÃan ya armas, instrucción, capitanes y cuanto se necesita para la guerra. Nombrado el marqués de Torrecusso por Capitán general de nuestras armas en aquellas fronteras en lugar del conde de Santisteban, llegó allá y reunió de la gente antigua que habÃa y la mejor de las milicias que acudieron, un ejército pequeñÃsimo para las empresas que se esperaban, pero valeroso y robusto; porque el nuevo General pensaba con razón que era preferible poca gente y buena á mucha tumultuaria sin disciplina ni aliento. Mandaba la caballerÃa el Barón de Molinghen, belga, que á poco tomó el cargo de Maestre de campo general; D. Dionisio de Guzmán la artillerÃa. Reformó Torrecusso las costumbres de los soldados, restableció la disciplina, y luego comenzó las operaciones. Ya los portugueses, tomada Valverde, osaban amenazar á Badajoz. Comenzó el de Torrecusso por hacer en su territorio tal correrÃa, que tomó y trajo consigo hasta dos mil cabezas de ganado. Vengáronse los portugueses quemando un lugar llamado la Zarza, y el de Torrecusso hizo quemar á Villamayor, que era de ellos. Tomaron también los portugueses á Montijo y Membrillo y saquearon ambas poblaciones. Luego, adelantando sus intentos, se fueron á poner sobre la plaza de Alburquerque. Socorrióla á tiempo Torrecusso, y además, para quebrantar la audacia de los contrarios, no pudiendo él asistir, ordenó al buen Barón de Molinghen que á toda costa les diese batalla. DÃa del Corpus de aquel año, á las puertas de Montijo, se encontraron ambos ejércitos. Montaba el de los portugueses á ocho mil hombres de todas armas con seis piezas de artillerÃa; el de los españoles sólo se componÃa de cuatro mil infantes, mil setecientos caballos y dos cañones. Mandaba á los portugueses el general MatÃas de Alburquerque: su infanterÃa ocupaba el centro, y la caballerÃa los costados, puesta al derecho la portuguesa y al izquierdo la de auxiliares extranjeros. Molinghen comenzó el combate; rompió nuestra caballerÃa á la extranjera que cubrÃa el ala izquierda de los portugueses, y acudiendo parte de la de éstos, que defendÃa el ala derecha, al socorro, fué también deshecha: entonces el centro fué acometido por todas partes y envuelto de manera que en un momento se puso en derrota. MatÃas de Alburquerque, aprovechándose sin embargo de la codicia de los nuestros que se entregaron al despojo y presa de los vencidos, logró ordenar la retirada, saliendo con honra del campo. Quedaron de los portugueses tres mil doscientos hombres en él y seiscientos prisioneros: nuestra pérdida no pasó de quinientos muertos y trescientos heridos, muchos de ellos personas y capitanes principales. Cantaron los portugueses la victoria, mas sólo por no desalentar á los pueblos: la verdad fué que la victoria, infeliz para ambas naciones hermanas, quedó aquella vez por Castilla. Que cierto puede decirse de pocas en aquella guerra. Tras esto rindió Torrecusso á Serpa y Alconchel, que á poco vino á perderse, y á Villanueva de Barcarota y otros lugares poco importantes, mas no á Elvas, aunque llegó á amagarla. Entre tanto el duque de Alba, que mandaba en la frontera de Ciudad-Rodrigo, contenÃa aunque sin recursos á los enemigos por aquella parte. Habiéndose acercado un grueso de ellos á la villa de AlberguerÃa, no lograron efecto alguno, valiéndose el capitán nuestro que allà estaba de una industria no conocida por allà hasta entonces, que fué cargar los cañones con balas de mosquetes, con que los enemigos, imaginando por el número de las balas, que habÃa dentro mucha gente, se retiraron, siendo asà que la guarnición era muy flaca. Sucedió en el mando al de Alba D. Fernando Tejada, el cual, como muy experimentado en la guerra, tendió una emboscada á la guarnición de Almeida, en la cual murieron ciento y quedaron sesenta prisioneros. Tales fueron los frutos de la campaña. El único descalabro que padecieron nuestras armas por estas partes de España, fué en el mar y después de un suceso dichoso. Porque habiendo sitiado los moros á Orán ó solicitados de nuestros enemigos ó sabedores de los apuros de la MonarquÃa, fué enviado allá al socorro un trozo de nuestra armada al mando del general D. MartÃn Carlos de Mencos, y lo logró de manera que los infieles, rechazados ya en varios asaltos, tuvieron que levantar el sitio; mas á la vuelta fueron acometidos nuestros bajeles enfrente de Cartagena por la armada de Francia que mandaba el marqués de Brezé, y después de un furioso combate en que pelearon los nuestros con gran valor, tuvimos dos navÃos quemados, otros dos echados á pique y uno presa de los contrarios. Las cosas de Italia no iban bien en tanto, pero tampoco ofrecÃan grandes disgustos. Rindió el prÃncipe Tomás de Saboya, nombrado Capitán general de las armas francesas, la plaza de Trin, que poseÃan los nuestros en el Piamonte, después de cincuenta dÃas de sitio. El marqués de Velada, que habÃa reemplazado en el mando al conde de Siruela, comenzó por demoler el fuerte de Sandoval levantado por el gran conde de Fuentes, cerca de Vercelli, por ahorrar la costa de mantenerlo: medida con razón censurada, porque habiéndose de devolver aquella plaza que era de Saboya en cualquiera paz, habÃamos de quedar por allà sin alguna defensa. Luego sorprendió el castillo de AstÃ, que fué recobrado por el prÃncipe Tomás al poco tiempo y el propio PrÃncipe rindió á San Yá después de un largo asedio. En Flandes, después de la rota de Rocroy, pareció que los enemigos iban á apoderarse de los Estados. El duque de Enghien entró en el Haynaut, tomó algunos fuertes, y adelantó partidas hasta las mismas puertas de Bruselas. Luego, dispuestas todas las cosas, se puso delante de Thionville, plaza importantÃsima porque dominaba el Mosa, cubrÃa á Metz y abrÃa á los franceses el camino del electorado de Tréveris. La defensa de la plaza no pudo ser más esforzada por parte de los españoles; pero al fin, falta de socorro, tuvo que rendirse con honrosos partidos. Clamaron los Estados porque se sacase de allà al marqués de Tordelaguna, á quien acusaban de tamañas desgracias, y nuestra Corte vacilando en el sucesor, envió por lo pronto al conde de Piccolomini, duque de Amalfi, á gobernar las armas. Pero entre tanto se logró un triunfo que si no puede decirse que se debiera á Mello, no dejó de servirle de algún mérito. HabÃa invadido la Alsacia un ejército francés de diez y ocho mil hombres al mando del general Rantzau, en el cual se contaban muchos generales franceses de fama como Schomberg y Sirot, con el intento de expulsar de aquella provincia á los alemanes y españoles. El duque de Lorena, Mercy y Juan de Wert, que mandaban el ejército imperial y las tropas españolas de la provincia, determinaron salirles al encuentro y pelear con ellos sin demora; y D. Francisco de Mello, que supo el trance que se preparaba y de cuanta importancia habÃan de ser sus resultas para la Flandes española, envió de refuerzo dos mil caballos nuestros y dos mil infantes á cargo del Comisario general de la caballerÃa de Alsacia D. Juan de Vivero. Halló nuestra gente al ejército enemigo acampado en los alrededores de Tutelinghen y de improviso cayó sobre él. Ya estaban los escuadrones de caballerÃa española y alemana en medio del campo, ya eran dueños del parque de artillerÃa, y todavÃa Rantzau no sabÃa á qué atenerse ignorando la ocasión del tumulto. Asà la rota fué completa; quedó preso Rantzau con todos los generales, coroneles y capitanes, cuarenta y siete banderas, veintiséis estandartes, catorce cañones y dos morteros, que era toda la artillerÃa, municiones, carros y bagajes. Los muertos no fueron muchos, porque la embestida fué tan repentina y tan vigorosa, que los franceses acobardados, apenas osaron ponerse en defensa; los heridos fueron más, y sobre todo los prisioneros y dispersos, á punto que de diez y ocho mil, apenas dos mil soldados se salvaron. Debióse lo principal del suceso al General de la caballerÃa D. Juan de Vivero, que con los coroneles Vera, Villar y otros extranjeros de su mando, penetró en el campo enemigo no bien dada la señal del combate. Dió este hecho reputación á nuestra caballerÃa; levantándose sobre la de la infanterÃa, que, aniquilada en Rocroy, no acertaba ya con nueva gente á hacer nada importante, y como al propio tiempo en Cataluña se mostrase la caballerÃa superior á la infanterÃa, vino á resultar un cambio total en el género de reputación de nuestras armas, cambio no dichoso por cierto. El triunfo de Tutelinghen hubiera producido copiosos frutos en Alemania y en Flandes, á no andar flojos los nuestros y muy activos los enemigos. Estrechóse con él la alianza entre los holandeses y franceses, y unos y otros pusieron mayores fuerzas que nunca en campaña. El duque de Orleans, con un ejército poderoso, donde iban por tenientes suyos los Mariscales de la Meilleraie y de Gassion, se puso delante de Gravelingas, mientras una armada holandesa establecÃa el bloqueo. Mandaba en la plaza el Maestre de campo D. Fernando de SolÃs; y aunque, ó por su culpa ó por culpa de nuestros generales, la guarnición no pasarÃa de mil quinientos hombres, cuando debiera ser doble en número, y asà constaba en los asientos de España, fué la defensa bizarra, rechazando en cuatro asaltos á los franceses con horrible pérdida. Mas al fin, reducidos los nuestros á la tercera parte, y viendo aportillados por todas partes los muros, se rindió con honrosos partidos. Acudieron al socorro Piccolomini, que acababa de llegar á Flandes, y el mismo D. Francisco de Mello, con el conde Fuensaldaña y todas las fuerzas disponibles, mas no pudieron conseguirlo. Y entre tanto, el PrÃncipe de Orange, viendo desguarnecidas con aquel socorro nuestras fronteras, invadió el territorio, tomó tres fuertes nuestros poco importantes y el llamado de San Esteban, y logró circunvalar de esta vez el Saxo de Gante. HabÃalo intentado ya antes, y estorbádoselo D. Francisco de Mello: ahora lo consiguió sin dificultad alguna. La plaza era pequeña, pero importantÃsima, porque desde allà se podÃa inundar á mansalva con los diques toda la campiña de Gante, y por estar á corta distancia de esta ciudad y de Amberes, abriendo puerta á todo el Brabante: era muy fuerte, pero guarnecida por solo trescientos hombres. Logró el Sargento mayor Espinosa, mozo muy alentado, meterse en la plaza con novecientos hombres, rompiendo las lÃneas enemigas, y esto prolongó la defensa por algún tiempo; pero al cabo de seis semanas tuvo que rendirse la plaza, no pudiendo tampoco socorrerla el marqués de Tordelaguna, D. Francisco de Mello. Suceso funestÃsimo que terminó la desgraciada campaña de 1644 por aquella parte, y que puso en horrible descrédito á Mello, á quien públicamente insultaban los naturales acusándolo de flojo é inepto. Su mujer, dama orgullosa, acabó de concitar contra él todas las iras, y al fin el Rey, aunque con honrosas distinciones, se vió obligado á separarlo del mando. à fines de este año murió la Reina Doña Isabel de Borbón. El Rey, que habÃa ido á Aragón con intento de que jurasen los brazos del Reino por heredero al prÃncipe D. Baltasar, y á preparar las cosas de la nueva campaña, volvió á Madrid y manifestó sentirlo sobre manera. Ya por este tiempo estaba del todo declarada la privanza de D. Luis de Haro. Hubo asomos de disgusto y de resistencia en los Grandes á reconocerla; y aun llegaron á escribirse graves disertaciones, discutiendo la cuestión de si el Rey debÃa ó no tener favoritos. Las costumbres no habÃan mejorado por parte de los Tribunales y gente del Gobierno. La Universidad de Salamanca quiso trasladarse á Palencia por no poder más soportar los desafueros que allà se ejecutaban en sus estudiantes. Hubo _auto de fe_ en Valladolid, donde murió quemado D. Francisco de Vera, noble caballero, acusado por su propio hermano de negar algunos artÃculos de la fe: y en Córdoba y otras ciudades habÃalos á la par como siempre. Quemáronse públicamente en Madrid monederos falsos, y hombres acusados de pecado nefando y multiplicáronse los desafÃos y las quiebras de negociantes. Entre los hechos escandalosos, lo fué sobre manera la prisión y causa de D. Jerónimo de Villanueva, aquel famoso protonotario de Aragón amigo del Conde-Duque que tanto contribuyó á las revueltas de Cataluña, secretario de Estado de Flandes y España, por cuya mano habÃan corrido los mayores asuntos de la MonarquÃa; y las de Doña Teresa Valle de la Cerda, abadesa del convento de San Plácido, de Madrid, y tres de sus religiosas, ejecutadas y seguidas por el tribunal de la Inquisición. Amó D. Jerónimo á la Doña Teresa en sus mocedades, y tanto que estuvieron para contraer matrimonio. Arrepintióse ella inesperadamente de aquel trato, y sin que bastasen á disuadirla algunos ruegos, determinó meterse monja. Entonces D. Jerónimo, ó con su solo caudal ó con el suyo y el de su amada junto, edificó aquel convento, de donde ella fué abadesa, y al lado una gran casa que él habitaba. Visitaba frecuentemente el convento D. Jerónimo en compañÃa del Conde-Duque, y esto y la proximidad de la casa al convento, y los pasados amores, hicieron rugir á la murmuración sacrÃlegas y misteriosas historias. Al fin la Inquisición tomó parte, y aunque nada resultó, á lo que parece de los procesos que se formaron, fué acontecimiento que produjo doloroso escándalo. Tal sucede en los tiempos de depravación, donde la murmuración halla pretextos continuos: perviértese la opinión, dáse crédito á todo, porque todo se ve posible, y padecen tanto la moral y las costumbres con la verdad como con la sospecha. SeguÃan los jueces, perezosos ó pervertidos como antes, de modo que sólo podÃa decirse que entendÃan en dar tormento, el cual aplicaban con horrible dureza. Padeciólo inocente Alonso Cano, el célebre artista, por haber hallado á su mujer muerta en el lecho, asesinada en su ausencia. Señalábase por la crueldad en esto de dar tormento, cierto alcalde de Corte llamado D. Pedro de Amezqueta, que apenas dió uno que no originase muerte. No cesaban las procesiones y funciones de iglesias, y alguna vez aún solÃa haber toros y fiestas. Pero no obstante, habÃase aminorado notablemente el deseo de este género de entretenimiento. Ahito el Rey de placeres y liviandades, y lleno acaso de remordimientos, no ponÃa tanta atención en ello; y la muerte de su mujer, á la cual en los últimos tiempos habÃa vuelto todo su cariño, y la de su hijo, el prÃncipe D. Baltasar, acabaron de inclinar su corazón á la melancolÃa. Sintieron las comedias los primeros efectos de esta nueva disposición de ánimo del Rey. Diéronse ya en 1644, antes de la muerte de la Reina, unas leyes, por las cuales se prohibÃa que pudieran componerse ni representarse de otros argumentos que de vidas y hechos de santos; que hubiese cómicas que no fuesen casadas, y que los señores de la Corte pudiesen visitar á las comediantas arriba de dos veces: dictadas unas por la ignorancia y la hipocresÃa, ridÃculas otras y completamente ineficaces. Si algo habÃa de prohibirse por profano é indigno, eran cabalmente las comedias de santos. Y no podÃa disculparse en el Rey y sus Consejeros que pasasen de la vida de comediantes que ellos propios con mengua de sus altos empleos hacÃan, á suprimir las comedias: lo único grande y la única recompensa, pequeña á la verdad, que nos hubiese quedado de tanta pérdida y desdicha, como aquella alegre y poética Corte nos habÃa traÃdo. Muerta la Reina se puso ya en tela de juicio, como lo estuvo en los dÃas de Felipe III, si eran ó no lÃcitas y convenientes las comedias; hubo papeles en pro y en contra, y al fin se suspendieron por dictamen del Consejo de Castilla, «hasta que Dios se sirva, decÃa, dar fin á las guerras tan vecinas con que Castilla se halla». Graves palabras y dictamen, que mirando la ocasión en que se dijeron, no pueden censurarse aún por los que más amen el divino arte dramático. Agravada luego la tristeza del Rey con la muerte de D. Baltasar, heredero presunto de la Corona, estuvieron suspensas las comedias por entonces. Por estos mismos años, llegado á mayor edad, fué reconocido por hijo del Rey, D. Juan Antonio de Austria, tenido en la famosa comedianta, llamada la Calderona. Púsosele casa en 1644; hÃzosele prior de San Juan, y comenzó á imaginarse qué cargo corresponderÃa á su afición y nacimiento. Pronto se notó en él amor á las armas: quÃsosele hacer gobernador de Flandes, ó darle mando en los ejércitos de España; pero al fin se prefirió la marina. Fué nombrado, por tanto, GeneralÃsimo de la mar, dándole por segundo á Carlos Doria, con otros capitanes antiguos y experimentados. Nuevos vaivenes y borrascas se preparaban en tanto á dar el último golpe á nuestro poderÃo, agotando del todo nuestras fuerzas. Y eso que no podemos decir que en tales borrascas y combates no nos ayudase la fortuna; por el contrario, ella, declarándose muchas veces por nosotros, hizo aún dudar al mundo, si era ó no España todavÃa la nación potente de Felipe II. Faltan por ver prodigios del valor español; aun hay que ver cómo defienden piedra á piedra la grande herencia de sus padres por dentro y por fuera contrastada, los nobles hijos de Aragón y Castilla, á pesar de todas las faltas de su Gobierno. En Italia el prÃncipe Tomás se apoderó de Roca de Vigevano; mas recobráronla los españoles el año siguiente, y rindieron á Niza de la Palla, logrando mantener en el Piamonte la guerra que los enemigos querÃan traer al Milanesado. Viendo el Gobierno francés cuán poco adelantaba por aquella parte, imaginó embestir á Nápoles, donde el prÃncipe Tomás tenÃa algunos parciales, y donde habÃa al parecer menos defensa. Para preparar el camino salió de las costas de Provenza una escuadra francesa al mando del duque de Brezé, compuesta de treinta y cinco naves, diez galeras y sesenta buques menores; tomó á su bordo al prÃncipe Tomás, con ocho mil soldados, y desembarcándolos en la playa de Siena, se apoderaron de Telamon y de los fuertes de Salinas y San Stephan, lugares descuidados y no bien provistos. Luego llegaron delante de Orbitello, plaza fuerte y defendida con buena guarnición por aquel valeroso Carlos la Gatta, que tan nobles pruebas dió de sà en el sitio de TurÃn. Era Virrey de Nápoles el duque de Arcos; porque ya el ilustre almirante de Castilla, por causas que luego apuntaremos, habÃa dejado aquel Gobierno, tornándose á España. No bien supo el de Arcos el sitio de Orbitello, levantó tropas, y con copia de bastimentos y dinero las envió en siete bajeles al socorro, el cual se logró felizmente. No fué tan afortunado otro socorro que envió el de Arcos á los pocos dÃas en buques pequeños, porque sorprendidos por la armada de Brezé, que habÃa quedado á la mira de las costas, fueron destrozados. Pero en esto, sabido el caso en España, se juntaron apresuradamente algunas galeras al mando de Don Diego Pimentel, hijo del conde de Benavente, las cuales, reunidas con las napolitanas, compusieron una armada de sesenta y cinco velas y diez barcos de fuego ó brulotes. Dió vista esta escuadra á la francesa en las costas de Toscana y al punto se trabó el combate, que duró tres dÃas, aunque no con mucha furia; nosotros perdimos un brulote, que se incendió por sà mismo; los enemigos una nave gruesa y el Almirante, que murió de un cañonazo, con lo cual se dieron por vencidos y se alejaron á toda vela de aquellos mares, dejando triunfantes nuestras banderas. Mas aunque algunos de nuestros bajeles llegaron á la costa, no hallaron medios de enviar socorros á la plaza, cerrada completamente por los sitiadores, y asà se temÃa su pérdida. Desplegó el de Arcos una actividad loable; juntó un grueso de infanterÃa que envió por mar á aquellas costas, y otro de caballerÃa, por tierra y á dobles marchas; y todo el ejército lo puso á las órdenes del marqués de Torrecusso. HabÃase este General retirado á Nápoles después de la batalla de Montijo; y cierto que la elección del Virrey no podÃa ser más acertada. Justificóla Torrecusso forzando valerosamente las lÃneas del prÃncipe Tomás delante de Orbitello, y poniendo en completa fuga á sus tropas. Ganó mucha gloria Carlos La Gatta, que en una salida deshizo todos los trabajos de los sitiadores, que estaban casi terminados, obligándolos á emprenderlos de nuevo. Quitó Mazzarino el mando de los ejércitos franceses al prÃncipe Tomás de resultas de este desastre, y envió una nueva expedición á aquellas costas, en naves francesas y algunas portuguesas, con un ejército al mando de los mariscales de La Meilleraie y de Plessis, el cual se apoderó de Piombino, que pertenecÃa á un pariente del PontÃfice, por castigar á éste de cierto desaire que al Ministro francés habÃa hecho. Luego los dos Mariscales desembarcaron en la isla de Elba y se apoderaron en veinte dÃas de Portolongone, poseÃdo por los españoles. Y parte de la armada que los trajo á aquellas costas adelantó su osadÃa hasta mostrarse amenazadora en el Golfo de Nápoles. Salieron á ella los bajeles españoles, que por acaso habÃa en el puerto, y los napolitanos, tripulados por la nobleza de la ciudad, y no se dudaba del triunfo, cuando una calma repentina impidió el combate, y á favor de las sombras huyeron luego los franceses para evitarlo. Piombino y Portolongone iban á caer en manos de los españoles de nuevo, cuando impensados sucesos vinieron á trastornar todas las cosas. Fué el primero el alboroto ocurrido en Sicilia á principios de 1647. Estaban los pueblos de aquella isla muy cargados de tributos, como todos los de la MonarquÃa. Las últimas empresas de los franceses en las costas de Toscana habÃan obligado al Virrey, que era el marqués de los Vélez, tan desgraciado en Cataluña, á reunir á toda prisa hombres y dinero con que defender sus costas, y atender al socorro de Nápoles y Toscana, y por lo mismo habÃa acrecentado las derramas y habÃa hecho levas considerables con gran disgusto del pueblo. Aconteció en tan mala ocasión una extraordinaria sequÃa, y con ella se declaró el hambre en toda Sicilia. No faltaba más para traer al último punto de la desesperación á los naturales. Incierto y confuso, y poco diestro, como siempre, el de los Vélez, oyendo el clamor del pueblo y temiendo ya sus excesos con el pasado escarmiento, comenzó á imaginar remedios para atajar el daño, y no se le ocurrió otro mejor que prohibir á los panaderos que subiesen el precio del pan, con pena de muerte. Retiráronse de tan peligroso ejercicio los panaderos; creció la miseria; aumentóse el desconcierto y, por último, impulsados por la desesperación, tomaron las armas tumultuariamente los naturales de Palermo, y acaudillados por un cierto Tomás Alesio, artesano, quemaron y saquearon las casas de los usureros y recaudadores, y las de los nobles y amigos del Virrey, abrieron las cárceles, y durante tres dÃas fué dueña de aquella capital la anarquÃa. No hizo nada el de los Vélez para reprimirla: refugiado en las galeras desde los primeros instantes, no supo más que ceder á todo cuanto quiso solicitar de él la muchedumbre. Abolió las gabelas, devolvió al pueblo sus privilegios y concedió un perdón general á todos los culpables. Las turbas, insaciables, como siempre, no se contentaron con eso y continuaron los desórdenes en Palermo y luego en toda Sicilia, llegando á haber en las principales ciudades como Siracusa, Agrigento y Catania, barruntos de sacudir el dominio de España, dándose á los franceses. Pero Mesina se mantuvo fiel, y el mismo pueblo de Palermo hizo pedazos al _Strático_, que era el primer funcionario de la ciudad, por tachársele de agente de los franceses. Además, los varones ó señores feudales, de origen catalán en mucha parte, parciales de España y enemigos del pueblo, se pusieron del lado del Virrey, y asà se logró atajar por entonces la insurrección, que muy amenazadora se presentaba. Harto peores resultas y cuidado ofreció el disgusto de Nápoles, que comenzó á mostrarse por los mismos dÃas. Era ésta de las provincias extranjeras de la MonarquÃa la más fiel y la que más habÃa hecho en todas ocasiones por España. Sus ejércitos y sus armadas, lo mismo que sus tesoros, no se habÃan escaseado jamás: con los españoles se habÃan empleado copiosamente en las campañas que en el Nuevo y Viejo mundo habÃa sostenido la MonarquÃa desde principios del siglo XVI. Sujetos sus soldados á la severa disciplina española, pronto adquirÃan la propia intrepidez, la misma firmeza, el mismo deseo de gloria que los tercios nacionales, á punto de no distinguirlos en las batallas. Napolitanos fueron muchos de los mejores capitanes que antes y después tuvo España; napolitanos muchos de los bajeles que tanta gloria dieron á nuestro pabellón en el Mediterráneo. Apenas puede decirse que las diversas provincias de España se tuvieran por tan españolas como aquella Nápoles, conquistada por la fuerza y sin otra razón ni derecho poseÃda. Aun por eso habÃa menos cuidado en guardar aquel reino que ningún otro, y á principios de 1647 no pasaban de dos mil los soldados españoles que guarnecÃan todo aquel reino. Pero á medida que Nápoles contribuÃa tanto á mantener el Estado, los Ministros de Felipe IV, como suele suceder, redoblaban sus exigencias. AsÃ, en los veinte últimos años solamente, se calculaba en cincuenta mil hombres, número desproporcionado para aquella edad, y en ochenta millones de ducados lo que se habÃa sacado de Nápoles para las guerras. Esto y la mala administración del reino, singularmente en los últimos años, lo habÃan traÃdo á lamentable pobreza. Ni el conde de Monterrey, ni el duque de Medina de las Torres, deudos del de Olivares, que allà fueron Virreyes uno tras otro, pensaron en más que en esquilmar á los pueblos, y no ya sólo para servir y auxiliar á España, sino para enriquecerse ellos propios y contentar la codicia de sus favorecedores. Asà andaban entonces todas las cosas. El pueblo napolitano, ligero é inflamable, aunque dado á la obediencia y leal á España, no podÃa ya menos de murmurar altamente del Gobierno, y aumentándose cada dÃa la despoblación y la miseria, Ãbanse también aumentando las quejas, hasta el punto de producir profundo y general descontento. Y cierto que no era de despreciar éste: ya una vez lo habÃa demostrado en tiempo de Carlos V, con motivo del establecimiento de la Inquisición, y hubo que renunciar á ello: después, en diversas ocasiones, habÃa aparecido terrible. Ni faltaba entre la muchedumbre quien se inclinase á la emancipación y á echar del reino á los españoles por cualquier modo, para darse á los franceses; y aunque estos reformadores fuesen pocos y flacos, todavÃa eran de precaver sus intentos y de repararlos con tiempo. Mas los Ministros y los Virreyes españoles no pusieron en nada de esto la atención más pequeña. Funestas y más tempranas habrÃan sido las resultas, á no mediar una circunstancia tan favorable para los españoles como desfavorable para la rebelión, y era la división entre nobles y plebeyos. Tal división, que perdió las libertades de Aragón y Castilla, mientras la unión conservaba las de las Provincias Vascongadas, y que daba vida á la insurrección de Cataluña, y facilitaba la desdichada emancipación de Portugal, era antigua en Nápoles. Vióse de ella una muestra durante el virreinato del gran duque de Osuna. No pudieron conllevar los nobles que fuera tan querido del pueblo, el cual no le amaba tanto sino porque lo creÃa enemigo de los nobles: lograron éstos desposeerle del virreinato, y aquél estuvo para tomar las armas en su defensa, no dependiendo quizás, sino de Osuna que no lo hiciese. Pero si esto retardó la rebelión y sacó al fin triunfante de ella nuestras banderas, no pudo impedirla ni estorbar sus excesos, que fueron luego tan horribles. Previóla el Almirante de Castilla, EnrÃquez de Cabrera, sucesor del de Medina de las Torres, que ya habÃa sabido preveer la de Cataluña quince años antes que aconteciese, y desde el primer momento, comenzó á mejorar y moralizar la administración, y escribió á Madrid representando el peligro y la imposibilidad de sobrecargar á Nápoles con nuevas derramas y contribuciones, avisando al propio tiempo como buen soldado, que no eran bastantes las guarniciones españolas que allà habÃa para mantener la obediencia, si el descontento llegaba á estallar en armas. Pero en Madrid, con la ordinaria imprevisión y el orgullo insensato de siempre, no se dieron oÃdos á sus avisos; antes, como en otro tiempo por los de Cataluña, se le tachó ahora de apocado y débil, á él que era de los poquÃsimos capitanes y Ministros de corazón heroico que aún tenÃa España. Entonces el Almirante, afligido por los nuevos males que miraba venir sobre la patria, hizo renuncia de su cargo, diciendo: «que no querÃa que en sus manos se rompiese aquel tan hermoso cristal que se le habÃa confiado.» Vino el Almirante á España, y en su lugar fué don Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos. TenÃa este hombre reputación de inflexible, y era, por tanto, muy estimado en la Corte, que miraba en esta la mayor de las cualidades para el gobierno de los pueblos; mas aún se equivocaba en ello, porque el de Arcos antes podÃa contarse por duro que no por inflexible, como se le suponÃa. Era de esos Ministros á quienes jamás les ve la sonrisa el humilde ó inerme; y delante del fuerte y del armado dejan escapar viles lágrimas: frecuentes en todos tiempos, más en los de decadencia, y propios siempre para ocasionar desdichas. Tales fueron todos los que intervinieron en los principios de la rebelión de Cataluña. La inflexibilidad del carácter donde hay que ponerla á prueba es en los momentos de peligro ó de desgracia, y harto más resplandece en la autoridad vencida, que sabe morir sin ser indigna, que no en la autoridad triunfante y segura que oprime y tiraniza á mansalva. Buen español sà era el de Arcos, como lo demostró en la embestida de los franceses; probó hasta el punto de no tener dinero con qué volver á España cuando fué separado del virreinato; inteligencia no le faltaba y menos astucia; pero por las calidades que dejamos indicadas, no era sino el peor Virrey que pudiera ir á la sazón á Nápoles. No bien llegó allá tuvo que imponer un nuevo tributo para atender á los gastos de la defensa contra los franceses, y en mal hora se le ocurrió que fuese sobre el consumo de la fruta, porque tales tributos son los más dolorosos siempre, y más debÃa serlo aquél y en Nápoles donde la gente común no tomaba apenas otro alimento. Tratóse, viéndose el disgusto general, de abolirlo después de establecido; mas aunque se inventaron para ello varios recursos, no se ejecutó al cabo ninguno. Siguió el impuesto sobre la fruta, y con él de dÃa en dÃa fué aumentándose el disgusto hasta parar en cólera y desesperación. Llegaron las cosas al punto en que sólo falta una cabeza para dar principio á los tumultos, y ésta, como suele suceder, no tardó en presentarse. Fué este caudillo Tomás Aniello de Amalfi, conocido vulgarmente por Masaniello, joven de veintisiete años, y de oficio vendedor de pescado. Desabrido como todo el vulgo con el impuesto sobre la fruta, tuvo además otro motivo para inclinarse á tomar parte en la rebelión: su mujer, á quien él amaba en extremo, fué presa por los aduaneros de la ciudad al querer introducir furtivamente una poca de harina, género también gravado con molesto tributo. De aquà nació que Masaniello se hiciese notar entre los más ardientes instigadores de la sublevación. Comenzó ésta por un altercado entre los rústicos que traÃan la fruta al mercado y algunos revendedores, sobre quién hubiese de pagar el impuesto: intervinieron los recaudadores, y acalorándose los ánimos cayeron algunas piedras sobre ellos; la primera disparada por Masaniello, con que comenzó á cobrar autoridad entre el vulgo. Luego, subiéndose el propio Masaniello sobre un banco, pronunció las siguientes palabras que vinieron á ser el grito de guerra de la insurrección: «_¡Viva Dios! ¡Viva la Virgen del Carmen! ¡Viva el Papa! ¡Viva el Rey de España! ¡Viva la abundancia! ¡Muera el mal Gobierno! ¡Fuera la gabela!_» Y poco después el populacho desenfrenado, dando suelta á su cólera, corrÃa por todas partes, echaba las campanas á vuelo y quemaba las casillas de los recaudadores de tributos. Por último, sin objeto, sin idea fija, sin jefe aún reconocido, se lanzó al Palacio del Virrey. HacÃa dÃas que el duque de Arcos estaba avisado del mal estado del pueblo; sabÃa lo exaltado de las conversaciones, lo aventurado de los intentos, la ira y la saña que germinaban en él. Pero no se dignó de abrir entrada en su alma al recelo: creÃa imposible que contra autoridad como la suya intentase nada el pueblo, y además tenÃa por infalibles remedios para atajar la sublevación si venÃa, los grillos y los dogales de la justicia. No cuidó de reforzar la guarnición de Nápoles, ni tomó precaución alguna de resistencia. Mas cuando vió desde sus balcones cómo desembocaban las turbas en la plaza de su Palacio, en qué número, con qué alaridos, con cuáles demostraciones de saña, toda la confianza antigua desapareció de un golpe, convirtiéndose en lo que suelen confianzas tan insensatas, en miedo. Si en aquel punto hubiese parecido tan animoso como antes se mostraba; si hubiera acertado á ser en trance de armas tan resuelto como era en el despacho pacÃfico de los negocios, todavÃa la rebelión hubiera podido contenerse. Montando á caballo, llamando á sà las tropas españolas y tudescas, convocando á los nobles de la ciudad, irreconciliables enemigos de la plebe, y atrincherándose en el Palacio ó saliendo valerosamente al encuentro de los rebeldes, estos hubieran sido indudablemente deshechos, faltos de armas, de organización, de caudillo, de todo lo necesario para el combate. Pero D. Rodrigo, con mengua y escarnio de su reputación de inflexible, y con afrenta de sus heroicos mayores, no supo más que temblar en la ocasión; dejó al populacho que rompiese las puertas, que invadiese los salones y se apoderase de su persona, soportando insultos y sujetándose á los más vergonzosos tratamientos. Al fin, merced á la astucia del Arzobispo de Nápoles, el Cardenal Filomarino, muy respetado del pueblo, pudo huir y refugiarse en el castillo de San Telmo, de donde luego disfrazado pasó al de Castelnovo, cuyo alcaide era D. Nicolás de Vargas Machuca, muy buen soldado y de familia de ellos. Allà poco á poco se fueron recogiendo los principales señores y caballeros. El pueblo en tanto, aclamó por su caudillo á Masianello, que se habÃa distinguido entre todos por su ardor y arrojo, y á quien favorecÃan con sus simpatÃas algunos de los demagogos más furiosos, entre otros un cierto Julio Genovino, anciano octogenario y sagaz que tuvo no poca parte en los posteriores sucesos. Soltáronse los presos de las cárceles, saqueáronse las armerÃas, formáronse pelotones diversos de gente armada, y pronto el número de los sublevados tocó, si es que no pasó, el número de cien mil hombres. Luego fueron quemadas las casas de los principales arrendadores de contribuciones y amigos del Virrey. Pero era tanto el amor de aquella gente á España; era tal aún su respeto á la Corona, que cuando en medio del saqueo encontraban retratos de Felipe IV y de sus antecesores, apartábanlos con mucho cuidado, improvisaban doseles en las esquinas, y allà los colocaban con fervientes aclamaciones. Sus caudillos y tribunos improvisados no cesaban de predicar obediencia y respeto al Rey de España, limitándose á censurar el mal Gobierno. No se sabe que fueran perseguidos en el primer tumulto los españoles domiciliados; antes la furia común descargó principalmente sobre los Ministros y logreros napolitanos que tiranizaban y robaban á sus hermanos bajo el amparo de los Virreyes. El actual, D. Rodrigo Ponce de León, desde Castelnovo comenzó á negociar con el pueblo, pensando recobrar por maña lo que por fuerza habÃa perdido; mas éste se negó á todo concierto que no fuese la abolición completa de los impuestos sobre consumos. No se hizo esperar el empleo de las armas: dentro de San Lorenzo, que era una especie de Casa Consistorial, en un torreón muy fuerte, habÃa un depósito de artillerÃa y guarnición de cuarenta soldados españoles. Acometió aquel puesto Masianello con hasta diez mil hombres ya bien armados y un cañón, y después de tres horas de mortÃfero combate tuvieron aquellos valientes, reducidos á mucho menos número, que rendirse á partido. Tras esto acometieron y deshicieron los sublevados algunas compañÃas de españoles y tudescos que acudÃan de diversas partes al refuerzo de la gente del Virrey. Éste en tanto, no desalentado con los primeros desaires que habÃa recibido del pueblo, movió nuevos tratos con él, y mediando el arzobispo Filomarino, con indecible constancia entonces, logróse llegar á concierto. Mas como algunos forajidos, instigados por uno de los grandes señores enemigos de la rebelión intentasen matar á Masianello durante la ceremonia donde habÃan de jurarse los pactos, el pueblo, furioso, los hizo pedazos, y derramándose por la ciudad cometió ya infinitos excesos contra todo género de personas, abandonándose por el pronto toda idea de acomodo. Al fin, las exhortaciones de Filomarino y el haber ganado con dinero ó promesas el favor de Julio Genovino, aquel octogenario que en los principios de la sublevación habÃa figurado tanto, fueron parte para lograr nuevo concierto, que por esta vez llegó á ejecución. Pero fué inútil. La verdad era que en el punto en que estaban las cosas, como siempre que el vulgo ha llegado á triunfar de las autoridades y del Gobierno, no habÃa más que ceder del todo ó recobrar con la fuerza lo perdido. Las concesiones, utilÃsimas y loables para evitar y precaver, no lo son para sosegar y vencer á los que ya han ejercitado el valor del brazo y probado con él que son capaces de obtener por sà lo mismo que quieren concederles otros. Bien hubiera hecho el duque de Arcos en oir las quejas de aquel pueblo leal, que no pedÃa más que pan y frutas con que entretener las vidas y ganar tesoros que ofrecer á España. Ya que de las quejas habÃa pasado el pueblo á las armas, no era ocasión sino de sustentar con honra la autoridad y de hacer respetar el mando. Mas el de Arcos, como antes el de Olivares cuando la insurrección de Cataluña, presuntuoso y terco, más bien que no firme, aguardó para ceder la peor de las ocasiones. Consintió en que se levantasen todos los nuevos impuestos, en que se aboliesen las gabelas, no conocidas en tiempo de Carlos V, y aun no fué esto lo más malo, por cierto, sino que compartió con el miserable Masianello el gobierno, le dió tratamiento de Grande, puso á sus órdenes las galeras con que JuanetÃn Doria, rescatado ya de sus prisiones, habÃa venido á socorrerle, dejando el crucero de aquellos mares que le estaba encomendado é hizo que su guardia le prestase iguales honores que á él. Su esposa, Grande de España, prostituyó la dignidad de su clase, hasta el punto de tratar familiarmente con la mujer del vendedor de pescados, poco antes presa por el contrabando de harina en que la sorprendieron los aduaneros. Llegó la vileza del de Arcos hasta á limpiarle el sudor del rostro, adulando bajamente á Masianello delante del pueblo. Entonces se vió una cosa prodigiosa para el común de las gentes, de clara explicación para los que estudian los misterios de la naturaleza humana. Masianello, el pobre vendedor de pescado, nacido era la abyección y criado entre el vulgo más soez del mercado de Nápoles, se mostró intrépido, generoso y hasta inteligente, mientras solamente se trató de combatir, mientras no hizo más que ser el primero en las determinaciones y en los peligros, cubierto de harapos, apellidado sólo por su nombre vil. Pero no bien trocó los harapos por un vestido de riquÃsima plata, que el Arzobispo le obligó á tomar por cierto; no bien notó los honores que le dispensaba la guardia del Virrey; no bien entró en los salones perfumados de éste, sintió sus adulaciones y vislumbró todo el poder, sintió pasiones desconocidas, y se trocó en otro hombre. Tuvo recelos de que le matasen y sacrificó á tal recelo centenares de vÃctimas; tuvo sed de sangre, sed de mando, sed de oro; derribó cabezas por capricho sólo y como para convencerse de que tenÃa poder para tanto; imaginó construirse un soberbio palacio; celebró banquetes magnÃficos; corrÃa las calles á caballo con la espada desnuda afrentando á cuantos encontraba y vino al fin á parar en demente. El pueblo, que le idolatraba, llegó á aborrecerle con aquellas demostraciones, y aprovechándose de esto unos asesinos, enviados por el duque de Arcos sin duda, le sorprendieron en un convento y allà mismo acabaron con su vida. Entonces el pueblo bajo insultó su cadáver y lo arrastró en triunfo como dÃas antes habÃa arrastrado tantos por mera indicación de Masianello. Asà acabó el imperio de aquel hombre singular, que aunque sólo duró nueve dÃas, merece años de meditación y estudio, por las grandes lecciones que ofrece y los notables ejemplos que propone. ¿Llegó á pensar en levantar un Trono? No se sabe, ni es fácil decidirlo: la verdad es que rechazó las proposiciones que le hicieron mensajeros franceses que llegaron pronto á la ciudad para sacar partido de tales sucesos, y que hasta el último punto aparentó ser súbdito leal del Rey de España. Creyó el Virrey restablecida con esto la autoridad y sosegadas las cosas, y aun volvió á morar en su palacio y á gobernar desde allà como antes; pero hubo nueva ocasión de conocer cuán cierto es que contra un pueblo que toma una vez las armas y sale triunfante, no bastan ya concesiones y conciertos, y que es preciso, ó sujetarse á él en un todo, ó imponerle de nuevo con la fuerza el respeto perdido. Pocas horas después de la muerte de Masianello ya habÃa encontrado el pueblo nuevo motivo para renovar los pasados excesos; ya se lloraba aquella muerte como una gran desdicha, y los mismos quizás que habÃan arrastrado su cadáver por el cieno de las calles, se apresuraban á recogerle y á honrarle de mil maneras. No faltó quien le tuviese por santo y por mártir; pocos dejaron de celebrarle como á héroe, y el Virrey tuvo que refugiarse de nuevo á Castelnovo. Volvió á aplacarse el tumulto, pero no por eso cesaron los excesos: cada dÃa se cometÃan nuevos atentados; cada dÃa eran mayores las exigencias, hasta que por fin se declaró de nuevo abierta insurrección. Aún el motivo no está bien conocido; pero el espÃritu de revuelta, las pasiones desenfrenadas antes, mal avenidas ahora con el orden, las artes de los revoltosos de profesión, deseosos de medrar en las revueltas, y acaso las de los emisarios franceses, pueden explicar los acontecimientos que sobrevinieron. De repente el pueblo, guiado sin concierto por varios caudillos, se arrojó cierto dÃa sobre algunos puestos militares y los forzó fácilmente; estableció baterÃas que dominaban los castillos de Castelnovo y San Telmo; atacó la plaza de Palacio á mano armada, y, como hiciese fuego para defenderla la guardia tudesca, comenzó por todas partes un combate sangriento y una matanza horrible de españoles, tudescos y nobles napolitanos, sin perdonar edad ni sexo. Lograron el primer dÃa las turbas con lo inopinado del ataque grandes ventajas, y al siguiente pensaron en elegir un caudillo de experiencia y valor que los mandase. Fijáronse todos los ojos en el noble Carlos La Gatta, el cual se negó á ello resueltamente, con singular lealtad y ánimo; y en seguida propusieron el cargo al marqués D. Francisco Toralto ó Toralto de Aragón, prÃncipe de Massa y Maestre de campo general, bien conocido por la honrosa defensa que habÃa hecho de Tarragón. El PrÃncipe se resistió al principio con noble entereza á condescender con los deseos del pueblo; pero llevado del amor de su mujer, que estaba en poder de los sublevados, por una parte, y creyendo por otra atajar la sublevación con el nombre y autoridad de caudillo que le daban, se prestó al fin á ello. Era Toralto honrado y leal, mas desprovisto de las altas cualidades de carácter que dan al hombre la conciencia y el gobierno exclusivo de sà mismo, encadenándolo, según sea, al deber, al deleite ó á la conveniencia. Naturaleza de aquéllas que hacen el mal obrando bien y que se envilecen con nobles propósitos y acciones. Su nombre quedó infamado para siempre; mas á la verdad no era tan digno de desprecio como de lástima. Púsose el nuevo General en comunicación con el buen Arzobispo, que no dejaba un punto de trabajar en demanda de la paz, y con el Virrey, desbaratando con astucia los intentos de sus mismos subordinados y avisando á los españoles cuanto pudiera importarles. Todo el reino, harto conmovido ya con los anteriores sucesos, se declaró ahora en rebelión; y la capital, amaestrada en ellos, hizo su rebelión más terrible que nunca. Impacientes por pelear los caudillos del tumulto, sin aguardar órdenes de Toralto, embistieron formalmente el palacio donde se habÃa fortificado el tercio viejo de napolitanos, mandados por D. Próspero Tuttavilla, soldado de valor, y á pesar de su esforzada defensa, les pusieron á poco en cuidado. Entonces el Virrey desde Castelnovo rompió el fuego contra la ciudad, haciendo señal para que lo imitase al castillo de San Telmo. Contestaron los rebeldes con su artillerÃa, y se trabó un combate encarnizado, durante el cual cierto Andrea Pólito, audacÃsimo caudillo de las turbas, llegó á poner, con una mina que abrió diestramente, en no poco apuro á la fortaleza de San Telmo. Gobernaba en ella D. MartÃn Galiano, aquel valeroso defensor de Valencia del Pó, en el Milanés, contra franceses y saboyanos, y á éste se debió que Pólito no lograse al punto su intento, interviniendo también Toralto sagazmente, de modo que se paralizasen los trabajos de la mina. Hubo tras esto nuevas capitulaciones y algunas horas de reposo, cuando se avistó la armada española de D. Juan de Austria y del viejo Carlos Doria, enviada de España, no bien se supieron acá tan graves acontecimientos, la cual se componÃa de veintidós galeras, doce naves gruesas y catorce buques menores. TraÃa esta armada á su bordo tres tercios de españoles y uno de napolitanos, recogidos en el ejército de Cataluña, donde se contarÃan hasta tres mil quinientos infantes. Dió la venida del socorro sospechas y recelos á los sublevados, y valor y soberbia al Virrey, para que unos y otros de consuno quebrantasen las capitulaciones. Imaginóse un ataque general á todos los puntos ocupados por los rebeldes, para restablecer por la fuerza la autoridad del Rey; y el de Arcos y D. Juan de Austria de consuno tomaron todas las disposiciones. à un tiempo rompieron el fuego sobre la ciudad los castillos y lugares fuertes guarnecidos de los nuestros y los bajeles de la armada, mientras la gente de desembarco emprendÃa en diversos trozos el ataque de algunos puestos enemigos. Mas el populacho, ordenado y dirigido por muchos soldados viejos italianos, de los licenciados que habÃan servido debajo de nuestras banderas, animado ya descaradamente por algunos agentes de Francia, y hasta por una parte de la gente de Iglesia, principalmente los frailes capuchinos que predicaban la rebelión abiertamente, armado todo, con copiosa artillerÃa, y reforzado con las turbas más desaforadas de las provincias y no pocos bandidos, opuso tenacÃsima defensa. Toralto, aunque luchando hasta el último instante por lograr un acomodamiento, llegado el caso, sirvió á la sublevación con una lealtad funesta. Sus hábiles disposiciones y el número de su gente, que pasaba ya mucho de cien mil hombres, contrapuestos á nuestras escasas guarniciones y columnas, dieron á la rebelión notorias ventajas. Peleóse muchos dÃas sin fortuna, perdiéndose algunos puestos, cuyas guarniciones pagaban con la vida lo heroico de la resistencia. Logró Toralto que en medio de la pelea y á pesar de sus ventajas, propusiesen los rebeldes una tregua; y el de Arcos, tomándolo á flaqueza de los contrarios, no quiso aceptarla. Mas continuándose el combate y viendo que á cada momento perdÃan terreno los nuestros, rebajó de nuevo su altivez y propuso á Toralto la tregua que antes habÃa rehusado, implorando también humildemente la intercesión del Arzobispo, que de la propia suerte habÃa desairado poco antes. Negóse Toralto y negóse ya el pueblo á escuchar las voces de concierto, y más que aquel estaba ya muy sospechado de amigo de los españoles y vigilado muy de cerca por sus propios parciales, y el Arzobispo, indignado con el anterior desaire, no quiso tampoco mediar ahora con su influjo siempre poderoso. Aun llevó el Prelado tan lejos su indignación, que llegó á concebir el intento insensato y traidor de tomar aquel reino para el Papa aprovechándose de la revuelta: cosa indigna no menos que de su talento, del elevado carácter que antes habÃa mostrado. Sin embargo, no por eso fué estéril la idea que germinaba ya en todos los caudillos de la sublevación; pronto dieron un _manifiesto_ á Europa declarándose independientes de España. No sorprendió esto á nadie, porque á tal punto habÃan venido las cosas, que aquello no era más que formular explÃcitamente lo que de hecho parecÃa. Prosiguiéronse las hostilidades y como atacasen los rebeldes furiosamente un convento defendido por los nuestros y que era muy importante para el triunfo, habiendo estallado una mina dirigida por D. Francisco Toralto con más daño de los suyos que no de los nuestros, el pueblo harto receloso ya comenzó á apellidar traición, si con razón ó sin ella se ignora, y pasando pronto de las palabras á las obras, hizo pedazos al desventurado caballero. Asà acabó su extraña y contradictoria conducta el prÃncipe Toralto de Aragón. Nombraron en seguida las turbas por generalÃsimo en lugar suyo á un cierto Jenaro Annesio, de oficio maestro arcabucero, hombre zafio, ignorantÃsimo y cobarde, muy conocido ya en las anteriores revueltas; mas el gobierno verdadero de las armas lo pusieron en el Maestre de campo Brancaccio, soldado antiguo que habÃa servido con venecianos y fué siempre muy ardiente enemigo de España. HabÃan los nobles, entre tanto, levantado tropas en la campiña, principalmente de caballerÃa, formando en Aversa un pequeño ejército, el cual fué á mandar de parte del Virrey el general Tuttavilla; con tales fuerzas corrÃan los nuestros los alrededores de Nápoles y traÃan bloqueada á la ciudad. Salió contra ellos Jaime Rosso, caudillo popular, animoso y entendido en la guerra, con muchedumbre de gente armada: comenzó por atacar unas casas valerosamente defendidas por el capitán Ignacio Retes con cincuenta españoles, y luego, acudiendo al socorro Tuttavilla, se empeñó un combate general, en el cual llevaron al fin la peor parte los que seguÃan nuestras banderas. Resarciéronse bien de esta pérdida tanto Tuttavilla como los nobles napolitanos, destrozando en muchos encuentros parciales á los amotinados y estrechándolos á punto que Nápoles entera comenzó á sentirse aquejada del hambre. Annesio y Brancaccio no lograron ventaja alguna dentro de la ciudad, y asà la causa de los rebeldes volvió á hallarse un tanto decaÃda. Tornáronse á entablar negociaciones de paz, pero el duque de Arcos ni el pueblo mostraron propósito de arreglar las cosas. Y en esto la rebelión entró casi impensadamente en su último perÃodo, en el que más peligro parecÃa ofrecer para nosotros; y lejos de eso, nos proporcionó la recuperación de todo y una completa victoria. Fué el caso que Enrique de Lorena, duque de Guisa, de la casa de Francia, descendiente por lÃnea femenina de Renato de Anjou, y por tal tÃtulo no destituÃdo de pretensiones á la Corona napolitana, después de largas y laboriosas negociaciones con los caudillos del pueblo, llegó á Nápoles por mar burlando la vigilancia de nuestros bajeles, y se puso al frente de la rebelión, cesando el villano Jenaro Annesio en el cargo y empleo de generalÃsimo que tenÃa. El monarca francés, que habÃa pensado en apropiarse aquel reino, no vió con buenos ojos la empresa de Guisa; con todo se inclinó á enviarle una armada, esperando acaso convertir en su provecho el socorro. Con esto el de Guisa y los napolitanos se juzgaban ya triunfantes, y proclamaron solemnemente la república napolitana. Vióse en la ceremonia al arzobispo Filomarino, olvidando su antigua dignidad y constancia por los desaires del de Arcos, bendecir la espada del nuevo caudillo. Y éste, queriendo acabar pronto su obra ó dar señalada muestra de su valor, no bien se puso al frente del pueblo, dió rabiosa embestida á uno de los puestos españoles; pero fué rechazado con gran pérdida. No mucha más fortuna tuvo en el campo. Porque habiéndose puesto delante de Aversa, plaza de armas de Tuttavilla y los señores napolitanos, con buen golpe de infantes y caballos y artillerÃa, salieron á él hasta mil quinientos caballos de los nuestros, y hubo un combate sangriento, no lejos del puente de Fignano, en el cual, aunque peleó valerosÃsimamente de su persona, fué obligado á cejar, dejando á los nuestros la victoria. Llegó en esto la armada francesa al mando del duque de Richelieu, compuesta de veintinueve naves gruesas y cinco barcas de fuego con hasta cuatro mil hombres de desembarco. Reunióse diestramente la española diseminada por aquellas costas; reparóse lo mejor que pudo, aprovechando la indecisión de los enemigos, y luego fué con ella D. Juan de Austria á presentarles batalla, la cual duró seis horas con mucha furia, mas sin tener éxito decisivo. Comprendió, sin embargo, el de Richelieu que para desalojar á los españoles de aquellos mares era preciso arriesgar mucho, y no pareciéndole la ganancia en proporción del riesgo, puesto que veÃa al duque de Guisa apoderado de todo, desabrido también con éste que, lleno de soberbia, y temeroso ya de que Francia quisiese quitarle el fruto de la victoria, no le prestaba atención alguna, sin empeñar de nuevo la batalla, se hizo á la vela, tornándose á las costas de Francia. No sintió tanto como debÃa este suceso el duque de Guisa, cada vez más desvanecido con sus grandezas. El barón de Módena, su teniente, después de un largo bloqueo, obligó á salir de Aversa á Tuttavilla con la gente de la nobleza napolitana, refugiándose en Capua, por no ser socorrida aquella plaza, causa de disgustos entre el General y la nobleza, con que algunos caudillos populares lograron ciertas ventajas contra los nuestros. Pero el Virrey, quitando el mando á Tuttavilla para que no se aumentasen los disgustos entre él y los nobles, envió en su lugar al valeroso y experimentado Maestre de campo Luis Poderico, el cual supo resarcirse de tales pérdidas. ArdÃa la guerra civil en las provincias, por tal manera causando infinitos males; y en la ciudad, notando el desvanecimiento del de Guisa y sus licenciosas costumbres, recordando los más con amor el gobierno de España, comenzó á advertirse favorabilÃsimo disgusto. Ayudaron también á ello poderosamente las intrigas y manejos del de Arcos, que era en tal género de hostilidades muy diestro; con que en público aparecÃan ya hartas señales de decaimiento en la rebelión. Fué á tiempo que por nuestra parte se tomó una medida, de mucho antes solicitada, sin la cual no podÃa haber concierto alguno, y era la destitución del duque de Arcos. Tomó el gobierno D. Juan de Austria, apoyándose en los poderes que le envió su padre para componer aquellos desdichados disturbios, y con parecer y opinión de un consejo de capitanes, entró él mismo á ejercer el mando. Portóse en él con prudencia superior á sus años, que no pasaban entonces de diez y ocho, dejando entrever de sà mayores esperanzas que frutos dió en adelante. Mas no quiso la Corte dar entera aprobación á un hecho, ilegal al cabo, y sin reprender á D. Juan de Austria, confirió el Virreinato al conde de Oñate, D. Iñigo Vélez de Guevara, hombre de largos servicios y de verdadera severidad y destreza, Embajador á la sazón en Roma y antes en el Imperio por muchos años, donde contribuyó sobremanera á desbaratar los planes de Gustavo Adolfo, y luego la conspiración de Walstein, haciendo representar á nuestra diplomacia importantÃsimo papel en todos aquellos acontecimientos. Tiempo habÃa que la Corte de España no hacÃa nombramiento más acertado, puesto que sólo el del buen Almirante pudiera compararse con éste. Desplegó el nuevo Virrey una actividad prodigiosa: empleó de tal manera sus agentes y confidencias, que desacreditó en breves dÃas al de Guisa; puso de su parte á varios caudillos populares, y no menos hábil guerrero que negociador, trajo á perfecta ordenanza las armas. Ya D. Juan de Austria en el corto tiempo que desempeñó el Virreinato habÃa escarmentado al enemigo durÃsimamente, mediado el mes de Febrero de 1647, donde el ataque fué general á todos los puntos, guarnecidos de los nuestros y por todas las fuerzas de dentro y fuera de la ciudad con que pudiese contar la rebelión. Peleóse desesperadamente, menudeando los asaltos, y asordando el aire por todo un dÃa y parte de la noche el fuego de la artillerÃa; pero los españoles mostraron tan heroico esfuerzo á confesión de sus propios enemigos, que peleando uno contra diez sostuvieron todos sus puestos sin perder uno solo. Ahora, bajo el gobierno del de Oñate, lo que habÃan dejado por hacer las negociaciones, lo hicieron las armas de un golpe. Ya el pueblo murmuraba continuamente del duque de Guisa; ya éste habÃa tenido que castigar con la muerte á algunos conspiradores, con que se atrajo mucho odio de la plebe; ya se notaban sÃntomas evidentes de su perdición, cuando el ligero y vano PrÃncipe imaginó el mayor de sus desaciertos, que fué salir de la ciudad con hasta cinco mil hombres de sus mejores tropas y muchas barcas armadas con el propósito de embestir la isla de Nisida, á fin de asegurarse en ella un fondeadero. No pudiera desear más el conde de Oñate. Pronto, como el relámpago, se aprestó á aprovecharse de su ausencia, embistiendo las trincheras y los puestos de los amotinados, que aunque abandonados ya de toda la gente que tenÃa que perder en la ciudad y con el desabrimiento del de Guisa, todavÃa en mucho número se mantenÃan en armas, bien hallados con aquel estado de cosas que les proporcionaba vivir holgadamente sin trabajo ni miseria, satisfaciendo todo género de gustos y licencias, sin miedo de represión ó castigo. Mirábase, pues, reducida la rebelión á los dÃscolos y malvados de condición; pero éstos eran cabalmente los que la habÃan comenzado y los más temibles. Ordenó Oñate las cosas de esta manera: sus tropas disponibles, guarnecidos los castillos, no pasarÃan en todo de tres mil españoles, tudescos y napolitanos, y eso porque de la penÃnsula y de Sicilia habÃan venido algunas de refuerzo; sin embargo era número pequeñÃsimo para tan grande empresa, pues todavÃa era más que sextuplicado el de los contrarios. Lo que sà sobraban eran capitanes de fama. Además de D. Juan de Austria y el conde de Oñate, hallábanse allà el marqués de Torrecusso, que, como soldado leal, dejó su retiro de nuevo y vino á ponerse á las órdenes del Virrey; D. Dionisio de Guzmán, aquel su teniente que se halló con él en Portugal; el nombrado D. Carlos de La Gatta; el barón de Batteville, noble borgoñón, consejero del PrÃncipe y militar muy aventajado, que habÃa dirigido la defensa de los puestos españoles desde que llegó á aquellas costas la armada; el general Tuttavilla, vuelto del mando de los Nobles, donde habÃa sido reemplazado por Poderico. Contábanse también muchos Maestres de campo y Capitanes de cuenta: Monroy, Biedma, Vargas, D. Diego de Portugal y el marqués de Peñalba, noble portugués partidario de España; Visconti, el prÃncipe de Torella, Caraffa y muchos que fuera ocioso enumerar. Distribuyóse en tales capitanes la escasa gente, y á un tiempo se arrojaron sobre los puestos enemigos. Sorprendidos éstos y confusos, apenas osaron hacer resistencia; y los que la hicieron fueron instantáneamente desordenados. En esto los vecinos pacÃficos de la ciudad, cansados de tantos desastres, llenaron los balcones y las calles, aclamando con entusiastas voces al Rey de España, y los rebeldes, perdido del todo el ánimo, depusieron aquà y allá las armas, hasta someterse al vencedor. No abusó Oñate de la victoria, dando en el propio instante un indulto general; y en un momento la ciudad se halló tan tranquila como si nada hubiese acontecido en ella, y dada toda á regocijos y festejos. Asà terminó aquella rebelión famosa que no llegó á contar ocho meses de duración, y que en tan breve espacio corrió por tantos y tan diversos trances y sucesos. El duque de Guisa supo lo acontecido por el rumor de las campanas y del regocijo de Nápoles. Sus tropas se dispersaron al punto, y él mismo fué preso por la gente de Luis Poderico y conducido á Capua al intentar la fuga. Quiso el severo conde de Oñate cortarle la cabeza, y sin duda lo hiciera á no mediar benignamente D. Juan de Austria; por lo cual fué enviado á España cautivo. Pocos dÃas después todas las provincias conmovidas é insurrectas se habÃan sometido al gobierno del Virrey. Quiso Jenaro Annesio, mal contento con la vida particular que traÃa, con sus miserias y harapos urdir nueva trama; pero fué descubierto y pagó con la vida. Y en seguida el Virrey se dedicó á cicatrizar las llagas de las pasadas revueltas. Viendo que no podÃa conseguirlo del todo sin echar á los franceses de los lugares que habÃan ocupado en Toscana para hostilizar á Nápoles, reunió la gente que halló disponible y la puso á las órdenes de D. Juan de Austria, el cual con ella y la armada recobró á Piombino para devolverla á su señor; y luego á Portolongone en la isla de Elba, después de cuarenta y siete dÃas de sitio, restableciendo allà el antiguo presidio de españoles. No andaban quietas entretanto las demás partes de Italia. En Milán, separado el marqués de Velada, que tan poco hizo, vino el mando de aquellas armas á poder del condestable de Castilla D. Bernardino Fernández de Velasco. Francisco, duque de Módena, aliado hasta entonces de España, no bien miró perdida á Portolongone y á Piombino en manos de los franceses, ó temiendo ver invadidos sus Estados, é importunado por su hermano el cardenal de Este, parcial de Francia, se separó de nuestra alianza y ajustó una solemne defensiva y ofensiva con aquella potencia. Esto dió nuevos cuidados á nuestras armas en el Milanés. Fué el Condestable en busca del Duque, reforzado ya con un cuerpo numeroso de franceses; hallóle no lejos del lugar de Bazzolo, y allà se empeñó una batalla larga y porfiada. Rompieron los nuestros la infanterÃa enemiga, y por tres veces deshicieron su caballerÃa. Lograron ellos rehacerse, principalmente por el esfuerzo de un regimiento de suizos que estaba debajo de sus banderas; mas al fin la victoria quedó por los españoles. Dióse esta batalla al terminarse la campaña de 1647, y en la siguiente rindieron los nuestros á Niza de la Palla, tantas veces tomada y perdida. En esto se confirmó el cargo de Virrey de Milán al marqués de Caracena, deudo del nuevo favorito Don Luis de Haro, General de caballerÃa en Flandes y antes de la de aquel mismo Estado. Tuvo éste poca fortuna á los principios, aunque era capitán muy reputado. El duque de Módena y el mariscal de Plessis-Plaslin vinieron á atacarle en un campo fortificado, no lejos de Cremona, donde se habÃa apostado para proteger aquella plaza, amenazada de los enemigos, siendo harto inferior en fuerzas para parecer en campo abierto. Trabóse un reñido combate, en el cual fueron forzados los retrincheramientos, por los flancos que defendÃan soldados italianos y suizos á sueldo de España, con gran pérdida nuestra, aunque no fué mucho menor la de los enemigos. Pusieron éstos en seguida sitio á la plaza; pero Caracena, no desalentado con el anterior descalabro, se mantuvo cerca de la plaza, prestándola continuamente socorros; de modo que después de dos meses de sitio tuvieron que alzar el cerco los franceses y modeneses sin fruto alguno. Desanimados aquéllos, y faltos de todo, se retiraron á poco, dejando al de Módena reducido á sus solas fuerzas. Entonces Caracena entró á la siguiente campaña (1649) en el Modenés, y rindió á Pompanasco, Gualteri y Castelnovo, y lo ocupó todo, obligando al Duque á pedir por misericordia la paz, que le fué concedida á condición de admitir guarnición en Correggio. Recobróse con esto la reputación del de Caracena, y aunque falto de dinero y soldados no pudo emprender grandes operaciones, con todo, recobró á Trin de los saboyanos, y luego, en unión con el duque de Mantua, á la sazón nuestro aliado, sorprendió la ciudad de Casal, y rindió con estrecho bloqueo su fortÃsima ciudadela, puestos de los más importantes de Italia. AsÃ, á pesar de las escasÃsimas fuerzas con que contábamos para resistir á tantos enemigos como nos embestÃan por aquella parte, se conservó la superioridad de nuestras armas en el Milanés y sus fronteras. Harto más larga y sangrienta todavÃa que la sublevación de Nápoles habÃa sido la de Cataluña, y de más grandes consecuencias, tanto por el carácter de los naturales, mucho más duro y tenaz, como por los mayores auxilios que habÃan recibido de Francia, debajo de cuyo vasallaje los habÃa puesto el despecho. Pero verdaderamente en el fin y término, ya en que lo demás anduviesen tan diversas, se asemejaron mucho ambas sublevaciones. Las causas fueron unas, y el suceso tan impensado también, que apenas podÃan creer los ojos lo que veÃan, hallando tranquilos y obedientes á los catalanes á tan poca costa, después de tan sangrientos esfuerzos, ardiendo sus ciudades y sus campos en regocijos, resonando, por donde tantas maldiciones antes, ahora vivas y aclamaciones ardientes al Rey de España. Ya á principios de 1645 el tiempo y los sucesos habÃan ido trayendo en los ánimos de los naturales singulares mudanzas. De una parte la caÃda del Conde-Duque, la prisión del Protonotario, el haber dejado el servicio de España el marqués de los Balbases, la muerte de Arce y de Moles, Maestres de campo, que ocasionaron mucha parte de la furia de aquel pueblo, y la total mudanza de Ministros y capitanes, habÃan borrado los odios de los catalanes, inclinándolos á someterse á su antigua ley y patria; de otra, la soberbia y mala conducta de los franceses, gente extranjera al fin, y que trataba á los catalanes como vasallos, habÃan dado calor á semejante inclinación, convirtiéndola en deseo. Desconfiaban los franceses de los catalanes, y éstos aborrecÃan á los franceses: aquéllos habÃan admitido los fueros y privilegios para facilitar el dominio que de otra suerte no habrÃan adquirido; éstos, conociendo el espÃritu dominante de sus nuevos señores, recelaban de continuo, y sin causa, á veces, los creÃan amenazados. Juntóse á todo el natural de los catalanes, impaciente, duro y enemigo del que manda, quienquiera que sea. Cuentan de algún catalán que huyendo de Tarragona, poseÃda por los españoles, porque no le ahorcasen como á confidente de los franceses, fué ahorcado por éstos á poco en Barcelona como confidente de los españoles. à tal punto las cosas, se abrió (1645) la campaña. HabÃa nombrado el Rey por su lugarteniente y Capitán general de Cataluña, ejércitos y galeras al desdichado marqués de Tordelaguna, D. Francisco de Mello; pero más para que con su autoridad dispusiese las cosas de la guerra, que no para que tomase el mando de las armas. De todas suertes el nombramiento no fué acertado; y sólo pudo disculparlo la misma insignificancia á que el D. Francisco se redujo, haciendo que apenas sonase su nombre. Al mismo tiempo, la Motte Hodancourt, aborrecido de los catalanes y censurado del Gobierno francés por sus derrotas, fué también separado, entrando en su lugar el conde de Harcourt. Reunió éste un poderoso ejército con la gente que trajo de Francia y la que ya habÃa en el Principado, y no pudiendo más tolerar las hostilidades que desde Rosas hacÃa D. Diego Caballero, que allà gobernaba, determinó poner sitio á la plaza. Ejecutólo por orden suya el conde de Plessis-Praslin, mientras él se oponÃa á nuestro ejército, mandado aún por D. Andrea Cantemo. La plaza se defendió muy bien, y D. Diego hizo muchas salidas, rechazó un grande asalto, y apuró todos los recursos del arte; mas tuvo al fin que rendirse dos meses después de comenzado el sitio. Luego el de Harcourt determinó sitiar á Balaguer. Acudió al opósito Don Andrea con el marqués de Mortara por su segundo; fortificó el puente de Camarasa, y ocupó la orilla derecha del Segre, á fin de impedir el paso al enemigo. Pero este logró forzar el puente con un trozo de los suyos, y con otro, pasando el rÃo por un puente de cuerdas, se fortificó en cierta montaña eminente, á la orilla que defendÃan los españoles. Embistió D. Andrea la montaña, y logró apoderarse de los primeros puestos; pero volvió á perderlos, y tuvo que retirarse. No obstante, impidió que el grueso de los enemigos, que todavÃa no habÃa pasado, atravesase el rÃo, obligándole á dar una gran vuelta para esguazar el Noguera y entrar con todas sus fuerzas, ya reunidas en el llano de Llorens, inmediato á Balaguer. Allà D. Andrea les salió al encuentro: embistiéronse los ejércitos y pelearon sangrientamente dos horas, inclinándose ya á un lado ya á otro la victoria; pero al fin Harcourt logró desordenar nuestros escuadrones. Mortara, el duque de Lorenzana que allà venÃa, y otros capitanes fueron hechos prisioneros, y D. Andrea, con el resto del ejército, se retiró apresuradamente. Entonces Balaguer fué embestida. Salió D. Francisco de Mello de su inacción y dispuso el socorro por sà mismo; mas no se logró, aunque hubo en Ager un reñido encuentro, y otro donde fué herido Cantelmo. Con esto, se rindió Balaguer, y Harcourt, alentado, comenzó la siguiente campaña por el sitio de Lérida. Siete meses estuvo allà con diez y ocho mil infantes, cuatro mil caballos y veinte y seis cañones; pero la plaza se defendió de manera que no pudo adelantar un paso. Nada hizo para salvarla D. Francisco de Mello. Tuvo el Rey que acudir en persona, juntando todas las fuerzas españolas de Aragón y Cataluña en un regular ejército; á su frente el marqués de Leganés, nombrado en lugar de Cantelmo, con el duque del Infantado bajo su mando, se apostó en las cercanÃas de la plaza, teniendo como sitiado al francés dentro de su propio campo. Hubo varias escaramuzas favorables á nuestras armas, y en una de ellas logró Leganés romper las lÃneas por la parte de Villanoveta y meter abundantes socorros en la plaza, con lo cual los franceses, temiendo que les cortasen la retirada y desesperando del éxito, levantaron el cerco, dejándose en el campo toda la artillerÃa y municiones y la mitad de su gente. Este fué el único hecho de la campaña de 1646, desalentados los franceses para emprender nuevas operaciones, y falto de recursos nuestro ejército para prevalerse de su estado. Irritado Mazzarino quitó á Harcourt el mando, y con un florido ejército envió al duque de Enghien, vencedor de Rocroy, á que en la campaña de 1647 sitiase de nuevo á Lérida. Era Gobernador de la plaza el portugués D. Gregorio Brito, que la defendió antes y supo ahora también defenderla con tal esfuerzo y haciendo tan valerosas salidas que á los cuarenta dÃas de ataques continuos hubo de levantar Enghien el cerco, ni más ni menos que Harcourt lo hubiera hecho, sin que el socorro levantado en Castilla y que traÃan el mismo D. Luis de Haro con el joven marqués de Aytona, Maestre de campo y otros capitanes, fuera necesario emplearlo. Y fué más vergonzoso el suceso para Enghien por la confianza vana con que emprendió el sitio al son de violines y músicas, y los jactanciosos ofrecimientos que hizo á su corte. Asà aquellas orillas fértiles del Segre, y aquellos muros de la vieja Lérida, vieron en poco tiempo tres ejércitos franceses deshechos, mandados por los primeros capitanes de su nación. Enghien ó Condé, alzado el cerco de Lérida, no osó acometer ninguna otra empresa. Por entonces terminó su carrera D. Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés, lleno de glorias, á pesar de sus faltas; retiróse del mando del ejército muy trabajado de enfermedades, y murió á poco. Antes que él habÃa ya muerto D. Felipe de Silva. Recayó entonces el mando de las armas en el joven marqués de Aytona, el cual no hizo cosa notable. TenÃa doce mil infantes y tres mil quinientos caballos, número capaz de cualquier empresa. Llegó al lugar de las Borjas y le puso cerco; mas viniendo el prÃncipe de Condé contra él se retiró lentamente. Persiguiólo Condé sin empeño; tuvieron algunas escaramuzas los ejércitos en la huerta de Lérida, y al fin los nuestros fueron á meterse en un campo fortificado, entre aquella plaza y Gardeny, y el de Condé en otro que sentó hacia Vimbodi, sin venir á batalla. Y mientras los ejércitos principales estaban asà en la inacción, de una y otra parte se acometÃan diversas empresas con varia fortuna. Tomaron los franceses á Mollerusa, á pesar del auxilio que enviaron los españoles, y éstos no pudieron rendir á Montblanch, ni á Flix, ni á Miravet, y sà el puente de Termas, poco después perdido. También amagaron los nuestros á Constantà y á Salou, ocupados del enemigo, y éste se apoderó de Ager. Mas con todo eso, la ventaja estaba de parte de los españoles con las victorias obtenidas delante de Lérida. Irritado al último punto Mazzarino, y teniendo que disponer de Condé para la guerra de Flandes, envió con nuevas fuerzas á Cataluña al mariscal de Schomberg. Fué éste más afortunado que sus antecesores, pues en ocho dÃas rindieron sus armas á Tortosa. Quiso D. Francisco de Mello dar aquà nuevas muestras de su persona, y reuniendo alguna gente acudió á socorrer la plaza; pero el francés le obligó á retirarse sin efecto alguno. En cambio, D. Francisco Tuttavilla, gobernador de Tarragona, ganó á Montblanch, Salou y ConstantÃ. Fué preciso para hallar general que supiese mandar el ejército de Cataluña sacar con grandes súplicas de su retiro á D. Juan de Garay, substituyéndolo á Aytona. Juntó D. Juan un trozo de ejército de hasta siete mil infantes y tres mil caballos, y se puso en marcha hacia Barcelona. Llegó hasta Villafranca de Panadés sin obstáculo, y como su intento no era otro que el de mostrar á aquellos naturales el poder de las armas del Rey, se puso luego en retirada. Salieron á estorbársela los franceses y catalanes, superiores en número, al mando de MM. de MarsÃn y de Crequi: hubo discordia entre estos dos generales, y no supieron hacer valer el número; y Garay, aprovechándose diestramente de su desconcierto, destrozó la caballerÃa francesa, que mandaba Crequi, matándole y tomándole trescientos caballos, y obligó al resto del ejército enemigo á recogerse en sus cuarteles, después de lo cual se volvió tranquilo á Lérida. En tanto los enemigos intentaron sorprender á Tarragona, vistiéndose como paisanos catalanes con acémilas de harina; mas, dentro ya algunos de los muros, fueron descubiertos y dados á hierro ó prisiones. Más afortunados los nuestros, de Lérida bajaron á poner sitio á Castel Lleó, y la tomaron con pactos. Hizo sitiar de nuevo aquella pequeña plaza el duque de Vandome, que habÃa sucedido á Schomberg en el mando de Cataluña por los franceses. Aprovecháronla bien sus tropas, mientras el de Vandome desde Balaguer alentaba la empresa; pero llegó el socorro de Lérida; nuestros soldados rompieron violentamente las lÃneas, forzaron el campo y pusieron en derrota cuanto se puso por delante de sus armas. Poco después los naturales de la villa de Falset entregaron los muros á unas galeras de España, que por acaso habÃan arribado á sus playas; mas no tardó en recobrarla Vandome. Eran tales sucesos poco importantes y decisivos; pero por parte de los Ministros y capitanes españoles muy bien imaginados. à la sazón no convenÃa ya hacer dura y sangrienta guerra en aquel territorio; el tiempo habÃa de hacer más que las armas. Toda Cataluña andaba revuelta en celos, odios y discordias entre catalanes y franceses, haciendo los primeros contra éstos más que hicieron contra los españoles. Mazzarino, para hacer sentir la falta de su amparo y protección, no enviaba ya bastantes fuerzas y abandonaba á los naturales su defensa; mas éstos, lejos de amilanarse por ello, despreciaban en voz alta á sus protectores. Hijos de España, con hábitos y costumbres más ó menos extraños, pero españoles al cabo, aquellos nobles moradores no podÃan ya resistir la dominación extranjera. Suspiraban por su antiguo gobierno, por las antiguas cosas; y aunque no fué disculpable en ellos el darse á los extranjeros, mostrábanse con su arrepentimiento antes dignos de lástima que de ira. Algunos tributos impuestos entonces exaltaron más los ánimos. Y dando los franceses en formar procesos, ejecutar suplicios, fulminar destierros y confiscar haciendas, acabaron de perder á los pocos que el interés conservaba en su partido. La dureza del natural, el odio al ejercicio del mando, el amor á la libertad, todo se suscitó entonces poderosamente en los corazones catalanes, juntándose con el patriotismo para ponerlos de nuestra parte. Viendo cuán grandes eran sus males presentes, olvidaron de todo punto los pasados. Lección elocuente que nunca deben olvidar los pueblos que rompen con sus hermanos y se entregan á razas extranjeras por motivos de cólera ó disgusto. Nunca pueblos hermanos se separarán sin que tarde ó temprano sientan la pena, ya sea involuntaria la separación, ya dictada por fuerza de enemigos. Las nacionalidades son como las familias; jamás la división de sus miembros puede traer otra cosa que empequeñecimiento y vergüenza, y los extraños que se entrometen en ellas, no vienen más que á ser cizaña, y en vez de protectores, verdugos. Ahora los catalanes, arrepentidos, mostraban de mil maneras sus sentimientos. Pronto algunos de los principales abrieron tratos con el Gobierno español por medio de D. Baltasar Pantoja, que habÃa sucedido á Brito en el mando de Lérida. à estas nuevas el Rey y don Luis de Haro, llenos de gozo, determinaron obrar activamente. Dispúsose primero que la armada de España, gobernada á la sazón por el duque de Alburquerque, vuelto del mando de la caballerÃa de Flandes, cruzase por delante de Barcelona al mismo tiempo que el ejército insultaba sus mismos muros. Llegóse á esperar luego que los moradores abrirÃan sus puertas á la gente de desembarco de la armada, que iba ya bien prevenida para eso; y aunque no se logró, porque descubierto el trato de los franceses, fueron presos (1656) los que tenÃamos en inteligencia con nosotros, no por eso cesaron las idas y venidas y hablas de concierto. Al fin, pareciendo que serÃa lo más breve, y viendo cuán falto de enemigos andaba el Principado, se determinó el sitio de Barcelona. Retirado por última vez de las armas D. Juan de Garay, fióse la empresa como Virrey y Capitán general al buen marqués de Mortara, D. Juan Orozco Manrique de Lara, rescatado ya de sus prisiones, y tan práctico de aquella guerra; y al mismo tiempo se envió orden á D. Juan de Austria, Capitán general de todas las armadas marÃtimas que estaban en Sicilia, para que acudiese á la empresa, mandando levantar gente en Alemania y reunir la de todas partes que se pudiese. Salió de Lérida Mortara con seis mil infantes y tres mil caballos, donde se contaban muchos catalanes voluntarios. Sitió la importante villa de Flix, tantas veces acometida en vano, y la rindió sin que el de Vandome pudiera estorbarlo. Juntáronse entonces hasta tres mil catalanes más con Mortara, y con ellos y su gente fué á ponerse sobre Miravet y la rindió y luego sobre Tortosa. Quiso Vandome salvar la plaza; pero no osando venir á batalla, se contentó con permanecer en las inmediaciones. No se empleó mejor el socorro de la mar que el socorro de tierra. TraÃalo en cuatro navÃos el mariscal de Ligni; mas Alburquerque, que con seis galeras ocupaba ya la embocadura del Ebro, los embistió y apresó después de un reñido combate. Falta entonces de vÃveres, hubo de rendirse Tortosa. La retirada de Vandome y la de la guarnición que capituló en la plaza fueron verdaderamente desastrosas; por dondequiera que pasaban iban sobre los alojamientos ó sobre cualquiera ocasión liviana, encendiéndose en discordias los naturales con los soldados, pereciendo tantos de éstos, que antes de llegar á Barcelona se halló Vandome sin ejército. En el Ãnterin, el de Mortara se engrosaba cada dÃa con voluntarios catalanes, y además recibió hasta tres mil quinientos alemanes de refuerzo por Tarragona, con que principiada la primavera de 1651, se juzgó ya bastante fuerte para sentar sus reales delante de Barcelona. No pasaban, sin embargo, sus soldados de once mil hombres, número insuficiente para rendir tan numerosa población, y más recordando el ejemplo del marqués de los Vélez, que con más de doblado número no acertó á conseguirlo. Pero á la verdad, la situación de las cosas era harto diferente. En Barcelona misma se victoreaba públicamente al Rey de España, y se daban _mueras_ á los franceses; y los magistrados de aquella capital estaban de tal manera, que habiéndoles representado algunos sÃndicos de los lugares comarcanos los excesos que cometÃan los franceses, es fama que respondieron:--«¿Por qué no los degolláis á todos?»--Género de consejo, antes seguido que esperado en Cataluña, en las ocasiones. No por eso dejó Barcelona de aprestarse á la defensa: de una parte, los franceses, que no pudieron detener la marcha del ejército español reducidos á sus solas fuerzas, pusieron el mayor empeño en conservar á Barcelona, y de otra, el gobernador de las armas catalanas, D. José Margarit, aquel capitán de almogávares, y tenacÃsimo enemigo de la madre patria, y los caudillos de los tercios y gente armada no se prestaban á los deseos de lo general del pueblo. El de Mortara con su ejército, donde venÃan el Condestable de Castilla y el barón de Sabac y otros capitanes, pasó á Santa Coloma, deshizo un trozo de caballos franceses, y de allà fué al llano de Tarragona donde se juntó con D. Juan de Austria, que ya habÃa arribado de Sicilia. Luego, por la orilla del mar se encaminó á Llobregat. Allà habÃa una torre fortificada, cuya expugnación causó algún trabajo; pero se ganó, y el ejército, tomando ordenadamente á la izquierda, por debajo de las verdes montañas que coronan el llano de Barcelona, pasó de Esplugas al monasterio antiguo de Pedralves; y desde él á Sarriá, y siempre costeando las faldas hasta San Andrés, donde se pasó el campo. Extendiéronse los cuarteles desde San Andrés al mar, y se esparció la caballerÃa por el llano á fin de que no entrasen bastimentos ni socorro en la ciudad. Mr. MarsÃn, encargado de defenderla por Mazzarino, se marchó á Francia, ó bien desesperado ó bien arrastrado de sus intereses particulares, y la diputación de Barcelona, que por causa de la peste que reinó en ella se habÃa salido á Manresa, no quiso volver á encerrarse en los muros. Ante el mayor número de sus Ministros abrió tratos con los del Rey. Pero Margarit y los soldados siguieron obstinados en la defensa; y como á pesar de nuestra caballerÃa por la parte del Llobregat entrasen todo género de bastimentos, no mostraban el menor miedo del sitio. Al fin Mortara determinó partir su ejército en dos trozos: al uno dejó en San Andrés, al otro puso en Sanz, cerrando asà los dos extremos de las montañas, y de uno á otro campo por la falda de estas dejó vagar la caballerÃa. Además D. Juan de Austria con los duques de Tursi y de Alburquerque cerraba el puerto con veinte bajeles, con lo cual comenzaron á faltar los vÃveres en la plaza que era lo que Mortara querÃa, puesto que no se hallaba con bastante poder para entrarla por fuerza. Comenzaron á fabricar los barceloneses un fuerte sobre Santa Madrona para dominar el camino de Sanz; pero fué conquistado por los nuestros antes de estar acabado. Luego, para que impidiesen los nuestros la comunicación de Barcelona con Montjuich, construyeron otro fuerte los defensores entre aquel castillo y la plaza, el cual no pudo ganarse aunque se intentó repetidamente. Dieron una embestida los catalanes de Montjuich á nuestros cuarteles de la parte de Sanz, y la gente nuestra de esta parte intentó un asalto al castillo, en el cual fué rechazada. Luego por muchos dÃas se divirtieron unos y otros en dispararse cañonazos sin fruto. Mas en esto la corte de Francia ordenó á Mr. de la Motte Hodancourt que con cuatro mil infantes y dos mil quinientos caballos bajase desde el Rosellón al socorro. Estuvo La Motte algunos dÃas por los contornos amagando ó combatiendo parcialmente sin poder venir á batalla por la inferioridad de sus fuerzas, hasta que por fin una noche, después de una vigorosa escaramuza, logró abrirse paso con tres regimientos de infanterÃa y seiscientos caballos por el centro del llano donde no tenÃamos puestos ni cuarteles. Dió esto aliento á Margarit y La Motte para hacer varias salidas contra nuestros reductos y cuarteles. En una de ellas llegaron á tomar _el fuerte de los Reyes_, que Mortara habÃa mandado edificar en la colina de Montjuich para oponerlo á la fortaleza enemiga; pero al fin fué recobrado por los nuestros, y en todas las demás ocasiones fueron rechazados los contrarios. Con esto el hambre comenzó á hacer estragos en Barcelona. Apareció en sus aguas una armada francesa gobernada de Mr. de la Ferriére, cargada de bastimentos, pero no osando medirse con la de D. Juan de Austria y Alburquerque, superior en número, se retiró de nuevo á los puertos de Francia. La parte de tierra estaba no menos guardada que la del mar por los nuestros. Concertáronse los de adentro con algunos caudillos almogávares de la montaña, y en un dÃa señalado aparecieron éstos con un convoy por la parte de Sarriá, y salieron de la ciudad á ampararlos numerosas fuerzas. Hubo un reñido combate, y ya parecÃa logrado el intento, cuando acudiendo más gente nuestra de los cuarteles, fueron rechazados los almogávares y los escuadrones de la ciudad muy derrotados. Ya no habÃa esperanza de socorro, y el hambre arreciaba por momentos su furia: fué error de Mortara el dar en tales circunstancias una embestida á Montjuich y á los baluartes y puertas de la ciudad, donde padecimos sin fruto alguna pérdida. La plaza no podÃa ya defenderse, y tuvo que ofrecer capitulaciones. Tuvo el buen acierto D. Luis de Haro de aconsejar al Rey que ofreciese amnistÃa completa á los catalanes después de este suceso, sin exceptuar más que á Margarit y algún otro de los tenaces de aquella rebeldÃa, que ya podÃa llamarse traición en adelante. Y esto acabó de dar á la entrega de la ciudad toda la apariencia de un triunfo para los naturales, en lugar de ser una humillación ó desdicha. Entregóse Barcelona á merced del Rey, y éste en cambio la otorgó todos sus privilegios antiguos, y en un momento se vieron trocadas todas las cosas, y Cataluña entera ardió en fiestas y alegrÃas. No se habÃa rendido aún Barcelona, cuando Mongat y su castillo, sitiados desde aquella plaza misma, fueron ocupadas por las tropas del Rey: luego muchos lugares del llano de Vich, vinieron voluntariamente á la obediencia. La guarnición de Lérida, de acuerdo con los moradores, recobró á Balaguer de los franceses, por sorpresa. Los diputados catalanes que no habÃan querido entrar en Barcelona, congregaron los brazos de la provincia en Manresa, y de acuerdo con ellos dieron al Rey aquella villa y á Cardona, Solsona y muchos más lugares. No tardó Mortara, separándose momentáneamente de las lÃneas, en ocupar á Mataró, y á las nuevas de la rendición de Barcelona, Gerona, y todos los lugares de la marina y Ampurdán menos Rosas, volvieron á restablecer el Gobierno de España. Solo la villa de Blanes se resistió y fué dada al saco en castigo. Desde entonces pudo ya considerarse Cataluña vuelta á España. El marqués de Mortara, D. Juan Orozco Manrique de Lara, ganó en ello una de las-glorias más motivadas de aquel siglo y Cataluña quedó tan enemiga de los franceses como lo mostró en calificadas ocasiones más adelante, alguna no venturosa ni loable por cierto. Mas si la insurrección de Sicilia se habÃa atajado, si la de Nápoles al fin habÃa cedido á nuestra constancia ó á nuestra fortuna, si la de Cataluña se habÃa terminado dichosamente, la de Portugal, que era la que más importaba vencer, mostrábase triunfante y más y más potente de hora en hora. Después de la batalla de Montijo, el marqués de Torrecusso se retiró á Napóles como atrás hemos visto, disgustado del mando y persuadido de la inutilidad de emprender con tan escasas fuerzas y recursos campaña alguna. Entonces se dió el Gobierno del ejército al marqués de Leganés, mandando sobreseer en su proceso; porque á la verdad, aun dadas las grandes faltas de aquel General, todavÃa era por el esfuerzo de su persona y por la experiencia que tenÃa en las armas, de los mejores y aun de los pocos de que para tal ocasión pudiera echarse mano. Empleóse el Marqués con sus tropas en arrasar quintas, molinos, aldeas y puentes: luego, reunidas todas las fuerzas que pudo, y que montarÃan á tres mil caballos con siete ú ocho mil malos infantes, emprendió el sitio de Olivenza. Llegó á apoderarse de algunos baluartes y á penetrar en la ciudad; pero volvió á perderlos por la defensa heroica de los portugueses y la mala calidad de la gente nuestra: de modo que tuvo que alzar el cerco sin fruto alguno. Siguióse de una y otra parte la guerra de correrÃas y desolaciones, hasta que muerto D. Andrea Cantelmo, con retención del mando supremo de aquel ejército, fué á gobernar el de Cataluña, donde con más fortuna que por acá, hizo levantar el cerco de Lérida á los franceses. Quedó mandando el ejército el valiente barón de Molinghen, á quien se debÃa la gloria de Montijo, Maestre de campo general del ejército; mas no hubo en su tiempo hostilidad notable. Retirado y muerto al poco tiempo Leganés, se dió ya el mando de las armas de Extremadura á D. Francisco Tuttavilla, duque de San Germán, que estaba en Cataluña. No se lograron por eso mayores ventajas, y ni de una ni de otra parte se reunió ejército bastante para hacer verdaderamente la guerra. Por este tiempo, en Flandes se habÃan pretendido remediar los males traÃdos por los pasados desaciertos, enviando en lugar del marqués de Tordelaguna, don Francisco de Mello, varios caudillos de nombre que se repartiesen el mando. Asà se vió pasar allá á D. Octavio Piccolomini y Aragón, natural de Siena, Conde primero de su nombre y luego hecho por el Rey de España duque de Amalfi, en recompensa de la victoria de Thionville. Era ya éste muy conocido en los ejércitos de España y más en los del Imperio, del cual fué uno de los principales sostenedores en la sangrienta lucha con los suecos. Con él servÃan el conde de Fuensaldaña, D. Alonso Pérez de Vivero, que comenzaba entonces á ser conocido en los ejércitos, el general flamenco Beck, y el marqués de Caracena, D. Luis de Benavides, General entonces de la caballerÃa, puesto en lugar de Alburquerque, y Lamboy, aquel buen capitán liejés, que de antiguo peleaba debajo de nuestras banderas. Con éstos hay que juntar al duque de Lorena, nuestro aliado, que como PrÃncipe y señor de un ejército que tenÃa á nuestra devoción, era el que más autoridad alcanzaba. Tantos y tan calificados capitanes sin ejércitos bastantes que mandar, sin sujeción unos á otros, lejos de traer ventajas, ocasionaban con sus disturbios confusión y pérdidas. El duque de Orleans, con un poderoso ejército francés, comenzó la campaña de 1645, y aprovechándose de tales disturbios y de la ordinaria falta de recursos, obtuvo considerables ventajas. Púsose sobre Mardik mientras el almirante Tromp, holandés, con treinta bajeles impedÃa por mar los socorros, y ganó la plaza á los veinte dÃas de sitio. En seguida fué sobre Bourboug y la ganó del mismo modo en breve tiempo. Con mayor rapidez todavÃa ocupó á Bethune, Saint Venant y Armentières, plazas casi abiertas, por sà ó sus tenientes Gassion y Rantzau. Entre tanto, Hultz vino á poder del prÃncipe de Orange. No acertaron nuestros capitanes, aunque juntos reunÃan bajo sus órdenes cerca de veinticinco mil combatientes, á socorrer ninguna de estas plazas; y asÃ, aun cuando todas ellas se defendieron con esfuerzo, no pudieron salvarse. Pero Lamboy recobró á Mardik por sorpresa, sin perder más que diez hombres, cuando tantos y tantos dÃas habÃa costado tomarla á los franceses, y Montcasel y otros lugares importantes vinieron á nuestras manos. El duque de Orleans y sus tenientes entraron entonces en la idea de llegar hasta Amberes ó Gante, y para facilitar su intento emprendieron el sitio de Courtray. El duque de Lorena y Caracena vinieron á apostarse en las cercanÃas de la plaza, y desde allà con frecuentes ataques y hostilidades dificultaron los trabajos; pero con todo la plaza ofrecÃa poca defensa, y Delliponti, su Gobernador, tuvo que rendirla á los trece dÃas de abiertas las trincheras. De Courtray fué el de Orleans á recobrar á Mardik, y lo consiguió á pesar del glorioso denuedo con que D. Fernando de SolÃs, el mismo que habÃa defendido á Gravelinas, mantuvo el puesto, y á pesar de Caracena y de Lamboy, que acudieron prestamente al socorro. Y entre tanto Longwy, única plaza que quedaba al duque de Lorena, nuestro aliado en sus Estados, cayó en poder de los franceses. Sucedió en esto al de Orleans en el mando, el prÃncipe de Condé. Comenzó este general por rendir á Furnes, donde sólo habÃa de guarnición entonces ciento cincuenta españoles; y en seguida fué á caer sobre Dunquerque. Era esta plaza una de las más importantes de Flandes, famoso puerto sobre el mar de Inglaterra, donde se formaban y reparaban nuestras armadas, donde se abrigaban nuestros corsarios, y por donde nos comunicábamos con aquellos Estados. Mas con toda su importancia estaba Dunquerque menos que medianamente fortificada y provista. La guarnición sà era buena y estaba mandada por el marqués de Leyden, valeroso soldado; mas, falta de otras cosas la plaza, no era posible dilatar mucho la defensa. Por lo mismo se puso el mayor empeño en el socorro, y el conde de Piccolomini fué á él con todas las fuerzas que pudo. Pero las de los franceses eran muy superiores para que pudiera forzar sus lÃneas, y como el almirante Tromp con la armada holandesa era dueño del mar, no hubo medios de prolongar más que diez y ocho dÃas la defensa, rindiéndose el marqués de Leyden, su Gobernador, bajo honrosos partidos. No compensó ciertamente esta pérdida el descalabro del prÃncipe de Orange, que tuvo que levantar sin fruto el sitio que habÃa puesto á Venló, y asà á principios de 1647 estaba á punto de hundirse del todo nuestro dominio en Flandes, al peso de las armas aliadas de holandeses y franceses. Comprendió la Corte de España que ahora, como después de la muerte de la infanta Isabel Clara, el número y la división de los Generales tenÃa mucha parte en las derrotas, y resolvió enviar allà persona de autoridad y carácter que fuese bastante á desempeñar el mando supremo. Pusiéronse los ojos en el archiduque Leopoldo, creyendo que de esta manera se lograrÃa alguna ayuda del Emperador, su hermano, además que el Archiduque habÃa dado á conocer ya ciertas prendas militares. Diósele el Gobierno de Flandes en los mismos términos en que lo habÃa tenido el Cardenal Infante D. Fernando, y al punto vino á tomar posesión de su cargo. Su primera empresa, pasada muestra de las tropas y reunidos á sus órdenes los capitanes, fué el sitio de Armentières, que ganó en catorce dÃas de sitio, y luego rindió á Landresi. En cambio, los franceses tomaron á Dixmunda, la Bassé, Lens, donde el mariscal Gassion, uno de sus mejores capitanes, fué herido de muerte, y luego á Iprés, plaza no poco importante. Recobró á Dixmunda el Archiduque, sorprendió luego á Courtray, y obligó á rendirse, dos dÃas después á la ciudadela, mientras el francés Rantzau hacÃa en vano un amago sobre Ostende; y se apoderó de nuevo de la plaza de Lens: por manera que logró equilibrar las ventajas de los enemigos. Mas al dÃa siguiente de tomada la plaza se presentó el ejército francés mandado por el prÃncipe de Condé, y los mariscales de Granmont y de Chatillon, que venÃan á socorrerla. Dió esto ocasión á una batalla desgraciadÃsima para España. Al ver á los franceses el Archiduque tomó ventajosas posiciones sobre ciertas eminencias de no fácil acceso, aguardando á que ellos comenzasen el combate. No lo comenzaron, y los dos ejércitos se estuvieron observando todo un dÃa. Al siguiente el prÃncipe de Condé, no osando embestir á los nuestros en sus posiciones, emprendió la retirada. Entonces el Archiduque, lleno de ardor y deseoso de venir á las manos, ordenó al general Beck, que mandaba la caballerÃa, que fuese á embestir la de los contrarios que iba de retaguardia, mientras él bajaba de sus posiciones con todo el ejército á la llanura que al pie de ellas se dilataba. HÃzolo aquel capitán con tanto esfuerzo, que la destrozó en un instante. El pavor fué grande en los franceses y tanto, que el prÃncipe de Condé, determinado ya á dar la batalla, cuando vió bajar al llano á los nuestros, dudó si podrÃa continuarla después de tal descalabro. Pero desvanecido el Archiduque con el triunfo y pensando arrollarlo todo de la propia manera, encaminó á toda prisa, sin orden ni concierto, su ejército á atacar al de los franceses. Estos ya no pudiendo excusar la batalla, y viendo que el desorden de los nuestros los favorecÃa sobre manera, se repartieron los puestos en un momento é hicieron alto. TraÃan los soldados españoles el ala derecha de nuestro ejército, los alemanes é italianos el ala izquierda y centro de batalla, y como con la prisa del caminar tras de los franceses unos tercios y escuadrones se hubiesen adelantado á otros, haciendo los franceses alto inopinadamente, tuvieron que comenzar la batalla conforme iban llegando sin detenerse á reponer su ordenanza. Aprovechándose de esto los enemigos, acometieron furiosamente; rompieron el ala izquierda en breve tiempo y luego el centro: la derecha, por donde venÃan los españoles, no se sostuvo mucho tampoco, porque la caballerÃa estaba armada de largos mosquetes, y aunque su primera descarga fué mortÃfera, luego no pudo resistir á la de los enemigos, que la embistió espada en mano. Ordenó entonces el Archiduque la retirada, que se hizo con el mayor desorden, dejando en el campo la artillerÃa y bagajes, muchas banderas, tres mil muertos y cinco mil prisioneros: la pérdida de los contrarios, entre heridos y muertos, no bajó de dos mil hombres. Hubiera traÃdo este desastre grandes desdichas á no ser por las discordias que distraÃan por entonces la atención de la Corte de Francia. La Reina Regente, Doña Ana de Austria, tenÃa puesta toda su confianza en el cardenal Mazzarino, de tal modo, que él dirigÃa á su antojo los negocios públicos. Era aquel Cardenal, hombre muy diestro y digno de suceder á Richelieu en el Gobierno; pero como italiano no estaba bien visto del pueblo francés, que, sin agradecerle las ventajas que él proporcionaba, le achacaba todos sus males. Eran los principales que Francia padecÃa los que originaba la penuria del Tesoro, consumido también por la larga guerra: aumentábanse diariamente las contribuciones, y con ellas como siempre las vejaciones. Juntóse con el clamor del pueblo la mala voluntad que tenÃan los grandes señores á Mazzarino, los unos sus émulos, los otros resentidos de él porque no satisfacÃa sus pretensiones. El Parlamento de ParÃs y el Obispo coadjutor, GondÃ, comenzaron también á hostilizar de diversos modos al Ministro, y por hostilizarle á él, á hostilizar á la misma Reina Regente. Al fin estallaron tumultos, levantáronse barricadas, la Reina y el Ministro salieron de ParÃs, y un ejército, al mando del prÃncipe de Condé, bloqueó por algunos dÃas aquella capital. Compusiéronse las diferencias, pero de nuevo volvieron á estallar y con más fuerza. El prÃncipe de Condé fué preso, y el vizconde de Turena, su amigo, ilustre ya en los ejércitos de Alemania, se salió de la corte y vino á Flandes á ofrecer sus servicios á los españoles. Ajustóse un tratado entre el archiduque Leopoldo y los _honderos_ (frondeurs) que asà se llamaba el partido contrario á Mazzarino, por el cual unos y otros se comprometieron á no hacer paces sin razonables ventajas. Y asà fué como la victoria de Lens quedó sin producir algún fruto á los franceses. No pudo prevalerse el Archiduque tanto como pudiera de la disposición de las cosas por falta de hombres y dineros como siempre; pero con todo no dejó de conseguir algunos triunfos. Reuniendo hasta quince mil hombres todavÃa, se puso en marcha hacia ParÃs para socorrer á los insurrectos; mas al llegar á Amiens, tuvo noticia de que éstos andaban ya en negociaciones con Mazzarino, y se volvió á Flandes. Dióle ocasión de acertar aquella desconfianza de los enemigos, porque de ir á ParÃs no hubiera conseguido nada probablemente, si no era facilitar el que la Corte transigiese con sus enemigos, y en Flandes podÃa aprovechar, como aprovechó, las distracciones de los enemigos. Fué sobre Iprés y la recobró en tres semanas; ganó á Saint Venant y la Motte y otros muchos lugares, y acudiendo al socorro de Cambray, logró introducirlo á tiempo; por manera que el conde de Harcourt, con un poderoso ejército, donde se hallaba el mismo cardenal Mazzarino para dar calor á la empresa, tuvo que alzar el cerco. Ocuparon también los nuestros dentro de Francia, las plazas del Chatelet y de la Chapelle, y aunque el vizconde de Turena y el conde de Fuensaldaña tuvieron que levantar el sitio de Guisa, Rethel y Montsón y Bourg, en Guyenne, cayeron también en nuestro poder. Rethel, sitiada por el mariscal de Plessis-Praslin y defendida por el italiano Delliponti, no tardó en volver á manos de los contrarios, rindiéndose el Gobernador, seis dÃas antes de lo que tenÃa ofrecido á nuestros Generales. Estos, entre los cuales venÃa Turena, se aproximaron al socorro, y hallaron ya rendida la plaza. Empeñóse entonces un combate poco sangriento, en el cual unos y otros se dieron por vencedores. El ala izquierda de los nuestros, que gobernaba Turena, rompió la derecha enemiga; pero nuestra derecha fué puesta en derrota. Esto hizo que no quedara bien declarado el triunfo. Mas ello fué, que en seguida Furnes y Berg-Saint Vinaox cedieron á las armas españolas, y luego la fortÃsima plaza de Gravelingas, que el Archiduque rindió en persona, con más de dos meses de sitio. Tras esto abandonaron á Mardik los enemigos, y la gran plaza de Dunquerque fué embestida, la cual tuvo que capitular á los treinta y nueve dÃas de sitio en manos del archiduque Leopoldo, falta de socorros. En esto fué declarado mayor de edad el rey Luis XIV; mas no por eso cesaron las turbulencias, como veremos en el libro siguiente, y, por lo pronto, ya que Turena volviérase á servir á su patria, vino á entregarse á los españoles y á ofrecerles sus servicios el famoso prÃncipe de Condé, tan funesto para nosotros en Rocroy y en Lens. Asà terminó por la parte de Flandes la campaña de 1652, que fué aquélla en que se rindió Barcelona, y Cataluña sacudió el yugo de los franceses, uniéndose de nuevo con la madre patria y más estrechamente que nunca. Ya por ahora, las cosas de la guerra presentaban por aquà y por allá distinto aspecto del que presentaban antes. à mediados de 1647 los holandeses, viendo en tanto poder á los franceses por sus fronteras, hicieron proposiciones de paz, que fueron aceptadas, reconociéndose de nuevo y explÃcitamente la soberanÃa de aquella república, y ajustando pactos de navegación y comercio. Desde entonces comenzó un nuevo género de relaciones entre España y Holanda. Después de haber peleado tan largos años una y otra generación, después de haber satisfecho con tanta sangre el odio encendido por las pasiones religiosas, el interés polÃtico pudo tanto ahora, que las dos naciones se reconciliaron y llegaron, no sólo á pelear juntas en las batallas, sino á llorar juntamente sus pérdidas respectivas y á celebrar mutuamente sus triunfos. Por lo pronto, no hubo más que paz, y paz sincera; pero los acontecimientos no tardaron en traer lo demás. Ratificóse la paz en Munster el año siguiente de 1648, en cuya ciudad y en Osnabruch se trató al mismo tiempo la paz famosa conocida con el tÃtulo de paz de Westfalia, por pertenecer aquellas dos ciudades á la provincia de este nombre, la cual puso término á la guerra de los treinta años, haciendo soltar las armas á Francia y á Suecia, y al Emperador y los PrÃncipes protestantes, que con tanto encarnizamiento se disputaban el dominio de Alemania. Y cierto que si D. Luis de Haro mereció alabanzas por las paces hechas con Holanda, que nos eran tan necesarias como inútil nos era la guerra, no pudo decirse lo mismo tocante á su conducta en estas paces generales, de donde á solicitud de Francia y de la misma Suecia quedó España excluÃda. No obró lealmente el Emperador con España, que puesto que tanto la debÃa, á punto que sin ella hubiera sucumbido á manos de sus enemigos, no debió abandonarnos, como nosotros no lo habÃamos abandonado á él en los dÃas de peligro, y jamás debió hacer paces sin contar con que nuestros intereses quedasen antes á salvo. ¿Qué habrÃa sido del Imperio si España cuando vió llegar á Alemania las terribles armas de Gustavo Adolfo y deshechos todos los ejércitos austriacos, hubiese prescindido de los tratados y ajustado por su parte la paz? Sólo una lealtad desconocida en la diplomacia la mantuvo firme en tan costosa alianza, aun teniéndola ya por inútil para sÃ, y esto, sin duda, merecÃa otro pago. Buena era la lección para no perdida en adelante. Pero por lo mismo que nuestros enemigos ponÃan tanto cuidado en dejarnos solos en la contienda, debió ser mayor el empeño de nuestros polÃticos en que no se cumpliesen sus deseos. La soberbia era allà extemporánea é inútil; no habÃa la menor probabilidad de que pudiésemos luchar solos contra Portugal y Francia. Verdad es que como el intento de Mazzarino era desmembrar nuestros dominios, se negó siempre á abrir conciertos que no tuviesen por base condiciones para nosotros desventajosas. Pero por mucho que lo fueran no lo serÃan más que las de la paz de los Pirineos que se ajustó más tarde; porque de una parte, el tratar de nuestros intereses al mismo tiempo que los del Imperio y de los de tantas potencias, naturalmente habÃa de ofrecer facilidades para llegar á razonables conciertos, y de otra, Francia, contando aún con el Emperador por enemigo, á la par que España, no podÃa aparecer tan superior y tan soberbia como peleando con España sola, y, por tanto, no podÃa tener tan descomedidas exigencias. Acaso D. Luis de Haro confiaba en las turbulencias que estallaron en Francia por aquel propio tiempo, de las cuales dejamos dada noticia, para no prestarse á dolorosos sacrificios. No reparaba el Ministro en que tales turbulencias nunca podÃan dar el fruto copiosÃsimo de las nuestras, porque allà no peleaban más que cabezas con cabezas, caudillos con caudillos, seguidos de plebe, sin odio ni saña, que miraba la revuelta como un entretenimiento, y más bien seguÃa en ella por deseo de novedades y pueril juguetonerÃa, que no por algún grave interés ú opinión polÃtica. Aun por eso se dió el nombre á aquella guerra civil de guerra de _la honda_, el mismo con que se conocÃan las lides y encuentros que en los arrabales de ParÃs solÃan sostener á pedradas los muchachos de la plebe. Asà que para empresas de importancia, tales aliados, como los honderos, no podÃan traernos utilidad alguna. Dábannos caudillos; pero el dinero y los soldados tenÃamos que ponerlos nosotros, y eso equivalÃa poco más ó menos á pelear solos. Si se nos hubiera ofrecido ocasión de levantar en Francia tal guerra como la de Cataluña, tal rebelión como la de Portugal, tales alborotos como los de Nápoles y Messina, donde el enemigo habÃa encontrado soldados y dineros nuestros para combatirnos, sin poner hartas veces de su parte sino los caudillos, y tal vez nada, pudiéramos y debiéramos continuar la guerra seguros de resarcir las pasadas pérdidas. De estas diversiones y sublevaciones poderosas y verdaderas fueron las de los calvinistas en Francia, y la de los católicos en Inglaterra, que bien dirigidas hubieran podido servir de mucho en otro tiempo. Dejó el tratado de Munster ofendido á la par que á España al duque de Lorena, el cual continuó peleando con nosotros contra los franceses. Asà siguió por algunos años más el estado de guerra que debió abandonarse en tiempo de Felipe III, y que, sin embargo, habÃa ido conservándose dÃa tras dÃa para devorarnos enteramente. Hemos dicho en otras ocasiones que era ocasión de ceder algo ó mucho para no perderlo todo: ceder, como cedió Francia vencida por Carlos V, provincias enteras, ceder, como acababa de hacerlo el Emperador, después de treinta años de lucha encarnizada. Con tal de conservar el Rosellón, que eso sà debÃa conservarse á toda costa, con tal de reunir fuerzas bastantes para recuperar á Portugal, Flandes y el Franco-Condado, ya inevitablemente perdidos, bien podÃan darse en todo ó en parte por precio de la paz. En el Ãnterin volvÃa el Rey á sus antiguas costumbres, aunque ya sin ardor, porque la edad tenÃa algo entibiados sus gustos y pasiones. Notábase en él la propia indolencia, la indiferencia misma que antes: no oÃa, no querÃa oir hablar de los negocios públicos. No tardaron en volver las comedias: resucitólas el pertenecer los teatros á los Hospitales que contaban con sus productos para atender á sus necesidades piadosas, y aunque con ciertas restricciones, comenzaron á aparecer en todas partes, y señaladamente en Madrid, seis años después de haber sido suspendidas. Ni eran las comedias los únicos entretenimientos del Rey y de la Corte; volvieron con aquel género de espectáculos todos los que antes andaban en uso, suspendidos por el luto de la reina Isabel y del PrÃncipe. Para que nada faltase al cambio, dispuso el Rey contraer nuevas nupcias, que estuvieron, por cierto, para serle fatales. Bien puede servir el suceso que vamos á narrar para comprender cuánto hubiese decaÃdo en España en pocos años el respeto de los Monarcas. De seguro no hubo nadie en los tiempos de Felipe II y Felipe III que soñase matar al Rey, aun de los más agraviados: el libro _de Rege_, de Mariana, donde se admite con ciertas condiciones la justicia del regicidio, mas confirma que no combate esta opinión. Tales doctrinas no habrÃan podido tolerarse ni aun en el tiempo y forma con que se toleraron, si hubiese habido en la nación algo que pudiese corresponder á ellas con hechos y obras. Por lo mismo que era el regicidio un género de _utopÃa_, una cosa inconcebible á los ojos de los españoles, pudo el P. Mariana asentarlo como doctrina. Pero ahora ya no sólo lo veremos posible, sino que traÃdo á punto de ejecución, evitándolo la casualidad y la fuerza, que no la voluntad de los que se lo proponÃan. Verdad es que si tal crimen hubiera podido ser en alguna ocasión disculpable, tal vez en ésta lo hubiera sido, porque si jamás un homicidio ha podido disculparse por las necesidades ó las conveniencias polÃticas, disculpa podÃa haber en ésta en que movÃa á los fautores una alta idea de patriotismo. Fué el caso de esta manera: No habiendo quedado de la reina Doña Isabel de Borbón otro fruto que la infanta Doña MarÃa Teresa, muerto el prÃncipe D. Baltasar, era ella la heredera de la Corona. Muchos portugueses conocedores del verdadero interés de la nación, y no pocos españoles, imaginaron que para unir de nuevo los dos reinos y reconstituir la unidad de la MonarquÃa se diese la mano de la princesa á D. Teodosio, hijo y heredero del duque de Braganza, de hecho ya Rey de Portugal. Era el pensamiento magnÃfico, y el más oportuno que en tales circunstancias pudiera ofrecerse para el remedio del mayor mal de la MonarquÃa. Comprendiólo el de Braganza, y por su parte no puso obstáculo alguno, antes trabajó con afán por hacer partido á D. Teodosio en España, si hemos de dar crédito á algunos de sus biógrafos; y aun entró en negociaciones muy serias con algunos de nuestros Grandes y personas principales. Pero Felipe IV, ó no acertó á comprender lo noble y grande de la idea, ó no halló en su ánimo bastante abnegación para dejar por señor de todos sus Estados á un hijo de su rival y enemigo el de Braganza. Sólo una de las dos cosas podÃa ser, porque ciertamente la nación no tenÃa que temer nada de la nueva dinastÃa, y aun puede decirse que ella era ventajosa para todos, y muy á propósito para que la unión fuera en adelante más firme y más sincera que nunca. No podÃan temer los portugueses que un PrÃncipe de su raza los menospreciase, como decÃan de los monarcas austriacos; ni las demás provincias de la MonarquÃa, que formaban un cuerpo de nación tantas veces mayor y más poblado que el Portugal, podÃan temer de modo alguno que éste adquiriese una superioridad ó señorÃo dañoso. Si alguna vez Portugal y Castilla con Aragón se juntaran de nuevo y para siempre, realizando las miras de la Providencia que hizo tales pueblos hermanos, serÃa de esa manera; viniendo una dinastÃa portuguesa á sentarse en el Trono español. Felipe IV no sólo no dió entrada á tal pensamiento en su ánimo, sino que accediendo á la súplica de las Cortes de Castilla que le pidieron que contrajese matrimonio, lo ajustó en 1647 con su sobrina Doña Mariana de Austria. HabÃan solicitado las Cortes el matrimonio, no mirando más que el interés de dejar varón que empuñase el Cetro más adelante, sin reparar en la posibilidad y la conveniencia de pacificar á Portugal por tal modo. Sintieron profundamente esta determinación, que podÃa echar por tierra todos sus planes, los castellanos y portugueses interesados en que la unión se llevase adelante, y algunos de ellos con exagerado patriotismo, sin reparar en lo odioso del medio, tramaron una conspiración para asesinar al rey Felipe, robar á la Princesa y casarla en seguida con el prÃncipe D. Teodosio de Braganza. Los principales eran Don Carlos Padilla, Maestre de campo que habÃa sido en Cataluña, D. Rodrigo de Silva, duque de HÃjar, Don Pedro de Silva y Domingo Cabral. Una carta de Don Carlos Padilla á un hermano suyo que servÃa en las armas de Milán, venida por azar á poder del Gobierno, fué el hilo por donde se descubrió la trama. Todos ellos fueron presos, dióseles tormento, y convencidos del hecho, D. Pedro de Silva, marqués de la Vega de Sagra y D. Carlos Padilla fueron degollados en la Plaza Mayor de Madrid. Domingo Cabral murió en la cárcel. Los demás cómplices padecieron menores castigos, y el duque de HÃjar, que era de los más culpados, no fué condenado sino á cárcel perpetua y á pagar diez mil ducados de multa (1648). Justos aunque sensibles castigos por el noble móvil que guiaba á los delincuentes. [Ilustración] [Ilustración] LIBRO OCTAVO SUMARIO De 1648 á 1665.--Fines del reinado de Felipe IV.--Cataluña: inteligencias con los del Rosellón; virreinato de D. Juan de Austria; pérdida de Figueras; defensa heroica y socorro de Gerona; pérdida de Villafranca de Conflans; pérdida de Puigcerdá; socorro malogrado de Castellón de Ampurias; pérdida de Sobrona, victoria delante de esta plaza; combate naval en Barcelona; toma de Berga y gloriosa victoria delante de sus muros; nuevo virreinato de Mortara; Castelfollit en nuestro poder; victoria al paso de Fluviá; toma de Camprodón y batalla gloriosa del Ter.--Italia: nuevas tentativas del duque de Guisa; batalla de la Roqueta; nueva guerra con el Modenés; toma de Reggio de Correggio; pérdida de Valencia del Pó.--Flandes: el prÃncipe de Condé en nuestro campo; sublevaciones en Francia; toma de Rocroy; prisión del duque de Lorena; sitio de Arraz; fuerzan los franceses nuestras lÃneas; entra Don Juan de Austria en el Gobierno; rota de los franceses en Valenciennes; sucesos de Inglaterra; negociaciones con Cromwel; muerte de Aschau; insultos á nuestro Embajador; guerra con los ingleses; pérdida de Mardik; sitio de Dunquerque; batalla segunda de las Dunas y pérdida de la plaza; Gravelingas, Oudenarde y otras muchas se rinden al enemigo; rinden los ingleses nuestras flotas en América; negociaciones y paz de los Pirineos; matrimonio de la infanta Doña MarÃa Teresa con Luis XIV.--Portugal: sitian á Badajoz los enemigos; va al socorro D. Luis de Haro; derrota de D. Luis en Ervás; campañas del marqués de Viana en Galicia; vuélvense contra Portugal todas las fuerzas; D. Juan de Austria viene á intentar la reconquista; disposiciones de una y otra parte; toma D. Juan muchas plazas pequeñas, y entra en Germeña y en Evora; retirada de esta plaza y batalla llamada de Estremoz; piérdese todo lo ganado; campaña del duque de Osuna por Ciudad-Rodrigo; es derrotado por los portugueses; entra el marqués de Caravaca en el mando; pierde la batalla de Montesclaros ó de Villaviciosa; sentimiento del Rey; conjuración del marqués de Heliche; disputa de los embajadores en Londres; afrentas; muerte del Rey y principales disposiciones de su testamento; juicio de su reinado y resumen de los males que causó á la MonarquÃa. LLEGAN por fin los últimos años de la vida de Felipe IV, y con ellos los fines de la guerra con Francia, la paz de los Pirineos, los desastres de Portugal, que afirmaron la Corona de aquel reino en las sienes del de Braganza, las humillaciones de España en las negociaciones y cortes extranjeras. Sucesos, si no más temibles, más vergonzosos que nunca comprende este nuevo perÃodo. Continuaron en tanto, á pesar de la sumisión de los naturales, las hostilidades en Cataluña. Suplicaron los del Rosellón al Rey que hiciese un esfuerzo para recobrar aquella provincia como habÃa recobrado la de Cataluña, asegurándole que allà estaban los ánimos no menos propensos que aquà á volver á la obediencia. Llegó el caso de prestarse por sà sola á la recuperación de Cataluña, con tal que se la ayudase con caballerÃa, que era lo que le faltaba. Y el Rey y sus Ministros, tÃmidos é irresolutos, no osaron acometer una empresa tan importante, y que la ayuda de los naturales, deseosos de volver á juntarse con la madre patria, hacÃa tan fácil. Dejó el de Mortara el virreinato al comenzar la campaña de 1653, y entró en él D. Juan de Austria mientras casi todo el ejército que habÃa obrado la recuperación era destinado á Portugal. Comenzáronla los franceses entrando de nuevo con un cuerpo volante de soldados y miqueletes que llegó hasta el llano de Vich; pero fueron rechazados por D. Gabriel Llupiá con algunos soldados y buen golpe de paisanos. Luego el mariscal de Hocquincourt con el traidor Margarit, un tal D. José Ardenas y el capitán Manuel Aux, bien señalado en las pasadas revueltas, entró por el Portus, mandando catorce mil infantes y cuatro mil caballos. Pensaban que Cataluña al verlos se levantarÃa de nuevo en armas contra su natural Gobierno; pero erraron completamente el cálculo. Sólo los forajidos, acosados por la justicia, se juntaron con los franceses, aunque á la verdad no en corto número, porque nunca lo hubo por desgracia de tales gentes en el Principado. Señalóse en su odio contra los españoles además de Margarit, Aux y Ardenas, un cierto Segarra, gran forajido. Pero el grueso de la población tomó valerosamente la parte de España. Dos tercios formados para defender á Barcelona durante el sitio, vinieron á ponerse á las órdenes de Don Juan con otros muchos soldados y capitanes que estuvieron peleando contra España. Tomaron los franceses algunos lugares y á Figueras no sin pérdida, y luego pusieron sitio á Gerona. Allà estaba lo mejor de nuestro ejército con el Condestable de Castilla, General de la caballerÃa, el barón de Sabac, el marqués de Sierra y D. Juan Palavicino, sus principales capitanes; y llegando los franceses de improviso se hallaron encerrados. Defendiéronse heroicamente ayudados por los vecinos, hombres y mujeres que á porfÃa se prestaban á coronar los muros: rechazaron á los franceses de sus brechas, y teniéndolos setenta dÃas sin adelantar un paso, dieron tiempo á D. Juan de Austria para que desde Barcelona, juntando ejército bastante, viniese al socorro. Compúsolo de catalanes, voluntarios casi todos, con alguna infanterÃa napolitana acabada de desembarcar y algunos escuadrones de caballerÃa vieja, y el total no pasaba de cinco mil infantes y mil quinientos caballos. Con todo, bastóle esta gente para llegar delante de Gerona y romper un trozo de enemigos que le salió al encuentro; y como la guarnición de la plaza hiziese una salida oportuna, diéronse las manos los españoles de dentro y de fuera y se logró el socorro, viéndose forzados á retirarse los contrarios. Señalóse en aquella ocasión D. Francisco de Velasco, hermano del Condestable, que quedó pasado por el pecho de un mosquetazo y quebrado un brazo, cumpliendo con su obligación largamente. Recobráronse luego Castellón de Ampurias y Figueras. Disolvióse el ejército catalán después de tales victorias, con lo cual los enemigos pudieron de allà á poco entrar otra vez en el Principado y correr la tierra hasta Gerona sin obstáculo alguno. Pero de todos modos hizo mala campaña Hocquincourt, que perdió mucha gente en Gerona y más en la retirada, sin poder ganar una plaza importante ni conservar siquiera los pequeñas lugares donde entró. à la campaña siguiente, destinado Hocquincourt á Flandes, entró á gobernar á los franceses el prÃncipe de Conti. Este habÃa ya aparecido en la parte de Conflans con cuatro mil infantes y mil quinientos caballos: tomó por asalto á Villafranca de Conflans, pasando á cuchillo la mayor parte de su guarnición, que se defendió hasta el último punto, y luego emprendió el sitio de Puigcerdá. Quisieron los nuestros distraerle del intento y amagaron á Rosas; dejó el de Conti con efecto á Puigcerdá y fué á socorrer esta última plaza, mas en el camino fueron destrozadas sus tropas por las partidas de naturales apostadas en los desfiladeros; sin embargo, llegó delante de Rosas y obligó á los nuestros á retirarse con premura. Dió ocasión el no haber ejército á que los enemigos osasen insultar las murallas de Barcelona pasando por delante de ellas, aunque sin fruto. De nuevo se pusieron sobre Puigcerdá, que tenÃa dos mil hombres de guarnición, y se defendió muy bien al principio; pero muerto de un cañonazo su gobernador, D. Pedro Valenzuela, se dió á partido. Pugnaba en tanto D. Juan de Austria por juntar ejército que oponer al enemigo; y aunque Cataluña puso mucho de su parte, no lo hubo bastante para dar batalla á los franceses. Con esto D. Juan salió de Barcelona y estuvo observándoles algunos dÃas; luego guarneció las plazas más importantes y se recogió, sin hacer nada, á la capital. En tanto el enemigo entró en la Seo de Urgel, que halló indefensa, en Berga y Camprodón. Púsose también sobre Vich; pero los miqueletes catalanes le tomaron de tal suerte los pasos, impidiéndole los mantenimientos, que hubo de alzar el campo. Luego reforzado recorrió el Ampurdán y sitió á Cadaqués, que estaba ya bloqueado por algunos bajeles; rindióla, y desde allà fué sobre Castellón de Ampurias. HabÃa logrado D. Juan levantar ya en la provincia algunos tercios, y con la escasa caballerÃa y gente veterana con que contaba se propuso librar esta plaza; ya estaba cerca cuando cayó en una emboscada que le tenÃan dispuesta los enemigos; trabóse con igual valor el combate, pero sobreviniendo el grueso de los contrarios, tuvo D. Juan, inferior en poderÃo, que retirarse á Palamós, y Castellón fué perdida. Apoderóse D. Juan de Bañolas; pero el francés se resarció con usura, entrando en Solsona, que halló desguarnecida. Mandaba en esta ocasión D. Manuel de Aux, llevando consigo todos los soldados viejos de aquella provincia que no habÃan desamparado las banderas extranjeras, y luego quedó con ellos de presidio. No tardó D. Juan en mandar un trozo de gente á que le asediasen; acudieron á socorrerle, cuando ya estaba apretado, mil quinientos caballos franceses y algunos infantes, y D. Juan, que estaba en Vich, envió su caballerÃa, que mandaba D. Diego Caballero de Illescas á estorbar el intento. Viéronse entrambas fuerzas delante de Solsona, pelearon y hubo muchos muertos y heridos; pero los contrarios debieron padecer mucho más y quedar derrotados, porque se recogieron á un bosque cercano, y de allÃ, desistiendo del socorro, pasaron á Berga. Luego el de Conti se puso sobre Palamós para divertirnos de lo de Solsona, sitiándola por mar y tierra; pero sobreviniendo nuestra armada al mando del marqués de Santa Cruz con veinte bajeles y treinta galeras, hubo de alzar el sitio. Tomó no obstante algunos lugares mientras nuestra armada ocupaba las islas Medas. Tropezó esta armada delante de Barcelona con una francesa que traÃa el duque de Vandoma para visitar aquellas costas y sublevarlas de nuevo; dióse un combate que duró todo el dÃa, donde ambas partes se atribuyeron la victoria, y los franceses se retiraron á sus puertos y los nuestros á Cartagena. Entre tanto don José Galcerán de Pinós, noble caudillo catalán, se apoderó de Berga; vinieron los franceses á recobrarla, y la defendió su alcaide Juan Miró valerosamente, dando tiempo á que Pinós con mil infantes y mil cuatrocientos caballos, á cargo de D. Diego Caballero, acudiese en su auxilio. El enemigo, tomada ya la villa, aprovechó la ocasión de poner la conquista del castillo, ocupado aún de Miró y los suyos, á trance de batalla. Mandábalos el catalán D. José Ardenas. Su infanterÃa ocupó ciertas colinas ventajosas, y la caballerÃa quedó en un llano de poca extensión metido entre unos barrancos; una ermita enlazaba á la infanterÃa y la caballerÃa protegiendo á ésta. La infanterÃa catalana, mandada por Pinós, ganó las colinas al enemigo y se comunicó con el castillo. D. Diego Caballero con la caballerÃa, al amparo de algunas mangas de walones, logró doblar los barrancos, entrar en el llano donde estaba la enemiga y deshacerla; luego la guarnición del castillo cayó sobre la villa, y la rota de los franceses fué completa. Casi toda su infanterÃa quedó prisionera y entre todos bien perderÃan mil quinientos soldados con el bagaje y artillerÃa. Salvóse milagrosamente D. José Ardenas, retirándose por los montes seguido de pocos. Sabida esta victoria por D. Juan salió de Barcelona, y reforzando aquel pequeño ejército con mil quinientos infantes sacados de las galeras, asedió formalmente á Solsona, descuidada hasta allà por unos y por otros á causa de los diversos accidentes de la guerra, y la tomó sin grande esfuerzo. En esto fué nombrado D. Juan de Austria para el gobierno de Flandes, y el virreinato de Cataluña tornó al ilustre Mortara. Ahuyentó el marqués del Ampurdán á los franceses, tomando todos los lugares de aquellos contornos menos Rosas, y D. Diego Caballero y el conde de Humanes con un trozo de ejército fueron á ponerse sobre la Seo de Urgel; pero ó bien por desorden de ellos, ó bien por no atreverse á esperar al enemigo que venÃa superior en fuerzas, levantaron el sitio. En tanto el duque de Candale, francés, y Margarit entraron en Blanes y en muchos lugares abiertos, é insultaron de nuevo al llano de Barcelona. El gobernador francés de Castellfollit vendió por dinero aquella plaza al rey Felipe, y un golpe de gente catalana recobró á Blanes. Sitió el de Candale á Castellfollit deseoso de castigar al Gobernador y de recobrar la plaza; socorrióla D. Próspero Tuttavilla con escogido escuadrón de caballos, no sin pérdida del enemigo, y en su retirada al paso del Fluviá fueron acometidos los franceses por Mortara con el grueso de sus fuerzas, y obligados á echar al rÃo dos cañones que llevaban, perdieron muchÃsima gente dispersa. En seguida D. Próspero Tuttavilla acometió el castillo de Camprodón; acudió á socorrerlo Mr. de Santonné con buen golpe de infantes y caballos, y á una legua de aquella plaza tuvo lugar un combate, en el cual los enemigos fueron destrozados con pérdida de quinientos hombres, muriendo no pocos y calificados de nuestra gente. Con esto se rindió Camprodón; pero no tardó en sitiarla de nuevo Mr. de Santonné con más de cinco mil infantes y tres mil caballos. Reunió entonces Mortara los tercios catalanes, la infanterÃa de las galeras al mando de D. Melchor de la Cueva, el tercio de la guardia que allà estaba á cargo de D. Juan Salamanqués, un tercio valenciano y otro navarro y hasta dos mil quinientos caballos al mando de D. Diego Caballero, y con esta gente se presentó delante de los enemigos. Salieron ellos á esperarle en un llano que baña el caudaloso Ter. Trabóse la batalla, en la cual nuestras dos alas envolvieron las de los enemigos; pero antes aún de que esto se verificase, ya don Diego Caballero habÃa esguazado el rÃo con sus caballos, y cogiendo por la espalda al enemigo, habÃa destrozado cuanto se le habÃa puesto delante, forzando, espada en mano, las lÃneas y entrando á degüello los cuarteles que habÃan quedado bien guarnecidos. Con esto fué completa la victoria, perdiendo el enemigo hasta mil quinientos prisioneros, las banderas y artillerÃa. Fué tan brillante acción la última de la guerra por aquellas partes. Sostúvose tibiamente porque Francia, no contando ya con el favor de los pueblos, juzgaba inútil el esforzarse; y España, escudada con la fidelidad de la provincia, no tenÃa miedo del enemigo. Asà fué que en lugar de enviar á Cataluña nuevas tropas se enviaron á Portugal, Italia y Flandes las que permitieron reunir los tiempos tan estrechos. Fué gloriosÃsima sin embargo la conducta de nuestras armas, catalanas en la mayor parte, durante estas últimas campañas, poniendo casi siempre de nuestro lado la victoria. Asà anduvieran nuestras cosas por todas partes. Pero en Italia, Portugal y Flandes no era buena la fortuna. En Italia se mostró varia. Por el lado de Nápoles hubo un nuevo amago del duque de Guisa, no menos funesto para él que el anterior. HabÃase librado éste á ruegos de D. Juan de Austria de la pública muerte que le preparaba el buen conde de Oñate por castigo, y conducido á España fué encerrado en el Alcázar de Segovia. De allà se escapó disfrazado: pero no pudo ganar á Francia, y preso de nuevo en Vizcaya fué restituido á sus prisiones. Pasara allà el resto de su vida, si el prÃncipe de Condé no hubiera interpuesto su favor y súplicas con el Rey de España, cuando vino á nuestro servicio. Creyóse acaso que aumentarÃa el partido de los PrÃncipes contra Mazzarino; pero el de Guisa, ingrato al de Condé, se puso de parte del Ministro, é ingrato al Rey de España que le dió la libertad cuando tenÃa derecho para quitarle la vida, comenzó á solicitar ayuda y protección para volver á Nápoles. Hizo entonces Mazzarino equipar una armada de cuarenta bajeles, y pensando vengarse del aliento que daba España á sus enemigos personales, envió en ella al duque de Guisa á las playas napolitanas, con armas y soldados. Llegó esta armada delante de Castelmare y hallándola desprovista, sin esfuerzo alguno cayó en sus manos. Al saber la venida de los franceses, conmoviéronse los Abruzzos, y las cuadrillas de bandidos que recorren siempre aquellas comarcas, se engrosaron grandemente á punto de causar serios temores. Pero el Virrey que, vuelto Oñate á España era el conde del Castrillo, obró con actividad y acierto. Reunió la infanterÃa española y la caballerÃa napolitana, y caminó apresuradamente á Castelmare. Salió el de Guisa al encuentro lleno de presunción, y hubo á las puertas de la ciudad un combate, en el cual los enemigos fueron completamente derrotados: de suerte que apenas pudieron reembarcarse al abrigo de los muros. Luego se hicieron á la vela los bajeles franceses, y el de Castrillo sosegó fácilmente los revueltos ánimos de los naturales de los Abruzzos, y volvió á poner en paz todo el territorio. à principios de 1653 entró el mariscal Grancey en el Piamonte con un ejército, y juntándose con las tropas del duque de Saboya, fueron en busca del Gobernador de Milán que lo era aún el marqués de Caracena, don Luis de Benavides, con el fin de provocarle á batalla. Halláronle cuando éste entendÃa en esguazar el Tánaro por la Roquetta, y al punto le embistieron. Eran los dos ejércitos casi iguales en número; peleóse casi todo un dÃa, y con tanto escarnizamiento, que los regimientos suizos que traÃan los franceses, faltos ya de balas, cargaron sus armas con los botones de hierro de sus vestidos; mas al fin los franceses, que habÃan venido á provocar la batalla, tuvieron con su retirada que confesar la derrota. Perdimos nosotros poca gente, mucha los aliados. En seguida el vencedor Caracena, amagando antes algunas plazas del enemigo, tomó cuarteles de invierno. No osaron los franceses emprender nada en la siguiente campaña; pero en la de 1655 volvieron á alimentar grandes esperanzas. El duque de Módena, Francisco de Este, obligado poco antes á pedir misericordia á España, no pudiendo llevar con paciencia la altivez de Caracena, volvió á empuñar las armas. Envió Mazzarino en su ayuda al prÃncipe Tomás con un trozo de ejército. Mas no bien supo el de Caracena la determinación del Modenés, entró en sus estados con respetables fuerzas, tomó á Reggio y luego se puso sobre Berzello. No hallaron el duque de Módena y el prÃncipe Tomás otra traza para libertar esta última plaza, sino el poner sitio por su parte á PavÃa, plaza de extrema importancia en el Milanés. Lisonjeábanse ya de conquistarla, compensando con esta sola ventaja cualquiera pérdida que tuviesen, cuando apareció Caracena; y cortando los vÃveres á los enemigos y acosándolos de continuo, les obligó á levantar el asedio, disminuÃdos ellos, él sin pérdida notable. Luego para desquitarse de no haber tomado á Berzello, redujo á Correggio á nuestra obediencia. Con esto el marqués de Caracena aumentó su reputación sobremanera; y como la Corte pusiera mayor atención en Flandes que en ninguna otra parte, le envió allá, trayendo de allà en cambio para gobernar estas armas al conde de Fuensaldaña. No era el nuevo general, ni muy antiguo, ni muy experimentado en las armas, ni los sucesos le daban por muy afortunado tampoco; pero poseÃa cierta firmeza de carácter y habilidad, y estaba sobre todo en Madrid bien visto, cualidad bastante á la sazón para desempeñar cualquier cargo. Fueron á decir verdad, no desafortunadas sus operaciones. En un encuentro empeñado rompió buena parte de las tropas de Módena; mas el Duque, con los nuevos refuerzos que le enviaron los franceses al mando del duque de Mercoeur, que vino á reemplazar al prÃncipe Tomás de Saboya, muerto en aquellos dÃas, juntando hasta catorce mil hombres, fué con ellos sobre Valencia del Pó. Defendióse ochenta dÃas la plaza; pero tuvo al fin que rendirse, porque Fuensaldaña no pudo socorrerla, aunque lo intentó por dos veces, y á pesar de haber obtenido notables ventajas á campo raso contra las tropas modenesas que acudÃan al cerco, no logró levantarle. Recibió Fuensaldaña algunos refuerzos del Emperador; mas la falta de dinero, y por consecuencia de pagas y bastimentos, impidió sacar provecho alguno. Sitió á Valencia del Pó y no pudo recobrarla, porque acudieron al socorro los enemigos; mas en cambio impidió á éstos, mandados por el Modenés y el prÃncipe de Conti, con varias y acertadas combinaciones, que se apoderasen de Niza de la Palla, sitiada todo un mes por ellos. Rindieron sin embargo á Mortara y los pequeños fuertes de Varas y de Novi, y Fuensaldaña no pudo apoderarse de Borzello que de nuevo tenÃa sitiada. Asà hallaron por allà la paz nuestras armas. Fuensaldaña, á pesar de que no cesaba de suplicar al Rey que hiciese la paz á toda costa, dando sino el Milanés por perdido, supo mantener con su firmeza por aquellas partes, no sólo nuestro dominio, sino también el respeto de nuestras armas. Mas donde verdaderamente lucharon con encarnizamiento durante el último perÃodo de la guerra españoles y franceses, fué en las provincias de Flandes y no poco en el interior de la misma Francia, al calor de las disensiones. Allà fueron varios y continuos los sucesos, no pocas las complicaciones; y para tratar de todo ello es preciso explicar y relatar algunas cosas, que, tanto en España, como en Francia, ocuparon por largo tiempo la atención de los Ministros y diplomáticos. Dejamos al prÃncipe de Condé en Flandes, y en unión con nuestros capitanes. Dióle la Corte de España, deseando utilizar sus talentos, tÃtulo de GeneralÃsimo y tales consideraciones como obtenÃa el mismo archiduque Leopoldo. Puesto al frente de un trozo de nuestro ejército con algunos regimientos levantados por él para servir á su patria, y que ahora seguÃan su bandera, recobró á Rethel y tomó á San Menehould dentro del territorio francés. Desquitóse de estas pérdidas Luis XIV, recobrando la importante plaza de Bourg en Guyenne, mal defendida por D. José de Osorio que allà mandaba y reduciendo á su obediencia á Burdeos, puesto en armas por el prÃncipe de Conti, al calor de una armada que al mando del barón de Batteville y del marqués de Santa Cruz se dejó ver á la embocadura del Garona. TenÃamos ocupados muchos puestos á la embocadura del rÃo y sin duda no cediera la ciudad de Burdeos al enemigo si Lormont que la aseguraba, no hubiera sido vendida á Mazzarino por la guarnición irlandesa que allà tenÃa España. Con Burdeos tornaron á obedecer á su rey Livourne, Perigueux y otras plazas, no poco revueltas también por aquellos dÃas, en las provincias occidentales de Francia. Al Oriente por la parte de Flandes, el prÃncipe de Condé, el conde de Fuensaldaña, y el duque de Lorena, salieron á campaña con hasta veinticinco mil hombres, recorrieron las riberas del Soma y sitiaron la plaza de Rocroy, de funesta memoria; guardaron esta vez los desfiladeros vecinos de forma que no pudiese venir el socorro, y por fin la rindieron. Poco faltó para que se malograse esta empresa por la discordia que sobrevino entre el PrÃncipe y el de Fuensaldaña. Acudió á componerlos, desde Bruselas, el mismo archiduque Leopoldo, y no tardó en disputarle el de Condé con el tÃtulo de GeneralÃsimo, que tenÃa ciertas preeminencias, por manera que tomó aún mayores proporciones la discordia. Medió el duque de Lorena y se terminaron las diferencias; pero á los pocos dÃas fué preso el propio Duque y enviado á España. Ocasionó esto grande y más peligrosa discordia; algunos regimientos loreneses se pasaron á los franceses; muchos soldados y capitanes sueltos hicieron lo mismo, y del resto de las tropas auxiliares del Duque se confiaba tan poco que apenas se sacó de ellas partido alguno. Sin embargo, continuaron al servicio de España gobernadas por Francisco, hermano del duque Carlos. Acusaban al Duque de mantener inteligencias con Francia, y de andar en tratos de paz con aquella potencia; mas esto no estuvo nunca bien justificado. Y cierto que la conducta del duque Carlos no era para engendrar tales sospechas; él habÃa abandonado el partido de Francia por el partido de la casa de Austria; la habÃa servido eficazmente por su persona y con sus súbditos contra todo género de enemigos, y habÃa empleado en su provecho sus talentos militares, que eran grandes y la sangre de sus soldados; habÃa perdido por ella su hacienda y estados. Ni el Imperio antes ni ahora España, tuvieran mejores aliados, y principalmente esta última, por la cual, aun viéndola en tanta decadencia, luchaba heroicamente en Flandes. DÃcese que entibió su ardor en los últimos tiempos; mas para olvidar tantos servicios y castigarle tan duramente, era preciso que más que tibieza se advirtiera en él clara defección. Y aun asà y todo serÃa de dudar si á un PrÃncipe soberano, aliado nuestro, y no vasallo ni feudatario, podÃamos sin justicia castigarle porque se fuese de nuestro partido. Mas el hecho fué que Fuensaldaña, en quien descansaba entonces nuestra Corte todos los negocios de Flandes, recibió órdenes reservadas para ejecutar la prisión; que la hizo con gran sigilo, sin que el Archiduque pusiera de su parte más que la confirmación de tal medida, y que vino á España, donde, encerrado en el Alcázar de Toledo, estuvo maldiciendo nuestra ingratitud hasta la conclusión de la paz. Entre tanto se perdió Stenay, una de las plazas rebeldes contra el Rey de Francia por el lado de Flandes. Para distraer á los franceses de aquel sitio se emprendió el de Arras, que nos fué muy funesto por la división de los capitanes y el desorden del ejército, de ella y la prisión del de Lorena ocasionado. Era el ejército de hasta doce mil infantes y diez mil caballos. Mandábanlo el archiduque Leopoldo y el prÃncipe de Condé, los cuales atacaron tan mal la plaza, que en cincuenta dÃas no lograron aportillar los muros. Su lÃnea de cinco leguas de circuito tardó tanto en cerrarse, que hubo tiempo de sobra para que las abasteciesen los franceses y reforzasen su guarnición. Luego los mariscales de Turena y de la Ferté, con diez y ocho mil hombres escasos, acudieron á levantar el cerco, situándose á media legua de la plaza. Propusieron unos capitanes ir á atacarlos, otros mantenerse en las lÃneas; y el ejército francés recibió, al mando del mariscal de Hocquincourt, un gran refuerzo. TodavÃa era posible sorprender á este último por tener separado su campo del de Turena con notoria imprudencia; mas no pudieron ponerse de acuerdo tampoco nuestros capitanes. Pasaron dÃas, nuestro ejército se desatentó y se debilitó sobremanera, y al fin Turena, bien tomadas sus disposiciones, embistió por todas partes nuestros cuarteles. Fué forzado casi sin defensa el cuartel de los loreneses, y con muy poca el de españoles, que mandaba D. Fernando de SolÃs, y se comunicaron los enemigos con la plaza; entonces el Archiduque con algunos cabos y poca gente se retiró á Douay; el prÃncipe de Condé con el General de la caballerÃa española y la mayor parte del ejército se vino en buen orden á Cambray, y Francisco de Lorena amaneció en Valenciennes fugitivo. Perdióse la artillerÃa y bagajes. Consecuencia de este descalabro fué el que Turena recobrase en Francia á Quesnoy, la Chapelle y otras plazas, y rindiese, á pesar de su esforzada defensa, la importante plaza de Landrecy, sin que el prÃncipe de Condé pudiera recobrar lo perdido. Acabó de disgustar también aquel revés al archiduque Leopoldo, harto disgustado ya con la falta de recursos y con la confianza que la Corte de Madrid hacÃa en Fuensaldaña, el cual gobernaba verdaderamente todas las cosas en mengua suya, y solicitó que se le dispensase del cargo. Eran entonces los principios del año de 1653, y nuestra Corte, viendo cuán poco adelantaba con la alianza de Condé y sus parciales, atribuyendo no sin razón mucha parte al poco concierto de los generales, oyó bien la solicitud del Archiduque y determinó enviarle sucesor apartando de allà á la par al conde de Fuensaldaña, ya mal visto de muchos. HabÃase granjeado el archiduque Leopoldo el amor de los pueblos, que habÃan de sentir naturalmente su ausencia; necesitábase reemplazarle con persona de autoridad bastante para que no se le echase tanto de menos, y al propio tiempo era evidente que, sin autoridad y sin conocimiento de las armas, no podÃa haber gobernador que bien lo fuera donde estaba el prÃncipe Condé. Todo esto hizo recaer la elección en D. Juan de Austria, que estaba casi ocioso en Cataluña. Fué con efecto D. Juan á desempeñar su cargo, no sin padecer antes en la mar muchos azares, y con él, para acompañarle en el mando, se destinó al marqués de Caracena D. Luis de Benavides, entrando en lugar de este á gobernar á Milán el conde de Fuensaldaña, como atrás hemos visto. Dieron los nuevos capitanes en Flandes excelente comienzo á su Gobierno. Sitiaban los mariscales de Turena y de Ferté la gran plaza de Valenciennes con un ejército de treinta mil hombre y mucha y buena artillerÃa: defendÃala D. Francisco de Meneses, su Gobernador, con extraordinario esfuerzo, de manera que los enemigos no adelantaban un punto. Pero sin embargo, D. Juan de Austria con Caracena y el prÃncipe de Condé, determinaron socorrerla, y lo ejecutaron felicÃsimamente. Estaban los Mariscales franceses acampados, el uno en una y el otro en otra de las orillas del Escalda, que baña la ciudad, á fin de estrecharla por todas partes. D. Juan y el de Condé rompieron las exclusas en Bouchain, é inundaron ambas riberas del rÃo, de suerte que no era posible caminar por ellas. Al mismo tiempo se pusieron en marcha por terreno seco hacia el cuartel del mariscal de la Ferté: llegaron sonada la media noche y lo embistieron, de manera que en un momento lo arrollaron todo, poniendo á los franceses en completa derrota. Tuvo el marqués de Caracena la gloria de ser el primero que plantase nuestro estandarte sobre las trincheras enemigas. No pudo Turena enviar á su compañero refuerzo alguno, porque no consentÃa el paso de los infantes y caballos la inundación de la ribera, y asà todo el trozo de ejército de la Ferté fué destruÃdo. Siete mil cadáveres quedaron en el campo de batalla, y cuatro mil prisioneros, entre los cuales se contaban el mismo la Ferté, y hasta sesenta y siete capitanes de menor cuenta; todo el bagaje, artillerÃa y banderas vinieron á poder nuestro. Turena entonces tuvo que alzar el cerco y retirarse en buena ordenanza. Fué el fruto de esta victoria la toma de Condé, con lo cual se terminó la campaña de 1656. Para la siguiente tuvieron ya que luchar D. Juan de Austria y Condé con un nuevo enemigo. Este era Cromwel, protector de la República de Inglaterra. Aquel prÃncipe de Gales, que estuvo para ser cuñado de Felipe IV, tan rencoroso con España siendo ya Rey, habÃa muerto en un cadalso á manos de sus propios vasallos, con el nombre de Carlos I. El pueblo inglés, puesto en armas contra su Rey, después de vencerle y degollarle, depuso sus iras y se entregó á merced de aquel afortunado aventurero. Cromwel fué más tirano que nunca lo hubiese sido Carlos I, y el pueblo, como suele suceder, llevó ahora con paciencia cosas mayores que las que antes pusieron las armas en sus manos. Europa, ocupada en aquellas encarnizadas luchas entre católicos y protestantes, entre la casa de Austria y sus enemigos, no prestó grande atención en los principios á aquellas turbulencias; aun hubo naciones, como Francia, que contribuyeron á exacerbarlas para tener distraÃda á Inglaterra y otras, como España, que celebraban en secreto las amarguras del rey Carlos, recordando las ofensas que le debÃan. Ni aun llegado el trance de la muerte de aquel desdichado PrÃncipe, lloraron los demás PrÃncipes tanto como debieran el ejemplo fatal que se ofrecÃa á los pueblos, y la lección que acababa de escribirse en la historia, atentos sólo á lo presente. Ciegos con sus odios, y desvanecidos con sus empeños, antes se pararon á ver el partido que podÃan sacar de tal acontecimiento, que no las consecuencias que de él habÃan de deducir y recoger los tiempos futuros. Asà unas primero, otras después, todas las Potencias fueron reconociendo á la República inglesa. Señalóse España por haber sido en esto la primera. Verdaderamente en el punto en que estaban las cosas, luchando á solas contra Francia y Portugal, la alianza de los ingleses podÃa reputarse, no sólo por útil, sino aun por necesaria. Imaginó D. Luis de Haro aprovechar el despego con que en los dÃas que siguieron á la muerte de Carlos I miraban todas las naciones á Cromwel para solicitar su alianza, y por lo mismo se apresuró á reconocerlo. No se descuidaron Portugal y Francia en entablar iguales negociaciones, y entonces el astuto Cromwel comenzó á prevalerse del deseo de tales Potencias para entretenerlas á un tiempo, hoy dando, mañana quitando esperanzas, ya inclinándose á una, ya á otra, con el objeto de sacar más ventajas de su alianza. Hubo, pues, en Londres, una larga lucha diplomática, en la cual el marqués de Leyden y D. Alonso de Cárdenas, Embajadores nuestros, ordinario el uno, el otro extraordinario, hicieron desesperados esfuerzos por traer al astuto protector al partido de España, y aun pudiera decirse que humillantes. Mas en tanto que se afanaban por lograr la amistad del protector, aconteció en Madrid un desagradable suceso. Fué el caso, que habiendo enviado Cromwel á nuestra Corte con tÃtulo de residente á Antonio Ascham, uno de los más decididos parlamentarios y parcial suyo, al dÃa siguiente de su llegada fué asesinado en su propia casa por cierto inglés realista, de los acogidos á nuestro suelo, queriendo castigar en él la parte que habÃa tomado con su voz y voto en el suplicio de Carlos I. Sintiólo mucho nuestra Corte, y titubeó algún tiempo entre la aprobación que el hecho de aquel realista le merecÃa y la amistad de Cromwel, deseando hallar medio de conciliar ambos afectos: para ello se dió tiempo al agresor á que se acogiera en sagrado, y luego se dieron órdenes rigurosas á un alcalde de Corte de que lo redujese á prisiones. No entendió el alcalde las ocultas miras de la Corte, y lleno de indiscreto celo puso tales asechanzas al inglés y se valió de tales amaños, que logró sacarlo del sagrado, poniéndolo á disposición de los Tribunales. Entonces estos no pudieron menos de condenarle á muerte; y la Corte, aunque llena de dolor, no tuvo aliento para renunciar á la amistad de Cromwel, y dejó ejecutar la sentencia castigando indirectamente al alcalde. Pero Cromwel, lejos de contentarse con tan dolorosa satisfacción, no dejó de hacer cargos á nuestra Corte sobre la muerte de Ascham, y no tardó en urdir contra nosotros una trama miserable. Era costumbre en Londres, que á la entrada de cada nuevo Embajador asistiesen los coches y séquito de los demás Embajadores para honrarle; y en tales casos se seguÃa en la colocación de los diversos carruajes el orden de dignidad y grandeza que alcanzaban las naciones; de modo que hasta entonces los de España habÃan ido siempre delante de los de Francia. Llegó á Londres un Embajador de Suecia: salieron como siempre á recibirle los carruajes de los demás, y caminando el del Embajador de España como de costumbre, se le interpuso el carruaje del francés y pasó adelante. Al punto los españoles de la servidumbre del Embajador pusieron mano á las espadas y obligaron á los franceses á volver á su puesto. Pero Cromwel, de acuerdo ya con ellos, tenÃa apostados por aquellas inmediaciones un trozo de soldados, los cuales acudieron al rumor de la pendencia, y so pretexto de poner en paz á españoles y franceses, dejaron á éstos que pasasen delante. El asunto, aunque parecÃa trivial y pequeño, no era sino de grande importancia en aquellos tiempos de etiqueta diplomática, y el marqués de Leyden, hombre de gran valor y carácter, que como General de la mar habÃa ya defendido una vez á Dunquerque de los franceses, se quejó duramente á Cromwel; mas no obtuvo satisfacción alguna, y poco después, desesperando de lograr nada, se volvió á Flandes. No tardó en seguirle D. Alfonso de Cárdenas; porque Cromwel, quitándose al fin la máscara, ajustó un tratado con Mazzarino, por el cual se comprometió á declarar la guerra á España, embistiéndola con todas sus fuerzas marÃtimas, y á dar seis mil hombres al Rey de Francia para sitiar de nuevo á Dunquerque, plaza que tomada, deberÃa quedar á disposición de Inglaterra. No faltó allá durante las negociaciones quien representase á Cromwel como más favorable á la nación la alianza de España que no la francesa, á fin de mantener el equilibrio entre las dos Potencias; pero el protector, con funesta sagacidad, se empeñó en ponerse en contra nuestra. DecÃa con razón que Francia no tenÃa colonias, ni navegación, ni comercio que pudiera ser presa de la armada inglesa como tenÃa España; que la guerra contra Francia podÃa ser muy gloriosa á Inglaterra, pero que no la proporcionarÃa provecho alguno, y que la rica y abandonada herencia de España, con poca dificultad y coste, si bien con menos gloria, estaba convidando al saqueo. No bien fué conocido el Tratado, mandó Felipe IV que todas las mercadurÃas y buques ingleses que hubiese en sus reinos, fuesen confiscados; pérdida inmensa para aquella nación, y medida, si no justa porque no podÃa serlo tal despojo, osada al menos y proporcionada al género de hostilidades y daños que de Cromwel podÃan temerse. Este ordenó equipar al punto armadas que atacasen á nuestras colonias y persiguiesen á nuestros buques en todos los mares; pero en Flandes fué donde se sintieron los mayores golpes. Vinieron en los principios de 1657 á reforzar el ejército del mariscal de Turena seis mil ingleses escogidos de los veteranos de la revolución, al mando del coronel general Renols, caudillo muy nombrado en la guerra civil. Ya D. Juan de Austria y el prÃncipe de Condé habÃan recobrado á San Guillain, y forzado al enemigo á alzar el sitio de Cambray. Juzgóse que la primera empresa de los enemigos aliados serÃa el sitio de Dunquerque, y por lo mismo se metió Condé dentro de la plaza con numerosa guarnición y escogida. Tal era en verdad el intento de Turena; pero no osó, al saber las prevenciones, llevarlo á cabo, y fué á ponerse sobre Bourbourg, plaza pequeña y mal defendida que rindió en horas. De allà fué á San Venant y la tomó, y luego precisó á los nuestros á levantar el campo de delante de Ardres; por último, sitió á Mardik, fortalecida y guardada por los españoles, tomóla en ocho dÃas, y la puso en manos de los ingleses mientras que cumplÃa el Tratado rindiendo á Dunquerque. Ni tardó en conseguir esto con la ayuda poderosa de Inglaterra. Mediado el año de 1658, una armada inglesa de veinte navÃos de guerra cercó la boca del puerto de Dunquerque, y seis mil ingleses más, también escogidos y veteranos, al mando de milord Lokart, vinieron de Inglaterra á reforzar el ejército de Turena. Repartiéronse luego los cuarteles, y pronto estuvo aquella ciudad estrechamente sitiada por mar y tierra, viniendo al campo el mismo Luis XIV para alentar á sus soldados. En tanto halló medio el de Leyden, antes Embajador en Inglaterra, para atravesar las lÃneas enemigas con alguna gente y socorros, y atendió con mucho acierto y valor á defender la plaza. Los sitiadores metidos entre ella y Furnes y Bergues y Niwport, que estaban en nuestro poder, no podÃan recibir los bastimentos sino por la parte del mar; de modo que su posición era peligrosa. D. Juan de Austria y Condé, con hasta quince mil hombres, vinieron á agravarla, presentándose por el camino de Furnes hacia las Dunas, distantes como tres cuartos de legua del campo; venÃan con ellos el marqués de Caracena, el mariscal de Hocquincourt, del partido de los PrÃncipes y el duque de York, hijo del desventurado Carlos I, hermano del pretendiente Carlos II, y luego infeliz Rey de Inglaterra, que estando al servicio de Francia se habÃa pasado al de España por causa de la liga ajustada entre aquella Potencia y Cromwel, obteniendo de nuestra Corte el tÃtulo de Capitán general de la armada del Océano. Tal ejército y con tales capitanes, dejaba esperar que al enemigo se le frustrarÃa el intento de apoderarse de la plaza; mas no sucedió asà por desgracia. No creyeron ni D. Juan ni Condé que el ejército anglo-francés viniese á ofrecerles batalla; porque encerrado como estaba entre ciudades nuestras, una rota le habrÃa traÃdo á perdición completa. Por otra parte, no tenÃan ellos todas sus fuerzas; faltaba la artillerÃa que habÃan dejado muy atrás por acudir más pronto, y no poca parte de la infanterÃa: por manera que á la sazón eran muy superiores los anglo-franceses. AsÃ, pues, no imaginando que los otros viniesen á atacarlos, ni queriendo ejecutarlo ellos hasta tener dispuestas todas sus cosas, estuvieron nuestros Generales dos ó tres dÃas sin emprender cosa de importancia, ocupados sólo en hacer reconocimientos y facciones. Uno de tales reconocimientos le costó la vida al mariscal d'Hocquincourt. Mas Turena, que sabÃa que don Juan y Condé aguardaban refuerzos, que no tenÃan artillerÃa, y que eran entonces muy inferiores en número, aprovechó hábilmente los momentos, y al amanecer de un dÃa, cuando nadie lo esperaba en nuestro campo, vino sobre él en orden de batalla. Formóse apresuradamente nuestro ejército, apoyando su derecha en aquellas mismas Dunas, tan fatales ya otra vez para nuestras banderas, extendiendo el centro y ala izquierda por las arenosas llanuras, testigos medio siglo antes de la rota gloriosa de nuestras armas. Mandaba la derecha, D. Juan de Austria con los españoles; la izquierda, el prÃncipe de Condé con sus regimientos propios y otras tropas extranjeras, y éstas componÃan también el centro. El marqués de Castelnau con los franceses, y milord Lokart, con la vieja infanterÃa inglesa, embistieron las Dunas, que eran, como hoy se dice, la llave de la posición de los nuestros: defendiéronla los españoles con valor; pero fué inútil, porque en la playa que se extendÃa entre las Dunas y el mar no se habÃa puesto alguna guarda, á causa de estar muy alta la marea cuando se formó el ejército en batalla, y ahora bajando la marea dejó abierto allà bastante espacio para que pasase un Cuerpo de caballerÃa francesa, el cual, cogiendo por la espalda á los españoles, los puso en derrota. Deshechos éstos, lo demás del ejército no pensó ya más que en huir, dejando tres mil hombres muertos en el campo, más en la fuga que en la batalla, y muchos prisioneros. Debieron el triunfo los enemigos á la infanterÃa inglesa, si es que puede decirse que alguno ganara allà la gloria; la verdad es que con la imprevisión de D. Juan de Austria en no guardar la playa ó caleta entre el mar y las Dunas no habÃa lucha posible, era inevitable la derrota de nuestro campo. Vergonzosa derrota esta segunda de las Dunas, y harto diferente de la primera donde el honor quedó por los vencidos. De resultas de ellas tuvo que capitular Dunquerque, mas no antes de que muriese de sus heridas el valeroso marqués de Leyden; pasó á manos de los ingleses, según lo pactado, y Link, Dixmunda, Gravelinas, Furnes, Oudenarde, Ypré y otras plazas importantes abrieron luego sus puertas, sin hacer las más resistencia al enemigo. Estos fueron los últimos sucesos de aquella guerra en Flandes. D. Juan de Austria, aunque tan culpado en aquella derrota, fué llamado á España para mandar el ejército de Portugal, y en su lugar vino al Gobierno de Flandes el archiduque Sigismundo, con gente de refuerzo que enviaba el Emperador; mas no hubo ocasión de probar al nuevo capitán, terminada ya la guerra. Una armada inglesa en tanto, compuesta de diez y siete bajeles de guerra y muchos de transporte, con buenas tropas, al mando del almirante Pen y del general Venables, se presentó delante de la isla de Santo Domingo. Hecho el desembarco, la gente inglesa se dirigió á la capital; mas en el camino fué detenida por los españoles que á toda prisa acudieron á la defensa; y cincuenta mosqueteros, apostados en un bosque, hicieron de modo que la pusieron en desorden, obligándola á retirarse á sus bajeles, con pérdida de seiscientos muertos, trescientos heridos y doscientos prisioneros. Pen y Venables, avergonzados y temerosos de volver á la presencia de Cromwel con el cuento de tan impensada desdicha, determinaron intentar nueva empresa, que fué harto más feliz para ellos. Llegaron delante de la Jamaica, que estaba completamente desguarnecida y sin armas, desembarcaron pacÃficamente, y tomaron posesión de la isla. Amagaron luego los ingleses á Cuba y Tierra-firme, sin fruto alguno. Pero el almirante Blake, con una armada poderosa, vino á esperar delante de nuestras costas los galeones del Perú, ricamente cargados como siempre, mediado el otoño de 1656; y uno de sus segundos, Stayner, con siete bajeles que mandaba, hallándolos en número de cuatro con otras tres naves, á vista de la playa de Sanlúcar, que ya saludaban gozosos después de tan largo y peligroso viaje, embistió furiosamente con ellos, logrando tomar, después de una esforzada defensa, el que mandaba don Luis de Hoyos, perdiéndose además dos de las naves en el combate. HabÃase formado en Cádiz apresuradamente una armada á cargo de D. Pablo de Contreras para salir á buscar los galeones; pero se le dieron tales órdenes de excusar la batalla, que por no desobedecerlas no pudo evitar la pérdida. Fuera mejor para esto no disponer tal armada. Al año siguiente, en la bahÃa de Santa Cruz de Tenerife, acometieron Blake y Stayner otra vez á los galeones, y defendiéndose heroicamente sus tripulaciones, diéronlos al fuego antes que rendirlos, perdiéndose las riquezas y muchos hombres. No pudimos vengar estos daños de los ingleses, y la muerte de Cromwell terminó dichosamente tales hostilidades casi al propio tiempo que, abiertas de buena fe entre España y Francia las negociaciones para la paz, se ajustó ésta con el nombre de _Paz de los Pirineos_, acabándose aquella lucha tremenda y decisiva que habÃa durado veinticinco años. Ya la Francia la deseaba, si no tanto como España, bastante al menos para que corriendo el año de 1656 entablase en Madrid tratos que no llegaron á buen término por ciertas condiciones que parecieron inadmisibles. La principal era el matrimonio de la infanta MarÃa Teresa, hija mayor de Felipe y heredera de la Corona, con el joven rey Luis XIV, con lo cual se habrÃan juntado en una las Coronas de Francia y España. No quiso Felipe IV dar oÃdos á semejante pretensión; antes pretendÃa casarla con el archiduque Leopoldo de HungrÃa, que fué luego Emperador, imaginando acaso reunir de nuevo el Imperio con España. Verdaderamente el primer matrimonio era inadmisible. España no podÃa ni querÃa unirse con Francia, que mucho más poblada y más próspera no habrÃa tardado en dominarla y convertirla en una de sus provincias; ni habÃa apariencias de que la Europa, que á tan duras penas consintió luego en que un PrÃncipe francés viniese á ceñir esta Corona, tolerase unión semejante á ningún precio. Pero el intento de reconstituir la colosal herencia de Carlos V, juntando otra vez la Corona imperial con la católica, no era menos aventurado, y señalaba bien á las claras cuánto el espÃritu de familia mantenido y avivado por el matrimonio de Mariana de Austria imperaba en Felipe. Ello fué que el no haber obtenido Luis XIV la Infanta por esposa prolongó dos años la guerra. Pero habiendo dado á luz la reina Doña Mariana á fines de 1658 un hijo, el cual tuvo por nombre D. Felipe y murió más tarde sin llegar á heredar la Corona y desvanecidos por lo pronto los temores de unión de las dos Coronas, volvieron á entablarse los tratos. Acogiólos Francia con favor, porque su tesoro estaba de todo punto exhausto, y muerto Cromwell no podÃa contar con la alianza de Inglaterra, al paso que Holanda, los PrÃncipes alemanes y los potentados del Imperio comenzaban á mirar su grandeza con la misma envidia y recelo con que habÃan mirado la de España. Temió agotar sus fuerzas y exponerse á perder todo lo ganado, y se apresuró á ceder algo discretamente. Asà se hubiera hecho en España cuando era tiempo de hacerlo. Ahora si Francia necesitaba de la paz, júzguese cuánto la necesitarÃamos nosotros: estábamos ya sin aliento, sin vida; no quedaba sangre en nuestras venas, ni oro en nuestras arcas, semejante la nave del Estado á aquéllas desarboladas y sin timón, que sin poder moverse para esta ó la otra parte, ni mantenerse fijas en un punto, son en el Océano miserable juguete de los vientos y ludibrio de las olas. Tres meses duraron las negociaciones para la paz entre D. Luis de Haro, Marqués ya del Carpio por muerte de su padre, y conde-duque de Olivares por herencia del tÃo, y el cardenal Julio Mazzarino, que á tan justo tÃtulo podÃa jactarse de haber dado cima á la obra de Richelieu. Fué el lugar de ellas una casilla de madera construÃda de por mitad en una isla del Bidasoa, llamada de los _Faisanes_, media legua de Irún, en la raya de España y Francia, y que se supuso que pertenecÃa á ambas Coronas. Concertáronse las negociaciones en ciento veinticuatro artÃculos que forman aquella paz famosa de los Pirineos, tan importante en la historia de España. Por ella cedimos á Francia, en el condado de Artoys, las ciudades de Arras, Hesdin, Bapaume, Bethune, Liliers, Lens, el condado de Saint Pol, Terouane, Pas y, en fin, toda la provincia menos Saint Omer y Ayre con sus dependencias: en Flandes á Gravelingas, con los fuertes de la Esclusa, de Felipe y de Tuttin, á Bourboug y Saint Venant; en el Haynaut á Landrecy y Quesnoy; en el Luxemburgo á Thionville, Montmedi, Dambilliers, Ivoy, Chavancy y Merville, y además Avennes, Filipeville y Mariembourg. Por la parte de España cedimos también los condados de Rosellón y Conflent ó Conflans, señalando por lÃmites entre las dos naciones la cima de los montes Pirineos; de modo que todo lo del lado de acá quedase á España, y todo lo del lado de allá á Francia. Obligámonos á restituir á Rocroy, Chatelet y Limchamp, plazas conquistadas en Francia durante el último perÃodo de la guerra. Con estas pérdidas hay que juntar la de Dunquerque, que tenÃa cedida Luis XIV á los ingleses. Francia nos devolvió á cambio de estas cesiones el condado de Charolois y las plazas de Borgoña, en Flandes Oudenarde, Dixmunde, Fournes, Nerville sur la Lys, Menin, Commine, la Bassé, Bergues, Saint-Vinos y otros fuertes y lugares sin importancia; en Italia á Mortara y Valencia del Pó; en Cataluña á Rosas, Cadaqués, Urgel, la Bastida, Ripoll y el condado de Cerdania. No es fácil suponer ahora qué mayores ventajas pudieran obtenerse del Tratado; quizá Francia persistirÃa en conservar las conquistas con que más podÃa perjudicarnos, negándose á devolver las plazas y territorios que más nos conviniesen. Pero hay harta ocasión á recelar que faltó acierto en las negociaciones. Jamás pudiendo debimos abandonar el Rosellón, y á cambio bien pudiera darse doble territorio en Flandes, con que la Francia ganara más y nosotros perderÃamos menos. El interés de Francia, si la inclinaba á poner en el Pirineo su frontera meridional, tanto ó más pudiera inclinarla á extenderse hacia el Rhin, que es su natural frontera por la parte de Oriente y la más necesitada de defensa; porque si detrás del Pirineo está España, detrás del Rhin está todo el continente. Parece, pues, que si D. Luis de Haro hubiera sabido traer á su pensamiento tales ideas, con más ó menos costa se hubiera alcanzado algún concierto menos desfavorable. Ni fué el de ceder el Rosellón el único yerro que se cometió en el Tratado: de las mismas plazas de Flandes se cedieron también muchas de las más importantes, y se recuperaron otras que no lo eran tanto y que desde luego podÃan darse por perdidas. Acaso Mazzarino, hablando como vencedor al de Haro, le forzó á aceptar aquella repartición absurda de plazas que nos daba las del Franco Condado, aisladas é indefendibles de todo punto en la guerra, al propio tiempo que nos quitaba tantas otras enclavadas en nuestras provincias é indispensables para su mantenimiento. Lo mismo este yerro que el anterior engendran naturalmente la sospecha de que tanto como la mala fortuna de la guerra, nos perjudicó en el Tratado la ineptitud de D. Luis de Haro. Tras de no tener este Ministro suficiente talento para comprender los grandes y verdaderos intereses polÃticos de España, era muy ignorante y de todo punto desconocÃa los territorios y localidades. Asà todo se le volvÃa, según cuentan, dar largas á las negociaciones, poner estorbos, negar las cosas más sencillas y desconfiar de Mazzarino. Éste, por el contrario, con alta idea de las cosas de Estado y especial de los intereses y conveniencias presentes y futuras de Francia, poseÃa además perfecto y minucioso conocimiento de las plazas y territorios y de su importancia militar y polÃtica. Sagaz y diestro á maravilla, sabÃa afectar indiferencia por las cosas que más deseaba, y empeñarse en pequeñeces que el nuevo conde-duque de Olivares le disputaba tenacÃsimamente; cedÃa luego, y á la sombra de la aparente derrota, ganaba verdaderos y ricos triunfos. Tal retrato hacen las historias de la época de los dos negociadores, y cierto que confirma completamente nuestras sospechas: quizá perdió España, como arriba decimos, tanto como por las armas en las negociaciones del Tratado. No salieron tampoco muy bien librados nuestros aliados el duque de Lorena y el prÃncipe de Condé. El primero, preso ya en España por desconfianza de su persona, y, por tanto, flojamente apoyado de nuestra Corte, tuvo que demoler sus fortalezas y ceder buena parte de sus Estados al Rey de Francia, quedando sujeto á más duro feudo que nunca: en cambio recobró la libertad. El de Condé, aunque hidalgamente defendido por D. Luis de Haro que quiso hasta hacerlo PrÃncipe soberano, dándole algunas plazas en los PaÃses Bajos, fué combatido de tal manera por Mazzarino, su particular enemigo y émulo, que al fin tuvo que consentir en humillarse al Rey y al Cardenal, pidiendo perdón de sus últimos hechos. Y aun porque no perdiese sus dignidades y bienes hubimos de dar la plaza de Avennes y sacar la guarnición española de Julliers con otros partidos. Más felices fueron naturalmente los aliados de Francia. Al duque de Saboya tuvimos que restituirle á Vercelli y el lugar de Cencho; el prÃncipe de Mónaco, Grimaldi, quedó libre del presidio español que oprimÃa sus Estados desde el tiempo de Carlos V, y obtuvo que se le devolviesen todos los bienes que en Nápoles y el Milanés se le habÃan confiscado; el duque de Módena obtuvo que saliese de Correggio la guarnición que allà solÃa haber de españoles. Sólo Portugal quedó en abandono de todos los aliados de Francia, y eso en los protocolos, que en la realidad fué luego otra cosa. Hizo Felipe IV este abandono, condición indispensable de la paz, no sin razón por cierto. En vano el francés propuso los más ventajosos partidos, llegando hasta á comprometerse á devolver á España todas las conquistas hechas en la guerra, con tal que el reino de Portugal fuese reconocido como independiente. Felipe y D. Luis de Haro fueron inflexibles en este punto, y Mazzarino tuvo que abandonar Portugal á su suerte en el Tratado, declarando que lo hacÃa por no perpetuar la guerra, pues era inevitable, de insistir en tal condición, el rompimiento de las negociaciones. Sólo pudo recabar Luis XIV una amnistÃa completa para todos los que hubiesen intervenido en los sucesos de Portugal, semejante á la que acababa de concederse á los catalanes, con tal que viniesen voluntariamente á la obediencia. Lástima que tal empeño en recuperar á Portugal no se hubiese puesto antes, y que luego no se hubiese llevado á cabo con más acierto y fortuna. Por último, se pactó en el Tratado el matrimonio de Luis XIV con la infanta Doña MarÃa Teresa, que era como la base y el sello de todo; ajustándose al propio tiempo un convenio particular para las bodas, en el cual la Infanta renunció completamente por sà y sus descendientes á la sucesión de la Corona de España: renuncia que no tuvo efecto en adelante, y convenio que sirvió para encender luego en España aquella larga y funesta guerra, que trajo á un nieto de Luis XIV al Trono español. Firmada y ratificada la paz de los Pirineos, y hechos los truecos de plazas y satisfechas las más de las condiciones, se pensó en llevar adelante el matrimonio. Vino el duque de Grammont á Madrid á pedir á la Princesa; partió luego nuestro Rey con ella á la frontera francesa; hiciéronse los desposorios en San Sebastián, representando el marqués del Carpio y conde-duque de Olivares la persona de Luis XIV; entregóse la Princesa á su marido en la raya de Francia, y allà mismo conferenciaron privadamente Felipe y Ana de Austria. Solemne conferencia aquella de los dos hermanos separados por tantos años, y, por tantos aún, irreconciliables enemigos. Uno y otro tenÃan que referirse largos disgustos, causados los más por el vicio de la galanterÃa, que fué en Ana de Austria como en Felipe muy poderoso. Amada por Richelieu, por Mazzarino y por muchos de los principales señores de la Corte de Francia, despreciando á unos, correspondiendo á otros, y engendrando con ésto y aquéllo despechos y envidias, puede decirse que en todas las turbulencias que afligieron á Francia durante su Regencia, tuvieron muy principal parte tales aventuras. Pero Ana tuvo bastante discreción para no entregar por afición el Poder sino á un hombre de alta capacidad como Mazzarino, y Felipe lo entregó á confidentes y terceros indignos de regir tan gran Nación como España. Asà ésta perdió tanto con Felipe; y Francia ganó tanto con Ana de Austria. Harto diferente en costumbres de su padre y tÃa fué la infanta Doña MarÃa Teresa, que dió España á Luis XIV en garantÃa de la paz. Cuéntase que este PrÃncipe licencioso dijo al saber su temprana muerte: «es el primer pesar que me ha dado». Separáronse las dos Cortes del Bidasoa, dejando consumado un matrimonio que tan inmenso influjo habÃa de tener en la suerte de España. à D. Luis de Haro, por la parte principal que habÃa tenido en todos aquellos sucesos, se le dió el tÃtulo de la Paz, antes y después llevado por otros. Mas entre tanto que se continuaba y traÃa á término la guerra con Francia, no estaba en abandono la de Portugal. HabÃase puesto al fin, después de diez y ocho años de inercia, la merecida atención en las cosas de allá; pero fué tan tarde, que parecÃa todo inútil. Lo que habÃa que hacer ya no era una guerra de recuperación, sino de conquista; porque al cabo de diez y ocho años el partido de España se habÃa desvanecido del todo, los Grandes se habÃan acostumbrado á obedecer á la nueva dinastÃa, el pueblo la amaba ya y la miraba como suya, todas las fuerzas del Reino estaban reunidas en derredor del Trono y tenÃa este ya ejércitos de soldados viejos, armada y alianzas muy fructuosas con Holanda, Inglaterra y Francia. Estaban, pues, totalmente mudadas las cosas: y aun cuando el honor exigiese continuar la guerra y hacerla formalmente, bien podÃa recelarse la inutilidad del empeño. Si nosotros hubiésemos gobernado bien aquellos pueblos; si hubieran estado unidos con nosotros por vÃnculos de amor ó de costumbres, como á pesar de todo lo estaban los de Cataluña; si aquéllos como éstos hubieran caÃdo bajo una mano extranjera ó tiránica que los oprimiese más con menos derecho, habrÃan podido fundarse razonables esperanzas en el tiempo, esperando que la rebelión se confundiese á sà misma. Pero Portugal no dejó de considerarse apenas como extranjero: habÃa sido, si no tan mal gobernado como el resto de la MonarquÃa, bastante al menos para el vulgo, ignorante de los altos intereses que conciliaba la unión, y los nobles, apasionados en sus agravios, pudieron desear ardientemente el restablecimiento de las antiguas cosas: habÃa sido, finalmente, gobernado por el de Braganza, con dulzura y prudencia, ya que no con grande acierto. La misma guerra que habÃamos hecho en la frontera, toda de saqueos, de robos y de exterminio, habÃa acrecentado sobremanera el odio de aquella nación á la nuestra, inclinándola más y más al partido de la independencia. CorrÃa el año de 1658 cuando se imaginó hacer contra Portugal grandes esfuerzos, y ya á esta sazón el duque de Braganza, Juan IV, y su hijo Teodosio, eran muertos, sucediendo en el Trono D. Alonso, mozo de estragadÃsimas costumbres y flaco juicio. Quiso Dios que ni aún esta incapacidad del nuevo Rey viniese en provecho de España; y eso por causa de una española, que fué aquella funesta Doña Luisa de Guzmán, mujer del duque Juan de Braganza y madre de D. Alonso. Era aquella mujer entonces quien con más brÃos llevaba el nombre glorioso de Guzmán: ella impulsó á su marido á levantarse en el Trono, y ahora sostuvo en él su hijo cuando parecÃa que iba á desplomarse. Asà fué que aun el calor que tomó ahora la guerra, no partió tanto de España como de la altivez y atrevimiento con que osó aquella dama amenazar nuestro territorio. Juntando un ejército de hasta catorce mil infantes y tres mil caballos, con veinte cañones y dos morteros, al mando de Juan Méndez de Vasconcellos, uno de sus mayores privados y generales, emprendió el sitio de Badajoz. Pareció increÃble en Madrid el propósito, y se dudó por muchos dÃas, hasta que llegaron las nuevas de que las trincheras estaban abiertas y estrechado el cerco. Metióse dentro de la plaza á abastecerla don Francisco Tuttavilla, duque de San Germán, Capitán general de la frontera, con el Maestre de campo general D. Diego Caballero de Illescas; eran el General de la caballerÃa D. Pedro Téllez Girón, ahora duque de Osuna, hijo del que llamaron el Grande, y el General de la artillerÃa D. Gaspar de la Cueva, hermano del duque de Alburquerque. Comenzaron los portugueses por embestir el fuerte de San Cristóbal á cierta distancia de la ciudad, de donde fueron rechazados por el marqués de Lanzarote, D. Diego Paniagua y Zúñiga, que allà mandaba. El de San Germán, logrando meter en la plaza hasta cinco mil buenos infantes, se salió fuera á proporcionar el socorro, dejando por Gobernador al Maestre de campo Móxica. Acometieron furiosamente los portugueses; pero los de dentro rechazaron todos los ataques y les obligaron á convertir el sitio en bloqueo. Y en tanto en Madrid, cerciorada del caso nuestra Corte, avergonzada del atrevimiento de los portugueses, y viendo que si Badajoz caÃa en sus manos, podÃan penetrar sin estorbo hasta el corazón de Castilla, se determinó acudir pronta y poderosamente al reparo. Hubo un Consejo, en el cual no faltaron personas que opinasen porque el Rey saliese á campaña, entrando en Portugal con el ejército; opúsose á ello el marqués del Carpio, D. Luis de Haro, y más aún la propia indolencia del Rey; de suerte que se desechó aquello que, ahora como antes, era lo más acertado. Era D. Luis de Haro, aunque no mal intencionado, como sabemos, celosÃsimo de su autoridad y receloso; recordaba que la salida del Rey al ejército de Cataluña, fué de las mayores causas que hubo para que su tÃo el Conde-Duque perdiera la privanza, y más que él tenÃa ya contra sà á la reina Doña Mariana, como aquel tuvo contra sà á la reina Doña Isabel. Tales motivos le hicieron opinar porque el Rey no fuese al ejército; y prevaleciendo su parecer, se ofreció él mismo á acudir á la empresa, aunque nunca hubiese andado en ejércitos ni entendiese de gobernarlos. Consintió el Rey en el propósito del Méndez de Haro, y éste comenzó á toda prisa á juntar fuerzas; y como no reparaba en los medios ni en la calidad de la gente, sacándola por fuerza de los cortijos de Castilla, sin darla ninguna orden ni enseñanza, pronto tuvo bajo sus órdenes hasta ocho mil infantes y cuatro mil caballos, con los cuales se juntaron luego dos mil caballos que sacó de la plaza el duque de San Germán para atender al socorro. Marchó este ejército la vuelta de Badajoz; mas se encontró al llegar con que el enemigo, no osando esperar, habÃa alzado el cerco, hallándose tan disminuÃdo que apenas contaba ya con once mil combatientes. Entonces el del Carpio y Olivares, achacando á propia gloria lo que era efecto de la buena defensa de la plaza y de los padecimientos de los sitiadores, cobró alientos para pasar la frontera y poner sitio á la plaza de Elvas. Defendióla vigorosamente su gobernador Sancho Manuel durante mes y medio, y dió tiempo á que con mucho trabajo juntasen los portugueses nuevo ejército al mando del conde de Castañeda. Estaban las lÃneas de Elvas regularmente fortificadas en cuatro cuarteles y sostenidas por algunos reductos. Llegó á ellas el de Castañeda igual en infanterÃa, menor en caballerÃa; pues sólo contaba con dos mil y quinientos jinetes, y las embistió al alba de cierto dÃa cuando los nuestros no esperaban que osase allà acometerlo, y disputaban sobre si convenÃa ó no salir á esperarlo. Estaba todo tan mal dispuesto, que mientras el grueso de la infanterÃa campaba al costado izquierdo, al costado derecho por donde se dejó ver el enemigo no habÃa más que veinte hombres en un gran fuerte y hasta ciento cincuenta más á tiro de mosquete; en cambio, ostentábanse numerosos los escuadrones de caballerÃa. Al descubrir á los portugueses sobre las trincheras fué cuando se envió por infanterÃa; pero aún ésta no se habÃa puesto en movimiento, cuando ya los portugueses, arrollando fácilmente á los veinte hombres del fuerte, habÃan tomado posesión de él y de todas las trincheras de aquella parte. En vano el duque de San Germán, á quien tocaba el puesto, quiso defenderlo; no teniendo con quien, sólo logró que al primer encuentro lo hiriesen de un mosquetazo en la cabeza con que lo derribaron. Acudió también el de Osuna con la caballerÃa; pero ésta era inútil para echar á los portugueses de nuestros mismos reductos y lÃneas donde estaban situados. Entonces todo fué confusión en nuestro campo; D. Luis Méndez de Haro, no bien oyó el estruendo de la artillerÃa, con proceder indigno de su noble raza, tomó la fuga abandonándolo todo hasta los papeles del Ministerio; y aunque el duque de Osuna, la Cueva, Móxica y los demás capitanes rechazaron en el costado derecho á los portugueses y prolongaron por siete horas la pelea, no pudieron ya mantener firmes sus escuadrones desconcertados, sin plan ni aliento, y tuvieron que retirarse al fin con apariencias de fuga (1659), dejando en el campo la artillerÃa, bagajes y banderas, cuatro mil muertos y hasta dos mil prisioneros. Debióse al valor del Maestre de campo D. Rodrigo Móxica que se pudiera salvar alguna gente en escuadrón formado. El y Osuna y otros cumplieron largamente con sus obligaciones. Debió una rota de tal naturaleza hacer morir de vergüenza al Ministro y de cólera al Rey; mas ni uno ni otro hicieron demostración de cólera ó de vergüenza. El privado no cayó de la gracia del Rey; y tanto fué asÃ, que inmediatamente le nombró para hacer aquellas paces de los Pirineos, donde anduvo, como dejamos dicho, no más acertado que en lo de Elvas. Menos desgraciada que por la parte de Extremadura fué por la parte de Galicia la campaña de 1659, y aun pudiera decirse que gloriosa. El marqués de Viana mandaba por aquella parte un pequeño ejército, que no llegarÃa á cinco mil hombres, teniendo por Maestre de campo general á D. Baltasar Pantoja y otros capitanes de cuenta á sus órdenes. Con estas fuerzas pasó el Miño, no lejos de Valencia, y plantó del lado allá sus cuarteles. Y habiéndole embestido el conde de Castel Melhor con fuerzas portuguesas, que serÃan á poco más ó menos como las suyas, peleó dos veces esforzadamente, principalmente la última, en que los contrarios fueron rotos y obligados á refugiarse en las montañas de Coura. Diéronnos estas ventajas el castillo de Lampella, situado en la misma ribera del Miño, que en pocos dÃas capituló; luego la importante plaza de Monzao, defendida valerosamente por los portugueses durante cuatro meses de asedio, y, por último, Salvatierra y el fuerte de Portello, tomado por sorpresa. Hizo el de Viana estas conquistas contra la opinión de la Corte, que, asustada con el suceso de Elvas, le ordenaba la retirada. Pero no bien se supieron en Madrid, para darlas más importancias y hacer olvidar lo de Elvas, se restableció el antiguo Consejo de Portugal, suprimido ya por inútil, asà como si de nuevo tuviese que gobernar aquel reino. ¡RidÃcula jactancia! En tanto no se abrieron otras campañas, esperando á que llegase á España D. Juan de Austria, llamado de Flandes después de la derrota de las Dunas, y tomando el mando de un poderoso ejército nuevamente reunido, rematase de verdad la conquista. Vana esperanza la que se edificaba sobre tal caudillo, que tan pocas muestras habÃa dado de ser el gran capitán que necesitaba la empresa; pero como habÃa asistido á la recuperación de Nápoles y Cerdeña, se juzgó que en Portugal habÃa de acompañarle la misma suerte. Y como anduviesen ya muy adelantadas las negociaciones de paz, se aguardó á terminarlas para disponer de todas las fuerzas. Al fin en 1661 se resolvió hacer el esfuerzo final y supremo. Faltaba, como siempre dinero, y como tantas veces, se determinó buscarlo alterando el valor de la moneda, no escarmentados los Ministros con tantos desengaños. La alteración que ahora se imaginó fué la más extraña del mundo; porque consistÃa en repartir en cuatro cada pieza de cobre de dos maravedÃs, y darle valor de ocho á cada trozo, echándole la cuarta parte de plata. HÃzose la mezcla, perdióse en ella cantidad de plata, falsificóse al punto mucha de aquella moneda, echándola en lugar de plata estaño, hubo la ordinaria confusión y carestÃa, perdióse mucho y no se ganó nada; de suerte que se prepararon las cosas de la guerra con la mayor escasez y penuria. Al mismo tiempo la mala suerte de nuestras armas en los últimos años hacÃa pensar á la sazón en la necesidad de reformar los ejércitos y mejorarlos antes de salir con ellos á campaña. Asà como en otros tiempos hervÃan los arbitristas financieros, proponiendo delirios y cosas que parecÃan de burlas, á no andar escritas en libros serios, sin poner en olvido la Hacienda, dedicábanse ahora los ingenios arbitristas á curar los males de la milicia española, pretendiendo cada cual con sus consejos hacerla invencible. Mas no adoptándose ninguno de los buenos pensamientos que por acaso se ocurrÃan, y afirmándose los errores que venÃan destruyendo de mucho tiempo antes nuestra milicia, vino á suceder que cada dÃa tuviese España peores ejércitos. El principal, destinado ahora contra Portugal, que habÃa de entrar por Extremadura al mando de D. Juan de Austria, con D. Diego Caballero de Illescas por Maestre de campo general, D. Diego Correa por General de la caballerÃa, y Luis Poderico, el napolitano, y otros capitanes de nombre, se componÃa de ocho mil novecientos infantes y cuatro mil novecientos caballos. Mucha parte de los soldados eran alemanes, walones é italianos, traÃdos de Flandes ó de Italia, ó levantados de nuevo en aquellas provincias y en Alemania. Sólo en la caballerÃa se hallaba número considerable de españoles, porque en ella, contra el sentir de los antiguos capitanes y las antiguas experiencias, se cifraba el nombre escaso de nuestras armas, perdido del todo el de nuestra temible y famosa infanterÃa. Era la causa de que hubiese ahora en el ejército muchos extranjeros, que D. Juan de Austria, incapaz de comprender las buenas y las malas cualidades del soldado español, y por lo tanto incapaz de remediar las malas, achacando á los españoles la pérdida de batallas que él con su torpeza habÃa perdido, traÃa á éstos desacreditados en la Corte, sustentando que no habÃa en sus pechos bastante aliento, ni bastante robustez en sus brazos para el ejercicio de las armas. Cosa increÃble que tal hubiera quien pensase de la nación que fué durante siglo y medio el terror del mundo por solo el valor de sus armas; que hizo con sus almogávares temblar á Constantinopla, conquistando la Grecia, que redujo á Sicilia, Nápoles y Cerdeña por virtud del hierro y de la sangre de sus hijos, que contó entre sus soldados á los de Hernán Cortés y á los del Gran Capitán, cuya infanterÃa no halló gente alemana que no devorase en Rávena, ni esguÃzaros que pudieran resistirla en PavÃa, ni franceses en San QuintÃn, ni suecos en Nordlinghen que supieran disputarle el campo. Y que tal se dijera cuando apenas eran pasados veinticinco años de aquella última batalla tan gloriosa, y donde tan alto y tan superior al de todas las demás naciones se señaló el valor de España; cuando quedaba todavÃa alguno que otro soldado heroico de aquellos que vencieron en gloria á sus vencedores mismos en los campos de Rocroy. «Hijos espurios--exclama el marqués de Buscayolo, sabio escritor y valeroso capitán italiano--; hijos--dice--espurios y monstruosos de España, que miden los ánimos ajenos por su flaqueza, reprueban la suposición fundamental de mis proposiciones con acusar de viles é impropios para armas tan esforzadas sus nacionales. ¿Acaso estos últimos diez años han podido quitar las inmemoriales, ingénitas y siempre continuadas leyes de la generosidad española? No; que no obra tan precipitadamente la naturaleza. Son argumentos de la ferocidad y menosprecio de la muerte que persevera en los ánimos españoles las riñas y pendencias de las calles, pues ninguna nación las ejerce con mayores brÃos, particularmente con espadas y rodelas. Es necesario referir las calamidades de la MonarquÃa á otras causas.»[21] Y tenÃa razón el ilustre italiano, y bien pudieron ocurrÃrsele al D. Juan de Austria las propias reflexiones al ver tanto valor mal gastado en este género de combates, y tan poco empleado en las fronteras; y al ver cuán deshechos andaban los antiguos tercios, cuán perdida la disciplina, cuán olvidado el buen concierto y arte de los ejércitos. Generales como él, sin otra prenda que el valor de un buen soldado y el ser hijo del Rey, capitanes elegidos, no en alguna escuela militar ó después de largos servicios, sino buscados al improviso entre los fanfarrones y acuchilladores de profesión de la corte, confundiendo el valor personal con el conjunto de dotes y calidades necesarias para el mando, ó acaso tomados entre los amigos y clientes de los cortesanos, sin tener para nada en cuenta su aptitud ó capacidad, soldados sin instrucción ni práctica, enganchados en la más vil chusma ó tumultuariamente recogidos en los campos de Castilla, no podÃan componer ejércitos que sostuviesen el honor de nuestro nombre. Hubiéranse restablecido las antiguas costumbres militares, la antigua honra, el antiguo estÃmulo, la antigua severidad en repartir los empleos y en distribuir las recompensas, y la infanterÃa de España hubiera tornado á ser lo que fué, y en vez de avergonzar á D. Juan de Austria por su flaqueza, hubiera debido él avergonzarse de mandar con tan pocos tÃtulos tan noble gente. [21] Opúsculos del MARQUÉS DE BUSCAYOLO. El segundo ejército de los destinados á recuperar á Portugal se puso á la parte de Castilla. Dióse el mando al duque de Osuna, D. Pedro Téllez Girón, con don Juan Salamanqués por Maestre de campo general. El número pasarÃa de cinco mil infantes y mil caballos, una sexta parte soldados, los otros paisanos de la comarca, quitados como se solÃa hacer, entre pastores y villanos. El tercer ejército, que era el de la parte de Galicia, quedó como estaba, á cargo del marqués de Viana, Capitán general de aquel reino, con la misma gente ó poco más ó menos que tuvo en las anteriores campañas. DebÃa el primer ejército emprender la conquista, mientras los otros hacÃan diversiones cada uno por su parte, sin meterse en grandes empeños. Juntóse además una pequeña armada con los pocos bajeles que quedaban, cuyo mando se dió al duque de Veraguas para que tomase la mar é impidiese los socorros, dando calor á la par á cualquier movimiento favorable que pudiera declararse por dentro del reino. Asà dispuestas las cosas, se comenzó la campaña. Pero antes Doña Luisa de Guzmán, espantada de tales preparativos, juzgándose verdaderamente abandonada de las demás naciones por las paces de Munster y de los Pirineos, propuso á nuestra Corte partidos de avenencia y concierto. Dicen algunos que estos partidos no parecieron admisibles por muy soberbios; mas otros afirman, por el contrario, que hizo proposiciones verdaderamente humildÃsimas y demasiadas. AvenÃase según éstos á reconocer al reino de Portugal como feudatario de Castilla, pagando cada año por feudo gruesas sumas, naves y gente de guerra. No siendo admitido, añádese que propuso otro más ventajoso, y fué ceder á Castilla todo el reino, quedándose solo con el rincón de Algarbe. Pero ni aun esto fué admitido; tanta se supone que era la confianza que habÃa en la reconquista, contentándose nuestra Corte con ofrecer que devolverÃa á la casa de Braganza sus bienes y el Virreinato perpetuo de Portugal. No parecen probables tales propuestas de parte de la esforzada Doña Luisa; y ello es que no tardó en renunciar á toda plática de paz. Estaban los ingleses ya aliados con ella, y no tardaron en estrechar más y más esta alianza por el matrimonio del nuevo rey Carlos II repuesto en el trono de su padre después de la muerte de Cromwel, con su hija Doña Catalina; y los franceses, deseosos de quitarnos la fuerza de la unidad sin acordarse de lo prometido en los tratados ni tener cuenta con los juramentos y compromisos tan cercanos, vinieron á asegurarla bajo mano que no la abandonarÃan nunca. Permitiéronla en seguida levantar regimientos enteros de sus naturales cada una de estas naciones, enviándole á porfÃa oficiales y dinero; Francia al mariscal de Schomberg, uno de sus mayores generales, para que tomase el mando de las armas, con hasta doscientos oficiales y sargentos veteranos que disciplinasen las tropas, cuatrocientos jinetes, y poco después seiscientas mil libras de socorro; Inglaterra tres mil infantes, mil jinetes veteranos y armas y bajeles. Bien que ésta última exigió en pago que se le entregase á Tánger, como lo hizo en efecto la de Braganza contra la voluntad de los vecinos; de suerte que tuvo que valerse de aleves medios, y entre otros el de hacer caer en una emboscada de moros á los más de aquellos que resistÃan la entrega. Mal principio fué de las hostilidades el suceso de la armada del duque de Veraguas, que fué destruÃda por una tempestad en las costas de AndalucÃa antes de que pudiera hacer efecto alguno. D. Juan de Austria en tanto con el ejército español entró en Portugal, rindiendo y guarneciendo la pequeña plaza de Arronches. D. Diego Caballero recobró en la frontera de Castilla la de Alconchel, y asoló la comarca por la parte de Zafra; pero no se hizo más en aquella campaña por haberla comenzado muy tarde. En 1662 entró D. Juan á sangre y fuego por el mismo territorio. El ejército enemigo, inferior en fuerzas, no quiso venir á batalla, y se mantuvo fortificado á vista de Estremoz, y D. Juan entró por fuerza, y quemó á Villabom, tomó á Borba por asalto, y mandó ahorcar al Gobernador, y en seguida emprendió el sitio de Xermeña. Esta plaza, muy bien situada en una altura sobre el Guadiana, con buenas fortificaciones y guarnición, se defendió esforzadamente; pero al cabo de muchos dÃas de sitio hubo de rendirse á partido sin que el conde de Marialva y Schomberg, que mandaban el ejército de los contrarios, osasen, aunque lo amagaron y publicaron, intentar el socorro. Viéronse aún en este sitio algunas muestras del antiguo valor de los tercios de España. Dado un asalto general á la plaza, los italianos llegaron á las fortificaciones y supieron mantenerse valerosÃsimamente en ellas; pero los españoles no fueron tan afortunados, y rechazados por el enemigo, después de un sangriento combate, tuvieron que recogerse á sus cuarteles. Entonces, los Maestres de campo y capitanes de nuestros tercios y los soldados mismos, llenos de vergüenza al ver que los italianos hubiesen hecho más que ellos, rogaron á D. Juan que les dejase repetir el asalto, y no al amparo de la obscuridad como solÃa ejecutarse este género de empresas para aminorar el riesgo, sino á la luz del sol, donde pudiera ser más público su desagravio y más peligroso el trance. Accedió D. Juan á la súplica, y al rayar el sol en el mediodÃa, subieron nuestros tercios al asalto, y á costa de muchÃsimas vidas, con gran valor y constancia se alojaron en el mismo lugar que los italianos. BizarrÃa loable; pero lastimosa, porque se perdieron muchos valientes cuyas vidas hubieran protegido las sombras, de darse el asalto como correspondÃa. D. Diego Caballero asoló con su caballerÃa, durante el sitio, muchos lugares de enemigos, les causó infinitos daños, y rompió algunos de sus escuadrones. Veyros, Fonteyra, Monforte y Azumar, cabeza del condado de D. Francisco de Melo, ya difunto, vinieron á nuestro poder sin resistencia: el Gobernador de Unguela, aunque hizo grandes alardes de fiereza, se dejó sorprender sin algún esfuerzo; el de Ocrato se defendió valerosamente, y de orden de D. Juan fué ahorcado como rebelde. Dieron los frutos de esta campaña mayores ánimos para la siguiente, y D. Juan de Austria, con hasta doce mil infantes, seis mil caballos y veinticuatro cañones la comenzó por el sitio de la importante plaza de Evora. El enemigo, con once mil infantes y más de seis mil caballos, número poco más ó menos igual al nuestro, se acercó con el intento de hacer levantar el sitio; pero cuando llegó á avistar nuestras lÃneas halló ya la plaza rendida. Un trozo de españoles se apoderó casi al propio tiempo de Alcázar de la Sal, á poca distancia de Setubal. Espantóse Lisboa, fué grande el terror en todo el reino, y por un momento creyóse Portugal perdido, porque no habÃa plaza que oponernos hasta la misma capital. Entonces la de Guzmán dió orden á sus generales de que nos diesen batalla á todo trance. Retirábase D. Juan á Badajoz dejando ya guarnecida á Evora, no osando con ejército al frente igual en fuerzas sitiar otra plaza, cuando orillas del rÃo Degeba se encontró con los enemigos y hubo un choque sin importancia, después del cual los nuestros continuaron su retirada y los portugueses los siguieron ansiosos por venir á formal batalla. No pudiendo excusarla don Juan se empeñó al fin no lejos de Estremoz, junto al lugar de Ameyxial, una hora antes de ponerse el sol. Ocupaba nuestra infanterÃa unas colinas por en medio de las cuales corrÃa un canal ó valle angosto; allà puso D. Juan la caballerÃa y detrás el bagaje, y al pie de las colinas de uno y otro lado del canal plantó sus cañones. Atacaron primero los contrarios, y de una y otra parte se comenzó á pelear ferozmente con notable ventaja de los enemigos, mas sin declararse del todo la victoria, hasta que la noche que andaba tan cerca separó á los combatientes. Pero al amanecer del siguiente dÃa hallaron los portugueses por suyo el campo; el ejército español habÃa desaparecido. «Portugal en Evora, dice un papel de aquel tiempo[22], destruyó la flor de España, lo mejor de Flandes, lo lucido de Milán, lo escogido de Nápoles y lo granado de Extremadura. Vergonzosamente se retiró S. A., dejando ocho millones que costó la empresa, ocho mil muertos, seis mil prisioneros, cuatro mil caballos, veinticuatro piezas de artillerÃa; y lo más lastimoso fué, que de ciento veinte tÃtulos y cabos no escaparon sino cinco. Germán y D. Diego Caballero ¿por qué huyeron dejando el estandarte de su PrÃncipe?» Huyeron como huyó allà todo el mundo, porque estaba contra nosotros la fortuna. D. Juan, aunque es cierto que no supo disponer las cosas como capitán, se mostró pródigo de su persona, entrando pica en mano por los enemigos á pie, porque ya le habÃan muerto dos caballos, y peleando largo rato sin acordarse que ya casi nadie quedaba á su lado. Entonces debió arrepentirse de haber fiado tanto de extranjeros, porque de ellos era, como dijimos, gran parte de aquel ejército que huÃa de los enemigos en tan breve tiempo de pelea favorecido de las tinieblas; y los que allà mejor pelearon, fueron los hidalgos y tÃtulos de Castilla, muriendo ó sucumbiendo con honra. [22] _Semanario erudito._ Dió al enemigo la victoria el valor de la veterana infanterÃa inglesa enviada en ayuda de Portugal, criada en los campos de batalla de la revolución y en los sitios de Flandes. Su pérdida llegó á cinco mil hombres, y recordando la poca duración de la batalla, espanta el gran número de muertos de una y otra parte. Al punto se rindió Evora (1663), y luego otros lugares de los que poseÃan los nuestros, y á la siguiente campaña osaron los enemigos sitiarnos á Valencia de Alcántara. La plaza era flaca por sus fortificaciones, pero defendida por D. Juan de Ayala MejÃa, capitán muy valeroso, con buena guarnición de españoles, el cual hizo tan heroica defensa, que mató en salidas y asaltos más de mil hombres á los enemigos, y se sostuvo hasta que, falto de municiones y sin ser socorrido, tuvo que rendirse á honrados partidos. Propúsose librar á esta plaza el General de la caballerÃa D. Diego Correa, mas no pudo lograrlo. Y en seguida, casi todos los puestos pequeños que habÃamos conquistado en Portugal, tuvimos que abandonarlos. Mientras por la parte de Extremadura y el Alemtejo se peleaba con tan poca fortuna, ofrecÃannos las demás fronteras, mezclados con tal cual ventaja, nuevos desengaños. El marqués de Viana entró por la parte de Galicia en la provincia de Entre Duero y Miño y sitió la plaza de Valencia del Miño; pero no pudo tomarla, porque el conde de Prado, que mandaba á los portugueses con igual número de fuerzas, no le perdió un momento de vista, apostándose en las inmediaciones de su campo; dióle una embestida en la cual logró desordenar nuestra caballerÃa; pero fué rechazado con pérdida, y, sin embargo, al cabo de algunos dÃas fué preciso levantar el cerco volviendo á Galicia. Sucedió en el mando de las tropas al marqués de Viana el Arzobispo de Santiago, D. Pedro de Acuña, y por su orden tomó el Maestre de campo, general Pantoja, á Castel-Lindoso, plaza bastante fortificada; bien que se perdió á poco tiempo, sin que por aquel lado ocurriese cosa notable. Mas activo el duque de Osuna, entró desde Ciudad-Rodrigo por la provincia de Beira, se apoderó del fuerte de Valdemula por asalto, rindió el castillo de AlberguerÃa, y saqueó los pueblos del contorno, principalmente Soto, Nava, Cuadra de San Pedro, Lajuncia, Malpartida, Vervenosa, Almosala y Matadelobos, en la campaña de 1661. Vengóse el conde de Villaflor, D. Juan Manuel, que mandaba la provincia de Beira por los portugueses, haciendo en las tierras de Castilla mucho daño. Nada hizo el de Osuna en la campaña de 1662 sino tomar la villa de Escallón; pero en la siguiente no cesó de hacer diversiones al enemigo. Intentó sorprender á Almeida por Escalada; y aunque no pudo conseguirlo, como le embistiesen la retirada cerca de doce mil portugueses que habÃan acudido tanto de aquella provincia como de la de Alemtejo y Miño, no obstante que se hallaba con la mitad de fuerza, los rompió completamente con mucha gloria suya y pérdida de los contrarios. Dióle aliento esta victoria para emprender el sitio de Castel-Rodrigo. Llevó para la empresa tres mil quinientos infantes, setecientos caballos y nueve cañones, é iban en su compañÃa además de D. Juan Salamanqués, D. Antonio de Issassi, Teniente general de la caballerÃa, y el marqués de Buscayolo, que servÃa con no menos valor que inteligencia. Salió de Almeida á estorbarles la marcha Jacobo de Magalhaes con un buen trozo de caballos y algunos infantes; pero D. Antonio de Issassi cerró con ellos de manera que los forzó á ampararse de nuevo en sus muros; con esto se emprendió ya sin obstáculo el sitio de Castel-Rodrigo, abrióse brecha, y se dispuso el asalto. Entonces se vió un suceso digno, aunque tan vergonzoso de ser puntualmente recordado, porque explica cual andaban entonces nuestros ejércitos. DefendÃanse muy flojamente los de la plaza, y tanto que con solo algunos disparos de artillerÃa y el fuego de nuestros tiradores, desampararon la brecha dejándola libre y abierta. Comenzó á subir á ella el Maestre de campo D. Juan Flores con su tercio castellano; mas al coronarla el Maestre con sus oficiales, se encontraron con que asà como por delante no veÃan enemigos, tampoco veÃan á sus soldados que habÃan hecho alto al pie sin atreverse á dar un paso. Llamáronlos á ellos los capitanes, pero fué en vano; no pudieron conseguir de aquella vil gente que entrase por la brecha; y algunos más determinados que comenzaron á subir para juntarse con sus oficiales, huyeron bien pronto al ver reventar por allà cerca ciertas granadas disparadas de nuestro mismo campo. Bramaban de vergüenza los oficiales, estimulaban á su gente por todos los medios posibles; ruegos, amenazas, todo lo emplearon, y al cabo de dos horas de inútil esfuerzo, tuvieron que ordenar la retirada sin poder dar valor á aquellos villanos traÃdos de repente á formar tercios desde sus rústicos y pacÃficos ejercicios, ajenos al pundonor de las armas y temerosos de un género de peligro enteramente desconocido para ellos. No hubo tiempo para remediar aunque se pudiera tal vergüenza, porque el Gobernador de Almeida, Jacobo Magalhaes, llegó al dÃa siguiente al socorro de la plaza con cuatro mil infantes y unos seiscientos caballos y fué preciso levantar el sitio. à campo abierto nos esperaba mayor vergüenza todavÃa. Provocónos el enemigo á batalla y fué preciso aceptarla. Formóse nuestro ejército en lo alto de unas colinas que hacÃan un llano, donde podÃa jugar cómodamente la caballerÃa; el lado izquierdo apoyado en tres setos, y el derecho inaccesible; por el frente corrÃa un arroyo con un desfiladero capaz solo de un hombre, y donde más de dos, para la subida. En esta conformidad no podÃa dudarse de la victoria al parecer, porque la posición de nuestro ejército era de las más fuertes. Embistió el enemigo nuestra izquierda con su caballerÃa, donde estaba el marqués de Buscayolo con buena manga de mosqueteros al abrigo de los setos, y fué rechazado con gran rociada de balas. Entonces rompió el fuego con su mosqueterÃa, mas desde tan lejos, que no pudo ofender á nuestros escuadrones. Sin embargo, no puede decirse que improviso temor ocupase á los infantes castellanos; no hay palabra con que explicarlo. Como si les hubiera dado orden de arrojar las armas y huir en oyendo la primera carga, asà se pusieron en fuga repentinamente y sin ocasión, atropellando á los oficiales y cabos que quisieron detenerlos. La caballerÃa, viéndose abandonada de la infanterÃa, desapareció en un instante. Quedó el de Osuna y quedaron todos los capitanes tan confusos como quien despertando de un sueño profundo en que le parecÃa ver numeroso ejército, al abrir los ojos se hallase solo. Y en tanto la caballerÃa portuguesa cargó á toda rienda para aprovecharse de aquella impensada victoria; quedó preso el Teniente general de la caballerÃa, D. Antonio de Issassi, con otros muchos oficiales y hasta cuatrocientos soldados; los muertos y heridos no llegarÃan en todos á cien hombres (1663). Perdióse la artillerÃa, el bagaje y todo, principalmente la honra, y dispersos y acobardados llegaron á Ciudad-Rodrigo los capitanes y el resto de la gente. Esta derrota y la de Estremoz costaron los empleos á los dos Generales: á D. Juan de Austria se le admitió la renuncia que hizo del mando del ejército, ordenándole que se retirase á Consuegra, y el duque de Osuna fué también separado. Quejábase el primero de que no se le enviaba el dinero y los recursos que necesitaba para la guerra, por artes de la reina Doña Mariana, que mirando ya en él un enemigo para el dÃa en que faltase su esposo, no querÃa que ganase la gloria de la recuperación de Portugal. Y fuese esto verdaderamente, ó fuese solo amor exagerado á su patria alemana, ello es que mientras el ejército de D. Juan carecÃa de todo en Portugal, se enviaron al Emperador grandes donativos de dinero para levantar tropas contra el turco que amenazaba, según decÃan, entrar en armas en el imperio; y aún se obligó nuestra Corte á enviarle diez y ocho mil hombres de socorro ó á dar bastante dinero para levantarlos y mantenerlos en Alemania. Obligación necia, reprensible y casi indigna de crédito, á no estar bien atestiguada. El duque de Osuna se quejaba de que se le hubiera entregado á tales juntas de villanos sin dinero tampoco ni recursos, comprometiendo el crédito de su valor y de su casa, y no tardaron sus quejas en ser castigadas condenándole á estar preso y á pagar cien mil ducados de multa por las contribuciones indebidas que para mantener su hambrienta gente habÃa sacado de los pueblos; bien que fué absuelto. Lleno de noble pundonor el de Osuna, pidió al Rey que pues era tan desgraciado como General, le dejara servir con una pica entre soldados; mas no se le permitió tampoco. Soldado muy valiente y señor muy amante de su patria fué este duque de Osuna. Llamóse de Flandes al marqués de Caracena, D. Luis de Benavides y Carrillo de Toledo, para mandar el nuevo ejército que habÃa de formarse. Vinieron de Flandes é Italia los restos de los tercios viejos, dejando aquellas provincias sin defensa apenas. Juntáronse cuantos soldados habÃa disponibles en la PenÃnsula, y de todo se hizo un ejército de once mil infantes, ocho mil caballos y diez y seis piezas de artillerÃa; último ejército temible que pudiese reunir por aquellos tiempos España. Por Maestre de campo general quedó D. Diego Caballero de Illescas; mandaba la caballerÃa española D. Diego Correa, la extranjera el prÃncipe de Parma, Alejandro Farnesio, y un cierto D. Luis Ferrer la artillerÃa. Era el marqués de Caracena hombre de gran valor como todos los capitanes que entonces hubiese en España, pero de más reputación que talentos militares; habÃase conducido medianamente en Italia, y luego en Flandes se habÃa opuesto á algunas de las disposiciones que nos habÃan sido tan funestas; esto y la amistad de D. Luis de Haro, que mientras vivió no dejó de loarlo en la Corte, fué causa de que se echase mano de él en tales circunstancias, mirándole como el salvador de la patria. No justificó ciertamente el de Caracena tales esperanzas. Salió de Badajoz con su gente y fué á ponerse sobre Villaviciosa; tomóse la ciudad, pero no el castillo; y cuando se trataba de la expugnación, el marqués de Marialva y el conde de Schomberg que mandaban á los portugueses, aparecieron determinados á hacernos levantar el cerco. No hubieron de esforzarse mucho, porque Caracena, lleno de vanidad, deseaba tanto la batalla, que solÃa decir que antepondrÃa siempre la incertidumbre de ella á la cierta conquista de Villaviciosa. Apenas avistó á los enemigos, contra el parecer de los más expertos capitanes que opinaban que los esperase en sus posiciones, que eran tales que no podÃan menos de proporcionarle la victoria, alzó el campo y fué á encontrarlos. Hallólos cerca de un lugar llamado Montes-claros, media legua de Villaviciosa, muy superiores en infanterÃa, pues subÃa la suya á doce mil hombres, cuando la nuestra con la que habÃa quedado al resguardo de las lÃneas, no pasaba allà de seis mil; inferiores en caballerÃa. Pero tenÃan los enemigos tomado ya tal puesto, que no pudo obrar nada nuestra caballerÃa y solo la infanterÃa se arrojó al combate contra el número doble de los enemigos. No hubo más que una descarga, y en seguida se arrojaron unos y otros á pelear pica á pica. ComponÃase la infanterÃa contraria de portugueses, franceses é ingleses; la nuestra de italianos, alemanes y españoles, y de una y otra parte se peleó con tanto furor, que los nuestros quitaron dos veces el puesto al enemigo, y éstos por otras dos veces lo recobraron, hasta que después de siete horas de pelea, viendo el de Caracena que iba consumiéndose sin fruto su gente, ordenó la retirada. HÃzola en muy buen orden, sin que los enemigos, por miedo de su caballerÃa, tan numerosa y casi intacta, osasen de perseguirle; pero tuvo que abandonar casi toda la artillerÃa por no poder arrastrarla, y la mayor parte del bagaje. Dejamos cuatro mil hombres en el campo muertos y heridos, no siendo mucho menor el número en los enemigos, y hartos prisioneros, entre los cuales se contó el Capitán general de la caballerÃa española D. Diego Correa. Caracena con el resto del ejército se retiró á Badajoz (1665), desde donde solicitó refuerzos, diciendo que el éxito de la batalla era tal, que de enviárselos nunca habÃa sido más fácil aquella conquista. Arranque de vanidad ridÃculo, aunque fué verdad que los enemigos quedaron casi tan destrozados como nosotros en la batalla. Por los propios dÃas salieron de Cádiz algunos bajeles contra las costas portuguesas al mando del duque de Aveiro, uno de los Grandes más poderosos de Lisboa que acababa de venirse á nuestro partido, y no logró otro efecto que la conquista del islote de Berlinga, y la del fuerte de Baleyers, siendo rechazado delante de Sagres. Se habÃa pretendido formar una armada respetable haciendo un tratado con cierto comerciante de Génova llamado Hipólito Centurione, que por subido precio debÃa facilitarnos á punto de guerra los bajeles; mas el Gobierno de aquella república no quiso consentir el armamento, previendo ya las desdichas que habÃa de acarrearle su fidelidad á España. Estos sucesos llenaron de profunda tristeza el corazón de Felipe IV. Aleccionado al fin por la experiencia, comprendió que en Estremoz y Villaviciosa habÃa perdido definitivamente el trono de Portugal. Asà fué que al recibir la nueva de esta última batalla, dijo con acento doloroso: «hágase la voluntad de Dios», y cayó acongojado. Ya su edad de sesenta años no le permitÃa desvanecer las inquietudes del ánimo; y asomaron en él de pronto los desempeños y remordimientos de la vida pasada, más poderosos que nunca. Si otras veces halló medio de olvidar las desdichas, si halló placeres y deleites con que perturbar sus sentidos, ya el cansancio de los años le ofrecÃa desnudo el dolor, al paso que le velaba el consuelo. En vano se amontonaban á sus ojos los placeres. Corriendo el año de 1657 le dió el marqués de Heliche una comedia en la Zarzuela que costó diez y seis mil ducados; hubo luego una comida de mil platos. «Para que el gusano de seda no se muera al encapotarse el cielo y echar bravatas asà de los truenos como de los rayos que arroja, el remedio único es tocar guitarras, sonar adufes, repicar sonajas y usar de todos los instrumentos alegres que usan los hombres para entretenerse: esto acontece con el Rey.» Tal decÃa, con harta verdad y menosprecio de Felipe, el autor de los _Avisos_ inéditos, D. Gerónimo de Barrionuevo. Ni ya tenÃa queridas, ni tenÃa siquiera amigos. D. Luis de Haro, en quien puso algo del grande amor que tuvo al Conde-Duque, depositando en él sus confianzas, habÃa muerto en 1661, y ni D. Baltasar Moscoso, Arzobispo de Toledo, ni el duque de Medina de las Torres, ni el viejo conde del Castrillo, D. GarcÃa de Avellaneda, que se repartieron el despacho de los negocios después de la muerte de Haro, llegaron tan adentro en su confianza que pudieran aliviarle como él en aquellas horas de remordimientos y de melancolÃa. Acrecentóle esta no poco la conducta del hijo primogénito de su último amigo D. Luis de Haro, que era el marqués de Heliche, D. Gaspar de Haro y Guzmán, joven de harta más ambición que talento, de vida desordenada y licenciosa, dado á maneras y costumbres extranjeras, y despreciador de las nuestras, el cual, resentido malamente porque no hubiese recaÃdo en su persona la privanza del padre, ofreció por aquellos años una prueba más de cuán puerilmente jactancioso fuera decir que la tierra de España no hubiese criado hasta nuestra edad regicidas. Propúsose matar al Rey con todos los de su séquito cuando asistiese en el teatro del Buen Retiro, del cual era ó habÃa sido director hasta entonces; y al efecto compró á precio de oro ciertos asesinos que escondiesen debajo del pavimento un barril de pólvora para ponerle fuego durante el espectáculo. Logrado por los asesinos el poner á punto el barril, todo lo demás era de ejecución no ardua; de modo que sin duda hubiera llegado á término la trama, á no descubrirla uno de los iniciados en ella. Fueron al punto presos todos los culpables, y, averiguado el caso, pagaron con la vida su crimen algunos de ellos. Pero el Marqués, que era el más criminal de todos y el que mayor castigo debÃa tener, no padeció otra pena que la de estar detenido algunos meses, porque el Rey, más aquejado de dolor que de cólera, le perdonó en memoria de su padre (1663). El Marqués agradecido, y avergonzado, se fué al ejército, sentando plaza de soldado particular, donde con gloriosos servicios lavó algo la mengua que habÃa hecho recaer sobre su persona el haber intentado tan gran crimen por tan liviano motivo[23]. Mas el Rey que habÃa visto contra sà la sangre de su amigo y que en pocos años habÃa mirado tramarse dos conjuraciones contra su vida en la nación más amante de sus Reyes que hubiese habido en el mundo, tuvo ocasión de contemplar claramente y de llorar con muy amargas lágrimas el triste estado á que habÃan traÃdo los ánimos y voluntades de sus vasallos los desórdenes y liviandades de su tiempo, en que él, ó por lo que toleró ó por lo que hizo, habÃa tenido harta parte. [23] _Deleite de la Discreción._ Ofrecierónsele por los mismos dÃas otras ocasiones de mirar que si él habÃa perdido en el respeto y amor de los vasallos, no habÃa perdido menos en el respeto y consideración del mundo; y de que si decaÃdas dejaba las virtudes dentro del reino, no dejaba menos decaÃda la fama por fuera. Era cuando heredó el trono todavÃa el primer prÃncipe de la tierra, y apenas podÃa ya contarse entre los segundos; mortificación para él, tan orgulloso, muy horrible. Hemos visto antes con qué artificios indignos logró Cromwell que el séquito de un Embajador francés pasase por delante del séquito del de España. Después de tal acaecimiento, los Embajadores españoles en Londres, no contando con la buena voluntad de aquella Corte, se abstuvieron de enviar coches y séquito á ninguna de tales ceremonias, y como se declarase poco después la guerra entre Inglaterra y España, no acabándose hasta 1660, en que muerto Cromwell, subió Carlos II al trono de sus mayores, tampoco hubo muchas ocasiones de que tal abstención se notara. Pero no bien restablecido Carlos II, hallándose en Londres por Embajador nuestro el barón de Batteville, ocurrió la entrada de otro Embajador. HabÃa concertado, á lo que parece, Batteville con el conde de Soissons, primer Embajador francés, con quien concurrió en aquella Corte, que tendrÃa la preferencia el primero que llegase á la ceremonia, retirándose el otro; mas el conde de Estrées que sucedió al de Soissons, no quiso pasar por tal concierto y anunció su propósito de tomar la delantera. Entonces Batteville, ofendido, y no queriendo ceder á la imperiosa pretensión del francés, envió su séquito á la recepción del Embajador sueco, preparado para cualquier accidente. Los tirantes de los coches dispuso que fuesen cadenas de hierro, y los cocheros y lacayos todos iban armados. Llegados asà á la ceremonia, los cocheros del conde de Estrées movieron sus caballos á pasar por delante de los de Batteville; pero los cocheros y lacayos de éste se arrojaron sobre los franceses, hirieron y mataron á algunos, desjarretaron sus caballos, cortaron los tirantes de sus coches, y luego tomaron el puesto que les correspondÃa. No bien supo el suceso el joven Luis XIV, cuando lleno de ira mandó salir de ParÃs el conde de Fuensaldaña, nuestro Embajador, llamó al suyo en Madrid, prohibió el paso por el reino al marqués de Caracena que venÃa de Flandes, y exigió imperiosamente de nuestra Corte que reprobase la conducta de Batteville y declarase que los Embajadores de Francia debÃan tener la preferencia sobre los de España. Ofendióse justamente de la demanda la soberbia española, y entonces se hubieran celebrado los funerales á la paz de Irún ó de los Pirineos, á no hallarnos tan desprovistos de todo para comenzar de nuevo la guerra; pero cabalmente por entonces la retirada funesta de Evora nos traÃa más miserables que nunca. Hubo que ceder, y cedió Felipe IV con lágrimas en los ojos, separando de Londres al barón de Batteville en castigo de su entereza, y enviando á D. Gaspar de Teves, marqués de la Fuente, á ParÃs, para que delante de toda la Corte y de los Ministros extranjeros declarase que España no disputarÃa la prioridad á Francia. Batieron los franceses una medalla representando aquella declaración para nosotros tan humillante[24] y en Londres para evitar nuevos choques se abolió la costumbre que dió origen á tales reencuentros. Poco antes de morir Felipe IV se estipuló también entre España y Holanda que cuando se encontrasen buques de las dos naciones en los mares, arriasen á un tiempo la bandera, y que todo fuese igual para ambas potencias, perdiéndose hasta aquella demostración y reconocimiento de superioridad, que era lo único que nos quedaba ya de nuestro antiguo señorÃo. Nueva humillación que tuvo que llorar Felipe y aún mayor que otras, por ser de gente que tanto habÃa despreciado. [24] _Histoire de la vie et du regne de Louis XIV_, BRUZEN DE L'ARTINIÈRE. No tardaron en faltarle las fuerzas del cuerpo como las del alma; y el sentir la muerte tan vecina, y el contemplar el mal Gobierno que para colmo de todas las desdichas dejaba en la MonarquÃa, precipitaron todavÃa más sus pasos hacia el sepulcro. Muertos los prÃncipes D. Baltasar y D. Felipe Próspero, no le quedaba más heredero que el prÃncipe D. Carlos, el cual, sobre criarse muy enfermizo, no llegaba aún á los cuatro años de edad. Su joven esposa, Doña Mariana de Austria, que por su muerte habÃa de entrar interinamente en el Gobierno del reino, dejaba ya entender harto á las claras las faltas que se le notaron más tarde. Mirábala ya entregada á su confesor, el padre jesuÃta alemán Nithard, sin hacer otra cosa que lo que él le aconsejase; mirábala en pugna con D. Juan de Austria, hombre que, con ser pequeño como era, todavÃa podÃa considerarse como el más importante que hubiese en la MonarquÃa; sabÃa y temÃa la ambición y la soberbia de éste, y que no habÃa de llevar á bien el Gobierno de la Reina madre. Si á ésta la dejaba con el Gobierno, preveÃa que España serÃa gobernada por un jesuÃta extranjero, y si lo dejaba en D. Juan, no podÃa estar del todo seguro de su fidelidad al tierno Infante que encomendaba á su arbitrio. Por todas partes iguales peligros, por todas partes grandes daños. No pudo resistir Felipe á tantos y tan diversos pesares; el único servicio que ya podÃa hacer á la MonarquÃa era prolongar por algunos años su vida, ahorrándola una minorÃa desastrosa y el reinado de aquel fatal jesuÃta; y esto no tuvo bastante aliento en el alma, ni fuerzas en el cuerpo para que pudiera suceder. El dÃa 15 de Septiembre de 1665 rindió al Criador su espÃritu, y terminó su infeliz reinado, que habÃa durado cuarenta y cuatro años, con estas lastimeras palabras encaminadas á su hijo, que no podÃa comprenderlas todavÃa: «Dios os bendiga y haga más dichoso que yo.» En su testamento nombró por heredero á aquel único, varón que le quedaba de matrimonio, llamando al Trono á falta de su descendencia, á la infanta Doña Margarita y á sus descendientes; en falta de éstos á los hijos y descendientes de la augusta Emperatriz Doña MarÃa, su hermana, con las mismas condiciones y precedencias dispuestas en la sucesión de sus hijos; en falta de éstos á los hijos y descendientes legÃtimos de la infanta Doña Catalina, su tÃa, duquesa de Saboya; y excluyó á los descendientes de la Reina de Francia Doña MarÃa Teresa, su hija, con estas palabras: «Queda excluÃda la infanta Doña MarÃa Teresa y todos sus hijos y descendientes varones y hembras, aunque puedan decir ó pretender que en su persona no corren ni pueden considerarse las razones de la causa pública, ni otras en que se pueda fundar esta exclusión; y si acaeciere enviudar la serenÃsima Infanta sin hijos de este matrimonio, en tal caso quede libre de la exclusión que queda dicha y capaz de los derechos de poder y suceder en todo.» ¿Quién habÃa de decir entonces que de tantas personas y lÃneas llamadas á la sucesión del Trono solo habÃa de venir á ocuparla aquélla tan terminantemente excluÃda por las antecedentes palabras? Decidióse también el Rey á nombrar por tutora del PrÃncipe y Gobernadora del reino, durante la menor edad de éste, á su esposa Doña Mariana, asistida de una junta ó consejo de gobierno, el cual habÃa de componerse del Presidente del Consejo de Castilla, que era á la sazón el conde de Castrillo, del Vicecanciller de Aragón, que lo era el jurisconsulto D. Cristóbal Crespà de Valdaura, del Arzobispo de Toledo, primado del reino, que lo era el cardenal Sandoval, del Inquisidor general, que lo era el cardenal D. Pascual de Aragón, ó los que sucediesen en tales puestos, y además, por la clase de Grandes, del marqués de Aytona, y por el Consejo de Estado, del conde de Peñaranda. Con esta junta se pretendÃa acaso evitar que la regencia de la Reina fuera tan fatal como se preveÃa; pero no bastó por cierto, como hemos de ver adelante. Tales fueron los hechos de Felipe IV, á quien llamó el Grande la lisonja vil del conde-duque de Olivares; dÃjose de él con donaire, y no falta quien suponga que lo dijo él mismo en época de amargura y desengaño, que no fué grande sino á manera que lo son los agujeros de la tierra, que mientras más se arranca de ellos, mayores son. Cuéntanse hasta cuarenta batallas perdidas por él, y sin duda fueron tantas ó más las que consumieron nuestra sangre sin gloria ni ventaja. Las pérdidas de territorio fueron inmensas, añadiéndose algunas en los últimos años á las que ya hubo en tiempo del Conde-Duque. El ejército lo dejó reducido en toda la PenÃnsula á veinte mil soldados, y esos sin instrucción ni pundonor, cuadrillas de holgazanes y forajidos, más bien que no escuadrones y tercios. El nombre de la _infanterÃa española_ no se conservaba más que para designar con él, tan noble y respetado antes, á la vil turba que en los patios de los teatros se ejercitaba en silbar ó aplaudir comedias; y, al compás que se agotaban los soldados, desaparecÃan los Generales y capitanes. Durante todas las campañas de este reinado se oyeron sonar en los ejércitos y batallas los antiguos nombres favorecidos de la fortuna y de la gloria; pero no ciertamente para hallar nuevos favores ni acrecentarse en esplendor y grandeza. Ejército mandó un duque de Alba en Portugal, y fuera mejor para su nombre glorioso que no lo mandara, y más allà donde tan alto lo habÃa dejado su grande abuelo; ejército mandó allà mismo un duque de Osuna, diferente también del que mereció el tÃtulo de Grande; ni el D. Juan de Austria de ahora era el de los dÃas de Felipe II; ni fué el Colona que se halló en Cataluña semejante á aquellos otros valerosos y experimentados compañeros del Gran Capitán; ni tuvo que ver el Alejandro Farnesio de Portugal con aquel ilustre de Flandes; ni los Dorias y el marqués de Santa Cruz eran marinos invencibles como sus padres. Guzmanes y Zúñigas primero, luego Toledos, Benavides, Ponces de León y Haros, al paso que perdÃan á la nación en el gabinete, la deshonraban en los campos de batalla, principalmente aquellos Guzmanes á quienes el mismo rey D. Felipe contaba por los enemigos más funestos que en aquel siglo hubiese tenido España, poco antes de su muerte. Guzmán, era el Conde-Duque; Guzmán la duquesa de Braganza; Guzmán el vil marqués de Ayamonte; Guzmán el de Medinasidonia; Guzmanes se hallan entre todos los que saquearon el tesoro y huyeron en las batallas y perdieron reinos. Sólo un Guzmán, el marqués de Leganés, á pesar de sus faltas, sirvió bien á la MonarquÃa. à la par que éstos, se hallaron en poder é influencia casi todos los nobles de otros tiempos, porque los favoritos han sido siempre nobles. Ya no los contenÃa la venganza de Fernando V, ni los oprimÃa el brazo de Felipe II; pero no por eso daban altas muestras de sÃ, á no ser en rarÃsimas personas, ni reconquistaban ninguno de sus antiguos derechos polÃticos. Si iban á los ejércitos, no era por deber ó gloria, sino por los sueldos y comodidades; por poseerlos y disfrutarlos se disputaban los destinos públicos, sin consultar si la capacidad propia basta ó no para desempeñarlos; ninguno entendÃa servir á la patria, sino servirse á sà propio. VeÃanse también aparecer tÃtulos nuevos; personas de humilde ó mediano nacimiento llegar á ser contados entre los Grandes; y los hábitos de las Ordenes militares sacados á pública subasta, y las ejecutorias de hidalguÃa vendidas á precio de pequeños servicios, acabaron de echar por tierra los cimientos de la verdadera aristocracia, al paso que se acrecentaba la vanidad general, tan pueril y tan funesta. Esta pasión de la vanidad todo lo invadÃa ya, de suerte que no habÃa quien no se creyese apto para todo; unos mismos hombres gobernaban indistintamente los ejércitos y la hacienda, y fallaban litigios en los tribunales, y asistÃan á los consejos del Rey, y componÃan tal vez en los ratos de ocio entremeses y comedias. La codicia corrÃa parejas con la vanidad. Cargábase en cada plaza y en cada ejército doble número de gente de la que habÃa; abastecÃanse á gran costa las fortalezas y armadas, y luego se hallaba que ó los bastimentos no llegaban á entrar nunca en ellas, ó se vendÃan á buen precio. «Por cuyo engaño, decÃa en aquel tiempo el buen Estebanillo González, se perdieron muchas victorias y se malograron muchas ocasiones; que de ello pudiera decir acerca de esto y de otros sucesos que han pasado y pasan de esta misma calidad, no sólo á patrones de galeras, sino á Gobernadores de villas y castellanos de fortalezas, y á municioneros y proveedores, en quien puede más la fuerza del interés, que el blasón de la lealtad.» VendÃanse hasta las municiones de las plazas y de los bajeles; y los capitanes de las compañÃas buscaban algunos truanes en los lugares donde estaban, que el dÃa de la revista asistiesen como soldados, para fingir gran número, y no llevar consigo más que la mitad del que cobraban. Asà la Corte disponÃa que se acometiese una empresa fiando en que ya habÃa fuerzas para ella; declarábanla por bastante los documentos y partes de los Generales, y luego se malograba porque en el trance de la batalla éramos siempre menos numerosos que los enemigos. à la par desaparecÃa lastimosamente la antigua honra del nombre español; no se vió en tiempo de Carlos V ni de los dos primeros Felipes capitán ó soldado que vendiese su puesto al enemigo, y ahora comenzaron á verse de ellos ni más ni menos que en las otras naciones. En tanto la población del reino, disminuÃda constantemente, desde el tiempo de los Reyes Católicos, quedaba ya reducida á cinco millones y medio de almas, esparcidos por los anchos territorios de Aragón y Castilla. Y dependiendo solamente el comercio y la hacienda del caudal de las flotas de América, como no habÃa marina que las escoltase, ó no llegaban, ó llegaban tarde á nuestros puertos, robadas y perseguidas siempre, ya por las escuadras de las potencias enemigas ya por piratas de todas las naciones, que alentados con la impunidad y el cebo de la ganancia segura, salÃan á buscarlas por todos los mares. Con el nombre de hermanos de la costa ó filibusteros, llegaron los piratas á atacar brazo á brazo nuestras flotas haciendo desembarcos en Tierra Firme; y se apoderaron del islote de la Tortuga, al Norte de Santo Domingo, estorbándonos desde allà la navegación de aquellos mares. Señaláronse entre tales piratas el francés Pedro Legrand, el holandés Juan David, los ingleses Mansfeld y Scot, y un mestizo de Nueva España llamado Diego el Mulato, al cual propuso nuestra Corte con harta afrenta, hacerlo Almirante de España, con crecido sueldo y perdón de sus innumerables crÃmenes con tal que viniese á nuestro servicio. No dejaban los argelinos de recoger las naves que libraban bien de los _Hermanos de la costa_, apresándolas luego en nuestras mismas aguas; y en tanto se pedÃan naves de limosna á Génova, se alquilaban á los holandeses, y el conde de Castrillo, D. GarcÃa de Avellaneda, siendo Presidente del Consejo de Hacienda, declaraba que era preciso renunciar á tener armada. La justicia andaba tan perdida como lo demuestra el caso escandaloso de D. Antonio de Amada, que en 1654 horrorizó á la Corte. Era éste criado del marqués de Cañete, y por su bizarrÃa y buenas partes muy querido de todos. Aconteció que el Marqués golpease á la mujer de uno de sus lacayos, porque quiso impedirle que hiriese á su marido. Ofendido éste determinó matar al Marqués, y ya anochecido al bajar las escaleras, escondiéndose detrás del D. Antonio de Amada, le disparó una estocada de que quedó muerto, huyendo él al punto. Fué preso Amada, y aunque protestó de su inocencia hasta lo último, fué condenado á muerte sin oirle en derecho. Hallábase con órdenes menores, y lo reclamó la justicia eclesiástica; pero no oyéndola, en el momento de ejecutarse el suplicio, envió el Cardenal Arzobispo de Toledo, con licencia del Rey, cuadrillas de frailes y de criados que robaron al supuesto reo llevándolo á casa del Prelado. No tardó la justicia ordinaria en forzar la casa de éste y llevarse al reo de nuevo ejecutando al cabo de una semana la sentencia. Todos los Grandes acudieron á favorecer al verdugo, porque con la muerte del de Cañete cada cual temÃa por su vida, principalmente habiendo habido un cochero que respondiese por aquellos dÃas al duque de Pastrana «que todos eran hombres y que cada uno se tenÃa por hijo de su padre», palabras y temor que ha conservado Barrionuevo[25] y que bien muestran lo que era por entonces la grandeza, y el estado que alcanzaban los plebeyos. Estos, excitados por los clérigos, estaban de parte de Amada y hubo que desterrar á muchos y aun al mismo Cardenal que se negó á cumplir la orden. TemÃase un conflicto entre la grandeza y el clero donde hubiera que llegar á las armas, cuando un suceso inopinado vino á llenar á toda la corte de espanto. El lacayo que habÃa muerto al de Cañete estando á punto de morir de heridas, que se ocasionó en la fuga, declaró que D. Antonio de Amada era inocente, y que él era el culpable. La vergüenza y el dolor del Rey fueron grandes; el escándalo tal, que en mucho tiempo no se trató de otra cosa en la corte. Por los mismos dÃas el Condestable de Castilla mató á un criado suyo, é hizo armas contra un alcalde de Corte, y el suceso fué venir á quedar sin castigo, porque ni siquiera cumplió el corto destierro que se le impuso. Tal se entendÃa entonces la igualdad sagrada de la justicia. [25] _Avisos inéditos._ Si volvemos los ojos á las Cortes de los reinos, tampoco hallaremos consuelo alguno. Reúnense periódicamente las de Castilla; pero continúa en ellas sólo el brazo popular, y éste es impotente para hacer prevalecer sus determinaciones. Mejoróse su constitución en los primeros años de Felipe IV, logrando de este Monarca que no continuase el abuso introducido por los antecesores de nombrar ellos los procuradores de las ciudades, con que desaparecÃa completamente la representación del reino. TodavÃa, durante este reinado, se vieron sus derechos subsistentes y respetados: todavÃa sin votarse en ellas no se cobraron impuestos, y aun en 1632 osaron negar al Rey el dinero que pedÃa. Pero el Conde-Duque halló medio de reprimir aquellas centellas de libertad é independencia como á su tiempo dijimos, reconociendo en los procuradores la facultad de conceder tributos por sà propios, sin venir autorizados de las ciudades. AsÃ, ganados ellos, todo se lograba; y en adelante no hubo más resistencia. Poco resistieron también las de Aragón, aunque á la verdad menos solicitados y gravados sus reinos que Castilla. Valencia fué más indócil, y sobre todo Cataluña. Pero la libertad de las Cortes en estas últimas provincias, y sobre todo en Cataluña, lejos de ser favorable á la nación, fué tan funesta como atrás hemos visto. Ajenas las Cortes en esta provincia á toda idea nacional, mirando sólo su particular conveniencia, no lograron su resistencia á los despilfarros del Rey, sino que los pagase sola Castilla, y aún que Castilla atendiese sola á la defensa de todos. Luego estas mismas Cortes contribuyeron á tan lastimosos levantamientos que pusieron á punto de perderse del todo la MonarquÃa. La falta de libertad en los unos, y en los otros la libertad sobrada, no habiéndose conservado en todos una libertad razonable; el no haberse preferido la unidad nacional á cualquiera otra ventaja; los males del provincialismo; las desventajas de la desunión de nobles y plebeyos en Castilla, y de que aquellos careciesen de representación é influjo en las Cortes; todos los errores en fin de nuestra organización polÃtica, no corregidos por Fernando el Católico, por Carlos V, ni por Felipe II, salieron ahora á la faz de la nación. ¡Cuántas lastimosas consecuencias debÃan preverse! Guerras civiles, desconcierto, impotencia, todo se toca ahora, y de todo hay que acusar á Felipe IV y sus Ministros. Eran males escondidos en el seno de nuestra organización polÃtica; pero las torpezas de aquellos hombres los exacerban y los suscitan, y aunque no los producen, los hacen nacer. Hacemos estricta justicia. Tampoco ha de contárseles por únicos responsables en el mayor mal que hubieran producido la intolerancia religiosa y el rigor de la Inquisición, que era la ruina intelectual de España. Ni esta ruina, ni siquiera la decadencia, se conocieron en los primeros años de Felipe IV. Dijimos ya en tiempo de Felipe III, que todo el poder intelectual de la nación se habÃa consagrado á la literatura: esto se vió más y más en el reinado que acabamos de narrar, hasta que le tocó también á la literatura la hora de la decadencia. La afición del Rey y de la Corte á las comedias, hizo que fuera este género de literatura el que más alto llegase; de modo que á calificar por una sola cosa este reinado, asà como el de Felipe III puede decirse que fué de frailes y de monjas, de éste hay que decir que fué de cómicos y comedias. Jamás en tiempo ni en nación alguna se ha cultivado con más entusiasmo y más talento el arte dramático que en España y en el reinado de Felipe IV. Catorce años le duró la vida á Lope de Vega, después de muerto Felipe III, y en todo este tiempo no dejó de componerlas; de suerte que su nombre va también unido al de Felipe IV. Calderón fué ya todo suyo, y Tirso y Moreto y Rojas y el corcovado Alarcón escribieron para su placer y el de su Corte, _La vida es sueño_, _El desdén con el desdén_, _El Burlador de Sevilla_, _D. Juan Tenorio_, _GarcÃa del Castañar_ y _La verdad sospechosa_, obras inmortales. à la par de estos ingenios de primer orden, cuyas obras andan en bocas de todos, brillaron Luis Vélez de Guevara, y Montalbán; hizo Guillén de Castro el original del _Cid_; la Hoz y Mata escribió su _Castigo de la miseria_; Diamante su _JudÃa de Toledo_; SolÃs sus obras dramáticas que eclipsaron más tarde el mérito singular de sus páginas históricas; D. Fernando de Zárate y el judaizante EnrÃquez Gómez las suyas, ya sean dos ellos, ya sea una propia persona; y florecieron Cubillo y Mira de Mescua, Matos Fragoso y D. Antonio de Mendoza, Belmonte y Leiva, si no con tan grande ingenio como los primeros, dignos todavÃa de admiración y aplauso. Y aun el catálogo dramático no está terminado, porque detrás de los poetas de primero y segundo orden, aparecieron otros no despreciables todavÃa: Villaizan, á cuyas comedias asistÃa siempre disfrazado Felipe IV, tal era la estimación en que las tenÃa; Zabaleta, el primero que escribió artÃculos de costumbres, ingenioso en ellos, penoso en sus reflexiones y escritos morales; el novelista Salas Barbadillo, funesto en la poesÃa épica, y no muy aventajado en la lÃrica; D. Alonso del Castillo Solórzano, también novelista y bueno, no asà poeta, aunque algunas de sus novelas estén en verso; y Coello y los Herreras, D. Jacinto y D. Rodrigo, los hermanos Figueroas, D. José y D. Diego, Jiménez Enciso, D. Gerónimo Cáncer, que pudiera llamarse medio poeta, pues no escribió obras sino de por mitad, Villaviciosa y Avellaneda, su colega en componer comedias; Vélez el hijo, la célebre monja de Méjico, sor Juana Inés de la Cruz, Monroy, un cierto maestro León harto distinto del gran lÃrico en mérito y fama, Muget y SolÃs, MatÃas de los Reyes, y el doctor Felipe GodÃnez, más dado que á las humanas á las comedias religiosas. En éstas se emplearon también, el maestro José de Valdivieso, no mejor dramático que épico; el trinitario fray Hortensio Félix Paravicino, predicador de Felipe IV, hombre no falto de talento, pero de deplorable gusto é ingenio, que hacÃa las delicias de la corte en sus sermones, y la desdicha de todo el mundo en sus comedias; los jesuÃtas Céspedes, Calleja y Fomperosa, y una multitud de frailes caballeros, anónimos y poetas aprendices ó perversos, indignos de memoria. Mas no es de olvidar entre ellos el nombre de Luis Quiñones de Benavente, que pretendió resucitar en España la ditirámbica imitación de Aristóteles, uno de los cuatro géneros en que está dividida la imitación poética: la cual consistÃa en juntar en una misma pieza, verso, música y baile. No podÃa ser la presentación más alta; pero ni aun el nombre ni la materia de sus obras correspondieron con ella, y sólo fué autor de bailes, entremeses y sainetes, en cuyo género de escribir le acompañaron Cáncer y Avellaneda y algunos otros de los escritores menos estimados de la época. También escribió comedias y medias comedias D. Francisco de Quevedo, y como en otra parte decimos, no falta quien suponga que las escribÃa el propio Monarca bajo el tÃtulo de _un ingenio de esta corte_, bien que este género de anónimos fuese entonces empleado de muchos. Con tales poetas y comedias no podÃan menos de ser muchos y buenos los comediantes[26]. Señaláronse desde los fines del reinado de Felipe III hasta la muerte de Felipe IV, aquella MarÃa Calderón, en quien tuvo el prÃncipe á D. Juan de Austria; la Baltasara, que purgó sus libertades de cómica con penitente y solitaria vida; la hermosa Josefa Vaca y su marido Alonso Morales, llamado el _prÃncipe de los representantes_; los dos Olmedos, padre é hijo, hidalgos é infanzones; el desvergonzado Juan Rana, encanto por sus gracias de la corte; Roque de Figueroa, el Néstor de los cómicos; MarÃa Riquelme, notable por haber sido virtuosa en las tablas; Bárbara Coronel, mujer varonil, célebre en aventuras y costumbres impropias de su sexo, homicida á lo que se cree de su esposo; Eufrasia de Reina, casada á un tiempo con dos maridos; la famosa _Amarilis_ MarÃa de Córdoba; el noble caballero D. Pedro de Castro; Sebastián del Prado, que fué con la infanta Doña MarÃa Teresa á ParÃs, y durante mucho tiempo representó allà comedias españolas con grande aplauso y ganancia, y otros innumerables hidalgos, clérigos, frailes y personas de toda condición y estado, aficionados á tal género de vida, donde la piedad del siglo no extendÃa sus tiránicas leyes, ni clavaba la Inquisición, tan severa contra los libros y las ideas, su garra sangrienta. [26] PELLICER: _Historia del Histrionismo en España_. Y todavÃa hay que añadir que asà como al Rey se le encuentra entre los poetas dramáticos, á las Princesas españolas es preciso contarlas entre las cómicas de su época. Por el mes de Mayo de 1622 se representó en los jardines de Aranjuez una comedia fantástica del conde de Villamediana titulada: _La gloria de Niquea_; labrándose teatro de madera y telas á mucha costa. Asistieron el Rey, los infantes D. Carlos y D. Fernando y gran concurso de cortesanos; de modo que no se vió, según el narrador[27], lugar vacÃo. Hizo en esta comedia de Villamediana el papel de _Reina de la hermosura_ la misma Doña Isabel de Borbón, por cuya causa parece cierto que murió luego el poeta, la infanta Doña MarÃa representó el papel de _Niquea_; y los demás las damas y criadas de la Real Casa, entre ellas una negra esclava que fué muy aplaudida. Es sabido también que la infanta Doña MarÃa Teresa, luego Reina de Francia, representó con sus damas una zarzuela de Bocángel Unzueta para celebrar la venida á España de la reina Doña Mariana de Austria. Pero á pesar de la inaudita afición que tales hechos demuestran á la poesÃa dramática, no tardó en caer éste á la par con los otros géneros de literatura. [27] Prólogo á las _Obras del_ CONDE DE VILLAMEDIANA. HabÃa heredado Felipe IV de su padre á Góngora, poeta de funesta originalidad, pues hallando ya manoseada la forma clásica, inventó para distinguirse de los demás una extraña y contraria á todos los buenos principios, que de su nombre se llamó _gongorismo_, y también _culteranismo_, por la afectación de cultura de que en ella se hizo alarde. En vano escribió Rioja, ó más bien perfeccionó, aquella inimitable canción de _las Ruinas de Italia_[28] con tan noble y clásico estilo, al paso que componÃa sus bellas _silvas á las flores_; en vano Jáuregui hizo aquella famosa traducción poética, que es aún la única que haya superado al original; en vano rivalizó Villegas con Anacreonte, y Espinosa con Teócrito; en vano Quevedo descargó los terribles golpes de su crÃtica contra la nueva escuela: él mismo fué arrastrado por ella antes de mucho con Lope, otro de sus enemigos, con el mismo Jáuregui y los más de los grandes lÃricos de aquella era. Señaláronse entre los sectarios de Góngora y apóstoles de la nueva forma, aquel hijo infeliz del correo Mayor hereditario, que con el nombre de conde de Villamediana fué tan trágicamente famoso, y de Salazar Mardones, que redujo á reglas y doctrinas lo que era antes deplorable uso y extravÃo. No tardó éste en comunicarse de la poesÃa lÃrica á la dramática, afeando sobre manera los dramas de Calderón y de Lope, introduciendo una afectación de sentimiento que mató la verdad, y un alambicamiento de estilo que obscureció los más bellos rasgos del ingenio; á la poesÃa épica en la que produjo abortos tan monstruosos como los poemas del mismo Lope, el _Macabeo_ de Silveira y _La Virgen de Atocha_ de Salas Barbadillo; á la historia que ennoblecida con las páginas inmortales de Moncada y de Mello hubo de llorar lastimosamente que Céspedes de Meneses el novelista narrase en culto los primeros años de Felipe IV; y al púlpito mismo donde si el Padre Paravicino hacia las delicias de la corte, no era sino explicando la noble y sencilla doctrina de Cristo en el lenguaje hinchado y pedantesco, salpicado de retruécanos, paranomasias, conceptillos, trasposiciones, neologismos latinos y griegos y alusiones mitológicas que en verso y prosa formaban los distintivos y especiales caracteres de la nueva escuela. [28] AtribuÃda después de escrito este libro á Rodrigo Caro.--(_Nota de P. de G._) No se comprende á no recordar los antecedentes y meditar sobre ellos, cómo pudo sobrevenir de repente revolución tan completa. El genio y la fatalidad de un solo hombre no bastaban para eso, y más cuando él, aunque eminente, no alcanzaba superioridad alguna sobre tan ilustres varones como hubo entre sus secuaces. Traslúcese antes de examinar y estudiar el asunto, que algo habÃa en los espÃritus, algo en lo general de la nación que facilitara la empresa, y aun acaso impusiese la nueva escuela á muchos que voluntariamente no la habrÃan seguido jamás. Este algo era cabalmente el apartamiento de las ciencias y el exclusivo culto de la poesÃa y buenas letras que hemos ya señalado. En todo el tiempo de Felipe IV apenas se oye hablar de un solo hombre eminente en filosofÃa, ni siquiera en aquella aristotélica y platónica tan estudiada de antes; nada se sabe de matemáticas, ni de fÃsica, ni de astronomÃa; crecen en tanto los teólogos, y se hacen por sus controversias estériles, famosos entre todos los teólogos del mundo, que los respetan y admiran y escuchan ávidos sus decisiones; se aumentan cada dÃa los comentaristas escolásticos de las leyes, convirtiendo en un logogrifo la jurisprudencia, aunque no faltan jurisconsultos de nota como Crespà de Valdaura, Ramos del Manzano y otros; pululan los economistas, pero éstos con menos fortuna que nunca, pues sólo Fernández de Navarrete en su _Conservación de monarquÃas_ que escribió comentando una gran _consulta_ del Consejo de Castilla en 1619, y algún otro merecen ser recordados. Conocen generalmente los principales males de la nación; censúranles con juicio; pero, al lado de tal ó cual observación prudente, aparecen en tales autores cuanto la impertinencia y el delirio pueden producir de más absurdo. Asà siguieron y comentando las palabras de la consulta famosa de 1619, halla el licenciado Navarrete las mayores enfermedades que aquejasen á la sazón á España, en lo costoso de los vestidos, la veleidad de las modas, la glotonerÃa, el andar en coche y otras cosas por el estilo, al paso que sobre los mayorazgos cortos y la administración de justicia y la manera de colonizar de nuevo á España, y los males de la vanidad ociosa, y la conveniencia de acortar las profesiones religiosas, y hacer menos extensos ciertos estudios, que sólo producÃan holgazanes, pronuncia admirables sentencias. El único libro de aquella época donde luce su actividad y libertad el espÃritu humano, es el de _las Empresas polÃticas_ de Saavedra; mas su autor lo pensó y escribió en tierra extranjera, y allà publicó las primeras ediciones[29]. Si luego se imprimió y pudo circular por España, debióse antes sin duda á la posición y al influjo del autor, que no á lo inculpable del texto. Y sin embargo Saavedra, si es todavÃa un escritor de primer orden, pensador no lo es tanto; tiene harto más de elocuente, de claro, de bello en la expresión, que no de profundo ú original en sus apreciaciones y juicios. [29] _Idea de un prÃncipe cristiano representada en cien empresas diversas._ Mónaco: por Nicolau Enrico: 1640.--El modelo del PrÃncipe de Saavedra Fajardo lo constituÃa el Rey católico D. Fernando V de Aragón.--(_Nota de P. de G._) Era que desde el primer tercio del reinado de Felipe IV, la Inquisición tenÃa casi terminada su obra, la obra triste y laboriosa de más de un siglo; era que apenas dejaba ya pasar un rayo de luz el anillo de la serpiente. Y muerta la filosofÃa que produce las ideas y las matemáticas que las relacionan y las aplican; muertos la observación y experimentos de las ciencias naturales; ociosa la razón y vacÃa la inteligencia, ¿qué habÃa de hacer la literatura, encerrada ya en los estrechos lÃmites de lo pasado y entregada á su sola actividad, sino devorarse á sà misma? Tarde ó temprano eso tenÃa que suceder, y eso sucedió á fines del reinado del infeliz Felipe IV. Porque no es la literatura, no es la poesÃa la más perfecta de sus manifestaciones, sino la forma de objetos preexistentes, un cierto espejo donde se reflejan las épocas con sus sentimientos justos ó injustos y sus verdaderos ó falsos principios, y como forma y espejo que es, no tiene potencia para crear por sà sola la substancia que encierran los objetos que representa. Tal vez nacen hombres que á su cualidad de poetas juntan la de filósofos eminentes y van más allá de su siglo y pintan y reflejan cosas no existentes todavÃa. Pero la singularidad de tales genios no contradice ni impide la marcha general del arte y sus naturales condiciones; ni en el caso presente, perseguida con inaudita saña, hubiera podido la filosofÃa andar más segura debajo del manto vistoso de la poesÃa, que debajo de los latinos _in folium_ salmantinos y complutenses. Y asà como mientras manan y corren las ideas en poderoso rÃo, producen sus riberas lozanas y numerosas las flores de la literatura, asà cuando suspenden su movimiento las aguas y no acuden nuevas y se estancan las antiguas, viene como arriba decimos, la esterilidad y la decadencia, tarde ó temprano. ¡Dichosos los primeros que disfrutaron tales aguas, y halláronlas copiosas y claras!: ellos se hacen inmortales; los segundos las encuentran más turbias y más escasas, y con tanto ingenio como los primeros, es mucho menos lo que producen; mas los terceros sienten ya sed y repugnancia, anhelan por nuevas aguas, claras y copiosas, quisieran descubrir manantiales nuevos, los buscan por todas partes, y entonces nace fatalmente el hombre de la decadencia. Es siempre un hombre creador, de poderosa fantasÃa, de altos talentos, que debió ser de los primeros, y no lleva con paciencia ser de los últimos, que quisiera ser original, y no halla cómo serlo, oprimido por la fama de sus antecesores, no más dotados de genio que él, sino más afortunados en el nacimiento, deseoso de igualarlo, é imposibilitado de seguirles, jardinero en estÃo, espigador en invierno, que no halla flor ni grano que recompense su fatiga. Tal fué Góngora. Y cuando llegan ocasiones como ésta, cuando el hombre de la decadencia busca un camino por donde escapar del desierto que le rodea, por donde salir á la fama y á la gloria que le niega su época, no halla, no puede hallar más que uno solo, que es el de fabricar en la forma, ya que le falta con que fabricar en el fondo; es el de distinguirse por la palabra, ya que no puede hacerlo por el sentimiento ó la idea. En lugar de contener en frases sencillas ideas sublimes, encierra vulgares ideas en pomposas é hinchadas palabras; y en vez de dejar en hermosa desnudez el estilo, le viste de retruécanos, de paranomasias y de cuantas afectadas galas imagina. Desecha la metáfora natural por la violenta, abandona la palabra propia por la extraña, la nacional por la extranjera, confunde el alambicamiento con el ingenio, la pedanterÃa con la erudición, lo relumbrante con lo claro y verdadero. Tal fué la escuela de decadencia introducida por Góngora en España. Y por tal inducción se explica solamente el que los más de los ingenios cedieran al momento al contagio, y que si hubo algunos que resistieron por cierto tiempo, no hubiese ninguno que al fin se salvara. Ellos, los genios afortunados, que habÃan nacido en una época de buen gusto, que habÃan alimentado su espÃritu con los buenos modelos, todavÃa en medio de las aberraciones de la nueva escuela dejaron obras inmortales, principalmente en la dramática. Pero sus sucesores, criados ya en el cieno de la corrupción y del envilecimiento literario, no imitaron más que sus faltas, no aprobaron sino sus yerros, y á la par que la poseÃa, desaparecieron los poetas. Asà acabó del todo el arte entre nosotros, perdido en las tinieblas del gongorismo, á la par que en Francia anunciaba Descartes la filosofÃa moderna, á la par que Corneille y Racine creaban la tragedia francesa, á la par que Molière perfeccionaba la comedia de nuestros dÃas sobre modelos españoles. Aquella gloria literaria tan superficial, aunque tan grande y seguida de tan mortal caÃda, fué acompañada de otra gloria no menor: la gloria de la pintura. Este arte, tan favorecido por Carlos V, por Felipe II y aun por el propio Felipe III, llegó durante el reinado de Felipe IV á su apogeo. No en balde aquellos dos primeros Monarcas habÃan hecho venir á España los primeros maestros y los mejores cuadros de su tiempo: con ellos se formaron en tiempo de Felipe III pintores inmortales, que en el reinado de Felipe IV fueron asombro de las artes. Tuvo este Monarca entre sus vanidades, la de que se empleasen en su obsequio los primeros pintores que entonces tuvo el mundo, españoles los más, no pocos italianos y flamencos de sus provincias súbditas ó dependientes: estos artistas transcribieron al lienzo todos los objetos de su amor, todos los asuntos que podÃan halagar su vanidad insaciable. De ello ofrece larga muestra el Real Museo de Madrid. Allà está el retrato de Felipe III, obra de Velázquez, y el pincel de este grande hombre sigue al mismo Felipe IV desde la niñez hasta la edad madura, acertando á trazar las huellas que la edad y los placeres iban dejando en su rostro, con inimitable maestrÃa. Allà están Doña Isabel de Borbón, la bella francesa, y Doña Mariana, la orgullosa austriaca; allà los prÃncipes infortunados D. Baltasar y D. Felipe Próspero; allà la infanta Doña Margarita y aun el Conde-Duque, á quien el Rey amó tanto ó más que á los de su familia, del propio pincel de Velázquez, retratados. La historia de la Virgen, casi entera, representada por Bartolomé Esteban Murillo; sus cuadros mÃsticos y los de Zurbarán encantan allà los ojos de los artistas, después de haber presenciado las devociones del licencioso Rey en sus palacios; el flamenco Snyders ha dejado allà pintadas sus cacerÃas y el Padre Mayno ha conservado en alegorÃa su esperanza de reducir á Flandes. Y á la par se ven por dondequiera las glorias de los primeros dÃas del reinado: de una parte la campaña del gran duque de Feria contra el Monferrato, representada en la marcha sobre Acqui, cuadro del aragonés José Leonardo; de otra campaña del mismo Duque en la Alsacia, representada con el socorro de Constanza y la expugnación de Reginfeld, cuadro del florentino Vicente Carducci; ya el cuadro del madrileño Eugenio Caxés, que señala el desembarco de los ingleses cerca de Cádiz al mando del conde Lest, y la conducta valerosa de aquel Maestre de campo D. Fernando de Girón, que enfermo y atormentado de la gota se hace llevar en silla de manos á disponer tan gloriosa victoria, ya el cuadro con que el Vicente Carducci, antes citado, pinta á D. Gonzalo de Córdoba, venciendo en la memorable batalla de Fleurus, ya el cuadro de Leonardo, donde pinta la rendición de Breda y al buen marqués de SpÃnola, que acompañado del de Leganés, D. Diego Felipe de Guzmán, recibe las llaves de la ciudad, y aquel otro que al propio asunto dedicó Velázquez, uno de los mejores de su autor, conocidÃsimo con el nombre de _Cuadro de las Lanzas_. Por último, por Velázquez y Van-Dick está allà retratado el victorioso Cardenal Infante, y por Rubens la victoria de Nordlinghen. Nunca más altos asuntos han sido tratados por más ilustres pinceles. Zurbarán en tanto, con sus _trabajos de Hércules_, Toledo con sus batallas marÃtimas, Alonso Cano, pintor, escultor y arquitecto de grandes obras y poco afortunada vida, Ribera, el _Españoleto_, Esteban March, Rizzi, los floristas Arellano y Vander Hamen, y otros muchos que fuera ocioso enumerar, se emplean en adornar el Alcázar Regio, el Buen Retiro, los sitios reales del Pardo y Aranjuez y el llamado _La Zarzuela_, y hacen que aquél sea con razón reputado en España por el Siglo de Oro de la pintura. Por último, hablando de las cosas que alcanzaron estÃmulo y esplendor de Felipe IV, es imposible olvidar los juegos de cañas, toros y fiestas caballerescas que tanto alegraron en su tiempo los funerales de la MonarquÃa. No parece sino que para tales ejercicios nació predestinado este PrÃncipe, porque en los regocijos que por su nacimiento se celebraron en Valladolid, hubo ya famosas cañas en las cuales corrieron con los caballeros de la Corte el mismo Felipe III y su privado el duque de Lerma. Hijos tales ejercicios de la antigua galanterÃa española y árabe, fueron ordinarios en tiempo de Carlos V, pocos en los dÃas de Felipe II, raros en los de Felipe III, mas Felipe IV les dió mayor vida que hubiesen tenido nunca. Apenas hubo fiesta en su reinado en que él no corriese cañas por su persona. Corriólas famosÃsimas en 1623 con ocasión de la venida del prÃncipe de Gales en la Plaza Mayor de Madrid: las cuadrillas fueron diez con más de quinientos caballos, gobernándolas el Conde-Duque y Monterrey, el marqués de Villafranca y los principales señores de la Corte; el lujo fué increÃble y la destreza y gallardÃa del PrÃncipe muy celebrada. Corriólas también el Rey en 1636 con diez y seis cuadrillas de á doce caballeros, donde rompió él por su persona tres lanzas. El casamiento de la infanta Doña MarÃa con el Rey de HungrÃa; la elección de éste como Rey de romanos; el nacimiento del prÃncipe D. Baltasar Carlos, y otros tales sucesos, dieron ocasión á fiestas de toros y cañas de gran magnificencia, donde el Rey lució igualmente su bizarrÃa. En las del nacimiento de D. Baltasar fueron los caballeros sesenta, contándose el mismo Rey, con número inmenso de músicos y escuderos. La edad y los pesares del Rey también trajeron esto, como todo, á decadencia en sus últimos dÃas. [Ilustración] [Ilustración] LIBRO NOVENO SUMARIO Carácter de Doña Mariana de Austria y del Padre Nithard; elevación de éste y primeras desavenencias con D. Juan.--Proyectos ambiciosos de Luis XIV; acomete á Flandes y toma muchas plazas.--Paces con Portugal.--Preparativos de guerra y donativos; pérdida del Franco Condado y paz de Aquisgrán, donde se recupera.--Ordénase á D. Juan que pase al gobierno de Flandes; muerte de Malladas; niégase D. Juan á ir á Flandes; quÃtale la Reina el gobierno; dispónese prenderle en Consuegra; su fuga á Cataluña; división de la Corte y de la nación en dos partidos; dirÃgese en armas D. Juan desde Barcelona á Madrid; preparativos de resistencia; llegada de don Juan á Torrejón de Ardoz; cede al fin la Reina desterrando al Padre Nithard.--Nuevos disgustos entre la Reina y D. Juan; el Regimiento de la Guardia; niégase D. Juan á deshacer sus fuerzas; nómbranle Vicario de los reinos de Aragón; intentos de D. Juan.--Principios de la privanza de Valenzuela; desórdenes de los Guardias de la Reina; gobierna Valenzuela la MonarquÃa; desastres en América; nueva guerra con Francia; imposibilidad de sostenerla; el Rey llega á su mayor edad y llama á D. Juan al Gobierno; destierro de Valenzuela y de la Reina.--Sucesos de la guerra.--Flandes; batalla de Seneff; pérdida del Franco Condado: Ayre, Condé, Valenciennes, Cambray, Gante é Iprés, rendidas al enemigo; batalla de Mons.--Cataluña; inteligencias en la parte de Rosellón; hazañas de los miqueletes y ventajas del duque de San Germán; combate glorioso del Tech; batalla de Maurellás; heroÃsmo de los miqueletes; gloriosa defensa de Gerona; el capitán Boneu; combate de Vilanadal; pérdida de Puigcerdá.--Sicilia; insurrección contra el Virrey en Mesina; dase esta ciudad á Francia; combate naval; viene Ruyter con la Armada holandesa en nuestra ayuda; combates navales y muerte de Ruyter; abandonan los franceses á Mesina; paz vergonzosa de Nimega.--Gobierno de D. Juan de Austria; su descrédito; casamiento del Rey; muerte de D. Juan. ERA la reina gobernadora Doña Mariana de Austria, Princesa de poco talento, pero imperiosa y terca sobre manera: de suerte, que todo lÃmite opuesto á su voluntad le parecÃa estrecho; cruel en sus iras y orgullosa; poco amante de los españoles, á quienes miró siempre como extranjeros, al paso que profesaba ciego cariño á su casa y á su familia. No temÃa los sucesos, por peligrosos que fueran, cuando los miraba de lejos, y sólo al sentir sobre ella el golpe, decaÃa de aliento. Devota, aunque no tanto que por serlo se olvidase de que era mujer, ni cifrase todas sus dichas en el cielo. Sedienta de oro, no tanto por el que necesitaba para sÃ, como por el que derramaba sin tasa entre su familia y sus favorecidos, tuvo también aquella mujer la desgracia de no saber suplir los talentos que á ella la faltaron, rodeándose de quien los tuviese grandes. Asà se vió que los más de sus Ministros y favoritos eran menos capaces que ella de dirigir las cosas del Gobierno. El primero, que fué el Padre Juan Evérard ó Everardo Nithard, de la CompañÃa de Jesús, habÃa sido confesor suyo desde los primeros años, y en tal concepto vino acompañándola á Madrid. Jamás caracteres más parecidos han podido reunirse que el del confesor y la Reina. TenÃa aquél solo más astucia, como que le hacÃa más falta en lo humilde de su condición para los altos fines que ambicionaba; pero en lo demás era imperioso y terco como la Reina, como ella crédulo y fanático y enemigo de tener compañeros en el poder é influjo. No bien murió su marido, se propuso la Reina dar entrada en la Junta formada en el testamento para asistirla en todas las cosas del Gobierno, al confesor Nithard. Favoreció la casualidad su propósito; porque veinte horas después del fallecimiento del Rey faltó también el cardenal Sandoval, Arzobispo de Toledo, con lo cual quedó en la junta un puesto vacante. Aguardaba todo el mundo con curiosidad la provisión de empleo tan alto, cuando la Reina, llamando al cardenal D. Pascual de Aragón, que como Inquisidor general era de los miembros de la Junta, le ordenó que aceptase el Arzobispado de Toledo, dejando su antiguo empleo. Resistióse el de Aragón como era natural, porque en aquellos tiempos no habÃa ya cargo alguno en la nación que pudiera compararse con el suyo; pero la Reina le obligó á consentir en ello, nombrando en seguida al Padre Nithard Inquisidor general, y como tal, miembro nato de la junta. Por muy prevista que estuviese la privanza del confesor, causó el suceso profundo y general disgusto. Señalóse entre los que murmuraban de la elevación insólita del jesuÃta, el bastardo prÃncipe D. Juan de Austria, que era quien más desfavorecido se hallaba con el nuevo orden de cosas. Enemigo de Doña Mariana de Austria casi desde el punto en que ella puso el pie en España, acusándola, de sus derrotas primero, y luego más quejoso de ella por su destierro, envidioso desde entonces porque con sus gracias hubiese cautivado al Rey á punto de fiar de ella más que de él, quitándole la privanza que tenÃa por segura y aun enajenándole su amor, de suerte que ni quiso verle en la hora de la muerte, resentido porque ni el Rey en esta última hora, ni luego la Reina misma, quisieron concederle el tÃtulo de Infante, que aunque bastardo pretendÃa, teniendo en menos la aptitud de la Reina, y despreciando al confesor, de cuya virtud públicamente se burlaba, y cuyos principios escarnecÃa, y á la par de esto, más rico en ambición que en mérito, pensando que á hombre como él estaba reservado sólo el salvar en tan difÃciles circunstancias la MonarquÃa, y que era desconocer la grandeza de su capacidad el que donde estaba para gobernar, otros gobernasen, y más un teatino y una mujer, cuando claramente se necesitaba un gran soldado, y él por tal se tenÃa, D. Juan no debÃa ver con paciencia los sucesos. Y por lo mismo, si él era quien más hostilizaba á la Reina y al confesor, también era la persona contra quien el confesor y la Reina estaban más enconados. Esperaban éstos una ocasión en que echarle de la corte con honroso pretexto, cuando el mismo D. Juan, anticipándose, se salió de Madrid cierto dÃa y se retiró á Consuegra, donde antes habÃa estado retirado, residencia ordinaria de los grandes priores de Castilla en la Orden de San Juan, cuya dignidad poseÃa. Publicaba que después de haber presidido en el consejo secreto de su padre, no podÃa tolerar compañero tan inferior en los consejos y determinaciones como el Padre Nithard. No contentó á éste ni á la Reina la retirada, recelando con razón que la hacÃa para conspirar mejor contra ellos. Lo que deseaban era echarle lejos y de suerte que no tuviera por qué querellarse. Y no tardó en ofrecerse pretexto para esto, por cierto bien desgraciado. La guerra con Portugal continuaba, aunque reducida á robos, correrÃas y desolaciones de una y otra parte, sin que hubiese aquà ni allà ejército que emprendiese operaciones formales. HabÃa querido hacer la paz la Reina gobernadora no bien murió Felipe IV; pero los Consejos del reino con laudable impulso de patriotismo se negaron á ello, no queriendo renunciar al derecho que asiste á España de ser una, ya que por entonces faltase el poder de ejecutarlo. Meditábase aún levantar tropas y buscar dinero con que avivar de nuevo las hostilidades: dinero era lo principal, porque se veÃa á la poca gente que por allà tenÃamos salir á robar por los caminos y por las calles de nuestras mismas poblaciones para sustentarse. Pero no hubo tiempo para atender á esta guerra: acontecimientos gravÃsimos lo estorbaron. Luis XIV andaba buscando ocasión desde la muerte del rey Felipe para aprovecharse de la debilidad del Gobierno y de la impotencia de la nación, despojándonos á mansalva de los dominios que nos quedaban todavÃa. Un leguleyo, por nombre Duhan, natural de Turena, habÃa descubierto, revolviendo y compulsando antiguos libros, que en el estado de Bravante habÃa vigente una ley, la cual disponÃa que siempre que un poseedor pasase á segundas nupcias, hubiese de reservar los bienes patrimoniales para los hijos del primer matrimonio. No necesitó más Luis XIV, y extendiendo al punto un manifiesto donde pretendÃa probar que aquella ley civil debÃa considerarse como ley polÃtica, exigió que España le entregase por su mujer MarÃa Teresa, única sucesora que habÃa quedado del primer matrimonio de Felipe IV, el Bravante y cualquiera otro paÃs donde tal derecho de reserva hubiese. Rechazó, como era natural, Doña Mariana de Austria la pretensión y el manifiesto del francés; y aun refutólo victoriosamente el doctor D. Francisco Ramos del Manzano con sólidas y eruditas razones. Pero ni la negativa de la Reina, ni las buenas razones del jurisconsulto Manzano pudieron apartar al rey Luis de su propósito. Concertó una alianza con Portugal para que nos entretuviese en nuestra frontera, á fin de que no pudiésemos asistir á Flandes con alguna ayuda, concentró numerosas tropas en las dos provincias más próximas á los PaÃses Bajos, preparó vÃveres y municiones, y ajustó tratados con los PrÃncipes alemanes confinantes para que no dejasen pasar por su territorio los socorros que pudiera ó quisiera enviar el Emperador; y en seguida, juntando la fuerza con la pretensión (1667), entró sin más justificación y declaración de guerra en los PaÃses Bajos con hasta cincuenta mil soldados, ejército poderosÃsimo para aquella edad, puesto que hasta entonces no hubiera sido costumbre usarlos tan numerosos. Cómo estuviesen los PaÃses Bajos para resistir tal invasión, da pena recordarlo. Gobernábalos á la sazón el marqués de Castel-Rodrigo, Don Francisco de Moura, ilustre portugués que habÃa seguido la parte de España, y en largas experiencias y servicios tenÃa dadas pruebas de su lealtad. No bien vió amenazadas sus provincias, escribió á la Reina una carta donde la decÃa: «Que mientras Francia hacÃa tan grandes preparativos de su parte, todo era desnudez y falta de recursos en Flandes; que tenÃa necesidad de los soldados españoles é italianos, y hasta tiempo para mejorar algo las cosas; que habÃa abastecido en lo posible á Namur, Charlemont y Charleroy, alentando los abatidos ánimos; pero que no por eso podÃan contarse por seguras tan importantes plazas, puesto que continuaban haciendo falta provisiones, y los doscientos mil escudos, que era la sólida cantidad que habÃa recibido en dos meses, no bastaban para cubrir la centésima parte de las urgencias; que si los franceses entraban como se decÃa aquella primavera, no veÃa cómo habÃan de salvarse las plazas sino era de milagro, y que bien pudiera darse una provincia, con tal de evitar entonces el rompimiento.» No logró el buen Marqués que la Corte atendiese á nada de esto, y cuando entró Luis XIV en persona en los PaÃses Bajos, se halló para resistirle con algunos miles de hombres desorganizados y hechos á vivir de limosna en los caminos reales, sin vÃveres, ni artillerÃa, ni capitanes. No hay que culpar de nada al marqués de Castel-Rodrigo; él hizo cuanto se podÃa hacer en tales circunstancias. Voló las fortificaciones de muchas plazas por no tener soldados con que guarnecerlas, entre ellas á Armentieres, Condé y San Gillain: quiso hacer lo mismo con Charleroy, donde tenÃa á medio acabar grandes obras de fortificación; pero no llegó á tiempo de lograrlo. El Monarca francés en persona tomó esta ciudad é hizo acabar las fortificaciones. Jamás se ha hecho una campaña más ventajosa ni más ponderada que la que éste hizo en aquella ocasión; pero tampoco se ha hecho menos honrosa. Pobre serÃa la reputación de las armas de Francia, si hubiera de formarse con tales hazañas como entonces hicieron: pasear con cincuenta mil hombres y formidables trenes de artillerÃa un paÃs indefenso, tomar plazas voladas ya ó desmanteladas, sin vÃveres ni guarniciones, era cosa que cualquier Monarca hubiera hecho aún sin llamarse, como Luis, _el Grande_, y que la nación menos esforzada de Europa hubiera sabido llevar á cabo. Mientras el rey Luis fortaleció á Charleroy, el mariscal D'Aumont con diez mil hombres tomó á Bergues, y á Furnes, valerosamente defendida, á pesar de todo, por su gobernador D. Juan Toledo. Luego el propio Rey, continuando su paseo militar, entró en Ath sin resistencia, y con poca en Tournay y D'Aumont se apoderó de Courtray, Oudenarde y Alost. Douay ofreció ya á Luis alguna resistencia, y dió tiempo á que se acabase de aprovisionar á Lila, que era la plaza inmediatamente amenazada. El conde Croy, capitán flamenco de nombre, entró en ella con buena guarnición, y se dispuso á sostenerla hasta el último punto. No tardó en sitiarla el Monarca francés con todo su ejército, levantando formidables baterÃas: la defensa fué como se esperaba; pero al cabo de diez y ocho dÃas de trinchera abierta, aportillados los muros por todas partes, fué preciso capitular. En tanto el de Castel-Rodrigo habÃa levantado algunos regimientos alemanes y otros de naturales, con los cuales, que sumarÃan seis mil hombres, envió al conde de MarsÃn al socorro de la plaza. Llegó tarde aquella gente; pero aun cuando hubiera llegado antes, era harto exiguo su número para que pudiese obrar cosa de provecho. No bien supo Luis que venÃa acercándose á su campo, deseando hacer un simulacro de batalla, y volver á ParÃs con la gloria de haber arrollado, á diez contra uno, nuestras banderas, envió numerosas tropas á su encuentro. Retiróse el de MarsÃn en buen orden; pero los franceses cerca del canal de Brujas alcanzaron su retaguardia, la cual no obstante lo desigualÃsimo del número, se defendió tan bien, que con pérdida de ochocientos hombres mató más de mil á los enemigos. Sin embargo, fué arrollada, que era lo que Luis XIV querÃa. Asà acabó la campaña. Sorprendida con ella nuestra Corte, dejóla comenzar y acabarse sin acertar á poner algún remedio. Lo primero que se discurrió fué hacer las paces con Portugal, atendiendo á que mantener la guerra en ambas fronteras contra tan pujantes enemigos era imposible. Y si semejante paz, que rompÃa para muchos siglos al menos nuestra unidad, pudiera ser en alguna ocasión por necesaria disculpable, en esta lo era. Sin embargo, fuera mejor aún abandonar ó vender toda Flandes con tal de sostener aquà la guerra, que no dejar de hacerla aquà para sostenerla en defensa de aquellas provincias. Mas el honor nacional, vilmente insultado por Luis XIV, excitaba de una parte el deseo justo de la venganza, y de otra, como la guerra con Portugal habÃa sido tan desgraciada, todo el mundo suspiraba por la paz en Castilla. Opusiéronse todavÃa alguna cosa los Consejos y Ministros á quien se consultó; pero al cabo cedieron, y por medio de aquel marqués de Heliche y del Carpio, prisionero en Lisboa desde la batalla de Villaviciosa, se entablaron las negociaciones; y siendo mediador y fiador el Rey de Inglaterra, se ajustaron las paces al empezar Febrero de 1668. En ellas se acordó restituir á Portugal las plazas que durante la guerra habÃan recobrado las armas del rey Católico, y al Católico las que durante la guerra le tomaron las de Portugal, con todos sus términos, quedando las plazas con la artillerÃa que tenÃan cuando se ocuparon, y los moradores libres para ausentarse ó quedarse, como mejor les conviniera; declarando que en tal restitución de plazas no entrase la de Ceuta, con la cual habÃa de quedarse el rey Católico, por ciertas razones que se consideraban, y fueron sin duda el notar que ésta no habÃa dejado de estar un momento bajo nuestro dominio, y que por su voluntad se habÃa unido á nuestra corona, no reconociendo nunca al de Braganza. Restableciéronse todas las cosas del comercio y tráfico al punto que tenÃan cuando murió el rey D. Sebastián, y se devolvieron de ambas partes los bienes confiscados. Entonces, libre nuestra Corte por este lado, volvió toda su atención á Francia. Imaginóse un préstamo que podÃan hacer las personas pudientes del reino, mil de ellas á mil ducados, y otras á mil quinientos; mas este préstamo no llegó á ejecutarse. Lográronse sólo ciertos donativos de personas particulares, con que se reunieron algunos miles de escudos que enviar á Flandes. PermitÃase, á pesar de la guerra que el Embajador francés, que era el Arzobispo de Embrún, permaneciese en Madrid y espiase nuestras acciones, cosa que de mucho antes venÃa sucediendo, á punto, como en otra ocasión hemos dicho, que más se sabÃan en ParÃs que en Madrid mismo nuestras flaquezas. De este Embajador quedan despachos sobre el tal donativo, donde se dan curiosos detalles: señalóse el viejo marqués de Mortara, dando, á pesar de los apuros de su casa, no de las más ricas, mil patacones; el Almirante de Castilla también contribuyó con mil pistolas, los Consejeros de Castilla cedieron la mitad de sus emolumentos de un año, y el conde de Peñaranda, el Arzobispo de Toledo, el cardenal duque de Montalto y otros grandes contribuyeron de la propia manera. Impúsose un tributo sobre los carruajes y las mulas; rebajóse un quince por ciento más á la deuda de juros reales; no hubo cosa en que no se pensara por sacar dinero, hasta el apoderarse de la plata que venÃa de América para los particulares, consejo de que se culpó en lo sucesivo á D. Juan de Austria, y no se llevó á efecto. Al propio tiempo se mandó al duque de Osuna, Virrey á la sazón de Cataluña, que hiciese una diversión en el territorio francés: juntó éste un pequeño ejército, y con él, no hizo más que entrar en algunos lugares abiertos de la frontera y amenazar á Bellegarde. Pero en el Ãnterin Inglaterra, Holanda, Suecia, y además varios PrÃncipes alemanes, alarmados con las ventajas obtenidas con Luis XIV en Flandes, ajustaron un tratado por el cual se comprometieron á arreglar las diferencias de España y Francia, obligando á ceder por las armas á cualquiera de estas Potencias que se empeñase en continuar la guerra. Comenzaron por proponer la suspensión de armas, y el Rey de Francia se avino á conceder una tregua de tres meses; pero fué acabada la campaña de 1667, y cuando el invierno dificultaba las operaciones militares; de modo que el marqués de Castel-Rodrigo hubo de contestar, según se cuenta, que ya no necesitaba de más treguas que las que la estación habÃa naturalmente de ofrecerle. Esto bastó para que Luis XIV, queriendo hacer un nuevo alarde de poderÃo y aparentar que desafiaba las estaciones, resolviera la conquista del Franco Condado en medio del invierno. Esta provincia, enteramente desguarnecida y abandonada casi por nuestra Corte, estaba separada de Flandes por la Borgoña y la Lorena; de suerte que el marqués de Castel-Rodrigo no podÃa acudir á ella, y por lo mismo en cualquier estación su conquista era obra de algunos dÃas. Sin duda el de Castel-Rodrigo no pensó más que en sus provincias de Flandes al despreciar la tregua en invierno, á causa de que el Franco Condado, después de la paz de los Pirineos, habÃa vuelto al estado de neutralidad en que siempre se habÃa mantenido; y ahora, después de rota la guerra, continuaba el tratado de neutralidad, y seguÃa pagando por él la provincia cierto canon al Rey de Francia. Aquella dificultad de defenderla aislada en mitad de Francia hacÃa tal neutralidad y tributo indispensable, y explica cómo fué esto reconocido en tiempo del mismo Felipe II. Mas resuelto ya Luis XIV á no respetar la neutralidad, y no contento con la dificultad de la defensa y las facilidades que de por sà ofrecÃa la conquista, hizo cuanto pudo para hacer aquélla más difÃcil, y más fácil ésta. Vergüenza da de algunas de las precauciones que tomó, y asombran en un PrÃncipe que aspiraba á la gloria militar, en una nación que pretendÃa ser ya la primera en las armas, y en un hecho que ha sido considerado como heroico por la vanidad francesa. Ingenieros disfrazados entraron primero en la provincia y examinaron sus fortificaciones y defensa; luego que hubo ya conocimiento de todo, se empezaron á acopiar municiones en las fronteras, enviándolas empaquetadas á manera de mercaderÃas y objetos de tráfico; por último, pretextando que marchaban á defender á Cataluña del duque de Osuna, se reunieron hasta diez y ocho mil hombres en las provincias limÃtrofes, entre tanto que daba Luis XIV las mayores seguridades al Franco Condado de que respetarÃa su neutralidad, y su Embajador en Suiza negociaba con los de aquella provincia la continuación del tratado. Cuando tuvo ya á punto las cosas, se quitó de repente la máscara, y el PrÃncipe de Condé se arrojó sobre Dole, la ciudad más importante del Franco Condado. Tomóla en cuatro dÃas, á pesar del esfuerzo con que la defendieron algunos españoles que allà habÃa; la capital de Besanzon, Salins y sus fuertes sin soldados ni municiones, también se entregaron al punto; el marqués de Jenne, Gobernador de la provincia por España, no pudo hacer nada en su defensa, y Luis XIV vino en persona á asistir á aquel mezquino triunfo. Cray, donde se encerró el marqués de Jenne, se sostuvo más, pero sin fruto: y los lÃricos franceses cantaron con vanidad harto fundada, que catorce dÃas le habÃan bastado al _gran Rey_ para conquistar el Franco Condado, luchando con nuestras armas y con el rigor del invierno. Más y más alarmadas las naciones aliadas, con el propósito de la paz, redoblaron sus instancias; celebróse un congreso en Aquisgrán, y allà se estipuló que Luis XIV conservarÃa todas las once plazas que habÃa conquistado en Flandes, devolviendo sólo el Franco Condado: errado y torpe concierto de nuestra parte, pues más que nada nos convenÃa ceder el Franco Condado, imposible de conservar como acababa de demostrarse. Pero todo pareció preferible á continuar entonces la guerra, y se enviaron órdenes precisas al marqués de Castel-Rodrigo para que no esquivara ningún género de condiciones, Y en seguida se continuaron con más actividad que antes los preparativos para la defensa de Flandes, sospechando que el francés no tardarÃa en ponerse de nuevo en campaña debajo de un pretexto cualquiera. Este socorro de Flandes, antes y después de las paces, fué el pretexto de que se valió la Reina para alejar á D. Juan de Austria. No era D. Juan más diestro que el marqués de Castel-Rodrigo, ni más celoso; pero como él era el Gobernador y Capitán general de aquellos estados por nombramiento de muchos años antes, confirmado en el testamento del Rey, siéndolo no más que interinamente Castel-Rodrigo; como era grande el peligro y grande la confianza que ponÃan en él algunos, esperando de su mano victorias, y á otros parecÃa conveniente que en tales circunstancias hubiese en Flandes hombre de su representación, nadie extrañó que la Reina le ordenase pasar allá con el socorro. Ni él mismo osó negarse abiertamente á la obediencia. Pero no se sometió sin hacer del confesor y de la orden de la Reina sangriento escarnio. Porque habiéndose presentado delante de la Junta de gobierno, donde como individuo de ella asistÃa el Padre Nithard, antes de aceptar el encargo es fama que dijo estas palabras: «¿Por qué no enviáis á Flandes al reverendo confesor, que, puesto que tan santo es, no dejará el cielo de concederle victorias de franceses? ¿No basta el lugar en que está para persuadirse de los milagros que sabe hacer?» Y replicándole el confesor que su profesión no era la milicia, contestó más enojado: «Como esas, Padre, le vemos hacer cada dÃa cosas bien ajenas de su estado.» Disimuló el confesor, y partió D. Juan á Galicia, en cuyos puertos habÃa de hacerse el embarco; llegó desde Cádiz para ejecutarlo D. Fernando Carrillo con ocho naves de guerra apresuradamente aparejadas; enviáronse hasta novecientos mil escudos de plata, que fué todo lo que se pudo recoger, en los galeones que acababan de arribar felizmente, y de la gente empleada contra Portugal en Galicia, y nuevas levas allà hechas, hasta nueve mil soldados. Todo estaba ya á punto, y sin embargo D. Juan no partÃa. Pretextó que no se le enviaban todos los caudales que se le habÃan ofrecido, hasta que se le completaron. Satisfecho en esto, alegó luego que una armada francesa de treinta y seis navÃos y seis brulotes estaba en las costas de Galicia, dispuesta á cerrarle el camino, lo cual, como cierto que era el fundamento, á nadie causó sorpresa. Hasta pretendieron los franceses quemar nuestra pequeña armada dentro de la rÃa de Vigo, y sin duda lo consiguieran á no ser por la prudencia del almirante D. Fernando Carrillo, que desembarcando la artillerÃa de las naves, coronando con ella las riberas, y poniendo á la defensa de la boca de la rÃa algunas lanchas bien guarnecidas de mosqueterÃa, impidió el que los brulotes ó navÃos de fuego lograsen entrar y cumplir su intento. Con tal suceso halló medio D. Juan para dificultar más su salida, viendo tan prevenidos á los franceses; y para que no se le acusase de dilatar el socorro, de Flandes fué enviando allá en fragatas y otras naves menores á la deshilada el caudal y soldados, consiguiendo que llegasen sin daño á su destino. Pero en esto, hechas las paces, cesó el motivo de temer que le cerrase el camino la armada francesa; y sin embargo, no por eso se apresuró á poner por obra las órdenes que tenÃa. Lo que hizo fué avivar el fuego de la conspiración que indudablemente estaba urdiendo para no salir de España y alzarse con el Gobierno. No tardaron la Reina y su privado en sospechar lo que sucedÃa; y fuera verdadero temor, fuera pretexto para cargarse de razón contra D. Juan, comenzaron á manifestar recelo de que pretendiese, no ya gobernar el reino en nombre del joven Rey, sino usurparle la corona. Procuraron buscar el hilo de sus tramas, y empezaron á ejercer rigores. Habiendo corrido en la corte el rumor de que iba á bajarse de nuevo la moneda, subieron los precios de todo, y muchos se negaron á vender sus géneros, comenzándose á padecer la misma hambre y escaseces que siempre que tal alteración se ejecutaba. Túvose por cierto haber dado origen á ello el duque de Pastrana y del Infantado, D. Gregorio de Silva, con haberse anticipado á cobrar su renta, y fué desterrado rigurosamente de la corte y condenado á pagar gruesa multa, suponiéndole en connivencia con D. Juan de Austria, y causando alarmas de propósito para favorecer sus planes. Bien que no tardaron en remitÃrsele al de Pastrana ambas penas. Pocos dÃas después de estos sucesos, que alborotaron algo á la corte, tuvo lugar la retirada del conde de Castrillo de la presidencia del Consejo de Castilla, más escandalosa por lo mismo que hubo más misterios. Después de una larga conferencia con la Reina se retiró el Conde, sin que entonces pudiera saberse el motivo: fué que el de Castrillo tampoco llevaba á bien la privanza y gobierno del confesor, y que la Reina dió en juzgarle á él más afecto á D. Juan de Austria que no á su persona. Vino á recaer la plaza en D. Diego Sarmiento Valladares, Obispo de Plasencia, grande amigo del Padre Everardo: nuevo motivo de murmuración y alarma. Por último, llevó á último punto el escándalo un sangriento suceso. Prendió cierto dÃa un alcalde de Corte á D. José de Malladas, hidalgo aragonés muy del cariño de D. Juan, que se hallaba en la corte, y dos horas después se le dió garrote en la cárcel, en virtud de orden escrita de mano de la propia Reina, sin que el Presidente de Castilla defendiese los fueros de Castilla de tal modo hollados, ni pudiera saber nadie el delito que hubiese cometido aquel hombre. Hoy es y todavÃa no está averiguada la causa cierta que pudo impulsar á la Reina á ordenar con tan horrible procedimiento aquella muerte; sospéchase que fué porque era el Malladas, alma de la conjuración de D. Juan, y aun no faltan razones para creer que la Reina vió en él con verdad ó sin ella á la persona encargada de asesinar á su confesor. Da cierto valor á tales sospechas la cólera con que recibió don Juan en Galicia la ejecución de Malladas, dado que no era tanto su buen corazón que pueda atribuirse á piedad sola. Representó al punto que no podÃa pasar á Flandes, y admitió la dimisión la Reina; pero al admitirla envió un Decreto á todos los Consejos, manifestando que no teniendo por bastante la causa de salud que habÃa alegado para determinación tan intempestiva y de tan gran perjuicio al Estado, le ordenaba que sin llegar en distancia de veinte leguas á la corte pasara á Consuegra y allà se detuviese, quitándole la propiedad del Gobierno y generalato de Flandes. Esparcióse este Decreto de la Reina por toda la corte; y D. Juan, más encolerizado, desde Consuegra apresuró sus intrigas para apoderarse por fuerza del Gobierno; esto al menos se sospecha de los sucesos. Llegó cierto dÃa á Palacio un capitán solicitando hablar á la Reina; hablóla por largo rato, y tales cosas debió comunicarla, que fué preso D. Bernardo Patiño, hermano del Secretario de D. Juan, ocupándosele los papeles y comenzando á formársele proceso. Nadie dudó ya de que el hilo de la conspiración de D. Juan estuviese en poder de la Reina, y más cuando al dÃa siguiente se vió salir de Madrid para Consuegra con órdenes reservadas al marqués de Salinas, capitán de la Guardia Española, acompañado de cincuenta hombres escogidos, dándose por cierto que aquellas órdenes reservadas eran de llevarle preso á una fortaleza. Pero cuando llegó el de Salinas á Consuegra no encontró más que una carta de D. Juan á la Reina diciéndola, «que el motivo verdadero que tuvo para no pasar á Flandes, fué el querer apartar de su lado y del Gobierno aquella fiera de confesor tan indigna del lugar sagrado que ocupaba, y que esto pensaba ejecutarlo sin escándalo ni más violencia que la precisa, sin tocarle á la vida, aunque según su conciencia y lo que toda razón pedÃa, debÃa quitársela por las causas comunes del bien de la Corona y particulares suyas y conforme á lo que le habÃan aconsejado y aun instado grandÃsimos teólogos.» Amenazaba también tomar satisfacción hasta del menor daño que se hiciese á sus parciales, compadeciendo con lastimosas palabras la suerte de Malladas á quien apedillaba inocente, y á su sentencia, horrible y nefanda tiranÃa. Con noticia, sin duda, de lo que pasaba en Madrid, habÃase salido D. Juan la noche antes de Consuegra acompañado de hasta sesenta hombres armados, entre sus criados y algunos parciales, encaminándose por despoblados á Aragón, y desde allÃ, disfrazado, á Barcelona. Recibióle esta ciudad con muestras de amor, porque fué estimada su conducta cuando allà estuvo, y el verlo perseguido del jesuÃta Nithard, allà muy aborrecido, aumentó el amor con que le miraban, de modo que toda la nobleza y pueblo se puso de su parte. Gobernaba el Principado el duque de Osuna, el cual, no atreviéndose á ir contra la general opinión, le festejó bastante; pero en su particular pidió instrucciones á la Corte. Ordenóla éste acaso que se apoderase de don Juan; pero él, viéndolo tan amado del pueblo, no osó emprender cosa que podÃa levantar en armas toda la provincia. Sólo la sospecha que hubo de que iba á embarcársele un dÃa para sacarle fuera del reino por fuerza, causó en Barcelona viva alarma. Desde la torre de Lledó, donde estaba aposentado, escribió D. Juan á la Reina exigiendo ya sin empacho alguno el destierro de Nithard; y los magistrados de Barcelona y la Diputación y cabildo la escribieron también intercediendo por el PrÃncipe. No era mujer la Reina que asà cediese de sus empeños: consultó al Consejo de Castilla sobre el castigo que podrÃa imponerse á D. Juan, remitiéndole los papeles hallados en casa de Patiño, que eran poco importantes, excepto uno que contenÃa un horóscopo hecho al PrÃncipe en Flandes y que al parecer le señalaba más alta dignidad que la que tenÃa; y contestó que el único medio de que se arreglasen las diferencias, era que D. Juan volviese á Consuegra ó se acercase á la corte, bajo seguro de que su persona serÃa respetada. No se descuidó en tanto el jesuÃta Nithard, y sostenido por los de su hábito que tomaron como propia su causa, publicó un manifiesto, justificando su conducta y acusando la de D. Juan, al paso que otras manos inferiores llenaban la corte y la nación de libelos y sátiras contra éste, procurando de todos modos deshonrarlo. Replicaron de todos modos los amigos de D. Juan, y se empeñó una polémica vivÃsima en hojas subrepticiamente impresas, toleradas las unas, perseguidas las otras por la Reina y su Gobierno. Ya á este tiempo la Corte estaba dividida en dos partidos: hasta las damas de la Reina, unas se llamaban _everardas_ y _austriacas_ otras. La nación, cansada de favoritos como tan afligida de ellos, al nombre tal que llevaba el Padre Nithard no podÃa menos de desear el triunfo de D. Juan de Austria. PreferÃase también naturalmente el gobierno de un soldado al de un fraile, que puesto que la devoción fuese mucha, no era tanta que hubiese de desconocerse la inconveniencia de tal género de ministro. Pero la especie de indiferencia en que habÃan caÃdo los ánimos españoles, el fatalismo cristiano que la exageración del principio religioso habÃa traÃdo aquella conformidad con las desgracias, aquella especie de respeto á los males que se creÃan originados del cielo, el hábito antiguo de obediencia á la autoridad, y de ciego culto al Trono, y la costumbre de no discutir ó juzgar sobre tales materias, hicieron que lo más de la nación, y en particular los reinos de Castilla, permaneciesen mudos en sus opiniones. Escribió D. Juan desde Barcelona sendas cartas á las ciudades de voto en Cortes, representándoles los motivos de su conducta; y de ellas hubo algunas que suplicaron á la Reina que oyese bien la pretensión del PrÃncipe echando de España al Padre Everardo; mas el mayor número enviaron á la Reina las cartas que habÃan recibido vendiendo la fineza de que ni siquiera se habÃan permitido leerlas. No estaban asà los reinos de la Corona de Aragón: mientras que Barcelona se esforzaba en dar muestras de amor á D. Juan lo mismo que toda Cataluña, en Zaragoza se hacÃan también en su favor grandes demostraciones. Y de todas suertes harto más ventajosa era la situación de don Juan que la de la Reina, claramente favorecido de unas provincias, tácitamente deseado de otras, mientras ella, aunque dentro de la corte hallase quien defendiera á su favorito, apenas tenÃa en el resto de la nación quien no le aborreciese. InsistÃa la Reina en que D. Juan volviese á Consuegra; negábase éste, alegando que allà no se contaba por seguro de las traiciones del confesor, y asà estuvieron muchos dÃas yendo y viniendo cartas de una á otra parte. Por fin D. Juan, bien aconsejado de sus amigos de la corte, conociendo la flaqueza del partido contrario que en Madrid mismo donde tenÃa su fuerza apenas podÃa igualarse con el suyo, se determinó de repente á tener por bastante el seguro de la Reina y á acceder á su solicitud, acercándose, no ya á Consuegra, sino á las mismas puertas de la capital. Púsolo por obra, con gran satisfacción al principio de la Reina y de los de su partido; pero aguóse sobre manera al saber que con pretexto de venir escoltado y con el decoro que le correspondÃa, habÃa sacado de Cataluña tres buenas compañÃas de caballos, prestándose á ello por no chocar con el poder que ya aparecÃa como vencedor, el duque de Osuna. Ofreciéronse muchos miqueletes á acompañarle; pero D. Juan no quiso por entonces admitirlos; que si no, trajera un ejército consigo. Ni fué esto lo peor, sino que orillas del Llobregat y del Segre, los pueblos catalanes tan exagerados en sus sentimientos, salieron á saludar á D. Juan, llenándole de aclamaciones, y no bien pasó el Cinca comenzaron á traerle en triunfo los aragoneses hasta el Ebro y Zaragoza. TenÃa ya puesto la Reina por Virrey en esta ciudad al conde de Aranda, uno de sus mayores parciales y grande enemigo de D. Juan de Austria, á fin de asegurarse de ella y del reino; y envió órdenes estrechas para que al paso de éste no se hiciese demostración alguna de regocijo. Pero la Diputación del reino, á cuya cabeza estaba el Obispo de AlbarracÃn, alegando sus fueros y derechos, se negó á cumplir la orden y salió á recibir solemnemente á D. Juan. Salió también inmensa muchedumbre victoreándole y aclamándole, aunque D. Juan por excusar un conflicto escribió al Virrey y á la ciudad rogando que se le dejase pasar como incógnito sin demostración alguna. Hubo á la par desórdenes. Quiso el pueblo furioso contra el Virrey quemar su casa y también la del Arzobispo que pasaba por afecto á la Reina: algunos magistrados fueron detenidos por las turbas y obligados á gritar ¡viva D. Juan! y ¡muera el Padre Everardo!, y los jesuÃtas, acusados de defender la causa de su hermano el confesor, no pudieron andar por las calles, so pena de correr grave peligro. Por último, algunos estudiantes y otra gente osada, hicieron un maniquà de paja, vistiéndolo á manera de jesuÃta, y con demostraciones de escarnio lo condujeron á las puertas de la casa de la CompañÃa; allÃ, forzando con amenazas al Rector de ella á que se presentase en los balcones, en su presencia lo arrojaron á una hoguera. Siguiendo D. Juan su camino á Madrid sin detenerse un momento, ni querer más escolta, aunque ya á esta sazón llevaba además de las tres compañÃas de caballos, doscientos buenos infantes, llegó sin tropiezo á Torrejón de Ardoz. AllÃ, puesta su gente á punto de guerra, comunicó á la capital su llegada. En ésta, en tanto, todo era confusión y ruido. No bien supo la Reina el acompañamiento que D. Juan traÃa consigo, se preparó á la defensa, ayudándola el P. Everardo y los jesuÃtas poderosamente: hÃzose El Pardo cuartel de doscientos buenos caballos traÃdos de las provincias limÃtrofes, y las compañÃas de infanterÃa que habÃa repartidas en los Carabancheles, Toledo y Segovia, recibieron orden de acercarse á la Corte. Al propio tiempo convocó la Reina á todos los Grandes parciales suyos, y éstos á todos sus allegados; alistáronse secretamente compañÃas de soldados licenciados ó reformados; compráronse caballos para montarlos; nombróse General de las fuerzas al marqués de Peñalva, de los portugueses afectos á España y de los mayores amigos del Padre Everardo, y hasta se quiso sacar el pendón real y levantar en armas la villa, todo, en fin, como si hubiera un ejército á las puertas de la capital. Eran los principales que ayudaban y seguÃan á la Reina en este empeño, además del Peñalva, el Presidente del Consejo de Castilla, D. Diego Sarmiento, el marqués de Aytona, D. Ramón Guillén de Moncada, y el Almirante de Castilla D. Juan Gaspar EnrÃquez de Cabrera. Pero los amigos de D. Juan, que eran más y más poderosos, el duque de Pastrana y del Infantado, el conde de Castrillo, el famoso marqués del Carpio y Heliche D. Gaspar de Haro y Guzmán, el duque de Alba, el de Maqueda, el conde de Frijiliana y otros, no se descuidaron por su parte. Lograron estos que el Consejo de Estado y el de Aragón, consultados por la Reina, declarasen que, en su concepto, lo que correspondÃa era «que el Padre Everardo saliese al punto de España». El de Castilla, consultado también, se dividió en pareceres. Pasaron luego los de los tres Consejos á la Junta grande, que asà se llamaba la de Gobierno, y ésta, con asistencia del Arzobispo de Toledo, el Presidente de Castilla, el Vicecanciller de Aragón, el conde de Peñaranda y el marqués de Aytona, y, en presencia de la Reina misma, opinó, por tres votos contra dos, que saliese el confesor del reino. Oyó la Reina, disgustada ya con la contrariedad de los Consejos, profundamente irritada, este fallo, y cuando todos esperaban que cediese, se contentó con declarar «que no hallaba razón para que el Padre Everardo saliese». Ya en esto, con la llegada de D. Juan á Torrejón de Ardoz y su amenazador continente, con los dictámenes de los Consejos y de la Junta magna que se hicieron públicos, y las intrigas de los enemigos del confesor y de la Reina, habÃa pasado la corte, de la confusión y el ruido, al alboroto y la alarma. Los preparativos de defensa de la Reina, aunque muy ruidosos, eran tan exiguos que no bastaban para resistir á D. Juan, y éste podÃa estar seguro de llegar á la corte con su reducido número de soldados y entrar sin dificultad. Esto dió valor á Pastrana y á Heliche para pedir una audiencia á la Reina, á fin de manifestarla el estado de las cosas. No quiso oirlos ella; pero no se retiraron sin decir antes á su secretario en el despacho universal, don Blasco de Loyola, cuán á pique estaba de perderse, si no tomaba resolución en que saliese luego el Padre Nithard, añadiendo «que, de no hacerlo Su Majestad, tendrÃan que ponerlo ellos en ejecución, para evitar el daño que amenazaba». Tan insolente demanda fué seguida de otro hecho no menos osado. Fueron los mismos Pastrana y Heliche al lugar donde se reunÃa la Junta de gobierno; hablaron ante ella sin más permiso que el que á sà propios se dieron, y autorizando sus palabras con los gritos de la muchedumbre, que llenaba ya calles y plazas, vitoreando á D. Juan y amenazando al confesor de muerte, convencieron á todos los señores de que extendiesen el decreto expulsando á éste de la corte dentro de tres horas y luego del reino, enviándolo á rubricar á la Reina. No tuvo ya valor para resistir la Reina (1669), y firmó el decreto con apariencia de buen semblante, protestando hipócritamente que no querÃa más que el mejor servicio de Dios en todas las ocasiones. Salió, con efecto, el confesor, aunque honrado con el tÃtulo de Embajador extraordinario en Roma, dándole á escoger entre este puesto y la embajada de Alemania; y debió al celo del Arzobispo de Toledo, que lo sacó en su coche hasta Fuencarral, que no le hiciese pedazos el pueblo. Luego el Nuncio de Su Santidad, que habÃa tenido mucha parte en todos estos sucesos, inclinándose más á la parte de D. Juan, que no á la del jesuÃta, fué á ver al PrÃncipe á Torrejón de Ardoz, donde ya habÃa estado de antemano á visitarle, y acabó de calmar á éste aparentemente, aunque bien pronto se tocó el desengaño. Asà terminó pacÃficamente aquella primera revolución que tan amenazadora se presentó en un principio. Quedó en ella la autoridad real, que era, al cabo, lo único que quedaba incólume en España, humillada y escarnecida; quedó la Reina madre sin decoro á los pies de un bastardo ambicioso y rebelde y de unos cuantos Grandes más envidiosos que amantes de su patria; quedó el poder del Gobierno vencido por tres compañÃas de caballos y dos de infantes, que apenas sumarÃan quinientos soldados. Perdió mucho, en fin, el Gobierno en aquellas circunstancias, y, en cambio, la nación no alcanzó ventaja alguna. ¡Ejemplo notable para los Reyes y para los Gobiernos! Jamás en nación bien gobernada pudiera un bastardo rebelde con unos cuantos cómplices y algunos centenares de soldados traer á tan miserable situación á la Reina; pero como España aborrecÃa su Gobierno, como sus torpezas y su inhabilidad la hacÃan merecedora de tal aborrecimiento, ¿qué abnegación no necesitaban los ciudadanos para tomar su defensa? ¿Qué imposible no era que en tal trance quisieran ellos salvarla? D. Juan no tenÃa tÃtulos para pedir lo que pedÃa, ni para hacer lo que hacÃa contra la Reina y sus favoritos; pero ella no debÃa tampoco abusar en provecho de éstos y de su familia del poder que tenÃa; y ya que la nación no se decidiese á tomar la venganza por sus manos, miraba con razón friamente que espiase sus faltas á manos de sus enemigos. ¡Pero triste venganza de la nación era esta, que si castigaba las faltas del Gobierno pasado, no remediaba ninguno de sus males! Los sucesos mostraron pronto que las naciones no deben contentarse con sustituir personas á personas, ni con asistir á tales revoluciones y venganzas, sino que deben por sà mismas defender sus derechos y procurar sus beneficios. No fué la salida del confesor Everardo más que la primera jornada de una comedia que debÃa pasar por hartas peripecias todavÃa. HabÃa cedido la Reina atemorizada; pero como terca á la par que tÃmida, aumentó si era posible su odio á D. Juan, determinada más que nunca á humillarle, mientras éste con la pasada victoria se hacÃa más imperioso y exigente que antes. Negó la Reina á D. Juan el permiso que la pidió para venir á la corte, ordenándole que se mantuviese á algunas leguas de distancia. Al propio tiempo le mandó que despidiese á la gente armada que habÃa traÃdo consigo. Ofendióse D. Juan de ambas demandas, y en lugar de avenirse á ellas, exigió de la Reina que nombrase una Junta de los mayores, más experimentados y celosos Ministros, donde se tratase de aminorar los tributos, de repartirlos por igual entre los vasallos, de hacer economÃas en la Hacienda, distribuir bien los empleos, reformar la milicia, y reparar la administración de justicia poco estimada. Y al propio tiempo que proveyese los puestos de confesor é Inquisidor general, que aún tenÃa á su nombre el Padre Nithard, en personas naturales de estos reinos, y que no se mezclasen en negocios polÃticos; que separase de la Presidencia de Castilla al Obispo de Plasencia por ser tan su enemigo, y que, de no separarle, le impidiese tomar parte en los negocios que á él le tocasen, lo mismo que al marqués de Aytona, que también se habÃa señalado mucho en contra de su persona. Con estas pretensiones tenÃa D. Juan las de que se pusiese en libertad al hermano de su secretario Patiño, que estaba preso todavÃa; que se despojase al Padre Nithard de todos sus puestos y honores, y que á él se le continuasen los tÃtulos y propiedad del Gobierno de Flandes, que por no haber ido allá le habÃa quitado la Reina. Esto escribÃa D. Juan en Guadalajara, adonde desde Torrejón se habÃa retirado; y la Reina, en lugar de ceder á ninguna de tales exigencias, redobló las suyas y se dispuso á hacer más eficaz que antes la resistencia. Nombró la Junta que pedÃa D. Juan con el nombre de _Junta de Alivios_, á fin de que no creyese el pueblo que descuidaban sus intereses; negoció astutamente con D. Juan para entretenerle; y en el entre tanto, ordenó la formación de una coronelia ó regimiento, imaginada ya antes de la salida del confesor, que al mando del marqués de Aytona, y con el nombre de _Guarda de la Reina_, debÃa atender á su defensa, á la par que enviaba órdenes á Ciudad Real y Galicia para que los soldados que allà quedaban del ejército de Portugal se acercasen á la corte. Luego mandó de improviso á Guadalajara al general de la caballerÃa D. Diego Correa, para que si no licenciaba D. Juan al punto su caballerÃa, diese orden á los capitanes de que se apartasen de él, so pena de desleales é inobedientes. No atendieron los capitanes á las amenazas de D. Diego; y D. Juan, lejos de licenciar su escolta, comenzó á reforzarla con algunos miqueletes catalanes y gente que acudÃa á su servicio. Pero al propio tiempo el regimiento de la Guarda se formaba á toda prisa, y el marqués de Aytona, su Coronel, ofrecÃa mantener con él en respeto á D. Juan y á la Corte. Entraron á mandar las compañÃas jóvenes de las mejores casas, deseando lucir en Madrid y á vista de las damas sus arreos y bizarrÃa; el conde de Melgar, luego Almirante de Castilla, el de Fuensalida, el de Cartageneta, luego duque de Montalto, el marqués de Jarandilla, el de las Navas, el duque de Abrantes y otros caballeros particulares: llenáronse con sargentos y cabos viejos y no pocos soldados veteranos; mas para completarlas pronto se admitió en ellas á toda la chusma y gente de vida airada que quiso acudir de diversas partes de España; y se las señaló cuartel en el barrio de San Francisco, uniformándolas y armándolas con todo esmero. Representó la villa de Madrid contra la formación de este regimiento con libertad notable, manifestando en veinte proposiciones los perjuicios que habÃan de originarse, y lo propio el Consejo de Castilla consultó en contra de esto á la Reina. Pero ésta no hizo caso de las reclamaciones de la villa, y ordenó al Consejo que no la hablase más del asunto. à la verdad la Junta grande de Gobierno y el Consejo de la Guerra habÃan dado dictámenes favorables á la formación del regimiento, y en ellos fortalecÃa la Reina su intento. Quejóse D. Juan altamente; mas no recibió otra respuesta sino la de que excusase el escribir y entrometerse tanto en los negocios públicos. El regimiento estaba ya formado; D. Juan se mostraba prevenido; aguardábase de un momento á otro que se remitiese la cuestión á las manos, haciendo campo de batalla las calles de la corte: ya se señalaba el dÃa y la hora en que D. Juan habÃa de caer sobre Madrid, y se proveÃan de vÃveres los vecinos, alarmados, para no salir de sus casas; faltaban en el mercado los mantenimientos, y todo era confusión y espanto, cuando de repente se terminó todo sin venir á las armas. El Nuncio, que andaba también ahora de mediador, logró que D. Juan se contentase con el Virreinato de Aragón y el Vicariato general de los reinos, que dependÃan de aquella Corona, separándose de la Corte (1669) y dejándolo todo como estaba. Rugieron de cólera muchos de los partidarios de don Juan al saber su sumisión, y que por tal empleo hubiese abandonado á su partido, que ya nada menos deseaba sino apartar de los negocios á la Reina; y el pueblo de Madrid, que con la formación del regimiento de la Guardia se habÃa puesto todo de su parte, esperando su llegada por momentos para tomar las armas, rompió en altas quejas y murmuraciones contra el PrÃncipe que asà lo abandonaba. Y cierto que la resolución de D. Juan debÃa parecer extraña al común de sus partidarios, porque ni el empleo que se le daba era de tal honor que pudiera juzgársele por él seducido, ni de hombre de tan altas pretensiones podÃa sospecharse que la humildad lo hubiese tocado en el alma. Pero contemplando bien los sucesos, parece acertada su conducta. La corta edad del rey D. Carlos y su natural enfermizo, que le traÃan siempre á las puertas del sepulcro, llamaban ya por entonces la atención de todo el mundo; el mismo Luis XIV habÃa empezado á poner en duda la validez de la renuncia de su mujer Doña MarÃa Teresa á la Corona de España; y en Alemania, donde la casa imperial se juzgaba con derecho á suceder en ella, y en otras Cortes de Europa tratábase ya de este asunto y de las probabilidades de una guerra de sucesión. No debÃa ser por cierto D. Juan quien menos cuenta tuviese con tales probabilidades: la Reina y el confesor le habÃan acusado de querer usurpar la Corona al Rey; pero esto no parece probable. Porque si la nación dejaba de buena voluntad insultar á la Gobernadora, no habrÃa dejado de seguro atacar al Rey niño, cuya tierna edad movÃa en su favor la antigua generosidad española; y porque el mismo D. Juan, que apenas habÃa podido, sobre todo en los últimos dÃas, hacer rostro á la Reina, no habÃa de imaginar que semejante empresa le fuera posible. Lo probable es que D. Juan aspirase á ocupar el Trono el dÃa en que falleciese su sobrino. Un astrólogo de Flandes le habÃa predicho que llegarÃa á tener cetro en sus manos; predicción que, hallada entre los papeles del hermano de su secretario Patiño, sirvió no poco á la Reina para acusarle de rebeldes intentos; y es evidente que tan difÃcil como se ofrecÃa la empresa de destronar á Carlos II, tanto era difÃcil la de sucederle, viniendo á disputarse la Corona los extranjeros. Dados tales intentos y circunstancias, nada más ventajoso para D. Juan que el Vicariato general de los reinos de Aragón que se le daba: amábanle ya aquellos pueblos, y estaban muy declarados en su servicio, y su natural independiente y duro, su valor y constancia le aseguraban en todo evento, que podrÃa fundar allà un Trono, y ya que no traer á su obediencia el resto de España, sostenerse en él contra todo género de enemigos. Pudiérase creer, aun para esto, preferible el apoderarse del gobierno de toda la MonarquÃa; pero no sin error ciertamente. Porque en primer lugar, en Castilla andaba muy dividida en dictámenes la nobleza; y si tal se mostraba cuando D. Juan no pretendÃa más que sustituir en el Gobierno á la Reina, al verle en el Trono pudiera contarse seguido de pocos, combatido de muchos, sin apoyo cierto en aquella clase, por su riqueza, tan importante aún en el Estado. Luego no parecÃa conveniente comenzar empeñando una batalla en las calles de Madrid, y llenándolas de sangre y odios para venir un dÃa á ocupar la Corona y defenderla contra los extranjeros. Y tal batalla no podÃa menos de empeñarse y de ser dudosa, porque el marqués de Aytona con su regimiento, y el Almirante de Castilla y los enemigos de D. Juan con las tropas que habÃan llegado á la corte, estaban resueltos á sostenerse hasta el último punto, siendo tal la terquedad de la Reina, que se disponÃa á salir en el trance por las calles con el Rey niño en los brazos alentando á los suyos y desconcertando á los contrarios. Para vencer tal resistencia necesitaba D. Juan valerse del pueblo de Madrid, movido ya, según dice un anónimo contemporáneo, «en inteligencia de que era menester hacer pedazos toda esta campana rota de MonarquÃa para que volviese en nueva fundición á cobrar su antiguo sonido»; pueblo compuesto en no poca parte de vagamundos hambrientos y extranjeros, sin amor al Rey ni interés en el bien de España, de cuya gente podÃan temerse en la ocasión los mayores escándalos y desórdenes, lo cual pondrÃa en contra del partido de D. Juan al clero, á los ricos y á todos los Grandes y nobles, que serÃan naturalmente los perjudicados. Por último, aun llegado D. Juan á punto de desempeñar el Gobierno, desterrada ó metida la Reina en un convento, como acaso se pensaba, si venÃa á morir el Rey niño; ¿qué pretexto tan horrible no hallarÃa para cebarse en él la calumnia, y cuán dañoso no serÃa el entrar á disputar un trono á Rey extranjero con la sospecha de haber envenenado al Rey propio? Tales consideraciones obraron sin duda en el ánimo de D. Juan, puesto que las publicaron algunos de sus más allegados amigos, para persuadirle á aceptar el empleo que se le ofrecÃa. No dejaron también de censurar los parciales de la Reina el que hubiese dado á D. Juan tal empleo, principalmente los que temÃan que quisiera alzarse en vida del Rey con la Corona, diciendo que era ponerle en la mano los medios para que, ya que no lograse el todo, dividiese, en su provecho, la MonarquÃa, quedándose con aquellos reinos de Aragón, por tan débiles lazos unidos aún con Castilla. Ni falta razón para decir que, con efecto, fué aquello en la Reina imprudencia notable, y que, á ser menores los intentos de D. Juan y á contentarse, desde luego, con ser Rey de una parte de España, hubiera producido quizás lastimosos frutos. Mas quiso la Providencia que ni lo acertado de la conducta de D. Juan ni lo imprudente de la conducta de la Reina fueran de consecuencia alguna en adelante, que tal sabe y suele burlar todos los propósitos humanos. Al propio tiempo que llegaba á Zaragoza D. Juan comenzaba á declararse la privanza de D. Fernando de Valenzuela, hombre de pocos años, de algún talento, de conversación graciosa y amena, audaz, de hermosa figura y, para aquel tiempo, donde esto era todavÃa de estimación, dotado de una gran cualidad, que era ser poeta tierno, amoroso y dulce, muy dado á las preciosidades y sutilezas del culteranismo lÃrico y dramático no despreciable. Era natural de Ronda, donde se le tenÃa por hidalgo; vino á Madrid, á buscar fortuna, á tiempo que, hallándose el duque del Infantado de partida para Roma, á ocupar el puesto de Embajador, pudo conseguir que le tomase por su criado. Sirvióle bien, y á su vuelta el Duque le premió con lograrle un hábito de Santiago; pero muerto de allà á poco su protector, se halló desvalido y en lastimosa pobreza. Entonces discurrió introducirse con alguna de las personas que tenÃan parte en el Gobierno, y sabiendo que el Padre Nithard, acobardado con las amenazas de don Juan y de sus partidarios, andaba buscando personas de brÃos que le resguardasen y acompañasen, se ofreció á ello con gran decisión y rendimiento. De tales principios llegó á encaramarse tanto en la confianza del Padre Everardo, que acabó por hacérsele necesario, y éste, porque más le sirviese, le dió entrada en Palacio mismo, siendo allà su Ministro y mensajero. No tardó Valenzuela en aprovechar diestramente sus idas y venidas á Palacio; valióse de su buena gracia para enamorar á una camarista llamada Doña MarÃa Eugenia de Uceda, en quien tenÃa puesto su afecto la Reina. Casóse con ella, y para favorecer tal matrimonio, le hizo la Reina caballerizo suyo, creciendo desde este punto de hora en hora su grandeza. Sirviéronle los apuros en que puso á la Reina y al confesor la llegada de D. Juan á Torrejón de Ardoz para mostrar su fidelidad y aptitud, y cuando salió desterrado el Padre Everardo, fué la persona con quien éste comunicaba las cosas que querÃa que supiese la Reina. Dióse en esto tanta traza, que la Reina, que en los primeros dÃas que siguieron á la salida del confesor no querÃa oir ni consultar á nadie sobre sus asuntos, necesitando, al fin, un confidente, puso en él los ojos. HabÃala llamado ya la atención, no sólo por las noticias favorables que de él tenÃa y por los servicios que la habÃa hecho, sino por ciertas comedias suyas que se habÃan representado en Palacio, y á las cuales habÃa ella asistido con las damas y las personas más allegadas de la Corte, mostrándose todos muy complacidos. Parecióle, por sus talentos y gracia, el más á propósito para enterarle de las cosas que pasaban en Madrid; de lo que se intentaba ó murmuraba contra ella, y para aconsejarse en sus determinaciones, mucho más siendo él por quien se comunicaba todavÃa con el Padre Everardo. Dió parte de este intento á Doña MarÃa Eugenia, la cual, pensando más en lo que habÃa de ganar su ambición que en lo que podÃa perder con aquel trato su cariño conyugal, la oyó con regocijo y facilitó el que á las altas horas de la noche entrase su marido en el aposento real. Pronto Valenzuela se hizo en él más necesario aún que se hubiese hecho el Padre Everardo. Las primeras conferencias las tuvieron Valenzuela y la Reina delante de Doña MarÃa Eugenia. Pero no consta que siempre se observase lo mismo. Ignoró el pueblo de Madrid, por algún tiempo, esta privanza. Notábase que la Reina, que no hablaba ni consultaba con nadie, estaba enterada de todo, hasta de los menores detalles de las cosas; que sabÃa los secretos y las conversaciones más recónditas; y como se ignoraba quién fuese el confidente, le designaban con el nombre de Duende de Palacio. Mas como eran tantos ojos á ver y observar, tampoco tardaron mucho en averiguar la fortuna del Valenzuela, produciendo, desde los principios, grande escándalo. Con esto y con las intrigas de los partidarios de D. Juan y el disgusto del pueblo por la formación del regimiento de la Guarda de la Reina, quedó Madrid, después de la ida del PrÃncipe á Zaragoza, tan revuelto, poco más ó menos, como antes. Forjaron algunos de los descontentos, para alarmar al pueblo, un decreto que suponÃan firmado por la Reina gobernadora, en el cual se ordenaba registrar todas las armas ofensivas y defensivas, prohibiendo su uso por tiempo limitado; y esto solo, estuvo en poco que no produjese un conflicto, porque el uso de las espadas y broqueles sobre todo era tan general, que no habÃa ciudadano alto ó bajo que no se sintiese perjudicado y resuelto á resistir la orden. Desvanecida esta alarma, comenzaron á originarlas no menores las fechorÃas que cometÃan los soldados de la guardia por todas partes. Andaba tal la hacienda, que á pesar de todo el cuidado que se puso en asistirla, faltaron desde los primeros meses las asistencias. No se necesitó de más para que se repitiesen en Madrid aquellas lastimosas escenas de los dÃas de Felipe IV, poco antes de la caÃda del Conde-Duque. El reposo en que habÃa estado el reino por algunos años habÃa favorecido á las justicias para corregir los desórdenes y castigar á los malvados; al calor de las turbaciones engendráronse de nuevo criminales y crÃmenes sin cuento, y unos y otros con la formación del regimiento de la Guardia vinieron á compendiarse en Madrid. Bien habÃan previsto esto la villa y el Consejo en sus representaciones; pero la Reina no oyó nada, aguijada del deseo de asegurarse contra don Juan; y ahora los naturales comenzaban á recoger de tal determinación amargos frutos. Viéronse casos espantosos en pocos dÃas. Dos de los soldados, yendo á robar unos melonares, mataron al dueño de él, que era el ventero de Alcorcón, y saquearon la venta. Salieron Ministros de Madrid á averiguar el suceso, y tropezando con otros del regimiento que ya habÃa allÃ, se trabaron de palabras, y viniendo á las manos pelearon justicia contra justicia, hasta que los de la militar con los soldados obligaron á sus contrarios á encerrarse en la venta, y allà les pusieron cerco determinados á no dejar uno á vida. Pudieron los sitiados avisar á Carabanchel, de donde salieron en su socorro la hermandad del lugar y de otros comarcanos, y como también á los soldados les hubiesen venido de refuerzo no pocos de sus compañeros, se dió en aquellos campos una batalla donde, fueron muchos los muertos y heridos de ambas partes, retirándose al cabo los soldados, muy inferiores en número á sus contrarios. Juraron aquellos vengarse de los de Carabanchel, y una noche se acercaron algunos al lugar con propósito de robar; pero también tuvieron poca ventura, porque salieron los vecinos á ellos, mataron dos y trajeron tres prisioneros á la cárcel de la corte. Entonces irritados al último punto los soldados, se juntaron hasta en número de cincuenta, y con todo arreo y ordenanza militar fueron á talar y quemar los panes del pueblo. Estaba este ya aparejado á la defensa, cerradas las bocas calles, sin más que un portillo por donde se entrase, con cuerpo de guardia constante. No bien sus espÃas les avisaron el propósito y número de los soldados, los lugareños salieron á su encuentro, no pareciéndoles número desproporcionado á sus fuerzas, y pelearon con ellos tan valerosamente, que mataron hasta doce, retirándose los demás escarmentados. Tales sucesos merecen ser recordados, porque de ellos se infiere cómo andarÃan en Madrid las cosas de gobierno, cuando á sus puertas se verificaban sin remedio ni espanto. Lo más eficaz que se le ocurrió al marqués de Aytona para corregir á sus soldados, fué encerrarlos en el barrio de San Francisco, desocupando todas las casas y prohibiéndoles de noche la salida. Otros arbitrios que dió eran triviales é inútiles, ya que aquel no fuese en todo de ejecución posible. Pasó la Reina su dictamen al Consejo de Castilla, y éste aprovechándose de la ocasión, la representó con gran libertad y firmeza, que no habÃa más remedio sino echar al regimiento de la corte, diciendo que «la principal obligación de los Reyes es castigar los delitos, carga de muy gran peso, pero estrechÃsima, porque pasó á los Reyes con la traslación que hicieron los pueblos.» Asà las disputas y discusiones iban poco á poco encendiendo los espÃritus y haciendo brotar las doctrinas más liberales de entre las cenizas á que la Inquisición las habÃa reducido. Poco después el mismo Consejo hizo una descripción de los excesos del regimiento, verdaderamente horrible: «Son los testigos más vecinos, decÃa, las quejas universales que dan los caminantes y tragineros de lo que á las entradas de Madrid les sucede, quitándoles lo que traen, y á los que no tienen los maltratan ó matan, dejándoles desnudos. Los frutos de las viñas los han talado. Las huertas las han destruÃdo; del ganado que se apacentaba en prados en contorno de esta villa, han quitado muchas cabezas y tratado mal á los pastores; las casas de los hombres de negocios, depositarios y asentistas, no se ven libres de tientos y papeles en que les piden socorros con amenazas; pocas personas se escapan de las peticiones que les hacen los soldados á tÃtulo de la necesidad que padecen.» Y la evidencia de estos daños era tal, que la Junta grande de Gobierno y el Consejo de la Guerra que habÃan opinado por que se formase el regimiento, ahora aconsejaron también á la Reina que lo echase de Madrid. Era el marqués de Aytona, D. Ramón Guillén de Moncada que lo mandaba, hombre devoto y de honradas costumbres, pero no poco ambicioso y de carácter firme y terco, y por estas cualidades irreconciliable enemigo de D. Juan, de quien estaba ofendido, y de todos los suyos. SabÃa y deploraba los desórdenes del regimiento; buscaba y proponÃa de buena fe maneras de remediarlo; pero no consentÃa ni en salirse con su regimiento de Madrid, ni en oprimir tanto á sus soldados que llegasen los ciudadanos á encimárseles tratándolos sin temor. Su objeto era el mismo que tan desastrosamente llevaban á cabo sus soldados, el dominar y espantar á Madrid por la parcialidad que habÃa mostrado hacia don Juan. Lo único que le desagradaba era la forma, porque él hubiera apetecido que se llevara á cabo sin muertes, robos ni injusticias; cosa imposible en verdad y que demuestra que tampoco eran grandes los talentos de Aytona. Aun quiso éste que sus soldados en todo se distinguiesen de los ciudadanos y demás soldados, á fin de que conservasen más su espÃritu de cuerpo, la unión entre sà y la enemistad contra todos los otros, y para ellos les dió un traje particular que se llamó chamberga, según unos, porque era el mismo que usaban los soldados de Schoemberg, según otros porque los traÃa cierto Mr. de Chavaget que vino á servir á España y estuvo en el ejército de Portugal. De aquà vino el llamarse aquel regimiento de la chamberga ó chambergos; y chambergos por un lado y golillas por otro, que asà llamaban ellos á los cortesanos, continuaron revolviendo á Madrid, hasta que muerto Aytona y trocadas las circunstancias, pasó el regimiento al ejército de Cataluña, cuando las cosas de la guerra lo hicieron allà necesario. Pero ya por este tiempo la atención pública que estaba distraÃda antes con la chamberga, se encaminaba á otros objetos. El principal era la privanza de Valenzuela. HabÃa llegado esta en breve espacio á sus últimos términos. Nombróle la Reina su primer caballerizo, y el marqués de Castel-Rodrigo, que vuelto del Gobierno de Flandes, donde le habÃa sucedido el Condestable de Castilla, desempeñaba el cargo de Caballerizo mayor, escandalizado porque ni siquiera se hubiese consultado con él, representó á la Reina sobre la cortedad de los tÃtulos del favorecido: ella entonces, para remediar el mal, lo hizo conde de San Bartolomé de Pinares. No habÃa aún la Corte acabado de murmurar sobre esta gracia, cuando muerto el de Castel-Rodrigo, que fué á poco, cargado de años y servicios, pretendiendo su empleo de Caballerizo mayor casi todos los Grandes de España, fué preferido á todos el nuevo conde de San Bartolomé de Pinares. Y como se murmurase más que antes, naturalmente, para que no hubiese ocasión de olvidar tal ejercicio, salió á poco en favor del mismo Valenzuela el nombramiento de grande de España de primera clase. Sobraban ya motivos para que la envidia y la emulación por una parte, y por otra la honradez y la virtud, se declarasen contra Valenzuela, cuando la Reina, impaciente por terminar su obra, lo declaró por su primer Ministro, dado que ocultamente hacÃa ya tiempo que lo era. La ira de los cortesanos y Ministros contra Valenzuela comenzó á endulzarla un tanto en la apariencia el verlo ya árbitro de todas las mercedes y dueño de todo el Gobierno; pero, como suele acontecer, se refugió en lo Ãntimo de los corazones, esperando para estallar mejores tiempos, sin escasear entre tanto ocultamente las sátiras ni las burlas. Cierto dÃa, amaneció puesto cerca de Palacio un retrato de la Reina y Valenzuela: ella la mano sobre el corazón con un letrero que decÃa: «Esto se da», y él la mano sobre las insignias de todos los empleos y dignidades, con letra también que decÃa: «Esto se vende». En tanto, el pueblo clamaba descaradamente contra aquella vergonzosa privanza, y para acallarlo no escaseó sus trazas Valenzuela. Tomó de tal suerte sus medidas, que cuando en Madrid andaban escasos los mantenimientos, ahora durante su Ministerio se hallaban siempre abundantes en los mercados; resucitó los regocijos del tiempo del Conde-Duque; de suerte que Madrid ardÃa en fiestas continuamente, corridas de toros, mascaradas y comedias, donde Candamo y SolÃs y algún otro ingenio, de los pocos que habÃa dejado tras sà Felipe IV, alcanzaban altos aplausos; y acometió obras de mucha importancia para ocupar á los ociosos y adornar á la corte, siendo una de ellas el terminar la reedificación de la Plaza Mayor de Madrid, que tenÃa un ángulo por tierra desde el último incendio, y otra el puente de Toledo, y otra, á lo que se cree, el arco de Palacio. Pero como la vanidad es una misma en todos los tiempos, deseoso Valenzuela de hacer más y más pública su fortuna, comenzó á lucir en las fiestas divisas muy parecidas á aquélla que tan cara le costó al conde de Villamediana; una de ellas decÃa, _yo solo tengo licencia_, y otra, _á mà solo es permitido_. Ambas de grande escándalo: públicamente se escarnecÃan á la Reina y al favorito, y quien más los adulaba y obedecÃa, más se ocupaba en difamarlos. Los más altos los despreciaban personalmente, aunque no osaban oponerse á su poder; los más bajos los aborrecÃan, aunque se aprovechasen de sus larguezas y pareciesen contentos con el pan y los espectáculos que se les ofrecÃan, como á aquellos viles ciudadanos de la Roma imperial. Y asà quieto D. Juan, la nobleza expectante, tranquilo el pueblo porque no le aquejaban escaseces ni grandes desdichas, fueron pasando los primeros meses de la privanza de Valenzuela. Pero pronto su inexperiencia para gobernar la MonarquÃa y los sucesos mismos vinieron reciamente á combatirle, dando fuerza á sus naturales y encubiertos enemigos para derribarle. Si D. Juan estaba quieto, era por conveniencia propia, pero sin dejar de atender por eso ni él ni sus partidarios á satisfacer las venganzas de lo pasado y preparar las cosas futuras; bien se vió lo primero con el suceso del Padre Nithard, en Roma. Andaba éste allà harto desairado, y con temores de que á instancia de D. Juan, que las hacÃa muy grandes, se le despojase de todos sus tÃtulos, cuando habiendo vacado algunos capelos, y tratándose de dar uno de ellos á España, escribió la Reina á S. S. secretamente, suplicándole que honrase con él á su antiguo confesor, sin reparar en que el Consejo de Castilla habÃa ya propuesto oficialmente las personas que lo merecÃan. Mas se tenÃa ya tan poca cuenta con los deseos de la Reina, que el marqués de San Román, nuestro Embajador en Roma, en vez de apoyarlos como debÃa, hizo que el Papa, lejos de honrar con un capelo al Padre Nithard, le obligase á renunciar sus cargos. Sintió mucho este desaire la Reina, y como el nuevo favorito Valenzuela era amigo del confesor, continuó esforzándose en conseguir que se mejorase su suerte. Logrólo al fin, haciendo que tres años después de su salida de España se le nombrase Arzobispo de Edessa, y Cardenal con el tÃtulo de San Bartolomé de Isola, y dejándole ya bien acomodado, ni la Reina pensó más en él, ni él se ocupó más en las cosas de España. Pero es indecible lo que D. Juan se afanó durante todos estos años para evitar que su antiguo enemigo obtuviese la púrpura, sin desarmarle la humildad con que éste se le ofreció en su nuevo estado. Al propio tiempo que atendÃa á esto, atendÃa también D. Juan al estado de la salud del Rey, que tanto le interesaba, porque iba de mal en peor cada dÃa, y corriendo el año de 1670, no bien terminadas las turbulencias, enfermó tan gravemente que se llegó á desesperar de su vida. Entonces, como era natural, redobló sus cuidados para ganarse el amor de los pueblos aragoneses, gobernándolos con algún acierto y justicia, y lisonjeando mucho á la nobleza y al pueblo. Pero el Rey se recobró, aunque continuando en sus achaques, y D. Juan tuvo lugar de fijar de nuevo sus ojos en la corte. Fué á tiempo que los sucesos traÃan ya muy apurados á la Reina y al favorito; porque mientras por acá nos ocupaban tan mezquinas cuestiones, todo era por fuera desconcierto. En Cerdeña, provincia hasta entonces pacÃfica, fué asesinado alevosamente el Virrey, que era el marqués de Camarasa, por unos cuantos nobles conjurados contra él, á causa de haberle atribuÃdo sin razón una muerte, también alevosamente cometida, contra persona principal. Alzáronse en seguida en armas los conjurados, temerosos del castigo; fortificáronse primero en un convento, y luego se embarcaron para el cabo de Sacer, donde se establecieron, y desde allà corrÃan los caminos, obligaban á pagar tributo á las poblaciones, y traÃan muy revuelta la isla, hasta que fué preciso enviar allá á D. Francisco Tuttavilla, Duque ahora de San Germán con alguna tropa, el cual guarneció bien las fortalezas, puso á precio las cabezas de los más culpables, desarmó al resto, y dió orden en todo. También Valencia fué teatro de algunos desórdenes que, afortunadamente, se aplacaron sin gran dificultad. Y entre tanto, los filibusteros ó hermanos de la costa, que á fines del anterior reinado habÃan comenzado á infestar los mares de América, llegaron á causarnos horribles daños; robaban casi todas las flotas y caudales, y uno de sus caudillos, por nombre Morgán, acometió con seiscientos hombres á Portobello, y la saqueó; luego ejecutó lo mismo en la isla de Santa Catalina, y llevó hasta Panamá el terror de su nombre sin que se hallasen bajeles en nuestros mares que pudieran tomar de tales desafueros venganza. Pero lo principal eran las cosas de Flandes. Luis XIV con tal poder militar como hasta entonces no se hubiese conocido en Europa, disponiendo á causa de la unidad que habÃa alcanzado su nación y de lo muy poblada que estaba, de ejércitos tres veces más numerosos que los de sus mayores enemigos, favorecido por la suerte con los mejores generales de su siglo, ciego de orgullo con las ventajas que habÃa alcanzado en sus primeras empresas, sediento de dominación, y estimando en más la conquista de una aldea, que la vida de millares de sus vasallos, despótico, iracundo y aconsejado por Ministros que hacÃan su fortuna mientras él hacÃa como que mandaba ejércitos y ganaba batallas y rendÃa fortalezas, adulado ya por muchos con aquel tÃtulo de Grande que no le cuadraba sino por estar al frente de una nación grande y de grandes capitanes y ejércitos, no reconocÃa freno alguno, y proclamaba audazmente que no habÃa más ley que su voluntad en Europa. Irritado con Holanda porque habÃa detenido el curso de sus conquistas sobre España, coligándose para ello con Inglaterra y Suecia en el año pasado de 1667, no tardó en hallar pretexto para declararle la guerra. Embistióla con tres ejércitos á un tiempo según su costumbre, tan numerosos, que era imposible que los holandeses pudieran disputarle el campo, y para que tampoco pudieran disputarle el mar, donde ellos eran muy poderosos, ajustó una liga ofensiva y defensiva con los ingleses, juntándose ambas armadas para oprimir la holandesa. Pidió auxilio la República al Emperador y á España; pero ni una ni otra potencia se atrevieron á declararse por lo pronto. Gobernaba entonces en Flandes el conde de Monterrey, D. Juan Domingo Zúñiga y Fonseca, hombre de mayores partes que fué su padre, el cual, temeroso de que aquel nublado viniese á caer sobre él, aprestó lo mejor que pudo sus plazas, pidió á la Reina gobernadora socorros, y con los que se le enviaron juntó un ejército de hasta doce mil hombres, que bajo su mando y el del conde de MarsÃn atendiese en todo caso á la resistencia. No habÃa terminado Monterrey sus preparativos, cuando ya los franceses eran dueños de la mayor parte de Holanda. Redobló sus súplicas la república pidiendo auxilios, y el conde de Monterrey, viendo que si Luis XIV acababa de conquistar á Holanda no podrÃa sostenerse Flandes bajo nuestra mano, accedió al fin á ellas, enviando al conde de MarsÃn con seis mil hombres (1672) á que se juntase con el ejército holandés, que al mando del PrÃncipe de Orange sitiaba á Charleroy. No se pudo tomar la plaza, y al año siguiente comenzaron los franceses la campaña, sitiando á Maestrick. Temió perderla el PrÃncipe de Orange, como en efecto sucedió, y volvió á pedir socorro á los españoles; y Monterrey, no consultando más que la conservación de aquellos PaÃses Bajos que tan poca cuenta nos tenÃa, y sin reparar en los peligros á que exponÃa la nación, ni orden aún de la corte, envió refuerzo de tropas numeroso á los holandeses para que intentasen salvar la plaza. Fué esto en vano como decimos, y Luis XIV hizo vivas reclamaciones al Gobierno de la Reina contra esta conducta del conde de Monterrey. Pero ya Holanda habÃa hecho hartas gestiones en Madrid y en Viena, y estaba para firmarse entre las tres potencias una liga ofensiva y defensiva, con que las reclamaciones del Monarca francés no fueron oÃdas. Solicitó éste entonces la neutralidad de España con lisonjeras ofertas, y cierto que nada nos convenÃa tanto en tales circunstancias, aun siendo cierto como era, que de semejante neutralidad habÃa de originarse luego la pérdida de toda Flandes; pero á nuestra Corte habÃan acabado de cegarla las ventajas que ofrecÃa Holanda para concluir la liga, y asà fué que no dió más oÃdos á las ofertas, que hubiese dado á las reclamaciones del francés. Que el conde de Monterrey enviado á gobernar aquellas provincias, con el deseo natural de asegurarlas se inclinase á la liga holandesa, merece alguna excusa, y que en Madrid, donde los menos avisados miraban ya como inevitable la pérdida de los PaÃses Bajos, y como utilÃsimo su abandono, hubiese gobierno que empeñara una guerra por resguardarlos, merece reprobación muy grande. Era comenzarla sin soldados, sin capitanes, sin armas ni tesoros, exponernos á nuevas derrotas y afrentas. Y esto sin contar con la poca fe que debÃa inspirar Holanda, movida entonces de la necesidad á hacernos grandes ofrecimientos; pero que una vez fuera de peligro, habÃa de procurar naturalmente antes que por nosotros por sà propia, como sucedió, y sin tener más en cuenta, cosa también probada en los efectos, que en semejantes alianzas lleva siempre la peor parte el más débil y que nosotros éramos los más débiles entonces. Sólo el agradecimiento de que Holanda hubiera acudido á salvarnos cuando Luis XIV invadió antes nuestros estados de Flandes, pudiera excusar tal socorro y liga, aunque á decir verdad, la paz que entonces obtuvimos por mediación de tal potencia, fué tan á costa nuestra, que poco hubiera de habernos agradecido ella mediación semejante. Pero acaso es lo cierto que el Emperador miraba con miedo á los franceses en las orillas del Rhin, recelando que roto el valladar de Holanda, vinieran á hacerse árbitros de Alemania, y que la reina Doña Mariana tenÃa como siempre más en cuenta los intereses del imperio y de su familia que no los de la nación que gobernaba. Su único Ministro y consejero Valenzuela, contentándose con que le dejase hacer la Reina todas las mercedes y disponer de todas las cosas en España, más pensaba en adular sus gustos, favoreciendo contra el interés propio los intereses del imperio, que no en contrariarlos á riesgo de perder algo en su privanza. Y los mismos Consejos donde más que en ninguna otra parte se conservaba el espÃritu antiguo de la MonarquÃa, no juzgando aún que debieran abandonarse las provincias de Flandes, y no excusando, por ser de antiguo natural la alianza con el Emperador, antes que ofrecer como en otras cosas resistencia, se prestaron de buena voluntad á favorecer las miras de la Reina. TenÃan fija la vista los Consejos en aquella idea de que mientras en Flandes se entretuviesen las armas francesas se libraban de su poder nuestras fronteras; y á la verdad habÃa ahora cierta apariencia de razón, porque abiertas como estaban nuestras fronteras sin plazas ni ejércitos que las defendiesen, despoblado y miserable el paÃs, no parecÃa posible detener hasta Madrid la marcha de los numerosos ejércitos de Luis XIV. Pero se olvidaba el que con mantener tan costosas guerras en Flandes cada dÃa se enflaquecÃa más el reino y quedaba más indefenso; y no se contaba con el patriotismo y el valor de España que habÃa de despertar al ver insultados sus hogares, como se vió luego en estos mismos años de desdicha por la parte de Cataluña. El hecho fué que se ajustó un tratado en El Haya (1673) por el cual Holanda se comprometió á no hacer paz ni treguas con los franceses hasta que hubieran devuelto á España cuanto la habÃan arrebatado desde la paz de los Pirineos, y con esto comprometióse el Emperador á tener siempre sobre el Rhin un ejército de treinta mil hombres, y España á atacar en todas sus fronteras y con todas sus fuerzas á Francia. Rota la guerra en virtud de tales conciertos, sostúvose, como podÃa esperarse, con poco crédito. Aumentáronse con ella los ordinarios apuros de dinero, crecieron las exacciones y todos los males de la guerra, suscitáronse nuevas sublevaciones en el reino como la de Messina; y Valenzuela, sin saber cómo atender á tan graves negocios, se hallaba en los apuros más grandes cuando se vió hecho blanco de las iras de D. Juan y su partido. Sostúvose contra todo mientras duró la regencia de Doña Mariana, acrecentándose en aquella mujer terca el cariño que le tenÃa, á medida que más combatido le miraba; pero en esto venÃase á más andar la época en que habÃa de ser mayor de edad el Rey niño, lo cual debÃa cambiar forzosamente la situación de las cosas. Mostraba ya el rey Carlos II lo que habÃa de ser en adelante. Llamábanle el imbécil, cuando no debÃa llamársele sino el infeliz. La debilidad de su constitución fÃsica, los continuos achaques que ella le ocasionaba, aquel andar siempre alrededor del sepulcro, de manera que parecÃa que Dios no le hubiera concedido el nacer sino para que viese y llorase con sus propios ojos su muerte, habÃan hecho decaer su espÃritu, llenándole de timidez y de preocupaciones, quitándole el valor para resolver por sà mismo lo más pequeño, impidiéndole el estudio, la meditación, el trabajo, y todo aquello, en fin, que podÃa prepararle á desempeñar con tino las obligaciones de su estado. Su vida era un perpetuo gemido, un continuo temor, un doloroso holgar, una impotencia tan grande para los placeres del cuerpo como para los deleites del espÃritu: Rey el más á propósito que pudiera hallarse para completar y sellar la ruina de España, digno, en verdad, de esta MonarquÃa agonizante. Y, sin embargo, á Carlos II no le faltaban tanto como se ha creÃdo ni el entendimiento ni la voluntad: bien comprendÃa el mal y el bien, y querÃa tanto lo uno como aborrecÃa lo otro. Jamás ningún Rey ha amado más á sus vasallos; jamás ninguno ha rogado tanto á Dios por ellos, ni ha llorado tanto sus desdichas; jamás ninguno les ha hecho, por su persona, menos daño, ni ha sido menos digno de aborrecimiento; para Carlos los males de la nación eran unos con los suyos, y, desde que tuvo discernimiento, juntó al de sus dolores fÃsicos el peso de los dolores morales que cada una de las desventuras de la nación le ocasionaba. Detestaba, sin murmurar, á Valenzuela; censuraba, en su conciencia, los escándalos de la madre, y más el poco amor que mostraba á los españoles; amaba á D. Juan, porque no le conocÃa y porque los partidarios de éste, astutamente, le habÃan hecho entender que era bueno y generoso y amigo del bien de España. Con tales sentimientos y con tal Rey no era difÃcil que se preparase la vuelta de D. Juan y la caÃda de sus enemigos: sólo faltaba que llegase el dÃa en que, cumplidos los catorce años, tuviese autoridad para mandar en el reino. Mientras llegaba, D. Juan logró que se le permitiese venir á Madrid en tres distintas ocasiones, con que logró restablecer su partido, allegar nuevos parciales, y prepararlo todo para la ocasión que esperaba; y con el fin de que aun entonces no le faltasen pretextos con que disculpar su enemistad á la Reina, no cesó de dirigirla peticiones y cargos, ya porque no castigaba al conde de Aranda, noble aragonés y antiguo Virrey de aquel reino, que suponÃa que habÃa querido envenenarlo, ya porque no le devolvÃa su plaza en el Consejo de Estado, permitiéndole vivir en Madrid, ya, en fin, por otros motivos que fuera ocioso enumerar y que inventaba á su placer cada dÃa. La reina Doña Mariana, llena de inquietudes y de temores, veÃa acercarse el nublado, sin poder esquivar la tormenta; dÃa y noche pasaba las horas meditando y buscando medios y arbitrios con que resistir á sus adversarios, ó bien derramando de sus ojos, harto fatigados ya, copiosas lágrimas. MovÃala, más que su propia suerte, que al cabo era Reina y madre, la suerte de Valenzuela, que no tenÃa otro apoyo ni otra defensa que su lealtad. Bien veÃa que el destierro, cuando no la muerte, le esperaba. Por más que dÃa y noche revolvÃa en su mente los pensamientos, todos eran ineficaces, todos pequeños para mal tan grande como amenazaba. Fijóse en el propósito de sacar de España á D. Juan ó perderle en la gracia del joven Rey, y, para ello, le designó como la única persona capaz de salvar la Italia, que, abrasada en la sedición Sicilia y amagada Milán de Saboya y Francia, corrÃa peligro de perderse, y aconsejó á su hijo que le nombrase lugarteniente en aquellos estados. Comprendió D. Juan el intento, y aunque el peligro era verdadero, como el patriotismo no era muy grande en su corazón, se determinó á frustrarlo excusando el ir por entonces á Italia, como á Flandes en otro tiempo. Lo que hizo fué valerse de tal tÃtulo y nombramiento de Virrey de Italia para visitar á Barcelona y otras ciudades de su devoción con pretexto de enviar socorro, y para acercarse, por último, á Madrid alrededor del dÃa 6 de Noviembre de 1675, en que el Rey cumplÃa los catorce años. DÃa amargo fué aquel para la reina Doña Mariana. Los Grandes de España y palaciegos del partido de D. Juan habÃan persuadido secretamente al joven Rey de que la primera determinación que tomase fuera la de nombrar á D. Juan su primer Ministro, encargándole de todas las cosas del Gobierno. Entre los regocijos de la corte por aquel suceso iba ya á firmarse el decreto que esperaba D. Juan en el palacio del Buen Retiro, adonde ya habÃa llegado, cuando la Reina, enterada del caso, llena de desesperación, corrió al punto á buscar á su hijo, consiguió hablarle á solas, le rogó, le suplicó, y tanto hizo y tantas lágrimas derramó, que logró rendir al flaco Rey y le arrancó una orden separando á don Juan de la lugartenencia de Italia, con orden verbal de que se alejase al punto de la corte y volviera á residir en Zaragoza. Asà permanecieron durante un año las cosas, gobernando, como antes, la Reina y Valenzuela en nombre de Carlos; pero D. Juan y sus partidarios no descansaron un punto hasta urdir una nueva trama, que tuvo harto mejor éxito que la pasada. Vuelto á persuadir el Rey de que era necesario llamar á D. Juan al Gobierno, le aconsejaron que una noche saliese de Palacio y se fuese al Retiro, dejando orden á las puertas de que por ningún motivo permitiesen salir á la Reina. Ya en el Retiro el Rey, rodeado de personas afectas todas á D. Juan, sin querer abrir las cartas que al saber el suceso le escribió desde Palacio la Reina, expidió el decreto nombrando á su hermano, D. Juan de Austria, que no excusaba darle tal tÃtulo, á que le asistiese y tomase sobre sus hombros (1676) el grave peso de la Corona. AsÃ, al cabo de tantos años de vanos esfuerzos, logró D. Juan vencer á la Reina y obtener el Gobierno que deseaba. Dióselo Dios por pocos años, y con menos fortuna, encerrando en el sepulcro las esperanzas más altas que tenÃa, si las tuvo como se cree. Pero ya es tiempo de que veamos qué tal se mostraba con nosotros la fortuna en la guerra empeñada en 1673. Era Flandes escuela antigua de nuestras armas, donde con mejor ó peor fortuna habÃan sido siempre respetables; obramos ahora solamente á modo de auxiliares, de suerte que no alcanzamos reputación alguna, bien que pérdidas sà las tuviésemos, y muy dolorosas. Fué mengua el reconocer por Capitán General de los ejércitos coligados al PrÃncipe de Orange, «statouder» de Holanda, rebelde vasallo de nuestra Corona, poniendo á sus órdenes las viejas banderas del duque de Alba, para que las llevase detrás de las de aquella república, que no era sino un pequeño trozo de nuestros antiguos dominios. De esto que el Gobierno de Madrid miró ya como cosa natural, sin causarle vergüenza ó disgusto, nacieron en las empresas y ocasiones irreparables daños, porque los generales españoles si no grandes todos, todos de ilustre cuna, recordando la pasada superioridad, no llevaban con calma la actual dependencia. Uno de ellos, que era el de la CaballerÃa, D. Fernando de Aragón y Moncada, conde de Cartageneta y primogénito del cardenal duque de Montalto, al intimarle la orden de la Reina para que en todo se sujetase al de Orange, rompió su bastón de mando, dejó el ejército y se vino á España; y el duque de Monterrey y el de Villahermosa, que le sucedieron, tuvieron también con el caudillo holandés continuos disgustos. De todos modos, se juntaron las armas y se comenzó la guerra. Juntas unas y otras con las alemanas, conquistaron á Noerden (1673), obligando á los franceses á abandonar todas sus conquistas en Holanda, y dieron la batalla famosa de Seneff (1674). Mandaba en ella los ejércitos aliados el mismo PrÃncipe de Orange, asistiendo también el conde de Monterrey con los nuestros y llegando el total de las fuerzas á sesenta mil hombres. Algo menor era el número de los franceses que el PrÃncipe de Condé gobernaba. Peleóse desesperadamente durante muchas horas, señalándose el de Monterrey con los españoles, y, al fin, quedó indecisa la victoria, retirándose unos y otros á sus cuarteles después de dejar veinticinco mil hombres en el campo. Entre tanto (1674) Luis XIV volvió á acometer el Franco Condado. HabÃa propuesto el viejo duque de Lorena, aliado, como siempre, del Imperio y de España, que se empezasen las campañas por esta provincia, con lo cual ella se hubiera salvado y hubiera sido más fácil penetrar en el interior de Francia; pero no fué oÃdo este consejo, y Luis XIV determinó hacerlo imposible en adelante apoderándose de la provincia. Entró en ella (1674), en persona, con cincuenta mil hombres y grandes trenes de artillerÃa, y sus generales se apoderaron, en seis semanas, de todas las plazas fuertes: Gray, Besanzon, Salins, Dole, con todos los castillos y puntos fortificados. Hallábase esta vez, más aparejada que otras á la defensa, la provincia. D. Francisco de Albeyda, que allà mandaba, tenÃa á sus órdenes quince mil soldados y buenos capitanes como el PrÃncipe de Vaudemont, hijo del duque de Lorena, el barón de Soye y otros: de suerte que parecÃa que no debÃa ser tan fácil el triunfo del Monarca francés. Pero todos los esfuerzos de Albeyda y sus tenientes, asistidos aún de una diversión que hizo el duque de Lorena por la parte del Rhin, no bastaron para luchar con los franceses, que, sobre ser más de triple número que los nuestros, tenÃan de su parte una cosa que hasta entonces les habÃa faltado, que era el favor de los naturales. Estos, por tanto tiempo leales á España, y que tanto habÃan padecido por serlo y tantos sacrificios habÃan hecho por conservarse en nuestro dominio, cansados ya de verse entregados al enemigo, persuadidos de que nuestros Reyes carecÃan de fuerza para defenderles, y de que, tarde ó temprano, habÃan de venir á parar en ser súbditos franceses, lejos de ayudar, como otras veces, á la resistencia, facilitaban cuanto podÃan la conquista. Tuvo Albeyda que repartir su gente casi toda en guarniciones por las plazas, á fin de que ellas mismas no se alzasen en favor de los enemigos: asÃ, cuando llegaron sobre él los cincuenta mil franceses, se halló con sólo tres mil infantes y ochocientos caballos para mantener el campo, con que no pudo socorrer ninguna de las plazas sitiadas ni obrar cosa de provecho. Las guarniciones españolas de las plazas se defendieron con denuedo, al decir de los mismos franceses, y una de ellas, la de Besanzon, ejecutó una acción digna de los soldados de Carlos V y de Felipe II, no superada en Roma ó Esparta. Aportillados los muros y no pudiendo más prolongar la defensa, después de veinte dÃas de ataques continuos, pidieron capitulación. Mandaba á los franceses en persona el rey Luis, que para mostrar su esfuerzo con aquellos rendidos, no quiso concedérsela, exigiendo que se rindiesen prisioneros de guerra. Entonces los soldados, llenos de honrosa indignación, prefirieron morir con las armas en la mano, y saliendo en escuadrón formado contra las lÃneas francesas, las embistieron, y peleando uno contra ciento murieron todos. El Franco Condado, unido tanto por su voluntad como por el poder de las armas á la monarquÃa francesa, no se ha separado de ella desde entonces. Acompañaron á esta pérdida, tanto en aquella como en las siguientes campañas, otras iguales ó mayores por la parte de Flandes, para todos los aliados. Perdiéronse entre otras las plazas de Ayre y Condé (1677), donde un Maestre de campo español, con trescientos soldados solamente, supo romper la lÃnea de sitio para introducir socorros; hubo que levantar el sitio de Maestrik; y nosotros particularmente perdimos (1678) la importante plaza de Valenciennes, una de las más fuertes de los PaÃses Bajos, no sin recelo de traición por parte de algunos de los moradores ó extranjeros que la defendÃan, dado que en el mismo marqués de Richebourg su gobernador, no se suponga como se puede. Perdimos también la ciudad de Cambray, muy bien defendida por su gobernador D. Pedro Scala, y habiendo sido derrotado el PrÃncipe de Orange en la batalla de Mont-Cassel, hubo también de rendirse la ciudadela, que era más fuerte que la ciudad, á pesar de la heroica resistencia de su gobernador D. Pedro Zabala, que herido y casi moribundo se sostuvo hasta lo último con una guarnición casi toda de españoles haciendo prodigios de valor, al decir de los historiadores franceses. También se perdió Saint Omer con regular defensa. Mandaba ya en Flandes el duque de Villahermosa, vuelto á España Monterrey, el cual, aunque no se estuvo ocioso durante esta campaña (1677), no logró hallarse de acuerdo ni una vez apenas con el de Orange, queriendo él pelear cuando el otro retirarse, y al contrario; de modo que no pudieron lograr juntos ventaja alguna. En la de 1678 los enemigos, conociendo de una parte que las plazas españolas estaban mucho menos fortificadas y guarnecidas que las holandesas, y de otra que era más fácil que las conservasen por el tratado de paz, manteniendo ya también inteligencias para ajustarla con Holanda, volvieron contra nosotros todas sus fuerzas. Atacaron á un tiempo cinco plazas: Gante, Iprès, Namur, Mons y Luxemburgo con poderosos ejércitos. Gante, valerosamente defendida por D. Francisco Pardo, tuvo al cabo que rendirse, y lo mismo Iprès que sostuvo hasta el extremo el marqués de Conflans. No hubo en verdad ningún género de esfuerzo que no hiciese Villahermosa para socorrer estas plazas; pero abandonado casi de sus aliados por hallarse á la sazón el PrÃncipe de Orange en Inglaterra, y continuar las inteligencias entre holandeses y franceses, sin recibir un solo real de España ni un solo hombre, falto de todo, no pudo evitar el daño. Hallábase entregado á la desesperación cuando vino á terminarse la paz. Sitiaba todavÃa el Mariscal de Luxemburgo la plaza de Mons, y el PrÃncipe de Orange vuelto ya de Inglaterra estaba en campo con sus tropas, disgustado de una paz que le robaba el influjo en la república. Concertó con éste Villahermosa dar batalla al de Luxemburgo á pesar de la conclusión de la paz, prevaliéndose de que todavÃa no habÃan recibido oficialmente las nuevas, sin más propósito que el de renovar de nuevo la guerra ó de vengar pasadas pérdidas; y con efecto, acometiendo ambos generales al francés, se dió una batalla tan inútil como sangrienta, en la cual ambas partes cantaron el triunfo dejando siete mil muertos en el campo. De mayor ventaja y gloria, por ser mantenidas de nosotros solamente, contra los enemigos, fueron las campañas de Cataluña. Fué allà á mandar la provincia al abrirse la campaña de 1673 el duque de San Germán, D. Francisco Tuttavilla, viejo General y harto experimentado en Cataluña, Portugal y otras partes, el mejor acaso que tuviera entonces España. Entró por el Portus Mr. de la Bret con tres mil infantes y setecientos caballos, para quemar algunos lugares en venganza de los que el conde de Monterrey quemaba en Flandes. Salió al opósito el de San Germán con ochocientos caballos y muchos paisanos, sostuvo un combate ventajoso, donde murieron más de ciento de los enemigos, y por último les obligó á repasar la frontera. Intentaron otras varias entradas por el Ampurdán, mas siempre fueron rechazados; y en la villa de Massanet, que acometieron furiosamente, tuvieron bastante pérdida. Aunque estos pequeños principios eran afortunados, como no habÃa tropas en la provincia para atender á una ordenada defensa, era de temer que los enemigos la pusiesen en algún peligro. Entonces Cataluña, ardiendo todavÃa en deseos de mostrar su patriotismo y aborrecimiento á los franceses, levantó á su costa diez tercios de infanterÃa, con lo cual y los escasos jinetes que allà habÃa, se formó un regular ejército, ordenándose también los somatenes, para que acudiesen cuando se los llamase. Contuviéronse los franceses al saber estas prevenciones, y más que á la sazón les daban á ellos harto en que entender las cosas de su territorio. De él era parte el Rosellón, provincia natural de España, que aún no podÃa llevar con paciencia el dominio extranjero. Puestos de concierto los paisanos del lado de allá de los Pirineos con los del lado de acá, no cesaban de acosar á los franceses. Bastaba que uno de ellos se apartase de compañÃa ó ejército para ser muerto. Los colonos que habÃan venido á residir en los lugares del Rosellón, eran acometidos de los antiguos vecinos, y muertos también y saqueados; los montes estaban ocupados por los _angelets_, que eran como los almogávares de Cataluña, gente suelta, incansable, atrevida, que no dejaba un momento de reposo á los franceses, sin dar cuartel á ninguno, recogiéndose en la mala fortuna al abrigo de los catalanes, que desde Massanet y otros pueblos de la frontera hacÃan también á aquellos guerra á muerte. Todo esto acontecÃa antes de que se formalizase la guerra. Mas ahora, alentados con ella los principales vecinos de Villafranca, de Conflans y de otras principales villas y lugares de Rosellón, negando que Felipe IV hubiese tenido derecho para enajenar aquella parte de la Corona, determinaron sustraerse al dominio francés, tornando á España. Comunicaron su intento al Gobernador de Puigcerdá, D. Gerónimo Dualdo, y concertaron con él el modo de sorprender á los franceses, y de apoderarse en un punto de toda la provincia. Descubrióse desdichadamente la conspiración, y los más de aquellos nobles españoles fueran ajusticiados. Tras esto los franceses, para vengarse hicieron una invasión en el Ampurdán, al mando del marqués de Riberolles; pero fué en su daño, porque volvieron desordenados por los paisanos y almogávares ó miqueletes, con gran pérdida, y siendo el mismo General de los prisioneros, los cuales por primera vez obtuvieron cuartel durante esta guerra. No contentos con este triunfo, hicieron infinitos daños los miqueletes en la frontera francesa. Luego el duque de San Germán con el ejército formado en Cataluña y algunos refuerzos que recibió de Nápoles y Castilla, entró por el Rosellón á mano armada (1674). Llevaba consigo hasta doce mil infantes y dos mil quinientos caballos. Con ellos rindió á Maurellás y su castillo, rompió un trozo de franceses á la otra parte del rÃo Tech, con prisión del Teniente general la Bret que los mandaba, obligándoles á desamparar al Boulou y San Juan de Pajés, y bloqueó el castillo de Bellegarde. En seguida atacó valerosamente la villa de Ceret, y la tomó, mientras que D. José de TrincherÃa degollaba un regimiento de franceses casi entero, y luego rompÃa otro, tomando un gran convoy que llevaba al lugar de los Baños, haciendo prisioneros al mayor número de los soldados. Era este TrincherÃa catalán de los del Rosellón, y mal avenido desde su infancia con que su provincia fuese presa de los extranjeros, se consagró á hostilizarlos; fué de los principales caudillos de los _angelets_, y ahora lo era de los miqueletes ó almogávares, acaudillando una cuadrilla de ellos, con la cual llevó á cabo hechos famosos. Alentado San Germán con sus primeras ventajas y hallando faltas de comunicación, por tenerlas interceptadas los miqueletes, las fuertes plazas de Bellegarde y los Baños, determinó embestirlas á un tiempo. Rindióse Bellegarde, mucho tiempo antes bloqueada, después de ser furiosamente batida; pero la plaza de los Baños no pudo ser tomada por haber sobrevenido al socorro el Mariscal de Schömberg con tres mil caballos, doce mil infantes y cerca de diez mil paisanos, número muy superior al de los nuestros. Concentró el duque de San Germán, para oponerse, todas sus fuerzas, que no pasaban ya de cuatro mil trescientos infantes y setecientos caballos, sobre Maurellás, en las orillas del Tech, ordenando á los somatenes del contorno que viniesen en su ayuda. Era su intento continuar el bloqueo de los Baños, ordenándolo desde Maurellás con su ejército. Lisonjeóse Schömberg de sorprenderle, y atacó de repente sus lÃneas por un punto que juzgaba desguarnecido; pero no estaba sino muy bien defendido por la infanterÃa catalana de los somatenes. Por tres veces embistieron los enemigos, y tres veces fueron rechazados, siendo casi deshecho un regimiento de suizos que tomó la delantera. Salió entonces nuestra caballerÃa, escondida en unos olivares, y espada en mano arrojó á los franceses del otro lado del Tech, con gran destrozo. Sin embargo, como los nuestros, tan inferiores en número, no osaban salir á campo raso, tuvo lugar Schömberg para socorrer los Baños y tomar á San Juan de Pagés, con que el de San Germán dispuso retirarse. Avergonzado el francés de la anterior derrota, quiso desquitarse impidiendo esta retirada, suponiendo que darÃa ocasión á completo desorden. Entonces aquellas orillas del Tech y campos de Maurellás fueron testigos de una batalla gloriosa para los españoles. Acometió Schömberg nuestra ala derecha, donde habÃa dos tercios de catalanes, al mando de los Maestres de campo D. José Mari y D. Manuel Senmenat con superiores fuerzas; pero los tercios se defendieron valerosamente y dieron tiempo á que, llegando el conde de Lumiares, General de nuestra caballerÃa, con buen golpe de jinetes, destrozase á los jinetes franceses, obligando á la infanterÃa á ponerse en fuga. Al mismo tiempo habÃan embestido los enemigos nuestra ala derecha, y aquà fué más completa su derrota. ComponÃanla otros dos tercios, uno compuesto de catalanes, el otro el de la chamberga, mandado aquél por el nuevo marqués de Aytona, y éste por el de Leganés, no menos valiente que fué su padre, y que, gobernando en Orán, habÃa ya dado altas muestras de su persona; acudió también al socorro el conde de Lumiares con su caballerÃa en lo más recio del combate, y entre todos obligaron al francés á huir vergonzosamente, ganándole la artillerÃa, parte de la cual clavaron, y parte trajeron á nuestro campo. Fuera allà total la destrucción de los franceses, si el de San Germán no hubiese ordenado cesar la pelea. Con todo, dejaron en el campo mil hombres muertos y muchos prisioneros, entre otros, el General de la caballerÃa, un hijo de Schömberg y muchos coroneles y capitanes; tomóse también la mayor parte del bagaje. Tan señalada victoria no se consiguió sin alguna pérdida de nuestra parte; del trozo llamado de Medina apenas quedó hombre á vida. No faltó quien censurase al de San Germán por no haber proseguido la victoria; pero fué disculpable sin duda el no empeñarse mucho con un enemigo tan superior en fuerzas, y que conservaba mucha gente de refresco todavÃa. Contentóse el Duque con permanecer atrincherado á la orilla del Tech, al propio tiempo que los enemigos fortificaban su campo más allá de San Juan de Pagés. Allà estuvieron muchos dÃas ambos ejércitos sin emprender cosa notable, con gran vergüenza del francés, tan superior en número, hasta que los rigores del invierno y las enfermedades obligaron á éste á retirarse á su territorio, con lo que los nuestros alzaron también su campo. Pero en todo el tiempo que estuvieron frente á frente los ejércitos, no dejó de haber combates parciales y gloriosÃsimos siempre á los españoles, señaladamente á los miqueletes catalanes. Eran estos miqueletes los mismos que en otras ocasiones hemos llamado almogávares; nombre aquél árabe, que significaba soldado ligero, y éste derivado de cierto Miguel de Prat, caudillo famoso de ellos, compañero de César de Borja. Sus hechos contra los castellanos en los dÃas de la rebelión son bien conocidos; los que ahora ejecutaron contra los franceses son dignos de eterna memoria. Distinguiéronse entre los caudillos ó cabezas, José de TrincherÃa, de quien ya hemos hablado antes, y el baile de Massagoda. Embistieron los franceses el puente de Ceret, y fueron de los mismos miqueletes rechazados; Massagoda y TrincherÃa cogieron numerosos convoyes, poniendo en grande estrechez el campo enemigo. Luego corrieron el Rosellón como vencedores, recogiendo en todas partes botÃn y prisioneros, y destruyendo cuantos franceses hallaban á mano. Quisieron éstos entrar en el Ampurdán por el Coll de Bañuls, y los miqueletes los rechazaron; la guarnición de los Baños, que hizo una salida, fué encerrada de nuevo con gran pérdida en la plaza; acometieron de nuevo el puente de Ceret y un fuerte allà cercano, y tampoco los miqueletes les dejaron conseguir su intento, haciéndoles horrible mortandad por todas partes. Desesperado Schömberg, concertó con su teniente M. de la Bret, ya rescatado, y con el traidor don Juan de Ardena, que aún mandaba su caballerÃa, una artificiosa emboscada para coger á Massagoda y TrincherÃa con todos sus miqueletes; pero ellos no solamente supieron burlarla, sino que causaron al enemigo nuevas pérdidas, matando el propio Massagoda á D. Juan de Ardena, y entre otros al Teniente general de la caballerÃa francesa. Fué también famoso el hecho de cuarenta y cinco caballos españoles, que entrando en el Rosellón como si fuera tierra nuestra, todavÃa llegaron hasta insultar los muros de Perpiñán, robando á sus mismas puertas mucho ganado y vÃveres con que volvieron ricamente cargados. Verdad es que tan osadas empresas las facilitaba el amor de los habitantes de Rosellón y el odio á los conquistadores franceses. Llegó por este tiempo á Barcelona la armada holandesa del almirante Tromp, destinada por su Gobierno, de concierto con el nuestro, á hacer un desembarco en las costas del Rosellón, cosa que fuera provechosÃsima en tales circunstancias; mas bien fuese por mala inteligencia, bien por mala voluntad del holandés, ello es que el intento quedó abandonado, y la armada se volvió á sus puertos. No fué tan ventajosa la siguiente campaña de 1675, porque no pudo ya reunirse ejército alguno que oponer al enemigo. Entró éste en el Ampurdán, saqueando las iglesias y cometiendo en ellas grandes profanaciones; quiso tomar á Bellegarde por sorpresa; fué rechazado con daño, y tomó el camino de Gerona, resuelto á ponerla sitio. SeguÃanle en cuadrillas los miqueletes, principalmente los que acaudillaba aquel baile de Massagoda, por nombre Lamberto Manera, acosándole por todas partes en el alojar y desalojar, en las marchas y en los altos; y los vecinos de los pueblos que iban atravesando, con noticia de los sacrilegios que venÃan cometiendo en las iglesias, salÃan á los caminos, como dice un analista «á caza de franceses», obligándoles á no apartarse de su ordenanza. Introdujeron los miqueletes socorros en el Portus, por si era atacado de los enemigos, tomándoles tres convoyes con hasta mil acémilas, y prendieron una compañÃa de franceses, que con poco tino pretendÃa ejercitar aquel oficio de almogávares ó miqueletes. Luego, reunidos el de Massagoda y TrincherÃa, derrotaron otro convoy que escoltaban mil franceses, y mientras Massagoda iba detrás de los franceses camino de Gerona, volvió atrás TrincherÃa, y llenó de espanto el Rosellón, insultando de nuevo los muros de Perpiñán. Uno de los mejores regimientos franceses, el que llevaba el nombre de Schömberg, fué acometido por los miqueletes cuando más seguro marchaba á reunirse con el grueso del ejército, confiado en su valor y sus fuerzas; de quinientos hombres que lo componÃan, doscientos murieron en el campo y los demás quedaron prisioneros. Fatigado con tales descalabros llegó, al fin, Schömberg á las cercanÃas de Gerona. Hallábase dentro el duque de San Germán con el duque de Medinasidonia, harto más honrado que su padre, que servÃa de voluntario en aquella guerra, el general de la artillerÃa D. Francisco Velasco y un conceller de Barcelona, que habÃa venido gobernando un tercio levantado por aquella ciudad en sólo tres dÃas, para la defensa del Principado. Determinóse que el Duque, como Virrey, saliese de la plaza á atender á su socorro, y que dentro quedasen los demás caudillos, y asà se hizo. No tardaron los franceses en comenzar los ataques. Un trozo de su ejército fué sobre el fuerte de Montjuich, otro sobre el rastrillo de San Lázaro. Por dos veces fueron rechazados del fuerte, formado sólo de fagina y tierra; tomáronlo á la tercera, á costa de más de cuatrocientos hombres, después de haberlo embestido con cinco mil infantes, abrigados de toda su caballerÃa. El duque de Medinasidonia mantuvo en tanto, con admirable constancia, el rastrillo de San Lázaro, donde se vieron hechos heroicos. Un cierto don Francisco Vila, capitán del tercio de D. Pedro Rubio, con sólo treinta hombres detuvo cinco horas á centuplicado número de enemigos; y el baile de Massagoda, Lamberto Manera, cubierto de sangre de ellos y de sus propias heridas, halló allà fin á su gloriosa vida, después de haber peleado todo el dÃa. Fueron parte estos hechos para que, temeroso el francés de la resistencia que le esperaba, alzase el cerco, retirándose con prisa. Intentó una armada francesa infestar las costas del Principado bordeando hacia Rosas; pero halló á los naturales tan apercibidos á la defensa que no osó poner gente en tierra. Y los miqueletes, cada dÃa más audaces con sus triunfos, sabida la retirada que hizo el enemigo de Gerona, vinieron á acosarle, impidiéndole asentarse en parte alguna. Cuatrocientos de ellos osaron embestir un convoy de harina y dineros, asegurado por más de tres mil franceses, infantes y caballos; pelearon cuatro horas con inaudito esfuerzo, y aunque no lograron tomar el convoy, hicieron gran destrozo en los enemigos. No tardó TrincherÃa en desquitarse de aquel frustrado suceso. VenÃa un convoy enemigo á pasar por el Coll de Bañuls con quinientos caballos y otros tantos infantes, parte de ellos de aquella gente ligera formada entre sus paisanos, á semejanza de nuestros miqueletes, y aguardábanlo hasta dos mil soldados, destacados del ejército de Bañuls, á la desembocadura de los desfiladeros. TrincherÃa salió de noche con sólo doscientos hombres, dejando algunos más para asegurarse la retirada, y embistiendo en el paso de Bañuls al convoy, mató doscientos hombres enemigos, uno por cada cual de los suyos, y tomó hasta trescientas acémilas, salvándose las demás á duras penas. En tanto un trozo del ejército enemigo de hasta cuatro mil infantes y quinientos caballos atacó la villa de Massanet. Hallábase en ella el capitán José Boneu, el cual, viendo que no podÃa salvarla contra tan crecido número de enemigos, echó á la montaña á toda la población y se quedó dentro con sólo cuarenta miqueletes; llegaron los franceses y rompieron las tapias de la villa fácilmente; pero en las calles estaba fortalecido Boneu con sus cuarenta hombres, y se las fué disputando palmo á palmo. Asà cuatro mil quinientos hombres de un lado y cuarenta de otro estuvieron lidiando en las calles largas horas, hasta que, muertos muchos y oprimidos del número los demás, se recogieron con su capitán José Boneu á la iglesia. Allà se sostuvo Boneu todavÃa, hasta que los franceses lograron escalar las bóvedas y penetrar por tantas partes á un tiempo, que no tuvo más remedio que rendirse. Quiso el general francés ahorcar á Boneu, en castigo--según decÃa--, de haberse atrevido, con cuatro pÃcaros, á defenderse y ofender temerariamente á un ejército real; mas no lo ejecutó, con mejor acuerdo, recordando que él mismo debÃa la vida á los paisanos catalanes, y que ellos eran terribles en sus represalias. Cuesta dolor el apartar la vista de estos hechos heroicos de los naturales, para fijarse en los del ejército y capitanes reales. Bellegarde, defendida por mil soldados á las órdenes de un extranjero llamado Niemberg, no bien se presentó el enemigo delante de sus fuertes muros, pidió socorro; enviólo el Virrey, y como la plaza estuviese ya circunvalada, ofrecióse el valiente TrincherÃa á abrir puerta con sus miqueletes. Abrióla, con efecto, rompiendo un cuartel de alemanes; pero los capitanes y soldados que venÃan al socorro se negaron luego á encerrarse en los muros; con que fué inútil aquella alta hazaña. En seguida el Niemberg, asustado con las bombas enemigas, rindió la plaza. Retirábase el francés al Rosellón después de aquella importante conquista, cuando tropezó con una ermita llamada de Nuestra Señora del Castillo, donde habÃa de guarnición sesenta catalanes: atacóla con dos mil infantes, quinientos caballos y tres cañones; pero los sesenta hicieron tanto, que los detuvieron once dÃas delante de sus tapias. Para concluir la campaña con algún hecho notable, amenazó el enemigo á Puigcerdá; pero habiéndola provisto muy bien el duque de San Germán, desistieron del propósito. Debajo de los muros de aquella villa hubo un combate entre algunos caballos españoles y un grueso de caballerÃa enemiga, donde murió peleando gloriosamente uno de los mejores capitanes de Cataluña, por nombre Rimbau de Corbera; y los enemigos, aunque tan superiores, tuvieron que huir escarmentados. Dejó en esto el Virreinato el duque de San Germán, y puesto en su lugar el marqués de Cerralbo, se abrió la nueva campaña. Mandaba ahora el ejército francés el duque de Novalles, y traÃa hasta doce mil infantes y tres mil caballos. Sorprendió en Figueras á un tercio catalán, de modo que ni un hombre se libró de ser prisionero; mas TrincherÃa nos desquitó de esta pérdida prendiendo á toda la guarnición francesa de Besalú, que, evacuado el lugar, iba á juntarse con su campo. à esto se redujo la campaña. Tampoco fué más Virrey Cerralbo, y el PrÃncipe de Parma, que vino en su lugar, no hizo más que entrar en el Rosellón con alguna gente, á fin de divertir al enemigo que amenazaba al Ampurdán. Logrólo, y en seguida, sin saberse bien el por qué de tales mudanzas, entró en el Virreinato el conde de Monterrey. Hizo Cataluña un donativo extraordinario de trescientos mil escudos en tres años, envió la corte alguna ayuda, vino gente de Italia y de Castilla, y al fin se formó un ejército de doce mil hombres con D. José Galcerán de Pinós por Maestre de campo general y otros caudillos de nota. Nunca tal ejército se hubiera formado; porque asà como fueron afortunados y gloriosos los hechos de los miqueletes, asà los suyos fueron infelices. Con él salió el conde de Monterrey á atacar al enemigo, que, inferior en fuerzas, molestaba el Ampurdán. Aguardáronle los franceses fortificados entre dos montes, á la otra parte de Villanadal, y él fortificó delante de ellos su ejército. Allà estuvieron unos y otros observándose muchos dÃas sin venir á las manos. Propuso Pinós que, levantando los somatenes, se cortase al enemigo la retirada, que tenÃa que ser por terreno asperÃsimo y desfiladeros casi impracticables; con que atacándolo el ejército nuestro tan superior por el frente, serÃa su destrucción segura. No se siguió este parecer tan acertado, y el francés, conocido el yerro que habÃa cometido metiéndose en lugar de tan difÃcil salida, levantó su campo y comenzó á retirarse lentamente. HabÃa en nuestro ejército mucha Nobleza, que habÃa acudido á él con deseos de distinguirse, y al ver al enemigo en retirada, sintiendo que se les escapase de las manos cuando tenÃan la victoria por segura, se lanzaron á perseguirle en desorden. Iba el duque de Monteleón mandando la vanguardia y á su lado el joven conde de Fuentes, el vizconde de San Jorge, y muchos caballeros españoles y alemanes, y no bien descubrieron al enemigo, le acometieron temerariamente. Dió éste cara en buena ordenanza, peleóse furiosamente, y cayó el de Monteleón mortalmente herido entre otros, quedando muertos el de Fuentes y el de San Jorge. Entonces Monterrey puso su ejército en batalla, recogiendo á la deshecha vanguardia y esperando pelear con todas sus fuerzas; mas no le dió lugar el enemigo, poniéndose de nuevo en precipitada marcha á favor de las sombras de la noche, y ganando el Rosellón sin que pudiéramos hacerle el menor daño. Diéronse gracias á Dios en los templos, tanto en Barcelona como en Madrid, por esta jornada; pero con bien poco fundamento. Sintióla Cataluña profundamente, y los generales quedaron muy desunidos, principalmente Pinós, con los demás que habÃan desoÃdo su consejo, hasta el punto de renunciar el cargo. Entró á la siguiente campaña (1678) el propio mariscal de Novalles con más de veinte mil hombres en Cataluña y puso sitio á Puigcerdá. Defendió bravamente la plaza el gobernador D. Sancho de Miranda, muy bien asistido de los habitantes, y dió tiempo á que el de Monterrey pudiese juntar ejército con que acudir al socorro. Pero no atreviéndose luego á pelear con el enemigo, superior en número, se retiró Monterrey, y D. Sancho de Miranda, á los cuarenta dÃas de abierta la trinchera, tuvo que darse á partido, con gran disgusto de los ciudadanos, que solicitaban enterrarse en los escombros de la plaza. TodavÃa el valeroso TrincherÃa molestó mucho á los enemigos en el cerco de esta plaza, aunque ya cundiese el disgusto en Cataluña por ver que el Rey no iba á jurar sus privilegios, dilatándolo de dÃa en dÃa, y por el poco aliento y destreza con que la defendÃan los capitanes reales. Aumentó esta cólera un suceso vergonzoso que tuvo lugar en Barcelona: habÃa anclado un navÃo dentro del mismo puerto, entró en él la armada francesa y lo quemó, sin opósito apenas de la plaza, por indecisión y torpeza del gobernador D. José de Borja y de los otros capitanes que allà se hallaban. Sintiólo Barcelona por amor de la nación, no por interés propio, pues era el navÃo de los del Rey, tan escasos entonces. Aquel fué el último suceso de la guerra. Al saber las paces los franceses, que amenazaban de nuevo la frontera, se retiraron sin hacer más que destruir las fortificaciones de Bellver y otros castillos poco importantes que poseÃan. Más poderosamente aún que Cataluña y Flandes llamó la atención de nuestra corte la guerra de Sicilia, y tanto, que, por sostener ésta, abandonó más y más las otras en los últimos años, separando, principalmente de Cataluña, todos los soldados de alguna experiencia. Quedó la isla algo conmovida desde los sucesos del reinado anterior. Gobernaba ahora D. Luis del Hoyo, marino viejo, pero, al parecer, poco prudente, el cual pretendió disminuir los privilegios de Mesina, que estorbaban el ejercicio libre de su autoridad; excitó con esto la cólera de la Nobleza y de una parte del pueblo de aquella ciudad, y habiendo sucedido al D. Luis en aquel gobierno D. Diego de Soria, marqués de Crispano (1674), se halló ya la rebelión muy cercana. Temióla tanto el Marqués, que hizo prender á los senadores Vicente Zuffo, Tomás Caffaro y otros que reputaba como instigadores de los demás, no bien se encargó del Gobierno. Irritóse la muchedumbre al saber la nueva, y acaudillada por los dos hijos de Caffaro, se presentó delante del palacio del Virrey gritando: ¡Viva Carlos II y mueran los malos gobernadores! No supo entonces D. Diego de Soria resistir como debiera el tumulto, y puso en libertad á los presos. Entonces los mesineses, envalentonados, quisieron apoderarse de la persona del Gobernador, y por consejo de Caffaro, en lugar de «viva Carlos II» gritaron «viva Francia», enviando embajadores á aquella potencia para que les diese socorro. No se dejó éste esperar mucho. HabÃanse apoderado fácilmente los sublevados de todos los fuertes de la ciudad menos del de San Salvador, el más importante, donde D. Diego de Soria se habÃa refugiado con su familia. Pronto acudieron tropas de diversos puntos de la isla y algunas de Cataluña, y D. Beltrán de Guevara con las galeras de Nápoles vino á cerrar la boca del puerto. Dióse un ataque á la ciudad, que no produjo efecto, porque los mesineses, atrincherados en las calles, rechazaron á los nuestros, y el D. Beltrán no osó luego pelear con la armada francesa de M. de Valbelle, cuyos bajeles eran de mucha más fuerza. De modo que entrando el socorro de los franceses, se fortificó y declaró más y más la rebelión. No obraron en esto tan tibiamente como en otras cosas la Reina gobernadora y sus Ministros, escarmentados sin duda con las consecuencias de tales rebeliones. Ordenóse el armamento de veinte bajeles, y con ellos y las galeras de Nápoles fué el marqués del Viso á bloquear á Mesina, mientras la mejor parte del ejército que habÃa en Cataluña se enviaba á la isla, y la ciudad fué tan estrechamente bloqueada. Llena de hambre y miseria (1675), se aguardaba su rendición de un momento á otro. Impidiólo el mariscal de Vivonne, que se presentó en el puerto de repente con una poderosa armada de franceses. Salió á recibirla el del Viso, y combatió con ella bien al principio; pero al ver que M. de Valbelle, con los bajeles en que habÃa traÃdo el primer socorro, salÃa del puerto á acometerle por la espalda, huyó malamente á Nápoles. Entonces Vivonne desembarcó las tropas que traÃa, guarneció con ellas los fuertes de la ciudad, y tomó el tÃtulo de Virrey por Francia. No tardaron los mesineses en echar de menos á su Gobernador antiguo y á los españoles: tal fué la conducta rapaz y licenciosa que allà tuvieron Vivonne y sus soldados. Al propio tiempo el resto de la Sicilia se habÃa ya puesto en armas en favor de España. TenÃa en ella nuestro dominio profundÃsimas raÃces, como que tantos siglos antes estaba unida con Aragón formando una de las provincias de este reino. Todas sus glorias, todos sus recuerdos estaban mezclados con los de Aragón, y aragoneses y catalanes eran de origen muchos de los barones y señores de la isla. Al ver tremolar en ella la bandera extranjera, y al sentir los excesos de aquella gente enemiga en las ciudades y en los campos, no hubo más que una voz que aclamase á España. Asà cuando Vivonne salió con ejército formado de Mesina, encontró en todas partes tenaz y continuada resistencia. Amagó en vano á Catana y Siracusa, y aunque se apoderó del pequeño puerto de Angusta, perdió casi todo su ejército, consumido por las enfermedades y los desórdenes. En este punto fué cuando se habló de enviar allá á D. Juan de Austria con el cargo de Vicegeneral en todos los estados de Italia, y al mismo tiempo se pidió á Holanda que nos enviase como aliada fuerzas marÃtimas bastantes para contrarrestar á las francesas. D. Juan no fué, como atrás dijimos; pero los holandeses, no sin hacerse pagar crecidos subsidios, enviaron al famoso Ruytter con diez y ocho naves de lÃnea, cuatro brulotes y cuatro naves de descubierta. Juntáronsele dos naves y nueve galeras de España, y con tales fuerzas salió Ruytter á recibir al almirante Duquêsne que venÃa á reforzar á Vivonne con veintiséis naves. Dióse un combate sangriento, en el cual, por causa del viento, no pudieron tomar parte las galeras de España sino ya al acabarse, que vinieron á remolcar á los navÃos holandeses que quedaban maltratados; y aunque el combate quedó indeciso, fué siempre ventaja de los enemigos el entrar en Mesina. En tanto, el marqués de Villafranca, Virrey de la isla, habÃa reunido ya bastantes fuerzas para sitiar á Angusta con buen golpe de gente á las órdenes del conde de Bucquoi, tÃtulo ya ilustre en nuestros ejércitos, y Ruytter fué encargado de bloquearla por mar con una escuadrilla española, reunida, que mandaba D. Francisco Freyre de la Cerda. Duquêsne, reforzado también con muchas naves, vino á atacar á la armada coaligada, y hubo un nuevo combate (1676), en el cual quedó herido de un cañonazo el famoso Ruytter, muriendo de allà á pocos dÃas. Fué preciso tras esto levantar el sitio de Angusta, que ya nos habÃa costado muchas vidas, y entre otras la del conde de Bucquoi, que murió peleando en una salida de los enemigos. Apenas habÃa pasado un mes de la muerte de Ruytter, cuando Duquêsne se presentó delante de Palermo, donde estaban reparándose los bajeles holandeses y españoles, y hallándolos dentro del puerto, metió en él muchos brulotes que quemaron al mayor número con pérdida de mucha gente por nuestra parte. Estas desgracias facilitaron al de Vivonne que se apoderase de Scaletta, valientemente defendida de los españoles de Taomina, Merilli y muchos castillos convecinos. Pero como el odio de los sicilianos á los franceses era mayor cada dÃa, y mayor el entusiasmo por la causa de España, temiendo el Gobierno francés unas nuevas vÃsperas, determinó abandonar la isla. HÃzolo traidoramente (1678), porque envió con una escuadra y nombre de Virrey al duque de la Féuillade, el cual embarcó todas sus tropas y efectos bajo diversos pretextos, y hasta que estuvo en alta mar no participó la determinación á los rebeldes. Estos, llenos de desesperación, tuvieron entonces que rendirse sin resistencia; huyeron los más culpables, muchos fueron ajusticiados, y el marqués de las Navas, nombrado Virrey en lugar de Villafranca, aunque á costa de grandes castigos, restableció la tranquilidad en toda la isla. Después de guerra en todas partes tan poco afortunada, no podÃan ser muy ventajosas las paces; pero la torpeza de nuestra diplomacia y la mala fe de Holanda hizo que las que ahora se ajustaron fueran aún más fatales para España. Holanda, por cuya causa se habÃa comenzado la guerra y en cuyo provecho la habÃan empeñado principalmente España y el Imperio, mirando que estaba comprometida á no hacer paz ó tregua con Francia, sin que ésta nos devolviese lo que nos habÃa quitado desde la paz de los Pirineos, fué quien primero se cansó de la guerra, disponiéndose á dejar de cualquier modo las armas. Hubiera esto podido excusarse, á no añadir á la poca constancia la perfidia con que sacrificó los intereses de sus aliados á los suyos propios. HabÃa ya tiempo en verdad que se trataba de ajustar las paces, y para ello todas las potencias beligerantes tenÃan en Nimega sus Embajadores, siendo los de España el marqués de los Balbases, D. Pablo de EspÃnola y D. Pedro Ronquillo. Pero como las pretensiones de Francia eran tan grandes, no se podÃa de modo alguno hallar concierto. Entonces Luis XIV propuso secretamente á Holanda que la devolverÃa cuanto la hubiese tomado con tal que le dejase resarcirse á costa de España; y como no fuesen mal oÃdas sus proposiciones, las últimas campañas se encaminaron casi solamente contra nosotros. ResistÃase el PrÃncipe de Orange á la paz; pero por eso mismo más la deseaban los Estados generales de Holanda, recelosos de que la ambición del Statuder pusiese en peligro la libertad de la república. No obstante, para ocultar mejor la deslealtad ajustaron los Estados generales un tratado primero con Inglaterra, comprometiéndose ambas potencias á obligar á las otras á hacer las paces de grado ó por fuerza, atacando juntas á la que se mostrase indócil y empeñada en no dejar las armas. Al calor de este tratado se ajustaron definitivamente las paces con Francia, que no pudo serles más ventajoso (1678), obligando á España, imposibilitada para defender sola sus provincias y para oponerse á los nuevos aliados, á que aceptase las condiciones que quiso dictarle Luis XIV, que no pudieron ser más desastrosas. No supieron aprovecharse nuestros Embajadores de la buena fe con que los de Inglaterra, que no habÃan intervenido en la negociación sino para procurar la paz general, se negaron á firmar el tratado particular de Holanda; ni supieron conocer á tiempo las alevosas negociaciones que secretamente mantenÃan los Embajadores franceses y holandeses. Asà nosotros solos pagamos los gastos y padecimos las consecuencias de aquella guerra desgraciada. Fué preciso ceder al Rey de Francia el Franco Condado, Valenciennes, Condé, Bouchain, Cambray, Aire, Saint-Omer, Ypres, Warwik, Warneton-la-Lis, Poperingue, Bailleul, Cassel, Menin, Bavay y Maubeuge con sus dependencias, y además la plaza de Charlemont por no haberse podido obtener del Obispo y cabildo de Lieja que diesen á Dinan como estaba convenido. Aquella vergonzosa paz de Nimega, que exponÃa nuestra debilidad al escarnio y burla de las demás naciones, causó en España profundo disgusto. Ella acabó de desacreditar el gobierno de D. Juan de Austria, ya muy mal reputado. Este hombre que tantas esperanzas habÃa hecho concebir á la nación, y que tanto habÃa censurado á los demás gobernantes para fabricar sobre la ajena deshonra la propia elevación, obró de modo que en un instante desvaneció todas las esperanzas, y atrajo sobre sà mayores censuras que la Reina, que el confesor y que el propio Valenzuela. Comenzó por vengarse crudamente de todos sus enemigos, con lo que claramente dió á entender que más le movÃa pasión propia que amor de la patria. Negóse á entrar en Madrid mientras el Rey no apartase de su lado á la Reina su madre, y con efecto consiguió que fuese confinada á Toledo, dándola el alcázar de aquella ciudad por residencia, y por honor su Gobierno; ¡pequeño honor para caÃda tan grande! Luego su primera resolución fué la captura de Valenzuela. HabÃase este retirado al Escorial, debajo del real seguro, y allà tuvo noticia de lo que se pensaba, y se refugió en el monasterio, donde el prior, compadecido de él, le ocultó cuidadosamente. Súpose que estaba allà por un sangrador á quien fué preciso llamar habiendo caÃdo enfermo Valenzuela; y el duque de Medinasidonia y D. Antonio de Toledo, hijo del duque de Alba, que con doscientos caballos fueron al propósito de prenderle, sin reparar en otra cosa que en servir á don Juan de Austria y en satisfacer acaso su propia cólera, violando el sagrado, por fuerza le sacaron del monasterio, lleváronle al castillo de Consuegra, donde estuvo algún tiempo, y luego, quitándole todos los tÃtulos, dignidades y bienes que poseÃa, se le envió D. Juan desterrado á Filipinas. Asà cayó aquel monstruo de fortuna que habÃa escandalizado tanto á la España y al mundo. Llevó su desgracia con entereza muy grande; y cierto que si alguna vez fuera disculpable la ambición vil que llega á su término por tan bajos medios como llegó Valenzuela, habrÃa de serlo en este que no abusó del poder en daño de ninguno, contentándose con disfrutar él y que disfrutasen sus amigos á costa de la MonarquÃa. ¡Tiempos de aborrecible memoria en que aún esto pudo merecer cierta alabanza! Castigado Valenzuela, sin acordarse aún de los negocios del Estado, encaminó D. Juan sus iras contra sus amigos y los de la Reina y aún contra los que habÃan permanecido neutrales. De estos era el conde de Villaumbrosa, Presidente á la sazón de Castilla, hombre recto y de ejemplar entereza, el cual, habiendo recibido en los pasados disturbios una orden de la Reina para que sin forma de proceso mandase decapitar á un hombre, echó el papel á un brasero diciendo: «asà cumplo yo orden tan contraria á mis obligaciones.» Pero asà como no consintió esto, tampoco se prestó á vender y abandonar á la Reina, como hicieron todos los Ministros y Grandes en los últimos dÃas de su gobierno, comprometiéndose por escrito solemne á traer á D. Juan al gobierno. Esto bastó para que fuese separado de su alto empleo, entrando á sucederle un D. Juan de la Puente y Guerosa, canónigo de Toledo, buen amigo sin duda de D. Juan, mas no por eso buen Presidente de Castilla, indigno de tan alto encargo. Ya comenzaba á murmurar la corte cuando comenzaron á salir desterrados todos los Grandes y personas principales amigos de la Reina, (1676), el Almirante de Castilla, el duque de Medina de las Torres, PrÃncipe de Astillano, el de Osuna, el marqués de Mondéjar, el conde de Aguilar y otros: de suerte que con tales venganzas y ejemplos casi se tuvo á fortuna en el marqués Aytona, el mayor de los enemigos de D. Juan, que hubiese muerto poco antes. Desterró hasta dos mil hombres del regimiento de la Guardia, antes de enviarlo fuera de Madrid; y no hubo violencia que no cometiese. Ni paró en sus enemigos la saña; sino que temiendo que se le escapase poder tan costosamente adquirido, viendo que Monterrey, uno de sus mayores parciales, iba adelantando mucho en la gracia del Rey por el cuidado que ponÃa en sus enfermedades y dolencias, le envió á mandar las armas en Cataluña con desabrimiento. Al propio tiempo continuaba la guerra, si con poca fortuna en los años anteriores debajo del gobierno de la Reina, desgraciadÃsimamente ahora, faltando más que nunca los recursos y disposiciones; como que D. Juan no reparaba siquiera en ella. Pasaba los dÃas leyendo los papeles que en copioso número circulaban por Madrid llenos de sátiras y de injurias contra él; desesperábase con ellos y meditaba venganzas horribles contra los autores, sensible á la censura cuando era tan insensible á su deber; cobarde para arrostrar las iras de la opinión, cuando era tan audaz para provocarlas, cosa muy vista en gobernantes. De esta suerte pasó por sus manos, casi sin advertirlo, la afrentosa paz de Nimega, y tocó la nación en el último punto de su descaecimiento y vergüenza. Soberbio, iracundo, sin resolución para las cosas grandes, dado sólo á pequeñeces é intrigas, suspicaz al extremo, envidioso de todo, cada momento se dejaba abandonar de uno de sus parciales y se hacÃa un nuevo enemigo. Siempre fijos los ojos en el cetro, que las dolencias continuas del Rey acercaban más y más á sus manos, temiendo que se le escapase, odiando á todos los que podÃan impedirle que lo disfrutase, llegó á vacilar su razón y llegaron á decaer las fuerzas de su cuerpo. También era para él grande la Corona; tampoco podÃa con ella su cabeza; tampoco sus ojos podÃan resistir el brillo que de ella se despedÃa, ni los aromas y sonidos dulces que la acompañaban, y solamente al verla cerca se rendÃa. Algo de la locura de Masianello habÃa en aquel hombre, hijo de una cómica y de un rey que sólo en el nombre lo era, y traÃdo á tan altas esperanzas por la fortuna. Todo se lo debÃa al favor del pueblo, y en otro tiempo habÃa escrito que en él se hallaban refugiadas las nobles calidades que faltaban en la nobleza y personas principales; mas ahora en el poder, no tenÃa con él cuenta alguna. En su tiempo murieron las Cortes de Castilla, tan respetadas, á pesar de todo, por Felipe IV, y aunque poco consultadas por la reina Doña Mariana, no caÃdas hasta entonces en completo olvido. Cobraba los viejos tributos sin pedir su renovación, como se solÃa, y con tal de no reunir las Cortes, prefirió en los apuros de la guerra acudir á los Grandes por donativos. Alba, Astorga y Osuna dieron cada uno cien mil escudos, y él mismo, con loable conducta en esto, amonedó mucha parte de la vajilla que tenÃa en provecho del Estado. Pero cabalmente entonces, el pueblo agradecÃa menos que pudiera agradecer nunca el que se le perdonasen tributos á costa de no reunirse las Cortes. Los últimos disturbios y el abatimiento de nuestro poderÃo, y el continuo desgobierno que se veÃa, obligaba ya á los más indiferentes á pensar que sólo en las Cortes de la MonarquÃa, bien y legalmente reunidas, podÃan hallar remedio nuestros males. Hasta bullÃa en muchas cabezas aquella idea fecunda de que era preciso reunir en unas Cortes generales los brazos y estamentos de las diversas provincias, y en muchas partes la idea de que era preciso fundir de nuevo «esta campana rota de la MonarquÃa», según las palabras citadas, comenzaba á inclinar los ánimos á la revolución. Estos momentos crÃticos escogió D. Juan para poner en completo olvido las Cortes de Castilla, para no cumplir con los fueros de aquella Cataluña que tanto le habÃa amado, y para permitir que el pueblo de Madrid, tan favorecedor suyo, en lugar de aquella abundancia en que le tuvo Valenzuela, padeciese hambre continua. AsÃ, jamás una revolución general habÃa estado tan próxima en España, ni hubo nunca Ministro más aborrecido que D. Juan. Las mismas esperanzas que habÃa hecho concebir, ahora empujaban el odio y lo acrecentaban. D. Juan perdió la Corona que ambicionaba con su propio Gobierno, cuando él siendo acertado y patriótico pudiera traérsela á las manos; la muerte, que le sobrevino tan pronto, no hizo más que apresurarle el desengaño. Tuvo tiempo, sin embargo, de tocarlo en sus propias obras. Como no ponÃa su atención sino en lo que se hablaba de él y en lo que contra él se hacÃa, supo que el pueblo le aborrecÃa, y que los Grandes, conjurados casi todos contra él, no cesaban de invitar á Doña Mariana á que volviese de pronto de Toledo, y con ayuda de ellos derrocase al bastardo PrÃncipe. Comprendió que todos le faltaban, hasta el Rey mismo, viniendo también infundados recelos á atormentarle. Porque hecha la paz de Nimega, el Rey, que se hallaba en los diez y siete años, determinó contraer matrimonio. Hizo cuanto pudo D. Juan por desbaratar este intento, temiendo que á pesar de la mala salud del Rey, le diese Dios sucesión para su daño. Desbarató el que estaba ya hablado con Doña Mariana, hija del Emperador y no hizo nada por lograr el de la Infanta heredera de Portugal, que tan lisonjeras esperanzas prometÃa de reunir otra vez los reinos. Por último, con propósito de evitarlo, á la última hora propuso D. Juan mismo el de Doña MarÃa Luisa de Orleans. Era hermosa esta Princesa y de dulce fisonomÃa, que daba á entender angelicales sentimientos; vió D. Carlos su retrato y prendóse de ella; dentro de aquel alma, abatida por los dolores penosos del cuerpo, no habÃa lugar para otro sentimiento que el amor, no ardiente y licencioso, sino más bien fraternal, pero constante. AsÃ, desde que vió los retratos, no apartó un momento su atención de este matrimonio. Alarmóse D. Juan al ver cuán seriamente tomaba el Rey sus burlas, y procuró estorbar tal matrimonio, propuesto por él con más empeño que ninguno, y en esta lucha con el amor del Rey, perdió el poco afecto que ya éste, arrepentido de lo que habÃa hecho con su madre, le tenÃa. El casamiento se efectuó, dejando al Embajador francés no poco resentido, y poco después el Rey, sin tener cuenta con las órdenes de D. Juan, alzó el destierro al duque de Osuna y al PrÃncipe de Astillano, diciendo con desusada firmeza: «aunque él se oponga, basta que yo quiera para que se haga.» Y con efecto, ya no consultaba el Rey sus determinaciones sino con el duque de Medinaceli y un cierto D. Gerónimo de EguÃa, que de escribiente habÃa llegado á secretario del despacho, y entendÃa mucho en los asuntos públicos. Por algunos meses estuvo el Rey tan animado, que se llegó á esperar un desarrollo afortunado de su naturaleza. Comenzó á mostrar no sólo firmeza, sino ira y resolución muy grandes. Barrionuevo cuenta que cierto dÃa tiró la espada, y estuvo á punto de matar á un paje porque contradijo levemente sus órdenes.--Fué un fuego fatuo aquel aliento y resolución; pero duró lo bastante para hacer temblar á D. Juan por su poderÃo. Susurrábase ya que la Reina madre habÃa de venir para asistir á la entrada de la nueva Reina, y los enemigos de D. Juan se mostraban alegres y confiados, al paso que él se hallaba solo, sin un amigo apenas que le diese consuelo. Procuró divertir al Rey con comedias y fiestas que le daba ya en el Pardo, ya en la Zarzuela, esquivando llevarlo á Aranjuez, porque no estuviese tan cerca de su madre; mas no consiguió por eso recobrar su afecto. Trajo de Salamanca en tal extremidad para que le sostuviese, á un catedrático de la Universidad, por nombre Fr. Francisco Relux, muy partidario suyo en otro tiempo, elevándole al cargo de confesor del Rey. Pero éste se puso contra él al punto, llevándose antes de la conveniencia que presta el ir tras el vencedor, que de la gratitud que le exigÃa el seguir la suerte del vencido. Nadie dudaba ya que al llegar la nueva Reina, el resentimiento que tenÃa el Embajador de su nación con D. Juan y la vuelta de la Reina madre le derribasen, cuando el peso de los cuidados, de los temores, de las esperanzas burladas, la ambición y la ira de consuno postraron al bastardo en el lecho, de donde no se levantó jamás. Murió, dicen, de tercianas; otros dicen de veneno; pero, sin duda, el verdadero mal fueron sus pasiones desordenadas. Mostró la mayor conformidad en los últimos momentos, y sus funerales se confundieron con el regocijo á que se entregaba toda la corte por la próxima llegada de las dos Reinas. En la muerte de D. Juan termina, naturalmente, el primer perÃodo de la vida de Carlos II. [Ilustración] LIBRO DÉCIMO SUMARIO Vuelta de Doña Mariana á la corte.--Muerte de Valenzuela.--La reina Doña MarÃa Luisa.--Fiestas á su llegada.--Intrigas en la Corte.--Afrentas de los extraños.--Ministerio de Medinaceli.--Cuestión de Alost.--Guerra con Francia.--Flandes: pérdida de Luxemburgo.--Cataluña: defensa gloriosa de Gerona; hazañas de los miqueletes.--Bombardeo de Génova.--Treguas.--Más intrigas en la Corte; caÃda de la camarera y el confesor.--Miseria del reino.--Sosiego del Rey.--CaÃda de Medinaceli y Ministerio de Oropesa.--Lira.--Nuevas disposiciones.--Hostilidades de franceses, moros y filibusteros.--Liga de Augsburgo.--Muerte de la Reina.--Nuevo matrimonio del Rey.--Intrigas de Lira; su caÃda.--Guerra.--Flandes: batallas de Valcourt y de Fleurus.--Pérdida de Mons y de Hall; batalla de Nerwinde.--Italia: batallas de Saluces, de Coni y de Marsalla.--Cataluña: disturbios de los naturales; pérdida de Camprodón; recóbrase esta plaza; pérdida de la Seo de Urgel; bombardeo de Barcelona; pérdida de Rosas; disgusto de Cataluña; batalla funesta del Ter; pérdida de Palamós, Gerona, Hostalrich y otras plazas; levántanse de nuevo los miqueletes; sus hazañas; sitios de Hostalrich y Palamós; defensa de Barcelona y su pérdida.--Hostilidades de los infieles.--Paz de Riswich.--Intrigas de la Corte durante la guerra.--_El cojo y la perdiz._--CaÃda de Oropesa.--Influjo de la nueva Reina.--Privanza de Montalto.--Gobierno de los Tenientes generales. Agrávanse los males del Rey.--Artificios del conde de Arcour, Embajador de Francia.--Pretensiones á la sucesión.--Partido alemán y partido francés.--Favor de Portocarrero.--Nueva privanza de Oropesa.--MotÃn de Madrid.--Tratado de repartimiento.--Supuestos hechizos del Rey.--Debates sobre la sucesión.--Pide el Rey consejos.--Su testamento.--Su muerte. DOS dÃas después de muerto D. Juan, entró en Madrid en triunfo la reina Doña Mariana, acompañada del Rey su hijo (1679), que fué á buscarla á Toledo. Los Grandes más encarnizados enemigos suyos se apresuraron ahora á felicitarla, y el pueblo mismo, inconsciente como siempre, la vitoreó con entusiasmo. Olvidáronse las faltas de aquella mujer, de quien nunca se esperó cosa buena, comparándolas con las de D. Juan, que tantas esperanzas habÃa hecho nacer en vano. Fué fortuna que ya que el pueblo y los mismos Grandes obrasen con tan escasa cordura, la Reina hubiese adquirido alguna, en el destierro y la expiación que habÃa padecido. Mujer que aunque sin culpa habÃa amenguado la honra del Trono poniéndose en lenguas del vulgo y que habÃa traÃdo á la nación á tanta anarquÃa, no podÃa ya intervenir con público provecho en el Gobierno. Conociólo la misma Doña Mariana, y apenas se ocupó en adelante sino en asistir á las ceremonias de la corte y practicar sus devociones, ó cuando más, en intrigas domésticas. No habÃa puesto, sin embargo, en entero olvido lo pasado, porque su primera diligencia fué pedir al Rey que levantara el destierro de Valenzuela, y nunca dejó de instar en ello. Frustróse su deseo, á causa primero de la oposición del secretario EguÃa, que veÃa en él un rival temible, y luego de la repugnancia del Rey, de modo que murió Valenzuela, desgraciadamente, sin tornar á España. HabÃa logrado con su afable trato que el Gobernador de Filipinas le sacase del castillo de San Felipe, donde al principio estuvo, y le permitiese vivir con holganza en Manila haciendo y representando comedias. Logró después que ya que no se le alzase el destierro, se le dejase pasar á Méjico, donde el Virrey, conde de Galve, hermano de su primer protector el duque del Infantado, le acogió cariñosamente. Con su amistad y una corta pensión que obtuvo, vivió allà algún tiempo ocupado, según se cuenta, en domar potros salvajes, hasta que uno de éstos, hiriéndole con una coz, le ocasionó la muerte. Vida y muerte extrañas en un hombre que tan alto habÃa encaramado la fortuna; y hombre que no excita de sà tanto desprecio como lo excita la MonarquÃa, de que pudo ser por tantos años dueño. Más infeliz si cabe que la suerte de Valenzuela, era en tanto la de Doña MarÃa Eugenia de Uceda, su esposa. Debió ésta arrepentirse muchas veces de haber dado entrada con la Reina madre á su esposo; y mucho debió de padecer durante su privanza. Acabada esta, la persiguió el vengativo recuerdo de D. Juan tanto como á su esposo, privóla hasta de su dote, quitóla los gananciales en la confiscación de los bienes del marido, y la redujo á tan miserable condición, que andaba pidiendo limosna de puerta en puerta, recogiéndose de noche en un campanario. Algo debió de aliviarla la reina Doña Mariana cuando volvió á la corte; pero ello es que murió obscuramente sin que se sepa su último paradero. Todos motivos de remordimiento y de retiro para la reina Doña Mariana. Fijábanse por entonces los ojos del pueblo en la nueva reina Doña MarÃa Luisa, que entró en Madrid á principios de Enero de 1680, y era digna en verdad de amor por sus virtudes, que excedÃan aún á su belleza. Dedicóse desde el primer momento á tranquilizar y cuidar al Rey, y éste la pagaba amándola tiernÃsimamente y proporcionándola continuos espectáculos, toros, comedias y farsas donde recrease su espÃritu, presentando la corte por muchos dÃas el propio alegre aspecto que en los mejores tiempos de Felipe IV. No habÃa visto ningún _auto de fe_ Carlos II, y con objeto de proporcionarle este placer, dispuso la Inquisición general en 1680 en que viniese á celebrar uno en Madrid la Inquisición de Toledo, y para mostrar en él todo su esplendor siniestro y su terrible grandeza, vino el tribunal de aquella división con todos sus familiares y allegados y los de Ãvila, Segovia y demás iglesias comarcanas. Reuniéronse las causas de hasta ciento veinte de aquellos desdichados que tenÃa el Santo Oficio en sus cárceles, y se mandó levantar un teatro en la Plaza Mayor de Madrid, mucho mayor y mucho más ostentoso que aquel con que se obsequió en 1632 á Felipe IV. El Rey, como tan supersticioso, acogió con júbilo el propósito del tribunal, lo propio que la reina Doña Mariana; y la misma Doña Luisa, amable y bien intencionada, por no disgustar á su esposo hubo de poner buen semblante á aquel espectáculo odioso que se la preparaba. Pero fué mayor aún el júbilo en la grandeza y pueblo. Hiciéronse para esta función familiares del Santo Oficio los más de los Grandes y de los tÃtulos ilustres de España; y los Alencastre, los de la casa de Aguilar, los de Zúñiga, Osorio, Pimentel, Pacheco, la Cueva, Silva, Mendoza, Fonseca, Moncada, Cardona, Guzmán, Fernández de Córdoba, la Cerda, Toledo, Portocarrero, Guevara y Manrique de Lara, hubieron de presentar nuevas pruebas de nobleza para alcanzar el honor de ser familiares del Santo Oficio, y acompañarlo con su cruz al pecho, en el ejercicio de sus venganzas. Los del pueblo, por no ser menos que los nobles en aquella demostración, acudieron presurosos á formar, para escolta de los reos, una compañÃa llamada de soldados de la fe. HÃzose la ceremonia de llevar los haces de leña donde habÃan de ser quemados los que parecÃan más culpables al Alcázar real, y allà se ofreció uno de ellos al Rey, que éste ordenó cuidadosamente fuese el primero que en muestra de su piedad se echase al fuego. Paseáronse ostentosamente por Madrid las cruces llamadas de la fe, llevando en tales procesiones el estandarte de la Inquisición el duque de Medinaceli, de Cardona y de Lerma, D. Francisco de la Cerda EnrÃquez Alfán de Rivera, declarado ya primer Ministro, y asistiendo en la guarda del tribunal el noble marqués de Pobar y Malpica con cincuenta alabarderos de su casa. Por fin llegó el dÃa del auto, que fué en Madrid de universal regocijo; el pueblo discurrÃa por las calles desde el amanecer gritando ¡viva la fe de Cristo! Los Grandes y los nobles aprovechaban tal ocasión para hacer alarde de la grandeza que poseÃan; el clero, numerosÃsimo y lujoso, acudÃa á presenciar su triunfo; los Reyes fueron de los primeros que aparecieron en la Plaza Mayor para no perder un punto del espectáculo; y hasta las damas hermosas de la Corte, no queriendo ser menos, llevaban bordados en los vestidos el hábito y las insignias de la santa Inquisición. Al propio tiempo que este concurso brillante y alegre llenaba el gran teatro levantado en la Plaza Mayor, veÃanse en ella también los miserables que habÃan de ser condenados; jóvenes, ancianos y mujeres, en la flor de su edad muchas, otras que apenas llegaban á la adolescencia. Los que habÃan muerto en las cárceles estaban allà en estatua con las cajas de sus huesos, los pertinaces con mordazas en los labios, otros sin ellas, pero todos con corozas y los hábitos horribles que la Inquisición acostumbraba: espectáculo de penosa recordación, pero que bien merece alguna descripción, porque solamente asà ha de comprenderse á qué punto de degeneración habÃa traÃdo el fanatismo religioso las ideas y los sentimientos de los españoles. Tomó el Inquisidor general, que era D. Diego Sarmiento de Valladares, juramento al Rey, de que perseguirÃa siempre á los herejes y apóstatas, y de que los entregarÃa al Santo Tribunal sin omisión ni excepción alguna; juramento humillante en quien lo daba, osado en quien lo pedÃa. Luego un fraile probó en el púlpito, con no pocas citas de autores paganos, la justicia de castigar á los infieles. Leyéronse las acusaciones y las sentencias de todos los condenados, y por último salieron para el brasero, para aquella sola ocasión levantado, en las afueras de la puerta de Fuencarral de que escribió en sus _Memorias_ el marqués de Villar, hasta en número de cincuenta y uno, los treinta y dos en estatuas, los otros en persona, que eran trece hombres y seis mujeres y de ellas una madre con dos hijas. Los demás padecieron diferentes castigos, todos durÃsimos, en los dÃas siguientes. LÃcito es creer que la buena reina Doña Luisa no quedarÃa muy contenta del obsequio que se la hizo; y que harto más agradecerÃa las otras fiestas de toros y comedias con que antes y después del auto se celebró su venida. En tanto continuaban, muerto D. Juan, las intrigas de la Corte. Nacidas de la debilidad del Rey, como esta era mayor que la de ninguno de sus predecesores, tampoco se conocieron jamás tantas y tan penosas en España. Húbolas muy grandes antes de que el duque de Medinaceli fuese declarado primer Ministro. PretendÃan este cargo, á la par que Medinaceli, el Condestable de Castilla, duque de FrÃas, D. Iñigo Fernández de Velasco y D. Gerónimo de EguÃa, hombre de bajos principios y de menores talentos, el cual, favorecido ya con el cariño del Rey, y habiendo contribuÃdo no poco á desacreditar á D. Juan, levantaba sus pensamientos á ocupar el primer lugar de la MonarquÃa. Era el D. Gerónimo, de los Ministros más indignos que hubiese tenido España; pero poseÃa la fácil destreza de adular, y el arte de sufrir y disimular; uno y otro de gran poder en las Cortes, sobre todo en épocas de debilidad en la Corona y de disturbios entre los cortesanos. Asà hizo tanto, que si no lograse la privanza, entretuvo por más de medio año al Rey con diversos pretextos, para que no nombrase primer Ministro y en el Ãnterin estuvo gobernando á su antojo la MonarquÃa. Apoyaba la Reina madre al Condestable, á Medinaceli el cariño del Rey, y EguÃa contaba además de este con la ayuda del confesor, que no querÃa ver de primer Ministro á hombre que fuese muy poderoso. Después de muchas idas y venidas y de muchos sutiles manejos de los pretendientes, en los cuales tuvieron que tomar alguna parte las dos Reinas, quedó por Medinaceli la victoria. Era este magnate bien reputado, de quien se creÃa que superaban los talentos á la ambición; mas otra cosa mostró su conducta. Halló abandonados de EguÃa todos los negocios públicos, y que el francés bajo pretexto de que se dilataba la entrega de la ciudad de Charlemont, según lo pactado en Nimega, habÃa enviado á Flandes unos siete mil caballos, que subsistieron á costa del paÃs hasta que el duque de Villahermosa, no pudiendo como debiera vengar aquel insulto, accedió á sus pretensiones. Al propio tiempo amenazaba á Italia entrando en Cazal, tantas veces disputada, por medio de un tratado con su señor el duque de Mantua, y fué preciso enviar algún socorro á Flandes y á Italia por temor de nuevos atentados, aunque el dinero faltaba tanto, que apenas para el gasto diario de la Casa real se encontraba, pues aunque en los mismos dÃas del matrimonio habÃa llegado la flota de Indias ricamente cargada, todo se gastó en los festejos, y luego no se discurrió otra medida para remediar la Hacienda, que el bajar de nuevo el valor de la moneda, lo cual originó, principalmente en Toledo, grandes tumultos. Medinaceli, para apartar de sà una parte de aquella responsabilidad inmensa, acudió al remedio, tan usado antes y después en España, de crear una junta de consulta, la cual se compuso del Condestable, el Almirante, el marqués de Astorga, el confesor y otros dos teólogos. Y mientras él se entretenÃa en consultar con aquella junta, Nápoles andaba afligida de salteadores; los filibusteros desolaron á Portobello, y poco después á Veracruz, y dominaron completamente los mares de América; los Gobernadores de las provincias obraban cada cual á su arbitrio, y entre otros el de Buenos Aires D. José Garro, echó de la colonia del Sacramento á los portugueses, comprometiéndonos en nuevas desavenencias; Francia nos amenazaba insolentemente con bombardear á la menor ocasión nuestros puertos; y por último, dentro de Madrid mismo hubo un gran tumulto, que causó por algunos dÃas grande inquietud al Rey y á toda la corte. Un cierto Marco DÃaz, de oficio comerciante, escandalizado al ver la mala administración de los regidores de la villa, que aplicaban en su provecho todos los subsidios que pagaba el pueblo, hizo muy ventajosas proposiciones, si se le daban las rentas del Rey en arrendamiento. Regocijóse el pueblo, que habÃa de ganar mucho con las proposiciones de Marco DÃaz; pero de parte de los interesados en el cobro de las rentas fué muy mal oÃdo el propósito. Y sea que ellos mismos pagasen la muerte de DÃaz, sea que él tuviese otro género de enemigos, el hecho fué que acometido camino de Alcalá cierto dÃa por unos enmascarados, le dieron varias heridas mortales. Fué tanta la ira del pueblo de Madrid, que se temió que faltasen al mismo respeto del Rey. La Providencia, no contenta con esto, señaló aún con hambres, huracanes y desolaciones producidas por los elementos, los primeros meses del gobierno de Medinaceli. En tales circunstancias se rompió al fin de nuevo la guerra contra Francia. Cada vez más soberbio Luis XIV con ver que era mayor nuestra debilidad cada dÃa, nos pidió el condado de Alost y la antigua y noble ciudad de Gante, con otras varias, sobre las cuales suponÃa tener derechos que España, antiquÃsima y libre dominadora de la provincia, le disputaba. No contento con bombardear horriblemente á Luxemburgo, ejecutándolo contra la fe de todos los pactos y del derecho de gentes, llevó á cima sus atentados invadiendo las tierras de Alost y los demás estados con numerosas tropas. Hubieron de rechazar la fuerza con la fuerza algunas partidas de españoles, y Luis XIV tomó de esto pretexto para dar por comenzada formalmente la guerra. Y enviando al mariscal de Humières con numerosÃsimo ejército, sujetó á su dominio las plazas de Courtrai y Dixmunda, sorprendidas y sin prevención alguna. Luego propuso que devolverÃa estas plazas si se le entregaba Luxemburgo ó Pamplona. à tan insolente conducta no pudo corresponder España sino con declarar la guerra (1683); y cierto que si alguna vez habÃa sido justa, ahora lo era, porque del honor no pueden prescindir jamás las naciones. Pero nunca tampoco se habÃa comenzado debajo de tan malos auspicios. No tenÃamos medios de ofender ni de defendernos, y causa maravilla que no se perdiese más de lo que se perdió. Consta de los despachos de los Embajadores franceses, continuos espÃas de nuestras cosas, que en 1680 no habÃan guarnición ni municiones en San Sebastián, Pamplona ni FuenterrabÃa, y que no habÃa ejército en toda Navarra para mantenerla un mes contra Francia. La Vauguyon, uno de estos Embajadores, denunció á su corte que en 1682 no habÃa hallado más que unas cuatro compañÃas con doscientos hombres inútiles en Vizcaya y las Castillas. Todas las provincias estaban lo mismo. Gobernaba la de los PaÃses Bajos el duque de Villahermosa, D. Carlos de Guerrea Aragón y Borja, soldado de valor que habÃa comenzado á servir en los puestos más bajos de la milicia, á pesar de su ilustre sangre, el cual levantó algunas tropas walonas, reorganizó las pocas españolas que tenÃa, y dispuso la defensa lo menos mal posible. Sin embargo, no pudo impedir que en el invierno de 1683 asolasen los franceses el Brabante, ni que Oudenarde fuese horriblemente bombardeada y destruÃda, ni que se perdiese la grande y fortÃsima plaza de Luxemburgo. Sostúvola valerosamente el PrÃncipe de Chimay con hasta dos mil hombres, en que habÃa bastantes españoles, número desproporcionado á tan extensas fortificaciones como eran las de aquella plaza, y no la rindió sino al cabo de veinticinco dÃas de trinchera abierta, después de haber apurado en salidas y defensas todos los recursos de la guerra. HabÃanos ofrecido socorros Holanda, ajustándose un tratado de alianza; pero apenas nos envió algunos, y más desde que con la pérdida de Luxemburgo vió abiertas sus fronteras á las armas de Francia. Asà fué que no pudimos una sola vez parecer en campo en Flandes delante de los escuadrones franceses. En tanto en Cataluña, no bien publicada la nueva guerra contra Francia, levantó Barcelona algunos tercios para defender la provincia. Entró en ella el francés el mismo año (1684) al mando del marqués de Bellefont, con cerca de veinte mil hombres; llegó á Bascara y de allà se encaminó á Gerona. Acudió al opósito el virrey duque de Bournonville, con el pequeño ejército que habÃa podido juntar, incapaz de resistir al enemigo en campo abierto, y le disputó encarnizadamente el paso del Ter; pero no pudo impedir que lo esguazase y abriese trinchera delante de Gerona. Entonces el Duque se volvió á Barcelona para atender al socorro y al reparo y fortificación de las demás plazas. Colocó once cañones el de Bellefont en sus trincheras, y batió tan furiosamente á Gerona, que á los pocos dÃas estaban abiertos por todas partes los muros y arruinadas muchas casas. Antes de dar el asalto, que parecÃa ya fácil, envió el francés un trompeta á la plaza ofreciendo honrosos partidos para la rendición, y amenazando de lo contrario con entrarla á fuego y sangre; pero el Gobernador D. Carlos Sucre y los vecinos, llenos de entusiasmo, se negaron á oir toda proposición de concierto. Entonces dió el francés un asalto general con todas sus fuerzas, y los de la plaza lo resistieron de modo, que después de largas horas de combate quedaron dueños de sus muros, bañados con la sangre de nueve mil enemigos y de cuatrocientos de ellos. Tres banderas que osaron los enemigos clavar en las brechas, fueron tomadas de los nuestros, y, desalentados y rendidos, abandonaron sus lÃneas después del asalto, retirándose en completo desorden. Aprovecháronse de este decaimiento de los franceses el marqués de Leganés y TrincherÃa para caer sobre Bascara y traerse prisionera á toda la guarnición francesa. Pero en su retirada, todavÃa muy superiores en número á los nuestros, tomaron con ayuda de su armada, que era muy gruesa, el puerto de Cadaqués, y amenazaron á Rosas, aunque hallándola bien prevenida, continuaron retirándose hacia Camprodón, vivamente perseguidos por el infatigable TrincherÃa y sus miqueletes, como siempre, tomándoles convoyes, matando á los extraviados y causándoles infinitos daños. Asà acabó aquella campaña, y con ella la guerra por esta parte. También amagaron durante ella los franceses al paÃs vascongado, pero no pasó de amago; y aunque llegaron á embestir á FuenterrabÃa, no lograron fruto alguno, defendiendo los naturales con su ordinario valor la frontera. Bombardearon con poderosa escuadra á Génova, por castigar la antigua alianza que con España tenÃa aquella república. Hubiéranse aún apoderado de la ciudad á no ser por la valerosa defensa que hicieron en varios puestos tres mil soldados que el Gobernador de Milán envió á socorrerla. Fué esto parte para que, lejos de conseguir su propósito, tuvieran que reembarcarse con mucha pérdida; pero hicieron con sus bombas tremendo estrago. No hubo lugar á más, porque interviniendo el Emperador y Holanda, se ajustó en Ratisbona (1684) una tregua de veinte años por la cual tuvo España que dejar en depósito en manos de Luis XIV las plazas de Luxemburgo, Bovines y Chimay, recobrando las demás que habÃa perdido. Génova, temerosa de los franceses, se reconcilió también con ellos debajo de las condiciones humillantes que éstos la impusieron, apartándose de la amistad antigua de España. Lo mismo la guerra que la tregua se hicieron casi por sà solas, sin que la Corte tuviera ocasión de ocuparse de ellas. Porque á la verdad, si grandes eran los apuros de la MonarquÃa, mayor era la flojedad y la incapacidad polÃtica de Medinaceli. En lugar de atender á los peligros, ya que tomaba á su cargo los honores del Gobierno, no tardó en consagrarse enteramente á las intrigas en que ardÃa la Corte. Jamás jirones de poder y grandeza han sido más disputados ni por más pequeños medios. Figuraban ahora principalmente entre los contendientes frailes y mujeres; de ellos y ellas eran los instrumentos del primer Ministro y de los que procuraban sucederle; de ellos y de ellas los que empleaba todo el mundo para lograr sus planes. Señalábanse entre las mujeres la duquesa de Medinaceli, mujer de elevado talento y ambiciosa, que tenÃa dominado á su marido, y disponÃa de todo á su antojo, y la de Terranova, Camarera mayor de la Reina, dama de imperioso carácter, que apenas juzgaba por su igual á la Reina, ni reconocÃa derecho en nadie á competir con ella el influjo. De entre los frailes, era el principal el P. Reluz, confesor del Rey. Hallábase un tanto en peligro la de Terranova, por andar disgustada con ella la Reina. No bien se traslució esto, comenzaron á disputarse ya el puesto la marquesa de los Vélez, la de Aytona, la duquesa de Alburquerque y otras muchas señoras principales, cada una apoyada por sus deudos y amigos. Declaráronse los duques de Medinaceli contra la de Terranova, que estorbaba todos sus propósitos, despreciando más que acatando su poder, y ella también se propuso derribarlos del mando. Y coaligados con la duquesa el P. Reluz, confesor del Rey, tan ingrato á D. Juan de Austria, y D. Gerónimo de EguÃa, llegó á creerse que aquel suceso ocasionarÃa la caÃda del débil marido y la mujer ambiciosa. Tuvo el buen fraile una conferencia con el Rey, donde le probó con abundante copia de razones cristianas, que debÃa separar á Medinaceli y nombrar Ministro que fuese de su gusto; procuró llenarle de remordimientos, como llenaron sus antecesores en el cargo á Felipe III, y le amenazó seriamente con la eterna condenación, si no escuchaba sus consejos. Torpe empleo el que hacÃan aquellos frailes desalmados de su santo y consolador ministerio. En un Rey como Carlos no podÃa menos el confesor de lograr el efecto que esperaba; y no bien llegó Medinaceli, se apresuró aquél á darle sus quejas. Defendióse el Ministro como astuto y le aconsejó que para que más no le acongojase con aquellas predicciones terribles y anatemas, tomase confesor más blando. No oyó mal tampoco este consejo el pobre PrÃncipe, y vagando de una en otra incertidumbre, consultó el caso con EguÃa, que, como aliado del confesor y de la camarera, parecÃa que hubiera debido esforzar los argumentos de aquél, perdiendo á Medinaceli. Pero éste EguÃa no era hombre que se juzgase obligado con nadie sino consigo propio; y al ver al confesor y la camarera triunfantes, y al Ministro herido y decadente, prefiriendo al amigo poderoso el enemigo débil, se puso de repente de parte de Medinaceli, y aconsejó al Rey, como éste, que buscara confesor más blando y que jamás se entrometiese en las cosas de Gobierno. Entonces el P. Reluz fué separado del cargo de confesor, y la de Terranova, combatida por el Ministro y aun por la Reina madre, que recordaba en ella una de las más encarnizadas enemigas de su regencia, abandonada de EguÃa y oprimida de tantos como por deudos ó amigos seguÃan el partido de las otras señoras que solicitaban su empleo, hubo de sucumbir. Ordenósela cortesmente que pidiese su retiro, cosa no vista jamás en damas de su empleo, que no solÃa acabar sino con la vida de las reinas ó la propia vida, y entró en su lugar la duquesa de Alburquerque, amiga de la Reina madre y del Ministro, mujer amable y de no vulgar talento. Creyóse afirmado con este triunfo el de Medinaceli; pero no tardó en desengañarle su caÃda. La intriga y la envidia y la baja ambición, desencadenadas siempre en derredor de los tronos mal ocupados, donde se asientan personas débiles ó de inteligencia escasa, no dejaban ahora de agitarse un punto. Era natural que la Reina madre quisiese ver acomodados en destinos públicos á los que la habÃan acompañado en la desgracia, sin que por eso hubiera de usurpar el poder; pero lejos de tolerarlo los cortesanos que solicitaban aquellos destinos, alborotaban la corte diciendo que el Rey estaba otra vez en tutela. No se pagaba á nadie, porque no habÃa con qué; los empleados de virtud y valÃa se negaban á asistir en sus puestos por no poder vivir en ellos con la honra ilesa, dado que no era posible contar con los sueldos; hubo algunos á quienes fué preciso obligarlos á continuar por fuerza. Y, sin embargo, jamás se han disputado tanto ni con tanto encarnizamiento los empleos. Dió esto lugar á que el de Medinaceli, falto de dinero, no atreviéndose á pedirlo al reino reuniendo Cortes, y sin medios de procurárselo, sacase á pública subasta casi todos los empleos, llegando á ser uso lÃcito lo que fué abuso hasta entonces. Los pocos destinos que no se vendÃan se daban por motivos indignos: tal vez á la mujer adúltera ó á la hermana deshonrada para el hombre abyecto que de ellas se valÃa, tal vez al objeto de aplacar una saña; como cuando, separada del cargo de camarera la duquesa de Terranova, se dieron á su yerno y nieto el duque de Hijar y al de Monteleón, al uno el Virreinato de Galicia, y al otro el Toisón de oro. Y si alguna vez se daba al mérito un empleo, era entonces cuando mayores quejas se suscitaban, como se vió en la provisión del Virreinato del Perú, que se hizo en D. Melchor Navarra y Aragonés, hombre de claro saber y virtud, aunque de cuna humilde; cargo pretendido por el marqués de Santa Cruz, que si no estaba destituÃdo de mérito, no tenÃa tanto como el nombrado, pero que contaba en su apoyo numerosa familia y amigos. Todos, con razón y sin razón, combatÃan al Ministro: si él era malo, malos eran los más de los que lo combatÃan; ansiaba cada cual suplantarle y hacer lo mismo que él, y para eso voceaban mucho el bien del Estado. El Rey, entregado en tanto al reposo que necesitaba su espÃritu, sin fuerzas siquiera para conllevar las horas de despacho, disfrutaba de los dÃas más felices de su vida en el regazo de su buena esposa Doña MarÃa Luisa de Orleans. Esta, llena de santos deseos y dotada, aunque de débil complexión, de más energÃa que su marido, no dejaba de aconsejarle lo que juzgaba bueno y justo. Pero ni su corazón ni su cabeza eran á propósito para aquellas miserables luchas; y asÃ, oyendo tantas quejas y viendo tantos males, pidió, al fin, al Rey que separase á Medinaceli, sin pensar en quién habÃa de sucederle. Semejantes causas movÃan á desear la ruina del Ministro á la Reina madre, aunque, á la verdad, tampoco faltasen en ella razones de interés propio. Andaba sentida de que Medinaceli no la pagase sus pensiones, teniéndola reducida á no poca estrechez y penuria. Juntóse también contra el Ministro, y era el principal móvil de su ruina, porque aspiraba á sucederle, el conde de Oropesa, que, para indisponer á Medinaceli con el Rey, se valió de su criado Vivanco, hombre cándido y bien intencionado, introducido por él en el cuarto del Rey. Logró primero de éste que lo nombrasen Presidente de Castilla, desde cuyo puesto comenzó á cercenar las facultades del Ministro, é hizo tanto contra él, que el Rey, aconsejado al propio tiempo por su esposa y por su madre y anhelando mejor gobierno, determinó, al fin, apartar de sà á Medinaceli, comenzando á hacer á éste públicos desaires, á fin de que pidiese su retiro. Mas el de Medinaceli no se dió por entendido. Lejos de eso, intrigaba con más ardor que nunca por conservar el mando, cuando recibió orden del Rey para que se retirase al lugar de Cogolludo (1685), privado de todos sus empleos. Entonces entraron á gobernar de consuno el conde de Oropesa y D. Manuel de Lira. D. Manuel JoaquÃn GarcÃ-Alvarez de Toledo y Portugal, conde de Oropesa, era segundo de la casa de Braganza, de origen bastardo, aunque él no lo fuese; hallábase en la flor de su edad y habÃa figurado no poco en las turbulencias de los últimos años, distinguiéndose por sus claras luces y la destreza y disimulo con que logró sostenerse no mal quisto entre D. Juan y Valenzuela y Medinaceli y todos los potentados, hasta que á él le llegó la ocasión de serlo. Dábase por muy devoto, gobernaba hermandades y favorecÃa iglesias, todo muy á propósito para medrar en aquella época, y tenÃa también mujer muy intrigante y ambiciosa que le ayudase en sus miras y que le asistiese con sus consejos. Fué primero Gentilhombre, luego Consejero de Estado, por último Presidente de Castilla, desde donde logró derribar á su bienhechor Medinaceli. Una vez conseguido, por aparentar poca parte en lo que era obra de sus manos, no quiso tomar el nombre de primer Ministro, contentándose con el que tenÃa de Presidente de Castilla, ni gobernar solo, porque otros llevasen las culpas aunque fuese él solo quien gobernase. De aquà nació el que nunca se hallasen tantas personas como ahora entendiendo en los negocios públicos, y aún que compartiese el de Oropesa el Gobierno con D. Manuel de Lira. Era éste ya, por influjo de Oropesa, Secretario de Espado y del despacho universal, hombre, si de antiguos servicios en los ejércitos y negocios polÃticos, probo y diestro, de ambición grande, como entonces se usaba. Lo más notable de este Ministro fué que se atreviese á proponer se permitiese la vuelta á España de los judÃos, practicar secretamente sus ritos, y tener cementerios á los demás extranjeros, como uno de tantos medios de proteger el comercio y la industria en España. Mas con tales ideas, hubo contra él desde el primer dÃa cierta oposición que llegó á ser declarada guerra más adelante. Lira no recordó cuánto le debÃa á Oropesa sino para aborrecerle más, aunque no desembozándose al principio, porque éste con sus relaciones y hechuras, y más con sus devociones y buen ingenio, era omnipotente en el ánimo del rey Carlos. Prestaba éste entonces alguna más atención que solÃa á los negocios; preguntaba por todo y de todo querÃa enterarse, y gustaba mucho de la facilidad con que ponÃa á su alcance las cosas el favorito. No lo apartaba de su lado, y Oropesa hallaba nuevos pretextos para encubrir sus propias obras en la voluntad del Rey. No tardó, sin embargo, en alarmarse de verle tan inclinado á los negocios, y entonces discurrió, á lo que se cuenta, una traza funestamente ingeniosa. Buscaba á propósito los más difÃciles, y en lugar de aclarárselos, lo confundÃa en ellos hasta hacer que los aborreciese de nuevo. Entretanto, suprimió plazas en los Tribunales y SecretarÃas; reformó el consejo de Hacienda; abolió empleos militares inútiles, ordenando que se recompensase con empleos civiles á los que habÃan servido bien en las armas; rebajó ciertos sueldos, y ordenó que no se empleasen más que á los cesantes por orden de antigüedad y servicios. Publicó, además, en materia de Gobierno reglamentos y órdenes no destituÃdos de conocimiento; otros, equivocados, como el prohibir la entrada de mercaderÃas extranjeras por impedir que saliera el oro, y aún que las usasen las personas de la Casa real, para dar ejemplo. Hubo nuevos _autos de fe_ de mercaderÃas, como aquellos que señalaron los principios de Felipe IV, y se abolieron ciertos impuestos gravosos, compensando con réditos á los que tenÃan hipotecados por adelantos al Tesoro tales impuestos. Mandó también Oropesa que se persiguiese enérgicamente á los bandidos que infestaban el reino, prohibiendo el uso de armas de fuego cortas, con que favorecÃan sus crÃmenes, y tuvo particular cuidado en que no faltasen en Madrid los abastos, aunque faltasen comestibles en toda España. Singular privilegio en Madrid, cuando tan poca centralización polÃtica tenÃa la nación; pero no por eso menos cierta. Juzgaban entonces los Ministros que era contentar á Madrid tener contento á todo el reino, sin duda, porque sólo las quejas de Madrid llegaban á oÃdos del Rey, y su miseria era la notada y conocida sólo. Quiso también Oropesa rebajar los gastos de la Casa real, y aunque no pudo por la oposición que halló en los cortesanos, fué loable pensamiento. Mas no hubo tiempo de formar grandes esperanzas sobre Oropesa, aunque hubiese muchos loables pensamientos entre los suyos. La Condesa, su mujer, tras de ser tan dada al influjo como la de Medinaceli, su antecesora, era más dada á la codicia, y el mismo Conde no era ni más recto ni menos inclinado que los que le precedieron al provecho propio y de sus amigos. Viéronse en Madrid, como antes, crÃmenes duramente castigados en unos, no en otros, por ser criados ó deudos de los amigos del Ministro. Sospechóse luego que en el abasto de la carne, más cara que lo que era razón, y á cargo de unos negociantes llamados los Prietas, tenÃa que ver la mujer del Ministro, realizando de acuerdo con ellos enormes ganancias. Notóse, en fin, con escándalo, que cuando la Superintendencia de la Hacienda, como tan aniquilada, pedÃa persona de gran conocimiento, el de Oropesa, prefiriendo su interés particular al de la Corona, puso en tal puesto al marqués de los Vélez, su primo, ya Presidente de Indias. Era el Marqués hombre de gran bondad, pero de talento cortÃsimo, y todos sus negocios los dejaba á cargo de un cierto GarcÃa de Bustamante, criado suyo y antes paje, sin más talento que una bachillerÃa agradable, pero con deseos ya de primer Ministro. Este, hallando establecido por el de Medinaceli, que también fué Presidente de Indias, el arbitrio de vender todos los empleos y beneficios de aquellas provincias, lo continuó y acrecentó de modo, que hasta las magistraturas y los obispados se vendieron en almoneda. Pronto hubo corredores de estos últimos empleos que públicamente ejercÃan su oficio, señalándose entre ellos el marqués de Santillana, indigno de su nombre. Estos corredores, después de entenderse con el de Bustamante en su particular, compartÃan con la marquesa de los Vélez la ganancia. No tardaron en salir á subasta los indultos por medio también de corredores; lo que ellos no hacÃan, lo hacÃa de por sÃ, ajeno á la vergüenza, Bustamante. Pretextábase que el dinero que se sacaba era para el Estado; pero no era sino para este vil agente y los suyos. Ni se contentó Bustamante con tener riquezas; quiso tener honores proporcionados, y logró de Oropesa, con universal escándalo, primero plaza en el Consejo de Hacienda, y luego en el de Indias. Tantos desmanes levantaron á todo el mundo contra Oropesa, dando pretexto á sus émulos y envidiosos para censurarle y combatirle. HabÃa traÃdo á ser confesor del Rey á un Fr. Pedro Matilla, hombre obscuro y de pocas obligaciones, con ambición y sin talento: también al uso. El objeto fué asegurarse del Rey; pero le salió tan mal la cuenta como á otros de sus predecesores. Matilla, viéndose con tanto poder, convirtió el agradecimiento en odio, y comenzó á combatirle sin tregua. Aumentó una burla de Oropesa la saña del confesor. Instaban todos á aquél para que dejase la Presidencia del Consejo y quedase sólo de primer Ministro; era el intento debilitar su poder para destruirle; mas colorábase con que atendiendo á ambos cargos no podÃa despachar bien ninguno de ambos. Andaban á la verdad muy retrasados los negocios, y el Rey mismo, convencido y aconsejado por el confesor, le propuso que dejase la Presidencia, dando el encargo de proponérselo al confesor mismo. ConocÃa Oropesa la celada, y procuraba evitarla á toda costa; sospechaba ya el odio del P. Matilla, y para probarlo y burlarse de su credulidad, respondió á sus razonamientos, que bien querrÃa dejar la Presidencia; pero serÃa en persona tan apta como él, y no en otro. Hubo de resignarse humildemente el confesor á esta honra, creyendo que de verdad se la ofrecÃa el Ministro, y éste, triunfante, contó el suceso al Rey, sazonado con los chistes de su conversación, que era muy celebrada. El Rey comenzó con aquello á desconfiar del confesor, diciéndole en la primera ocasión que se vieron: «¿por ventura sois vos quien ha de ser Presidente de Castilla?» Y el confesor desde entonces juró perder al Ministro. Halló de su parte al D. Manuel de Lira, al Cardenal Arzobispo de Toledo, al viejo Almirante de Castilla, á los duques de Arcos y del Infantado y otros señores principales, y todos trabajaron tanto, que Oropesa tuvo al fin que dejar la Presidencia al Arzobispo de Zaragoza D. Antonio Ibáñez. Tuvo traza el confesor de indisponer con éste al Ministro, cuando todo se lo debÃa. El nuevo Presidente se unió con los enemigos del Ministro, aliándose también con el Condestable, cada dÃa más sediento del poder que le robó Medinaceli; hombre al decir de un contemporáneo «tan negado á hacer bien con su amistad, como capaz de hacer mucho daño siendo enemigo». Los sucesos vinieron á ayudar á todos estos conjurados en sus empresas contra el Ministro. No dejaba Francia de hacernos afrentas. El haber procesado en uso de nuestro natural derecho á algunos contrabandistas franceses, fué motivo para que Luis XIV enviase al almirante d'Estrée á Cádiz con una poderosa armada (1686), la cual apresó algunas naves, exigió quinientos mil escudos, y hubo que prometerle entera satisfacción para evitar el bombardeo que amenazaba. Orán se vió afligida con un trágico suceso. Gobernaba allà D. Diego de Bracamonte, uno de los capitanes de caballerÃa que acompañaron á D. Juan de Austria en Torrejón y Guadalajara, hombre de temerario valor y muy esclavo de la cólera. Como llegaron los moros en asombrosa multitud delante de aquella plaza, comenzando á talar los jardines y huertas del contorno, salió á ellos imprudentemente el Bracamonte con sólo ochocientos hombres. Pusiéronle los enemigos una celada fingiendo huir, y Bracamonte, enfurecido, cayó en ella, donde perdió la vida peleando valerosÃsimamente, con todos sus soldados, menos cincuenta que lograron abrirse camino por entre los montones de cadáveres enemigos y volver á la plaza. Hubiérase perdido ésta, á atacarla inmediatamente los infieles, y de todos modos ella misma habrÃa abierto las puertas al enemigo, á no sobrevenir el duque de Veraguas con algunos bajeles. Alguna más fortuna tuvimos en Melilla, donde fueron rechazados los moros por D. Francisco Moreno, su Gobernador, aunque él también perdió valientemente la vida. Súpose que ambas jornadas habÃan sido movidas y dirigidas por los franceses. Ni eran ajenos éstos tampoco á las piraterÃas de los filibusteros, cada dÃa más audaces. à Scott, David, Manfield y Morgán sucedieron Olonnés, Monthars, Miguel el Basco y Grandmont, todos á cual más osados y sanguinarios. Grandmont llegó á apoderarse de Veracruz y asolar las cercanÃas de Cartagena. En 1685 se apoderó de Campeche, con daño inmenso de nuestra parte. Por los años de 1647 llevó Luis XIV al último punto los ultrajes. Mandó á su marina que hiciese arriar bandera á nuestras naves en reconocimiento de feudo y vasallaje por las provincias de Flandes, que poseÃamos, y juzgaba tributarias de su Corona. HerÃan tantas afrentas el orgullo de la nación, vivo todavÃa; ¿y cómo no habÃan de herirlo? Murmuraban todos del Ministro que las toleraba, y éste, no menos airado que los otros, y deseando también librarse de sus invectivas, se resolvió á tomar venganza en la guerra. No era tiempo. Pusiera el mal Ministro más cuidado en el Gobierno; reformara abusos sin cometerlos; acopiara tesoros que no habÃa; juntara y disciplinara ejércitos que no se hallaban; buscara capitanes de experiencia; fortificara bien las fronteras, que después de todo esto bien podÃa emprenderse la guerra, no antes, so pena de padecer sin fruto nuevos descalabros. ¿No bastaban las costosas experiencias de los últimos años para conocer que tal como estábamos de Hacienda y de milicia, era locura pensar en la guerra? ¿No habÃan dicho los sucesos pasados que, aun en alianza con otras naciones, todo el daño era para los débiles y todo el provecho para los fuertes? ¿No valÃa tanto padecer afrentas en el gabinete como en los campos de batalla? Nada de esto pudo en Oropesa. Púsose de acuerdo con el Papa, que estaba muy resentido de Francia; con el Emperador, su irreconciliable enemigo; con el prÃncipe Guillermo de Orange, que aspiraba á quitar el trono de Inglaterra al rey Jacobo, fiel aliado del francés; con los duques de Saboya y de Baviera, ofendidos de las altiveces de Luis XIV, y con todos los PrÃncipes del Imperio, reunidos en la dieta de Ratisbona. Dificultó algo la conclusión de la liga el escrúpulo de haber de coaligarse España con los protestantes, y señaladamente con el de Orange, contra un Rey católico como lo era el de Francia; pero hubo á mano mercedes bastantes con que ganar á teólogos para que desvaneciesen el escrúpulo en favorable dictamen. Formóse entre todos la liga llamada de Augsburgo; todos tenÃan casi iguales pretextos de queja por las infracciones continuas que hacÃa Luis XIV de los tratados de Munster y de Nimega y por la soberbia con que, fiado en su poder, trataba á los demás pueblos. Comenzó á recoger sus frutos Guillermo de Orange, desembarcando con un ejército de holandeses y apoderándose, entre las aclamaciones del pueblo inglés, del trono que ocupaba el débil Jacobo. No dió tiempo la rapidez del suceso para que Luis XIV llegara á impedirlo; y conociendo la tempestad que iba á caer sobre él, reforzada aún la liga con el poder de Inglaterra, quiso ganar la delantera comenzando por su parte las hostilidades. Envió un poderoso ejército al Rhin, que, sin previa declaración de guerra, porque todo era intriga de gabinetes hasta entonces, se apoderó de muchas plazas del Imperio (1668). En seguida publicó de por sà la guerra contra España; el Emperador y la dieta de Ratisbona le declararon á él enemigo del Imperio; Holanda, el nuevo rey Guillermo de Inglaterra y el duque de Saboya le declararon también la guerra, y en un pronto se llenó Europa de armas y de sangre. Necesitábase, en tanto, en España dinero para otra guerra que Francia nos declaró, y Oropesa no se atrevió ó no quiso convocar las Cortes del reino; contentóse con donativos que principalmente de Italia vinieron cuantiosos, y con las ordinarias trampas y anticipos, en que se cifraba el gobierno de nuestra Hacienda. Crecieron los apuros y con ellos las quejas y los pretextos contra Oropesa; éste se defendÃa trayendo al Rey de acá para allá en cazas de lobos y jabalÃes y en diversiones todavÃa pomposas de comedias y toros, impidiéndole que oyese á sus enemigos. Carlos, cada dÃa más postrado de cuerpo y de espÃritu, se olvidaba de todo en brazos de aquella buena MarÃa Luisa, que era para él una hija y una hermana, siempre á su lado llorando con él cuando no podÃa traerle la sonrisa á los labios. AsÃ, distrayendo al Rey, por no molestarlo con cuitas, apoyaba involuntariamente la Reina á Oropesa. Quiso Dios que éste perdiese pronto aquel apoyo. à principios de 1689 murió en Madrid la reina Doña MarÃa Luisa, dÃjose que envenenada, pero sin algún fundamento. Verdad es que el no tener sucesión traÃa ya alarmados á todos los españoles, y confiado al francés en heredar el Trono: «si parÃs, parÃs á España; sino parÃs, á ParÃs», decÃa una copla que entonces corrÃa por el pueblo. Achacábanla algunos la falta, y esto, á pesar de sus virtudes, traÃa disgustados á los que preveÃan el daño que habÃa de seguirse. Pero los más juzgaban que la impotencia procedÃa del Rey, y, de todos modos, no era tan execrable crimen para intentado por nadie, aun entre los que más desearan ver otra mujer en el regio tálamo. El noble amor de la patria y la humanidad no dictan tal género de remedios á los males públicos. Con MarÃa Luisa se fué de los labios del Rey la última sonrisa. Deseoso de tener sucesión, y conociendo también las cuestiones sangrientas que de no tenerla habÃan de seguirse, se apresuró á buscar nueva esposa; pero como su corazón no podÃa ya inclinarle á otra mujer, dejó la elección al gusto del Emperador, el cual, por consejo de la Emperatriz, que amaba mucho á Doña MarÃa Ana de Neoburgo, hija del elector palatino, sin contar para nada con la conveniencia de nuestro Rey y de nuestra nación, puso los ojos en ella y la señaló para reina de España. Sometióse el infeliz Carlos II á la elección del Emperador, y se llevó á cabo el matrimonio, manifestando D. Carlos, en los principios, cierta curiosidad pueril por conocer á su nueva mujer, que luego se convirtió en melancólica indiferencia. La verdad es que ni él amó nunca á su nueva mujer, ni ella hizo más que acortar sus dÃas con pesares sin cuento. Vino á España, con gran pompa (1690), escoltada de las poderosas escuadras aliadas, y, desde luego, comenzó á hacer notar sus defectos. Era soberbia, imperiosa, altiva; la capacidad moderada, el antojo sin moderación ni lÃmite, la ambición de atesorar grande, no menor la de tener parte en el manejo del gobierno, asà en las resoluciones árduas como en la provisión de mercedes, cargos y honores. Llevaba con tal impaciencia cualquier cosa que se opusiese á su voluntad, que hasta con el Rey prorrumpÃa en desabrimientos muy pesados y en injurias que Carlos, flaco y enfermo, sufrÃa con tolerancia, por no saber con vigor excusarlo, haciendo lo que ella querÃa, muchas veces aunque repugnara á su entendimiento. Para colmo de desgracias padecÃa accidentes terribles que la ponÃan á las puertas de la muerte cada hora, obligando á tratarla con no menor cuidado y recelo que al Rey. Lo primero que hizo fué ponerse á la cabeza del partido contra Oropesa, que habÃa descuidado poner á su disposición el Gobierno; adelantóse D. Manuel de Lira á ofrecerla todo su influjo, é hizo de él instrumento y confidente, guardándolo para su primer Ministro. La guerra de intriga se hizo entonces más empeñada que nunca. El de Lira, perdido de amores de sÃ, con el favor de la Reina y los muchos que ayudaban sus planes, no hallaba ya obstáculo que le pareciese grande. Su nacimiento, que habÃa sido muy humilde, le aguijoneaba para llegar más alto, y todo lo encubrÃa y adornaba con cierto desinterés y limpieza, pues no se sabÃa de él que hubiera robado el Tesoro como los otros. Costosa honradez la de aquel hombre que dejaba hacer á los demás el daño, mirándolo aún de buen ceño, con tal de parecer más limpio entre tantos manchados, y que si no tomaba oro de las arcas públicas tampoco lo necesitaba, porque para sà sabÃa adquirir buenos sueldos, y á sus amigos les pagaba en hábitos, tÃtulos y graduaciones, trayendo á tal vileza los honores, que no parecÃa cosa honrada tenerlos. Soltóse Lira descaradamente contra el Conde, y por dondequiera le injuriaba y desacreditaba. TenÃa el Rey entre tantas flaquezas, la de no poder callar ningún secreto; asÃ, cuanto le decÃa su mujer contra Oropesa se lo contaba á éste, y cuanto éste le aconsejaba para defenderse del predominio de su mujer, lo ponÃa en oÃdos de la Reina; llegaba Lira, y le hablaba contra Oropesa; entraba luego Oropesa, y le hablaba contra Lira, y el Rey les comunicaba en secreto sus mutuos informes. ParecÃa la Corte casa de vecindad; el Gobierno, juego de mujercillas y de rameras. La Reina madre, aunque tan quejosa de Oropesa, menospreciada por su nuera, se puso de parte de aquél y dilató algo su caÃda, influyendo en el ánimo del Rey, que ya por sà le amaba tiernamente, y no se resolvió á separarlo. Pero tantos combates habÃan hecho ya en él no poca mella. Dábalo á conocer el que después de haber dejado Oropesa la Presidencia para ser primer Ministro, por más instancias que ahora hacÃa, dilataba el declararlo por tal, siendo cosa en que tanto le hubiese instado antes. Lira se creÃa de todos modos vencedor, cuando los sucesos de la guerra, que mal sostenida por Oropesa, daba tantos argumentos contra éste, que usaban él y la Reina y el confesor y el Presidente de Castilla y todos los de su partido, vinieron á derribarle impensadamente á él mismo antes que á su contrario, habiendo empezado las hostilidades con poco empeño por la parte de Flandes en 1689. El PrÃncipe de Valdek, que mandaba á los holandeses, derrotó en Valcourt al mariscal Humières, causándole alguna pérdida, y lo demás de la campaña se empleó en choques poco importantes. Mas en la siguiente etapa fueron tremendas las operaciones. Hizo Lira de modo que fuese á gobernar los PaÃses Bajos el marqués de Gastañaga, D. Francisco Antonio de Agurto, grande amigo y parcial suyo, hombre sin mérito ni valor, aunque con vanidad muy grande, sosteniéndolo contra el dictamen de todos en aquel empleo. Gastañaga, ocupado sólo en hacerse reverenciar de los pueblos que gobernaba, disipando en insensatos alardes de lujo y de riqueza cuantos tesoros venÃan á sus manos, no pensó en acopiar soldados ni recursos con que hacer ventajosamente la guerra. Sin embargo, reunió alguna gente, y la envió á juntarse con el ejército del PrÃncipe de Valdek. Encontróse este ejército con el de los franceses que mandaba el mariscal de Luxemburgo en los campos de Fleurus. Peleó algunas horas, haciendo prodigios de valor la caballerÃa española; sostúvose medianamente la infanterÃa alemana y holandesa, y al fin, los nuestros, abandonados de los aliados, después de hacer horrible carnicerÃa en los enemigos, tuvieron que abandonar el campo; con que quedó la victoria por los enemigos, no sin igual pérdida de ambas partes. Tal fué, que ni unos ni otros quedaron en disposición de emprender nuevas operaciones. En 1691 habÃa resuelto Luis XIV el sitio de Mons, plaza importantÃsima de los españoles, disponiendo las cosas con gran sigilo. No lo tuvo tanto que no comprendiese su intento el PrÃncipe de Orange, ya Rey de Inglaterra, el cual se lo participó al marqués de Gastañaga en las conferencias celebradas en la Haya, para disponer las cosas de la nueva campaña, rogándole dijese el verdadero estado de Mons, á fin de atender entre todos á su mejor resguardo y defensa. Respondió Gastañaga soberbiamente que Mons estaba harto segura en sus manos, asegurando que habÃa dentro hasta doce mil hombres y todas las municiones de boca y guerra que necesitaba para un largo sitio. Fiaron en esto los aliados, y vieron sin inquietud que se acercase á sitiarla el rey Luis acompañado de todos sus Ministros y Generales, y hasta ciento diez mil soldados con doscientas piezas de artillerÃa, ejército el más poderoso que se hubiese visto en aquellos parajes. Pero el marqués de Gastañaga habÃa faltado á la verdad en todo. La guarnición de Mons no llegaba á seis mil hombres, y aunque su Gobernador, el conde de Berges, se defendió esforzadamente, tuvo al fin que ceder, falto de todo, á los veinticinco dÃas de trinchera abierta. Sorprendió la pérdida á los aliados que, lentamente, como tan confiados, preparaban el socorro, y el Rey de Inglaterra, irritado contra Gastañaga, escribió al infeliz Carlos II cuanto mal pudo discurrir de su conducta. Gastañaga, por su parte, escribió también á Lira implorando su protección, y éste, lleno de vanidad como todos, y confiado en la debilidad de Carlos, tuvo audacia para contestarle diciendo que mientras él se hallase en el despacho, aunque en Flandes no quedara más que una almena, serÃa él Gobernador de ella. Fué dichoso azar, cuando no obra de la soberbia de Gastañaga, que llegase la carta á manos del Rey de Inglaterra, el cual, ardiendo en ira, se la envió á nuestro Soberano con los comentarios que han de suponerse. Aprovechóse diestramente del suceso Oropesa, y D. Manuel de Lira fué separado de su puesto y metido en la Cámara de Indias, donde murió de allà á poco de pesadumbre, no pudiendo conllevar el peso de sus burladas esperanzas. Pero Oropesa no gozó tranquilo del triunfo. La pérdida de Mons produjo tan mal efecto en todos los ánimos, que no contentos con la caÃda de Lira, solicitaban también la de Oropesa. Este mismo, no desvanecido con sus ventajas, deseaba retirarse y dejar pasar el nublado; pero su altanera mujer no se lo consintió, incitándole á defenderse hasta el último trance. La Reina, más irritada que nunca con la separación de su confidente Lira, redobló contra Oropesa sus esfuerzos, y el conde de Joculis, Embajador de Alemania, de una parte excitado por la Reina, de otra inclinado contra Oropesa por la pérdida de Mons, vino á juntarse con los enemigos del Ministro. Eran á un tiempo á combatirlo la Reina, el Embajador, el Presidente de Castilla y los principales Grandes; de modo que hubo que sucumbir al cabo. Fué la ocasión el nombramiento de sucesor á Lira; logró Oropesa que se extendiese el decreto nombrando á un cierto Angulo, muy parcial suyo; pero el decreto no tuvo efecto por entonces. Y el Rey, que lo amaba cada dÃa más, le envió un papel que, para muestra de lo que el Rey pensaba y de cómo se hablaba de las cosas públicas, merece recordarse: «Oropesa, le decÃa; viendo de la manera que está esto, y si por justos juicios de Dios y por nuestros pecados, quiere castigarnos con su pérdida, por lo que te estimo y te estimaré mientras viviere, no quiero que sea en tus manos.» Oropesa, entendiendo el deseo del Rey, se apresuró á ofrecerle la dimisión de sus puestos, saliendo oculto de Madrid, como solÃan salir todos los Ministros caÃdos, para la Puebla de Montalbán. Mas tiempo es ya de recorrer el cuadro general de aquella guerra tan indiscretamente empeñada, y sostenida á un tiempo en Flandes, Italia, Cataluña y América. En Flandes, perdida Mons, se perdió también Hall, y quedó amenazada Bruselas. No se repusieron de estas pérdidas los aliados en la siguiente campaña, porque en la de 1692 tuvieron que ceder el campo de Stinquerque á los franceses, después de una desesperada batalla en que fué igual la pérdida y hasta dudoso el triunfo, y en la de 1693 perdió el mismo Orange, Rey de Inglaterra, contra el Mariscal de Luxemburgo la gran batalla de Nerwind, antes por el número superior de los enemigos que por torpeza ó flojedad de sus soldados. Allà donde se miraron reunidos franceses, holandeses, ingleses, alemanes, austriacos, italianos y españoles, dieron éstos alta prueba del superior esfuerzo que habÃa en sus corazones todavÃa. La caballerÃa española, colocada en el ala derecha del ejército aliado, rechazó por tres veces á la francesa, vencedora en todas partes, obligándola á volver grupas con gran pérdida, y fué preciso que se la ordenase la retirada para que dejase sus puestos, únicos que se conservaron en la batalla. Perdiéronse y ganáronse algunas plazas, y Bruselas fué bombardeada de los enemigos; pero nada importante se hizo en las otras campañas que se emprendieron hasta la conclusión de la paz. En Italia, lo mismo que en Flandes, peleamos ahora á manera de auxiliares. El duque de Saboya era aquà Capitán general de la liga, y á sus órdenes estaba el prÃncipe Eugenio, tan famoso más tarde, con un cuerpo de imperiales, y un buen trozo de españoles gobernados por el conde de Fuensalida, capitán de los del regimiento de la guardia de la Reina, y ahora Gobernador del Milanés. Entró el mariscal de Catinat en Saboya con poderoso ejército, y tomó muchas plazas, poniéndose luego delante de Saluces. Acudió al socorro el ejército de la liga, y hubo una gran batalla, en la cual quedaron vencedores los franceses, y por cuyas resultas se apoderaron de la plaza sitiada. Pero habiendo recibido gran refuerzo de imperiales y de españoles, derrotó el duque de Saboya en Coni á los franceses y recobró á Saluces y á Carmagnola, donde un tercio de españoles asombró, por su valor heroico, á los franceses, tomando un reducto de que no pudo ser desalojado por más que hicieron los defensores; hazaña á que se debió la rendición de la plaza. Luego, el propio Duque penetró en el territorio francés (1692) y tomó algunos lugares, guardó los pasos, y recobró toda la Saboya y las plazas del Piamonte. Sucedió á Fuensalida en el Gobierno de Milán el marqués de Leganés, el cual, reuniendo cuantos españoles tenÃa á sus órdenes y muchos regimientos italianos, fué á juntarse con el duque de Saboya, tomando el fuerte de San Jorge, cerca de Casal, y bloqueando por muchos meses esta plaza. El ejército aliado sitió á Pinerol, ocupada por los franceses; vinieron éstos al socorro, mandados por Catinat todavÃa, y en los campos de Marsella hubo una gran batalla (1693), también perdida de nuestro bando, con gran destrozo de ambas partes. La falta de refuerzos impidió á los franceses sacar de ella partido, y los aliados, cada dÃa más numerosos, también tuvieron que deplorar la división entre los Generales, porque ni el duque de Saboya, ni Caprara y el prÃncipe Eugenio, que mandaba á los imperiales, ni el marqués de Leganés, que gobernaba á los españoles, podÃan entre sà avenirse, echándose mutuamente las culpas de los malos sucesos. Tomóse, sin embargo, á Casal; pero las desavenencias llegaron á punto de que el de Saboya se separase de la liga antes de las paces (1696), con lo cual no se emprendió más hostilidad alguna. Cataluña fué, como siempre, el lugar donde con más empeño se combatiera. HabÃan seguido aquà á la guerra anterior graves disgustos entre los paisanos y los soldados por causa de los alojamientos y por las infracciones de los fueros de la provincia. Sucedió en el Gobierno de ella el marqués de Leganés al duque de Bournonville, y contra él eran las principales quejas. No tardaron muchos pueblos catalanes, viendo que la Corte no les hacÃa justicia, en unirse para la resistencia. Determinaron no contribuir con nada á los soldados, señalándose Centellas en la determinación. Envió el Virrey á reducir esta villa al General de la caballerÃa, D. Domingo Pignateli, con cuatrocientos caballos y seiscientos infantes. Fué imprudencia ésta del de Leganés, más joven y ardiente que experimentado, sobre todo, no teniendo órdenes ni fuerzas para llevar las cosas al último rigor. Llegaron los soldados á Centellas, y se acuartelaron en la villa; pero los paisanos de las inmediaciones, convocados al son de caracol y campana, acudieron en tanto número y con tan amenazadoras demostraciones, que tuvieron por bien aquéllos el retirarse, para excusar un choque sangriento. Furioso Leganés al saberlo, recogió toda la caballerÃa que habÃa en Barcelona, y con ella se vino para Centellas, propuesto á castigar duramente á los paisanos; pero éstos se acrecentaron de manera y se presentaron tan temibles, que no osó acometerlos con la gente que llevaba, y escuchando al fin el parecer de personas prudentes, se volvió á Barcelona. Fué dichosa esta retirada, porque entraron en seguida las negociaciones, y por ellas se logró aquietar á los pueblos, aunque no sin grandes esfuerzos y dilaciones y aun algunas muestras de rigor; dieron éstas nueva ocasión á disgustos, y el marqués de Leganés y el joven conde de Melgar, don Tomás EnrÃquez de Cabrera y el duque de Villahermosa, pasaron uno tras otro por el Gobierno de la provincia, sin ver restablecida en ella la tranquilidad y la confianza. En tal estado andaba aún el paÃs, cuando comenzó la nueva guerra contra Francia. Entró el duque de Noailles con nueve mil hombres, se puso sobre Camprodón y la tomó en pocos dÃas, por la poca asistencia que la dieron los miqueletes y paisanos desconfiados del Gobierno. Recibió tanto sentimiento Villahermosa de esta pérdida, que mandó ahorcar al Gobernador D. Diego Rodado, á quien juzgaban todos inculpable. Pidiéronse donativos á Cataluña para continuar la guerra; mas ella, como disgustada, ya no quiso darlos. à la sazón se juntaba en el ánimo de los naturales la cólera de los presentes disgustos con el recuerdo de que el Rey no hubiera venido aún á jurar sus privilegios, y cierta aprensión extraña de que los capitanes del Rey, inclinados á Francia, pretendÃan más bien entregar que no defender la provincia. Por lo mismo, ya que no diesen dinero, no dejaron de levantar gente. Con ella, y algunos buenos trozos de infanterÃa y caballerÃa que vinieron de Castilla, salió á campaña el Virrey, llevando á D. Juan de la Carrera por Maestre de campo general, y al marqués de San Vicente en el mando de la caballerÃa; el total del ejército llegó á componerse de más de catorce mil infantes y cuatro mil caballos. Con este ejército, tan superior al de los franceses, se propuso el de Villahermosa invadir el Rosellón, para divertir más al enemigo; pero la Corte le ordenó que fuese sobre Camprodón, y la sitiase. Logrólo á vista del enemigo que, formado en batalla muchos dÃas, no se atrevió á empeñarla, á pesar de las provocaciones de los nuestros. Hubo con todo un combate contra dos regimientos franceses que defendÃan ciertas posiciones sobre la villa, en el cual los nuestros llevaron la ventaja, y como luego lograsen con industria los paisanos y miqueletes cortar el agua á la guarnición de la plaza, no tuvieron más remedio que abandonarla. Voló el de Villahermosa las fortificaciones con gran disgusto de los catalanes, y demolió también la plaza de Montallá, retirándose luego con tan lucido ejército sin hacer nada, á tomar cuarteles de invierno. Durante éste, hubo varios combates entre los paisanos y soldados, siendo el mayor delante de Gracia y Sarriá á las puertas mismas de Barcelona. Mantúvose fiel y tranquila esta ciudad y los más de los lugares del Principado; premió el Rey á Barcelona, concediéndola el privilegio que pretendió en 1632 y 1640 de que sus concelleres se cubriesen delante de los PrÃncipes, cosa que teniéndola ya por perdida, ó no habiéndola tenido nunca muy clara y determinada, fué ahora de grande agradecimiento, y fueron presos y castigados algunos de los paisanos sediciosos, y perdonado el mayor número, con que volvió á restablecerse la tranquilidad un tanto. No tardaron los franceses en entrar de nuevo (1690) en Cataluña; tomaron á San Juan de las Abadesas y á Ripoll, demoliendo sus fortificaciones y rindieron á Vich, sin que el de Villahermosa hiciese más que movimientos inútiles y sin fruto. Fuera triste suerte la de este caudillo, á hallar quien lo juzgase con tanto rigor como él juzgó antes al Gobernador de Camprodón. Clamó Cataluña porque se le separase del mando, achacándole todas las pérdidas y desórdenes, y la Corte envió en su lugar al duque de Medinasidonia. Comenzóse bajo su mano la campaña de 1691, en la cual los franceses rindieron la Seo de Urgel, valerosamente defendida de D. José Agulló, por no haber sido socorrida, cosa muy sentida en Cataluña. Ofrecióse entonces llena de ira á facilitar hombres y dinero con que echar á los franceses. Una armada de éstos de cuarenta naves, al mando del conde de Estrées, bombardeó por dos dÃas á Barcelona con poco daño, y se retiró al aparecer la nuestra, gobernada del conde de Aguilar, aunque ésta excusase el combate. Ni en esta campaña ni en la siguiente hizo más el de Medinasidonia que vagar de acá para allá con un mediano ejército que tenÃa, ya sitiando plazas, ya alzándose de sobre ellas, ora ofreciendo batalla al enemigo, ora huyéndola, sin llegar nunca á pelear. Sólo los miqueletes peleaban por donde quiera ejecutando sus ordinarias proezas, bajo sus caudillos naturales, entre los cuales se contaba aún el viejo TrincherÃa. Hubo también algunas celadas y choques de poca cuenta entre soldados sueltos del ejército. Tampoco los franceses hicieron más que demoler aquà y allá fortificaciones, hasta 1693 en que, con ejército de veinte mil hombres y cuarenta cañones, embistieron á Rosas. Defendióla valerosamente D. Pedro Rubà hasta ser herido de muerte en la defensa, y su sucesor, don Gabriel de Quiñones, rindió la plaza con poca honra. Menos manifestó todavÃa el duque de Medinasidonia, que pudo lograr el socorro y no quiso intentarlo. Abandonaba la provincia á su suerte, y cuando se quejaban de ello los naturales respondÃa: «que todo era inútil, pues no habÃa mejor partido que hacer las paces, sometiéndonos á la voluntad del extranjero». Duque indigno de su casa y nombre; otro Guzmán que añadir á aquellos tan fatales del reinado anterior. Vergonzosamente envió regalos el Gobernador de Barcelona á la armada francesa de M. de Tourville, que tuvo la insolencia de pedirlos al pasar por aquellas aguas, diciendo que de todas las plazas de la costa de España querÃa llevar esta muestra de agasajo. Lloró Cataluña con noble altivez aquella vileza, y más al ver que el Gobernador y sus capitanes achacaban la determinación al pueblo. Fué también de gran sentimiento el desorden de la campaña, porque el ejército francés se paseó por el Ampurdán como quiso, y el de los españoles malgastó el tiempo en pareceres y marchas, sin poner mano á las armas. La Corte, viendo tal interés, separó al fin al de Medinasidonia, y envió en su lugar al marqués de Villena; salió aquél del Principado querido por su carácter dulce y su justicia, pero universalmente despreciado. Era el nuevo Virrey tan imprudente como fué su antecesor irresoluto y no dotado de más talento que él. Al comenzar la campaña de 1694 envió capitanes que alistasen en Castilla muchas compañÃas. «Llegaron en crecido número, dice el historiador Feliú de la Peña, contemporáneo y catalán; pero tales, que antes servÃan de embarazo que de provecho, por no ser disciplinados, ni ser fácil en poco tiempo enseñarles el arte, modo de disparar, jugar las armas ni perderles el temor. Amaestrábanlos en el disparar, no sólo los hombres, sino hasta los muchachos de Barcelona, porque era para ellos muy extraño aquel ejercicio, como sacados de los cortijos y lugares de Castilla. No obstante, contento el Virrey del número, no advirtiendo la calidad, prometÃa prodigios y decÃa: «Con veinte mil hombres y todos españoles, no hay que temer.» El suceso le desengañó. Desengañóse, con efecto, muy en daño de la MonarquÃa, aunque no por culpa sólo de tales soldados. Entró el duque de Noailles en el Ampurdán con ejército igual al nuestro, y asentó su campo á la orilla izquierda del Ter, cerca de Torroella de Mongri. Acudió al opósito el de Villena, poniéndose á la orilla derecha del rÃo, en campo abierto, por juzgar que éste bastante lo defendÃa. Aprovechóse de esta confianza necia el de Noailles, y esguazando el rÃo con parte de su caballerÃa, cayó sobre nuestros descuidados cuarteles. En un momento fueron deshechos los trozos de caballerÃa que gobernaban D. Juan Colón y D. Fernando de Toledo, con muerte honrosa de los dos capitanes. Huyó el resto de nuestra caballerÃa, dejando sola en el llano á la infanterÃa, que desordenada, y tan sin conocimiento de las armas como se sabe, no tardó en ser rota y dispersa. Murió el Maestre de campo D. Alonso de Granada pugnando por ponerla en orden, y en el propio empeño fenecieron los mejores capitanes, siendo otros muchos prisioneros. Del de Villena no se supo en todo el trance; el general de la caballerÃa, Senmenat, quedó luego prisionero, y fuera allà total la vergüenza, á no ser por el esfuerzo de aquel valeroso José Bonet, que tan heroica muestra dió de sà años antes en la villa de Massanet, defendiéndola por largo espacio con sólo cuarenta hombres contra todo un ejército enemigo. Era ya el Bonet Maestre de campo en el tercio catalán llamado de la _Diputación_, y, además, gobernaba, por ausencia de caudillo, el tercio viejo de los _morados_, que era el mejor del ejército. Al ver la acometida de los enemigos y el desorden de los nuestros, Bonet formó en batalla sus tercios, que fueron los únicos que asà se vieron aquel dÃa, sobre una zanja, donde se mantuvo valerosamente hasta que se halló de todo punto desamparado. Luego volvió á hacer alto en la colina de Foxá, y recogió muchos fugitivos, salvando los restos del ejército, á pesar de que el enemigo puso el mayor empeño en desordenarle. Glorioso y vencedor, se alejó por fin Bonet de aquel campo de ignominia, donde quedaron las banderas y la artillerÃa, los papeles del Virrey y los de los regimientos, las armas, los bagajes y cuanto pudo ser presa del enemigo. No dejó éste escapar los frutos de aquella batalla que se llamó del Ter. Llegó delante de Palamós y la rindió á pesar de la esforzada defensa de D. Melchor de Avellaneda, que allà mandaba; luego se puso sobre la importantÃsima plaza de Gerona, que tan imposible de rendir habÃa sido otras veces, y la tomó sin dificultad ninguna por causa del Maestre de campo general, D. Carlos Sucre, que aún gobernaba en la plaza, y de D. Juan Simón, que abandonó sin defensa una de sus más importantes fortalezas. Lloraron los vecinos largamente aquella capitulación que hubo de ajustar Sucre sin su noticia. Hostalrich con poca defensa y Castelfollit también cayeron en poder del enemigo, y ochenta partidarios franceses osaron entrar en Corbera á cuatro horas de Barcelona. Quisieron los paisanos y miqueletes recobrar á Hostalrich juntándose tumultuariamente en una especie de ejército donde vino á hallarse en persona el de Villena; pero se abandonó la empresa, no bien amagó el francés el socorro. Dejó el de Villena avergonzado el mando y entró á sucederle aquel marqués de Gastañaga que tan mala cuenta habÃa dado de sà en Flandes. Tuvo éste en los principios el acierto de reconocer su incapacidad y el poco valor de sus soldados, y manteniéndose en guarnición de las plazas con ellos, excitó á los paisanos á que defendiesen la tierra. Ayudaron los franceses cometiendo algunos daños; y no necesitaron de más los valerosos catalanes. En el invierno mismo de 1694, queriendo un inglés que gobernaba por Francia la villa de Blanes, bien fortificada, recoger algunos rehenes y tributos, envió un trozo de quinientos hombres á los lugares comarcanos, que fué derrotado. Para castigarse este hecho embistió el inglés con ochocientos hombres á Pineda, lugar pequeño y abierto; pero fué rechazado con muerte de más de sesenta de los suyos. Luego los mismos paisanos de Pineda y las cercanÃas le obligaron á encerrarse en Blanes. Derramados de repente los miqueletes por todo el principado, mataban á cuantos franceses osaban salir sin amparo de ejército á los caminos, entrando á matar dentro de la misma Gerona. Aconteció (1695) que no queriendo pagar contribución á Francia la villa de San Esteban de Bas, acudió á quemarla en castigo con mil trescientos hombres escogidos el Gobernador de Castelfollit, de orden de Mr. de San Silvestre, que estaba por caudillo de toda aquella parte de Gerona. Cuando llegaron los franceses cerca de San Esteban de Bas, hallaron ya la villa puesta á la defensa habiendo recogido á la montaña todas las personas inútiles. Hubiera sido grande la defensa de la villa á comenzar el ataque los franceses; pero no se atrevieron á intentarlo. Durante su marcha habÃan sido descubiertos por los paisanos catalanes, que con increÃble audacia se pusieron á perseguirlos de uno en uno. Al llegar á San Esteban serÃan ya estos paisanos hasta en número de cuarenta; y aunque los enemigos subÃan á mil trescientos, repartidos en tres trozos, tuvieron valor para acometer uno de estos trozos. Acudió al punto el veguer de Vich con algunos paisanos, y el francés con notable cobardÃa dispuso la retirada. SerÃan ya hasta ochenta los paisanos, y se pusieron vivamente á perseguirle como si fueran un ejército, engrosándose ellos á cada momento y matando á cuantos hallaban un poco retrasados. Apoderóse un terror pánico de los franceses, y al pasar un puente llamado de San Roque fueron desordenados por los paisanos, que llevaban ya muertos un centenar de ellos y prisioneros muchos más, separándolos en dos trozos. El menor de ellos, cercado en un hospital, tuvo que rendirse; el más grueso, donde iba el mismo Gobernador de Castelfollit, no atreviéndose á pasar adelante, se fortificó en el convento del Carmen de Olot. Ya el número de los paisanos era grueso acudiendo de todas partes; mandábanlos el veguer de Vich y los caudillos Francisco Toralla, José Más de Roda y Galderch, llamado el mozo, hombre de valor heroico. Este logró meterse por un agujero que abrió en el muro con hasta doce hombres dentro del convento, y allà peleó largo rato con el gran número de los franceses, hasta que, muerto él y cinco de los suyos, los otros tuvieron que fingirse muertos para salvar la vida. Entre tanto el convento era asaltado por todas partes, y después de un largo combate donde el caudillo francés fué mortalmente herido, tuvieron que rendirse sin más honor sino que no se quitasen á los oficiales los vestidos. Llenó de júbilo esta gloriosa victoria á toda Cataluña. La guarnición francesa de Blanes, desbandada, se salió del lugar dejándolo abandonado; pero acometida en el camino por los vecinos de Pineda y labradores, perdió ciento cincuenta hombres muertos y doscientos ochenta prisioneros, huyendo el resto en desorden. Trescientos franceses que guarnecÃan á Argelagués se rindieron también á algunas compañÃas de dragones y miqueletes; y un capitán por nombre Plex entró por un agujero que abrió en la puerta de San Lorenzo de la Muga, donde habÃa cien granaderos franceses, con solo treinta hombres, y después de haberlos acorralado en la iglesia les obligó á rendirse. Sonaba el caracol marino por todas partes levantando en armas el principado, y los franceses no tenÃan en ninguna un momento de reposo. Blas de TrincherÃa, hijo acaso de aquel valeroso D. José y D. Valerio Saleta, con sus gavillas de miqueletes bloquearon á la guarnición de Hostalrich, reduciéndola al mayor extremo, y el veguer de Vich y José Más de Roda, pusieron en el mayor aprieto á Castelfollit, favorecidos por algunas compañÃas de dragones y derrotando á los franceses que intentaban socorrerla. Ya estaban á punto los paisanos de tomar esta plaza, dirigidos por un cierto Luis de Novas, catalán que habÃa estado al servicio de Francia, cuando vino al campo D. Juan de Acuña con un buen trozo de ejército á encargarse del sitio, y en un punto se perdió todo; fué preciso alzar el campo por haber logrado socorrerla los franceses. También tuvieron que alzarse de sobre Hostalrich los paisanos, por no ser socorridos con artillerÃa y algunas municiones como solicitaban. Demolió sin embargo el francés tanto las fortificaciones de esta plaza como las de Castelfollit, de miedo de que los paisanos y miqueletes volviesen sobre ellas. Pero ya por entonces aquel glorioso ardor de los catalanes habÃa desaparecido. El marqués de Gastañaga, D. Francisco Antonio de Agurto, se habÃa mostrado cada dÃa más afecto á los paisanos, loando y regalando á sus caudillos, recorriendo y animando por sà mismo las cuadrillas de ellos que pasaban por Barcelona, haciendo tocar en su palacio los temerosos caracoles marinos de que usaban y que solÃan levantar en ira las comarcas por donde iban. Si fueron órdenes de la Corte recelosa del ascendiente y soberbia de los paisanos, ó celo de los capitanes que la rodeaban, ó idea de que ya no eran necesarios tales servicios por haberse juntado numerosas tropas en la provincia, no se sabe; pero ello es que de pronto cambió de opinión el Virrey y comenzó á mirar con mal ceño las cuadrillas de paisanos. La voz de Cataluña fué que el marqués de Villadarias, que acababa de venir por Maestre de campo general del ejército, habÃa traÃdo orden de la Corte para ir entregando la provincia á Francia; mas esto era increÃble cuando cabalmente se habÃa juntado allà el mejor y más numeroso ejército que tuviese España, y el de mejor calidad que hubiera aparecido en toda la guerra. ComponÃanlo hasta veintisiete mil hombres, muchos alemanes é irlandeses que trajo en refuerzo, de parte del Emperador, el prÃncipe Jorge de Hesse Darmstad, no pocos walones y bastantes castellanos y navarros de las nuevas levas. Por este tiempo se presentaron también en aquellas costas las escuadras unidas de Holanda é Inglaterra, dueñas del mar. Con tal poder militar y poca ayuda de los paisanos, desalentados y aun llenos de saña con la mudanza que notaban en el Virrey, se continuó la campaña de 1698, y en ella se vió de nuevo cuanto superasen á los soldados mal acaudillados y organizados que tenÃamos los valerosos paisanos catalanes. Púsose el de Gastañaga con el gran ejército y armadas sobre Palamós, villa flaca, y hubo de alzar el asedio sin fruto, si bien los franceses, de propio motu, demolieron luego la plaza. Luego el ejército y armada se retiraron á descansar sin otra empresa por aquel año. Al siguiente volvió á salir á campaña Gastañaga, oponiéndosele el duque de Vandome con ejército igual en fuerzas. Asentaron los nuestros su campo entre Hostalrich y Gerona á orillas del rÃo Tordera, y el francés se puso también no lejos de Gerona. Allà se mantuvieron unos y otros sin emprender nada; solo el PrÃncipe de Darmstad que gobernaba la caballerÃa extranjera sostuvo un choque empeñado con los enemigos que querÃan envolverle, frustrando valientemente su intento. El de Gastañaga no hizo más que ordenar á los paisanos que ocupaban todavÃa algunos pasos que se retirasen, con lo cual los franceses bajaron por la Tordera y ocuparon sin dificultad aquellas villas de Blanes, Malgrat, Pineda y Calella que les habÃan dado tanto en que entender en otras ocasiones, saqueando á su sabor el paÃs. Las quejas de Cataluña llegaron con esto á tanto, que la Corte separó al virrey Gastañaga y al Maestre de campo general Villadarias, enviando en su lugar de Virrey á D. Francisco de Velasco, soldado de probado valor y hermano natural del Condestable, y de Maestre de campo general al conde de la Corzana. No hicieron estos otra cosa que mejorar las fortificaciones de Barcelona, porque ya se recelaba del francés que quisiera cercarla. VenÃase tratando de paz hacÃa tiempo, negándose nuestra Corte á negociarla por temor de que como eran sus pérdidas grandes la fuese muy funesta. Para obligarla á ceder resolvió Luis XIV emprender el sitio de Barcelona, y dispúsose lo necesario no con tanto secreto que no hubiese noticia de todo. Por fin, á principios de Junio de 1697 llegó el duque de Vandome delante de aquella ciudad insigne con diez y ocho mil infantes y seis mil caballos; la armada, compuesta de cincuenta naves y ochenta velas de transportes, cerró la boca del puerto al mando del BailÃo de Noailles, y se desembarcaron hasta ochenta piezas de artillerÃa entre cañones y morteros para batir los muros, con inmensa copia de proyectiles y fuegos de artificio. Jamás se ha visto tanta flojedad como se vió entonces de nuestra parte. HabÃa cerca de veinte mil hombres con que cerrar el paso al enemigo, y se le dejó llegar tranquilo delante de la ciudad; extendió sus cuarteles desde Sans hasta Esplugas, poniendo en Sarriá sus principales depósitos; abrió sus trincheras sosegadamente también, plantó sus baterÃas, todo como si no hubiese armas en la provincia. El Virrey y la Audiencia se salieron fuera de los muros á procurar socorros, y quedó en el mando el Maestre de campo general conde de la Corzana, con el PrÃncipe de Darmstad, el conde de la Rosa, D. Juan de Acuña y otros caudillos, y hasta diez mil infantes y mil trescientos caballos, mitad españoles, mitad extranjeros, sin contar otros cuatro mil infantes á que ascendÃa la milicia de los gremios que se levantó en la ciudad, ni la nobleza catalana, entre la cual se hallaba el marqués de Aytona, y voluntarios, toda gente valerosa. Pronto las montañas que rodean el llano de Barcelona aparecieron cuajadas de labradores y miqueletes que acudÃan de toda Cataluña á salvar su capital, mandados por el heroico Bonet, D. José de Agulló y Copons, y otros caudillos de igual denuedo y patriotismo. Por todas partes resonaban los ecos del caracol marino, llenando de pavor á los franceses, y hasta las mujeres y los niños recorrÃan las calles de Barcelona gritando: «¡antes morir que rendirnos!» Los Magistrados preparaban con ardiente patriotismo las cosas de la defensa; los mercaderes fiaban sus géneros; el clero se hallaba dondequiera, excediendo en valor á los soldados, todos cumpliendo con su deber largamente; aquella ciudad soberbia no habÃa sido hasta entonces vencida. Pero todo se malogró por la ineptitud ó cobardÃa del conde de la Corzana y los demás capitanes, que á excepción del de Darmstad no parecÃa sino que obraban de acuerdo con los franceses. Bien pudo sospecharse que lo estuviesen según lo que hicieron. D. Francisco de Velasco, que habÃa puesto su cuartel general en Molins de Rey con todas las tropas que no habÃan quedado en la ciudad, se dejó sorprender del enemigo á punto que perdió todo su equipaje, y él á duras penas salvó la vida. No se dió orden alguna para que los valerosos miqueletes obrasen; de modo que aunque llevados de su ardor acometieron dos ó tres veces los cuarteles enemigos, fué sin fruto, perdiendo en una ocasión Bonet cinco capitanes de seis que lo acompañaban con casi toda su gente; y entre tanto el marqués de Corzana dispuso tres salidas tan mal dispuestas, que aún arrollando como se arrolló al enemigo, no se logró hacer ningún daño en sus trabajos de sitio. Descuidóse el fortificar los puntos débiles, negáronse armas á los que las pedÃan, y al cabo de cuarenta dÃas, cuando la plaza estaba casi entera todavÃa, se resolvió la capitulación. Ofreció Barcelona llena de noble ira defenderse sola y obligar á los franceses á alzar todavÃa el sitio, con tal que el de la Corzana se fuese donde quisiera con todas sus tropas, menos el PrÃncipe de Darmstad y sus caballos. No fué la proposición admitida; y como en aquellos dÃas fuese nombrado el de la Corzana Virrey, en lugar de D. Francisco Velasco, llevó á cabo la entrega contra el sentir de todo el pueblo que lloraba su suerte, y el parecer del PrÃncipe de Darmstad y de los mejores capitanes, avergonzados. Salió la guarnición con los honores de la guerra y se reconocieron los privilegios de Barcelona. Viéronse en este sitio hechos heroicos. Imaginóse introducir la deserción en el campo francés, ofreciendo cierta cantidad á los soldados; pero no parecÃa posible llevar hasta ellos el ofrecimiento. Entonces, Gabriel Fort, natural de la villa de Alforja, con dos paisanos y un muchacho, se prestó voluntariamente á fijar los carteles en Pedralbes y en Sarriá, cuarteles principales de los enemigos, y asà lo hizo. El Canceller en Cap de Barcelona murió de dolor y de fatiga, notando que sus prodigiosos esfuerzos eran impotentes para salvar la ciudad. También murió de un mosquetazo Luis de Noves, aquél ingeniero catalán que tan bien dirigió á los paisanos en el sitio de Castelfollit. Señalóse el valor de los sitiados, en que siendo tan mal dirigida la defensa, causaron sin embargo horribles pérdidas á los vencedores. Después de rendida Barcelona, los franceses se acercaron á Vich; quisieron ponerse en defensa los valerosos moradores; pero el de la Corzana les envió á decir que no era tiempo de tales bizarrÃas, y que no esperasen socorro alguno de su parte. Entonces Vich se rindió también, y este fué el último hecho de la guerra con Francia. No habÃan faltado en ella hostilidades marÃtimas; los corsarios catalanes y vascongados hicieron algún daño en el comercio francés, y el duque de Nájera, con las galeras de Nápoles, logró algunas ventajas en los mares de Italia. La armada francesa que bombardeó á Barcelona, hizo lo mismo con Alicante, no con más fruto, y aun intentó un desembarco en el cual fué rechazada con pérdida. Acudió el conde de Aguilar con veintiocho bajeles, y los enemigos huyeron precipitadamente, esquivando vergonzosamente el combate que le ofrecieron los nuestros. En América hubo sucesos muy diversos. Habiendo pretendido Cussi, que mandaba la parte francesa de la isla de Santo Domingo, apoderarse de toda ella, fué derrotado en un combate por nuestros colonos y soldados, muy inferiores en número. Llegó entonces á aquellos mares D. Jacinto López Girón con nueve bajeles destinados á perseguir corsarios enemigos, y el Gobernador de Santo Domingo, D. Iñigo Pérez de Castro de acuerdo con él, determinó castigar á los franceses. Cussi fué muerto con más de cuatrocientos hombres en un combate gloriosÃsimo para nuestras armas; tomóse el lugar de Guarico, y se echaron á pique algunos bajeles. El contento de esta victoria lo desvanecieron los daños que nos hicieron los filibusteros aliados con los franceses. En 1697 el barón de Pointis, con diez bajeles de estos y hordas filibusteras de desembarco, tomó y saqueó á Cartagena de Indias, como todas aquellas plazas desguarnecida. Ni en Ãfrica nos dejaban los franceses. Incitaron á los argelinos y al feroz Ismael, rey de Fez, segundo de los Filelis, á que nos hicieran furiosa guerra. Los catalanes y los marineros valencianos y andaluces tuvieron que construir y tripular buques con que alejarlos de nuestras costas, y á las plazas de Ãfrica dieron todas cuidado. Sitió Ismael á Larache y la combatió por muchos dÃas, hasta que el conde de Aguilar y el almirante Gregori, con una armada, llegaron al socorro, con la cual tuvo que alzar el campo (1691). Poco después (1693) el xeque de MequÃnez vino sobre Orán con veinte mil caballos, y desmontándolos al llegar á la fortaleza y muros, dió un asalto general que duró siete horas y costó la vida á infinitos de ellos, sin fruto alguno. Ismael, acostumbrado á vencer en Ãfrica á todos sus enemigos, sañudo, soberbio y sanguinario como ninguno de aquellos bárbaros monarcas, no escarmentado con el suceso de Larache, embistió á Ceuta. Dióla varios asaltos y procuró rendirla por fuerza; pero fué rechazado con muerte de los mejores caudillos. Cuéntase que el mismo Ismael, para librarse de ellos, les hacÃa poner, de propósito, en los lugares de más peligro. Continuaron los infieles por muchos años en este sitio, sin lograr efecto alguno, y, al propio tiempo, embistieron á Melilla y se pusieron de nuevo sobre Orán, todo para gloria de sus defensores. Al concluirse la guerra con Francia, también decayeron las hostilidades de los infieles, y pudo reputarse, por tanto, completa y segura la paz. Esta, firmada en Riswich por los plenipotenciarios de las potencias beligerantes, fué la más ventajosa que hubiese ajustado España en mucho tiempo. Por ella le fueron devueltas todas las plazas conquistadas de los franceses en Flandes y en Cataluña durante la guerra, y, además, todas las que, bajo especiosos pretextos, habÃa reunido Luis XIV á su corona en el reinado de Carlos II, exceptuando ochenta y dos lugares y villas, que se reservó como dependencias de Charlemont y de Maubege. Luis XIV, vencedor en todas partes, dió, sin embargo, los primeros pasos para la paz; y si se mostró generosÃsimo con España, no se mostró tampoco avaro con las demás potencias. Pero no era esto, ciertamente, porque hubiese abandonado su propósito de engrandecimiento, antes eran cada dÃa mayores y se inclinaban ahora á una grande empresa. Hemos visto que, á pesar del cariño que le tenÃa el Rey, determinó separar á Oropesa del Ministerio. Cuando el Conde vino á pedirle permiso para retirarse de la corte, le dijo aún acongojado: «Eso quieren, y es preciso que yo me conforme.» Nombróle, sin embargo, Presidente de Italia, sin admitir la renuncia que de semejante cargo hizo el Conde, que se retiró á la Puebla de Montalbán. Quedó con esto triunfante y señora de todo la Reina, y á la verdad que no podÃan haber venido las cosas públicas á peores manos. Sobre ser Doña Mariana mujer de virtud escasa y de notables defectos, habÃa tenido la desgracia de rodearse y aconsejarse de gente ruin, famosa sólo por los males que supiera causar á la ya prosternada España. Figuraba muy principalmente, entre tales consejeros, la baronesa de Berlips, llamada del pueblo _la Perdiz_, por ignominia de su nombre, mujer alemana de obscuro origen, que habÃa venido con la Reina, á la cual habÃa servido desde la edad más tierna. Con esta andaba en tratos y compañÃa un cierto Enrique Wiser, apellidado _el Cojo_, sin duda porque lo era, mozo de airada vida y alemán de nación, que, echado de la corte de Portugal, donde servÃa en puesto inferior á causa de sus malas artes y conducta, halló acomodo en la nuestra, con la amistad de la Berlips, y entre ambos todo lo vendÃan y dilapidaban, procurando hacer de prisa su fortuna, por si todo se perdÃa, como era de temer, con la escasa salud del Rey. Dominaban á la Reina con ser cómplices y agentes de sus robos é injusticias; pero no contentos con esto, se valieron, para ello, de la traza con que se solÃa tener cautivos á los supersticiosos reyes austriacos. Lograron echar de España á un virtuosÃsimo jesuÃta que tenÃa por confesor la Reina, y, en su lugar, trajeron al Padre Chiusa, capuchino alemán y hombre sin moralidad ni prenda alguna, el cual, de concierto con ellos, no aconsejaba á la Reina sino lo que á todos pudiera convenirles. También dieron participación la Berlips y _el Cojo_ en su compañÃa al conde de Baños, que dicho está cómo serÃa, cuando alcanzaba de ellos favor semejante hombre que, debiendo á Medinaceli su elevación al puesto de caballerizo del Rey, y á Oropesa no pocas atenciones, contribuyó poderosamente á la caÃda de ambos, poniéndose siempre de parte del que más fuerzas tenÃa. Aquà la pluma del historiador se resiste ya, de fatigada y temerosa, á seguir adelante con la relación de tamañas ignominias. Pero es fuerza cruzar, aunque sea pasando de ligero, por hechos que es bien que se sepan para que se advierta adonde conduce á las naciones la ineptitud ó vileza de los PrÃncipes y el demasiado indigno sufrimiento de los súbditos. Rodeada Doña Mariana de aquella gente, después de la retirada de Oropesa, todo lo gobernaba, como arriba decimos, á su antojo. Y aunque aquel Ministro poco venturoso habÃa dejado detrás de sà grandes murmuraciones y quejas, hizo la Reina de modo que casi se le echase de menos antes de mucho. HabÃa quedado pendiente la provisión de la secretarÃa de Estado, causa de tantas intrigas; y la Reina procuró, ante todo, que se hiciese con provecho suyo. Halló muy opuesto al Rey á que D. Pedro Coloma, de quien ella esperaba grandes regalos, fuese nombrado; y entonces para no perder el provecho dió la plaza á D. Juan de Angulo por siete mil doblones de oro, según de público se dijo. Ni le bastó á D. Juan este desembolso, porque tuvo, para afirmarse en el puesto, que ofrecer á la Berlips y sus demás cómplices no mucha menos cantidad de oro. Conócese á este Angulo en los documentos de la época por el sobrenombre de _el Macho_ ó _el Mulo_, que le impuso el Monarca mismo, á causa de su ignorancia é increÃble ineptitud, que superaba, por lo que parece, á su vileza. Al propio tiempo pensó la Reina en proveer los demás cargos de importancia desposeyendo á los parientes y deudos de Oropesa. Y como sus cómplices alemanes eran de tan bajo origen que no parecÃa posible encaramarlos á los primeros puestos, tuvo necesidad de recurrir para ello á los Grandes y Ministros antiguos de la Corona, prefiriendo siempre á los de inteligencia y virtud más dudosas. Por lo mismo fueron nombrados consejeros de Estado el duque del Infantado, sumiller de Corps, hombre de buena intención, pero de capacidad escasa y no suficiente para tal empleo, el duque de Montalto, en quien el valor y la capacidad eran bastantes y no muy malas las costumbres, dotado de apacibles modos, pero de condición sobrado altiva; el conde de Melgar, luego Almirante de Castilla, harto conocido ya en las intrigas de la época por su cautela y disimulación profunda, sus palabras dulces, sus hechos más generalmente amargos, y su entendimiento, no mayor que su ignorancia, pero sà mayor que su esfuerzo y patriotismo; el conde de Frijiliana y de Aguilar, que habÃa vencido con el terror de su mala lengua cuantos obstáculos se habÃan opuesto á su elevación desmedida, antes general de la armada del Mediterráneo, donde hizo larga mercancÃa del cargo, y perdió muchos bajeles y ocasiones por la cobardÃa de su corazón y la flojedad de su entendimiento; don Pedro Ronquillo, conde de Granedo, á quien le bastara para descrédito haber sido uno de los que ajustaron la paz de Nimega; el conde de Burgomaine y el marqués de Villafranca, que eran los mejores, aquél por sus dilatados servicios, éste por su probidad y celo, con que logró vencer y refrenar la revolución de Sicilia, siendo Virrey de aquella isla. Pero no mereció tan alta honra el buen marqués de Mortara, que fué el último de los generales de España, que ilustrase su nombre en aquel siglo; ni otros antiguos magistrados, ministros y capitanes, reliquias de la virtud pasada. No se dejó esperar mucho la caÃda del marqués de los Vélez, y de su criado y favorito Bustamante, á quien el Rey mismo habÃa sorprendido en manifiestas concusiones, y que se habÃa hecho insufrible por su maldad á los más malos, adquiriendo en pocos años uno de los más fuertes caudales que se conociesen en España. Quedó Bustamante sin empleo en una reforma amañada para ello, y el de los Vélez hizo dimisión, que le fué aceptada, conservando la presidencia de Indias, cargo de mucha menos cuenta. Entró, por empeño suyo, en el gobierno de la Hacienda un D. Diego de Espejo, su vasallo, hombre de capacidad cortÃsima y de ingratitud grande, que antes de mucho comenzó á hostilizar á su bienhechor y á intrigar en la corte hasta que alcanzó el Obispado de Málaga. Entonces la Reina y el confesor Matilla hicieron recaer la propiedad del puesto en D. Pedro Núñez de Prado, hecho á poco después conde de Adanero, no conocido hasta allà por armas ó letras en ningún empleo, de cuna humilde y de prendas menos que medianas. También fué separado el Presidente de Castilla Ibáñez, que no merecÃa más que otros tal empleo; y la Reina llegó á pensar que podÃa poner en tan alto cargo persona de su confianza. Pero anticipósele el Rey, que, sin consultarlo con ella, llamó á D. Manuel Arias Mon, caballero del hábito de San Juan y Embajador del gran maestre en España, á quien conocÃa sólo por una obra suya que habÃa leÃdo, manuscrita, sobre los males públicos, y le hizo gobernador del Consejo de Castilla. Asombró á la corte la novedad, juzgando unos por aquel paso que el Rey era capaz de disponerlo todo y que no se fiarÃa más de sus consejeros; opinando otros que la aptitud de Arias Mon era muy grande. Pero lo uno y lo otro lo desmintieron los sucesos. El Rey, como solÃa de cuando en cuando, al sentir alivio en sus enfermedades, se dedicó, por algunos dÃas á los negocios; pero no pudiendo soportarlos, recayó de nuevo y tuvo que abandonarlos á los mismos que tan mala cuenta daban de ellos. Y Arias Mon probó, antes de mucho, que era en el talento moderadÃsimo, en la experiencia escaso, en el espÃritu débil, y en la honra no muy escrupuloso. Llevó la Reina con poca paciencia este golpe, y más el ver que el duque de Montalto se iba adelantando en la gracia del Rey, á punto de parecer ya su valido. Pugnó por conservar la superioridad de su influjo; y como Montalto no se descuidaba y el confesor tampoco querÃa dejar su parte de dominación y Monterrey, el Almirante y el Condestable solicitaban los tres á un tiempo el poder, hubo una horrible lucha de intrigas en Madrid (1692) durante algún tiempo. Logró Montalto que, muerto el de los Vélez, se le diese á él la presidencia de Indias; pero no pudo impedir que, por lágrimas de la Reina, se diese el cargo de _sumiller de Corps_, también vacante, al conde de Benavente. Formóse una nueva Junta magna de gobierno, compuesta de todas aquellas personas rivales, y se trató largamente de buscar remedio á los males públicos; pero siempre en balde. Sólo se resolvió que los hábitos de las Ordenes militares no se diesen en adelante sino á los que hubiesen servido con honra en la guerra, medida justa, pero que _el Cojo_ y la Bernips y la Reina misma hicieron inútil al poco tiempo, vencidos de la ordinaria codicia. Procuraron hacer economÃas; pero no se pudo, porque todas ellas habÃan de venir en detrimento de los gobernantes que disponÃan del Tesoro á su antojo. Por último, el duque de Montalto, sin nombre de valido, llegó á serlo del todo, y para afirmarse imaginó una traza, por todo extremo extraña, y que muestra hasta qué punto habÃa llegado la sed de mando, que fué repartir en pedazos la MonarquÃa, para que tuviese uno cada uno de sus rivales. Expidió el Rey, por su Consejo, un decreto en el cual nombró al Condestable Teniente general y Gobernador de Castilla la Vieja, y al Almirante de las AndalucÃas y Canarias, y á Monterrey de Aragón y Cataluña, reservándole á él la tenencia y gobierno de Castilla la Nueva. Asà pensaba Montalto que todos quedasen contentos, y, con efecto, no estaba mal imaginado puesto que la MonarquÃa la miraban como patrimonio de ellos. Pero Monterrey no quiso aceptar la repartición, como quien ansiaba recoger todo el mando; y fué preciso hacer otra nueva en que Montalto tomó los reinos de Aragón, Navarra y Valencia y Cataluña, y el Condestable Galicia, Asturias y las Castillas, dejando las AndalucÃas al Almirante. Estos tres tenientes ó Ministros acordaron reunirse dos veces por semana y decidir por sà todas las cosas, mandando como gustasen á los tribunales y Capitanes generales de sus territorios respectivos. La burla de unos y la irritación de otros llegó con esto al último punto: todos los tribunales representaron en contra, y el marqués de Villena, Virrey de Navarra, y el duque de Sessa, general de la costa de AndalucÃa, hicieron renuncia de sus cargos. Nombróse en seguida una junta de Ministros para atender al remedio de la Hacienda; y allÃ, después de largos debates é intrigas se acordó que no se pagase merced alguna por todo el año de 1694; que durante el mismo año cediesen todos los empleados del reino la tercera parte de sus sueldos; que á cada tÃtulo se sacasen trescientos ducados y á cada caballero de las Ordenes doscientos, y á los negociantes y demás personas de caudal cuanto se juzgase prudente, todo con nombre de donativo. Ordenóse también que en todos los pueblos se sorteasen los vecinos y que de cada diez fuese uno recogido para servir en los ejércitos. Causaron estas medidas terrible perturbación y ningún fruto, porque se recogió poco dinero y menos soldados servibles. Todas estas desgracias las hacÃa valer la Reina en contra del de Montalto, y éste hacÃa vanidad de despreciarla á ella y sus hechuras. Pero coaligada ella estrechamente con el confesor, no tardó en sembrar entre los tenientes la semilla de la discordia, atrayendo al Almirante á su partido con promesa de poner el gobierno en sus manos. Tal era el estado de nuestra corte cuando Luis XIV fijó en ella los ojos, á fin de aprovecharse de cuanto le fuera útil para el gran propósito que ocupaba su ánimo. Era éste obtener todos los estados de la MonarquÃa española para su casa, poniéndolos bajo el cetro de su nieto Felipe de Anjou, hijo segundo del DelfÃn de Francia. Para contentar á los españoles y hacerles olvidar sus anteriores violencias y robos, hizo aquella paz generosa de Riswich (1697), y en seguida puso manos á la obra con el mayor empeño. La dinastÃa austriaca estaba moralmente muerta; acabó cuando debÃa morir: cuando no la quedaba ya un solo defensor desinteresado. El mal gobierno de Felipe III y de Felipe IV, los horrores de la Regente, la nulidad de Carlos II y la avaricia de su mujer Doña Mariana, habÃan hecho odioso á todos los españoles el nombre austriaco. Los socorros y donativos que con tan poca cordura se habÃan dado al Emperador, el desprecio con que últimamente habÃa mirado nuestros intereses y la intervención deplorable de algunos alemanes en el gobierno durante los últimos años, eran otras tantas causas que impulsaban á nuestros conciudadanos á desear un cambio de gobierno que apartara de los alemanes el influjo. à tal punto habÃan llegado las cosas, que hubiera sido necesario un gran PrÃncipe y un fortÃsimo gobierno para que la posteridad de Carlos II hubiera continuado en el Trono. Y no habiendo posteridad, y teniéndose que llamar á un PrÃncipe alemán al Trono, no era fácil que la nación lo aceptase, aun dado que no hubiese venido á disputarle la sucesión un pretendiente de más derecho y que excitase mayores simpatÃas. Fué fortuna para Francia que al mismo tiempo que el nombre alemán caÃa en tanto aborrecimiento y menosprecio, su nombre fuese ganando fama y respeto en la opinión de los más de los españoles. à la verdad Francia era, como es y será siempre, nuestra natural enemiga: su grandeza es nuestra humillación; la nuestra es su impotencia. Pero los daños que de ella nos venÃan eran para olvidados por pechos generosos. Nos vencÃan en lid ó por más numerosos, ó por más diestros; pero no nos destruÃan fingiéndose amigos nuestros, no devoraban las entrañas de la nación como estaban haciendo los austriacos. Aun las Princesas que Francia nos llegó á dar habÃan dejado de sà dulces recuerdos, que más duraban, á medida que las Princesas alemanas excitaban mayor indignación ó desprecio. Doña Isabel de Borbón no se olvidó un punto del bien de los vasallos, como la Reina gobernadora Doña Mariana, que fué la más impolÃtica. Y de las dos mujeres de Carlos II, Doña MarÃa de Orleans habÃa sido tan admirada de todos y tan amada de muchos, como era Doña Mariana de Neoburg aborrecida. Júntese con esto la gloria que alcanzaba entonces la casa de Francia. Los españoles, que sabÃan que todas sus desdichas venÃan de los malos Reyes, viendo que la casa alemana los daba á cual peores, debÃan lisonjearse, naturalmente, con la idea de ser gobernados por PrÃncipes de una casa que los producÃa tan afortunados. Falsos fundamentos, sin duda todos ellos, para inclinar la opinión de España á los franceses; mas no los necesitan los pueblos más sólidos ni justificados para formar sus opiniones. Estudiando bien nuestras conveniencias polÃticas, no podÃa dudarse que si un cambio dinástico era indispensable, donde menos habÃa de buscarse nueva dinastÃa era en el vecino reino de Francia; y á estudiar la Historia con detenimiento, se habrÃan encontrado sin salir de la MonarquÃa ni del siglo, razones y ejemplos bastantes para temer el influjo y dominio de los franceses, tanto como el de los alemanes. Público era que en Nápoles y Sicilia, provincias nuestras, después de admitir á los franceses, por librarse del mal gobierno de la casa de Austria, habÃan tenido que echarlos de nuevo, coadyuvando poderosamente á restablecer el gobierno antiguo. Y sobre todo pudo España pedir lecciones á Cataluña. Fué esta provincia tan indignamente tratada por los franceses, que no permitió más, en lo sucesivo, que echasen raÃces en su suelo, á pesar de los disgustos continuos que traÃa con la corte, y no aceptó á la casa de Borbón, sino á virtud de la fuerza, después de largos y heroicos esfuerzos por arrojarla de la PenÃnsula. Pero en el resto de España faltaba experiencia y previsión polÃtica y conocimiento de lo pasado, y asà los ánimos, se inclinaron, desde el principio de la cuestión al partido francés. Los hombres de Estado que España tenÃa entonces valÃan todos muy poco, y no estaban más en el caso de juzgar con acierto que el vulgo mismo. Y además empeñados en sus mÃseras y exiguas discordias, no miraron en la nueva cuestión, tan inmensa como era, sino pretextos y enseñas diferentes para disputarse, con más codicia que nunca, los jirones de la MonarquÃa. Cuantos habÃan figurado hasta entonces en el gobierno y cuantos aspiraban á figurar en adelante se apresuraron á escoger puesto en los dos nuevos y grandes partidos, excepto aquellos, no escasos en número, que prefirieron, como suele acontecer en tales ocasiones, hacerse mediadores ó indiferentes, con el fin de no arriesgar nada en la derrota y compartir con cualquier vencedor el triunfo. No se vieron bien determinados los dos partidos opuestos hasta la paz de Riswich, porque la guerra con Francia hacÃa arriesgado y deshonroso el declararse por parcial de ésta; pero no por eso dejaban ya antes de traslucirse los diversos sentimientos. Mientras vivió Doña MarÃa Luisa de Orleans, los Embajadores franceses no dejaron de intrigar en Madrid en favor de sus propósitos. Muerta ella, el Emperador aprovechó la ocasión de ser parienta suya, y cercana, la nueva Reina, para enviar á España, de Embajador, al conde de Harrach, uno de los principales señores de su Consejo, señalándole por sucesor á su hijo, á fin de que no padeciesen dilación ó extravÃo las negociaciones. Logró este Embajador que en los mayores apuros de la guerra con Francia llegase á prometerle Carlos II nombrar por heredero al archiduque Carlos, hijo segundo del Emperador, en quien éste y su hijo primogénito José renunciaban sus derechos, si enviaba doce mil hombres á su costa para defender á Cataluña. No accedió á la pretensión el Emperador, aunque no dejó de enviarle algunos refuerzos, por no consentir tal expedición la escasa suerte de sus armas en el Rhin y el Danubio; pero no por eso cejó en sus intrigas. Y Francia, aun en medio de la guerra, halló modo de ganar á su partido á no pocos Grandes y señores principales. à esto atribuÃan los catalanes la flojedad con que los defendÃan los Virreyes, suponiéndolas ganados por Francia, y cierto que, en alguno de ellos, no puede menos de admitirse la inteligencia, so pena de apellidarlos traidores. Austriacos y franceses eran los que se disputaban la sucesión y los que procuraban formar grandes partidos en España que apoyasen sus pretensiones; mas no eran los únicos sus PrÃncipes que se presentasen como candidatos, ni siquiera los que alegasen más notorios derechos. Fundaba el emperador Leopoldo los suyos en su cuarto abuelo D. Fernando I, hijo de Doña Juana _la Loca_, y hermano de Carlos V, y en su madre Doña MarÃa, hija de Felipe III, sosteniendo que, extinguida la lÃnea primogénita de varón, debÃa acudirse á la lÃnea segundogénita, de donde él era, sin pasar á las hembras; y que, aun dado el caso de pasar á éstas, según la costumbre de suceder de la casa de Austria, debÃa preferirse la cercana del tronco á la cercana del último posesor. El Rey de Francia negaba que por las leyes de España, que eran las que debÃan regir á la sazón, fuese llamada la lÃnea segundogénita de varón, á falta de la primera, con preferencia á las hijas de los últimos posesores, y que excluyeran á éstas las más cercanas del tronco, con que daba por inconcusos los derechos del DelfÃn, hijo de MarÃa Teresa, primogénita de Felipe IV, y hermana mayor de Carlos II. PodÃa también apoyarse en los de su propia madre Ana de Austria, hija mayor de Felipe III, la cual debÃa ser preferida, como primogénita, á la madre del emperador Leopoldo. Y para evitar que pudieran considerarse incompatibles las Coronas de Francia y España, ó la imperial y española, al mismo tiempo que Leopoldo y su primogénito el archiduque José renunciaban sus derechos en el archiduque Carlos, hijo de aquél y hermano de éste, renunció los suyos el DelfÃn, hijo de la infanta MarÃa Teresa, en su hijo segundo Felipe, duque de Anjou. Llevaban los de Austria á los de Borbón la ventaja de que no habÃa incompatibilidad, por los tratados, en que las Coronas imperial y española viniesen á su poder; antes á la infanta Doña MarÃa, mujer del emperador Fernando III, se la habÃa confirmado en el derecho de suceder, por los conciertos matrimoniales, con exclusión de los hijos de Francia. Lejos de esto, la casa de Borbón tenÃa contra sà las renuncias solemnes de Doña Ana y Doña MarÃa Teresa, de donde vino la expresa exclusión que de ellas y sus descendientes hizo en su testamento Felipe IV. Pero contra una y otra casa alegaba sus derechos el PrÃncipe de Baviera, nieto de la infanta Doña Margarita MarÃa, hija menor de Felipe IV y primera mujer del emperador Leopoldo. Aunque éste habÃa hecho que su hija única, llamada MarÃa Antonieta, renunciase los derechos á la Corona de España, al contraer matrimonio con el duque de Baviera, semejante renuncia no era para tenida por válida, dado que no fué confirmada por Carlos II, ni por sus Consejos, ni por las Cortes de la MonarquÃa. Con que quedó reducida á un contrato privado entre la hija y el padre, muy diferente de aquel en que se habÃan ajustado las renuncias de las hembras de Francia. Por lo mismo, los más de los jurisconsultos se inclinaban á este último pretendiente, sosteniendo que, muerto Carlos II, debÃan sucederle sus hermanas; y estando una de ellas impedida por tal renuncia como la del tratado de los Pirineos, debÃa sucederle la otra, y, por representación, su nieto el PrÃncipe de Baviera. No debÃan despreciarse tampoco los derechos del Rey de Portugal: eran los de la infanta Doña MarÃa, hermana menor de Doña Juana _la Loca_, casada con el rey D. Manuel, de cuyo matrimonio nacieron los reyes D. Juan III y D. Enrique y el prÃncipe D. Duarte, duque de Braganza, padre de la infanta Doña Catalina, que fué abuela de aquel D. Juan VI, por quien se separó este reino del resto de España. Por último se ofrecÃan como pretensores los duques de Saboya y de Orleans, como descendiente el primero de la infanta Catalina, hija de Felipe II y mujer del duque Carlos Manuel, tan famoso por su espÃritu turbulento; y el segundo como hijo de Ana de Austria. Tres grandes cuestiones de derecho habÃa envueltas en estas pretensiones contrarias. Era la primera si, extinguida la lÃnea primogénita de varón, debÃa acudirse ó no á la lÃnea segundogénita, con preferencia á todas las hembras; la segunda era si, llegada la sucesión á éstas, debÃa preferirse la más cercana del tronco á la más cercana del fundador ó al contrario; la tercera si la renuncia del antecesor podÃa ó no perjudicar al sucesor, en desapareciendo los motivos y circunstancias que aquella hubiese provocado. De resolverse negativamente esta última, el derecho de Francia era incontestable en Castilla, donde las hembras primogénitas sucedÃan á sus hermanos varones, pero no en Aragón ni en otros estados de los que componÃan la MonarquÃa, donde ni leyes ni costumbres autorizaban tal sucesión de hembras. Y era muy peligroso, á la verdad, dejar resuelta esta cuestión del modo propuesto. El derecho público carecerÃa de base si tales renuncias y tan solemnes como la de Doña MarÃa Teresa, pudieran ser olvidadas á placer por las personas interesadas en ello. Y parecÃa más peligroso aún teniendo en cuenta que no todas las provincias de España podÃan sujetarse á aquel derecho de heredar, desconocido en ellas, sin tomar quejas de su parte. Con preferir la lÃnea segundogénita de varón se evitaban estas, se dejaban firmes las renuncias como base del derecho público, y la herencia total venÃa por legÃtimo derecho al emperador Leopoldo, descendiente del segundo hijo de Doña Juana _la Loca_. Si esto no se tenÃa por justo habÃa que acudir á las hembras, y, circunscrita en éstas la cuestión, ó eran ó no válidas las renuncias. Porque no siéndolo era imposible disputar con Francia, y, siéndolo, la duda venÃa á estar entre las casas de Baviera, Portugal y Saboya, dado que las pretensiones de la de Orleans no eran tenidas por graves. De preferirse la hembra más cercana del último posesor, el derecho estaba en favor del PrÃncipe de Baviera, nieto de la hija menor de Felipe IV; pero quedaba en pie la dificultad que ofrecÃa el regir distintos derechos y costumbres en las diversas partes de España, de modo que si en unas partes era legÃtimo heredero, en otras no podÃa considerársele como tal. Y atendiéndose á la hembra más cercana del fundador, no habÃa duda en que pertenecÃa la Corona al Rey de Portugal, una vez excluÃda la lÃnea segundogénita de varón, representada por el Emperador de Alemania. Porque tomando como punto de partida á los Reyes Católicos, en cuyo tiempo vino á formarse la MonarquÃa, se halla que todos sus derechos los transmitieron á sus dos hijas Doña Juana y Doña MarÃa, únicas de quien hubiese sucesión. De Doña Juana quedaron dos hijos varones y dos lÃneas, la una que iba á extinguirse en Carlos II; la otra que representaba, á la sazón, el Emperador. Extinguida la primera y excluÃda ésta por cualquier causa que fuese, si la hembra más cercana del tronco debÃa preferirse, no hay duda que estaban delante de todos los derechos de Doña MarÃa y de sus descendientes, que eran los monarcas de Portugal. Tales derechos, si no podÃan nunca prevalecer sobre los de la casa de Austria, que traÃa consigo varones descendientes de hembra primogénita, podÃan excluir los de las casas de Baviera y de Saboya, que venÃan de hembras mucho más lejanas del origen ó fundador, y, sobre todo, los de la casa de Francia, si eran válidas, como al parecer debÃan serlo, las renuncias. Y tenÃan en sà la ventaja de conciliar las opuestas leyes de sucesión de nuestras provincias, porque remontándose su origen á Doña Juana y Doña MarÃa, que no tuvieron varones que les disputasen la preeminencia, y excluÃdos los únicos varones que quedaban, que eran los de la casa de Austria, no podÃan ser desconocidos ni en Aragón, ni en Castilla, ni en ninguna parte. Aun las razones polÃticas que aconsejaban que los reinos de España y Francia, ó España y el Imperio, no estuviesen en una misma casa, debÃan considerarse como no válidas, tratándose de reinos que eran pedazos de uno mismo, y que habÃan hecho hacÃa tan poco tiempo un solo estado. Sólo podÃa contrastarse tal suma de derechos y conveniencias, acrecentados antes de mucho con la muerte del PrÃncipe de Baviera, que se llevó tras sà los derechos de esta casa, diciendo que por las leyes de Castilla la hembra lejana del fundador excluye á la cercana, en cuyo caso habrÃa de obtener la preferencia sobre la de Portugal, la casa de Saboya. Pero como Castilla no sea más que una parte de la MonarquÃa, y estas cuestiones de sucesión de reinos cuando se complican suelen antes resolverse por derecho constituyente que no por derecho constituÃdo, la pretensión de Portugal habrÃa parecido harto más aceptable que la de Saboya á sostenerla aquella casa con el empeño que convenÃa. No lo hizo ni cuidó nadie de ello, porque como antes dijimos, fijábase la atención general, no en quien tuviese mejor derecho, sino en quien se hallase con más poder para sostener sus posiciones que eran Austria y Francia. No bien comenzó á discutirse la cuestión, pudo preverse que no eran parte los discursos ni los alegatos á resolverla, y que las armas tendrÃan al fin que tomarla por su cuenta. Para este caso se preparaban ya los dos principales competidores, aprovechando cada uno las flaquezas de su enemigo y haciendo valer todos sus recursos y sus medios; pero sin descuidar las intrigas y negociaciones. En contraposición al conde de Harrach, envió el Rey de Francia á Madrid al marqués de Harcourt, después de las paces de Riswich, y no bien llegó, se entabló una lucha desesperada de manejos é intrigas entre él y el Embajador del Imperio. Era el de Harcourt soldado valiente y capitán afortunado, calidades muy estimadas en España; de gran penetración, y de no escasa ciencia; fastuoso como convenÃa que lo fuese en una corte donde el fausto era la perdición del reino; afable, cortés, y dotado, en fin, de cuantas cualidades se necesitan para ser bien recibido del pueblo y de los Grandes y hacerse lugar entre todos. Puso Luis XIV á disposición del buen Embajador sus arcas, á fin de que no le excediese nadie en Madrid ni en generosidad ni en magnificencia, y no tardó en recoger copiosos frutos de la buena elección de la persona y de la eficacia de los medios que le habÃa proporcionado. Alarmado el partido austriaco, y, sobre todo la Reina, con su venida, hicieron de modo que el de Harcourt fuese muy mal recibido en los principios. Aún no se le permitió ver al Rey sino de noche y en una cámara espaciosa y mal alumbrada, á fin de que no se apercibiese de que estaba á las puertas del sepulcro, como realmente estaba. Pero Harcourt, como diestro, disimuló su resentimiento, y no correspondió á él, sino llenando de delicados regalos y obsequios á los hijos de los Grandes y á los Grandes mismos, menos aficionados á Francia. Logró con eso harto mayor estimación que Harrach, el cual, sobre ser de aquellos alemanes tan aborrecidos, era altivo y duro, aunque inteligente y experimentado. Muy semejante á la de los maridos era la condición de las mujeres de los Embajadores, interviniendo ellas poderosamente en los sucesos, porque según estaba la MonarquÃa, más importancia solÃa alcanzar el sexo débil que el fuerte. Ganó la marquesa de Harcourt el cariño de la Reina y de sus damas, con ponerlas al corriente de las modas que por ParÃs se usaban á la sazón, y con tratar á éstas de igual á igual en las ceremonias. Por el contrario, la de Harrach se hizo un enemigo en cada una de las damas de Palacio, á causa de haber pretendido que la diesen mayor tratamiento que la correspondÃa. Y poco faltó para que la Reina se pusiese á la cabeza del partido francés, contradiciendo su naturaleza y los intereses de su casa. El oro francés ganó á la Perdiz y al Cojo, que al ver que se formaban los dos partidos, no pensaron más sino en que ellos les ofrecÃan compradores, y el Padre Chiusa, confesor de la Reina, abandonó también por un momento la causa de sus compatriotas. Y como al propio tiempo descubriesen los favoritos ciertas inteligencias entre el Embajador imperial y Leganés y Monterrey, encaminadas á apartarlos del lado de la Reina para ser ellos los únicos que predominasen en sus consejos, se decidieron de todo punto por el partido de Harcourt. Aprovecháronse del buen ánimo de la Reina, por las benévolas relaciones que mantenÃa con la esposa de Harcourt, y la persuadieron de que tuviese una entrevista con este mismo, donde pudieran conciliarse los recÃprocos intereses. Harcourt no desperdició la ocasión y manifestó á la Reina que sólo á su mediación querÃa que el duque de Anjou debiese la Corona, con lo cual halagaba su vanidad; indicóla al propio tiempo que se tratarÃa de desposarla con el DelfÃn de Francia, muerto su esposo; que se darÃan ricos heredamientos á su favorita la Berlips y la púrpura cardenalicia á su confesor, concluyendo por prometerla que se devolverÃa á España el Rosellón y se la ayudarÃa á reconquistar á Portugal: cosas ambas que se habÃan dejado ya correr por el pueblo, y que hicieron en este mejor efecto que no en aquella Princesa, sólo ocupada en su particular conveniencia. La Reina, no atreviéndose á abandonar de un golpe al partido austriaco, estuvo mucho tiempo indecisa, aunque más inclinada á Francia que no á Austria. Pero viendo que sus mayores enemigos se ponÃan en contra de la casa de Austria, se mantuvo firme en este partido. Acompañábanla el almirante D. Tomás EnrÃquez de Cabrera, antes conde de Melgar, y el confesor Matilla con mucha parte de la grandeza, y Ministros y Magistrados poco amigos de novedades, y que temÃan ó aborrecÃan á la casa de Borbón como reformadora y de todo punto extranjera. No pudieron resistir, sin embargo, al impulso de la opinión general, tan enemiga de los austriacos, y tan bien manejada por Harcourt. La especie de neutralidad que guardó la Reina durante algún tiempo, y los recelos de que se inclinase al partido francés, acabaron de poner de parte de éste todas las probabilidades del triunfo, de modo que cuando aquella Princesa, vuelta á sus primeros propósitos, quiso deshacer lo hecho, ya era tarde. Ya no quedaba más apoyo sólido al partido austriaco, sino la voluntad del enfermizo Carlos II, que como era natural, se inclinaba á los intereses de su familia. Pero la indiscreción y altanerÃa de los agentes imperiales llegaron hasta enajenarles este apoyo. No cesaban de hablar de sus propósitos delante del Rey sin miramiento alguno á su dignidad, ni piedad de su estado, que era ya á la sazón dolorosÃsimo. Carlos, irritado de que tan codiciosamente disputasen su herencia, como si él ya no existiera, excusaba cuanto podÃa verse con Harrach y los austriacos. Y Harrach, muy diferente en esto de Harcourt, resentido al punto de que le mirase con despego el Rey, se retiró á Viena, dejando en su lugar á un hijo suyo, mozo inexperto. Con esto, y con haberse puesto el cardenal Portocarrero á la cabeza del partido francés, parecÃa el triunfo de éste indudable. Era el Cardenal hombre de rápida carrera, gran cortesano y de no vulgar ingenio, el cual, por la reputación que alcanzaba de justo y virtuoso, tenÃa no poco influjo en el Rey. Sin tomar mucha parte en las cosas polÃticas, habÃa seguido la voz del Almirante, cuyo amigo era hasta entonces; mas rompiendo con él por motivos privados, fué á tomar puesto en el partido contrario. Su actividad y destreza acabaron de traer las cosas á punto que, como arriba decimos, pudo considerarse como seguro el triunfo del PrÃncipe francés. à su ejemplo vinieron á alistarse en este partido el inquisidor general Rocaberti, que habÃa sucedido á D. Diego Sarmiento, y los marqueses del Fresno y de Maceda, con otros muchos señores principales. Y conociendo de cuanta importancia era que poseyese él solo en tal ocasión el manejo de la conciencia del Rey, logró de éste que apartara de sà al Padre Matilla, y llamase á su lado al Padre Froilán DÃaz, catedrático de prima de Alcalá, y hombre de más virtud que juicio, dándole por auxiliares á dos frailes hechuras suyas, á los cuales dió cuantas instrucciones necesitaban para favorecer sus propósitos y estorbar los de sus enemigos. Hubiera sido nombrado entonces heredero de España el duque de Anjou, á no aparecer de nuevo en la corte y en los negocios el conde de Oropesa. Pero este Ministro, dotado de más cualidades que ninguno de sus émulos, acechaba desde la Puebla de Montalbán la ocasión de recobrar lo perdido. Nombrósele Gentilhombre, sin otro intento que el de hacerle con tal honra más llevadero su destierro; pero Oropesa lo entendió de diverso modo, y al punto se vino á Madrid y comenzó á hacer envidiar ó temer sus servicios á los dos partidos contendientes. La Reina, que de antemano le conocÃa y estimaba sus cualidades, por más que personalmente le aborreciese, se apresuró á echar mano de él, y lo elevó á la presidencia de Castilla. Dió esto algún aliento al partido austriaco; pero antes de mucho riñó Oropesa con el Almirante, que habiendo sido hasta allà el hombre de confianza de la Reina, temÃa verse suplantado por él y no cesaba de hostilizarle. Entonces, el nuevo Presidente, viendo que en el partido austriaco no cabÃa y que no era digno para él pasarse al de los franceses, determinó formar un tercer partido con que sobreponerse á los otros dos. Prohijó las pretensiones del duque de Baviera que, aunque apoyadas por los más de los jurisconsultos, no tenÃan desde que murió la Reina madre quien las hiciese valer en la corte, y tanto hizo, que quedara triunfante en la lucha á no interponerse la contraria voluntad del cielo. Ayudóle en su empresa la conducta de Luis XIV. Este Monarca, no fiándolo todo á las negociaciones y manejos de su Embajador en Madrid, habÃa discurrido vencer á los españoles con ponerlos en la alternativa de dar la Corona á su nieto ó someterse á la desmembración y repartimiento de su Imperio. Para ello negoció tratados con el Emperador y los demás PrÃncipes más ó menos interesados en la sucesión de España. Ya en 1668 habÃa habido semejante idea, y aun se añade que llegó á ajustarse sobre el particular un tratado entre el Emperador y el Rey de Francia, que quedó en depósito del duque de Toscana, y que sirvió de norma á los posteriores. Sea esto ó no cierto, el caso es que corriendo el año 1698, se ajustó en la Haya un tratado solemne entre Inglaterra, Francia y Holanda, por el cual se estableció que Nápoles y Sicilia, los puertos de Toscana y el marquesado de Final con la provincia de Guipúzcoa, vendrÃan á poder del DelfÃn, ó de otro modo, serÃan agregados á Francia; que el ducado de Milán quedarÃa por el archiduque Carlos, y el resto de la MonarquÃa por el PrÃncipe de Baviera ó por su padre á falta suya, aunque este no pudiese alegar el más remoto derecho, comprometiéndose las tres potencias á llevarlo todo á efecto por fuerza de armas si era indispensable, secuestrando sus porciones á las casas de Austria y de Baviera cuando no quisiesen admitirlas. El tratado, honrosÃsimo para Luis y sus Ministros, era muy ventajoso para Francia. Guillermo de Inglaterra no sacaba de él otro provecho sino que ésta abandonase la causa del pretendiente, y Holanda no debÃa siquiera tomar parte en él, supuesto que nada le tocaba. Pero el Rey de Francia querÃa más, que era el total de la MonarquÃa; desde este punto de vista, el tratado fué una falta que aprovechó diestramente Oropesa. Mientras el Emperador ardÃa en cólera contra Francia, Carlos II, herido en lo más vivo con ver que asà dispusiesen los extranjeros de sus reinos, y el pueblo español, como siempre digno y soberbio, lejos de amedrentarse, protestaron enérgicamente contra el tratado. Todo lo que Francia habÃa adelantado con su destreza, se perdió en un punto; Carlos se determinó á nombrar sucesor de por sÃ, y el pueblo á no recibir sino al que determinase su soberano, y Oropesa, á favor de la confusión de Harcourt y Portocarrero y del decaimiento en que sin él se hallaba de nuevo el partido austriaco, logró levantar el nombre de su candidato el PrÃncipe de Baviera. Una junta de Ministros y Magistrados de los diferentes Consejos, resolvió según la común opinión que á éste y no á otro pertenecÃa la Corona, y el Consejo de Estado votó en pro de lo mismo, sin asistencia de Portocarrero, que aunque era el alma del partido francés, no quiso entonces comprometerse ni con el Rey ni con la opinión pública, demasiado ofendidos. De acuerdo con estos dictámenes, expidió el Rey un decreto nombrando por sucesor y heredero en todos sus estados al prÃncipe José Leopoldo de Baviera. QuÃsose guardar sigilo, pero no pudo evitarse que al punto supiesen el Emperador y el Rey de Francia lo decretado. Protestó el primero con una altivez que acabó de irritar contra él á todos los Grandes y nobleza y pueblo; el segundo, aleccionado en la pasada experiencia, con mucha templanza. Ya parecÃa resuelta la cuestión y asegurada la paz de Europa, aunque, á decir verdad, no era fácil que se evitase la guerra, cuando el Rey presunto de España murió en Bruselas á la edad de seis años, en 8 de Febrero de 1699. Supúsose que de veneno, y al menos asà lo creyó su padre, porque en un manifiesto que publicó con este motivo decÃa «que la estrella fatal que perseguÃa á cuantos eran obstáculo al engrandecimiento de la casa de Austria, habÃa hecho que su nieto muriese de una ligera indisposición, que solÃa atacarle sin peligro, antes de que estuviese nombrado heredero de España». No hay que decir con tales sospechas, la impresión que la muerte del PrÃncipe causarÃa en estos reinos. Restablecióse el crédito del partido francés con acrecentarse el odio al austriaco, y como Arias Mon, destituÃdo del Gobierno del Consejo de Castilla por causa de Oropesa, y don Francisco Ronquillo, á quien habÃan quitado el cargo de Corregidor de Madrid, vinieran á ponerse al lado de Harcourt y Portocarrero, éstos juzgaron llegado el momento de hacer nuevos esfuerzos. El más temible de sus enemigos era Oropesa, que aunque inconsolable por la muerte de su protegido el de Baviera, no habÃa tardado en buscar nuevas banderas, acogiéndose otra vez á las de la casa de Austria. No tardó en sentirse su hábil mano en éstas. El partido austriaco se mostraba de nuevo poderoso; el Rey consintió en que se llamase á Madrid al PrÃncipe de Hesse-Darmstad, con doscientos caballos imperiales que habÃan servido en Cataluña durante la última guerra, no con otro objeto, sin duda, que con el de intimidar al pueblo, harto parcial ya de los franceses. No habÃa tiempo que perder, y Harcourt y su partido obraron á punto de evitar que con aquellas disposiciones entrase en los unos el temor, en otros la desconfianza, y sucumbiese su causa. Olvidada de dÃa en dÃa la administración pública con tales contiendas, ya no era que se hiciesen mal las cosas, sino que nada se hacÃa, y todo quedaba abandonado á la ventura. El Gobierno de los Tenientes generales habÃa caÃdo por sà solo en una especie de desuso, modo inaudito de caer gobernantes. El duque de Montalto y el Condestable no sonaban ya en la polÃtica; únicamente el Almirante, más ambicioso que ninguno de sus compañeros, continuaba influyendo y trabajando por influir más todavÃa. Oropesa y Portocarrero, sin ser ninguno de ellos Ministro, eran los que más importancia tenÃan en la Corte, y la Reina, ya unida con uno de ellos, ya combatiéndolos á los dos, no deseaba otra cosa sino conservar su funesto crédito y predominio. Como la muerte de Carlos estaba evidentemente tan próxima, nadie disputaba el honor de ser su favorito, sino el de serlo con el futuro Rey, para lo cual pretendÃa cada cual que se eligiese á su antojo. Por lo mismo, nadie se cuidaba ya, cual en otro tiempo, de que en Madrid no faltasen bastimentos, aunque faltasen en todo el reino, y como hubiese malÃsimas cosechasen estos años, llegaron á padecerse aquà la escasez y el hambre. No se necesitaba más para promover una sublevación tanto tiempo hacÃa contenida por el antiguo hábito de obedecer de los infelices ciudadanos. Achacaban la falta al conde de Oropesa, que como Presidente de Castilla debÃa cuidar de los mantenimientos, y por dondequiera se oÃan denuestos contra él, acusándole también de que comerciaba con su mujer en trigo y en aceite, beneficiando la carestÃa. Tampoco dejaban de oirse quejas contra el Rey, harto injustas por cierto, porque el infeliz no era posible que atendiese á más dolores que los que lentamente iban consumiendo su vida. «De todo aquesto, ¿qué se le da al Rey?», decÃan ciertos cantares de entonces, después de enumerar cuantas miserias padecÃa el pueblo. Y Harcourt y sus amigos, para que no pudiera dirigirse contra ellos igual pregunta, y con el objeto también de acusar con sus hechos los de sus adversarios, repartÃan á manos llenas las limosnas, y afectaban una caridad nimia, que el Tesoro de Francia pagaba y el pueblo agradecÃa pródigamente. ServÃalos en esto don Francisco Ronquillo, que como Corregidor que habÃa sido, conocÃa mejor que nadie las necesidades y la gente á quien habÃa que excitar y contentar según viniese á cuento. Y no es mucho suponer que el mismo Ronquillo fuese quien preparó los sucesos de que vamos á dar cuenta, demasiado útiles y bien aprovechados para pasar por casuales é imprevistos. Ello es que cierta mañana de Abril, estando en la Plaza el Corregidor, que lo era D. Francisco de Vargas, atendiendo á los deberes de su oficio, uno de sus alguaciles maltrató por pequeña ocasión á una verdulera. Desatóse ella en injurias contra el Corregidor, y la gente que presenciaba la escena tomó al punto una actitud tan hostil, que el de Vargas juzgó prudente retirarse. Siguióle la gente con insultos y amenazas, y en un momento el espacio que media entre la Plaza y el Arco de Palacio se vió lleno de hombres y mujeres, que acudÃan á porfÃa de todos los extremos de la ciudad gritando: ¡Viva el Rey! ¡Pan! ¡Pan! ¡Muera Oropesa! La multitud no se detuvo en el Arco, sino que llegó hasta los mismos balcones del Alcázar, redoblando sus gritos. Oyólos el Rey con más amargura que cólera, sin saber qué partido tomarÃa en el trance. Súpose que Vargas habÃa estado para morir á tronchazos y pedradas, y que se amenazaba con peor suerte á Oropesa. Creció el miedo, y el cardenal Córdoba, el marqués de Leganés, el conde de Benavente y otros muchos Grandes que acudieron al punto á Palacio, no sabÃan qué aconsejar ni qué hacer ellos mismos. La Reina, con alguna más presencia de ánimo, se determinó á salir al balcón, y habló á los amotinados diciéndoles que el Rey dormÃa; pero que no bien despertase le comunicarÃa sus quejas. «Ya hace mucho que duerme y es tiempo de que despierte»--respondieron agrandes voces. Entonces, se asomó el Rey al balcón; pero no por eso cesaron los clamores. El peligro arreciaba, y el conde de Benavente, que disfrutaba de algún favor en el vulgo, se ofreció al fin á hablarle, saliendo fuera de Palacio. Sus palabras templadas, pero más acaso las inteligencias que tenÃa con los insurrectos, lograron acallar el tumulto y que el gentÃo ofreciera retirarse, con tal de nombrar Corregidor á Ronquillo y no castigar á ninguna de las cabezas del desorden. Consintió el Rey en ello; llamóse á Ronquillo á Palacio, y acompañado del conde de Benavente salió á caballo por la Plaza, llenándolos á ambos la multitud de vÃtores y bendiciones. Si esto no bastara para probar que uno y otro estaban y entendÃan secretamente en el motÃn, de todo punto podrÃan demostrarlo ciertas palabras del conde de Benavente, que volvieron á encender la confusión calmada. «El Rey os perdona--les dijo--; pero en cuanto á la carestÃa no puede él remediarla, y será bien que os dirijáis al Presidente de Castilla.» No fué menester más. El vulgo, desatado, dejó desierta en un instante la Plaza de Palacio, y se encaminó á las casas de Oropesa, situadas enfrente de Santo Domingo. Fué fortuna para éste que el Almirante, con quien á la sazón estaba de acuerdo, siendo los dos jefes del partido austriaco, pudiera avisarle á tiempo, con un billete lo que pasaba. à la verdad, no habÃan dejado también de oirse amenazadores gritos contra el astuto Almirante, aunque no tan continuos como contra Oropesa. La casa de éste fué en un momento entrada, á pesar de la resistencia armada que opusieron sus criados, y habiendo muerto algunos de los asaltantes, la muchedumbre destrozó los muebles y los echó por las ventanas; destrozó las pinturas y los papeles, y no hubo, en fin, exceso que no creyese poco para satisfacer su ira. HabÃase refugiado Oropesa con el aviso del Almirante en casa de su vecino el Inquisidor general, y el terrible nombre de esta dignidad contuvo á las puertas de aquel asilo á la multitud, que no osó siguiera insultarlas. Aproximábase ya la noche y el tumulto no cedÃa, sin embargo, pidiendo todos á voces la cabeza de Oropesa, cuando el Cardenal de Córdoba y otros sacerdotes salieron de Santo Domingo con un crucifijo, y sus exhortaciones y las de Ronquillo, que ya debÃa tener por bastante lo hecho, lograron restablecer la calma y el silencio. CreÃan, sin duda, los del partido francés que con esto bastarÃa para que el Rey separase de nuevo á Oropesa; pero se engañaron, porque habiendo éste solicitado su retiro, á causa de que no se castigaba á los culpables en el alboroto, no quiso Carlos consentirlo, mandándole que permaneciese en la Presidencia. Entonces, sus adversarios celebraron una junta en casa de Portocarrero, donde después de oir la opinión del jurisconsulto Pérez de Soto, favorable al duque de Anjou, se acordó echar el resto en alejar á Oropesa de la corte. Fué entonces Portocarrero á ver al Rey, y prevaliéndose de su calidad cardenalicia y del influjo espiritual que en tal concepto tenÃa con el Rey, le obligó á decretar la vuelta de Oropesa á la Puebla de Montalbán, el destierro del Almirante á treinta leguas de la corte, y el nombramiento de D. Manuel Arias Mon, parcialÃsimo, como sabemos, del de Anjou, para la presidencia de Castilla. Quedó entonces el partido francés triunfante, y sin más apoyo el austriaco que la Reina, el conde de Frigiliana y de Aguilar y D. Antonio de Ubilla, secretario del despacho universal, que á falta de otros más calificados, llegó á ser uno de sus caudillos. Un suceso singular, del cual se ha hablado mucho posteriormente, ocupaba á la sazón á nuestra corte. Eran los supuestos hechizos del Rey, cuyo recuerdo podrÃa bastar para comprender á qué punto llegaba la fanática superstición de unos, y la hipócrita maldad de otros en aquella época. Ya hacÃa tiempo que el vulgo atribuÃa á hechizos las enfermedades del Rey. Viéndole dotado de entendimiento muy claro, de rectÃsima conciencia, de tanto amor á sus vasallos, sin que hiciese valer ninguna de estas calidades; no comprendiendo tampoco cómo desde la edad temprana hubiera podido padecer una flaqueza tan extrema que le impedÃa ejercitar su virtud, dió por cierto que algunos malos hechizos estaban apoderados de su persona. à punto llegó el rumor que en tiempo del inquisidor Sarmiento y Valladares, el Tribunal Supremo de la fe llegó á intentar algunas averiguaciones. Suspendiéronse por respeto á la persona del Monarca, y asà continuaron las cosas, hasta que en los principios de 1698, el mismo Carlos llamó al Inquisidor general Rocaberti y le rogó que indagase si él era ó no vÃctima de hechizos, como vulgarmente se creÃa. Oyólo Rocaberti con atención proporcionada á su ignorancia, que era grande, porque de pobre dominico se habÃa visto elevado á tal categorÃa, más por intrigas que no por fama ó mérito como entonces se solÃa. Dió parte del asunto al Tribunal, cuyos Ministros, más sabios que él, se negaron á entender en cosa tan inverosÃmil y ridÃcula. No se desalentó con esto Rocaberti, y á poco lo consultó con el Padre confesor Fr. Froilán DÃaz, que no teniendo más luces que él, se conformó con sus opiniones y propósitos. Diéronse entonces ambos á cazar los tales hechizos, y no tardaron en saber, casualmente, que un cierto Fr. Antonio Ãlvarez Argüelles, vicario de un convento de monjas en la villa de Cangas, solÃa tener gracia particular para exorcizar endemoniados, y platicar con los mismos demonios, de quienes sabÃa curiosÃsimos secretos. Escribieron ambos al Obispo de Oviedo para que éste interrogase al vicario sobre los hechizos del Rey: pero aquel prelado respondió con desprecio que el Rey no tenÃa hechizos, sino flaqueza de ánimo y de cuerpo, y que antes que de exorcismos necesitaba de buenos consejos. Ni Rocaberti ni el confesor se avergonzaron con esta respuesta; llenos de fe se pusieron á buscar otros conductos por donde entenderse con el vicario, y lo lograron, entablándose una correspondencia entre los tres, fecundÃsima en puerilidades y absurdos y locuras, que asombra que pudiera seriamente seguirse. Notóse, sin embargo, que los demonios á quienes interrogaba el vicario Argüelles, no cesaban de hablar mal de los parciales de la casa de Austria, y principalmente de la Reina y del Almirante, sin perdonar á la Reina madre, por ser ya cosa del otro mundo, ni á ninguno de cuantos antes ó después habÃan abogado en contra de la casa de Francia. Y dando por ciertos los hechizos, solÃan proponer para el Rey remedios capaces de causar su muerte aunque estuviese robusto y sano, cuanto más en la situación en que se hallaba. Ni Rocaberti ni Froilán sospechaban por eso de los demonios ni de su interlocutor, y molestaban sin cesar al pobre PrÃncipe, haciendo las más de las cosas que aquéllos les prevenÃan, y excusando sólo las que manifiestamente eran dañosas ó impracticables. Asà transcurrió algún tiempo, hasta que los demonios se cansaron de pronto de hablar, y respondieron al vicario que no dirÃan palabra más si no era en Madrid, en la capilla de Atocha. Asombró al confesor y al Inquisidor tan extraña demanda, y si la dieron crédito no se sabe; pero ello es que no les pareció bien traer tan cerca del Rey persona que poseÃa el admirable privilegio de andar con los malos, de que á su juicio andaba aquél poseÃdo. Negáronse á su venida, y continuaron carteándose con el vicario hasta la muerte del inquisidor Rocaberti, sin obtener otra cosa que nuevos embustes cada dÃa. Pero este vicario y estos demonios tenÃan cierto olor francés que puso en alarma á los austriacos, no bien se susurró el caso en la corte. No era este partido menos rico en frailes y demonios que lo fuera su adversario, y antes de mucho se recibió en Madrid una información auténtica del Obispo de Viena, donde se contenÃan graves respuestas traÃdas por el demonio á la boca de unos energúmenos, á quienes él y su clero estaban exorcizando en la iglesia de Santa SofÃa, sobre los hechizos del rey Carlos II. De ellas se deducÃa claramente que este PrÃncipe habÃa sido hechizado por una mujer, de nombre Isabel, que vivÃa en Madrid, en la calle de Silva. Dió el Embajador imperial la información al Rey; pasó luego al Tribunal, y se hicieron inútiles pesquisas. ParecÃa ya indispensable exorcizar al Rey, y se llamó para ello de Alemania al mejor exorcista del imperio, por nombre Fr. Mauro de Tenda, capuchino de religión, y dotado de gran torrente de voz, con la cual atormentaba dÃa y noche al Rey, llamando á voces á los demonios que se albergaban en su cuerpo. Empeoró mucho el Rey con el sobresalto, y como estaba en poder de demonios y exorcistas austriacos, era de temer cualquier extravÃo en su juicio que hiciese venir la Corona á poder del Archiduque. Entonces, un nuevo demonio, más audaz que los otros, se apoderó de una pobre mujer y la condujo al Palacio mismo, donde entró desgreñada y furiosa sin que nadie pudiese contenerla, hasta llegar á la presencia del Rey, el cual no halló más medio de librarse de ella que ponerse por delante un relicario que traÃa consigo. Interrogóse á este nuevo demonio, y acusó claramente de autores del hechizo á la Reina y al Almirante, de donde se supo ser este demonio francés. Irritóse la Reina; hizo que su marido apartase de su lado al Padre Froilán DÃaz, y mandó que se le formase un proceso que duró mucho tiempo, y del cual resultó que él, como Rocaberti, no eran culpables sino por ignorantes y fanáticos. No de todos los cortesanos se pudo decir lo mismo; porque sin acusar de tan indigna farsa á ninguna persona determinada, parece fuera de duda que fué obra de los partidos, que con tanto encarnizamiento se disputaban la herencia de Carlos II. La muerte estaba tan cercana del desdichado PrÃncipe, que no podÃa ya perdonarse ningún esfuerzo, y desde la primavera de 1700 á 1701, ni dentro ni fuera de España se habló apenas de otra cosa que de la resolución de este grande asunto. Luis XIV, viendo que en Madrid tenÃa ya recobrado lo perdido, comenzó á moverse por fuera con nuevo empeño. PersistÃa en el propósito de hacer entender á los españoles que tenÃan que darse á él ó someterse á la desmembración del reino. Para ello negoció un nuevo tratado de repartición con el rey Guillermo III en Londres. DisponÃase en él que por muerte del PrÃncipe de Baviera pasasen al archiduque Carlos los estados que á aquél estaban asignados, añadiéndose la Lorena á los que debÃa recibir Francia, y dándole en cambio al poseedor de aquel ducado el de Milán. Y si el Archiduque no admitÃa el tratado en el término de tres meses, determinábase que toda su parte serÃa secuestrada, nombrando los aliados PrÃncipe que ocupase su puesto. Protestó el Emperador contra el tratado, y el Rey de España hizo fuertÃsimas reclamaciones en Londres y ParÃs, de cuyas resultas el marqués de Canales, nuestro Embajador, fué expulsado de Inglaterra y se rompieron las relaciones entre las dos Coronas. Aprovechóse el partido austriaco de esta nueva falta de Luis XIV, y puso en tal disposición el ánimo del Rey, que Harcourt tuvo que volverse á Francia, llamado por su Soberano. Ubilla ayudó poderosamente á la Reina. Prometióse á esta casarla con el heredero imperial, si lograba que fuese nombrado heredero el Archiduque, y Doña Mariana no sólo admitió el partido, sino que delató á su marido la promesa que le habÃa hecho Harcourt de casarla con el DelfÃn, después que él muriese. Ya se habÃan dado órdenes á los Virreyes de Italia para admitir guarniciones imperiales, y el partido francés parecÃa del todo perdido. Estorbó lo de las guarniciones la amenaza que hicieron Francia é Inglaterra de declarar inmediatamente la guerra, y la habilidad de Portocarrero y los demás españoles que seguÃan el partido del duque de Anjou, puso definitivamente de su parte la victoria. Porque en el verano de 1761, después de una excursión al Escorial, donde sintió algún alivio, cayó Carlos en el lecho de que no habÃa de levantarse jamás. Instalóse Portocarrero en su aposento, y sin hablarle más que de cosas religiosas, logró ahuyentar á la Reina y á Ubilla y á todos sus parciales, incluso el confesor Torres Padmota y el inquisidor Mendoza, pues para la asistencia espiritual del enfermo traÃa ya él consigo dos frailes que suponÃa en olor de santidad. El Rey, que veÃa ya su muerte inmediata, entregó á Portocarrero el cuidado de su salvación, que fué entregar su Corona á la casa de Francia. Indújole el artificioso Cardenal á que hiciese testamento que él no querÃa; luego lo persuadió de que pidiese dictamen á los diferentes Consejos sobre el nombramiento de heredero. La mayorÃa del de Castilla, ganada ya, opinó porque fuese preferido el francés. En el Consejo de Estado fué la discusión muy viva. El duque de Medinasidonia, los marqueses de Villafranca, Maceda y el Fresno, y los condes del Montijo y de San Esteban, opinaron con Portocarrero en favor de la casa de Anjou; el conde de Frigiliana y Aguilar y el de Fuensalida se opusieron á ello, pidiendo que se convocasen unas Cortes generales del reino, donde se eligiese sucesor libremente. Apoyábanse en muy sólidas razones, en especial aquella de que no era fácil conciliar en ninguno de los pretendientes las distintas leyes de Aragón y Castilla. Desechó la mayorÃa todo pensamiento de convocar Cortes, y el de Frigiliana, levantándose conmovido, pronunció estas nobles palabras, dignas de más pura lengua: «hoy destruÃs la MonarquÃa.» Acordóse que el duque de Anjou debÃa ser nombrado heredero. ResistÃa, sin embargo, el Rey, y sabiendo Portocarrero que el Papa estaba muy irritado contra el Emperador, aconsejó que se sometiese á su decisión el caso. Gustó Carlos del Consejo, y la respuesta de Inocencio XII fué, como esperaba Portocarrero, favorable al francés. Entonces, Carlos no resistió más, y llamando á Ubilla, en presencia de Portocarrero y de D. Manuel Arias Mon, le hizo que extendiera un testamento, nombrando por heredero en todos sus estados y señorÃos al duque de Anjou, «reconociendo--decÃa--que la razón en que se funda la renuncia de las señoras Doña Ana y Doña MarÃa Teresa, Reinas de Francia, mi tÃa y hermana, á la sucesión de estos reinos, fué evitar el perjuicio de unirse á la Corona de Francia, y reconociendo que viniendo á cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho á la sucesión en el pariente más inmediato, conforme á las leyes de estos reinos, y que hoy se verifica este caso con el hijo segundo del DelfÃn.» Nombró una Junta para que gobernara sus reinos durante la ausencia del de Anjou, compuesta de la Reina su esposa, Portocarrero, Montalto, Arias, Frigiliana, Benavente, el Inquisidor general Mendoza y D. Antonio de Ubilla como secretario. Y hecho esto, exclamó con los ojos llenos de lágrimas: «Dios es quien da los reinos.» Con que manifestó la repugnancia que le costaba el desheredar á su familia. Cerróse el testamento solemnemente, y Portocarrero y los suyos lo notificaron al punto al rey Luis, cerciorándose de que estaba dispuesto á tomar entera la herencia y á defenderla con las armas, á pesar de los tratados de repartimiento que habÃa hecho. Pocos dÃas después, Carlos se halló incapaz de entender en asunto alguno de gobierno, y expidió un decreto confiándolo en lo civil y militar al cardenal Portocarrero, hasta su muerte. Quiso éste por cortesanÃa que se le asociase la Reina; pero Carlos no consintió en ello, mostrando asà que habÃa llegado en sus últimos momentos á aborrecerla. Al fin, el dÃa de Todos Santos de 1701, después de haber recibido muy devotamente los sacramentos, expiró el desdichado Carlos, repitiendo: «ya nada somos»: PrÃncipe, como dejamos indicado, digno de lástima y amor, no de odio y desprecio. No hay que explicar largamente cómo quedarÃa la MonarquÃa. Ya en 1686 decÃa el economista D. Miguel Ãlvarez Osorio y RedÃn estas palabras: «Si todo no se desbarata, es imposible remediar esta MonarquÃa, si Dios no envÃa un ángel para libertarnos de esta confusión y cadena que labró la malicia». El conocimiento no faltaba; pero, ¿y el remedio del mal? Hallábalo entre otras cosas el buen Osorio, en «reducir el número de artesanos y mercaderes, porque además de defraudar las rentas reales, quitaban las ventas unos á otros». Es imposible imaginar mayor absurdo; pero tal andaban los estudios entonces. Hubo, sin embargo, un hombre, harto censurable como Ministro, D. Manuel de Lira, que siendo Presidente de Indias dirigió al Rey un memorial digno de eterna memoria, en el cual proponÃa francamente que se llamasen á España capitalistas extranjeros, que se les abriese el comercio de América, y que se les permitiese seguir su culto á cada uno, con tal que no fuese en público, concediéndoseles cementerios y otros privilegios que aún hoy se les disputan. Pero los sabios consejos de Lira, fundados en su mucha experiencia de viajes y negocios, no fueron oÃdos, y gracias que era poderoso, que si no la Inquisición hubiera dado buena cuenta de su persona. à manos de la represión de este tribunal infausto habÃa ya muerto todo género de filosofÃa, y tras esta ciencia matriz habÃan desaparecido todas las ciencias y artes. Alguno que otro poeta dramático de mediana importancia, y éste ó el otro lÃrico culto interrumpen de vez en cuando el silencio de nuestras letras. Mas sólo los eruditos florecen y dan algún honor á nuestra patria. Nicolás Antonio, Mondéjar, Ferreras y D. Juan Lucas Cortés ofrecieron á nuestra última decadencia el consuelo que tienen todas, que es el de rebuscar en lo pasado. Eran, sin embargo, varones dignos de otro tiempo y de otra patria. [Ilustración] [Ilustración] CONCLUSIÓN «Puede decirse--exclama el autor de un opúsculo atribuÃdo al venerable Palafox--, que esta MonarquÃa la zanjó la sabidurÃa y gran juicio de Fernando el Católico, la formó el valor y celo de Carlos V, y la perfeccionó la justicia y prudencia de Felipe II.» En este punto la tomamos, y desde aquà la hemos seguido en su decadencia. Un siglo ha bastado para comenzar y llevar al extremo la ruina de aquella grande España de PavÃa y Otumba y Lepanto, de aquella inmensa MonarquÃa, que se levantó del suelo al juntar sus manos Isabel I y Fernando V. Cuando comenzamos á escribir, todavÃa los sucesores de estos grandes PrÃncipes llenaban el mundo con su nombre. Dueños de toda la redondez de la PenÃnsula asomaban el brazo amenazador por encima del Pirineo, y desde la ciudadela de Perpiñán mantenÃan en respeto las llanuras de Francia. Con Nápoles al MediodÃa y Milán al Septentrión tenÃan entre sus manos todo el centro de Italia, al paso que Génova y Mónaco bajo su dependencia y final conquistado, les aseguraban el dominio de la frontera marÃtima. El Mediterráneo, encerrado entre las dos penÃnsulas, itálica é ibérica, y la costa africana, donde levantaba la soberbia Orán su cabeza, y vigilado desde Sicilia, Córcega, Cerdeña y las Baleares por nuestras fortalezas y nuestros soldados, no estaba lejos de ser un lago de España. Por él corrÃan triunfantes y soberbios nuestros bajeles, numerosos todavÃa y casi siempre vencedores, mandados por los PrÃncipes de Italia, que ya que no pudiesen evitar nuestros hierros, se honraban con ser nuestros Ministros y servidores. Y desde España é Italia y el avasallado mar por donde una y otra se comunicaban, ardÃa en deseos la MonarquÃa de extenderse hasta recoger y unir todas sus vastas posesiones de Europa. La Waltelina se veÃa amenazada, el Austria occidental en tratos de cesión, la Alsacia á punto de quedar avasallada, la Suavia feudataria. No parece que se necesitase más que de un esfuerzo para que nuestras banderas se abriesen camino desde la Waltelina al Luxemburgo, dominando ambas orillas del Rhin, y poniendo en comunicación á Milán con Bruselas, y con el Franco-Condado. Tan gigantescos propósitos, que hoy parecen quimeras, no lo eran entonces todavÃa. La nación, aunque cansada, se sentÃa con fuerza para tanto, y ¿quién sabe si lo habrÃa llevado á término á hallarla el siglo XVII con un Fernando V, como halló un Felipe III, á su cabeza? Aún vivÃa el gran conde de Fuentes D. Pedro EnrÃquez de Acevedo, émulo, al decir de los franceses, del gran Enrique IV, tan buen soldado como él y harto mejor polÃtico; aún vivÃan los viejos tercios del duque de Alba; aún honraban nuestro nombre en las batallas y en los consejos el buen marqués de Villafranca, D. Pedro de Toledo, y aquel D. Gómez Suárez de Figueroa, á quien llamó su siglo gran duque de Feria; aún el otro Duque que mereció ser llamado Grande, D. Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, y el ilustre marqués de Bedmar, D. Alfonso de la Cueva, eran dignos de haber heredado tÃtulos dados por Fernando V y Carlos I y Felipe II. ¿Que no podÃa esperarse todavÃa de tales Ministros, y capitanes y soldados? Verdad es que el fanatismo religioso iba estrechando mucho al talento español y estorbaba no poco sus nobles alardes; verdad es que estaba empeñada la Hacienda y que no habÃa industria, ni comercio, ni agricultura que proporcionase tanto oro como se necesitaba; verdad es que la despoblación era grande, que la obra de la unidad nacional estaba muy atrasada, y que la extensión de nuestro imperio y la separación en que se hallaban unas de otras provincias hacÃa la defensa difÃcil y fácil la ofensa, de modo que podÃa llamarse débil y flaco por su grandeza misma. Pero todo lo habrÃan vencido, sin duda, con buen gobierno y espera, hombres tan grandes y poder tan inmenso como la nación tenÃa, y riquezas como las que se sacaban ya del Nuevo Mundo. El caso es que no nos convenÃan ya tan gigantescos propósitos; que aun abierto el gran camino que se pretendÃa entre Milán y Bruselas, no era posible mantenerlo abierto por mucho espacio; que nuestro interés polÃtico estaba en encerrarnos en España, Italia y sus islas, y cerrando la boca del estrecho con la conquista de la España transfretana y el dominio de sus dos orillas, hacernos absolutos señores del Mediterráneo. El caso es que debÃamos preferir á extender nuestra dominación por Europa y hasta á asegurar nuestros dominios más importantes, el curar las llagas interiores de la MonarquÃa, reponer la Hacienda, reformar la administración, terminar la obra de la unidad polÃtica, y levantar la industria, el comercio y la agricultura, cosas en que al aparecer no se pensaba. Faltas antiguas que se hacÃan más peligrosas á medida que más tiempo continuaban, hijas de los fundadores de la MonarquÃa, nacidas con ella y en ella envejecidas, de que hemos tratado extensamente en otra parte. Pero equivocada ó no en sus propósitos por lo grande de ellos y de sus medios y recursos, todavÃa era España á principios del siglo XVII, no ya una gran nación, sino la primera de las naciones. Nuestros mayores enemigos no osaban sospechar que fuese tan rápida y tan grande como fué su ruina. Verdad es que el italiano Campanella decÃa ya en tiempo de Felipe II estas palabras: «La MonarquÃa española no puede subsistir por mucho tiempo, porque además de tener por enemigas á todas las demás naciones, tiene sus pueblos y provincias desparramados por ambos mundos en Italia, Flandes, Ãfrica y las Indias.» Pero otro italiano como él, Juan de Botera, opinaba hacia el propio tiempo que España, por lo mismo que tenÃa desparramados sus dominios, era más fuerte y de más duración y grandeza. «La grandeza--decÃa--en todo el cuerpo compuesto de miembros desunidos, la medianÃa en la mayor parte de los miembros, hacen que tenga España todas las ventajas que pueden tener las naciones: ser agrandes para poder resistir á los enemigos extranjeros, y medianas para que no las destruya la corrupción. Lo que necesita es tener fuerzas marÃtimas para tener siempre en comunicación las diversas partes del imperio.» Túvolas España temibles en los dÃas de Felipe II, y aun por todo el reinado de su hijo. Y asà no ha de causar maravilla que Enrique IV preguntase al Embajador de éste, D. Iñigo de Cárdenas, con mal encubierto recelo: «¿por ventura quiere hacerse vuestro Rey señor de todo el mundo?» Nadie menos capaz que el buen Felipe III de abrigar tan altos intentos ni de ejecutarlos, y he aquà el principio del rápido descendimiento que hoy nos espanta todavÃa. «Tiene--decÃan á su padre sus maestros y servidores--todas las partes de PrÃncipe cristiano, es muy religioso devoto y honesto. Vicio ninguno no se sabe.» Y ello es cierto que no se le conoció en su vida un solo galanteo, recompensándole bien el cielo, pues le dió en su mujer única Doña Margarita siete hijos, de los cuales le sobrevivieron cinco: D. Felipe que le sucedió, D. Carlos, que murió en edad robusta; el infante cardenal D. Fernando; Doña Ana que fué Reina de Francia y Doña MarÃa, prometida del PrÃncipe de Gales, luego Reina de HungrÃa y Emperatriz de Alemania. Trataba á su mujer y á sus hijos con singular amor y dulzura. Y bien puede decirse con Virgilio de Malvezzi, su historiador: «que se recontara entre los mejores hombres á no haber sido Rey.» Mas por ser tan cristiano y tan buen hombre puso en desprecio las armas, cimiento de la grandeza, garantÃa del honor y estÃmulo de todos los sentimientos altos y nobles. DecÃa á sus hijos viéndolos con rosarios en las manos: «Hijos mÃos, esas son las espadas con que habéis de defender el reino.» Frágiles armas como se vió luego para disputar dominios de este mundo á las naciones extrañas, que se repartieron los nuestros. Por ser también tan cristiano y tan buen hombre ocupó todas las horas que le dejaban libres sus oraciones en sostener que la madre de Dios fué concebida sin pecado. Escribió sobre ello á las Universidades y á los obispos, y aun ofreció al Papa hacer un viaje á pie á Roma, porque se declarase de fe su piadosa creencia, como al fin se ha declarado al mediar el siglo XIX. Y cuando oÃa rezar á sus hijos «Santa MarÃa, sin pecado concebida», exclamaba lleno de júbilo: «Asà lo creo, hijos mÃos, asà lo creo.» Ha de decirse que este fué el pensamiento dominante de su vida. Dejola con la satisfacción de haber adquirido para España hasta doscientos nueve santos, y entre ellos muchos famosos como San Isidro Labrador, Santa Teresa de Jesús, San Raimundo de Peñafort y San Ignacio de Loyola. Pero en cambio sobre su tumba misma y en tan pocos años de reinado pudo escribir Céspedes de Meneses estas lastimeras palabras. «El grave empeño y diversiones de sus riquezas y tesoros, carga de pechos y gabelas, arbitrio infausto y detestable de la moneda de vellón, conspiración de los moriscos, larga invasión de sus rebeldes, parecen que amagan seguros males al imperio y que es lÃcito argüir del nuevo PrÃncipe español que ha venido á ser reparo ó á ser testigo de su ruina.» No fué el nuevo prÃncipe Felipe IV reparo ni testigo; fué tal que por sà solo la hubiera traÃdo, aun cuando no estuviese comenzada. De tal manera obró, que habiendo venido á reinar en 1621, ya en 1629 pudo advertir el holandés Juan Laet la decadencia de esta MonarquÃa aunque no describiendo bien sus causas; y todos los gabinetes extranjeros ó sabÃan ó sospechaban ya nuestra flaqueza. Acaso no ha juzgado nadie á Felipe IV como un autor contemporáneo suyo en ciertas _Memorias históricas sobre la MonarquÃa de España_, que corren impresas en el Semanario Erudito. «Murió, dice, con universal llanto de los españoles, por su piedad suma para con ellos y por las grandes prendas que como hombre particular tuvo, y como PrÃncipe _empezó á descubrir_ cuando la satisfacción precisa del tributo inevitable _le imposibilitó el que las practicase_.» Rey que murió de sesenta años cumplidos, y reinó cuarenta y cuatro nada menos, está juzgado con estas palabras. Fué un hombre particular hasta que al borde de la tumba se acordó de que era Rey, y eso para morirse de remordimiento más pronto que nos conviniera. De hombre particular si tuvo buenas cualidades, y su amor desenfrenado á los placeres, su ociosidad y lascivia no pudieran como tal deshonrarle, al modo que lo deshonran, siendo Rey, que este es oficio que á cambio de tanta satisfacción requiere alguna mortificación de los apetitos y pasiones. Castigó Dios su liviandad disputándole tenazmente hasta el mÃsero varón que quedaba de dos matrimonios dilatados. Vió morir cuando daba las mayores esperanzas, entrado ya en la adolescencia á su hijo D. Baltasar, y luego á D. Felipe Próspero; y se salvaron D. Carlos y dos hijas para traernos la guerra de sucesión. Sólo fué afortunado D. Felipe en sus hijos bastardos. Además del famoso D. Juan se conocieron de ellos un D. Francisco de Austria, que murió de ochos años; Doña Ana Margarita, que fué monja en la Encarnación de Madrid; D. Alfonso de Santo Tomás, que fué obispo de Málaga; un D. Carlos ó D. Fernando, nombrado con el apellido de Valdés, general de artillerÃa en Milán; D. Alonso de San MartÃn, obispo de Oviedo, habido en una dama de la Reina, y D. Juan Cosio, llamado fray Juan del Sacramento, predicador célebre en aquella era. Asà la religión abrigó á un tiempo á cuatro hijos de Rey, avergonzados de serlo. Solo reconoció Felipe IV á D. Juan, y esto, no porque fuese más digno ni porque el Rey amase más á su madre, sino por virtud del Conde-Duque de Olivares, que tuvo vergonzoso interés en ello. El suceso es de los que más demuestran cuál era la privanza del Conde y cómo andaba la corte de España. No habÃa tenido hijos Olivares y, viéndose en tanta grandeza, lamentaba profundamente que no hubiese quien le sucediera en ella, si no era su sobrino D. Luis de Haro, á quien ya aborrecÃa. Recordó entonces que allá en sus mocedades, tratando él de por mitad con otro, con una señora fácil en galanteos, nació un hijo que no se supo á quién atribuirlo. Creció el niño, y llegando á mozo se halló sin nombre, con que rogó á don Francisco Valcárcel, que era el que con más publicidad galanteaba á la madre que se permitiese usar del suyo, lográndolo después de muchas súplicas á la hora de la muerte. Con el nombre de Julián Valcárcel pasó de soldado á Milán y á Flandes aquel mozo, y luego volvió á Madrid, señalándose dondequiera por sus desenvueltas costumbres. Aquà en Madrid fué donde el Conde-Duque puso los ojos en él, determinándose á reconocerle por hijo. Y para que no fuese de tanto escándalo y cubrir su infamia con la del Rey, persuadió á este que reconociera á D. Juan el hijo de la Calderona. Tal fué el origen ruin de aquella preferencia. El Conde-Duque no sólo reconoció á Julián Valcárcel por hijo, que fué aquel D. Enrique Felipe de Guzmán, presunto Presidente de Indias, sino que para casarlo con la hija del Condestable hizo deshacer con frÃvolo pretexto el legÃtimo matrimonio que tenÃa ya contraÃdo con una dama de regular calidad, prestándose á tal infamia el Obispo de Ãvila, en quien el Papa delegó la decisión del pleito y consintiendo luego el Condestable en el nuevo matrimonio, sobre vil, adulterino. No fué D. Juan de Austria en adelante más moderado que su padre en lascivias; quedaron á su muerte tres hijas naturales en otros tantos conventos de España y Flandes. Y hasta el valeroso infante D. Fernando pagó tributo á la flaqueza de la época y á su extraña condición que no le permitÃa ser casado ni clérigo, dejando una hija ilegÃtima que se llamó Doña Mariana. Fué este reinado, como el de Felipe III, modelo de fanatismo religioso, modelo de lascivia. La culpa fué en mucha parte del Conde-Duque; llegó su audacia hasta el punto de justificarla en el PrÃncipe con agudas é ingeniosas razones. Porque habiéndole reprendido el Arzobispo de Granada, maestro que habÃa sido del Rey, por las salidas nocturnas que con él hacÃa el de Olivares, le contestó éste que de Felipe III, cuyas omisiones se acusaban, aunque tan virtuoso y esclarecido, de criarse tan á solas le procedió el no saber vivir sin otro. «Y como yo, añadÃa, no quiero á S. M. para mà sino para todos, no querrÃa que dejase de conocer tanto mundo como tiene á su cargo. Y asà no le suplicarÃa yo que se quedase en casa si le viera inclinado á salir con la moderación y templanza proporcionada á su persona. Que á otro fin no creo que lo intentara, ni osarÃa yo aconsejárselo porque V. S. I. lo dejó tan bien doctrinado, que desde luego empezaran los peligros de persuadirle cosas injustas.» La sátira podÃa ser buena, pero la doctrina era detestable. Y no fueron más castos, ni mejores en suma que Olivares los demás Ministros de Felipe IV. Consérvase aún inédito un memorial burlesco que se supone presentado por la villa de Madrid al Rey, cuando salió de ella á la jornada de Cataluña, en el cual se hallan curiosos datos sobre aquéllos, y el estado que tuviesen entonces las cosas públicas. «Sirve, se dice en él, á V. M. la villa con tres mil hombres cuyos sueldos, bien pagados, han repartido entre si los regidores; cualquiera valdrá por diez en la facción de los sacos, según van ejercitados en los vecinos de Madrid. Parécele á la villa que si tan grandes desgracias las causan nuestros pecados han de cesar por la enmienda que no es poco principio la confesión que V. M. y el Conde-Duque han hecho de sus dos hijos. Libres se hallan los vasallos de dares y tomares y V. M. y el Conde-Duque; porque V. M. no tiene ya más que pedirles, ni el Conde ya más que quitarles. Volverá V. M. victorioso porque Dios N. S. es enemigo de grandes, y muy amigo de humildes, y España está ya por tierra. Ejecutan los Ministros resoluciones de apóstoles, y las exceden, que aquellos se desembarazaron para seguir á su maestro de las redes, y ellos para servir á V. M. no se embarazan con ellas, y mas las llevan tendidas pescando hombres y dinero. Si son bienaventurados los que no vinieren ni entendieren y creyeren, todos venimos á serlo con creer que hay ejércitos sin verlos. Al marqués de Leganés se dé tÃtulo de marqués de Tarragona, y conde de Barcelona, que siendo cosa suya está seguro que no la pierda, y siendo ajena, la conquistará sin sangre, con solo la de su primo el Conde-Duque. Hágase una junta por si faltare dinero de D. Francisco Luzón, D. Lorenzo de Ulloa, Bernardo González y Diego de Salas, que ellos dirán cómo se adquiere dinero para lucir y triunfar sin rentas.» Cuando murió Felipe IV, era natural todo estuviese en peor estado todavÃa; los Ministros y altos empleados no eran ni más honrados ni más sabios; los ejércitos eran menos visibles, la moralidad no era mayor, nuestras fuerzas no podÃan ser más humildes. Entonces hizo Dios que viniese la MonarquÃa á poder de Doña Mariana de Austria, mujer de menos cualidades y de tantos vicios como su marido; y como dejase la MonarquÃa el infeliz Carlos II, no tenemos que decirlo nosotros cuando poseemos relaciones de los escritores contemporáneos cuál fuese á la sazón el estado de España: mejor que nosotros lo dirÃamos, lo acentuó un escritor contemporáneo con estas palabras: «Hallábanse, los reales erarios, sobre consumidos empeñados; la real hacienda vendida; los hombres de caudal unos apurados y no satisfechos, y otros que de muy satisfechos, lo traÃan todo apurado; los mantenimientos al precio de quien vendÃa las necesidades; los vestuarios falsos como exóticos; los puertos marÃtimos, con el muelle para España, y las mercadurÃas para fuera, sacando los extranjeros los géneros para volverlos á vender beneficiados; galera y flotas pagados á costa de España, pero alquilados para los tratos de Francia, Holanda é Inglaterra; el Mediterráneo sin galeras ni bajeles; las ciudades y lugares, sin riquezas ni habitadores; los castillos fronterizos, sin más defensa que su planta, ni más soldados que su buen terreno; los campos sin labradores; la labor pública olvidada; la moneda tan incurable, que era ruina si se bajaba, y era perdición si se conservaba; los tribunales achacosos; la justicia con pasiones; los jueces sin temor á la fama; los puestos como de quien los posee habiéndolos comprado; las dignidades hechas herencias ó compras; los hombres tan vendidos en pública almoneda que solo faltaba la voz del pregonero; letras y armas sin mérito y con desprecio; sin máscara los pecados y sin honor los delitos; el real patrimonio sangrado á mercedes y desperdicios; los espÃritus apegados á la vil tolerancia, ó á la violenta impaciencia; las campañas sin soldados ni medios para tenerlos, los cabos procurando vivir más que merecer; los soldados con la precisa tolerancia que pide traerlos desnudos y mal pagados; el francés como victorioso, atrevido; el Emperador defendiendo con nuestros tesoros sus dominios; y finalmente, sin reputación nuestras armas; sin crédito nuestros Consejos; con desprecio los ejércitos y con desconfianza todos»[30]. ¡Cuadro elocuente y completo al cual es imposible añadir pincelada alguna! Carlos II no puede decirse ya que vivió ni reinó; no hizo más que agonizar en el Trono al tiempo mismo que agonizaba la MonarquÃa. De Felipe III á quien se llamó el _Piadoso_ y Felipe IV el _Grande_ y Carlos á quien algunos llaman _el Deseado_, apenas puede decirse quién fuera más funesto á la MonarquÃa. [30] _Semanario Erudito._ Y contemplando esta misteriosa sucesión de reyes á cual más ocasionados al daño por diversos motivos, si uno por fanatismo, el otro por liviandad y por enfermedad el otro; y viendo que entre los privados consejeros y Ministros de aquellos reyes no hubo tampoco ninguno que no contribuyese con sus golpes á la demolición de la MonarquÃa; recordando al avaro duque de Lerma, al ambicioso de Uceda, al galán de Olivares, al imbécil de D. Luis de Haro; á Nithard, á Valenzuela, á D. Juan de Austria, á Oropesa, todos igualmente ineptos, ó flojos, sin que ni un Sully, ni un Richelieu, ni un Mazarino viniese por azar á entender en nuestras cosas, el ánimo se suspende y llega á creer en que la ruina de España estaba decretada por Dios. Del seno de esta historia desdichada brota sin querer tal idea. No era Luis XIII rey más estimable ni más apto que Felipe III; no era Doña Ana de Austria mujer más hábil que Felipe IV, ó Doña Mariana; no era el mismo Luis XIV, tan digno como lo hicieron los sucesos del tÃtulo de grande. Pero todos ellos tuvieron grandes Ministros; y de grado ó por fuerza, por amor ó por convencimiento, todos acertaron á tomar de entre sus vasallos, ó los extranjeros, los más capaces de hacer feliz á la Francia. Por eso fué feliz. En España no se ve un solo Ministro con cualidades de hombre de Estado, y, con esto solo, podrÃa explicarse nuestra ruina. Faltó en todos, según el economista Osorio y RedÃn, el don de consejo; que pobremente explicó Campomanes diciendo que debÃa consistir en tener establecidos métodos constantes de aprovechar útilmente las personas. El don de consejo que faltó en España fué el que tuvo Sully y el que han poseÃdo tantos Ministros extranjeros: el de advertir las necesidades públicas á tiempo y aplicar á ellas los oportunos remedios. No tuvimos en el poder un solo hombre que asà fuera, al paso que abundaban otra casta de hombres funestÃsimos á la república que hoy llamamos hombres de Gobierno; capaces de oprimir, de vejar, de contener; incapaces de administrar, de favorecer, de remediar, de atender al bien público. Ni son solo los malos gobernantes los que vienen á dañarnos, y el tener cabalmente hombres muy grandes las naciones enemigas de España, cuando nosotros los tenÃamos tan pequeños, sino que acuden también á precipitar nuestra ruina casuales sucesos. Felipe IV nos deja una minorÃa desastrosa, cuando ni en siglos antes ni hasta siglos después se ha visto otra en España, y Carlos II muere sin sucesión por dar lugar á una nueva dinastÃa y á una guerra sangrienta. Con la España austriaca pereció la verdadera, la antigua, la grande España de los Reyes Católicos, no quedando más que el odio que á causa de lo pasado nos han profesado hasta ahora unánimemente los extranjeros. Tan grande fué el temor que les infundimos en la prosperidad, que no parece sino que dudaban en dar crédito á nuestra ruina; á la manera que el león herido en las selvas todavÃa espanta con las convulsiones de la agonÃa, y aún su cuerpo desangrado infunde ira y miedo. No juzgaban á España bien muerta por más golpes que descargaban á mansalva en su exánime cuerpo. «Nación, dice Schiller, temible mucho después de serlo; aborrecida y acosada mucho después de merecerlo.» Por ventura, ¿no será más temible nunca, ni merecerá más el odio extranjero? Es difÃcil. La decadencia de España coincidió desgraciadamente con la constitución definitiva de la Europa; con el sistema de su equilibrio, con los grandes descubrimientos y adelantos cientÃficos, con la generación de todos los intereses, de todos los principios, de todas las necesidades que hoy tiene el mundo. El siglo XVI y la primera mitad del XVII, no pueden ser considerados sino como el fin de la edad media y el principio de la edad moderna. Hoy dÃa la grandeza de España serÃa un acontecimiento de inmensa importancia capaz de trastornar por sà solo la situación polÃtica del mundo, al paso que no puede realizarse sin firmes, jigantescos esfuerzos, que hagan adelantar á la nación en pocos años, lo que ha atrasado en algunos siglos. Los monarcas que sucedieron á Carlos II, aunque no tan enfermos como él, ni tan disolutos como Felipe IV, ni tan fanáticos como Felipe III, estuvieron lejos de alcanzar las altas calidades de Fernando V, Carlos I y Felipe II, y de tener su fortuna. Puestos en el Trono contra la voluntad de Europa y de una parte muy considerable de la MonarquÃa, encadenados al capricho de la Francia que los habÃa engendrado, y á la cual debÃan sus personales grandezas, absolutos en una nación sin unidad ninguna, copistas serviles en un pueblo enteramente original y de peculiarÃsimas costumbres y necesidades, tÃmidos en el bien como en el mal, sin graves defectos el peor, con pocas cualidades el mejor de ellos, no han hecho más que prolongar el estado de decadencia á que nos trajo la dinastÃa austriaca. Tal vez no han aparecido durante un siglo nuestras flaquezas tan á los ojos del mundo; pero es porque los nuevos monarcas no eran ya tenidos por bastante temibles para que las demás naciones se ocupasen en averiguarlas. à la España de Carlos II no se la podÃa negar su importancia; era preciso arrancársela á jirones. La España de los últimos Carlos estaba como olvidada, y no se reparaba en ella sino cuando se movÃa perezosamente para acabar de perder la antigua gloria de nuestras banderas en Ãfrica y Gibraltar, ó para entregarse en brazos del extranjero, como en el pacto de familia y en los tratados de Bayona. Los últimos reyes de la casa de Austria perdieron el Portugal, el Brasil y la Holanda que nos habÃan traÃdo. Sus sucesores, que no han sabido traerle á la MonarquÃa una pulgada más de tierra, dejaron que ella se hiciese pedazos entre sus manos, unos con más, otros con menos culpa, todos por ser harto pequeños para conservar los restos de nuestra grandeza, y restituirnos algo del antiguo honor y poderÃo. No presenta la historia ejemplo de una desmembración de territorios tan inmensa como España ha padecido durante los reinados de la casa de Borbón: ni la caÃda del imperio romano la ofreció semejante. De los dominios de esta vil MonarquÃa de Carlos II, cuya dolorosa pintura terminamos, se han formado todavÃa en Europa los reinos de Bélgica y de Nápoles, gran parte del de Cerdeña, y del llamado Lombardo-Véneto. En América, el imperio de Haiti y diez repúblicas: Méjico, Guatemala, Colombia, Perú, Bolivia, Paraguay, Uruguay, la Plata, Chile y Santo Domingo[31], sin contar con los inmensos territorios de la Florida, la Luisiana, Tejas y California, que hoy se cuentan entre los de la Unión Americana, ni las innumerables posesiones que nos ha quitado la Inglaterra, porque en Asia y Ãfrica y América y en la Europa misma, apenas se puede dar un paso sin tropezar con nombres españoles, que señalan provincias y fortalezas de aquella enemiga afortunada. Ni es este el mayor de los males que nos haya originado la pequeñez de miras y la capacidad de nuestros últimos reyes. Lo que nunca podrá deplorarse bastante será el Ãntimo decaimiento del carácter nacional, de aquella noble y altiva naturaleza que podÃa ser oprimida y desaprovechada, pero que hacÃa aún de la española una de las razas más respetadas, aunque más calumniadas y aborrecidas del mundo. Cosa debida sin duda á la indiscreta importación de leyes y costumbres y necesidades extranjeras, que quebrantaron las tradiciones, y trastornaron los sentimientos, y arrancaron la antigua fe, y entibiaron la dignidad antigua de nuestra raza. Ni puede decirse que hayamos ganado mucho en bienestar material, porque no se halla hoy menor diferencia de España á Inglaterra ó Francia en esta parte que hubiese en los dÃas de Carlos II; ni es comparación que pueda hacerse sin tener en cuenta el movimiento progresivo de las otras naciones en artes, industria, comercio y bienestar público. [31] Téngase en cuenta que esto se escribÃa por el Sr. CÃNOVAS DEL CASTILLO en 1852. En la actualidad, el inmenso territorio que dominó España en América no conserva imperio alguno, sino diez y ocho Repúblicas, que son Méjico, Guatemala, Nicaragua, Honduras, Costa Rica, Panamá, Colombia, Venezuela, Paraguay, Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, el Ecuador, Haiti, Santo Domingo y Cuba, habiendo pasado Puerto Rico á propiedad de los Estados Unidos. Con la guerra de la Independencia, donde el antiguo carácter español se mostró de repente tan poderoso como en sus mejores dÃas; con la última guerra de sucesión, donde también se ha empleado en las opuestas pretensiones algo de la fortaleza y esfuerzo moral del siglo XVI; y con los sacudimientos revolucionarios que han esparcido nuevas ideas, y leyes y necesidades por todas partes, desenvolviendo una gran actividad y un anhelo fructÃfero de trabajo y de adelantos materiales, se ha inaugurado un nuevo perÃodo histórico para España; perÃodo decisivo, cuya responsabilidad no podrá menos de espantar á todos los que sintiéndola, en sÃ, como hijos de esta época, consagren algún culto al deber y el patriotismo, aquellas nobles ideas por las cuales vivieron y murieron nuestros padres. España puede ser todavÃa una gran nación continental y marÃtima, uniéndose pacÃfica y legalmente con Portugal su hermana, comprando ó conquistando á Gibraltar tarde ó temprano, y extendiéndose por la vecina costa de Ãfrica. Pero también puede quedar reducida á nulidad vergonzosa, ejecutándose en todo ó en parte, y antes y después, aquel funesto pensamiento de los Bonapartes que era traer al Ebro la frontera francesa y dando á Portugal la Galicia, repartir la PenÃnsula entre dos Coronas casi iguales en poderÃo. La sabidurÃa del Trono, el patriotismo de la nación, el espÃritu de libertad y de gloria pueden lograr lo primero. La imbecilidad de los que manden y el envilecimiento de los que obedezcan pueden traernos á lo segundo. Y no hay tanto que esperar como se piensa, porque el mapa de Europa va á constituirse de nuevo. ¡Ay de los que no sustenten bien sus intereses! ¡Ay de los que queden perjudicados en ellos y tengan que esperar, para resarcirse, á una nueva recomposición de este mapa europeo que con tantos defectos es hoy el mismo poco más, poco menos, que dejaron construÃdo las guerras de principios del siglo XVIII y señaladamente las que originó la sucesión de Carlos II! No se ha de hacer una Europa distinta cada dÃa. [Ilustración] ÃNDICE Páginas Dedicatoria V El primer libro histórico del Excmo. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo VII Cuatro palabras á los lectores 1 Introducción 5 _Libro primero_: De 1598 á 1610 57 _Libro segundo_: De 1610 á 1621 97 _Libro tercero_: De 1621 á 1636 161 _Libro cuarto_: De 1636 á 1640 223 _Libro quinto_: 1640 285 _Libro sexto_: De 1640 á 1643 337 _Libro séptimo_: De 1643 á 1648 401 _Libro octavo_: De 1648 á 1665 483 _Libro noveno_: Gobiernos de Doña Mariana y de D. Juan de Austria 569 _Libro décimo_: Desde el primer casamiento hasta la muerte del rey Carlos II 653 Conclusión 743 [Ilustración] _Acabóse de imprimir esta edición en Madrid, en la imprenta de Fortanet, calle de la Libertad, número 29, el dÃa primero de Marzo del año de 1910_ [Ilustración] End of the Project Gutenberg EBook of Historia de la decadencia de España, by Antonio Cánovas del Castillo *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 47092 ***